Las tres vidas de Mary Donovan - 1
Nuevo México, finales del s.XIX. Antes de ser la aprendiz de enfermera de un doctor moribundo, la dulce y servicial Mary ha sido al menos dos personas más. A una de ellas le espera la horca... (Mi primera serie)
Las tres vidas de Mary Donovan -1
(Disclaimer: esta historia tiene lugar en el siglo XIX y sus personajes tienen ideas, prejuicios y puntos de vista propios de la época. Todos ellos hablan en inglés, salvo en aquellas palabras o frases que aparecen en cursiva.)
... La verdad, doctor Wernicke, es que no podría decirle si le quiero, porque honestamente desconozco si a nuestra edad aún tenemos capacidad para eso. Siempre he creído que el amor era una cosa de niños o de vírgenes. De parejas que se casan a los quince, si acaso. Algo que como mucho sobrevive hasta el segundo o tercer desengaño y para lo que luego se acaba desarrollando una inmunidad, que diría usted, como con la viruela. Casi una enfermedad de infancia: o se supera, o te mata. Una de dos.
Todo lo que puedo asegurarle es que si algo le pasase, Dios no lo quiera, lo echaría en falta durante meses. Puede que años, no lo sé, pero me causaría un pesar terrible. Eso sí puedo jurárselo. Me rompería por dentro saber que los gusanos han saboreado antes que yo su cuerpo; estos labios pálidos, suaves que me niega por la tisis.
Nunca he besado a un hombre bueno. Un hombre tal vez no dulce, no tierno, pero sí justo como usted, que solo siente quizás compasión por mí, el impulso de redimirme, de limpiarme de Jack, como si fuera una pátina de suciedad en lugar de un mal enraizado en lo profundo. Una suerte de veneno. Él me contagió este deseo, este hambre de hombre a la que no le importa su respeto por mí y me hace murmurarle al oído; acariciarle con la nariz — sí, justo así— a lo largo del cuello. Esta curiosidad por averiguar qué guarda bajo ese feo chaleco, por saber si aún puede sentir placer con una mujer que le corresponde. Qué fibras tengo que tocar para volverlo un salvaje y que me tome como lo hacía él.
Quiero que me lo saque, que me ayude a sudar su ponzoña. Que me suba y desgarre (¡tóquelas! ¿Lo ve? Son de algodón, no de fuego. No va a pasarle nada) estas pesadas enaguas, y me lo extraiga como con una picadura de serpiente, aplicando lentamente su boca contra mí. Volver a ser, con suerte, la persona que fui. O simplemente alguien menos rota. Una buena chica, una buena esposa y enfermera para usted, si finalmente me acepta. Liberarme del terror irracional de que vuelva y le haga daño a usted. O de arrastrarme de nuevo hacia él y hacérselo yo. Esta oscura fascinación es peor que estar muerta.
Porque... ¿ha pensado alguna vez en lo que siente la oveja en el momento antes de ser mordida por un lobo? En el instante mismo en que se abalanza sobre su nuca y le deja sentir su aliento de bestia sobre las vértebras, indeciso de si cerrar la mandíbula aún... Cuando la saliva ardiente de sus fauces empieza a derramársele sobre el cuello; en esos segundos de confusión, ¿cree ella que es otro carnero más salvaje, más potente, el que la monta? ¿Sueña con parirle un cordero...?
- * * * * * * *
— Voy a hacerte un hijo —me dijo entre susurros, la voz entrecortada por esfuerzo— Eso te gustaría ¿verdad...? ¿Que te lo dejase todo dentro, un recuerdo en la barriga? Ponerte bien hinchada, para que todo el mundo supiese que estuve sobre ti y no moriste de las arcadas. Que las viejas del pueblo murmurasen con razón y le dijeran a las niñas lo que ocurre cuando se vaga por los caminos en compañía de hombres como yo. Ser un escándalo y un ejemplo, con el vientre lleno de sangre de bandido...
¡Habla! ¡Díme, joder...!—Insistió una vez más, enrendando de pronto sus falanges en mis cabellos, tirando de ellos como de unas riendas; apretándolos, junto a mi voluntad, en un puño. Arremetía hasta obligarme a mirar al techo, la espalda arqueada por el dolor— ¿Es eso lo que quieres, eh? ¿una prueba incontestable de que fuiste mía, por si la memoria te falla? Por si alguien te folla y se te olvida el nombre que debes gritar, que haya un bastardo para recordártelo y demostrarle a quien se atreva a tocarte que yo, ¡YO! estuve antes ahí... ¡Aquí!—me palmeó con fuerza.— Hundido en tu coño...
Que eres como el ganado. —Sentenció, exhalando el aire sobre mi boca, sin tocarla— De mi puta propiedad...
Seguí la estela de calor de su aliento casi sonámbula, pero no conseguí besar su sonrisa feroz de dientes mellados, afilados como estalactitas.
Sus dedos ásperos me frotaban torpe pero vigorosamente dentro del pantalón que apenas me había bajado, apartando la funda de mi pesada pistola. Me apretaba el vientre con la mano como si pudiera sentir contra la palma la protuberancia leve de su miembro dentro de mí, ondulándose con cada empujón; el lugar que pensaba inflar con su semilla, anticipando ya la curvatura que tomaría, las dimensiones que alcanzaría si lo lograba, oprimiéndome el esternón, abultándose bajo la ropa día tras día hasta dejar tirante la camisa, como un pecado a la vista de todos. Maligno como un tumor. Algo que no podría esconder mi habitual atuendo masculino y delataría mi condición de mujer. De hembra. Que era la compañera, la perra de Jack; sucia por dentro y por fuera, marcada por su semen y su olor como un poste en el que alguien hubiera orinado, una valla en el camino que delimitase los bordes de su territorio y demostrase que mi útero ya no era mío, sino terreno conquistado. Sembrado. Rendido. No apto para el amor de otro hombre más... delicado. Alguien que no se escupiera sobre la mano antes de encajarse en mí y llenarme a rebosar de su simiente, jadeando como un caballo al galope. Que no me mordiera en la base del cráneo, en el cuello; ni me lamiera desde la mitad de la espalda hasta el nacimiento del cabello produciéndome escalofríos, despertándome ese instinto imbécil, ovino, de sumisión. Dios sabe que aún hoy le dejaría preñarme de una camada de lobeznos, si él quisiera. Rezaba para que me llenase la tripa de huesos.
Deseaba, no, me moría de ganas de pasar esa vergüenza: las malas decisiones de toda una vida reflejadas y bien visibles sobre la línea del cinturón. Llevar colgado al cabo del tiempo, sobre la espalda como una squaw *, un niño con sus fieros ojos grises.
Jack me empapaba la columna con su sudor, aplastándome bajo su cuerpo contra las puertas del establo. Hacía temblar la madera con cada envite de cadera, la dentadura amarillenta apretada al ras de mi oreja, muy cerca de la yugular. Casi una amenaza.
Pronto habría que volver a pintar, aunque solo fuera para quitar las marcas de mis uñas... Pero eso a él naturalmente le daba igual. Ni siquiera se paraba a pensar qué ocurriría si alguien oyera el crujido rítmico de los goznes, el golpeteo de su hebilla suelta contra los remaches de hierro. Simplemente firmaba todo su peso sobre mi cintura, haciéndome notar hasta qué punto era enorme; rodeándome con toda esa carne irlandesa, hasta que no podía —ni quería— ver nada más.
El grande-y-malo-Jack, con su pelo tan rubio, con su piel morena como de indio endurecida por la estepa y una pelvis hecha para domar yeguas salvajes. Me gustaba tanto tenerlo encima, subida de puntillas sobre sus botas de montar como una cría, ansiosa por poder ofrecerme mejor... No podía pedir nada más. Había una cierta felicidad idiota en tenerle brevemente entre mis piernas aquellos días. Aunque no siempre hubiera sido así...
— ¡María, sé que estás ahí! ¡Llevo buscándote toda la mañana!
Jack se quedó momentáneamente paralizado al oír aquella voz de mujer, y firmándose en mis hombros, colocó su ojo sobre una de las rendijas de las tablas para poder observar el exterior. Con el corazón acelerado por el susto, intenté liberarme de sus brazos en silencio, apoyándome en el portón y empujándole hacia atrás. No me lo permitió.
En lugar de eso me apretó la cara contra el travesaño y comenzó a moverse de nuevo con más energía, clavando sus dedos fuertes como un cepo sobre mi cuello y riñones. Cada embestida pinchaba más que un aguijonazo.
Siempre fue demasiado grande para mí.
— ¿Qué te pasa, chicana de mierda, —siseó, entre dientes— te gusta más mi madre que yo?
—Claro que no, pero tengo que ir...
—Cuando yo te deje.
— ¡Pero Molly...!
—Que se joda y que espere. Ya va siendo hora de que me respete y asuma que ahora el jefe soy yo.
En otras circunstancias me hubiese encantado sentirle enfadado, desfondándome las entrañas con aquellos golpes secos de semental, enseñándome mi lugar en su yeguada, pero no en esos momentos. Sin darme apenas tiempo para acomodarle ni de volver a ... lubricar (¿se dice así?), hacía que la sensibilidad y la fricción fueran máximas. Además, el decoro y la consideración hacia la matriarca del clan me impedían disfrutar. La situación me daba mucha más angustia que placer. Tenía que morderme los labios para no gritar mientras era cubierta por mi macho.
— ¡Niña —repitió la anciana con impaciencia— no me obligues a tener que entrar!
De nada sirvió que gruñera y pataleara mientras intentaba liberarme de su dominio revolviéndome como una gata, ni que le arañara la cara bajo aquellas espesas, ásperas patillas; el segundo de los Donovan se derramó finalmente en mí con un bufido de rabia. Siempre le había excitado un poco de resistencia, pero mi evidente obediencia hacia su madre solo le resultaba fastidiosa y humillante. La presión que ejercía su mano sobre mi gaznate era cada vez menos de amante y más de estrangulador.
Hincaba sus uñas, me privaba del aire hasta nublarme la vista. Intenté meter mis dedos bajo los suyos para arrancármelos de encima. Solo logré rasguñarme la garganta en mi desesperación. Era obvio que ya no medía su fuerza.
Un par de golpes de cadera después la fue aflojando, permitiéndome respirar de nuevo. Tosí con dificultad y lo empujé para separarlo de mí.
Agotado por el esfuerzo, no se opuso mucho más a que me zafara: había descargado ya toda su ira en mi interior, abrasandome por dentro. Podía verla, densa como la cera de una vela escurriéndose al rebosar lentamente por mis muslos, pringándome los dedos al subirme los pantalones; una lava que se volvía sólida a medida que él mismo se calmaba.
—¡Ya voy, señora!
Jack tenía fuego en las venas y algo salvaje en la mirada, un orgullo que le hacía tener el ceño fruncido y la mandíbula siempre apretada en una mueca sardónica, fea. La habrá visto usted en los carteles. Esta vez, mientras volvía a atarse el cinturón, había también un mudo reproche. Retiró la mejilla bruscamente cuando quise besársela a modo de disculpa, rechazándome.
Negué con la cabeza, intentando quitarle hierro a su desplante, —él simplemente era así, temperamental, propenso a los cambios de humor— y descorrí el cerrojo. Estaba empezando a meter mis cabellos sucios por el sudor bajo el sombrero de ala ancha, preparándome para salir, cuando me asió de pronto por la muñeca.
— Uno de estos días, mujer— aseguró, blandiendo su índice frente a mi ojo— vas a aprender a distinguir tus prioridades. Te voy a enseñar algunos modales, vaya que sí... Así tenga que desgastarme la palma en el intento, que voy a hacer una hembra en condiciones de ti.
— ¿Y cómo es ese tipo de mujer si puede saberse, cariño?
Al otro lado del umbral estaba Molly Donovan, con los brazos cruzados sobre el pecho y los pies clavados bien firme en la tierra, dispuesta para la batalla. A sus sesenta años, seguía siendo una señora de armas tomar, capaz de dominar a cinco de los hombres más peligrosos de la frontera lidiando con ellos como los había criado y parido: sola, con paciencia y férrea determinación.
Su hijo no contestó, pero durante casi un minuto de incertidumbre y muda tensión las dos pudimos oírle rechinar las muelas. No le gustaba ser desafiado y estaba pensándose cómo actuar. De pronto, alzó su dura y curtida mano, amagando darme una bofetada, provocando que me encogiese instintivamente. A pesar de la práctica ni por un instante se me pasó por la cabeza llevar los dedos al revólver. Le había visto sobradas veces ponerse violento, tanto sobrio como borracho (ya habrá oído hablar del incidente de Leadville, imagino...) como para cometer la estupidez de provocarle. Nunca sabía cuándo parar. No era vergonzoso temblar ante una persona cuyo oficio consistía, entre otras cosas, en matar gente.
No llegó a golpearme, sin embargo; se limitó a arrojarme con brutalidad contra su madre y salió de allí sin una palabra.
—Eso pensaba. —Le espetó ella a su espalda, sosteniéndome— ¡Y haz el favor de meterte por dentro la camisa!
Jack giró la cabeza hacia nosotras, en sus ojos podían leerse el bochorno y una amenaza. Viendo su expresión sombría al tocarse la cara y lamer uno por uno los dedos para limpiar la sangre de los arañazos, supe que la próxima vez que me tomara — y no dudaba demasiado de que lo haría— iba a ser especialmente terrible.
Aunque todavía notaba su leche en mi interior, mitigando en lo posible el escozor del rozamiento, volvía a sentir ya en el estómago las mariposas tan familiares del nerviosismo y la anticipación. Recuerdo haber pensado que esa noche dormiría desnuda, por si acaso.
Él vendría. Tenía que venir... No podía repudiarme solo por eso.
Poco dada a las efusividades, " Mam " Donovan se limitó a frotarme ligeramente los brazos con gesto grave para disipar mi preocupación.
—Vamos, hija, hazte una trenza y entra en la casa. El pequeño Jimmy ha traído pescado y para variar no ha tenido el detalle de limpiarlo primero. No me apetece tener que hacerlo yo sola.
Asentí mecánicamente y me dispuse a seguirla, peinando con las manos la espiga y arrastrando las botas de puro cansancio. Aún volteé una o dos veces el cuello para observar de lejos la alta y estrecha silueta de Jack "el Chacal", que se desperezaba y volvía a ponerse el viejo gabán de cuero que había dejado antes tirado en la mecedora del porche.
Dios, aquel de veras era mi hombre...
Hasta verlo caminar me gustaba.
Distraída como estaba, apenas me dio tiempo a apartarme cuando la puerta de la vivienda se abrió de golpe y una marea de chiquillos descalzos y rubios como pollos bajó corriendo las escaleras, persiguiéndose unos a otros entre risas. El más pequeño, un bebé de unos dos años, cayó al suelo. Nos agachamos a recogerlo pero se deshizo de nuestros brazos enseguida a base de codazos, tratando de alcanzar a los demás. Caminaba como un patito, aún frotándose el trasero dolorido, cuando dobló la esquina del granero y lo perdimos de vista.
— Yo ya ni me molesto.— Aseguró su abuela, incorporándose y sacudiendo con fuerza los bajos de la falda para limpiarla de tierra— Es un caso perdido. Son así de brutos y desagradecidos desde la cuna, estos muchachos. Algunos más que otros, por supuesto, pero no hay ni uno de ellos que tenga un solo hueso de amabilidad en el cuerpo. No sé qué habré hecho mal.
Muy a su pesar, se le colaba también un matiz de velado orgullo en la voz. Se conoce que en el fondo le gustaba su pequeña tribu de tipos hoscos, recios e intratables; sanos como robles y no muy listos, pero que no habían emitido jamás una queja ni un suspirito de poeta pusilánime... Después de todo ellos eran de su sangre, pero ¿cuál era mi excusa para hacerlo; para quedarme y arriesgarme a reventar a golpes o a partos, de un disparo, una coz o una caída...? Ninguna que pudiese expresar en alto sin sonrojarme.
Me encogí de hombros y pateé una piedra, agachando la mirada como una cría, entendiendo lo que decía pero sin saber qué responder. Qué disculpa alegar en mi descargo. No podía decir que nada de eso me cogiera por sorpresa.
Desde el primer día, cuando me había tomado al asalto en la casa de mis padres, con su cuchillo de caza deslizándose desde mi ombligo hasta el cuello haciendo saltar de golpe todos y cada uno de los botones del camisón, había sabido que no podía esperar ternura alguna de mi hombre. Aunque ¡cómo me había impresionado la cascada de su pelo cayendo sobre mi pecho, enredando y mezclándose con el mío, acariciando mis pezones! Sus iris grises acechándome entre los mechones, como un monstruo de pesadilla. Inmóvil y temblando, le había visto entonces desplegar una lengua larga y rojísima, casi de perro, goteando saliva sobre mi piel...
—A las jóvenes eso os gusta, claro... Pero déjame decirte que si no tienes cuidado— continuó, deteniéndose en la entrada y señalando con el mentón la dirección por la que los críos se habían ido— más pronto que tarde vas a acabar con uno de esos. Quién sabe si ya...
La anciana tosió, meneando negativamente la cabeza y tratando de contenerse para no hablar de más. Le ofrecí un pañuelo.
¡Jesús! —exclamó, con impotencia, moviendo la mano para rechazarlo— No sé qué hace una chica tan lista como tú con un mastuerzo como mi hijo.
—Es que él me da...—comencé, casi sin pensar.
— ¡Ya sé de sobra lo que te da! Igual que cualquiera que tenga oídos en diez millas a la redonda. ¡Podríais tener un poco de consideración, si no por Jill, al menos por las niñas! Pero no te he preguntado eso.
¿Qué podía explicarle yo? ¿Qué podía decirle que tuviera sentido? Jack no había sido el primero, (hubo antes una corta sucesión de hombres, siempre altos y de ojos claros. Siempre gringos , como usted mismo) pero sí el único con el que había experimentado algo más que decepción en la cama, aunque fuera dolor. Aunque fuese miedo. "El Chacal", con su sonrisa canina y sus costumbres bárbaras, menos de blanco que de nativo, lograba moverme algo por dentro, tocar una fibra de indefensión muy parecida a la de un animal herido que se resigna a ser comido por el depredador. Cierto abandono laxo y fatalista a lo inevitable. El placer culpable de dejarse vencer.
Tampoco podía decirle a esa mujer —no hubiera sabido expresarlo con palabras por aquel entonces, de todas maneras— que acostarme con su chico era como hacerle el amor al Diablo. Besar a mister Donovan, buscado en cuatro Estados, era una ofensa a Dios. Lo peor, lo más bajo. Un escupitajo en la cara a las buenas costumbres, que dictaban que a mis más de treinta años debía languidecer y morir mansamente, resignada a mi destino de tía solterona, no coger una pistola. Restregar mi carne contra esa carne de horca era justo lo último que se esperaba de mí, que ya había resultado una decepción en tantas otras cosas. Tan tímida, tan masculina, demasiado altiva como para aceptar desposar a un criollo o un modesto —y canijo— mexicano...
Jack, que llevaba la cara atravesada por cicatrices y chupaba con deleite el cuchillo tras degollar a un buen cristiano, me daba menos asco que todos los mestizos honestos y paticortos.
—¿No contestas...? —insistió— Es una cuestión bien sencilla, y yo no voy a hacerte daño si no me agrada tu respuesta...—Añadió, con un tonillo guasón, esperando a que pasase.
Cerré la puerta detrás de mí, colgando mi sombrero en el pomo.
—Es simplemente que su hijo me gusta, señora Donovan, y la vida en el campo me sienta bien. Nada más complicado que eso.
— A todo el mundo le sienta bien un tiempo en la frontera, lejos del humo de las fábricas, pero tú no eres una niña de ciudad y creo que las dos sabemos que mi Jack tampoco es precisamente lo que le recetarían a nadie... Dios sabe que si no fuera su madre no lo querría ni a una milla de distancia.
—No habla usted en serio...
—Eso ha sido un poco excesivo, es verdad— admitió, mientras revolvía en los cajones del único armario de la estancia, buscando un delantal— pero lo cierto es que siempre, desde que medía apenas dos palmos, me ha dado algo de miedo. Por él y por los demás. Y más ahora que han apresado a Frank y ya no está cerca para controlarlo.
—No diga eso. Él jamás la querría mal a usted. Antes...
—Antes... ten por seguro que si en lugar de ser yo, hubiera sido uno de sus hermanos, o de sus hombres, que para el caso... —carraspeó— quien hubiera estado al otro lado de la puerta, ese angelito al que defiendes te habría hecho una cara nueva.
—Lo sé. No le gusta que se le cuestione delante de otra gente.
—¿Lo sabes? ¿Es eso lo único que tienes que decir? Déjame contarte que Jill...
—Yo no soy Jill.—Repliqué, con un tono helado.
— Tienes razón. No eres Jill... aún. ¿No pensarás que siempre fue ese guiñapo...?
Le quité la pieza de tela de entre las manos y me la anudé a la cintura de malos modos, sin ánimos para discutir. Había ciertas cosas de las que era mejor no hablar, y menos aún con el semen de aquel animal todavía fresco y adherido a mi vello púbico, pegajoso y molestándome al andar. Buscando tal vez añadir otra rama más a un árbol familiar con varias generaciones de bastardos.
¿Sabes qué otra cosa no eres...? ¡Un hombre! Aunque te vistas con la ropa vieja de Jimmy o te cuelgues un revólver de la cintura, Jack no te va a ver nunca como tal. No te va a respetar. No importa si le vuelas la cabeza a quien sea, a cuantos sea: al final del día solo eres una mujercita entrometida más diciéndole lo que tiene que hacer. Controlando que no se desmadre...
Inspiré profundamente por la nariz, tratando de serenarme antes de contestar, para no responderle a gritos.
—Y eso le hace hervir la sangre...
—¡Claro que sí! Pero algún día, si en lugar de irle... ahí, le sube toda de golpe a la cabeza, puede cansarse del juego. Y no hace falta que te diga cómo reacciona. Así que te lo repito, ¿qué haces que no huyes a la primera oportunidad?
—¿No me quiere usted aquí?
—No es eso, hija. De verdad que no. Será que de tanto tratarnos te he acabado tomando cierto cariño. Si fueras mía, —extrajo un par de cuchillos de la alacena — te habría enviado ya muy lejos. Tendrías un buen marido, en lugar de estar amancebada en este... este despropósito que ni es matrimonio ni es nada, compartiendo un hombre. ¡Ni las salvajes se prestan a eso!
—Los mormones...
—¿Los mormones? ¿Esos herejes? Escucha lo que te digo— Me tendió uno de los cubiertos— no porque sea más inteligente, sino porque soy más vieja y algo habré vivido... Vete mientras puedas, no sea que mañana te quedes atada a esta tierra por un hijo y no tengas a dónde escapar. Créeme cuando te digo que todos esos malpartos que has sufrido en el fondo han sido un regalo del Cielo...
Apreté los dientes y tendí el pescado sobre una tabla de madera, aferrándolo por debajo de las branquias antes de cortarle la cabeza de un solo tajo. Aquella era una cosa a la que prefería no hacer siquiera mención. Un dolor, además de un fracaso. En silencio, me dispuse a abrir la trucha en canal. Eché las vísceras a un cubo de metal, y le tendí la mano a la que casi era mi suegra, para hacer lo propio con la otra.
—¿Me estás haciendo caso?-inquirió.
—Sí, señora.
—No lo parece.
Suspiré, preparándome para tomar impulso con el brazo y decapitar al segundo pez. Algo en un rincón de mi cabeza me decía que tal vez ella tuviese razón y aquel hombre sólo fuese una sarna que me gustaba rascarme con ganas y punto. Pero las cosas raramente son tan simples, bien lo sabe usted.
Mrs Donovan se estaba preparando de nuevo para hablar —y posiblemente para ofrecerme otra bienintencionada perorata— cuando las palabras se le atoraron súbitamente en la garganta.
Como un espectro gris que a veces vagaba por la casa sin dejarla nunca, la presencia de la esposa de Jack se apoderó de la cocina, obligándonos a callar. Jill era todo lo que quedaba, las ascuas de lo que una vez había sido una belleza: una mujer usada y quemada, menuda, casi muda y prematuramente vieja que se ocupaba de una cantidad creciente de hijos y sobrinos, tolerando la maldad de sus cuñadas, encantadas con lo grotesco de su situación. Aguantando, como colofón, mi propia existencia.
Mirarla me provocaba esa incomodidad, sin llegar a ser escalofrío, que le recorre a uno cuando atraviesa un cementerio: una advertencia del futuro. La promesa de algo inevitable. Ni siquiera sentía celos o envidia ante su vientre inflado la mayor parte de los días. Solo quería que se fuera. Poder olvidar que estaba ahí, convertida en un cartel de aviso humano.
Tampoco creo ella me odiase, a decir verdad. Cuando me arrebató el cuchillo de entre los dedos para empezar a desescamar las piezas lo hizo sin una sola palabra, con la actitud de una madre desdeñosa; la de una criada consolidada hacia otra muchacha que ni es una ayuda, ni demasiado competente y no se sabe muy bien lo que hace allí. Apenas se había limitado a insultarme y maldecirme durante las primeras semanas, — su marido había sido brutalmente claro a ese respecto — y en esa época casi debía de sentirse agradecida por no tener que soportar el peso de Jack sobre su tripa con aquel calor. El olor a alcohol, a sudor, que le precedían al entrar en una habitación aún antes que su sombra alargada resultaban un verdadero castigo. Casi no merecía la pena lavarse cuando faltaba tan poco tiempo para volver a tenerlo encima. No obstante, bastó una mirada afilada de Molly para persuadirme de ir a buscar agua al pozo. Tras año y medio seguía sin confiar en que permitirnos estar en el mismo sitio durante mucho tiempo no fuera a provocar un incidente.
Como imaginará, las dejé preparando la comida sin rechistar y fui a adecentarme, dando por sentado que alguna de las mujeres de los hermanos acudiría a relevarme en el momento en que lo más difícil ya estuviera hecho, como de costumbre.
Jimmy, el más joven de los Donovan, estaba ya apostado en la puerta rodeado de los perros esperando que llegase la hora del almuerzo con su misma impaciencia cuando salí. Solo le faltaba golpear el perno con la patita o mover el rabo. Siempre se me hizo extraño que un chico tan delgado comiera tantísimo. Tal vez tuviera uno de esos gusanos. Tania... Tenia. Eso... sí.
Tan pronto me saludó, tocándose brevemente el ala del sombrero, le puse un balde en la mano sin cruzar media palabra. No pareció molestarse mucho, sin embargo, acostumbrado a que todo el mundo le mandara.
Iban a hacer falta cinco viajes a los establos —esquivando los chuchos sarnosos que se cruzaban continuamente en nuestro camino, amenazando con hacernos tropezar— hasta llenar hacia la mitad del barreño y casi un cuarto de pastilla de jabón de romero para quitarme la peste, impregnada hasta en mi pelo. En algún momento se agotaría del todo y tendría que pedir permiso para acercarme a la civilización a comprar o resignarme a esperar a que robasen en otro colmado.
En cualquier caso aquel era un instante de paz como tenía bien pocos. Por una vez mi hombre no estaba cerca y nadie requeriría tampoco nada más de mí. Incluso había hecho esfuerzos para dejar el pudor a un lado y tratar de que me diese igual que el muchacho no se hubiese ido en realidad cuando se lo pedí. Sabía de sobra que seguía allí, conteniendo en lo posible la respiración para no delatarse; todo en vano. Aunque estuviera oculto en la oscuridad de una esquina, tras las sogas y los canastos, podía observarlo reflejado en el vidrio de las botellas vacías del chamizo, mirándome como hipnotizado quitarme las botas, los calcetines y el cinturón y dejarlos sobre la paja, antes de arrodillarme con lentitud en el interior de la tina. Tenía algo de gracioso verle abrir progresivamente la boca a medida que yo sumergía los brazos y la melena en el agua fría, empapándome la camisa. Un cierto candor. Le di la espalda al advertir lo mucho que se transparentaba. Al fin y al cabo ¿qué mal podía hacer? ¿Merecía la pena armar jaleo y que su hermano viniese a abrirle la cabeza a ese chico inofensivo? Eché otro vistazo por encima del hombro, intentando no reír. Jimmy aún permanecía detras de mí, acuclillado en una posición tan precaria que cuando al fin alcé la voz y lo mandé a por un sexto cubo de agua para aclararme la cabeza se cayó de espaldas de puro susto, tirando los aperos de labranza por los suelos. Pobre zagal.
No fue hasta que se marchó trastabillando a cumplir el encargo que pude quitarme los pantalones mojados y frotarme con vigor en donde más falta me hacía, terminando con los dedos lo que Jack había empezado . Y en verdad fue un acierto, porque aunque yo aún no lo sabía, no volvería a tener la oportunidad de bañarme en mucho, mucho tiempo.
Sería en esa comida cuando se decidiese todo.
Media hora después me había cambiado de ropa pero todavía tenía el pelo húmedo, anudado con descuido y chorreandome por la espalda mientras me dispuse a ayudar a poner la mesa, larga como una mañana de misa. Por molesto que resultase, siempre era mejor servir que tener que fregar después todos aquellos platos. El orden siempre era el mismo: primero atendíamos a Molly y los hombres de la familia, luego al resto de la banda, a los niños y finalmente nos apartábamos algo para nosotras, las esposas y mancebas, antes de sentarnos juntas en un extremo de la tabla. Veinticuatro personas en total, —en ausencia del primogénito— a cada cual más hambrienta, todas esperando a que la matriarca se levantase y bendijera los alimentos.
Esta vez Jack simplemente se puso a comer. Dos de sus hijos le imitaron, intercambiando una sonrisa traviesa. " Mam " Donovan carraspeó, y Jill pareció salir de su letargo habitual para propinarle una bofetada a uno de ellos.
—Como le alces la mano a otro me levanto yo, te lo advierto. — La señaló con el tenedor su marido, provocando que replegase los brazos de golpe— No hay derecho a que para poder llevarnos algo a la boca tengamos que tragarnos siempre la misma mierda.
— John Jeremiah Donovan...—comenzó su madre, respirando profundamente, como siempre que estaba a punto de perder la paciencia — Ya que han pasado tres semanas y como no parece que ni tú ni tus hermanos penséis hacer otra cosa al respecto ¿No crees que al menos deberíamos rezar por Frank?
—Está siendo usted injusta...—interrumpió el benjamín, desde el otro extremo de la tabla.
—Cállate, James. Tú no te metas.—Le aconsejó Séamus, otro de sus hermanos, posándole una mano sobre el hombro.
—¿Para qué?— continuó Jack, sin inmutarse— ¿De qué serviría? ¿Va a frenar al verdugo? ¿Le van a dar menos por el culo en la cárcel si estos y yo recitamos de corrido un par de padrenuestros?
—¡Aprende a controlarte, porque no voy a tolerar más ese lenguaje en la mesa!— La mujer golpeó la mesa con las palmas, irguiéndose— Malhablado, además de cobarde... ¡Menudo ejemplo para tus chicos!
Pero la verdad, doctor, es que los críos parecían bastante felices de que la monotonía se rompiera, y miraban a su alrededor con ojos ilusionados, algunos empuñando ya los cubiertos a modo de desafío. No veían la tormenta a punto de comenzar. También los otros bandidos aguardaban expectantes lo que podía ser un cambio en el liderazgo.
—¿A cómo está el trueque exactamente?—insistió, tranquilo solo en apariencia, rascándose con descuido la mejilla marcada— ¿Una salve por cada comida de rabo...? Alégrese, madre... ¡después de todo se va a pasar el día orando!
La anciana arrastró hacia atrás la silla, preparándose para ir a por él. Jack hizo lo propio, levantándose a aguardarla con los brazos en jarras y una desagradable sonrisa, como si esa fuera una ocasión largamente esperada. Intenté devolverlo a su asiento, agarrándolo de la manga de la camisa, pero se soltó de un fuerte tirón, casi haciéndome caer. El sentido común me disuadió de volver a intentarlo por más que temiese por la señora.
Estaban ya a punto de colisionar cuando el tercero de los Donovan se interpuso, colocando su obeso corpachón entre sus parientes, rotundo como una columna. A pesar de sus esfuerzos, los brazos huesudos de Molly no lograrían rodearlo.
—Ella tiene razón, Jacky-boy. Hace días que tendríamos que haber hecho algo.
—No me toques los cojones, Séamus. —Replicó, proyectando toda su altura sobre él, intentando intimidarlo para que se apartara— No me apetece discutir hoy también contigo.
—Nadie quiere discutir. Yo solo digo que se me están enroñeciendo las espuelas de estar tanto tiempo parado.
— Ve entonces a dar una vuelta y deja ya de joder.
—El caso es que hemos estado hablando...
—Habéis estado hablando ...—repitió, con sorna.— Muy bien... ¿Tú y quién?
—Colin, Jimmy... Los muchachos...
Jack miró de soslayo a sus otros hermanos, viéndoles hacer un gesto afirmativo. Puso los ojos en blanco.
—...Como putas comadres, muy bonito. ¿Habéis tejido también mucho? ¿Estoy a punto de recibir calcetines nuevos?
—Esto es serio. No podemos dejarlo allí.
—Habla por ti.
—Necesitamos a Frank, te guste o no. Siempre ha cuidado de nosotros, tienes que concederle al menos eso...
—Frank se puso ahí dentro él solo con sus grandes ideas. Si me hubierais hecho caso y habríamos derribado los postes de los cables, metiéndole plomo a todo el que supiera leer y escribir en lugar de prenderle fuego al chamizo del telégrafo, nada de esto habría pasado.
—¿Y qué razones había para imaginar que tenían un segundo aparato?
—Era una mierda de pueblo, Jackal.—Intervino una voz indeterminada.—Con o sin futura estación de ferrocarril.
—Razón de más para mandarlo al Infierno entero sin mayor problema.
—¿Con mujeres y niños?— preguntó su madre, indignada.
—¡Con gallinas y cerdos, si hacía falta!. —Bramó, dirigiéndose a Molly por encima del hombro de Seamus, sin poder apartarlo pese a los empujones.—Pero no, tuvisteis que seguir las órdenes del más listo...
—Él es el jefe...
—¡Y es mejor que no lo olvides, Jack!— chilló de nuevo la mujer.
—Entonces yo diría que lo mejor que podéis hacer es sentaros a esperar sus instrucciones... e ir contratando un espiritista. Llevadle dos conejos a los indios y que os presenten un chamán de confianza.
—No puedes dejar que lo ahorquen...—Dijo Jimmy, con un hilo de voz.
—¿Que no...? ¡Mírame!
Jack le dio una patada a su asiento, pasó una pierna sobre el taburete y volvió a sentarse para continuar almorzando. Desmigaba el pescado con rabia, llevándose grandes trozos a la boca. Solo levantó la vista para fijarse en sus hijos.
—¡ A comer, joder!—Dio un puñetazo sobre la mesa que hizo temblar todos los platos, tirando algunos al suelo.
Los pequeños obedecieron. Desde el otro lado de la tabla Jill me observaba, clavando sus ojos en mí como si esperara que hiciese algo. Al fin y al cabo casi éramos esclavas de un mismo patrón. Todo lo que me atreví a hacer fue ponerle la mano a nuestro hombre sobre el muslo. Se volvió hacia mí como una serpiente a la que le hubiera pisado la cola.
—¡¿Tú también tienes algo que decir?! ¡Maldita casa esta, donde hasta la última puta tiene una opinión!
Negué de inmediato, y su rostro pareció relajarse un mínimo. En cuestiones como aquella, nadie ajeno a la familia poseía voz o voto, ni siquiera los más veteranos de la banda. Siguió masticando sonoramente, ante la desesperación de sus hermanos. Séamus tomó una botella y le rellenó el vaso.
—Hay que pensar en sus chiquillas.— Siguió insistiendo, conciliador.— Hace casi tres años que andan faltas de madre, y ahora esto...
— Ya tienen tías y abuela que las adiestren. —Siseó en dirección a las dos cabecitas que acababan de levantarse interesadas — Mientras tú y yo sigamos trayendo dinero a esa mesa no pasarán hambre.
—¡Ni que fueran las primeras huérfanas de la historia! —Colin habló por primera vez, desabrochándose el chaleco para hacer hueco para el almuerzo— Que yo sepa, los cinco nos hemos criado sin padre y no nos hemos muerto.
—Peggy sí. —Replicó el menor.
—Eso fue escarlatina, James. Le puede pasar a cualquiera.
Al Chacal se le iluminaron los ojos al recibir algo de apoyo. De los otros cuatro Donovan, Colin, alto, enjuto y malencarado, era el que más se le asemejaba. Es posible que fueran hijos del mismo hombre, aunque nunca tuve el valor de preguntarlo, por si acaso: habría sido dar por hecho que los demás no.
—Ya iba siendo hora de escuchar algo sensato. Si algún día no las podemos cuidar, se las casa y punto.
—A una blanca nunca le va a faltar marido.
—¡No vais a vender a mis nietas como si fuesen vacas! —Protestó la anciana.
—Eso es lo de menos. —Respondió Colin— Si hacemos lo que quiere usted sin pensarlo muy bien, mam , terminará dándolos a todos al peso, porque nos van a matar.
—Once bocas que alimentar son muchas. —Añadió Jack— ¡A ver con quién se junta esta vez para que se las mantengan, a su edad!
—¡Demonio desagradecido...!— Molly manoteó de nuevo, arañando el aire intentando alcanzarlo sin éxito, para diversión de su hijo.
—Mejor conserve las energías, por si acaso...
Visiblemente afectado, Jimmy apartó su comida intacta, permitiendo que sus sobrinos se abalanzaran sobre ella y comenzasen a repartírsela. Un comportamiento muy poco habitual en él.
—No fue culpa de Frank.— Susurró.
—¿Qué dices tú ahora?
—Que no fue por Frank que todo salió mal.
—Nunca lo es...—Ironizó Jack.
—Fue cosa mía, ¿de acuerdo? Yo dejé que se marchara aquella maestra de escuela en vez de matarla a modo de ejemplo, como él quería, porque no dejaba de gritar. No me parecía bien despachar sin más a una señorita.
—¿Y eso qué coño tiene que ver?— Preguntó su hermano, hurgándose entre los dientes con una espina.
—La zorra buscó el otro aparato y envió un telegrama. Por eso nos topamos con los rangers en el camino.— Intervino Colin.— Se rió de este imbécil en su puta cara.
—Ajá... ¿Y esto se sabe desde cuándo, exactamente...?— Clavó el mondadientes improvisado en un pedazo de pan. El tono de su voz era inequivocamente peligroso.
—Desde que volvimos a casa, más o menos. Tuvo que ser ella. Ya te ha dicho Seamus que hemos estado hablando.
—Qué bonito...— Masculló Jack.— Diezmil dólares perdidos porque el niño se levantó galán...
Bajo la mesa, podía sentirlo temblando de rabia contra mi pierna; sus falanges cada vez más inquietas, acariciando sobre la tela la hoja que portaba en un bolsillo. Tenía las pupilas clavadas en su hermano menor. Por un instante llegué a pensar que iba a matarlo allí mismo, sin que nadie pudiera hacer nada para impedirlo.
Afortunadamente, Séamus se adelantó, más perspicaz y rápido que yo, dándole a Jimmy un puñetazo en el estómago que derribó al chico de su silla y lo dejó sin aliento.
Mi hombre pareció serenarse un tanto, observándole retorcerse en el suelo, solo removiéndose ligeramente para alcanzarle en el costado con la punta de su bota, en una suerte de patada perezosa. Chasqueó la lengua, mirando a su alrededor, desafiando a cualquier otro a actuar.
—¡Ahí lo tiene, mam ! —Ladró, con su voz áspera de fumador— ¡Esto es lo que pasa cuando intenta usted educar caballeros: un crío idiota y otro camino del patíbulo!.
Mrs Donovan se arrodilló junto al muchacho para socorrerlo, dedicándole a su hijo mediano una mirada casi agradecida, que Séamus correspondió con una leve inclinación de cabeza. El mismo alivio, créame, sentía yo. Mejor eso, por desagradable que fuera, que lo que quiera que le habría hecho Jack en su lugar.
—En fin, haced lo que os apetezca...—Se desperezó, antes de levantarse. —Yo me voy a echar un rato la siesta. Si para cuando me despierte os habéis ido, tanto mejor. Estúpidos es lo que más sobra en este mundo.
Me dispuse a seguirle escaleras arriba sin despedirme de nadie, con la esperanza de poder hablar con él en privado, pero se detuvo en el primer escalón.
—Ahora no tengo ganas de... eso. —Dijo, sin apenas volverse.— Mejor quédate aquí y ayuda a limpiar. Haz algo útil por una vez.
—Déjame subir a hacerte la cama, al menos. No he tenido tiempo de poner sábanas limpias en toda la mañana.
—¿Y a qué coño te has dedicado, si puede saberse?
—A atenderte a ti, jodido ingrato. ¡¿A qué si no?!
—No tientes a la suerte, mujer...—Gruñó, frotándose con ansia un ojo. Después señaló los peldaños con el mentón— Sube y termina pronto.
Pasé por su lado y le adelanté, moviendo las caderas ampliamente, buscando provocarle para captar así su atención, pero no funcionó. Permanecía agarrado a la barandilla, clavando en ella sus uñas sucias, los párpados cerrados con fuerza.
—¡Arg! Este montón de desgraciados me han dado dolor de cabeza...
Volví a bajar hasta él para ofrecerle mi hombro y que se apoyase, abrazándome a su cintura. Podía notarse aún el latido acelerado en sus costillas. La ira contenida no le sentaba bien, se le infectaba dentro del cuerpo como uno de esos humores de los que usted me habló, que envenenan la sangre si no se expulsan. Tal vez fuera porque le faltaba la costumbre, o porque llevaba demasiado tiempo sobrio y eso también produce su propia resaca.
—Jack, por favor, —le susurré quedamente, mientras ascendíamos— no dejes que se marchen solos.
—Acompáñales tú si te apetece. Pregunta si necesitan a alguien que cocine y remiende. O que les chupe la...
Tratar con él requería una dosis suplementaria de paciencia algunos días . Tenía la habilidad de ser muy desagradable cuando se lo proponía, y aquella tarde estaba particularmente inspirado.
—¿De verdad me estás dando permiso para que me... vaya con tus hermanos?—Pregunté con malicia.
—¿Es que no lo has hecho todavía?—sus yemas trepaban por mi espalda, los dedos moviéndose articulación a articulación, convertidos en patas de tarántula.
—Sabes que no.
—...Y solo por eso conservas los dientes. —Me aferró de la nuca con fuerza y me atrajo hasta su cara para mirarme fijamente a los ojos, con el suyo izquierdo inyectado en sangre por la jaqueca.— No lo olvides.
Me zafé de su presa para besarle. Lejos de irritarme, su posesividad me tranquilizaba, me enorgullecía y excitaba. Que me tuviese por cosa suya casi garantizaba que me cuidaría, que seguiría sometida a él, sí, pero como parte de la manada. ¡Oh, si usted supiera cuánto necesitaba entonces un lugar al que pertenecer...!
—Tienes que ir tú en persona.—Insistí con mi voz más dócil, intentando volver al tema anterior, cuando llegamos a la segunda planta.—Ya no es solo que ellos puedan morir, porque está claro que mucho no te importa; ¡es que te vas a quedar sin banda!.
—¡Cállate de una vez, zorra chalada! –Conocía perfectamente que los que hablaban eran su dolor de cabeza y su impotencia para mantenerlos unidos bajo su mando. En el fondo, solo me tenía a mí para conseguir la comprensión que no iba a obtener por otro lado.—¡Tú qué sabrás lo que me importa o lo que deja de importarme!
— Nadie va a confiar en un hombre que abandona a su propia sangre.
—¡Mira quién fue a hablar!
—Jack...
—¡Tonterías!
—Es algo inevitable. —Aseguré, empujando con el pie la puerta de su cuarto. El olor a moho y a cerrado lo invadía todo, pero preferí no abrir la única ventana para no irritarle con más luz.— Ahí abajo todos se están preguntando quién va a ser el siguiente al que dejes en la estacada a la primera dificultad.
—Así que ahora la puta es adivina...—Se soltó de mí, para caminar tambaleándose hasta el camastro deshecho.
—¡No, por Dios, Jack, pero pienso con la sesera! —Le observé desplomarse sobre el colchón de lana.—Nadie dará un centavo por la palabra de alguien que deja morir a uno de los suyos colgado con la lengua fuera como un perro fuera de temporada de caza.
—¿Sabes cuál es tu problema?—Frotó entre sí los talones de sus botas sucias, intentando quitárselas, sin éxito. Después orientó una de ellas hacia mí, señalándome y esperando asistencia— Los putos libros. Has leído demasiadas bobadas en las gacetillas. "Como un perro fuera de temporada de caza"...—me imitó.
—Tal vez deberías aprender tú, en ese caso...— Rodeé la cama, permaneciendo fuera del alcance de sus piernas sin atender a su petición, por si acaso. Dolorido y todo, lo veía perfectamente capaz de estar aguardando mi proximidad solo para derribarme.— E interesarte por alguna noticia que no trate sobre ti, para variar, a ver si así creas un hábito y encuentras algo con lo que entretenerte cuando no quede quien te siga.
Jack dejó caer los pies ruidosamente sobre el suelo con evidente fastidio y estiró los brazos hacia el lado opuesto, intentando alcanzarme.
—Tendría más tiempo para darte lo tuyo...
—Y hacer cinco o seis críos más a los que podamos ver morirse de hambre porque su padre no quiso moverse de casa un miércoles al mediodía. ¡Estupendo! ¡Gran plan, Jack!. —Le di un golpe al colchón con un sacudidor— Vas a tener que levantarte de todas maneras, porque no puedo hacer la cama contigo dentro.
Él se limitó a ponerse de costado, la cara hundida en una de las almohadas bordadas por su mujer.
—Échame entonces una sábana por encima y lárgate.
—El resto sí que se va a ir de verdad...— Suspiré y me senté a su lado, sin soltar todavía el palo del atizador.
—¿Y qué quieres que yo le haga? No es como si les estuviera obligando... ¡Que les jodan a todos ellos! ¡A ellos... y a Frank!
—Tampoco es que haya muchas opciones más.
—Ah, ¿no?
—Ya lo sabes: no hay dinero suficiente para marcharse ni comprar propiedades, y tú y yo no servimos para convertir esta tierra en una auténtica granja.
—Esta tierra no vale una mierda, esa es la verdad. Demasiado dura, demasiado... salada. Puedes notarlo cuando cabalgas y se te mete el polvo entre los dientes. Aquí no va a crecer nada. ¡Todo un país para escoger, y la vieja loca tuvo que quedarse con esta parcela!
—Aún podrías conducir las vacas un tiempo.— Aventuré, mirando al techo.
—No tardarían ni dos días en venir sus dueños a recuperarlas, en cuanto supiesen que el resto se ha largado.
—Y que solo estás tú y cinco mujeres. Menos una banda que una mercería.
—Alguno de los chicos ya sabe disparar...
—Sabes que aún no son buenos y la gente no perdona, Jack. —Intentaba apelar a su miedo, a su atrofiado instinto paternal.— Tú no lo harías.
—Eso si directamente no se llevan el ganado estos hijos de puta como regalo de despedida. ¡Joder! Debería bajar y matarlos a todos y que siguiesen a mi hermano al infierno.
—Deberías bajar, sí, pero para dejar a alguien a cargo y ponernos ya en marcha.
—No sé qué cojones ve todo el mundo en Francis...—Jack se dio la vuelta, tapándose aún los párpados con el antebrazo, lamparones de sudor bajo sus axilas.
—Que no está amenazando a los demás constantemente, por ejemplo.—Respondí, casi sin pensar.— Le obedecen porque le respetan. A ti te temen.
—¿Y tú?
—¿Yo, qué?
—¿También me tienes miedo?
Su mano palmeó mi muslo a tientas y yo se la apreté en silencio, acariciándole la piel encallecida con el pulgar. Resultaba mucho más fácil que contestar.
Tiré de él para semiincorporarlo.
—Voy a prepararte una tisana. Baja cuando puedas. Estaré ayudando a liar los petates de los demás.
CONTINUARÁ.
**Está previsto que
los nuevos capítulos salgan aproximadamente cada 3 o 4 días
.**
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*Squaw: una mujer nativa americana, especialmente cuando era tomada por esposa por un hombre blanco. Hoy se considera un término ofensivo.
Pequeño recordatorio de los diminutivos y/o nombres familiares anglos:
James=Jim=Jimmy
Francis=Frank
John= Jack (En este caso el personaje se llama "John Jeremiah". El diminutivo también serviría para Jacob)
Margareth=Peg= Peggy
Gillian=Jill
Bradford=Brad (También serviría para Bradley)
Richard=Rick=Dick=Dicky
*Séamus y Colin no tienen un diminutivo oficial, pero a lo largo de la historia usaremos "Sea" y "Col" para ellos.
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Por lo demás esta es la primera serie que termino y estoy muy feliz de poder compartirla con todos vosotros. Aún quedan algunos ajustes por hacer, pero lo principal ya está acabado. Esta introducción es el capítulo más corto, y el resto oscilarán en torno a una hora u hora y media de lectura cada uno.
Un saludo y gracias por leerme.