Las tres tardes de Miguel

Después de un tiempo en el dique seco, consigo por fin hacerme a un jovencito de los que me gustan.

Habiendo logrado que Luis me dejase su piso para dar mis clases, lo dispuse todo para lograr mi objetivo y convertirme en la arquetípica profesora particular que seduce a su alumno. La verdad es que tenía ganas de hacerlo cuanto antes, sentía una comezón en mi interior que me exigía ser poseída por aquel muchacho. La experiencia con Luis y su alumna no había estado mal, pero yo necesitaba un cuerpo adolescente para sentirme realmente satisfecha. Así que preparé un plan concienzudo para llevarme a la cama a Miguel. Lo primero de todo fue tomar las precauciones necesarias para no quedarme embarazada. Lo siguiente, esperar a que llegase el primer día de clase.

Todavía no iba a ocurrir nada, de modo que me vestí con unos vaqueros y un jersey un poco ceñido. Debajo llevaba una blusa semitransparente que dejaba vislumbrar un sujetador negro. Cuando llegó Miguel, nos sentamos a la mesa del salón para empezar a resolver los problemas que no entendía. Me quité el jersey como si quisiera ponerme más cómoda, y confié en la naturaleza adolescente de Miguel, que, sin duda, se excitaría en cuanto viese todo lo que tenía que ofrecerle. Para ir más aprisa, le rocé la rodilla con mi muslo. La primera vez apartó la pierna, la segunda se mostró un poco más reticente, y la tercera la dejó allí, hasta que, después de un rato, fui yo la que se retiró hacia atrás. Pero había dado resultado: Miguel no lograba concentrarse, y parecía como embebido en otras cosas muy diferentes de las matemáticas. Sin duda, su polla debía de estar completamente dura debajo de sus vaqueros. Sólo de pensarlo, me puse tan caliente que estuve a punto de dejar mi plan y lanzarme encima de él, quitarle la ropa y follármelo sin decir palabra. Pero me tranquilicé: sería mejor atenerse al plan establecido.

Aquella noche, supuse que Miguel se estaría masturbando en mi honor, así que decidí hacer lo mismo por él. Me lo imaginé tendido en su cama, en calzoncillos, sobándose el paquete arriba y abajo para terminar sacando su pene, masajearlo con furia y correrse como una bestia en celo, manchándose con su propio semen. Mientras todas estas imágenes cruzaban mi mente, mis manos recorrían mi cuerpo y se detenían con frecuencia en mi coño, hasta que, por fin, me detuve ahí y dejé que mis dedos me llevasen a los placenteros territorios del orgasmo. Es decir, que me corrí. Varias veces.

Al día siguiente volvimos a las lecciones de matemáticas, y de nuevo jugamos a rozarnos con nuestras piernas durante un buen rato. Pero en esta fase del plan había algo más, puesto que yo le miraba a los ojos directamente. Él rehuía mi mirada, pues, en su inexperiencia, no sabía si yo le invitaba a tomar la iniciativa o si estaba creando una barrera para que no fuese más lejos. La duda se leía en sus ojos, que iban del cuaderno a mi jersey –aquel día no me lo quité–, de nuevo al cuaderno, luego a mi cara, otra vez al jersey, al cuaderno, y así durante una hora interminable para los dos. De nuevo surgió en mi mente el deseo de acabar con aquel juego y pasar a realizar aquello que los dos deseábamos, pero también aquel día me impuse sobre mí misma. Pero ni siquiera pude esperar a la noche, en cuanto Miguel se fue del piso me quité la ropa y me tumbé en la cama, completamente desnuda, y me pegué dos horas de reloj masturbándome como una posesa. Menos mal que el tercer día era el definitivo. Ese día me puse ropa insinuante: una camiseta ajustadísima en la que se marcaban mis tetas –sin sujetador– y unas bragas rojas que se dejaban adivinar debajo de mis pantalones blancos.

La estrategia había dado resultado. Miguel llegó como una moto y no dio pie con bola en toda la tarde. Se veía claramente que lo único que ocupaba su mente era el sexo, que no podía pensar en otra cosa. Los dos días anteriores había sembrado el terreno para que sus fantasías estuviesen ocupadas por mí, pero el tercer día se había encontrado con algo más que una mujer deseable: mi ropa, mi respiración, mis miradas, todo indicaba que también yo podía desear. Sin embargo, decidí seguir con la comedia un poco más.

–Hoy no estás muy despierto –le dije–. Parece que estás en las nubes.

–Lo siento –balbució intentando inventar una excusa.

–¿Te pasa algo? –pregunté.

–N-no, n-nada

El pobre estaba a punto de estallar, la cuestión era si estallaba en lágrimas o en lujuria. Decidí que fuera esto último. Me levanté y me coloqué junto al sofá.

–Ven aquí y siéntate –le dije.

Una mirada nerviosa me dio a entender que estaba muerto de miedo, pero obedeció. Empecé a quitarme la ropa lentamente. Miguel me miraba atónito, sin decir palabra ni manifestar otra reacción. Me quedé en bragas y me senté junto a él. Puse su mano en uno de mis pechos y le besé en la mejilla.

–Tonto –le dije–, ¿creías que no me iba a dar cuenta?

Me sentía maternal con aquel muchachito tímido que no tenía ni idea de lo que le estaba pasando. Su primer contacto con una mujer, su primer beso, su primera cabalgada… Lo besé en la boca, la primera vez con torpeza, hasta que nos acoplamos en un beso largo y cálido.

–Te quiero –me dijo él.

–No digas tonterías y quítate la ropa –contesté.

Dicho y hecho. Se quedó delante de mí con sus calzoncillos azules, ocultando una polla erecta que luchaba por liberarse de su prisión. Lo cogí del elástico y lo atraje hacia mí. Pero en cuanto empecé a sobarle el paquete por encima del slip, noté cómo su cuerpo se ponía rígido. Lanzó un suspiro y empezó a eyacular, manchando el calzoncillo con una abundancia que me dejó impresionada. No pude hacer otra cosa que empezar a lamérselo. Aquello me puso a cien: su semen recién salido, caliente, espeso, oloroso, sabía delicioso y yo me estaba poniendo las botas. La erección de Miguel pareció disminuir por un momento, pero en seguida volvió a manifestarse en toda su plenitud.

Yo ya no aguantaba más. Me bajé las bragas mientras Miguel hacía lo propio con su slip. Pasamos a la habitación y allí, sin decir palabra, me tumbé en la cama y abrí las piernas. Miguel supo al instante lo que tenía que hacer, de modo que se tumbó encima de mí, y me penetró lentamente.

La sensación de tener nuevamente una polla dentro de mi coño me llevó a las regiones celestiales. Miguel se movía torpemente, se veía que lo único que le interesaba era correrse de nuevo, pero a mí me bastaba con poder abrazarlo, acariciar su joven cuerpo, su pelo, su nuca, su espalda, su culo, me bastaba con besarlo una y otra vez mientras su rabo se abría paso en mi interior con un ritmo endiablado que me llevó al orgasmo en poco tiempo. Para entonces él ya se había vuelto a correr y yo había creído enloquecer al sentir su semen invadiendo mi útero, cuando me sobrevino mi propio orgasmo como una garrampa de placer intenso y cálido.

No volvimos a hacerlo aquel día, pero los días siguientes fueron especialmente felices, para él y para mí. Los dos habíamos logrado nuestro sueño: él ya no era virgen, y yo estaba de nuevo en racha. Me esperaba un desfile interminable de jovencitos, sólo para mí.