Las tres vidas de Mary Donovan - 3

La bonita y delicada historia de cómo Jack cortejó a Mary. Una siesta familiar interrumpida, una familia rota. El doctor comienza a conocer de verdad a su protegida.

Las tres vidas de Mary Donovan -3 : Cuando Jack encontró a Mary

(Disclaimer: esta historia tiene lugar en el siglo XIX y sus personajes tienen ideas, prejuicios y puntos de vista propios de la época. Todos ellos hablan en inglés, salvo en aquellas palabras o frases que aparecen en cursiva.)

Así que siente cierta curiosidad por saber cómo nos conocimos "el Chacal" y yo...

Lo imaginaba, teniendo en cuenta nuestra última conversación. Claro que también podría haberlo pedido antes y hubiese podido empezar esta historia desde el principio, ¡pero ustedes los hombres son...! En fin. No se preocupe, doctor, yo se lo cuento. Después de todo, ya le ha llevado dos años tan solo el preguntarlo.

Le agradezco mucho su respeto, si es por eso por lo que no lo hizo, pero a veces tengo la impresión de que es usted demasiado tímido. Me parece además que es una de las cosas que le hacen encantador: pudor, en un hombre que ha visto tantos cuerpos, tocado tantas pieles... Guardado tantos secretos entre médico y paciente. Apuesto a que ha presenciado y oído infinidad de porquerías...

No se preocupe, no le presionaré para que confiese. Es lo que tienen —tenemos— en común con rameras y sacerdotes: hay que saber guardar silencio. Aunque eso sigue sin explicar por qué sigue dándose la vuelta o saliendo de la habitación cada vez que me visto; apartando la mirada en esos momentos en que me inclino a tomarle la temperatura o servirle la cena. Tendría que estar ya acostumbrado. Si las canas no delataran que es mayor que yo, pensaría que estoy en presencia de un jovencito. Tendría que ver su expresión cuando le cuento determinadas partes de mi historia... Pierda cuidado, que a este paso no va a morirse de los pulmones como se teme, sino de un ataque al corazón.

Permítame decirle que a mí no es que vaya a causarme ninguna vergüenza —no más al menos que todo lo demás— pero como se puede imaginar no se trató de un largo cortejo con cartas y flores. Nada de miraditas tímidas o reverencias. Me resulta hasta ridículo pensar en Jack doblando galantemente el lomo para besarme la mano. Creo que ha quedado lo suficientemente claro que él no era de ese tipo.

Aunque bien pensado, fue de hecho algo bastante convencional: simplemente vino hasta la puerta de mi casa un domingo, porque para esto del destino no sirve correr ni esconderse debajo de la cama. En alguna parte estaba escrito que la banda de los Donovan y yo nos teníamos que cruzar. Dicen en mi idioma que el que nace para ahorcado no ha de morir ahogado, y se ve que a mí me tenían levantada la T de palo desde bien niña...

Hablando de horcas, embreados y emplumamientos, ¿le importa que cierre la puerta de la consulta antes de empezar? Celebro que se encuentre mejor y tenga ganas de hablar, pero usted aún no está en condiciones de atender y a mí no me gusta que me interrumpan. Se habrá dado cuenta ya. No se inquiete: si es cuestión de alguna urgencia, le aseguro que les oiremos aporrear el llamador contra la madera, pero mientras tanto agradecería un poco de intimidad. Una cosa es contárselo en confianza a usted, y otra pregonarlo a los cuatro vientos. Dios sabe lo cerca que me pondría todo esto de un linchamiento.

No ha pasado tiempo suficiente como para que se olviden nuestras correrías y me consta que no toda la gente sería tan comprensiva como usted. Algo me dice que me harían pagar por todo el clan, y yo soy muy poca cosa para cargar con las hazañas —o las culpas— de doce personas.

Ya está. Hay un poco menos de corriente, pero no ha dolido. ¿No es cierto que así estamos más tranquilos?

El caso, como le contaba, es que ellos llegaron a las tres y media de la tarde. No sé si eso tiene alguna relevancia, más allá de que no todos los males de este mundo aparecen silenciosamente  como espíritus en la noche. Digan lo que nos digan de críos, los monstruos no se desvanecen al salir el sol. De sobra sé la risa que le dan a usted las supersticiones, pero yo... bien, me hubiese sorprendido menos de ser así. Puede que le parezca pueril, pero uno va a la oscuridad con cautela, como si el Diablo la enviara a modo de aviso, aunque solo sea por si acaba golpeándose el dedo meñique del pie contra la pata de una silla.

A plena luz del día a mí apenas me dio tiempo a quitarme los pendientes y buscar un lugar seguro para el reloj del abuelo cuando les oí... y ahí, mientras los guardaba bajo el colchón de la cama por simple precaución, fue cuando vi la hora. Tres y media exactas, como le digo, y lo recordaría para siempre.

Aún antes de escucharles gritar me había despertado sobresaltada de la siesta por el sonido de los cascos de unos caballos. Esto era de por sí muy poco habitual, habida cuenta que cualquiera que habite cerca de la frontera conoce de sobra las temperaturas que se llegan a alcanzar en ese horario ¿No es verdad? Uno puede decidir si duerme o si vela, pero lo que es seguro es que si puede elegir no sale de casa.

Según mi experiencia los gringos no deberían de haber sido una excepción.Todo ese alboroto de fuera solo podía significar problemas. Y sin embargo mi padre les abrió la puerta por miedo a que acabaran derribándola.

No puedo decir que hubiese supuesto una gran diferencia no hacerlo porque desde luego estaban decididos a entrar, pero es inevitable pensar en qué habría sucedido si nos hubiésemos quedado todos muy quietos y calladitos en la casa, como si no estuviéramos allí. Tal vez se habrían marchado en un par de horas, cuando hubieran tomado lo que pudieran necesitar, o  mucho más probablemente habrían subido a la segunda planta y me habría hallado en enaguas alguien que no fuera Jack, con todo lo que ello supone...

De todos modos no hay marcha atrás: lo hecho hecho está, pudiera haber pasado o no de otra manera. Decía mi abuela que no cabe lamentarse por la leche derramada, la virtud mancillada y el pescado vendido. Palabras por las que vivir, se lo aseguro.

—¡María!— llamó mi madre, con un timbre inusual en la voz. — ¡Mija, pónte algo encima y baja a traducirnos qué se les ofrece a estos señores!.

En los cerca de cincuenta años que llevaban en ese asentamiento, los mismos en que se había declarado la independencia de México, mis padres no habían aprendido más que un inglés muy rudimentario. No lo necesitaban. Aún quedaban suficientes criollos que se habían negado a volver a la madre patria tras la guerra o unirse al nuevo país, y en lugar de eso habían viajado al norte, hacia las antiguas misiones y lo que terminaría siendo este Estado. Con excepción de la maquinaria y los productos más sofisticados, nuestra pequeña comunidad se apoyaba y comerciaba casi exclusivamente entre sí.

Yo misma había nacido allí y no hablé ni miguita hasta los diez, cuando la severa hermana Prudence se unió a las Clarisas y se hizo cargo del único colegio en millas a la redonda. De ahí el acento como de pastorcilla pelirroja que tanta gracia les haría siempre a los Donovan por ser una copia exagerada de su propio brogue ... y que todavía arrastro, como ve. Me gusta pensar que se debe a que soy una persona de ideas fijas: es mejor que la alternativa. Nadie se considera duro de mollera por su gusto.

Pero, ¿por dónde íbamos...? ¡Ah, sí! Por cuando desoyendo todos los avisos del sentido común —que me pedía insistentemente hacerme una bolita y esconderme en cualquier agujero, desentendiéndome de todo lo demás— me calcé las alpargatas y eché un mantón de ganchillo sobre los hombros, preparada para obedecer a mi madre como una niña buena. Mientras recorría el pasillo hacia las escaleras, con el corazón en un puño y el sudor del camisón helándoseme poco a poco sobre las carnes, intenté convencerme a mí misma de que mi intuición andaba errada. Que el mal presentimiento que me roía las entrañas no era nada, y simplemente volvíamos a tener huéspedes.

Al fin y al cabo no era del todo extraño que algún viajante se detuviera unos días en nuestra pequeña granja de las afueras mientras visitaba con su mercancía los pueblecitos de alrededor. Nunca se trató de aceite de serpiente, crecepelos ni jabón con billetes, sino de cosas más serias; telas, especias que no podían encontrarse en el condado, con las que abastecían colmados y mercerías. Mis primeros amantes —a los que había tolerado por cierto romanticismo trasnochado y en un intento de escapar de la vida campestre— habían sido de hecho pensionistas nuestros que desaparecían después o se cansaban pronto de venir a verme. Pero más allá de eso, los vendedores itinerantes suponían un ingreso extraordinario y no daban demasiado trabajo, aunque la mayoría no fueran muy aseados y a veces tuvieran un exceso de humos. Pese a los ojos verdes de mi padre y su piel clara, no muy distintos de los de cualquiera de ellos, algunos nos trataban como a una suerte de indios bobalicones y benévolos, apenas un peldaño por encima de un negro; y siempre intentaban estafarnos en mayor o menor medida. Al parecer no bastaba que nuestra casa resultara un alojamiento más barato que una venta al uso, y dejar unos cuántos centavos a deber se había convertido casi en una tradición.

Claro que el hecho de que corrieran la voz del servicio ya lo compensaba... O al menos eso me decían mis mayores para evitar que me llevara malos ratos. Los arranques de mal genio lucen poco en una mujer.

Sin embargo había una gran diferencia en esta ocasión que me impedía dejar de darle vueltas a la cabeza: por lo general este tipo de hombres venían siempre solos, en una pareja de socios o hermanos que compartían habitación como mucho... y yo había oído demasiados caballos, demasiadas voces para eso. Aún no podía saber el número exacto, pero calculaba que por el ruido infernal que hacían allá abajo debían ser al menos cinco. Los suficientes como para suponer un incordio de uno u otro tipo. Todo eso me puso inevitablemente a la defensiva: me negaba a tener que cederle mi cuarto a nadie y hacerle además de criada por cuatro monedas miserables que ni siquiera me pertenecerían en exclusiva.

A cada paso que daba se iba creando una imagen más clara en mi mente, hasta el punto que al llegar al borde de la escalera podía imaginarlo todo casi a la perfección: a mí me tocaría compartir la cama con mi hermano, y mientras tanto mi padre seguiría durmiendo en su pieza a pata suelta y amenizándoles la estancia a los clientes con chistecitos insulsos que me obligaría a traducir. Además de los pollos y los gorrinos a los que tenía desatendidos Antonio, a mi madre y a mí nos encargaría también ocuparnos de zurcir su ropa y limpiar sus meados... Y eso en el mejor de los casos, por supuesto. Comprenderá que incluso esa perspectiva nada peligrosa me hiciera rechinar los dientes.

Bajé con cautela los escalones, agarrándome los faldones del camisón. Intentaba por todos los medios no pisarlo y que el sonido de un tropiezo delatara mi posición. Pretendía poder echar antes un vistazo furtivo, pero acabé descubriendo que el grupo de hombres al que había escuchado estaba ya dentro. No solo eso: se habían esparcido además por la planta baja. Apostados sobre los muebles u ocupando nuestras sillas, los seis tipos se habían situado en diferentes partes del salón de una forma que parecía desordenada, y que no obstante rodeaba y cortaba toda escapatoria a mi familia. Más o menos discretamente, estaban cubriendo el camino hacia las ventanas y la puerta, impidiéndoles salir o marcharse a la cocina (en donde había una ventana más). No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que habían elegido esos sitios a propósito.

Puede que yo no tuviese entonces mucho mundo, pero esa táctica ya la había visto antes: en los coyotes con una pieza de ganado vieja, aislada o vulnerable. (Tres características que desde luego cumplían mis padres). Moviéndose casualmente en apariencia, sin parecer demasiado intimidantes al inicio, iban cerrando el círculo a su alrededor hasta que alguno se decidía a morder. Justo después le saltaba encima toda la jauría para despedazarla...

Una manada de animales, eso eran.

Mis primeras sospechas se confirmaron no solo por el embozo que les cubría media cara y que podría haber servido simplemente para protegerse del polvo del camino, sino su aspecto general de montón de perros asalvajados y sarnosos —cansados, famélicos, con aquellas ropas sucias y desgastadas, el pelo largo y grasiento— y por las armas cortas que portaban consigo, en lugar del rifle típico de un mensajero o un segundo conductor de carromato. Unos revólveres viejos y con apariencia archiusada que no tendrían por qué estar sacados de sus fundas en circunstancias normales, y mucho menos dentro de una casa... salvo si lo que pretendían era resultar una amenaza, claro.

Uno de los cañones apuntó casualmente hacia la escalera, y mi curiosidad inicial dio paso a un golpe de terror atenazante que me sacó hasta el aire del cuerpo; cada latido hecho un puñetazo en el pecho. Con los pies y manos paralizados y sin poder dar un paso más, insegura de si me habían detectado o no, me agazapé pegando el vientre a las tablas de un escalón. Rogaba que las sombras de las paredes me cubrieran lo suficiente.

Tardé un buen minuto en recuperar el aliento y volver a sentirme a salvo. Luego, desde la seguridad relativa de ese escondite y a medida que volvía a circularme la sangre por las venas, aguardé a que me viniera algún tipo de inspiración sobre qué hacer, a quién acudir. Cómo salir a buscar ayuda sin que me atraparan. A través de los barrotes que sujetaban el pasamanos solo podía ver a mis padres, menos asustados que aturdidos por una irrupción en su sobremesa que no llegaban a entender del todo.

No había rastro de mi hermano Antonio.

Ni siquiera era capaz de recordar si había vuelto con nosotros a casa tras la misa, o si se había sentado o no a comer. Le parecerá extraño, pero son precisamente las cosas rutinarias las que más cuesta mantener en la memoria. Una puede saber perfectamente de qué color era el chaleco del hombre tan guapo que le guiñó el ojo hace un mes y no tener ni idea de qué demonios ha desayunado esta misma mañana. En mi mente acelerada por las circunstancias no dejaba de aparecer insistentemente el recuerdo del asedio al que Antonio estaba sometiendo desde hacía semanas a la única hija del boticario. Tan ensimismado estaba por sus ubres de vaca que se resistía a creer en la evidencia que cualquiera podía ver: pudiendo subastar su delantera al mejor postor, no se iba a rebajar a revolcarse entre la paja con un pobre.

Lo lamento, sé de sobra que no debería de hablar así, pero mi hermano pequeño se comportaba por aquella época como un gato en celo que se escapase por los tejados al olor de una hembra y luego volviese arañado, magullado y lo que es peor, cubierto de deudas. Y es que para poder comprar regalos y ropa con la que pavonearse delante de ella, Antonio había empezado a jugar.

Ni siquiera la providencial tendencia de mi padre a sacar a pasear el cinto y la mano —tanto mayor cuanto más viejo e irritable se hacía— habían logrado cambiarlo en gran cosa.

Ya ve lo que es la vida, fue por esa mujer y la obsesión del muy imbécil por perseguirla que hoy me hallo frente a usted, tan agradecida por su caridad como necesitada de ella ... Aunque también hubo un tiempo en que bendije su nombre, con la cabeza de mi hombre entre las piernas, aullando de placer. Sin saberlo y sin querer, aquella chica me entregó a un salvaje que me devoraría en cuerpo y alma.

...Pero hablar ahora de eso sería adelantar mucho los acontecimientos. Por lo pronto, mientras rezaba en silencio para que el idiota apareciera y no me dejara lidiar con todo lo malo a mí como era su costumbre, se oyeron un par de patadas en la puerta. Uno de los bandidos se levantó de una mecedora que había sido de mi abuela para abrir, con movimientos perezosos. Dos hombres más esperaban al otro lado, sosteniendo a duras penas a un tercero por las axilas. Tenía la mitad de la camisa empapada por la sangre y se veía a las claras que era incapaz de aguantarse sobre sus propios pies. Tras un par de tentativas de meterse de lado los tres juntos, el más corpulento de sus compañeros negó con la cabeza, lo tomó en brazos como a una novia y atravesó el umbral con él. Por el modo en que este manejaba al herido, resultaba claro que levantar su peso no le suponía demasiado esfuerzo. Recuerdo haber pensado que para formar parte de un grupo de muertos de hambre aquel tipo en concreto estaba curiosamente gordo, como si se hubiera comido las raciones de todos los demás.

( Ha acertado usted. Ese era Séamus. )

Una vez en el interior, dio un vistazo veloz a su alrededor y se colocó delante del butacón en el que estaba mi padre. Le hizo un gesto con el mentón para que se apartara de allí y como rezongaba y por pereza o a modo de desafío no se movía lo bastante rápido, otro de los intrusos lo agarró de la pechera y le puso un cuchillo contra el gaznate. Ni qué decir tiene que aquello aceleró notablemente las cosas.

Después de un par de empujones, Padre se quedó allí de pie como un pasmarote, sin saber qué hacer o qué decir, apretando los puños y mirando cómo recostaban al otro hombre en donde él había estado, tiñendo con su sangre de rojo los tapetes y la tapicería. A nivel inconsciente casi me alegré: tantos años exigiendo a gritos que tuviéramos cuidado de no mancharlo —cuando los dos únicos lamparones de grasa que tenía se los había hecho precisamente él comiendo— y su precioso mueble había quedado arruinado en cuestión de segundos por un desconocido sin que se atreviese a rechistar siquiera.

Más resuelta que él, mi madre volvió a anudarse el delantal que aún llevaba colgado del cuello e hizo amago de acercarse al convaleciente, esperando examinarlo y tal vez congraciarse con los invasores, pero otro de los hombres le cortó el paso. Dándole un empellón que amenazó con hacer que perdiera el equilibrio, la devolvió a su lugar.

—No hacía ninguna falta, Henry. Es una anciana y parece desarmada. —Le reconvino alguien desde la entrada; una voz sorprendentemente profunda y cálida, muy distinta de la que uno podría esperar en gentes de su catadura, a quienes el saber popular les atribuía mil y un vicios que podrían estropeársela.— Dios sabe que el pobre Jacob podría usar de toda la ayuda que se le ofrezca.

El hombre al que pertenecía no tardó mucho en aparecer, cerrando la puerta tras de sí. Mejor acicalado que los demás, tenía la mitad del rostro tapado como ellos, pero incluso a través del pañuelo, solo por sus formas, se advertía que era un tipo bien encarado. Contaba con la altura exacta, el porte y los ademanes precisos para ser uno de esos maleantes de los que hablan los corridos, con ojos azul cielo y las manos rápidas que hieren dos veces a los maridos: cuando los hacen cornudos y cuando los matan. Incluso sucio por la mezcla de barro y la sangre de su amigo no le deslucía en nada el atuendo, porque caramba, déjeme que se lo diga como lo pienso: si Molly Donovan hizo algo bien en esta vida, eso fue Dollface Frank.

Imposible apartar la vista de él, no seguir su cuerpo proporcionado, sus andares elásticos de actor que sale a escena al pasearse, adueñándose de las maderas del piso de como las tablas de un teatro. Acostumbrada a estar rodeada de hombres torpes y de huesos pesados, hasta sus espuelas me llegaban a sonar a cascabeles, fíjese.

Le hacía preguntarse a una cómo se movería, qué clase de ruidos haría sobre un colchón...

—¡Buenas tardes, señores —se presentó, tocándose ceremoniosamente el ala del sombrero, antes de quitárselo y colgarlo en el respaldo de una silla, como un charlatán que se dispusiera a anunciar un producto milagroso— y perdonen por las molestias! Mis amigos y yo nos preguntábamos si tendrían la amabilidad de acogernos durante unas cuántas horas en su casa. Tal vez un par de días.

Hemos sufrido un pequeño contratiempo y nuestro compañero —señaló al tipo que se desangraba entre los cojines— necesita descansar... Si pudieran remendarlo a él y partir su comida con los demás, no sería menester herir a nadie.

Mis familiares se miraron entre sí, luego al recién llegado, e intercambiaron un rápido parloteo que ni yo llegué a comprender. Finalmente agacharon la cabeza, juntaron las manos y acertaron a responder muy modosamente en inglés, al unísono:

—Buenas tardes.

El hombre al que yo acabaría conociendo como mi cuñado los observó de arriba a abajo y terminó rascándose la sien.

—Ya veo... Estos no me han entendido una mierda, ¿verdad? —Se giró hacia sus compinches y apuntó hacia un par de ellos su dedo acusador — Joder, alguno de vosotros, cabrones, podía haberme dicho que estábamos tratando con compadritos retrasados, en lugar de dejarme malgastar saliva.

—¿Y privarles de tu numerito? Nah... No lo creo.— Respondió uno de ellos, situando un par de botas puntiagudas sobre nuestra mesa. Desde mi posición, aquello era todo lo que podía ver de él.— Además, es por tu bien. Podrías reventar si no lo hicieses en un tiempo.

—Vete al Infierno, Jack.

—Más quisiera. Si existe y hay justicia, cada minuto escuchándote es un año que me habrían de descontar de mi condena...

El otro suspiró, masajeándose la comisura de los ojos y la nariz entre dos dedos. El gesto de hartazgo en la cara delataba que estaba haciendo acopio de una paciencia infinita. Luego se giró, dándole la espalda.

—Jesús —llamó al cuatrero que custodiaba la entrada a la cocina, que descruzó los brazos y se desperezó de mala gana— tradúcele a nuestros nuevos amigos lo que he dicho. Amenázalos solo lo justo para que obedezcan y no den problemas. Hay que fortificar este sitio, estar preparados por si Clayton y el resto de hijos de puta nos han seguido... y preferiría hacerlo en paz.

—Mételes mejor cuatro tiros y así te aseguras. Puedo hacerlo yo, si no te ves con fuerzas...—Sugirió su hermano con falsa amabilidad. Su ligereza al hablar del tema, aquella cotidianidad de reducir el asesinato a algo tan simple como atarse el cordón de un zapato solo lo hacía más terrorífico.

—Los muertos se quedan quietos y no molestan, Frank.— Apuntó otro de ellos.

—No le prestes atención este par de imbéciles y haz lo que te digo.—Chasqueó los dedos frente a él.— Vamos.

El tal Jesús se estaba acercando ya a los míos, que observaban toda la escena con los ojos muy abiertos, intentando captar a través de ellos lo que sus oídos no podían, cuando se paró de pronto en seco, como si le viniese el súbito recuerdo de algo.

—Por cierto, Frank, antes me ha parecido que llamaban a alguien...

¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios...! Si hasta entonces el miedo me impedía hacer siquiera un movimiento, aquella frase me activó todos los músculos desordenadamente y a la vez. Cada fibra de mi cuerpo me pedía salir corriendo. Respiré hondo a fin de tranquilizarme, pero ya era muy tarde para eso. El pánico se había instalado en mi cabeza y tendría que lidiar con el temblor. No quedaba otra. Nadie más lo iba a hacer por mí. No podía ceder a la debilidad que se apoderaba de mis articulaciones y dejarme caer como un fardo. Como un muerto.¡No!

Mordiéndome los labios y procurando no hacer ningún ruido, me descalcé de nuevo e intenté subir las escaleras, caminando hacia atrás con el mismo cuidado y sigilo con el que lo haría sobre cáscaras de huevo. Apenas logré retroceder dos peldaños antes de que la vieja estructura de madera emitiera un chasquido bajo mis pies.

Y después... nada. No oí grito alguno, nadie me señaló. Solo un ruido sordo de leña al partirse, no muy distinto a un martillazo.

Un vientecillo inesperado me azotó las mejillas y todo lo que pude ver a escasa distancia de mi cara al instante siguiente fue el mango de un cuchillo sobresaliendo de la pared encalada, cimbreándose aún por la fuerza del impacto.

Grité, y por instinto me llevé las dos manos a la boca para tapármela, aunque fuera inútil a  esas alturas. Tengo el vago recuerdo de haber pasado un buen rato tanteando histericamente mi nariz para comprobar que seguía allí, temiendo notar el dolor punzante de la carne abierta en cualquier momento. Esperando ver telarañas de sangre viscosa entre mis dedos. Todo en vano: por más que las mirase, mis palmas temblorosas seguían limpias.

Buenas tardes a usted también, seniorita. —Me saludó alguien en mal español— Qué gusto verla...

Durante unos diez largos segundos sopesé intentar arrancar el puñal del tablón para tener algo con lo que defenderme, pero parecía profundamente clavado y haría falta más fuerza y tiempo de los que tenía para sacarlo. Quien quiera que hubiera saludado estaba esperando una contestación inmediata.

Todo ello sin contar que para llegar a hincarlo ahí, a menos de un dedo de mi cabeza, había tenido que colarlo entre los barrotes de la barandilla, con lo que se le suponía una puntería considerable. No se podía descartar que tuviese otro arma y no me compensaba arriesgarme a enfurecerlo; tanto menos cuando —estaba bastante segura de eso— se trataba de la misma persona que tan alegremente se había ofrecido a despacharnos.

Correr hacia mi cuarto tampoco era una opción. Aunque no me tropezase, sabía que no sería lo bastante rápida como para subir las escaleras de dos en dos y llegar al otro piso antes de que me alcanzara con una daga o un disparo si le apetecía. Y de todas formas, una vez arriba... ¿entonces, qué? ¿Seguir subiendo y jugar al escondite con ellos entre los trastos de la buhardilla? No iba a pasar. No tenía sentido pensar en rebuscar por los baúles, cuando sabía de sobra que la única escopeta que conocía estaba en el salón, descargada para evitar accidentes y más cerca de ellos que de mí. Cualquier objeto cortante que pudiera haber en la casa estaría en la cocina. Hasta las tijeras del cesto de costura se encontraban lejos de mi alcance.

Así pues, me quedaba bien poco por hacer. Ni vender cara la piel podía, mire usted, desarmada y sin una escapatoria apenas. ¡Y gracias a la Virgen! Porque estando así de nerviosa podría haberme desesperado y dado por hacer una tontería.

Los Donovan tenían nula tolerancia con los héroes.

Levanté las manos y me giré hacia ellos muy despacito como gesto de buena fe. Sin nada que lo sostuviese, el mantón se deslizó blandamente hasta el suelo, enredándose en mis tobillos. Con los hombros al descubierto, apenas tapados por mi pelo desordenado y tan solo un fino camisón de algodón sobre el cuerpo, me sentía vulnerable y desnuda; el último aspecto que una mujer desea ofrecer ante un grupo de hombres violentos.

No sabía exactamente lo que me iba a encontrar, cuántas personas habría amenazándome cuando mirara.

Frente a mí, en la misma posición en la que lo había visto anteriormente, solo estaba Jack, mancillando con sus suelas sucias el blanco impecable de nuestro mantel. Balanceaba por el extremo un segundo cuchillo en la mano, seguramente pensándose si lanzármelo. Apenas sí podía ver sus grandes ojos de lobo entre el sombrero y la tela roja que le cubría nariz y boca, pero habría jurado que las marcadas arrugas en torno a ellos se debían a una sonrisa.

—¿Queda alguien más arriba?—Preguntó, jugueteando con el filo entre sus dedos como un escolar con una plumilla.

El señor Donovan quiere saber...— Comenzó Jesús, al pie de la escalera.

—Creo que ya me ha entendido. —Le cortó en seco con su voz de lija, sin fijarse en él siquiera.— ¿Queda alguien?— insistió.

No supe qué responder. Estaba hipnotizada por el vaivén del cuchillo y demasiado aturdida aún para pensar con claridad, de todas maneras. Con esfuerzo desvié los ojos de la hoja hacia mis padres, esperando ver algo, alguna mueca que resolviera mi duda, pero en sus rostros solo leí impotencia y preocupación. De algún modo sabían que estaba en problemas, pero tampoco ellos conocían cómo solucionarme la papeleta.

Pasé la vista por encima de todos los demás, desde mi compatriota (que desvió la mirada a otro lado, dejando bien claro que no pensaba socorrerme) hasta el pelirrojo que se abanicaba con el sombrero junto a la puerta, buscando a mi alrededor al hombre aparentemente razonable que había visto anteriormente. El tipo apuesto que parecía ser el jefe. Poco podía saber yo sin embargo que Frank había jugado muchas veces a ese mismo juego y tenía perfectamente ensayado su papel. Tan pronto sintió recaer en él mi mirada suplicante, cruzó la estancia y se situó de pie junto a su hermano, posándole una mano sobre el hombro.

El mismo gesto de apoyo y contención que había visto tantas veces en los granjeros cuando sus perros de presa ladraban a alguien. Buen chico, Jack.

—Si comprende es mejor que conteste, querida. Aquí, mi compañero...—le dio dos palmaditas— tiene un problema de paciencia...

Sé lo que está pensando. Posiblemente ese fuera el truco más viejo de la profesión, pero aquel día el que terminaría siendo mi amante estaba nervioso de veras y sin ganas de muchas zarandajas. Le habían pasado silbando un par de balas cerca de la oreja y eso le había retorcido el humor más aún que de costumbre.

—¿Qué demonios...?—negó Jack con la cabeza, alzando brevemente los ojos hacia él—  ¡Esa mierda otra vez no! Hoy vamos a hacerlo por la vía rápida.

—¿Y cómo es eso, si puede saberse?

—Observa y aprende.

—Oh, por favor...—Bufó Frank. Tenía una risa socarrona y canalla que encajaba bien con su aspecto.— Vas a inventar tú la pólvora a estas alturas...

El rufián me miró de soslayo antes de contestar a su hermano mayor, degustando mi incertidumbre con evidente diversión.

—Voy a contar mentalmente hasta diez a partir de ahora— le explicó en un tono ascendente, sin apartar la vista de mí— y si para cuando termine de hacerlo esa... puta no ha bajado hasta el último peldaño, le meto esto en el hígado, nos entienda o no.

Le mostró el cuchillo de caza curvado, una monstruosidad de cachas de hueso y casi dos palmos, —cuya exhibición en realidad estaba destinada menos a él que a mí— antes de empezar a limpiarse el interior de las uñas con su punta, con pretendida indolencia.

Puede imaginarse el efecto que tal amenaza me causó. No me dejó ni un segundo para dudar, no podía malgastarlos con titubeos. Que alguien contara en voz alta era una cosa, pero no poder escucharlo resultaba insólito, desconcertante. Absolutamente aterrador. ¿Cómo calcular a qué ritmo lo haría, cuánto tiempo me faltaba? Jack sabía muy bien lo que se hacía: no por nada se ganaba la vida con ello.

Pateé el mantón para no tropezarme con él y me precipité hacia abajo arrastrándolo aún por un talón. Trotando por las escaleras de una manera muy poco elegante, como no lo hacía desde mi infancia, llegué a la planta baja casi sin respiración. Tanta aceleración llevaba que resbalé y caí de bruces sobre las tablas.

Estaba tan asustada que no sentí ni dolor, solo un hilito húmedo descendiendo desde mi frente y goteándome por la barbilla.

Jack —al que veía por partida doble, debido al golpe— descruzó las piernas sin prisa, posó los pies en el suelo y se levantó de su asiento, y por primera vez pude observar de cerca lo enorme que era. Tenía la estatura de un cactus saguaro: más alto que el más alto de los hombres que hubiese visto en mi vida. Que yo estuviera tirada sobre el piso solo contribuyó a aumentar más esa sensación.

—¿Tú qué dices, Frank?—Pasándose juguetonamente el arma de una mano a la otra, comenzó a caminar hacia mí, haciendo vibrar los maderos con sus botas de cuero de serpiente.— ¿Te parece que habla inglés?

—Umh...— fingiéndose pensativo, el otro hombre se frotó el mentón por encima del pañuelo— Yo diría que sí...

—Bueno, yo no lo veo tan claro.— Tiró el brazo hacia atrás, amagando tomar impulso para lanzar el instrumento de todas maneras.

No pude reaccionar, fue algo tan inesperado, justo cuando ya me sentía fuera de peligro, que solo me dio tiempo a cerrar los ojos y sentir mis oídos perforados por el grito desgarrador de mi madre. Más que miedo como hasta entonces, lo que se apoderó de mí fue inmensa sensación de vacío, rabia, fracaso. Y por encima de todo, inutilidad. Estaba condenada, porque hallándose así de cerca no había manera de que fuera a fallar.

Pasaron uno, dos latidos de corazón y yo aún no sentía el mordisco del metal, aunque ninguna herida duela gran cosa en caliente.

— ¡Que alguien haga callar a la vieja, joder! ¡Casi se me resbala de verdad el cuchillo!.—Bramó él.

Aquello me devolvió a la realidad. Mientras abría de nuevo los párpados, confundida e incapaz de creer mi suerte por seguir ahí, él estaba inclinándose para guardar el tremendo utensilio en la caña de su calzado. Cuando me sorprendió mirándolo emitió un bufido que me hizo recular y encogerme de nuevo contra los escalones por mero instinto, provocando sus carcajadas. ¡Bonita primera impresión del hombre con el que dormiría durante casi dos años!

—Solo por curiosidad... —preguntó el jefe, quitándose el gabán y doblándolo cuidadosamente. Bajo él, una canana casi sin balas.— ¿Habías terminado ya de contar?

—Ni siquiera había empezado. —Contestó, con una risilla.

—Entonces es que a lo mejor le has gustado y ha querido bajar corriendo a conocerte...

Por alguna razón la ocurrencia resultó estupendamente acogida por el grupo. Incluso el herido pareció recuperar la consciencia e intentó reír, tosiendo y produciendo esputos sanguinolentos; seis o siete manchas nuevas en el butacón de Padre. Con un leve movimiento de cejas, el hombre al que habían llamado Frank le indicó a Séamus que condujera a mi madre hasta el moribundo para seguir ocupándose de él. La mujer tenía aún el susto en el cuerpo y no opuso resistencia. Se quedó ahí, con los dedos agarrotados por la tensión, y solo acertó a pasarle un pañuelo por los labios.

Yo, que nunca he llevado demasiado bien el ridículo, sentí la tentación de darles una mala contestación y demostrarle a aquellos dos canallas exactamente cuánto inglés chapurreaba, pero no hubiese sido prudente. Acababa de librarme de una amenaza de muerte y no tenía ganas de volver a colocarme en el puesto de posible víctima. Me tragué los sapos, las culebras y el orgullo y agaché la cabeza, temerosa de que mantenerles la mirada les empujara a pedirme una confirmación de sus suposiciones. Tenía suficientes problemas en mi plato y no deseaba una segunda ración.

—Ahora que tan amablemente nos ha demostrado que podemos hablar con usted —continuó Frank, recuperando sus modales afectados— sería un detalle que decidiese contestar también a lo que le preguntó antes mi hermano.

Al escuchar que lo mencionaban, Jack se acuclilló a mi lado de una forma nada tranquilizadora, imponiéndome su presencia, su olor corporal. Por el rabillo del ojo lo vi tomar un par de mechones de pelo y apartarlos, para colocármelos luego tras la oreja con una delicadeza impostada. Yo me dejé hacer del modo más dócil; deseaba creer que solo estaba despejándome el oído para que escuchase bien sus palabras. No quería ni considerar ninguna otra opción.

Él entornó los párpados y acercó su boca embozada a mi mejilla, a una distancia intolerablemente corta para un desconocido y, como si temiera que todo lo que había pasado hubiera hecho que me fallase la memoria, repitió:

—¿Estamos solos o aún tiene que bajar alguien más?

—Sí...

La presión de su cercanía hizo que dijera lo primero que me vino a la cabeza, sin pararme a pensar. Mi prioridad era quitármelo de encima como fuera. Comprar tiempo, acabar con esa incomodidad.

Era apenas un roce, pero el resuello y las manos del bandido, que continuaban descendiendo por mi mandíbula, me provocaban una sensación muy contradictoria en las entrañas. No podía evitar dar pequeños respingos al sentir lo áspero de la piel de sus yemas, pellejos duros como escamas de serpiente; nada que ver con las falanges suaves de un chico de ciudad, un viajante. Un médico... Pero hacía demasiado que no me tocaba un hombre ni tenía tan próximo el calor de otro cuerpo, y una pequeña e irracional parte de mí recordaba cómo solían seguir contactos así. Lo que venía tras arrumacos como esos.

Hubiera sido mucho más llevadero sentir solo miedo o tal vez repugnancia, en lugar de rubor. El instinto hipnótico y estremecedor que me llevaba a abrir de más los labios para tragarme su aliento.

—Sí... ¿Qué?—Susurró.

No supe qué decir, doblemente turbada.

—¡¿Sí, qué?!—Los mismos dedos que me habían acariciado se cerraron de pronto y me tomaron del mentón con tanta fuerza que incluso si hubiera deseado contestar habría tenido dificultad para hacerlo. La tela que me separaba de su boca parecía insuficiente para protegerme de unos dientes que sentía prominentes e inmensos contra la sien.—¡¿Que hay alguien o que no?! ¡Dios, Frank, a esta jodida panchita hay que sacarle las palabras con tenazas! Te juro que como no hables...

—Si lo hubiésemos hecho a mi modo, en lugar de aterrorizarla...—Comenzó el otro.

—...Lo sabríamos dentro de cinco horas, cuando ya nos hubiesen acribillado.

—Muy bien. Si tanta impaciencia tienes por averiguarlo, cierra el pico y sube tú a mirar.

—Creo que no, Francis.—Replicó con sorna.— Tú eres el líder valiente y ejemplar. Haz lo tuyo: da-puto-ejemplo.

—No te lo estoy preguntando.

Jack lo atravesó con la mirada de una manera que incluso a mí, que lo desconocía todo de ellos, me quedó claro estaba cargada de odio genuino. Su camaradería de momentos antes habría podido parecer o no fingida, pero la negra ira que le salía en ese instante de las pupilas, la que le aceleraba la respiración, era muy real. Tan cerca de él como estaba, lo vi ponerse progresivamente pálido bajo el bronceado, como si se debatiese entre varios tipos de respuesta a aquello...

Y entonces sucedió.

Fue un sonido mínimo, no mucho más fuerte que el soplido del viento moviendo una ventana. Apenas un leve "crack" en el techo y todos dejaron plantado lo que estaban haciendo para quedarse mirando hacia arriba, como perros a los que alguien les hubiera enseñado un trozo de carne.

Juraría que hasta podía oírles salivar mientras desenfundaban.

—Bueno, preciosa, — musitó burlonamente Jack a mi oído, acariciándome la espiral de la oreja con la nariz— supongo que ahora ya no hace falta que digas nada.

No era necesario ser muy inteligente para saber que habría sido el peor momento del mundo para empezar a hacerlo.

Los cañones de los revólveres se movían a la vez, orientándose igual que un campo de girasoles. Siguieron el rumbo de las pisadas casi inaudibles del piso superior, las pequeñas nubecillas de polvo que se desprendían de la techumbre, hasta quedarse quietos en cierto punto. Alguien más valiente o desinteresado habría usado ese instante para gritar y salvarle la vida a Antonio, pero verá, doctor... yo estaba un tanto molesta. El futuro hombre de la casa no había dado la cara, permitiendo que fuese su hermana escasamente vestida quien lo hiciera. No había bajado al escucharnos gritar a mi madre o a mí, ni siquiera había buscado una rendija entre los tablones para disparar, él, que sí tenía revolver propio. Había permanecido escondido, aguardando a que pasase la tormenta y se nos llevara al resto por delante si era preciso.

No había razón alguna para no pagarle con la misma moneda y hacer un sacrificio por alguien que obviamente no se estaba arriesgando por mí.

La pesada respiración de Jack seguía cayendo sobre mi cuello y mi hombro; una proximidad íntima, casi sexual. Con los ojos achinados y expectantes, aquel altísimo bastardo realmente tenía todo el aspecto de querer dispararle a alguien, y ya solo por eso no habría movido ni un dedo para intentar desviar su brazo y salvar a mi ingrato hermano. Quién sabe si habría tomado su lugar. Hasta entonces había cargado con los animales, con las labores de la casa, todas las responsabilidades de ese niño mimado una y otra vez. No iba a ofrecerle también mi vida.

No era buena cristiana ni tan generosa. Y ante todo, tampoco era lo bastante rápida como para esquivar las balas de siete pistolas, una de ellas a escasa distancia de mi cuerpo. Nadie lo es. Esa solo fue otra razón más para quedarme tal y como estaba, parada, con un nudo en el estómago y aquella pesada sensación de culpabilidad. Combatiendo en silencio el pensamiento mezquino de que tampoco yo estaba haciendo por la familia mucho más que Antonio. Por su parte, mis padres seguían atendiendo servilmente al salteador agonizante, limitándose a santiguarse y orar con insistencia, porque por supuesto eso lo solucionaba todo.

Sentí una vergüenza tremenda por nuestra cobardía, nuestra sangre de ovejas que se conformaban con llorar y temblar mientras eran sacrificadas. Tuve la sensación de podían matarnos uno por uno sin que el último de nosotros hiciera nada.

Incluso entonces, querido doctor, ya pensaba que la gente así merece morir. La Biblia puede decir misa, pero al final los mansos no heredan ni la tierra ni un carajo.

Jack seguía a mi lado, concentrado y algo más dócil que segundos antes, aguardando a un gesto de permiso del mayor para abatir la presa (tal vez un residuo de sus tiempos de soldado). Aquel asintió, y una tormenta de detonaciones y serrín llenó la habitación, embotándome los sentidos. Para cuando recuperé parcialmente el oído, pude escuchar los gritos de Antonio, muy lejanamente aún.

Estaba vivo, al menos.

Por primera vez desde hacía media hora me permití respirar hondo. El olor de la pólvora en el ambiente se me pegó a la garganta y me hizo toser.

—Sois una gente realmente ruidosa, ¿os lo han dicho alguna vez?— El maleante se reía, encantado con su propio chiste. Lo miré con el ceño fruncido y los ojos húmedos por la carraspera, pero no se inmutó. Era evidente que sabía que no iba a haber réplica alguna.

Aún se estaba incorporando cuando algunos de sus compañeros, con el larguirucho pelirrojo a la cabeza, se precipitaron escaleras arriba, haciendo temblar la casa entera. Corrían con una salvaje alegría, como niños buscando huevos de Pascua, impacientes por ver lo que habían cazado.

No tardamos en escuchar palmadas de entusiasmo, y una voz estridente y divertida se coló por el hueco del techo que ellos mismo habían abierto.

—¡Esta sí que es buena! ¡Jack! ¡JAAAACK! ¡No te vas a creer lo que hemos encontrado!

—No me lo digas... —Se sacudió la pernera de los pantalones y miró hacia arriba.— ¡Le has dado al gato de la familia!

—¡Mejor!

—¿El gato y un mocoso?— Las quejas de mi hermano eran claramente de un hombre adulto, por lo que sus suposiciones debían de perseguir algún otro propósito.

—¡Escúpelo de una vez, Colin!—Intervino Frank, colocándose bajo el agujero mismo.— No vamos a perder toda la tarde con adivinanzas.

—No tenéis sentido del humor, viejos. Un día os va a costar el hígado...

—¡Colin!

— ¡Está bien, joder! Le quitáis toda la gracia. No había gato alguno, pero...— Al sonido de carne siendo golpeada le siguió un alarido. Después Colin continuó— peeeero sí una rata de marca mayor. ¡Ahora os la bajo!

—¡Levanta, cabrón!— Oímos ordenar a otro de los hombres, tras lo cual sonaron puñetazos y quejidos ahogados.—¡Vamos!

No pasó mucho tiempo hasta que aparecieron en el borde de la escalera. Arrastraban a mi hermano por el suelo, tirando de sus brazos. A primera vista, además de tener astillas clavadas por todo el cuerpo, le sangraban una pierna y una mano. De uno de sus dedos le colgaban un par de falanges casi separadas del resto, una visión que me provocó nauseas. No estaba acostumbrada a ver casquería en humanos, su cruel y sorprendente parecido con una matanza de ganado.

(¿Se sintió alguna vez así usted con los cadáveres de sus clases de anatomía...?)

Cuando nos miró, mareado de forma evidente, parecía que apenas pudiese abrir los ojos. El sentido común me decía que todos esos golpes en la cara no los causaba una bala. Un proyectil disparado desde abajo no te rompe la nariz o un pómulo: te revienta el hueso o te los arranca de cuajo. Algo muy dentro me hizo sentir calambres hasta el tuétano mismo, en solidaridad con su carne, su sangre, que a pesar de todo eran las mías. Un poco como cuando observa a alguien recibir una coz en las... Bueno, ya me entiende.

El maleante lo notó.

—¿Tu marido...?—La palabras de Jack parecían llegarme desde mucha más distancia de la que nos separaba.

—Mi hermano.

—Una lástima. —Comenzó a deambular por el lugar, inspeccionando mesas y estanterías, toqueteándolas como si no perteneciesen a nadie.— Hubiese sido más divertido...

Todo aquello tenía algo de distorsionado e irreal, un cierto eco en los sonidos, como si me encontrara en un sueño o debajo del agua. Imagino que eso es lo que sienten las señoritas decentes justo antes de un desmayo... Pero la gente pobre y campesina no tenemos derecho esa tregua siquiera, doctor.

Sabe bien que la misma naturaleza que nos hace recios no nos permite salidas fáciles, lujos como sufrir un desvanecimiento. El cuerpo nos deja conscientes y sufriendo hasta última hora. También por esa razón cuando echaron a rodar a Antonio escalones abajo yo ya sabía que había más posibilidades de que se partiera la crisma que de que se quedara sin conocimiento.

Al llegar abajo el propio Frank lo detuvo con un pie como a una pelota y alzó la vista hacia su compinche.

—¿A qué diablos ha venido eso, Colin?

—Eso— respondió aquel, descendiendo las escaleras a medida que elevaba la voz— es lo mínimo que merece este tramposo hijo de la gran puta por robarle a Jimmy. ¡No hace ni un mes que le levantó a las cartas casi todo lo que habíamos sacado de la venta de las vacas!

—Nunca debisteis confiarle el dinero a él, para empezar.

—No me fastidies, Frank. Tú siempre estás con eso de que tiene que empezar a asumir responsabilidades...

—¡Me refería a arreglar las verjas y techar las casas, tener un poco de iniciativa, no a hacerse cargo de la pasta, maldita sea! ¿Dónde estabas tú mientras tanto? ¿Dónde estaba el otro?

—¿"El otro"...? ¿Ahora te refieres así a mí? — Se señaló Jack, menos interesado en el espectáculo que en la caja de puros que acababa de divisar en un estante.— En el mismo local. Arriba. Follando. Igual que él. ¿Te basta con el telegrama o necesitas más detalles, Frank?

—Ya hemos tenido suficiente de tus tonterías.—Respondió el aludido, intentando moderar su tono— No estabas donde debías, y punto.

—Fue una tarde entretenida, aunque tú nos dejases tirados. —Afirmó con voz melosa, mientras alargaba el brazo hacia la caja, para abrirla.— ¿Estás seguro de que no quieres oír más...?

Colin intentó devolver la atención del resto hacia lo importante.

—No lo empeores, Jack. Francis tiene toda la razón esta vez. El cabeza hueca de Jimmy jamás tendría que haberse quedado guardando el dinero y nosotros deberíamos haber vigilado que no jugase...

—Es un adulto, no me jodas.

—Cierto, pero...

—Pero nada. Que crezca de una puta vez y asuma las consecuencias.

—En fin, el caso es que ahora no tiene remedio; y si este cerdo— pateó de nuevo el costado de mi hermano al llegar a su altura— no hubiera marcado las cartas, el chico jamás habría perdido tanto.

La patada hizo que Antonio se retorciera y lo dejó boca arriba, con la cara y los dedos rotos de su mano orientados hacia mí. Movía la boca como intentando a hablar y tras un par de bocanadas se le desprendió uno de los incisivos —no sabría decirle cual— escurriéndosele entre los labios entre burbujas de sangre y saliva. Muy probablemente solo estuviese pidiéndome ayuda, pero por un momento temí que tratara de culparme. Esa siempre había sido su primera reacción ante el peligro, incluso de niños. Pero aunque así hubiera sido, los Donovan no lo habrían notado: estaban muy ocupados discutiendo entre sí.

Como más vale prevenir que lamentar, gateé unos pasos hacia los intrusos, donde quedase cubierta por sus cuerpos y Antonio no pudiese verme. No me atrevía a acercarme a mis padres aún, porque para ello tendría que cruzarme de nuevo en el camino del "Chacal", y arriesgarme quizás a alguna otra broma pesada.

—Está además el pequeño detalle de que a ti te pasó galopando por delante de las narices y no lo abatiste...—Jack apuntó al jefe con el extremo de uno de los cigarros, antes de levantarse ligeramente el pañuelo y ponérselo entre los dientes.

—¿Y cómo iba a saber yo que acababa de desplumaros? ¡Para mí solo era un hombre que se iba del pueblo a caballo!

—¿Y no te pareció sospechoso? ¿Los gritos y los disparos no te dieron una ligera pista...? Séamus, —llamó al único de los hermanos presentes que se había mantenido al margen hasta entonces— recuérdame por qué coño tenemos que seguir a este tipo, anda...

—No lo sé, Jack. —Suspiró— Tal vez porque Frank nunca se iría de putas en el mismo pueblo donde acabase de vender ganado robado, por ejemplo.

—Ya sabemos que Frank es demasiado bueno para las putas.— Se burló.— Y para las criadas, las modistas, las carniceras... para todo lo que no sean princesas de manos blancas y padres ricos. ¡Sabe el Diablo dónde educó el gusto!

Le vi sacudir los hombros, conteniendo la risa. Frotó una cerilla contra el costado de sus pantalones, para encenderla y hacer lo propio con el tabaco. Después le dio una profunda calada, antes de seguir.

...Aunque luego se le mueran como lirios en el desierto.

—No voy a discutir con alguien que no distingue una flor de una lechuga...

—¿Qué pasó, Frank? ¿No la regabas lo suficiente...?

—...Pero si sigues por ese camino, —continuó el primogénito, en un tono helado— vas terminar a dándome motivos para hacer llorar a nuestra madre. Podemos salir fuera a hablarlo, si insistes. Tú piénsatelo...

Jack no dijo nada, limitándose a disfrutar del puro, aunque su silencio resultó más elocuente que cualquier palabra. Pese a todas sus bravatas y aquella arrogante seguridad en sí mismo, "el Chacal" no las tenía todas consigo si se trataba de enfrentarse abiertamente a Frank.

Zanjado el asunto por el momento, éste se agachó para examinar a mi hermano pequeño y empezó a manipularle la cara, colocándosela en varios ángulos distintos, como si esperase reconocerlo mejor en una posición concreta . Antonio parecía haberse agotado de tanto gritar y se limitó a balbucear entre dientes al ser toqueteado.

—¿Estás seguro de que se trata de él, Col?

—¡Claro que sí! ¡Semejante jeta de puerco no se me despinta! ¿Qué pasa, a ti no te lo parece?

—Te recuerdo que yo apenas lo vi de refilón, y con toda la sangre tampoco es que vaya a distinguir gran cosa...

—Pues si no lo ves ahora, espera a cuando se le empiece a hinchar la cara... —Colin se aclaró la garganta y escupió a un costado.— En serio, Frank, te juro que es ese hijo de puta.

—Será, si tú lo dices. Mexicanos, indios... Yo ni los distingo entre sí, como para diferenciar a unos de otros. —Se giró, como buscando a alguien.— No te ofendas, Jesús.

—No me ofendo, patrón .— Se apresuró a responder el otro, servil.

—¿Has oído?—Frank le propinó un par de tortas a Antonio con el dorso de la mano, no excesivamente violentas, como se hace con un niño cuando no atiende.—¿Qué tienes que decir al respecto? ¿Eres tú el valiente que se rió de un Donovan...?

Mi hermano era incapaz de mantenerle la mirada y los ojos se le iban hacia los lados sin control, posiblemente por los golpes que había recibido en el cráneo anteriormente.

Voy a darte el beneficio de la duda, chico, y a suponer que no sabías a quién estabas estafando en realidad. Que solo viste a un hombre joven, forrado y no muy listo, y te sentiste con suerte. —Francis le peinó el pelo con los dedos de modo paternal.— Nos podría haber pasado a cualquiera, de verdad. Aún estás a tiempo de arreglarlo...

Antonio parecía querer contestar, pero solo pudo farfullar algo ininteligible y acabó escupiendo otro diente más sobre el escalón. Un colmillo partido, que brincó por el suelo hasta muy cerca de donde me encontraba, dejando una estela de babas sanguinolentas tras de sí. La dentera me recorrió todas y cada una de las muelas, uniéndose a la tensión que se me acumulaba en la vejiga. No podría contenerme mucho más, ya fuera la rabia o la orina.

Tuve que apartar la mirada y retroceder, solo para descubrirme en otra situación incómoda.

A solo unos pasos detrás de mí encontré a Jack, que observaba mi espalda erizada con detenimiento. Entre calada y calada del tabaco, ladeaba la cabeza con algo que parecía casi curiosidad científica, como si estuviera calculando cuánto faltaba para que les saltase al cuello a sus familiares. O, tal vez —mucho más probablemente— solo estuviese mirándome el trasero. Había estado demasiado ocupada intentando mantenerme con vida como para recordar hasta qué punto era transparente mi camisón.

No bastaba que esa tesitura que empeoraba por momentos me hubiera despojado de cualquier rastro de osadía: ahora también me veía privada de la dignidad. Hice un intento de cubrirme con la lana deshilachada del chal, enrollándomela cómo y por donde pude, sin llegar a cubrirme tanto como quería. Era una pieza bastante corta, y tapar una parte me obligaba a dejar otra al descubierto. Un hombre con algo de educación habría retirado la mirada al ser sorprendido, pero no Jack, que se humedeció el labio inferior y descubrió con lentitud sus dientes mellados, enormes y amarillos. Una de las sonrisas más escalofriantes que había visto jamás.

A él obviamente le gustaba todo eso. Gozaba con mi frustración, mi vergüenza, más que con una exhibición abierta. Pero si aquel forastero tenía intenciones la mitad de turbias de lo que le suponía, también podía ofrecerme una oportunidad. No me iban a hacer falta agallas, solo suficientes tragaderas...

Mientras yo empezaba a darle vueltas a la posibilidad de tener que elegir un mal menor, Frank seguía presionando a mi hermano. Era raro, pero cuanto más hablaba, más me parecía que la paliza que estaba recibiendo Antonio tenía algo de justicia. Las advertencias que le habíamos dado sobre sus aficiones, desgañitándonos con consejos durante meses, habían caído en saco roto y ahora las consecuencias volvían para morderle el culo, con perdón. Aunque desproporcionada, la lección se la estaban dando a él, que era el culpable, no a los demás. Más valía que siguiese siendo así.

—Fíjate en todos los problemas que has traido hasta tu casa. Te prometo que íbamos a irnos en unas horas y dejaros más o menos ilesos, pero con esta actitud me estás obligando a reconsiderar mi decisión. ¿Nos vas a contar dónde has puesto el dinero, o vas a dejar que tus padres y tu mujer...?

—Hermana.—Le corrigió Jack, sin quitar la vista de mí.

—¿...Y que tu hermana paguen por tus deudas? Di.

—¿Y qué importa lo que diga? Lo matamos y ya está. Tiempo habrá de rebuscar por la casa. —Animó Colin.

—Escucha al muchacho, Frank. Habla como un hombre sensato.— Sugirió Jack, emitiendo una vaharada de humo.

—Habla como tú.

Por el lado de la cara que había dejado al descubierto para fumar, al segundo de los Donovan le asomó una fea mueca de satisfacción.

—¿Y no es lo mismo?

—Para nada. Siempre has sido un mal jugador: todos estos años juntos y aún no has aprendido que uno no usa un as cuando le vale cualquier otra carta. El dinero podría no estar aquí.

—Mátalo y preguntémosle a los otros, entonces. Algo sabrán.

—Mil dólares no pasan desapercibidos en una granjita...—dijo otra voz.

—Míralo: ya has echado a perder a Colin, y me preocupa que ahora Jimmy lleve el mismo camino.

—¿Que escape a tu control, quieres decir?

—No sé si tendrá que ver con esa mierda de "estar perdido", —Colin emitió un bostezo, interrumpiéndolos— pero lo único que siento desde que comenzó este asunto es un hambre atroz. Jesús, díle a las mujeres que preparen algo.

—Tengo una idea mejor: sube de nuevo y quédate apostado en una de las ventanas. —Ordenó Frank— Aún no ha pasado el peligro y necesitamos a alguien con buena vista vigilando.

—No sabía yo que hubiese que castigar a un hombre por tener una virtud...

—Henry se ha quedado haciendo lo mismo que tú y no le oigo quejarse.

—Efectivamente: no le oyes. Lo que no significa que no lo haga.

—Intenta no darme problemas tú también, ¿quieres?. Ya tenemos suficiente con un Jack.

—Lo que tú digas...

—A ver si por una jodida vez es verdad.

Colin ascendió con mucha menos energía en esa ocasión, arrastrando las suelas. Incluso se volteó un par de veces hacia atrás, con la actitud de un zagal al que mandasen demasiado pronto a la cama. Me alegré mucho de perderlo de vista: habría alguien menos pidiendo que nos hiriesen o matasen.

Frank se dirigió a mí, aunque sus ojos apuntasen claramente a otra persona.

—Ya ha oído al muchacho. Vaya a ver si les ha sobrado algo del mediodía y súbaselo. Estos no son espectáculos para mujeres.

Asentí y me puse en pie. Estaba de acuerdo con él: aquella era una porquería que no deseaba presenciar. Si desobedecía y me quedaba, además de enfurecer innecesariamente a Frank, solo podría chillar y sentir cargo de conciencia, y ya había dos personas más allí para eso. Me costó dar los primeros pasos, con las rodillas rígidas tras tanto tiempo sobre ellas. Las piernas apenas me respondían, porque desconocía si a cada paso me iba a convertir o no en un muñeco de tiro al blanco. Cuando recorridos unos pies logré cruzar la habitación de camino a la cocina, pasé por delante de mis padres, que susurraban entre sí .

Hicieron un amago de acercarse para intentar hablar conmigo, —seguramente sobre el estado de Antonio— pero algo a mis espaldas los disuadió con rapidez y obligó a recular. Por prudencia lo dejé estar como si no lo percibiera y seguí caminando hacia donde debía, aunque escuchase otras pisadas tras de mí. Un clink-clink como de moneditas en el bolsillo que solo podían ser espuelas. Tampoco entonces me di la vuelta: me bastó mirar al suelo para encontrar una sombra mucho más alargada de la que me correspondía. Sentí el latigazo de un escalofrío: sabía de quién era.

La peor posibilidad de todas.

—¿Adónde crees que vas, Jack?— Lo interpeló Séamus.

Él me agarró de la nuca de improviso, con rudeza, para que me detuviera. Sus dedazos me abarcaban las cervicales hasta llegar a cerrarse por delante del cuello. Temí que fuese a partírmelo como a una gallina si me movía.

—Alguien tiene que vigilar que no escape ni envenene la comida...

—Olvidaba que todo el mundo guarda el arsénico junto a los frijoles, claro. —Dijo Séamus, frunciendo el ceño al escuchar la risa nasal de Jack.—¿Y por qué tienes que ser tú?

—Porque yo la he visto primero. —Sentenció. Una rotundidad inapelable que me hizo eco por dentro. Si sus manos no eran completamente insensibles tenía que estar notándome tragar saliva.

Me acarició la mandíbula con el pulgar.

...Y porque Frank preferiría que estuviera entretenido y os dejara jugar a los bandidos solitos. ¿No es verdad?

Séamus resopló por la nariz, pero no lo negó. Quizás, como yo, tenía la esperanza de que el mayor interviniese y lo desmintiera en su lugar, algo que no pasó nunca. ¡El muy hipócrita...! ¡No era bueno que las mujeres vieran sangre, pero ser forzadas no afectaría en nada a seres tan delicados e impresionables! Frank, con su falso respeto y todas sus buenas palabras, se desentendía y me arrojaba como un hueso a las fauces del Chacal, para que tuviera algo que roer y no le molestara. No necesitaba ninguna otra justificación.

Jack apagó el puro contra el marco de la puerta y me lanzó hacia el interior de la cocina, sin miramientos.

—Bueno, amigo —pude escuchar, antes de que se cerrara el portón— parece que tu hermana y mi hermano se han caído simpáticos y se retiran a hablar...

No hacía falta ser muy listo para anticipar lo que iba a ocurrir. Era algo que se daba por sentado. Los hombres, buenos o malos, poetas o salteadores solo pueden querer una cosa cuando te conducen a un rincón.

Él ni se molestaba en hacer el esfuerzo de ser sutil.

A veces una no se alegra de tener razón.

Tan pronto como estuvimos a solas y el silencio se apoderó del cuarto, flaqueé. Había dejado de ser algo hipotético: aquello iba a pasar sí o sí. Quise llorar, gritar, llamar a mi papá, pero asumía ya que seguiría sin hacer nada pese a estar allí. Años atrás me apalizó cuando supo que había perdido la virginidad, pero ahora que iban a violarme no tenía redaños para protegerme, medirse con hombres de verdad.

No pude evitar odiarlo por eso: no servía para nada.

Todavía a un nivel inconfesable y muy interno, deseé que los mataran.

A menos que sucediera un milagro, (y algo me decía que si no lo había habido en ¿cuánto? ¿quinientos, mil años? los ángeles no iban a bajar) pronto tendría al señor Donovan encajado entre las piernas. Su lengua rebañándome la boca, sus uñas largas y negras perfilando mi yugular, haciéndome sentir aturdida y culpable, como antes, por no sufrir lo suficiente. Por sentir una punzadita de deseo ilógico, repentino y completamente fuera de lugar. Estaba mal, muy mal sentir curiosidad. Imaginarse cómo sería, cómo lo haría ese criminal... Si sería tan sumamente rubio por todas partes.

Llevaba un rato haciéndome a la idea, desde antes de que se convirtiera en una realidad, pero solo me había servido para fustigarme de antemano. ¿Y total, por qué? No me iba a suceder nada que no padeciesen otras todos los días. Había algunas que no solo vivían con ello, sino DE aquello; de aguantar los caprichos de puercos sudorosos y desagradables. Bastaba con limpiarse bien y continuar caminando, como quien pisa una boñiga en el suelo. Ninguna fulana había muerto nunca del asco ni de la pena, que se supiese. Otras, casadas por sus padres, aguantaban diariamente a los viejos orondos a los que las habían entregado y siempre se las veía sonreír...

Si mujeres más finas y débiles podían soportarlo, yo también. En mi caso solo tendría que hacerlo una vez. Además — me dije, intentando darme valor— tampoco era como si no lo hubiese probado antes. Si resultaba como recordaba, solo sería un poco de dolor, sacudidas y zarandeos. Apenas un instante mirando al techo o a la pared, y todo acabaría en un santiamén. Simples molestias, decepción y el amago de algo que nunca acababa por llegar. No iba a dejarme herir ni asesinar por eso, no me quedaba nada que defender ni que él pudiera arrebatarme.

A no ser... A no ser que fuera raro y tuviera apetitos peculiares. Había oído hablar de gente así. Entonces sí que no sabría cómo actuar al respecto.

Por si acaso, y como tampoco tenía ninguna prisa por comprobarlo, mantuve la distancia todo lo que me permitió, mientras buscaba por las alacenas un plato limpio. Podía cubrir en un par de zancadas el espacio entre nosotros y procuraba que yo lo percibiera; que supiera que cuando a él le apeteciese podía estirar los dedos de nuevo y manejarme como a una muñeca, quisiera o no.

Le di la espalda, centrándome en el horizonte de más alla ventana, para no sentirlo desnudarme con sus ojos hambrientos. Que mirara si quería, pero que no me obligase a mí a verlo.

Incapaz de dejar de estar alerta, podía aún así percibir un atisbo borroso de él moviéndose en el reflejo del cristal, una mancha oscura y descomunal detrás de mí, que parecía crecer por segundos...

¡Crash! Pegué un pequeño salto cuando el primer vaso se rompió contra el suelo, seguido de otro y otro más. Jack deslizaba la mano a lo largo del borde de la mesa y tiraba todo a su paso, como si quisiera avisarme de que se acercaba. Verme brincar, llamar mi atención.

Que me preparase.

Me resultaba sospechoso que se estuviera tomando su tiempo haciendo el cerco del buitre a mi alrededor, pero intuía que no se debía a que le encantase alargar los preámbulos: estaba esperando algún tipo concreto de reacción, el momento adecuado. No iba a obtenerlos de mí, si podía evitarlo. Cumpliría con el encargo del líder e intentaría volver a salir, aunque supiera que también en esto estaban compinchados. ¿Serviría de algo, o trataría el otro de hacerme lo mismo cuando le diese la comida...?

Procurando no rozar a Jack ni mantener contacto visual con él, me hice a un lado, y con cuidado de no pisar los trozos de vidrio dispersos, me acerqué a la olla del estofado. Estaba casi vacía, apenas sobras para los animales. Serví de todas formas el contenido, tal y como me habían mandado, ayudándome de un cazo. Después abrí un cajón del único armario, buscando una cuchara para poder entregarlo.

Cuanto más revolvía entre los cubiertos desordenados, más difícil me resultaba mantener alejada la mano de los cuchillos. Algo en mí se rebelaba violentamente contra la resignación. Dos o tres veces sobrevolaron mis dedos el mango de uno dentado, casi crispándose sobre él sin que me decidiera a cogerlo, cuando le oí tirar una jarra a mi lado.

El crujido de los cristales bajo sus botas me hacía tiritar de dentera.

—Adelante.—Me invitó, mirando por encima de mi hombro.— Que no se diga que no lo intentaste. Que no te di una oportunidad.

Se aproximó aún más a mí, colocando sus manos a ambos lados de mi cuerpo sobre los bordes del cajón, acorralándome. Notarlo así, encorvado sobre mí, sus hombros casi doblando en anchura los míos, solo servía para acentuar aún más la diferencia de tamaño, hacerme sentir frágil, muy poquita cosa. Intimidarme, que era sin duda lo que pretendía.

Vamos, escoge alguno.—Susurró, dándome un par de golpecitos con el mentón en la coronilla, y señaló el montón de ellos.— Apuesto a que te mueres por hacerlo. A que te mueres haciéndolo...

Se rió de aquella forma suya seca y horripilante.

Necesitaba pensar, y tenerlo pegado a mí rompiendo cosas no me estaba ayudando. Si de veras iba a arriesgarme, debería tomar un cuchillo corto. No mucho, para poder alcanzarlo estirando mi brazo cuando me volviera, pero sí lo suficiente para que la hoja no se doblase si pinchaba en hueso. Tal vez incluso podría apuñalarlo en el costado desde esa misma posición, solo moviendo la mano hacia atrás...

Pero ¿a quién iba a engañar? No era tan fácil, no lo había hecho nunca y dudaba mucho que tuviera la habilidad. Una cosa era atravesar las grasas de un cerdo en la matanza y otra el cuerpo ágil y fuerte de Jack. Su cuerpo caliente, duro como una piedra contra mis carnes blandas, firmándose cada vez más sobre mí. Dejándome palpar lo que me esperaba...

Díme, ¿te has decidido ya?

Muy a mi pesar, era así. No quería jugármelo todo a una única carta cuando llevaba tan claramente las de perder. Ni siquiera podría sorprenderlo. Aun en el caso de que consiguiese clavar la hoja contra la tabla del armario, atravesándole una mano, todavía podría dispararme con la otra antes de que pudiera salir por la ventana. Y eso contando con que lograra quitármelo de encima, claro... Sacudí la cabeza para disipar esos pensamientos y aferré una cuchara cualquiera. Había aguantado ya mucho. No lo iba a estropear. La dejé caer sobre el plato con un chapoteo.

¡Estoy hablando contigo!

—No sé dónde está el dinero, señor. ¡Le juro por lo que quiera que yo no lo he visto!.

—No es eso lo que te he preguntado.— Jack me empujó con la pelvis hacia delante, haciéndome chocar contra el mueble, como si ya estuviéramos fornicando. El cajón se cerró de golpe por el envite y casi me pilla los dedos.

Si supieras que no ibas a salir de esta habitación con vida, ¿qué harías?

La pregunta me puso la carne de gallina. ¿Qué intentaba decirme con eso...?¡No podía quejarse, estaba colaborando! Me había portado bien, no había dado un solo problema...

Olvidada la cautela, aferré la manilla del cajón e intenté abrirlo de nuevo, tirando de él con todas mis fuerzas. Fue inútil, mis propias piernas me hacían de tope y Jack no me permitía echarme hacia atrás. Ni apoyando un pie en el mueble para impulsarme conseguí gran cosa, salvo quedarme con el pomo en la mano. Le pegué con él hasta agotarme. Todo en vano. Más que mostrarse preocupado o molesto por el hecho de que pretendiese acuchillarlo, se lo tomó con mucho humor. Me revolvía y él me agarraba como a un cochinillo angustiado en una feria, chillidos incluidos. Jack parecía todo manos.

No me considero una mala tiradora; modestia aparte, soy mejor que la mayoría (aunque en aquellos tiempos solo había disparado contra botellas, aves y conejos) pero en el cuerpo a cuerpo no valgo un pimiento. En esa ocasión, además, no me acompañaban el tamaño ni el peso. La posición, de espaldas a él, tampoco era la más adecuada. Pelear conmigo no le suponía un desafío mayor que hacerlo con un chiquillo. Acabé derramándonos encima el plato en uno de mis pataleos, pero ni eso lo enfureció realmente.

—Va a tener razón Frank en que te gusto...— se limpió la frente con la mano y chupó un par de dedos— ¡Me has servido a mí primero!.

Esas cosas solo me ponían más nerviosa, porque cada segundo que pasaba sin que me poseyera era uno que dedicaba a pensar de más, a imaginar mil posibilidades, a cada cual más dolorosa y perversa. Hizo falta que le arañara la cara, arrancándole el pañuelo a jirones, para que se cansase de simular que tenía algo que hacer contra él. Hasta entonces solo me había contenido y palpado a sus anchas mientras me debatía, pero en esos momentos ejercía verdadera presión.

Me volteó para enfrentarlo. Sin nada que le cubriese el rostro, Jack era más feo aún de lo que me había imaginado. No se ría. Fue justo lo que pensé. Se parecía mucho al mayor, era obvio que estaban hechos de la misma pasta, pero todo lo que resultaba armónico en aquel estaba un tanto desordenado en Jack. O demasiado grande, o demasiado pequeño. Con el gesto atravesado por un chirlo que le marcaba nariz y pómulos, podría haber sido un salvaje con pinturas de guerra. Una raza aparte de cabello muy claro y piel muy morena, mucho más feroz que las demás.

...Claro que es posible que quien te agrade sea él. A todas las mujeres les gusta Frank.

Negué con la cabeza, porque estaba claro que eso era lo que quería escuchar. Colocó su pulgar en el hueco de mi mentón y acercó su cara a mí, como si eso le ayudara a distinguir la verdad. Le rehuí la mirada, incapaz de aguantársela.

¿No?¿De veras...? Bien, porque he visto cómo me miras y odiaría equivocarme.

¡Por supuesto que lo había mirado!¡Vigilado, incluso! Era el que más miedo me daba de todos ellos y no dejaba de hostigarme. Pero de ahí a deducir que había una intención en concreto...

Aunque tal vez no sea solo yo. Tal vez— repitió, agachándose para hablarme al oído, sus labios acariciándome el lóbulo de la oreja con cada palabra— te hemos interesado todos. Jesús no deja de repetir que las mexicanas tenéis la sangre muy caliente, y ahora mismo estoy dispuesto a creérmelo.

¿Es eso, cariño...?—preguntó, meloso.— ¿Quieres tenernos a uno... tras otro... tras otro?

Arrinconándome aún más contra el mueble, me apartó las piernas de golpe y introdujo su rodilla entre ellas. Mis propios temblores jugaban en mi contra.

—No... —negué compulsivamente. — Solo tú.

—¿Solo yo? Te advierto que vas a darles un disgusto...

—Solo tú.—Liberé un brazo y le apreté el pómulo con las uñas, atrayéndolo aún más contra mí. Uno siempre sería mejor que siete.

—Bueno, es una suerte, porque a mí también me gustas.

Mientras lo observaba de reojo, abrió la boca y me lamió la mejilla con una lengua animal de puro larga, llevándose consigo la sangre seca derramada por mi brecha, la sal de mis lágrimas. La deslizó casi hasta la comisura del ojo, para morderme después el carrillo como una manzana. Había algo obsceno y salvaje en sus dientes que me atraía inexplicablemente, todas esas piezas amarillentas y desordenadas restregándose contra mi cara. Aquel hálito febril y con olor a tabaco, ardiente como el mismo Infierno, le daba empaque a sus amenazas. Parecía que realmente me fuese a comer...

El roce de su dentadura a flor de piel, sus suaves pellizcos al tirar de ella me hacían quedarme parada, sin tener claro si quería correr o que continuara. Me quemaba el rostro, y todo aquello me provocaba un cosquilleo vergonzoso en el bajo vientre que aflojaba mis piernas, quien sabe si preparándolas para abrirse. Me estaba adaptando con demasiada facilidad a tener la suya entre los muslos, más prieta cada vez.

Y tal vez eso fuese lo correcto, lo natural. Rendirse al baile. Dejarse llevar, inclinar la cabeza hacia atrás hasta chocar con la madera y facilitarle el acceso a mi garganta trémula, ofreciéndosela incluso si me la desgarraba. Acompasar sus movimientos y los míos, tomarlo de la nuca cuando se separaba, enredando los dedos en su melena larguísima. Podía ser mejor o peor, más o menos bárbaro, pero el Chacal solo era un hombre al fin y al cabo, y mi cuerpo reaccionaba como se supone que debe hacerlo el de una mujer. Convertida en espectadora de mis propias reacciones, solo pude observar cómo me estrujaba y fundía con él aún através de la ropa, frotándome casi sin querer, mojándole la pernera del pantalón al buscar los pequeños calambres de placer que me procuraba. No tenía mucho más control sobre ello que cualquier hembra al ser montada. Mi sexo había decidido ya que ese macho le tentaba, y el hecho que a mí Jack no me agradara en lo más mínimo empezaba a ser irrelevante.

Esas sensaciones estaban apoderándose también de mi cerebro, colándose en mis pensamientos. Usted me dirá ahora que es un mecanismo de supervivencia o algo así, pero mientras ese delincuente me estampaba contra las portezuelas del armario y paseaba sus labios a lo largo de mi cuello, una voz dentro de mí no dejaba de repetirme que en verdad tenía suerte. Que era afortunada por tener no solo las atenciones de la persona que podía decidir si nos mataba, sino de un hombre tan alto, tan fuerte. Un hombre sin melindres ni barriga, que me resultaba lo bastante apetecible y parecía sano. Podía palparlo al agacharse y retorcerse contra mí para poder llegar mejor a mis rincones, al aplastar su abdomen contra mis pezones, todos aquellos músculos magros...

Por más que me empeñase no podía sentir asco por él. Temor sí, desconfianza también, y mucho desprecio por obligarme a transigir con aquello, no repulsión como cabía esperar. Sus manazas aún caracoleaban por mi carne, cierto, pero yo había pasado de clavarle las uñas en ellas e intentar soltárselas a acariciarle los brazos por encima de la camisa con algo cercano a la admiración. El roce continuo le arrugó las mangas, mostrando un rústico tatuaje bajo una de ellas. Verduzcas y con un trazo no demasiado pulcro, las siete letras de "Gillian" podrían leerse en su antebrazo. No le pregunté nada. Tampoco me lo dijo, pero era evidente que Jack ya tenía —literalmente— su Jill*.

¿Y qué más daba? Como le dije al principio, él no venía a cortejarme. Al contrario que otros, no me había hablado de amor ni hecho ninguna promesa. No se había molestado en contarme mentiras. Un tipo así, si era lista y jugaba bien mis cartas, solo lo tendría en aquella ocasión. Daba igual lo que pasara, lo que pensara, la idea que se formara de mí. No iba a quedarse a presumir, criticar ni a hablar con los vecinos. No pretendía hacerme la madre de sus hijos. Al menos, no intencionadamente. Carecía por tanto de razones para contenerme o aparentar: podía abandonarme a él de una forma que jamás me estaría permitido con un marido.

Hacer lo que quisiera, mientras no lo alterase. No quería enfadarlo por nada del mundo.

Su barba de dos días me pinchaba al friccionarme con su rostro. Fui girando la cara y, armándome de valor, comencé a besarle con timidez las sienes, la frente; las cejas y esa nariz partida a medida que volvía a levantar la cabeza, un tanto extrañado. Cuanto más lo hacía, menos forzado me resultaba. Encadenar besos era agradable y sencillo, pese a lo amargo de su sudor. Pese a la compañía. Para cuando llegué a su boca ya se me había despertado el apetito y ni pensé en su escasa higiene. Me habría costado detenerme, en cualquier caso.

Por su modo cauteloso de recibirme, con más cálculo que pasión, sé que mi buena disposición lo tomó desprevenido. Hacía apenas unos minutos me había resistido con golpes y patadas, y en esos momentos era yo quien lo tocaba y se juntaba con él, probándolo como un plato nuevo; a pequeños sorbos primero, después con auténticas ganas. Una atracción irresistible que me pedía saborear sus labios y profundizar el beso, abarcándolo más y más, al mismo ritmo que él aumentaba su fuerza y me hundía las yemas sobre la piel.

Una vez me acostumbré a su aliento, incluso me sabía bien. Estaba tan entusiasmada porque no fuera tan horrible como había pensado que apenas le di importancia a lo brusco de sus manoseos sobre mis nalgas, casi como si quisiera cambiarlas de forma. Con todo lo que estaba pasando lo mismo me daban un cardenal o dos, al menos hasta que me levantó sin ceremonias las faldas y subió una de mis piernas sobre su cadera. ¿Qué pasaría si entraba alguien y nos veía? Sabía que era una tontería, que nadie vendría porque todos se imaginaban lo que estaba pasando, y sin embargo tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no impedírselo. ¡A buenas horas me volvía la decencia! Habíamos llegado al punto de no retorno hacía un buen rato. No podía hacerle sentirse bienvenido un instante y rechazarlo al siguiente sin que se ofendiese. Generalmente es un mal plan provocar a alguien armado. Hacerlo con alguien que además estaba excitado era un suicidio.

Seguí besándolo hasta que el ansia me apagó lentamente la vergüenza. Los calores que me subían a la cabeza me nublaban la vista y atontaban de un modo delicioso. Nunca antes me había sentido así. No importaba cómo hubiésemos llegado a esa situación ni cuán decepcionantes habrían sido mis otras experiencias, necesitaba tener a aquel forastero dentro de mí. El clima ayudaba a que me adaptase mejor a esa desnudez parcial, aunque su revólver me raspase e hiciese daño cada vez que se situaba entre nosotros. Traté de moverle a un lado su cartuchera para dejar de notar el arma contra mi pelvis, pero me retuvo la mano, imagino que sospechando alguna jugarreta.

—Ya puedes esmerarte en follar como si la vida te fuera en ello, —me dijo, colocándome los dedos sobre la abertura de su pantalón— porque a lo mejor es verdad.

Jack repetiría de tanto en tanto barbaridades así cuanto más entregada me viese, del mismo modo que otros hombres susurran al oído naderías tiernas. Debería estar diciéndome que era linda o bella o alguna cosa similar, y en su lugar insistía en recordarme que podía morir. Que su cuerpo tal vez fuera el último que tocara y más valía que lo disfrutase, porque quizás en media hora yo ya no estuviese allí. Explorando el grueso bulto de su bragueta me dije que había modos peores de irse. Le desabotoné los pantalones, sin saber realmente si debía alegrarme o sufrir. Todo lo que estaba tocando iba a ser para mí...

Prendiéndome de la cintura, él me deslizaba arriba y abajo sobre su pierna, de una forma mucho más rápida que como lo había hecho antes yo. Debería haberlo... toqueteado a él también (de alguna forma sabía que debía), pero el goce era tan intenso que no podía ni tenerme en pie, y me agarré de su cuello. Tuve que pegar la cara a su pecho para ahogar mis jadeos, incapaz de hacerlo por mí misma.

Escuché risitas provenientes de afuera. Una nueva fuente de bochorno.

Estoy seguro de que no quieres malgastar el tiempo que te queda en un mal polvo...

Cualquier resquicio de protesta que pudiera persistir se disipó antes de emitirla, cuando se inclinó ligeramente para tomar el cuchillo de su bota. Tan pronto lo sacó de su funda, me besó en la boca y dejó que el filo ascendiera por mi muslo izquierdo a ras de piel, desde la rodilla hasta el vientre. Podía notar el frío del metal, cómo iba llevándose el vello a su paso. Estaba afilado, oh sí. Al terminar de subir plantó la punta en mi ombligo y me miró.

El sonido del camisón al desgarrarse retumbó por toda la habitación. Algunos botones cayeron al suelo, descosidos, otros aún permanecieron ondeando junto al algodón cortado. Los resoplidos de Jack agitaban la tela y el aire entraba por el hueco del nuevo escote, endureciéndome los pezones; hinchando la prenda hasta separarla de mi piel. Era obvio que desde su posición podía verme las... los senos, así que no hice nada por ocultarlos. Muy al contrario, curvé la espalda todo lo que pude y se los ofrecí. Apartó con el puñal las hilachas rasgadas y mi cabello para observarme mejor.

Esperaba alguna burla estúpida sobre el tamaño de mis pechos, pero supongo que no le quedaba suficiente sangre en los sesos como para hacerlas. Solo dejó caer el arma al suelo y me levantó repentinamente la otra pierna. Sin dejarme un respiro, me izó a pulso hasta su altura para lamerme el busto. No podía verle la cara, apenas los meneos de su cabellera dorada y sucia mientras me devoraba, pero sentirlo arar mi carne, dentelleando como una alimaña que se alimenta era más que suficiente. Crucé los tobillos a su espalda y abracé su cabeza contra mí. Con cada movimiento de cadera notaba el rastro viscoso de su verga por mi ingle, abriéndome los labios de la entrepierna, paseando su tronco entre ellos aunque no la viera aún. Amagaba entrar y cada vez se posicionaba mejor. No me hubiese atrevido a meterle prisa, pero todo en mí palpitaba de pura hambre de él. Ya no me bastaba que me frotara, estaba demasiado mojada para eso. Quería que me tomara, que consumara de una vez y que fuera lo que Dios quisiera.

Era una auténtica urgencia. Lo necesitaba aún más que él.

Como si me leyera el pensamiento, terminó permitiendo que resbalara hacia mi interior. A pesar de mi humedad, llevaba un par de años sin poner ahí nada más que mis dedos y adaptarme a su grosor me costó. No fue lo bastante amable para dejarme tiempo para que lo acomodara y trató de avanzar de envión en envión, ejerciendo una presión más molesta que dolorosa. Apreté la mandíbula para no quejarme.

—Venga,— me incitó— grita. Grita bien alto y llora, para que tus padres crean que te duele y no sepan la clase de puta a la que han estado criando... Salva la honra. No les decepciones.

No hacía falta alguna. Sus empujones conseguían que el armario entero golpeara rítmicamente contra la pared, tirando aún más vasos y platos de los estantes. Si a mi familia le quedaban todavía dudas sobre lo que me estaba pasando, aquello y los bufidos de esfuerzo de Jack se las estaban despejando de sobra. Seguirían sin hacer nada, por supuesto.

¡Llora, vamos!

—¡...Ahhh!

Viendo que tardaba en hacerle caso, me retorció un pezón a mala idea hasta que chillé. Pero incluso entonces, cuando le obedecí y me liberé, lo que salió de mi garganta era cualquier cosa menos alaridos de agonía. Mis sollozos sonaban muy poco convincentes. Me hacía daño, sí, pero el placer era mayor. Esa era una polla que sí se hacía notar. Una vez pasada la incomodidad inicial, resultó que el sexo no se parecía demasiado a lo que había experimentado hasta entonces; esos amores rápidos, tímidos. Silenciosos y secretos. Aquellos no eran hombres, doctor, eran conejos.

Ratas.

Mister Donovan podía no ser tan guapo como los anteriores, pero tenía otras virtudes. No se andaba con bobadas, no se escondía ni temía la furia de mi padre. Carecía de vergüenza o respeto. Me había levantado sin achaques aparentes y me empotraba contra las tablas casi sin pararse a respirar. Me hacía lamentar no haberlo desnudado para estar aún más en contacto con él, piel con piel, ensuciándome por completo.

...Oh, Señor...

Su odiosa mueca de suficiencia se ensanchaba cada vez más al escucharme gemir y crispar los dedos en su espalda hasta romperme las uñas contra el chaleco. Mis puños cerrados tensaban la tela, amenazando con hacerla estallar. Eso debía ser estimulante para él ser deseado por una mujer a su pesar; doblegarme a su voluntad, seducida por su fuerza bruta. Creyera lo que creyese, no era tanto que me sometiese como que todo había pasado a importarme muy poco.

Jack estaba haciendo mucho más que fornicarme: me estaba enseñando mi lugar. Me sacaba a patadas de mi comodidad familiar hacia una realidad incierta en la que un malnacido andrajoso podía entrar en mi casa y hacerme lo que quisiese, solo porque le apetecía, sin que nadie se lo impidiera. No cabía una escapatoria, piedad ni excusas. Pero ya sabe lo que dicen de estas situaciones: si el zapato encaja, hay que llevarlo; y él me calzaba demasiado bien.

Cuando el orgasmo me llegó no me contuve. No podía, no quería. No sabía ni cómo funcionaba aquello. Me abandoné al placer entre espasmos, hasta poner los ojos en blanco. Si habían escuchado todo el proceso sin mover un dedo, también podían hacerlo hasta el final. Quizás quedase en mis padres un mínimo de orgullo y les doliese la deshonra de oír aullar a su hija bajo un tipo de semejante calaña. Y si no, daba igual: él sí quería escucharme.

Ahh... ¡Dios! ¡Diossss...! —El corazón me golpeaba tan fuerte que creí que iba tener un infarto. Me abracé a él para no caer.

Pese a su intensidad, mi éxtasis no tardó en disiparse. A medida que yo me enfriaba, sus embestidas se volvieron aún más rápidas, haciéndome temer que el mueble se nos desplomara encima. Estaba a punto de terminar. Sabía que tenía que pedirle que la sacase, pero no me atreví. Su fiera expresión de concentración no invitaba a intentarlo y al fin y al cabo estábamos llegando al momento de la verdad. Mejor permitirle lo que fuese. Además, volvía a sentir pequeñas oleadas, ecos del gusto que acababa de recibir y prefería que durase. Puede que no fuese lo más inteligente, pero era lo que me pedía el cuerpo.

Lo sentí venirse en mí mientras buscaba mi propio deleite, una inyección de hierro fundido en lo más profundo del vientre, y luego otra y otra más, hasta que sus brazos parecieron perder la tensión y me bajó al suelo. Apoyó cansado su cabeza contra mi frente un instante. Los ojos le sonreían, una chispa de mínima calidez.

Cuando salió de mí, un chorro de nuestros jugos combinados se derramó sobre los tablones y por un momento pensé que de tanto mover la zona me había orinado encima. Él no dijo nada al respecto, de modo que supuse que debía ser algo habitual. Solo se estiró y volvió a atarse el pantalón. Luego, mirándome con ironía, se apartó y soltó mis manos de su ropa, donde aún seguirían firmemente prendidas. Cayeron a plomo a mis costados.

Confusa y asimilando todo lo que había ocurrido lo vi caminar hacia la puerta, sus largas piernas pasando con facilidad por encima de todos los cacharros derribados. Al otro lado lo recibieron con silbidos y una ovación. A mi alrededor, en cambio, el panorama era desolador. Parecía que un tornado hubiese atravesado de punta a punta la cocina; muchas cosas rotas y todo desordenado. En frío, yo misma empezaba a encontrarme como si me hubiera arrollado una estampida, magullada incluso por lugares de los que no sabía ni el nombre y casi agradecida de que Jack no se hubiese limpiado en las cortinas.

Tomé una servilleta e hice lo propio con ella. No me quedaban fuerzas para nada más. Con las piernas flojas, me dejé resbalar, sin prestar atención a la conversación que tenían afuera. No me interesaba oírle fanfarronear. Permanecí sentada sobre un puchero, meditando si todavía merecía la pena abrir la ventana y escapar. La pésima impresión que causaría una mujer cubierta de moratones y sin ropa allá a donde fuera que llegase en busca de ayuda. Era una cuestión difícil. Lo más seguro era que no fuesen a asistirme para no enfurecer a los maleantes, y aunque me compadecieran, la gente del pueblo no lo olvidaría jamás. Me tuvieran asco o pena, quedaría marcada por él de por vida, dejarían de tratarme como una persona normal. Hiciera lo que hiciese después, siempre sería la pobrecita violada, la puta del gringo. Cualquier hombre podría asegurar que había estado conmigo, describiendo una marca, un lunar... Se sentirían con derecho a...

—¡Sal, cariño! —Me llamó con guasa al cabo de un rato.— Todos están deseando verte.

No quería hacerlo, pero tampoco me quedaba ninguna otra alternativa. O iba o vendría a sacarme. Mejor demostrar buena voluntad e ir por mi propio pie. Me levanté e intenté unir con nudos los jirones que quedaban de mi camisón. Entre lo que había cortado a propósito y que el tajo se había ido ensanchando, estaba tan despedazado que solo serviría para trapos. Le di la vuelta a la prenda para dejar el roto a la espalda, cubriendo con el cabello las zonas donde el algodón no llegaba. Todos los arañazos obra de él.

¡Ven de una puta vez!

Tiritando de vergüenza y esquivando los trastos, salí como suelen hacerlo las recién casadas a la mañana siguiente; las mejillas encarnadas y la vista en el suelo, para no encontrarse con la mirada resabiada de ningún familiar. Él estaba arrellanado en la silla donde lo había visto al principio, las piernas muy abiertas. Tan pronto me vio llegar se palmeó el muslo, del modo en que se llama a un perro. Me acerqué arrastrando los pies. Cuando llegué a su altura me tomó en volandas y me sentó en su rodilla.

¿Ves, hermanito…? Mis métodos funcionan mejor que los tuyos… —se carcajeó mientras alzaba mi mentón con un dedo.

El mayor frunció el ceño con desdén, guardándose un fajo notas de banco en el bolsillo. Después salió al exterior. Parecía asqueado. Jack negó con la cabeza y avanzó por mi cara beso a beso, buscándome la boca.

—Lo siento mucho, no quedaba comida.—Musité, a modo de disculpa hacia los otros.

—No importa, mujer. Los chicos son muy comprensivos...

Al tocar mis labios se detuvo, posándose solo sobre ellos, dejando que por inercia le besara yo. Jack Donovan era cruel, eso lo sabía, pero aquella demostración de poder estaba de más. No le había bastado con tenerme o hacer que me gustara: quería enseñárselo a los demás. A la familia que se encontraba detrás de mí y a la que no me atrevía a mirar, aunque ellos sí me viesen entre sus brazos. El tipo de cosas que ningún padre debería presenciar.

¿No es encantadora?

Hacía tan poco que habíamos estado juntos que todo aquello me supo a continuación. El roce de su lengua, el calor de su saliva... Su carne llamaba a la mía y no sabía cómo pararlo. Me di cuenta, muy a mi disgusto, de que me excitaba la perspectiva de volver a acostarme con él antes de que se marchase. Conducirlo tal vez a mi cuarto y mancillar la cama en la que había dormido desde niña, romper el colchón de lana y hojas de maíz, quebrar las patas endebles. Dejarme un último recuerdo de su hombría para el resto de la vida decepcionante que me quedaba —ahora que empezaba a estar claro que me la perdonaba— incluso si los míos se lo tomaban como una humillación. Tanto mejor. Habían perdido el derecho a decir nada.

Vaya... Diría que después de todo te va a gustar el arreglo...— anunció casi sin aire al separarse. Había algo en su tono que no me agradó.

—¿Qué... qué arreglo?

—Verás, corazón...—Carraspeó, incómodo, tomando una cierta distancia.— ¿Cuál era tu nombre..?

—María.

Mowría... Mary, tenemos un problema. Bueno, en realidad ahora ya no. Parece que el maricón de tu hermano se había gastado parte de nuestra pasta en trajecitos. ¿Puedes creerlo? ¡En ropa, como una mujer!— Señaló a los hombres de la banda, en los que había procurado no fijarme desde que había vuelto. Algunos llevaban prendas abigarradas y muy pequeñas para ellos, como si estuvieran preparándose para un carnaval, lo que a juzgar por sus caras parecía divertirles bastante. Solo a Jesús le quedaban bien, por ser el más bajo.—¡Y aunque hubiera sido en whiskey! ¡eso no se hace con nuestro dinero!. Ahora apenas quedan un par de cientos. Entenderás que no podíamos dejar pasar algo así...

Asentí con la cabeza, sin comprender a dónde quería llegar. Sus palabras no me gustaban en lo más mínimo. La intimidad compartida hacía unos minutos no reducía en nada la angustia que me seguía provocando oírle hablar. Si acaso solo lograba crearme una mayor confusión. Y es que aquello volvía a pintar mal, muy mal.

No hay descanso para los malditos.

¿Un chicanito robándonos en la cara? Nah, no lo creo. Permítele eso a un puto canijo y terminarán por faltarte al respeto hasta los niños de teta...— Me apretó con fuerza la mandíbula y giró mi cara hasta enfrentarme al cuerpo de Antonio, ahora descalzo, pero tirado aún en las escaleras. Su pecho no se movía y no sabía si seguía respirando. —Pero díme... ¿Sabes lo que hacemos con los que se creen más listos que nosotros?

Sin nadie más que lo hiciera, tenía que pensar en mí y eso implicaba seguir complaciéndole. Solo había una respuesta posible.

—Los… los matáis…—Un sudor frío recorrió mi espalda mientras lo decía.

—¡Hey, muy bien! ¡No solo eres una cara bonita! Tienes toda la razón. En circunstancias normales os hubiésemos dejado secos por eso... pero mira tú por dónde, tus padres han demostrado tener buen corazón. Se han dado cuenta de que nos hemos hecho amigos y les da pena romper algo tan lindo.

Parpadeé varias veces, aturdida. No creía estar oyendo bien. Como no respondía, el criminal prosiguió.

Para... cubrir la diferencia, nos han dicho que podemos quedarnos con los caballos y cuidar de ti. Que eres buena cocinera, muy trabajadora. —Jack rodeó mi talle con su brazo, posesivamente— Que podrías hacer a un hombre feliz...  Como verás, no podíamos seguir enfadados con ellos.

Aunque las palabras resultaban suficientemente claras, me costó comprender la situación. No todos los días la venden a una como una jodida mula. Tendría haberme encontrado ya destrozada pero no lo estaba. No hasta ese momento. A pesar de las burlas, los sustos y los mil cardenales cada vez más rojos que lucía en brazos y piernas, en todo ese tiempo solo había echado un par de lágrimas. Eso fue lo que me rompió el alma: las mismas personas que me había engendrado y criado, a las que había respetado, me daban a quien creían un violador para salvar el pellejo, como si no valiese nada. Peor aún, ¡como si tuviera un precio concreto!. Hasta habían metido dos bestias más en el trato, por si no servía solo conmigo. Usted dirá si no es para romper a llorar hasta desgastarse la garganta. Mi familia, regateando con los bandidos. Una auténtica traición.

Deberías estar agradecida.

La cólera se me hizo una pelota en la boca del estómago, peor que una patada. Giré la cabeza hasta donde pude, y cuando logré ver a mis padres todo lo que había ido acumulando dentro durante la tarde me salió en un grito sin palabras. Intenté deshacerme de Jack a codazos, los dedos engarfiados en una garra, dispuesta a lo que fuera. ¡Vaya que si se lo iba a agradecer!

Su bofetada me frenó en seco y volvió a sentarme de golpe. Tuvo además el efecto de devolverme la razón y el acobardamiento, como a una cría a la que le espabilan la rabieta. Me dejó paralizada y gimoteando muy bajito.

¡Y pensar que ese era el futuro que me esperaba...!.

—Creo que se ha emocionado, Jack.— Comentó mordaz Colin, que había vuelto a bajar, mientras se probaba los sombreros de Antonio frente a un espejo, uno tras otro.

—Ya sabes lo sensibles que son las señoras... Todas las novias lloran el día de su boda.— Bromeó, y movió su pierna debajo de mí, haciendo que diera botecitos, simulando el trote de un animal.— Ea, no te pongas fea, o me harás cambiar de opinión.

No me daba un segundo de tregua: hasta eso llevaba una amenaza velada. Sorbí los mocos y me sequé los ojos enrojecidos con el antebrazo. Me escocían muchísimo.

—Yo no quiero decir nada, —se volvió el chico— pero si el dinero era de todos, también debería serlo la mujer. Al menos su uso.

—Si no quieres decir nada mejor cállate, Colin.—Chasqueó la lengua.—Alguien podría confundirse y tomárselo mal.

—Solo espero que luego no pretendas adueñarte también de algún caballo.

—Todos para ti. Tienes mi bendición para cortejarlos. Aunque lo que es follar, no creo que se dejen.

El otro le lanzó un sombrero a la cara y se rió.

—Seguro que los potros saldrían con menos dientes que nuestras sobrinas.

—¡Colin!—Le reprendió Séamus.

—¿Qué? Es verdad. Si el viejo Ernst Clayton supiera los piños tan grandes que tienen sus nietas no sé yo si tendría tanto empeño en conocerlas.

—Intentad no provocar a Frank. Puede oíros, y está teniendo un día de mierda.

—Díselo a Jacob...

Los tres callaron un instante, observando al moribundo que habían traído consigo. Hacía mucho que no realizaba ningún movimiento.

—¡Que se joda Frank! —Exclamó Jack— Todos sabíais de sobra que era mala idea ir a anunciarle al suegro que su mujer estaba muerta en lugar de mandar un simple telegrama. Se la llevan de su casa, la pierde de vista diez años y lo siguiente que sabe de ella es que la han enterrado. ¿Cómo coño pensaba que iba a reaccionar?

—Tú preocúpate de la tuya. —Séamus me señaló con el mentón.—Ya que te has empeñado en que lo sea, a lo mejor deberías taparla.

—¿Para qué? Tengo unos hermanos muy respetuosos y que no tendrían por qué mirar las cosas de los demás.— Le lanzó el sombrero de vuelta a Colin, con un mohín socarrón. Al intentar atraparlo saltaron las costuras de la chaqueta de mi hermano que llevaba puesta.

—De todas maneras no sé cómo vas a explicarle esto a Jill.

—No tengo que explicarle una mierda, y si tú te vistieras por los pies tampoco andarías pidiéndole permiso a tu señora para nada.

—Hablo en serio.

La mujer del tatuaje estaba viva y era justo lo que me había figurado... De todo lo malo que tenía ese hombre, que estuviera casado era quizás lo más inofensivo. Él suspiró.

—Le diré la verdad, que le traigo una ayuda para sus labores y los chicos. Así estará más descansada.

—No sé, Jack, ellas suelen tomarse bastante mal eso de los relevos en el lecho.

—Pero lo agradecerá a la hora de limpiar. Además, ¿qué podría hacer al respecto? ¿Echarme de la cama?—Me dio un suave mordisco en el hombro.— ¿Dejarme sin sexo?

—Yo pensaba más bien en cortarte el cuello mientras duermes, pero supongo que eso también vale.

—Que lo intente, si quiere... ¡Veremos quién le mantiene entonces a todos esos críos!

El mediano se rascó la nariz, pensativo.

—A mam tampoco le va a gustar.

—¿De veras? Bueno, entonces es una suerte que me haya salido pelo en los huevos y no necesite su consentimiento...

—Cuéntaselo a ella.

—Cuéntaselo tú, no vayas a perder la costumbre.

—Se enteraría de todas maneras.—Séamus caminó hacia nosotros y me echó su propio guardapolvo encima. La mano del Chacal apartó la suya de mala manera cuando intentó atarme un botón.—No sé cuántas veces tengo qué decírtelo: no somos tus enemigos.

—Sería más fácil de creer si no os pasaseis media vida jodiéndome.

—¿Nosotros a ti? ¡Lo que hay que oír! Haz lo que quieras, pero que conste que esto no está bien. Una cosa es pasar un buen rato con una chica y otra llevártela a casa con tus hijos.

—Estupendo. Si te causa tantos reparos, el día en que me atrapen pídeles que me cuelguen dos veces: una por lo habitual y otra por bígamo. ¡Una mierda me va a importar!. Eso sí, la próxima vez que a tu Lucy le duela la cabeza, verás cómo te arrepientes de no haberte llevado también tú una moza morena...—Echó un último vistazo goloso a mi cuerpo y me abotonó él mismo la enorme gabardina.

—Algunos nos conformamos con lo que tenemos.

—¿Eso significa que podemos dividirnos tu parte del botín?—Preguntó el más joven.

—¡Más quisieras!. De momento me quedo con el tabaco que encontró Jack.

—Haces bien. He estado mirando y además de esta... ropa minúscula y rara no hay mucho más en la casa. No dejo de darle vueltas a qué clase de idiota gastaría tanta pasta en algo así. Hemos pasado de tener dinero contante y sonante a conformarnos con lo que nos den. ¡Joder, creo que eso no me va a dejar ni dormir!—Colin se paseaba nervioso por el salón, intentando estrechar las llamativas botas de charro que acababa de quitarle a mi hermano.—Franky ha hecho un mal trato.

—Sal y discútelo con él, entonces. Intenta persuadirlo.

—No tiene caso. Él no va a ceder, y Jack... Jack ya tiene su juguetito.—Sacó su revolver, y haciéndolo girar en su índice por el guardamonte, se aproximó a Antonio.— ¿Cuánto creéis que valdrán unas muletas?

—¿Uno, dos dólares? ¿Por qué?

—Para que lo descuente de la deuda, ¡porque al menos con esto— amartilló su arma y pegó la boca del cañón a la rodilla de mi hermano— me voy a dar por pagado!

—Colin, déjalo estar. Frank ya ha decidido...

Viendo lo que estaba a punto de pasar, mi amante inmovilizó mi cuello y cintura con los brazos para retenerme. Pese a la gravedad de la situación casi me dieron ganas de reír: ese cuatrero no podía pensar en serio que fuese a hacer algo para pararlos después de todo lo que había oído.

—¡Deténganse!

Puede que los Donovan no entendiesen demasiado español, pero reconocieron enseguida el tono de voz de mi padre. La pistola que llevaba en su mano temblorosa y que sin duda le había quitado al hombre del que había estado cuidando también ayudó. Apuntaba con ella a la cabeza del herido cuando volvió a decirlo, el rostro desencajado.

—¡ALTO! ¡Suelten a mi chico o le parto la madre a este cabrón!

Todos los presentes desenfundaron y encañonaron a mis padres, que estaban parapetados detrás del butacón usando al tal Jacob de escudo. Por la rapidez con la que lo hicieron estaba claro que les salía solo, aún antes de poder pensar. A medida que empezaron a razonar, Colin volvió a apuntar a Antonio y Jack a mi sien.

Llegados a ese punto ni siquiera me asusté, porque de todo se agota uno. Tampoco es que tuviera nada por lo que vivir, por lo que luchar. Ese es el asunto: mi madre o él podrían haber agarrado por detrás de la butaca el cuello del gringo herido e intentado eso mismo en cualquier  momento, cuando los Donovan me amenazaron a mí, por ejemplo, o cuando Jack me sacaba del salón con claras intenciones de forzarme, pero el viejo no se movió de veras hasta que su otro hijo estuvo en peligro. Habían tolerado los puñetazos y patadas, que me hicieran Dios sabría el qué y tal vez me preñaran, pero no la cojera o mutilación que un disparo a bocajarro iba a producir en mi hermanito y le impediría trabajar.

Podía verlo con claridad: me habían dado a ellos para que lo dejaran. Una hija solterona y más que deshonrada a cambio del varón que traería dinero a casa y transmitiría su apellido. Confiaban en que con el meñique que tenía medio arrancado o sin él, acabaría llevándoles una esposa que los cuidara en su vejez y ocupase mi sitio. El asombro y la indignación dieron paso a algo distinto, un odio tan frío como su propia decisión.

Jack debía razonar como yo, porque no tardó en retirar otra vez el arma de mí para volver a apuntarlos a ellos.

El vidrio ya agrietado de la ventana estalló de repente, enviando esquirlas en todas las direcciones. Los fragmentos de hueso de la nuca del herido hicieron otro tanto cuando la bala que le entró por la frente atravesó su cráneo, reventándoselo como un melón. El proyectil había traspasado también el sofá, para acabar clavándose en la clavícula de mi padre, tirándolo de espaldas.

Los forajidos se miraron unos a otros, tratando de comprender lo ocurrido. Algunos de ellos se agazaparon de modo defensivo. Temían que el tal Clayton y sus empleados los hubiesen encontrado.

—Llevaba casi media hora muerto— explicó con calma Frank desde el exterior— y ya hemos perdido suficiente tiempo. Recoged lo que queráis, subidlo a un caballo y pongámonos en marcha. Tenemos unos cuántos días de camino.

El revólver que tenía mi padre había caído al piso y mi madre —que no había entendido la orden del líder— aprovechó el desconcierto para abandonar la protección del respaldo del asiento y abalanzarse hacia él, corriendo a gatas. Lo logró, claro, pero no le sirvió de nada. No había conseguido ni orientarlo correctamente cuando sonó el segundo balazo en escasos minutos y le abrió un agujero en la mano. Una pulsión morbosa me hizo estirar el cuello para ver: tras el sofá, papá y mamá se retorcían en el suelo como gusanos, él maldiciendo y mirando al techo, ella llorando y agarrándose el brazo. No podría decirle si observarlos arrastrarse me hizo sentir bien, mal o algo completamente nuevo a medio camino. Sí que recuerdo es que no tuve el más mínimo impulso de socorrerlos y en cambio sentí una cierta expectación por oír las represalias, el siguiente tiro. A ellos o a mí, daba igual, mientras terminase esa agonía. Figúrese mi estado mental.

El Chacal volvió a guardar su arma y me empujó de su regazo para incorporarse. Para mi sorpresa, ni él ni Frank volvieron a disparar. En torno a nosotros el resto de la banda ya estaba siguiendo las órdenes y había empezado a desmantelar el que había sido mi hogar, buscando algo más que rapiñar, volteando, rompiendo cosas; corriendo arriba y abajo y pasando por encima de mi familia. Parada en medio de todo como un espantapájaros, dejé de seguirlos con la mirada para no marearme aún más. A mi lado un par envolvían el cadáver del bandido en un poncho extendido, y Séamus se paró para estirarse y flexionar los músculos antes de seguir cargando con el baúl de lo que hubiese sido mi ajuar. El fin de mi mundo era su pan de cada día y no les suponía dilema moral alguno.

Una voz llamó mi atención.

—Aquí ya no hay nada más que hacer. Quédate o ven, —dijo Jack, saliendo por la puerta—  pero si vas a ser mi mujer no quiero tonterías.

No existía realmente tal elección. Los dos sabíamos que no había marcha atrás: era imposible seguir habitando allí como si nada hubiera pasado, respetando a mis padres y siendo sometida. No llegaría al año, el rencor crecería como un cáncer y se me comería viva. Una vez volví a mi cuarto ahora desordenado y metí mis pocas cosas de valor restantes en un hatillo, me di cuenta de que sentía menos nostalgia que expectación; un cosquilleo de excitación por lo desconocido.

Hasta el espejo del tocador me devolvió una mirada brillante, casi de ilusión.

Los chistes crueles de aquel par de desalmados tenían algo de razón. No importaban las circunstancias: había llegado el momento de abandonar la casa porque al fin había sido reclamada por un marido. No el que soñaba, no el que hubiera querido, pero el mío, al fin y al cabo.

Un hombre devastador como un tornado que haría trizas mi pasado y se me llevaría bien lejos.

...Y sin embargo aún quedaba algo importante, algo absolutamente necesario por hacer para que pudiera sentirme de veras en paz. Cerrar para siempre ese capítulo.

—Señor Donovan...¡Señor Donovan!— Lo llamé tan pronto bajé por las escaleras. Él se detuvo en el porche y abriendo el tambor de su arma con un golpe de muñeca, comenzó a rellenarlo usando el mero tacto. Titubeando aún, me atreví a usar su nombre al aproximarme, buscando la familiaridad que me ofrecía.— Jack, antes de irnos, por favor...

—¿Qué quieres? Ya has oído a Frank, no tenemos todo el día.

En un impulso solté la pesada bolsa y rodeé su cintura. Poniéndome de puntillas, me apoyé en su espalda para hablarle al oído.

—Por favor, querido...—repetí, y enganchando mi pulgar en su cinto posé mi mano sobre su paquete, abarcándolo tanto como podía—Acaba el trabajo.

Él volteó el cuello para observarme de pies a cabeza, evaluándome cínicamente con sus ojos de acero, como si quisiera cerciorarse de que iba en serio. Sin dejar de mirarme de hito en hito, extrajo el machete de su funda y le dio un par de vueltas en su mano, dándome tiempo a propósito para retractarme.

No me moví.

—Muy bien.—Dijo— Sal fuera y espera por mí.

Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que a pesar de su mala dentadura, Jack tenía unos hoyuelos realmente adorables al sonreír...

Pero, ¿a qué viene esa cara? ¿No se lo esperaba? Si creyó usted por un instante que iba a contarle cómo salvé los muebles y domé a la mala bestia que era John Jeremiah, estaba muy equivocado. Esta es la historia del día en que empecé a ser como él; cuando me arrancó a dentelladas del rebaño y me convirtió en una loba.

No se olvide que toda mi amabilidad es solo para con su persona, un pago por su amistad y la ayuda recibida. Para mí, como para tantos, eso es ley. Sé que no es lo que quiere escuchar, que le gusta pensarse curandero de almas, además de matasanos, pero la próxima vez que le afeite mejor considere que es el primer hombre en mucho tiempo al que le pongo un filo al cuello y no se lo rebano.

CONTINUARÁ.

**Está previsto que

los nuevos capítulos salgan aproximadamente cada 3 o 4 días

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*Jack y Jill es una antigua rima infantil.

"Jack and Jill

Went up the hill

To fetch a pail of water

Jack fell down

And broke his crown,

And Jill came tumbling after."

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Nueve de cada diez chamanes lakotas aconsejan comentar un relato para atraer a los espíritus de la buena fortuna.