Las tres vidas de Mary Donovan - 4
Los hermanos siembran terror en el pueblo mientras aguardan al juez. Colin y Jack ajustan cuentas con la maestra que los delató. La dulce Mary resulta no serlo en absoluto.
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Las tres vidas de Mary Donovan - 4: Desperada
(Disclaimer: esta historia tiene lugar en el siglo XIX y sus personajes tienen ideas, prejuicios y puntos de vista propios de la época. Todos ellos hablan en inglés, salvo en aquellas palabras o frases que aparecen en cursiva.)
De modo que se llama usted Bradford... Es bonito, supongo. ¿Significa algo? ¿Es un río, una ciudad? No podría decirle si le pega, porque los nombres gringos tienen un nosequé de frío y plano que podrían valerle a todos y a ninguno. Casi como apellidos. Puedo empezar a llamarle así si gusta, pero el tratamiento mejor no se lo apeo, doctor. Volveríamos a tomarnos demasiadas familiaridades, y parece que usted no quiere eso. ¿O sí?
Si le soy sincera, Brad, no esperaba que siguiera queriendo hablar conmigo. Había recogido ya mis cosas para marcharme cuanto antes y ahorrarnos los trámites y un enfado. Usted está delicado y no le conviene que discutamos. No es una amenaza, es la verdad. Le quiero bien y ha demostrado ser un verdadero amigo, pero también me consta que es bastante propenso a hacer cosas que sabe que acabarán sentándole mal. Beber hasta caerse, leer sin sus anteojos... Acogerme a mí, por ejemplo.
Me inclino a pensar que en el fondo usted siempre ha sabido lo que había y por eso no se atrevía a preguntar. No quería que le confirmara que si aquel grupo de hombres despiadados me toleraba se debía solamente a que yo era igual. Acostarme con el Chacal fue necesario, aunque no suficiente: tenía que aportarles algo más. Si no, también las otras hubiesen venido siguiendo a sus maridos como a una merienda campestre, la cestita bajo el brazo, ¿no cree?. Molly tenía razón: necesitaban gente útil, no preocupaciones ni estorbos.
Es posible que me hubiesen faltado arrestos para hacer... aquello por mi propia mano, pero jamás me tembló con los demás. No me engaño, sé que tengo una parcela en propiedad allá abajo, esperándome junto al resto. Para mí sería mucho más cómodo no creer en nada, como usted, como Jack, pero mucho me temo que no puedo ser así.
Tampoco es que ande buscando ninguna redención: para mí hace mucho que se acabó la fiesta. Desde que me metió en su casa vivo esperando a que me prendan. Quizás no me impaciente precisamente, pero sé que el día llegará. Voy a colgar, tan seguro como que hoy es domingo.
Ojalá pudiera decirle que me pesan mis muertos, que me atormentan en sueños, aunque le estaría mintiendo. No suelo pensar en ellos más de lo que usted lo hará en quienes despachase en la guerra: había que hacerlo y ya. No se le da muchas vueltas, de la misma manera que uno no medita cada vez que tiene que dormir, ir a la letrina o encender el fuego. No se pregunta si el pollo que se está comiendo sufrió o no. Y si lo hace... bueno, tampoco acaba con su apetito. Más que como gente, creo que en cierto punto llegué a verlos como obstáculos en el camino, tareas pendientes, una de tantas maneras de complacer a mi amante. Podía llevarme a alguien por delante o quedarme cocinando asados, pero dijera lo que dijese mi madre al venderme yo jamás tuve mano para la cocina, ya lo ve.
Cada uno vale para lo que vale, ¿cierto?.
Supongo que cada cual nace con una habilidad, algo que se le da bien de verdad, y ponerlo a hacer alguna otra cosa es desaprovecharlo. Usted entiende a las personas, yo les disparo y aquella hace calceta. No por vicio, no por bondad o maldad, sino porque está en su naturaleza. ¿Ha oído la historia de la rana y el escorpión al que ayuda a cruzar el río...? Sí, esa en la que la envenena por simple hábito a medio camino, a pesar de saber que se ahogarán los dos. Pues es exactamente eso, aunque sabe Dios que se pueden hacer esfuerzos por no picar. Llevo muchos meses obligándome a ello, porque de veras se lo merece.
Realmente valoro lo que ha hecho ¿sabe?. No me refiero solo a no delatarme, sino a su ayuda, a su fe en mí durante todo este tiempo, aunque fuera en vano. Me hubiera gustado ser como usted me veía, pero simplemente no es quien soy. Da lo mismo cuánto lea o memorice, curar no está entre mis primeros instintos. Puedo distinguir tal o cual lesión, esta o la otra enfermedad y seguir sus instrucciones al pie de la letra, pero al final de la jornada me siento como un hombre que tratase de parir: luchando por un imposible.
Parece que después de todo se queda sin doncella inocente a la que rescatar. Mi oficio me ha crecido sobre el alma como una hiedra, rama a rama, desde el día en que ese hombre entró por la puerta... Pero para eso hacía falta que hubiera una semilla esperando allí, ¿comprende?. Las cosas no salen de la nada porque sí. Usted mismo me lo explicó. Para que haya un nido de serpientes en algún sitio tiene que haber habido una en primer lugar. Dos, en realidad, un macho y... Bah, ya me ha entendido. Estas cosas siempre las ha sabido mejor que yo.
Incluso cuando me fui con los Donovan pude haber terminado mis días sin disparar un solo tiro, calentándole la cama a Jack sin protestar y dejando que él proveyera. Si hubiese cabalgado un poco menos y reposado algo más, podría haberle dado ¿qué sé yo...? media docena de muchachos mestizos y niñas morenas, lindas como italianas. Y sin embargo no lo hice. Tampoco le pedí que me instruyera en cómo conducir bien las reses, borrarles los sellos de otros ni ayudarlas a alumbrar. Claro que todo eso lo aprendí a fuerza de hacerlo, por mera costumbre. Lo que sí le rogué, en lo que le insistí con la tozudez con la que solo una esposa puede hacerlo, fue en que me enseñara a matar.
Al principio ni él estaba seguro de que pudiera y le daba más risa que otra cosa, pero una vez adaptó un par de armas cortas a mis manos, doct... querido Brad, también esa resultó ser una cosa natural. El cuerpo sabe lo que hacer, como en el amor, si lo lleva uno dentro. Solo se necesita buena compañía. El Chacal estaba encantado de ayudar: él compartía lo que le apasionaba, lo que de veras le hacía salivar, yo solamente no quería volver a pasar miedo. Estar a merced de nadie más. La peor persona que conocía ya estaba de mi parte.
Hoy por hoy sigo sin sacarle ningún gusto en particular, más allá de la emoción del momento. La euforia de ganar en un enfrentamiento. Ser el último hombre... mujer en pie. Era bueno, no le digo que no, pero había muchas otras cosas que prefería, como que fuesen robos rápidos y en sitios aislados. Dólares fáciles. El carro de un mercader en mi antigua ruta o una diligencia, por ejemplo: dos tiros al aire y todo hecho. "¡Wham—Bam—Gracias, Ma'am! Déle saludos al reverendo". Trabajos de encargo, sin embrollos, sin cuerpos. Robar el ganado, llevarlo del punto A al punto B y recibir el dinero. Gastarlo a puñados como si fuéramos ricos y pasar una semana en la ciudad de juerga en juerga, adormecidos por el opio o completamente borrachos, antes de regresar con menaje para la casa y regalos para los críos. La pasta en nuestras manos era una estrella fugaz, apenas cumplía un par de deseos antes de volver a evaporarse.
Pero rescatar a Frank, como habrá intuido ya, no iba a ser una de esas misiones.
Caímos sobre el pueblo como una plaga del Antiguo Testamento. No sé si serían primogénitos o no, pero pusimos una bala en todo el que se movió. Alguno encajaría, imagino. En cuestión de un par de minutos cualquier cosa que hubiera en la avenida principal esa mañana quedó tendida en el suelo con uno o varios agujeros. Hombres, mujeres, caballos, perros... Todo aquel que no se escondiese a tiempo tras escuchar el primer tiro. Solo quedó vivo un niño muy pequeño. Sentado junto a la que había sido su madre, chapoteaba curioso en el charco de sangre que brotaba de ella con sus manitas, sin llegar a entenderlo. Tapaba y soltaba la herida de su pecho, concentrado. Ahora sale, ahora no.
Lo observamos ladear la cabeza con curiosidad al ver pasar las patas de nuestras monturas junto a él. Se estiraba todo lo que podía, tratando de tocarlas, abriendo y cerrando sus puñitos mojados. Los cascos de la yegua de Jack pasaron sobre el bebé sin rozarlo, pese a sus propios esfuerzos. Finalmente cayó de espaldas y quedó tumbado pataleando boca arriba como un escarabajo, sucio pero ileso. Cuando nos hubimos alejado unos pies lo oímos llorar.
Nadie salió a consolarlo, por supuesto. A esas alturas todos sabían de sobra que la familia Donovan estaba de vuelta. Los chicos andaban sedientos de venganza y tenían buenas razones para ello. Gregsonville nos debía una, y créame cuando le digo que se la íbamos a cobrar.
Habíamos llegado allí tras varios días de camino, sudorosos, polvorientos y con un cansancio se hacía notar. Permanecimos acechando desde el alba, tendidos sobre la tierra como lagartos en una de las colinas que rodeaban la zona, hasta que la campana sonó. Menos de un cuarto de hora después la mayor parte de los habitantes habían entrado ya en la iglesia con sus mejores vestidos. Era mucho más cómodo que fueran por su propio pie al redil y cerraran después la puerta que tener que perseguir a nadie, con el riesgo de que acabara dando la voz de alerta. Cinco personas no podían dedicarse a pastorear a los doscientos vecinos. Los habitantes se encerraban gustosamente, indefensos y desarmados, y nos ahorraban muchísimo trabajo.
Fue entonces, cuando el eco del valle nos trajo la música de sus himnos, que volvimos a montar y atacamos, llevándonos por delante a todo aquel que no estuviera en la misa dominical. No demasiados. Ancianos, negros, algún que otro rezagado... Unos diez o doce. Todo al que encontramos, como le digo. Algo relativamente veloz y sencillo, porque no nos estaban esperando. Es posible que hubiesen estado en guardia durante las dos primeras semanas, aguardando las represalias, pero está claro que la ausencia de noticias de asaltos en los alrededores les habían hecho confiarse. Nos daban por capturados, huídos o vaya usted a saber el qué. Lo importante es que habían dejado de llevar sus armas consigo a la casa del Señor.
Las ventanas de las pocas casas que aún tenían a alguien dentro se cerraban a nuestro paso. Algo bueno para todos, porque suponía que tendríamos menos que vigilar. Colin disparó a la primera que hizo amago de abrirse y la fulana que estaba apoyada tras ella se precipitó desde el segundo piso al exterior en un revoloteo de faldas. Si el balazo no la mató, lo hizo la altura, a juzgar por el ángulo extraño en que quedó su cuello. La caída le dejó al descubierto las piernas gordas, blanquísimas y enfundadas en medias de seda roja. Mi cuñado las observó largamente y chasqueó la lengua.
—Menudo desperdicio...
James en cambio la miraba con franco horror y siguió haciéndolo aun cuando la dejamos muy atrás, volteándose en su silla. Su reacción despertó ojeadas de preocupación y fastidio entre sus hermanos.
Pese a todo no hubo ocasión para discutirlo porque tan pronto sintieron cesar los disparos, algunos hombres hicieron amago de intentar salir del templo por su única puerta. Una nueva ráfaga de plomo acabó convenciéndolos de lo contrario. A juzgar por el sonido, tuvieron incluso el detalle de cerrar ellos mismos el portón con un travesaño. Y hubiese sido un plan perfecto... en un mundo en el que no existiese el fuego. Aún sin hablar, las miradas que intercambiamos entre nosotros dejaron bien claro que todos compartíamos una misma idea.
Afortunadamente para los lugareños nuestra prioridad no era la venganza sino el control del terreno. Si el juez Burke y su escolta iban a pasar por aquel punto más valía que no hubiese incendio alguno que los disuadiera. En un día tan claro como aquel el humo podría haberse visto a muchas millas de distancia y el objetivo habría decidido dar un buen rodeo. Y quizás hubiese sido lo mejor para todos, de hecho... Vaya usted a saber.
Pasamos un buen rato junto a la entrada de la iglesia, inspeccionando los alrededores, erguidos sobre la montura y dando vueltas nerviosas entre los carromatos de fuera. No se veía un alma, nadie parecía sentirse con ganas de venir a enfrentarnos, pero eso también había ocurrido la primera vez. La calma no invitaba a confiarse. Además del llanto del pequeño, cada vez más débil y resignado, solo se oía el batir del viento en la contraventana del lugar por el que había caído la mujer. Algún murmullo ahogado nos llegaba del interior de tanto en tanto. Nada preocupante.
Sin querer perder un minuto más, Séamus y Jimmy se desligaron del grupo para patrullar velozmente las pocas calles de Gregsonville. Era un lugar muy reducido, de treinta o cuarenta casas a lo sumo y apenas les oímos descargar el arma otra vez. Encontrar el telégrafo no llevó mucho tiempo, bastó que siguieran los postes y el cableado. Es de suponer que tomaron la precaución de observar si aquellos gruesos cordeles de alambre se bifurcaban e iban hacia algún otro sitio, visto que en el pasado habían tenido dos aparatos. El más joven volvió a informarnos en cuanto lo tuvieron asegurado. Séamus se había quedado allí con el empleado de la compañía, a la espera de recibir algún tipo de mensaje sobre el visitante. Era lo más sensato: él, que tenía la sangre menos caliente que los demás, resultaba el más indicado para custodiar a la persona que terminaría transmitiendo nuestras demandas sin llenarlo de plomo en el proceso. Ninguno de nosotros sabía cómo funcionaba exactamente el artilugio, el modo en que los golpecitos sobre aquella especie de cuchara se terminaban convirtiendo en palabras. Intuíamos que tenía algo que ver con el ritmo, como las señales de humo de los indios, pero nada en concreto. Figúrese, si a mi hombre y sus hermanos ya les costaba leer y escribir... Baste decir que eso volvía al tipo insustituible.
El problema principal es que aquello nos convertía en solo cuatro para todo lo demás. Cuatro tiradores, insisto, para mantener a raya a un pueblo minúsculo —pero pueblo al fin y al cabo— y recibir al buen juez. Estaba además el asunto de que no conocíamos cuándo llegaría. Incluso si nuestros cálculos eran correctos, aún podían pasar un día o dos hasta que apareciera, y al ser tan pocos todo el mundo debía mantenerse alerta. La perspectiva resultaba agotadora desde un principio.
Si aguardar hora tras hora bajo el peso aplastante del sol nos parecía malo, las noches iban a ser terribles. No éramos suficientes como para hacer relevos y el conocer de antemano que no íbamos a dormir se añadía a la tensión. Nadie se atrevía a admitirlo en voz alta, pero era evidente que tendríamos que haber sido previsores y traído al menos a uno o dos más, aunque supusiese dejar vacía la hacienda. En cualquier momento los feligreses podían cansarse de su encierro y decidir comprobar si Dios los protegía tanto como creían. Aun cuando lográramos despacharlos a la primera, no teníamos balas suficientes para todos ellos; no hablemos ya del tiempo necesario para recargar, en el que podrían llegar a desmontarnos. Así pues, solo quedaba mantenerse despierto en lo posible y reventarle la cabeza al primero que fuese lo bastante imbécil de portarse mal.
Veo que frunce el ceño. ¿Le molesta mi lenguaje? Creía que nos estábamos conociendo... Pero podría usar palabras más enrevesadas para decirle lo mismo, si lo prefiere. Al final solo se trataba de dominar la aldea y descerrajarle un tiro entre ceja y ceja a quien se atreviera a resistirse, para que cundiera el ejemplo. ¿Mejor así? Bien, pero los sabiondos solían caer muy rápido, solo para que lo sepa... Y los sabiondos que se sonríen cuando les reprenden, mucho más. ¿Puedo ahora continuar?
Como entenderá, que la banda de los Donovan fuera casi en exclusiva un negocio familiar no ofrecía demasiadas ventajas. Puede que el dinero se quedara siempre en casa, pero hacía mucho más difícil disciplinar y mantener a los empleados a raya, y nadie— salvo Jack, y solo a veces— contemplaba seriamente la idea de "despedirlos". Tampoco podíamos traer a ninguno más, cuando la guerra hacía mucho que había terminado y todos sus compañeros de armas estaban ya muertos o escarmentados, con pocas ganas de volver a jugarse el pellejo, fuera por plata o por algún otro ideal. Esto había causado que el grupo fuese muy reducido: apenas ellos y quienes quedaban de sus batidas de caza de pieles rojas, mientras esperaban a que la siguiente generación creciera lo suficiente. Si hasta entonces nos habíamos limitado al robo de vacas y pequeños asaltos a carromatos era por una buena razón: no teníamos especialistas ni capacidad real para dedicarnos a algo a mayor escala, y sí muchas bocas que alimentar. Ninguno soñábamos con bancos o trenes. De hecho, Frank jamás hubiera permitido que emprendiéramos sin garantías una empresa alocada como aquella... pero lo cierto es que no estaba allí para opinar y tampoco había habido tiempo material para pensar en nada más elaborado.
Básico como era, gran parte del plan consistía en no dejar entrar ni salir a nadie de allí, por eso Colin se cargó el rifle a la espalda y acabó trepando por los canalones a los tejados de la hilera de edificios central. Las casas estaban lo bastante cerca entre sí como para poder pasar de una a otra caminando o con apenas un pequeño salto, y a él le sobraba la agilidad. Desde esa altura tendría una mejor visión de las calles y podría abatir a quien pusiera un pie fuera. Por si acaso, y como estas cosas no son una ciencia exacta, que diría usted, había que reducir los riesgos dejándolos sin transporte. Un tipo que huyese a pie siempre sería más fácil de interceptar que uno a caballo y además tardaría siglos en llegar a otra población. Con un poco de suerte tal vez hasta se perdiera y muriese de sed por el camino. Los lugareños bien podían haberse apresurado a construir nuevos comercios y una estación, pero las vías y el ferrocarril aún seguirían meses, años sin llegar.
Ahora que tenía a Col para cubrirme las espaldas me dediqué a recorrer los establos desvencijados de los alrededores y soltar todos los caballos que encontré. Algunos huyeron en cuanto vieron las puertas abiertas, pero con el resto hizo falta poco menos que una tediosa labor de pastoreo. Las bestias cabeceaban y hasta piafaban al principio, como negándose a abandonar su puesto, quién sabe si por miedo o por sentido del deber. Hizo falta que tomara las riendas de otro par en la mano para empezar a formar un grupo que simulase una manada, de modo que fueran uniéndose a ella por sí mismos y salieran de la población. También ellos, como sus dueños, eran bastante gregarios. Al cabo de un rato y varias millas de distancia llevaba tras de mí una veintena de jamelgos, tres mil dólares trotones que hubieran sido un regalo en cualquier otra ocasión y que me rompió el corazón tener que abandonar en medio del campo. Si no hubiera sido porque en cuanto tuviéramos a Burke tendríamos que salir al galope, los habría dejado atados a cualquier árbol esperando a que volviéramos, en lugar de arrearles varazos para que se fueran. Aún tuve que espantar a cuatro o cinco que pretendían regresar antes de que se dispersaran.
No me di demasiada prisa en retomar el rumbo al pueblo, con las ideas recalentadas de la falta de sombra y rumiando pura pesadumbre por la fortuna que acababa de liberar. Imagínese, el equivalente a veinte condenas a muerte y casi bastante dinero para ir al norte y comprar la concesión de una mina. Esa era la medida de mi lealdad hacia Jack, pese a sus arrebatos, su matrimonio, sus celos. Su propia reticencia al plan. Ni siquiera se me pasó por la cabeza entonces que si me hubiera marchado en ese mismo momento habría podido volver a reunir y venderle los animales a los tratantes habituales, vivir desahogadamente algún tiempo. Buscar una casa lejos, muy lejos, donde ni él ni los suyos pudieran encontrarme... No contemplaba ningún futuro que no lo incluyera. Si algo tiene el deseo, es que le vuelve a uno corto de miras.
Fíjese bien: así de inocente era.
Estaba llegando al arco de troncos que daba entrada al asentamiento, arma en ristre, cuando decidí girarme por alguna razón que no logro recordar. Tal vez fuera por el malestar general de las últimas semanas, que aumentaba con el calor o porque la luz del mediodía se reflejaba sobre la tierra seca del pavimento y me hería la vista... pero eso era algo habitual, tanto como los lagos que parecían formarse sobre la planicie del valle al caldearse el aire o los remolinos de arena. Quizás se tratara de una sombra a mis espaldas, no lo sé. Lo importante es que al hacerlo creí ver recortarse en el horizonte varias siluetas no más grandes que hormigas, negras contra el paisaje ocre. Si se movían era imposible saberlo, porque a semejante distancia no podía apreciar cambios en el tamaño. Puede que solo se tratase de cáctus, pero el estómago me dio un vuelco de ansiedad y excitación.
Alcé la mirada, buscando a mi cuñado por las alturas, deseosa de preguntarle si veía por su catalejo lo mismo que yo, pero no lo encontré. Avanzando por la calle desértica descubrí que ni siquiera el nuevo huérfano estaba donde lo habíamos dejado, aunque sobre eso me abstendría de hacer pregunta alguna. Lo más probable era que alguien hubiera salido corriendo a por el muchacho aprovechando la ausencia de Colin y vuelto a encerrarse, e incluso si no era así, no me podía permitir distraer su atención y que la misión fuera saboteada por simples remilgos femeninos. Hacía mucho que había aprendido que lo mejor para la convivencia era mirar hacia otro lado y no pedir respuestas sobre cosas que pudieran desagradarme. En nuestra línea de trabajo era tremendamente sencillo colocar el dedo en el gatillo y sentirse todopoderoso, o ponerse nervioso y que se te fuese la mano. Que todos salvo Jimmy hubiesen sido ya padres no cambiaba nada en absoluto: un bebé incapaz de moverse por sí mismo constituía un excelente rehén. Hacerle daño, además, disipaba cualquier duda sobre la ferocidad de la amenaza, el punto al que estaban dispuestos a llegar. Si yo también lo hice o no alguna vez a usted debería darle igual y no me interrogará al respecto.
Hágame ese favor.
Fuera como fuese, no había niño ni cuerpo cerca y aquello solo logró aumentar mi inseguridad, la incertidumbre de no saber bien lo que esperar. Tenía una desagradable sensación de exposición mientras cabalgaba por el centro de la vía con todos los flancos al descubierto; esa tranquilidad de cementerio me crispaba los nervios. Con cada paso sentía erizárseme más el vello a lo largo de la columna. Más que dar un paseo triunfal, lo que estaba haciendo era ofrecerme como un blanco fácil para cualquiera, y lo sabía. Excesivamente vigilante como estaba, no tardé en descubrir un destello metálico asomando por la rendija de una puerta y mi mano se movió antes que yo. Disparé dos veces sin pararme a pensar, abriéndola de golpe por el impacto.
Tras ella pude escuchar cómo caía algo grande y pesado, y una maldición.
—¡Mierda!¡Joder!¡¿Se puede saber qué demonios haces?!—Bramó la muy reconocible voz de Séamus desde el interior, antes de aparecer en el umbral, la nariz ensangrentada y una expresión de pocos amigos.
—Me pareció que había alguien...
Me tumbé sobre el cuello del caballo y levanté el ala del sombrero para poder mirar hacia adentro. El edificio había sido construido a toda prisa, sin tener muy en cuenta las proporciones y el techo era tan bajo que un hombre normal casi habría podido rozarlo con la cabeza.
—¡Claro que lo había!¡Estaba yo!— Se limpió con el puño de la camisa, apoyándose en la manilla para terminar de levantarse. Después repasó por dentro los dos nuevos agujeros en la madera con un dedo. Una de las balas no había llegado a traspasarla y se había quedado atorada a medio camino, creando una flor de astillas en la tabla. La rascó con la uña, con curiosidad.— ¿Qué ocurre, no os ha avisado James?
—Más o menos.
—Déjame adivinar... ¿se le ha olvidado o se ha perdido? Solo él sería capaz de desorientarse en un sitio con tres cochinas calles...
—No nos ha dicho dónde estabas exactamente, solo que habías encontrado al telegrafista...
Al fondo de la pequeña estancia, tras el escritorio donde estaba situado el aparato en sí, asomaban apenas las gafas y la nariz de un hombre joven y asustado. Obviamente no lo bastante. Con la lentitud de una planta, había empezado a extender su mano temblorosa hacia el artilugio mientras discutíamos. La manga de su llamativa chaqueta a cuadros no le hizo ningún favor a su discreción. Le apunté con el revólver, amartillándolo a modo de advertencia.
Y ya veo que es así.
Con una velocidad impensable para alguien obeso, mi compañero se volvió hacia él y aprisionó su muñeca. Acto seguido y sin permitirle retirarla, le estampó las falanges contra la mesa con la culata de su arma como el que parte una almendra, provocando un crujido de huesos rotos. El operario se retorció sobre sí mismo y aulló de dolor.
—Es el tercer dedo, Billy.— Comentó, con el tono amigable que se utiliza con los chiquillos, y lo soltó.— Esperaba que con los dos primeros hubieses entrado en razón. Al final vas a conseguir hacerme enfadar de veras...
El otro hombre no dijo nada. Había vuelto a replegarse tras el escritorio y se le oía sollozar, sacudiendo los hombros dentro de su peculiar indumentaria, la respiración entrecortada. Por un momento creí que lloraría.
Este pobre cabrón no se imagina la suerte que tiene.
—Podría haberle tocado Jack...
—Podrías haberle tocado tú. Se te están contagiando sus hábitos.—Se palpó el tabique nasal, moviéndolo hacia los lados.—Mucha rapidez, poca cabeza.
—Espero que no esté rota.—Señalé su nariz con el mentón.
—Yo también.
Séamus resopló y sus fosas gotearon un poco más de sangre, que enjugó en el pañuelo que llevaba al cuello. Tenía la impresión de que cosas así solo conseguían mermar la poca confianza que el resto de la banda —o al menos los miembros que importaban— tenía en mí.
Antes de que te diera por desperdiciar munición, nuestro amigo Bill me estaba escribiendo el alfabeto que usa el trasto este. —Se agachó a recoger un papel y se lo devolvió al telegrafista. Después hizo lo mismo con un carboncillo. Se lo apretó en la mano, obligándole a aferrarlo.— Me ha costado un poco convencerlo para que lo hiciera, ¿sabes?. Tenía la extraña idea de que dejaría de sernos útil.
—¿Y no es así?—Observé cuidadosamente al otro, que empezaba a realizar trazos sobre el papel.
—Claro que no. No tengo tiempo de aprender a manejar el cacharro a la velocidad necesaria. Todas esas rayas y puntitos... Sé que pasaría días equivocándome. Solo quiero tener la seguridad de que manda exactamente lo que le pedimos.
—¿Entonces no son letras?
—Son más bien sonidos.
—Como sea. Podrías intentar leer luego alguno de los mensajes que haya en la papelera, para ver si tiene sentido. Ya sabes, en caso de que...
—...Se ponga ocurrente.— Terminó mi frase.— Sí, lo sé. No es la primera vez que intenta tomarme el pelo. Ahí donde lo ves, tan calladito, este cretino tiene su chispita de valor. ¿A que sí? —Le dio dos tortas amistosas en la cara.— A veces me pregunto si no estará decidido a ser el más bravo del cementerio...
El técnico apretó los labios y movió la cabeza violentamente para apartarse, aunque continuó dibujando. Nos siguió mirando de reojo de tanto en tanto, sin perder hilo de la conversación. Había algo en sus ojos húmedos, una decisión, una actitud general de cálculo que no me gustó. Ni siquiera había dado muestras de sorpresa al escuchar una voz femenina bajo mi embozo: llorase o no, tenía cierto grado de autodominio. Iba a causar problemas, podía apostarlo. Séamus se percató enseguida de mi desconfianza.
Está todo controlado.—Aseguró.
Hubiera continuado hablando de mi preocupación, pero la expresión de su rostro dejaba claro que había zanjado la cuestión. Era su asunto, no el mío y como pasaba con su hermano, más valía que no me metiera. La obstinación parecía ser una cosa congénita, igual que el temor a que les pisasen el terreno, tal vez porque estaban demasiado acostumbrados a hacerlo los unos con los otros. Me vi obligada a cambiar de tema.
—¿Habéis recibido algo en este rato?
—Un par de cuestiones personales. Pagos, funerales... Nada que nos interese. No obstante, en cuanto tenga el código volveré a comprobarlo. Es pronto aún. ¿Tanto te pica el índice que necesitas disparar?
—Es por lo que estaba buscando a los demás...
—Qué decepción... La verdad es que siempre te había creído más sensata que todo eso—su semblante normalmente jovial se ensombreció de un modo que ni el portazo en las narices ni los intentos de sabotaje del rehén habían logrado— pero se ve que la estupidez de Jack se pega como las ladillas, de tanto frotarte contra sus huevos...
—¡Te digo que he visto...!
—¡Nada de ejecuciones, María, ni un desollamiento! ¡Pensaba que Frank había sido muy claro en eso!—continuó, sin dejarme hablar.— No somos putos salvajes. Solo hay que hacer lo necesario, ni más ni menos. La próxima vez que a alguno de esos dos idiotas se le ponga dura y decida organizar una masacre, no van a mandar a los Rangers, ¡van a traer al ejército! ¡Deberías estar allí, sí, pero para que entren en razón!
—Séamus, para un momento y escucha, joder. No me has entendido...
—¡Un carajo que no! ¡A ver luego dónde nos escondemos!.
Nunca me ha gustado que me avasallen, con razón o sin ella. Sus interrupciones cada vez que intentaba contarle las noticias, cortándome las frases como a un tartamudo, solo hacían que me angustiara aún más. Me daba la sensación de que ya había tomado carrerilla y que yo tuviera que decir importaba menos que su necesidad de soltar el sermón; ese que a sus hermanos no les podía dar. No tenía en cuenta lo difícil que era para mí tratar de discutir en otro idioma. De tanto contenerlas, las palabras me salieron apelotonadas y casi sin respirar.
—¿Y qué se te ocurre que va a pasar con el secuestro de un juez, eh? No creerás de verdad que se van a limitar a dejarlo correr... ¡Con eso ya tienen bastante para jodernos por los siglos de los siglos!
Séamus apretó la mandíbula e inspiró muy hondo, como si no supiera aún qué contestar. Tenía los ojos opacos, vacíos por dentro. Parecía que fuese algo a lo que hubiera estado dando vueltas todos aquellos días de viaje sin sacar ninguna conclusión en concreto y ahora se viese enfrentado a ello. Escuchárselos a otro es lo que convierte los pensamientos en una realidad. La cuestión simplemente no podía ser aplazada más tiempo.
Sorprendido por el silencio, nuestro prisionero se atrevió a levantar la cabeza de su trabajo pero recibió un guantazo demoledor que se la volvió a agachar. Mi cuñado se sacudió la mano y suspiró. Confiaba en que eso nos calmara a todos.
Piensa rápido, —Le apremié, volviendo a incorporarme sobre mi montura— porque ya se está acercando...y trae escolta.
Hice recular al caballo y me alejé de la puerta. Pude escuchar cómo se cerraba de golpe a mis espaldas, haciendo vibrar todo el edificio. El cartel de madera que anunciaba la futura estación dio varias vueltas sobre sí mismo antes de que una de las cadenas que lo sostenía cediera y quedase colgado de medio lado. Prendido por pinzas, justo como el plan. Había conseguido alterar a la persona más tranquila de la familia, y eso lejos de parecerme un gran logro o algo divertido solo redobló mi propia inquietud. Si Frank era el cerebro y Jack el brazo, Sea había sido siempre una columna vertebral para el grupo y verlo tambalearse me minaba la confianza.
Tampoco él sabía lo que hacer. Estaba tan confuso como el resto y yo acababa de presionarlo todavía más. No era como si pudiese permitirse una distracción.
Hasta entonces solo habíamos pensado en los problemas inmediatos de recobrar al hermano mayor, lo que venía a resumirse en cómo hacerlo o cómo preparar el lugar, el intercambio; e incluso eso solo estaba ligeramente perfilado. Un par de situaciones previsibles del tipo que podía resolverse a base de pólvora y poco más. Nuestras opciones de huida se reducían a apenas un lugar o dos alejados de la mano de Dios donde reagruparnos y perdernos a descansar hasta que las aguas se calmasen, nunca demasiado tiempo. Contemplar el cuadro a más de un par de semanas vista parecía en exceso complicado, aunque fuera evidente que la situación iba a cambiar.
Mientras solo se tratase de dinero podían llegar a hacer la vista gorda hasta cierto punto, pero atacar directamente a la autoridad implicaba que no podríamos volver a la zona. La gente con un cargo se pone muy nerviosa cuando tocan a uno de los suyos. Creo que es algo gremial. Nos iban a dar caza como a alimañas. Había que ir mentalizándose de ello. Tendríamos suerte si no nos veíamos obligados a abandonar la hacienda y buscar otro hogar. Quizás hasta hicieran una batida. O peor, alguien inteligente desenterraría del archivo las escrituras de propiedad de Molly y sabrían exactamente en qué agujero buscar.
¿Dónde íbamos a ir con toda la familia a cuestas? Sin poder vender el terreno solo podíamos depender de lo que habíamos estado robando, y Dios sabe que nunca hubo tal cosa como un Donovan ahorrador. Se necesitaría muchísima plata para poder reubicarnos con un mínimo de dignidad, ahora que ya no bastaba con roturar la tierra para poseer sesenta y cuatro acres gratuitos. Incluso si conseguíamos entrar sin problemas y establecernos en la ciudad, donde todo era más caro, tendríamos que seguir en el negocio. Como además de sus propios delincuentes en esos lugares siempre habría muchos ojos de ciudadanos preocupados, no quedaría otra que salir fuera periódicamente, tal vez bajo la apariencia de marchantes. Ir, robar y volver, quién sabe cuantísimas veces. Habría largas ausencias como hasta entonces, para que los chicos no terminaran viviendo hacinados entre las cucarachas o trabajando en las fábricas, enfermos, famélicos y llenos de hollín. Había visto niños así, delgados como espíritus y no quería eso para los míos. Por mucho que admirara a mi compañero, ni él ni el resto sabían hacer la o con un canuto fuera de su especialidad y no podrían llevar bien los horarios ni la discipina de las grandes factorías. Tampoco yo tenía el espíritu necesario para pasar de doce a dieciseis horas al día mirando funcionar una máquina sin acabar de romperme. A algo que ha crecido en libertad no se lo puede meter entre cuatro paredes sin matarlo; y dejarse domesticar es en sí otra muerte. ¿Pero cuál era la alternativa? ¿El norte?¿El este? ¿México?
La más remota posibilidad de tener que regresar a San Augustine me mareaba y revolvía el estómago. Hasta el nombre mismo me provocaba malestar físico. (O quizás fuera algo más, en lo que intentaba a toda costa no pensar...). Allí no quedaba nada para mí. No me veía enterrando a esas alturas los cuerpos comidos por las ratas de papá y mamá, plantando frijoles o agave sobre ellos en el jardín. Aplanando los montículos y dejando a mis futuros hijos corretear a su alrededor, caminar sobre sus huesos. No quería saber con exactitud qué les había hecho Jack o qué no. Pertenecía a esos misterios que, como antes le dije, había renunciado voluntariamente a resolver. Había indicios, claro. A pesar de haber recargado su arma, aquel día no solo no había habido más disparos, sino que pude verle luego los brazos ensangrentados hasta el codo cuando me subió sobre la grupa de su yegua. Los puños enrollados de su camisa seguían todavía húmedos la segunda vez que me hizo el amor en una estera mientras yo permanecía muy quieta y mirando al cielo por el hueco de su cuello, aún asimilándolo todo. Francis había estado furioso por su desobediencia. Devaluaba —decía— el valor de su palabra y le ponía en cuestión... Pero volviendo a lo anterior, lo cierto es que aunque los vecinos no me hubieran reconocido tras apenas dos años desde mi marcha, no me veía viviendo allí sin volverme loca. Es posible que pudiera pasar largas temporadas sin pensar en lo que había ocurrido, pero sin duda no tenía el cuajo necesario para establecerme y borrar la historia. Rogaba que mi amante se diese cuenta y no me obligara a hacerlo. Prefería una existencia nómada, por incómoda que fuese, a permanecer en ese lugar.
...Claro que a esas alturas incluso aquello era aún el cuento de la lechera. Por lo pronto todavía tenía que averiguar dónde se encontraban los demás, la razón por la que Colin no estaba en su puesto de vigilancia como debía. Intenté aguzar el oído, a la espera de escuchar cualquier cosa, pero además del canto continuo de la cigarra no se oía más que el zumbido de unas pocas voces. Nada de disparos, de golpes ni de estampidas humanas. Por lo que parecía, los pueblerinos seguían apretujados en la iglesia. Una buena señal.
A medida que me aproximaba pude reconocer que eran los míos quienes hablaban medio en broma medio a gritos, aunque no pudiera entender más de una palabra de cada cinco.
—¡Aquí... enséñale... lección... puta vez!
—¡Tienes que... buenas maneras!¡Aunque... porque muerde!
Estaban discutiendo, para variar. Al doblar la esquina pude verlos frente al templo y de espaldas a mí, tan enfrascados en lo que parecía su enésima pelea que ni me sintieron venir. Eran dos contra el más joven, al que no dejaban de zarandear y empujar hacia delante, muertos de risa. No podía imaginar qué era lo que había hecho, pero cada vez que intentaba levantarse del suelo alguno de sus hermanos le cortaba el paso y volvía a arrojarlo contra la tierra, entre carcajadas. Sus propias voces amortiguaban el sonido de los cascos de mi montura y a saber qué más. Séamus tenía toda la razón del mundo al estar irritado: no solo teníamos un plan tosco y prendido con alfileres, sino que las partes que sí estaban diseñadas decentemente no se cumplían. El aburrimiento de todas las horas pasadas y pendientes hacía mella, y aunque era obvio que se sentían tan a salvo y seguros de su control sobre los lugareños que se permitían destensarse de ese modo, no hay peor enemigo que el exceso de confianza. Si hubiera quedado alguien con agallas en ese pueblo podría haber matado al menos a uno de ellos sin despeinarse.
A todos, si era bueno de verdad.
Mis amigos deberían sentirse inmensamente agradecidos de que solo fueran ratas.
Nunca hubiera soñado con regañar al Chacal frente a otros por más justificado que estuviera, ya lo sabe usted, y desde luego no pensaba hacerlo delante de los rehenes, de modo que me limité a quedarme vigilando en lugar de todos ellos. Esperaba que todo aquello cumpliera un propósito y no fuese necesario intervenir. En algún momento —pronto, porque el tiempo apremiaba— tendrían que decidir que ya habían martirizado lo suficiente al benjamín y desquitado por sus tensiones, y volverían a sus puestos. Entonces podría pedirle a Colin que echase un ojo por su aparato y me dijera si era o no cierto que venían, que las risas, las tonterías y nuestra espera se habían acabado para siempre.
Como veía que la cosa iba para más largo de lo planeado y yo jamás he sido amiga de los sufrimientos innecesarios, decidí concederles un poco de margen y desmontando, arrimé el caballo aún más a la sombra de los últimos edificios. Desde allí pude ver mejor. Colin y Jack no se limitaban a empujar a un Jimmy descamisado, pasándoselo como una pelota en cada ocasión que hacía ademán de zafarse, sino que lo lanzaban sistemáticamente hacia un punto en concreto, sobre algo en el suelo. Un montón de ropa revuelta y abultada. Al menos, recuerdo que pensé, no se estaba haciendo demasiado daño; nada que justificara su voz lastimera al levantar la cabeza para mirarlos, todos esos gemidos ahogados.
—¡Por favor, no quiero hacerlo!
—Venga ya...
—¡De verdad, ni siquiera me gusta!
—Es una mujer,—contestó Jack, entre bostezos— y joven. ¿Cómo no te va a gustar?
—¡Porque... porque no, joder!. Es... es demasiado...eh, fea... y ...y rubia.
—Tú también, y ella no se está quejando, ¿verdad?. —Apuntó con la pistola hacia el bulto, y ladeó la cabeza, esperando algún tipo de reacción.—Más le vale que no, si sabe lo que le conviene.
—Pero Jack, entiéndelo, me da asco... Ahora no puedo ni mirarla. ¡Le habéis reventado todos los dientes!
—Mejor la chupará.
—Está sangrando... Podría quedarle alguna punta...
—¡Otro que nos sale exquisito!—rió, señalándoselo a Colin— Que se deje de mariconadas y excusas y se meta a ello ya. ¿O no fue esta la que le puso tierno la vez pasada?
—Más bien se la puso dura. ¡Venga, no hagas esperar a la dama!.
—No puedo. No quiero. No va a funcionar.—Insistió el chico.
—Puedes y lo harás.
—¡Te juro que no tengo ganas! Díselo tú, Jack...
En lugar de ayudarle, este le pisó la espalda, empujándolo hacia abajo. Lo mantuvo allí, apoyando su peso pese a los pataleos, para asegurarse de que no escapara. Debajo de él, el fardo seguía indistinguible, salvo por un ligero tembleque de rana diseccionada. Casi una cosa inerte.
—¿Veinte años y sin ganas de follar, chico? Eso no hay quien se lo crea.
—¡Claro que no! —dijo el otro, dándole un tirón a los pantalones del infeliz para bajárselos. Bajo la bota inclemente de Jack, el muchacho se debatía como podía, forcejeando con Colin e intentando volver a subírselos.— Solo hay que ver cómo mira normalmente a sus cuñaditas, el muy mierda. ¿Creías que no nos dábamos cuenta, eh? ¡Para esas sí que tiene lista la verga! Aprovecha que te lo ponemos en bandeja. ¡A esta ni siquiera la tienes que cortejar! Puedes hacerle todo lo que quieras. Lo que se te ocurra...
—Cosas... sucias, Jimmy, que nunca le pedirías a una novia. Cosas que duelan...
Conocía muy bien ese engolamiento en la voz del forajido, la saliva que se le espesaba en la lengua. La había sentido reverberar y hacer ecos en mi propia garganta cuando me hablaba entre beso y beso. Cuando me mordía hasta dejarme marcados sus bocados para que todo el mundo los viera. Esa nota de deseo. No eran bromas inofensivas: aunque yo no la distinguiera, bajo su hermano pequeño tenía que haber necesariamente una mujer real.
Las caras de los pueblerinos se amontonaban contra las vidrieras coloridas de las ventanas, menos mojigatos que curiosos, solo lo confirmaban.
—Hay mucha gente ...—Dijo Jimmy, con voz trémula.
—¿Y qué? Relájate, muchacho. Estos gallinas no te harían nada aunque les meases a sus madres en la boca mientras sigas teniendo un arma.
—...Y todos están mirando hacia aquí...—continuó.
—De eso se trata, James. De que lo vean y comprendan que has aprendido desde la última vez. Que ninguna puta puede joderte sin consecuencias. Considérala pagada: hemos perdido diez mil dólares por ella.
—Ya ves que es cara, pero te la reservamos solo para ti, Jim. Para que luego digas que no te tratamos bien... ¡Diez mil dólares, chico! —Insistió Colin— ¡Mira si te cuidamos!
—¡No es una puta, es una maestra... y habéis matado a sus hijos! ¿No os basta?
—No. —Contestaron al unísono. Luego el mayor de ellos continuó.—Este pueblo tiene que saber que están muy lejos de la ciudad y sus cortesías: aquí nadie se libra por el mero hecho de tener una raja.
—Es más, si la tiene, ¡más le vale ponerla en buen uso! —Col le dio un codazo amistoso al otro, antes de volverse hacia el pequeño.—Alégrate, porque vas a ser el primero en disfrutarla.
—No podéis obligarme...—Sollozó.
—La verdad es que sí que podemos, aunque si tuvieras un mínimo de decencia no haría falta ningún mamporrero. Sabrías que es tu obligación.
—Se lo debes a tu querido Frank, por no obedecerle. Si le hubieras metido un tiro a tiempo a esta ramera, él estaría tan tranquilo en casa en lugar de recibiendo la polla de algún jodido guardia en su culo.
Por su modo de decirlo, era obvio lo mucho que Jack se recreaba con esa escena.
—¿Cómo...? ¿Qué...?
—¿Pensabas que lo decíamos en broma?—preguntó Colin, incrédulo.—¿Qué creías que ocurría en las cárceles, James? ¿Solo trabajos forzados? ¡Despierta, joder! Un tipo guapo como Francis, con fama de duro... Está claro que van a intentar quebrarlo. Saben que no pueden llegar a ser ni la mitad de hombres, por eso querrán humillarlo, usándolo como a una mujer.
—Colin tiene razón, le envidian la hombría. Y la tuya, y la mía— añadió Jack— todos esos putos lacayos del Estado. Los cojones necesarios para querer algo y tomarlo, cagándose en las leyes y los mil funcionarios yankees que las defienden. En la mierda que liberó a los esclavos y ahora pelea por trabajar de siete a siete como jodidos negros. No pueden soportar que la mitad de sus esposas se toquen pensando en él, que follen con ellos pensando en su retrato. En los sucesos y relatos de los periódicos. Cada vez que salen de casa, lo hacen con las enaguas limpias como si fueran al médico, por si se topan con Frank. Eso es lo que pasó con Eva, chico... Quieren ser folladas y decir que las han forzado. Echar un buen polvo con un bandido famoso.
—Y eso eres tú también, Jimmy... ¡Que me aspen si no vales ya cien pavos!
Pese a todos esos alegatos entusiastas, reproches y amenazas, el joven Donovan se encontraba cada vez más tembloroso, pero no parecía ni un ápice más convencido.
—Diréis lo que queráis, pero estoy seguro de que esta mujer no desea estar conmigo.
—¡Claro que no, o no sería un castigo, pedazo de idiota!—replicó el pelirrojo.
—Todavía no nos ha contado dónde anda su esposito, pero supongo que ya da igual. En realidad hasta me gusta más así, pensar que está cerca. Ahí dentro, tal vez. —El Chacal escupió en dirección al templo.—Si ese bastardo sin hígado sigue escondido y no ha movido un dedo por sus críos, ahora va a tener asientos de primera fila para ver lo que le hacemos a esta perra.
—Para una vez que nos sobra el tiempo...Te dije que habíamos ido demasiado rápido.
—Que te jodan, Colin. Nadie te ha preguntado.
—Dios te oiga. —Se persignó, burlón— Quizás me anime cuando Jim haya acabado.
—Deberías. Y yo también, qué coño. Es casi un deber moral; no dejarla morir sin que sepa lo que es un hombre de verdad, con semejante mierda de marido.
— ¿Tú qué crees, Jack? ¿Estará ese cobarde cascándose una paja en anticipación?
Colin se agarró de la entrepierna, fanfarroneando, e intercambió con el otro una mirada de chiquillos traviesos. Para ese par nada de aquello revestía la menor gravedad. No iba a quitarles el sueño, aunque puede que sí les empujase a beber... para celebrarlo. Apreté la mandíbula hasta oír el sonido de mis muelas. Era absurdo tener celos de un futuro cadáver, pero conversaciones así me hacían arder las entrañas y arrepentirme de no haberles disparado mientras vigilaba. A Jack podría haberle perdonado una puta o dos, porque los hombres son como son, pero nunca un capricho. O la mataba él, o lo mataría yo.
¿Qué quién era la mujer? ¿Es que aún no se lo ha figurado...? A esa distancia y con el desastre que le habían hecho en la cara yo seguía sin poder distinguir sus rasgos, pero por todas las referencias que había escuchado en ese rato no me costó imaginar de quién se trataba. Una vieja conocida.
La persona cuyas acciones nos había dado motivos para volver.
Intenté recordar el aspecto que tenía la profesora la primera vez que la encontramos. Era una situación muy similar. En aquella ocasión se había refugiado en el ayuntamiento con un puñado de escolares a los que intentaba ocultar tras el amplio vuelo de su falda, sin demasiado éxito. Es posible que alguno fuera uno de esos hijos que ahora colgaban rotos y mecidos por el viento a la entrada a la iglesia junto al cura que al parecer había tratado de protegerlos... o puede que no. Todo lo que sé con certeza es que ella era guapa, bonita a la manera insípida de las chicas blancas. Tenía una de esas lindas narices chatas y grandes ojos muy separados entre sí, que le daban a su cara una apariencia de animal doméstico. Ya sabe, el tipo de rostro que aman los hombres sin carácter y los viejos, el de una mujer dócil. Lucía como le digo bien inofensiva, pero tanto Frank como yo habíamos percibido muy pronto que esa impresión no tenía mucho que ver con la realidad. Él mismo se había negado a dejarla marchar. Su vocecita suave al pedirnos piedad para los pequeños, su sonrisa falsa me recordaban demasiado a mis antiguas compañeras de colegio, pequeñas cotorras aduladoras y chivatas, como para que me gustase. Claro que salvo que uno fuese Jack, eso no era motivo suficiente para cargarse a nadie... No quisiera darle la impresión de que disparábamos por disparar.
No, no se trataba de ética de esa, amigo, solo sentido común. Las balas también se economizan.
El caso es que a pesar de sus sospechas, Francis había dejado a Jimmy a cargo de vigilar el lugar mientras los demás buscábamos el dinero y a los recaudadores. Un trabajo sencillo en teoría. No obstante y en previsión de que se distrajera, le había dado además instrucciones precisas de abrir fuego contra todo aquel que pretendiera ya no escapar, sino atreverse a decir una palabra. Curtido desde hacía muchos años como estaba, Frank olvidaba el efecto que las lágrimas pueden tener en un hombre joven e inexperto; un chicuelo virgen con una visión del mundo irreal y romántica. James no había tenido mayor problema en abatir por la espalda a un padre de familia que echó a correr hacia la puerta, pero enfrentarse al llanto posterior de una señorita hermosa y bien vestida era algo para lo que no le había preparado ningún entrenamiento. Padecía en definitiva de un exceso de inocencia y buena naturaleza: aún creía que toda mujer merecía ser observada de lejos y tratada con tanto respeto como su mamá.
En cuanto el resto nos fuimos, no solo le permitió hablar y apelar de rodillas a su compasión hacia los críos, sino que había acabado escuchando todos sus cuentos. Muy modosita, le había contado entre hipos su labor en la escuela— hacia la que él sentía curiosidad, puesto que nunca había ido— la asistencia a los pobres y obras de caridad. Cómo ayudaba en la colecta dominical y cuidaba de sus padres ancianos. Ya sabe, una milonga sobre lo injusto que estaba siendo todo y lo muerta de miedo que se encontraba. Días después Jim nos confesó que incluso le había ofrecido su pañuelo del embozo para enjugarse los lagrimones de cocodrilo, enseñándole claramente la cara. También ella le había mostrado algo para recordar: al mismo tiempo que ella se aferraba a la pernera del pantalón y le decía que era demasiado buen chico para este trabajo, le ofrecía las mejores vistas de su escote como por descuido, estimulando su... heroicidad. Una maniobra sucia y rastrera donde las haya.
Y es que entre tantas atenciones e historias por supuesto había omitido que era una señora casada y que ya había parido. Jugaba a la princesa en apuros, aterrorizada y virginal, necesitada de un salvador. Había comprobado sobradamente lo manipulable que era el novato, su afán por ser correcto y agradar, pero las cosas no progresaban lo bastante rápido para su gusto. Parece que entonces la zorra —no se atreva a rechistarme, Bradford, lo era— se dispuso a simular un ataque de histeria tal que se escuchó por todo el pueblo; un verdadero festival de contorsiones, mocos y gritos que merecía un exorcismo, y que naturalmente lo desconcertó. Jim estaba desbordado por la situación y sabía que era cuestión de minutos que Frank lo oyera y apareciera recordarle sus obligaciones... posiblemente también con el revólver cargado para ponerle solución. Incapaz de calmarla y enfrentado a la decisión de tener que matarla o dejarla escapar, hizo lo más estúpido posible. Las consecuencias ya las conoce. Ahora simplemente le había llegado el momento de pagar.
Tal vez le sorprenda que yo me limitase a observar y no ayudara a la que posiblemente considere usted "otra valiente mujer con recursos", pero no se engañe, no se parecía en nada a mí. Más allá de las partes estrictamente anatómicas, no tenía nada con lo que me pudiera identificar. Ya le he dicho muchas veces que el valor no consiste en llorar, y tampoco es que haya ningún mérito en engatusar a un muchacho algo lelo, si me pregunta. Le recuerdo que su numerito me había costado una herida en la azotea que ni siquiera estaba curada del todo, lo que reduce un tanto la solidaridad... Por no contar con que había despertado el interés —real o simulado— de Jack y eso sí que era imperdonable. Pero excusas aparte, amigo mío, lo cierto es el resto de mujeres siempre me han dado exactamente igual. La mayoría no son mejores que un cerdo... y bastante menos aprovechables. No importa cuánto rebusque, no va a encontrar una revolucionaria o una sufragista de esas en mí. Nunca he tenido más ideario que el dinero y la vida familiar. Mi única preocupación consistía en la marca que una iniciación semejante podía provocar en el carácter de nuestro muchacho.
Porque se trataba de eso y nada más, comprendí: un horrendo ritual de paso. Algo hasta cierto punto natural, como en cualquier tribu. Jimmy no tendría que lancear un búfalo ni escalar hasta el nido de un águila, pero a su modo particular también Col y Jack estaban poniendo a prueba al cachorro más pequeño de su manada. Habían cazado algo (a alguien) por él y se lo dejaban para jugar, esperando que lo rematara. Querían arrancarle de cuajo los escrúpulos y ver de qué estaba hecho, si se valdría por sí mismo. Hasta dónde podía llegar si lo necesitaban. Todo eso precisaba de un sacrificio, y la venganza resultaba un incentivo condenadamente bueno como para dejarlo pasar.
—¡Venga, joder, enséñale lo que se hubiese perdido!
—¿Qué miedo tienes? ¡Está inconsciente, y además ni se iba a enterar! A estas alturas, tras dos hijos, debe de tenerlo como un puto tunel... ¡Seguro que hace hasta eco!
—¡Si no te hubiera visto salir del coño de mi madre yo mismo, no creería que eres hermano nuestro...!
Sus voces le jaleaban constantemente, sin dejarle un respiro para pensar.
Enfrentarse a ellos no era una opción. Entre lo que había oído y lo que había presenciado de primera mano, Jimmy le tenía al resto del grupo gratitud y un temor reverencial. No es que no distinguiera entre el bien y el mal, porque a pesar de las pequeñas torpezas que le estoy contando puedo asegurarle que era un joven tan normal como cualquiera, no un retrasado, pero tampoco iba a olvidar de pronto quiénes le habían alimentado y vestido, calzado y protegido; de dónde provenían los dólares que habían permitido tanta generosidad.
Estaba además la gran diferencia de edad. Eran casi más padres que hermanos suyos. Estoy segura de que como a la mayoría de chicos le gustaba eso de estar emparentado con unos hombretones que imponían respeto allá donde iban y los colmaban a Peggy y a él de regalos. No los veía mucho, pero siempre volvían con anécdotas increíbles que contar, aunque su madre llorara y los maldijera los primeros años, cuando se llevaron primero a Séamus, después a Colin consigo. Luego vería la plata y acabaría acostumbrándose, cómo no. Alguna vez, limpiando el cuarto —cada vez más poblado— que compartía con sus sobrinos, yo misma había visto que guardaba bajo la cama una vieja caja con recortes de periódico acumulados durante lustros.Tenía carteles de búsqueda con dibujos muy manoseados en donde se apreciaba el paso del tiempo del rostro de cada miembro de la familia. De mi Jack, que aún lampiño tenía ya un mirar torvo, turbio en su cara de crío. Obviamente sentía orgullo porque fueran algo suyo. Pensaba que algún día sería igual.
Siempre fuera de casa como estaban, no los había tratado lo suficiente como para conocer sus miserias y cuando creció siguió sin querer saberlas. No creo que esa ceguera fuese algo consciente ni voluntario como en mi caso, sino más bien un problema de percepción. Eran gente terrible y desastrosa en distintos grados, todos ellos... Y también buenos jinetes; veteranos de guerra, sin medallas pero con cicatrices para demostrarlo, que le permitían tocar. Sabían divertirse y tenían alcohol y mujeres en cantidad, y mientras los demás se pudrían en vida para sacar adelante un rebaño o una cosecha decentes, ellos solo tenían que apuntar sus armas para cogerlos. Año tras año había esperado ansiosamente a que Frank contase de veras con él, pidiendo, suplicando y adquiriendo pequeñas responsabilidades; y cuando finalmente lo había hecho, él le había fallado. Había fracasado aún antes de empezar.
Ahora los héroes a los que tanto había admirado le pedían que hiciese algo asqueroso para repararlo. Tenía que demostrarles que merecía su confianza, que contaba de sobra con lo que había que tener. Era un Donovan, no una mascota. Solo debía obedecer, portarse como esperaban de él y todo quedaría olvidado. James protestó, se revolvió e intentó razonar, aunque por supuesto que acabó aceptando. Póngase en su lugar, ¿podría haber hecho otra cosa...?
Los dedos temblorosos hasta el punto de no acertar apenas a desatarse sus propios calzones, tenía el aspecto alelado y nervioso de cualquier otro hombre joven a punto de perder la virginidad. Un rubor vergonzoso sobre sus pecas infantiles. La diferencia principal es que estaba gimoteando, incomprensiblemente rígido a su pesar. Mientras le levantaba las faldas, peleándose con la cantidad ingente de tela de todas sus capas, se le veía mover los labios, susurrándole algo no sé si a Dios o a la propia mujer. ¿Perdón, tal vez?. No tengo idea de lo que murmuraba, pero un "me va a doler más a mí que a ti", aunque típico, habría sido más que apropiado. Se habría acercado mucho a la verdad. Esas sacudidas aleatorias que había estado dando de vez en cuando el cuerpo desde mi llegada indicaban que ella hacía mucho que ni sentía ni padecía. Los empujones torpes y mecánicos de mi cuñado intentando penetrarla bajo las enaguas —sin la menor idea de cómo hacerlo— no empeoraron demasiado eso. No importa que permaneciese con los párpados abiertos o pestañease sin parar: el hilillo rojo que se le salía por una de las fosas demostraba que cráneo se había fracturado como un huevo. Mirándolo ahora en perspectiva, diría que se estaba desangrando por dentro. ¿Embolia o coágulo? No sé. Cualquier especulación suya será tan buena como las mías. Usted es el experto.
Ajeno a eso, Jimmy había ocultado su rostro en el pelo de ella para evitar mirar a sus ojos vidriosos de muñeca mientras trataba de violarla, sin atreverse a tocarle nada más. Le mesaba los tirabuzones que se le habían escapado del primoroso peinado con una ternura ansiosa, histérica, y la fuerza que normalmente se reserva para la crin de un caballo; el único pelo que habría acariciado aparte del suyo con toda probabilidad.
—Las tetas, muchacho. Sácaselas. —Exigió Jack, la boca hecha agua.— ¿O es que no quieres vérselas?
Su hermano pequeño asintió con dificultad, obviamente aturdido pero dispuesto a toda costa a complacerlo. Él le quitó la suela del espinazo para permitirle maniobrar. Bregar con el corsé ya iba a ser bastante difícil sin necesidad de otras molestias. Las prendas de mujer, con sus encajes, sus paneles y lacitos debían ser un misterio tan grande para el benjamín como las mujeres mismas. La tela y las ballenas estaban concebidas para comprimir y retener y no cederían fácilmente a los tirones. El peso muerto de la chica, en cambio, parecía abierto a todas las opciones. Se dejaba manejar.
¿No... te pica la curiosidad?— volvió a insistir el mayor, casi en su oído.
Habiendo pasado por lo mismo, sabía muy bien hasta qué punto la voz de mi marido podía ser algo perturbador. Con los otros dos caminando a su alrededor e inclinándose hacia él como buitres, hablándole sobre el mismo cogote, temí que Jimmy fuera a terminar de romperse bajo la presión. Todos sus esfuerzos estaban siendo en vano y su supervisor se mostraba cada vez más imperativo, así que en un acto desesperado decidió desgarrar la frágil puntilla del cuello del vestido y meter las manos por el frontal. Liberadas de la compresión, las ubres se desparramaron hacia el exterior en una explosión de carne blanda. Pude verle contener el aliento, los ojos abiertos como platos. Su expresión de sorpresa no conseguía ocultar el deleite de encontrar toda esa abundancia mórbida a escasa distancia de su cara; piel pálida cuajada de venas henchidas y azules, pezones sonrosados del tamaño de tazas de té. Miraba los pechos y a sus hermanos alternativamente, sin acabar de creérselo. Jack los señaló con la punta de la bota, canturreando.
Cómetelas pronto, Jimmy, porque a este paso se te van a enfriar...
—¿Está ya...?—preguntó Colin, arrugando la nariz con desagrado.
—Nah. No creo. No le has dado tan fuerte. ¡Venga, marica,—se volvió hacia el menor— prueba a ver si te gusta el sabor a hembra! Pero ten cuidado, chico...¡puede que luego no quieras almorzar ninguna otra cosa!
Titubeando, Jimmy abrió la boca hasta rozar la piel de un seno con los dientes, sin terminar de decidirse. Se portaba de la misma forma que un niño ante un plato con buen aspecto pero que no conoce. Sus temblores indicaban que aún resistía, aunque se veía que sus últimas defensas estaban cediendo. Por su modo de mover la cabeza, había empezado a tantear con la lengua. Tenía los ojos cerrados al saborear, una expresión de verdadero deleite... Así se demoró uno o dos minutos más, poniendo la paciencia de los otros a prueba.
—¿A qué mierda esperas? ¡VAMOS, MUERDE!
El grito del mayor resonó sobre su nuca como el chasquido de un látigo y el joven se estremeció bajo su golpe invisible. No fue el único. También asustó a mi montura, que relinchó, se encabritó a mi lado y casi me arrea una coz. Para cuando logré dominarla, tenía los ojos y los cañones de mis asociados encima. Había llamado su atención. Fue una suerte que tuvieran el pulso más firme que el mío, o no estaría contándole esto.
—Bah, solo es tu chicana.—Anunció Colin, dándole un golpecito a Jack en el brazo para que bajara su arma.
— Te esperábamos hace horas. ¿Qué hacías ahí escondida?— me espetó.
—Mirando cómo te divertías... Pero por favor, no vayas a preocuparte por mí ahora...
Más sosegado, Jack enfundó y se despegó de su hermano, dándome la espalda de nuevo. Con grandes aspavientos comenzó a desperezarse; juraría que incluso lo vi bostezar. En fin, no podía decir que fuese algo inesperado. Él jamás mostraba demasiado interés. Avancé hacia ellos tirando de las riendas de mi animal, hasta situarme junto al chico y su presa. Lo miré de arriba a abajo. Jim me hurtó la mirada avergonzado, pero no tuvo las agallas de levantarse o volver a vestirse. El miedo a sus hermanos era superior a cualquier pudor.
Además de las nalgas paliduchas de mi cuñado, que llevaba viendo subir y bajar un buen rato, el resto tampoco era una visión bonita, no señor. Las caras curiosas aplastadas, deformadas contra los cristales, los labios hundidos por la falta de dientes de la mujer ... de cerca todo parecía aún más sórdido y también más irreal, extrañamente estático por la canícula. Jack podía decir lo que quisiera de la teatralidad de Frank, pero la plaza era un decorado de cartón-piedra para su lucimiento personal; su nuevo dominio sobre una banda que siempre había sido suya de facto. Todas esas crueldades estaban destinadas por una vez menos a su propio placer que a su público; y a una parte al menos lo conocía muy bien. Le bastó con echarme un vistazo para saber que pese a mis palabras su espectáculo no me estaba gustando.
¿Algo que objetar?—Preguntó, desafiante, los pulgares prendidos del cinturón.
Miré a mi alrededor y me encogí de hombros.
—Nada.
—¿Seguro?
—Tan solo que en menos de lo que piensas vais a tener que elegir entre atrapar a Burke o follaros a un fiambre por turnos.
—Así que estabas escuchando también...— Me provocó.
—Eso ahora da igual.
—Somos hombres, María, y no se supone que estemos hechos para una sola hembra. O dos, para el caso...
—¿Me estás pidiendo que le ponga remedio?—Señalé su entrepierna con el revólver.
—Pensaba que no eras celosa.
—Y yo que me tenías algo de respeto. Qué incómodo para ambos. —Las comisuras de sus ojos se curvaron al oírme, como siempre que sonreía.— Escucha, dejémonos de tonterías... Acabo de estar con Séamus en la estación y vengo a avisaros: hay unos tipos viniendo derechitos hacia aquí. La última vez que los vi debían estar a poco menos de media hora.
El buen humor se esfumó de su cara como por ensalmo.
—Más vale que no sea una broma, mujer, o juro que...—Comenzó, alzando paulatinamente el tono.
—No lo es.
Le oí restallar la lengua varias veces, pensativo. En el silencio que siguió, una casi podía escuchar los engranajes de su cerebro trabajando.
—¿Cuánto dices que hace de eso?—Dijo, por fin.
—Quince, tal vez veinte minutos.
Bastó un gesto suyo para que Colin abandonara su actitud despreocupada y saliese disparado hacia arriba, trepando hacia el tejado que nunca debió dejar. En apenas un minuto le vimos pegar el estómago a la techumbre de madera y comenzar a reptar de ese modo, rumbo a una chimenea tras la que apostarse para otear los caminos. No quería que avistaran su silueta en la distancia. En cuanto estuvo lo bastante lejos, Jack me apoyó la mano en el hombro, firmándose de un modo muy poco amistoso.
—¿Y se puede saber por qué coño no has venido inmediatamente a decírmelo? Aquí, ¡a mí, —apretó— no a Séamus!
—Él estaba más cerca, y tú demasiado ocupado.
—¡No me vengas con esas!
—Es la verdad. Temí que te molestaras si interrumpía tu lección de machos.
—Si te preocupara irritarme no abrirías la boca en todo el día, y ya ves, aquí estás de nuevo cacareando. ¿A la princesa no le pareció un asunto lo bastante importante como para avisar, tras habernos tomado una-puta-semana-de-viaje solo para esto?
—No he sido yo quien se ha pasado la vigilancia por el culo para perseguir unas faldas, Jack.
—Sabes bien que no eran para mí.
—Lo que sea.
—¡Al infierno! No tengo por qué rendirte cuentas de nada. ¡Tú me las debes a mí!. Te he dejado demasiado suelta y ahora te crees que tienes derecho a...
—Yo solo he hecho lo que pedías. -Le interrumpí -Cumplir con mi parte y no meterme entre tú y tu familia, pero se ve que no se te puede contentar.
—A lo mejor es solo que ya no sabes complacerme.
—...Porque me muevo demasiado, seguro.
— Quizás. A veces me pregunto si no estarías más guapa si dejaras de respirar.
— No me amenaces, Jack...
— Lo cierto es que no tengo tiempo para esta mierda, cariño. ¿Te molesta la zorra? ¿La quieres muerta? Házlo tú. A mí me da igual. Este cabrón bueno para nada —lanzó un puntapié al aire en dirección a Jimmy— está visto que no va a hacerlo.
—Jack...
—¡Arg! ¡Tampoco se puede contar contigo!.—Bufó y me quitó de en medio de mala gana, haciendo que me tambalease.— ¡Aparta!
Con un alivio que me avergüenza, le vi acercarse hasta el cuerpo de la profesora y aplastarle la garganta como se hace con el cráneo de una víbora, sin ceremonias ni vacilación; solo una especie de prisa aséptica. Apenas hubo espasmos bajo su tacón, ni siquiera al retorcerlo bajo sus ciento ochenta libras de peso. La espuela se clavó en el gaznate de la mujer, pinchándole la arteria, y un ligero chorro de sangre salpicó al menor, que no había tenido tiempo de apartarse, atravesando su cara de una manera muy similar a la cicatriz de Jack.
El veinteañero ahogó un grito. Movía las manos desordenadamente, olvidado de qué hacer con ellas. Ni siquiera coordinaba lo suficiente para quitarse los goterones sucios de las pestañas. Solo acertaba a mirar desde abajo a su pariente, tan fijamente como si lo observara por primera vez... y en realidad tal vez fuera así. Quizás ahora lo veía de verdad, su hermano el desperado, el héroe romántico se dedicaba a mierda como aquella. Parecía que fuese a hablar, pero el mentón no dejaba de temblarle como a un mocoso de dos años.
—¡¿Qué?!—ladró el otro.
Jimmy se sobresaltó y acertó a parpadear un par de veces. Las paletas le castañeaban entre sí con un sonido de crótalo.
¿Qué te pasa, chaval?¿Qué quieres?
No dijo nada, pero unas lágrimas rojizas se le escurrieron al chico por la cara, mientras el otro se limpiaba el calzado en el vestido irisado de la mujer. Sé que el Chacal no hubiera tardado en cebarse con él, de no ser porque algo más importante llamó su atención.
—¡Ya vienen!—Confirmó Colin a viva voz, sin dejar de observar por el catalejo— ¡Y que me jodan si les quedan más de quince minutos para llegar!
Aún con el pie en la ropa de la muerta, Jack alzó la vista, poniendo su mano a modo de visera.
—¿Cuántos son y por dónde se acercan?
—Siete, por el este.—Respondió, escuetamente.
—¿Estás seguro de que son tantos?—preguntó su hermano— Sigue mirando.¿Hay algún solitario?¿Algún otro grupo más?
—Solo ellos, creo...
—¿Crees? —Replicó Jack, airado.
-...Pero déjame volver a contar... —El joven se demoró unos segundos para llevar la cuenta con los dedos a medida que los distinguía— Siete, sí.
Jack se humedeció con la lengua los labios agrietados y dio un rápido vistazo a su alrededor, tratando de orientarse. Estaba buscando la entrada por la que aparecerían con mayor probabilidad, para poder posicionarnos y gestionar nuestros pocos recursos. Intuyendo lo que hacía, le señalé con el mentón aquella por la que yo había regresado. Asintió en silencio, antes de volver a vociferar en dirección a su compinche.
—¿Puedes ver al viejo?
—¿Qué viejo?
— ¡El puto juez, Colin! ¿Lo ves? —Temiendo seguramente una nueva cascada interminable de preguntas estúpidas, el Chacal se vio obligado a precisar.—Tiene que haber un chivo pelón con ellos.
—¿Ése sería Burke? Te recuerdo que no lo conozco...
—Ni yo tampoco, joder, pero no creo que haya muchos de esa edad. ¿Está o no está?
Esta vez nuestro vigía se tomó su tiempo. En el suelo, los demás aguardábamos su respuesta con ojos brillantes y mariposas en el estómago, preparándonos mentalmente para lo que iba a pasar. Frente a nuestros rostros inquietos, Jack, que nunca fue guapo al modo convencional, —y en realidad de ninguna otra manera— irradiaba entonces bajo el sol de una forma muy particular y casi lo parecía. Se lo veía rejuvenecer por momentos ante la perspectiva de un enfrentamiento. Para él, lo sabía, aquella impaciencia previa al combate debía ser la sensación más parecida a amar. Algo que yo solo podía compartir, pero no proporcionar: el goce de la carnicería.
Cualquier fantasía estúpida que pudiera haberme hecho hasta entonces de retirarnos y proporcionarle un trabajo honrado resultaba tan absurda en esos instantes que casi dolía. Más pobre o más rico, acá o allá, seguiría así hasta el día en que muriera, con ese ansia caníbal agitándose en sus venas. Esa era la realidad.
¿Y bien?—Interrogó a su pariente.
—No sabría decirlo, la verdad. No puedo distinguirlos. Es el puto calor. El vapor que se levanta del suelo lo vuelve todo borroso y no me deja ver gran cosa. Si subiera María, que al menos lo vio un par de veces...
—A estas alturas da lo mismo. Sean quienes sean, tampoco podemos permitir que anden sueltos por aquí mientras trabajamos.
— ¿Entonces...?
—Ya sabes lo que toca hacer.
Colin mostró una sonrisa llena de dientes, calco de la del propio Jack, y volvió a subirse el embozo. Plegó su aparato de un golpe seco contra el muslo para volver a guardárselo en un bolsillo y se colocó en posición. El rifle no tardó en ocupar otra vez sus manos. Estupendo tirador como era, hubiese podido hacer blanco con relativa facilidad a esa distancia... Claro que todo el mundo sabe que abatir un pájaro a menudo hace levantar el vuelo a toda la bandada, y no convenía. De todas maneras y aunque hubiera sido posible diferenciarlo del resto, Burke nos era más útil vivo. Necesitábamos que se confiaran, que entrasen en la ratonera y cortarles cualquier salida. Debíamos atraerlos hacia aquel punto central donde quedasen desprotegidos y para eso era necesario despejar el camino; apartar todos los cuerpos de la vista lo bastante rápido como para que además diera tiempo a apostarse en rincones ventajosos. Pronto se hizo patente que solo entre dos no podríamos.
A pesar de la urgencia de la situación, Jimmy seguía mirando entre aterrado y sonámbulo las piernas separadas de la maestra desde hacía largo rato. Ni siquiera se había limpiado la salpicadura de la cara. Aún tenía las comisuras de los ojos húmedas y la boca abierta en una expresión boba, de hipnotizado, mientras Jack arrastraba a los muertos por los pies y los ataba a mi caballo, voceando órdenes. El muchacho le seguía con la mirada, pero no daba muestras de estar escuchando ni una sola de las instrucciones que impartía nuestro jefe temporal. Lo cierto es que ninguno de nosotros le había hecho mucho caso tampoco a él desde que habíamos avistado por segunda vez a los visitantes. Teníamos preocupaciones mucho más graves que un ataque de mala conciencia.
En algún momento su hermano advirtió su falta de atención y con un rugido de rabia dejó lo que estaba haciendo para acercarse a él y espabilarlo de un bofetón.
—¿No es esto lo que querías? —Lo meneó—¿Cabalgar con la familia, ser algo más que un malgasto de aire y pan? ¡Pues deja de lamentarte y ayúdame!
Como despertando, el joven parpadeó con pesadez y se llevó la mano a la mejilla. En cuanto advirtió que volvía en sí, el otro descargó un segundo golpe y podría haberle dado un tercero si no fuese porque agarré su muñeca con firmeza.
—¿Qué coño crees que estás haciendo?—Siseó peligrosamente.
—Es el primer día que ve morir a mujeres y críos...
—¡Valiente cosa! Alguna vez tenía que ser. ¡Tanto dar por el culo durante meses, para esto...!
Movió su brazo, amagando golpearle de nuevo, solo para comprobar que yo aún lo tenía bien agarrado. Giró el rostro hacia mí con lentitud, dándome tiempo a propósito para abrir los dedos antes de que llegáramos a cruzar la mirada; uno a uno y de mala gana, como quien deja un arma mientras le apuntan. El mensaje era clarísimo: "Más te vale soltarme ahora mismo, si no quieres que vea otra más."
Retrocedí un par de pasos, dejándole espacio para seguir como quisiese. Yo ya había dicho lo que pensaba y no quería acabar recibiendo una propina. Con Jack todo era doble o nada, y no se podía regatear. Pese a eso, mi interrupción lo había enfriado lo bastante como para que reconsiderase la situación.
Ve a avisar al gordo, James... antes de que cambie de idea. Intenta servir para algo. ¡VENGA! —Le espetó con un fuerte pisotón en el suelo, viendo que aún titubeaba y no se movía.
El chico empezó a vestirse a trompicones y salió corriendo sin mirar atrás, intuyo que encantado de alejarse de nosotros y su propia vergüenza. Si hasta entonces había existido esperando el momento de unirse a aquella vida airada, ahora posiblemente se estuviera replanteando su vocación.
Tomé su lugar y ayudé a Jack a cargar los cadáveres, procurando no quejarme del peso.
No puedes seguir mimándolo— continuó en cuanto nos quedamos solos. Hablaba entre dientes, asegurándose de que Colin no nos oyese desde el tejado.—Entre tú y mi madre lo vais a volver más inútil de lo que ya es.
—Es que no tendríais que haberle obligado a hacer... eso. Ni siquiera a mí me trataste de semejante modo.
—A ti te traté estupendamente para lo que te hubieras merecido. Cualquier otro te hubiera cruzado la cara y devuelto a la cocina en cuanto empezaste con las bobadas de querer disparar.
—Tú lo hiciste varias veces.
—También te permití aprender al final... y ahora todos mis hermanos me miran como si fuera un gallo picoteado por sus gallinas.
—Pero resultó bien, ¿verdad?
—Igual que una gangrena en el rabo.—Rió por la nariz.— Pero lo aprovechaste, al menos. Este desagradecido no deja de joder cada oportunidad. ¡Incluso follar le cuesta!.
—¡Era una violación, querido, y eso de ahí, casi una muerta! Quién sabe si habrás hecho que le tome asco a la faena y se vuelva de veras maricón.
—Yo no lo he vuelto nada, mujer. Si sale por ahí es que ya lo era, y para eso mejor estaría con gusanos en el culo, bajo tierra, y no paseando un revólver. -Abrió el suyo, para comprobar una última vez que tenía balas suficientes— Sabes que es verdad.
—Es tu hermano.
—Y tú mi hembra, así que calla y métete en tu sitio.— Moviendo a patadas uno de los últimos cuerpos hasta meterlo tras unos barriles, me señaló un recodo bajo el doble suelo de una de las casas.—Vamos.
Le hice una reverencia burlona y procedí a ponerme de rodillas, retrocediendo a gatas hasta conseguir entrar en la abertura. Construido para evitar que la vivienda se encharcase en la lejana y potente temporada de lluvias, aquel espacio era lo bastante alto como para permitir la entrada de un perro grande.
Una vez abajo, sin embargo, el suelo tenía un aspecto muy distinto. Estaba lleno de desniveles y había un punto a partir del cual no se podía pasar. La mitad de los edificios se encontraban asentados directamente sobre una planicie y el resto habían sido aupados con columnas y listones hasta esa misma altura. Aunque no se podía recorrer toda la calle desde ese subsuelo, lo que le hacía perder un tanto de encanto y valor a nivel estratégico, algo era algo.
Lo exploré durante unos instantes, avanzando en cuclillas por los recovecos y familiarizándome con el espacio. Para no perder de vista la calle, seguí la ruta que había tomado Jimmy por fuera. Puede que se tratase de mi posición, que me cansaba las piernas más de lo normal, pero la estación parecía mucho más lejos que cuando había venido de ella.
No había llegado aún allí cuando me sobresaltaron varios disparos. Era demasiado pronto. ¿Ya estaban aquí?¿De verdad habíamos errado tantísimo el cálculo? Extraje una de las armas y la examiné por simple precaución. Seguía cargada y en buen estado.
—¡Colin!¡Jack!¡Se escapa!¡COLIIIIIIIIIIIN!
Era Jimmy y sonaba verdaderamente desesperado, berreando hasta despellejarse la garganta. Fui acercándome al borde sin precipitarme demasiado, intentando no dejar que su prisa se me contagiara. No sabía por qué gritaba ni si los disparos eran suyos o de un tercero. Si Colin lo había oído, ahora mismo estaba en mejor posición para ocuparse que yo. Podía ver las botas del chaval corriendo por el centro de la vía hacia la salida del pueblo, así que deduje no estaba en un peligro inmediato... O puede que sí y estuviera portándose como un estúpido imán de balas, ofreciéndose de esa manera, a pecho descubierto. El pequeño cabrón era muy capaz de pasar extremo a extremo.
Séamus pronto le daría un toque de atención y yo no tendría que preocuparme, o eso pensé. No entendía por qué estaba tardando tanto. Asomé fuera la cabeza. Por delante de Jimmy estaba otro hombre demasiado delgado y rápido para ser su hermano. Lo vi girarse un par de veces y disparar -notablemente mal- perdiendo velocidad en el proceso. No era un amigo, eso seguro.
Con todo, mi ángulo en esa posición era malo para conseguir otra cosa que malgastar aún más munición. Me vi forzada a tener que salir por completo. Para entonces ambos estaban ya muy lejos de mí. Apunté y fallé una, dos veces, antes de decidir dejárselo en exclusiva a Jim... Aunque en realidad ese tiempo gastado poniendo al tipo en la mira no había sido del todo en vano: fijarme en él había conseguido que lo encontrase extrañamente conocido. La ropa, el continente los había visto ya en algún lado...
Tardé unos segundos en identificarlo como el telegrafista. Tenía sentido que se tratase de él, en aquel lugar. Lo primero que pensé fue que había tenido suerte de no ir hacia el otro lado. Estaba bastante segura de que la maestra de la que los chicos se habían ocupado debía ser su hermana o su mujer, puesto que había sido capaz de manejar el aparato en el pasado y aquello no dejaban de ser secretos de la compañía. Lo segundo, que por qué carajo Sea no le había partido la columna en dos pedazos. En dónde demonios se encontraría. Desde luego su caballo -un ejemplar modesto en comparación con los del resto de hermanos- seguía allí.
Séamus era más cabal que los demás, pero en ningún caso pecaba de ser blando. Nunca habría dejado que un detallito, un hombre insignificante como su prisionero entorpeciera sus planes, bastante maltrechos ya por los imprevistos... Y por encima de todo, jamás habría permitido al menor quedarse a cargo de nada importante. Lo conocía demasiado bien.
Un oscuro pálpito me llevó a cruzar la calle hasta el lugar donde lo había visto por última vez. La puerta estaba abierta de par en par.
A poca distancia sonó otro disparo, uno que con bastante seguridad pertenecía a una pistola de calibre distinto a los anteriores. El tipo de sonido que te agarra todos los tendones del cuerpo en un manojo y te obliga a cubrirte donde puedas. En mi caso me hizo entrar de un salto en la futura estación. Un par de respiraciones despues, me atreví a apostarme en el umbral para acechar el paso. En el exterior seguía sin menearse una mosca, así que me di un margen prudencial antes de presuponer lo peor y malgastar energías sin necesidad. Jimmy no tardó en asomar por una esquina, corriendo aún. Devolví el revólver a su cinto. Otra crisis superada.
...O eso creí hasta que me di la vuelta.
Sentado en el suelo como un borracho que acabase de caerse de la silla estaba Séamus, con la cabeza gacha y un abrecartas afilado saliéndole de la base del cráneo.
El susto fue tan enorme que me impidió emitir sonido alguno, solo trastabillé hacia atrás hasta tropezarme con mis propias botas. No intenté agarrarme a ninguna parte, las manos aferradas ya a las empuñaduras de los Colt gemelos por simple hábito. Apenas un choque de mi espalda contra la puerta me impidió caer.
Un segundo vistazo más calmado demostró que solo estábamos el muerto y yo en la minúscula taquilla. El escritorio, un par de sillas, un armarito bajo... no había sitio para esconder a nadie más. En aquel espacio oprimente la realidad cayó poco a poco sobre mí. Malo era que hubiera estirado la pata, pero peor iba a ser tener que contárselo a los demás. Podía visualizar a Molly señalándome con el dedo y acusándome de haber hecho matar finalmente a uno de sus chicos, como si este no fuera un oficio de apuestas continuas a triunfo o sangre. Todo lo que pude hacer fue repetir en mi cabeza que la culpa no era mía. Jimmy lo había visto. Por imposible que pareciera, el alfeñique lloroso había dejado seco al más corpulento de nosotros sin que nadie más tuviera nada que ver.
Fuera volvían a oírse disparos. Quién lo iba a decir... Al final el tal Bill estaba resultando difícil de matar.
Me acerqué a los restos de Sea movida por la incredulidad. No había sino unos cuántos pliegos por el suelo, algunas plumillas caídas. No se había producido ninguna pelea, o el cuarto presentaría un aspecto muy distinto (y el resultado muy probablemente tampoco habría sido igual). Sea aún tenía un rictus de ira en el rostro; las manos juntas y tensas sosteniéndose un lateral, con el líquido denso y oscuro de sus entrañas escapándose entre ellas. Hice acopio de fuerzas y se las levanté a tirones: había otra herida profunda de punción en su costado.
Todo parecía más claro ahora. El petimetre le había apuñalado por la espalda en los riñones, y cuando el dolor le había hecho encabritarse, el otro había usado ese instante para clavarle el instrumento en el cuello. Solo la coincidencia de un ataque desesperado y un descuido estúpido, ningún un plan maestro. Pura y simple mala fortuna, tan común en nuestra profesión. Apoyé el pie en su espalda y extraje el abrecartas de un jalón para guardármelo. Jack de seguro le encontraría un buen uso si conseguíamos atrapar vivo al tipo. Le pincharía las pupilas con él, le sacaría los ojos y despellejaría, lo ataría a un caballo por sus propios intestinos y le...
Jack... Dios, llevaba un buen rato sin pensar en él.
Empecé a temer cómo sería su reacción a los acontecimientos. Si se parecería a la de una persona normal y sufriría, si le daría lo mismo. Si perdería el control del todo y nos llevaría al hoyo también al resto. Era un factor incontrolable, un auténtico comodín. Mejor que se enterase por otro, si podía elegir. Les cedía el honor y el riesgo.
Unos ruidos mecánicos a los que hasta entonces no había prestado atención me hicieron volver la cabeza hacia el escritorio. La máquina del telégrafo seguía en pleno funcionamiento, pitando y cabeceando ajena a la ausencia de su operario, como uno de esos pianos modernos que no necesitan del músico. Sobre la mesa se amontonaban enredadas las largas y estrechas tiras de papel que había ido escupiendo. Cada vez salían más y más. Arrugada sobre las rodillas de Séamus permanecía la hoja de claves que me había enseñado antes, anegada de sangre pero aún legible. Tuve la tentación de sentarme e intentar interpretar ese galimatías, aunque en el fondo intuía de sobra lo que era: respuestas a un mensaje de auxilio. ¿Qué más podían ser, tantas y tan de seguido?
Si teníamos suerte, lo habría mandado antes de salir corriendo. Si no... bueno, era posible que lo hiciese al oír nuestra entrada misma en el pueblo. Había que ir haciéndose a la idea de que íbamos a tener aún más visitantes; incluso puede que viniesen de varios sitios.
El día no hacía más que mejorar.
El tiroteo del exterior se estaba prolongando demasiado para tratarse de un adversario de tan poco fuste. Había que ponerle término, porque al final los ecos de la refriega se acabarían propagando hasta los oídos del juez y todos nuestros sacrificios -deceso incluido- habrían sido para nada. Salí con la ansiedad pegada a las suelas, dispuesta a buscar el lugar donde Jimmy tenía acorralado al técnico y liberarle de la obligación. No sabía qué dificultad estaba teniendo con él el chico, cuando le había visto usar un arma y hasta por el modo de agarrarla no parecía acostumbrado a ello; era objetivamente presa fácil.
No había caminado mucho cuando un cristal se reventó junto a mí. Otra bala me pasó por encima del hombro, muy cerca. ¡El bastardo me estaba disparando! Lo ocurrido con Séamus me acababa de enseñar a no subestimarlo, pero nadie puede pasar del desconocimiento a una destreza considerable en minutos. No es humanamente posible. Tal vez estuviera apuntándole al chaval y los proyectiles habían acabado viniendo en mi dirección.
Un tercero cerca de mis talones vino a demostrar que no.
Estaba casi segura de saber desde dónde disparaba, pero la forma de los agujeros en la tierra indicaba una cierta altitud. Un segundo piso. Desde el suelo estaba en desventaja. Corrí hacia los soportales de una lavandería con las balas hostigándome hasta que estuve a cubierto. Entonces empezaron a granizar sobre el tejadillo, lo que vino a corroborar mi suposición.
La puerta del edificio se abrió con facilidad. En el interior me recibieron hileras de ropa tendida y grandes barreños. En una población mayor aquel hubiera sido un negocio regentado por chinos -y abierto durante la misa, por tanto- pero Gregsonville era todavía demasiado pequeño para interesar a los amarillos. Para cuando llegué el comercio se hallaba oportunamente desierto. No tuve problemas para subir a la parte habitable y encontrar un lugar en donde apostarme y desde el que empezar a buscar al tirador. Un puesto cómodo por lo demás, dado que se trataba de un colchón junto a la ventana; casi una cama propiamente dicha, tras tantos días. Al Diablo le gusta jugar con la tentación.
Tirada sobre ella y con la paciencia que me otorgaba mi nueva posición, esperé a que el cañón de un arma apareciera por alguna de las ventanas de los edificios de enfrente. No ocurrió. El reflejo en uno de los cristales, sin embargo, mostraba la imagen vaga de un hombre recargando su revólver. Era cuestión de tiempo que asomara.
Mientras aguardaba, advertí por el rabillo del ojo algo en uno de los espacios entre las construcciones al que daban otras ventanas de la misma habitación del tipo. Otro cuerpo más, con una herida de bala pulverizándole la sien, lo que no tendría nada de particular después de la escabechina que habíamos realizado a primera hora, de no ser porque Jack y yo nos habíamos ocupado previamente de poner aquellos muertos a buen recaudo. Además, la chaqueta a cuadros del cadáver resultaba inequívocamente familiar... Pero si ese era el telegrafista, ¿quién demonios era entonces el tipo de la ventana?
Era absurdo pensar que se tratase de algún lugareño restante tras tanto tiempo de ocupación y todo lo que habría tenido que presenciar. De ser así, hubiese tenido mil ocasiones mejores para comenzar su defensa o atacar. Nuestra propia torpeza se las habría servido en bandeja, puesto que había sido un trabajo repleto de errores.
Sea como fuere no parecía un caso aislado porque los balazos seguían resonando por todo el pueblo, cada vez con mayor intensidad. Alguien estaba disputándonos el dominio de la zona y si no era de allí significaba que había entrado en algún momento del día, frente a nuestras mismas narices. Un fallo más para una lista que no dejaba de aumentar. Había sin embargo otra posibilidad, remota pero demasiado peligrosa para no considerarla de veras: que otras personas que ya estuviesen allí nos hubieran dejado hacer hasta entonces por conveniencia...
El tipo de gente que te permite matar a sangre fría mujeres y niños sin enarcar siquiera una ceja nunca pueden ser buenas noticias.
Sin comerlo ni beberlo nos habíamos encontrado con un enemigo salido de la nada del que desconocíamos posición, número o motivaciones y que se daba a conocer justo en el peor momento posible. Frente a aquel panorama lo de Séamus casi parecía un mal menor.
La reciente información me impedía concentrarme adecuadamente en abatir al único de los asaltantes cuya existencia conocía a ciencia cierta, demasiado atenta a cualquier sonido que delatase una segunda presencia en la lavandería. El tirador tuvo la oportunidad de salir y ocultarse un par de veces más sin que yo lograra otra cosa que abrir agujeros en las cortinas de su cuarto. Usando el tiempo que disponía antes de que volviera a asomar, me bajé del lecho y repté hasta otra ventana... y entonces Colin lo mató. Ver cómo le arrancaban el dedo del percutor primero y la nariz acto seguido no dejaba dudas del autor. Esa finura en el hacer, ese innecesario ensañamiento. Mi cuñado seguía vivo y en los tejados, por alguna parte.
Resuelto el problema de la calle principal no tenía mucho sentido quedarme en esa posición y aguardar que apareciesen más atacantes, especialmente cuando había alguien que podía ocuparse mejor. Debíamos tumbar a esa gente cuanto antes y eso implicaba pasar a la ofensiva, reasignar sobre la marcha nuestros puestos y confiar en que el resto hiciera lo propio.
No todos, claro. Por sentido común Jack seguiría obligado a quedarse en la plaza a fin impedir que los rehenes saliesen, lo que limitaba su movimiento. La limpieza a pie del resto del pueblo recaía pues en mí y en Jimmy, del que nada sabía. Por su propio bien, más le valía a ese memo recordar cuál era mi vestimenta y no dispararme.
Pateando de puerta en puerta fui recorriendo uno de los márgenes de la calle, siempre a cubierto de los soportales para evitar la exposición. Bastante se me aceleraba ya el pulso cada vez que me asomaba al interior de una de esas habitaciones, tan oscuras por dentro, sin saber lo que me iba a encontrar. Sin embargo y con la excepción del cadáver armado de un negro degollado, sujeto precariamente de un balcón por sus espuelas, no fui capaz de dar con ningún intruso más... Y es que tan inesperadamente como había comenzado, todo cesó.
Se hizo un silencio sepulcral mientras un nuevo grupo avanzaba por la vía. Podía ser simple prudencia, pero todo apuntaba a que quienesquiera que fuesen nuestros rivales tenían un claro interés en que la comitiva tuviera una entrada agradable; una idea que desde luego parecíamos compartir. Agazapada en el último comercio al que había entrado, yo también pude verlos venir. Siete, tal y como Col había vaticinado. Tres hombres sombríos y curtidos delante y otros tantos detrás, con un anciano de aspecto aún enérgico entre todos ellos, muy erguido en su montura. Bastó que le echara la vista encima una sola vez para recordarlo. El bigotón poblado, la frente ancha, el gesto de desinterés en su cara eran los mismos que al recibir el regalo de cortesía, como si el tiempo nunca hubiera pasado. Cuatro años después apenas había cambiado; estaba ligeramente más cargado de espaldas, pero seguía pareciendo un santurrón condescendiente. No cabía ya la menor duda: el magistrado había llegado.
Un renovado optimismo se apoderó de mí. La mitad del trabajo estaba hecho.
Comencé a seguirlos a una distancia prudencial, escudándome en las sombras para no llamar su atención. Pronto percibí que no era la única al acecho. Desde detrás de columnas, sacos, ventanales, las cabezas parecían crecer como setas de los lugares más peregrinos, los callejones aledaños. Intenté contarlas mentalmente.
Una.
Seis.
Ocho.
Diez.
Demasiadas.
El grupo de Burke arrastraba tras de sí una docena de perseguidores pegados como moscas a los culos de sus caballos, todos dirigiéndose hacia la posición donde había dejado a Jack sin que hubiera manera alguna de alertarlo. Disparar al aire supondría iniciar una pelea casi imposible de ganar contra los desconocidos y además nos dejaría sin la posibilidad de atrapar al funcionario, porque ninguno de nosotros se hallaba montado en esos momentos.
Así, tan ignorante de estar siendo observado como nosotros anteriormente, el juez siguió avanzando sin obstáculos hasta toparse con una gran mancha marrón, el inconfundible color de la sangre al ser absorvida por la tierra sedienta. Puede que hubiéramos retirado los cuerpos a tiempo, pero desde luego nadie había limpiado la calle. Bastaba ver la forma para saber hasta la dirección en la que había sido arrastrado el cadáver. Tras una seña a sus compañeros, Archibald Burke se detuvo y desmontó con una agilidad impropia de sus años para tocar el suelo, supongo que no queriendo sacar conclusiones precipitadas. Aún podría ser vino u orín de caballo.
Nadie lo perturbó. Incluso el hombre al que Colin estaba sajando el cuello en un tejado tuvo el detalle de pasar al otro mundo en silencio.
Estaba claro que esa situación no podía durar. Se encontraba desmenuzando entre sus dedos la arena húmeda para olerla cuando advirtió movimiento a sus espaldas. Pude notárselo en el nerviosismo que pasó a regir de pronto todos sus movimientos: la rigidez del anciano era la de un hombre alerta. Varias veces miró a su alrededor con disimulo, su mano moviéndose lentamente hacia el revólver. Parecía que hubiera visto algo por el rabillo del ojo y esperara la confirmación.
Sus acompañantes habían captado también su inquietud y se removían en las sillas, buscando signos de la justificaran, cerrando grupas en torno al juez para protegerlo. Los intrusos permanecieron inmóviles, sin atacar todavía.
Los últimos estertores de la víctima de Col no habían conseguido librarlo de él, pero sí que uno de sus zapatos se soltara lo bastante de su pie como para desprenderse y acabar rebotando techo abajo en cuanto este se movió, sin que pudiera evitarlo.
Su caída fue el único sonido que se oyó por todo el pueblo, formando ecos en las calles vacías.
Burke y su escolta alzaron la vista para encontrarse a mi cuñado encaramado a un muerto, aún unidos en un abrazo fatal.
Casi no tuvo tiempo de cubrirse tras el cadáver. El disparo del viejo perforó el pecho del difunto. Los siguientes lo clavaron a las maderas, sin dejar a su asesino deshacerse de su escudo de carne, derribándolo cada vez que intentaba levantarse.
Como si hubieran esperado al pistoletazo de salida, nuestros competidores se lanzaron a por el grupo de funcionarios, cortándoles la retirada. Sus disparos, más que matar a los alguaciles buscaban partirle las patas a los caballos para evitar que los arrollaran y huyeran.
Uno de los que aún seguía sobre su montura intentó subir a Mr Burke a la suya, pero el magistrado no pudo volver a ascender con la misma facilidad con la que había descabalgado. Los años pesaban y él también. Demasiado para que su asistente pudiera levantarlo con el brazo con el que no estaba dominando al animal. Cuando se vio obligado a hacerlo con ambas, la inercia hizo que los dos cayeran al suelo.
No tardaron en ser rodeados.
Disparé a uno de los hombres aprovechando que estaban de espaldas a mí. Tuve la oportunidad de hacer lo mismo con un segundo, pero no fui lo bastante veloz. Algo me distrajo.
Jack estaba allí, al final de la calle. Con la lucidez que solo se tiene ante lo inevitable pude ver todo el proceso sin poder hacer nada por pararlo. Cómo abría de golpe su gabardina, cómo estiraba el brazo. Cómo giraba el cuerpo y apuntaba, enfocando la mira hacia el grupo central. La ansiedad en sus ojos abiertos al límite, hambre pura de cobrarse una presa.
Archibald Burke se dobló sobre sí mismo entre esputos y gargajos: el Chacal le había metido una bala en el cuello, atravesándole la mismísima nuez.
Acababa de mandarnos a todos al Infierno.
CONTINUARÁ.
**Está previsto que
los nuevos capítulos salgan aproximadamente cada 3 o 4 días
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