Las tres nietas de don Sebastián

Sólo es un recuerdo de un verano en el pueblo. Hace ya mucho tiempo.

Las tres nietas de don Sebastián

Aquella mañana de verano, la recuerdo como una más en la larga sucesión de mañanas que precedían a nuestra llegada al pueblo. Siempre era la misma rutina y siempre seguía el mismo protocolo. Me despertaba con el ruido de mis padres haciendo los preparativos para el viaje: por un lado, mi madre revisaba el contenido de las maletas y de que nada se quedase, mientras que por otro lado, mi padre las cargaba en el coche y comprobaba que éste estuviese en buen estado. Recuerdo aquel viejo SEAT Ronda como si lo tuviese delante de mí ahora mismo. El color gris de su carrocería y el negro de los asientos. Mi padre lo había comprado en una subasta y lo había reparado en el taller de un amigo pues estaba realmente destrozado. Recuerdo las tardes acompañando a mi padre y aprendiendo cómo se arreglan las cosas. La verdad es que, a mí, no me apetecía lo más mínimo estar en aquel taller toda la tarde por aquel entonces, pero mi padre quería que me educase como un hombre hecho y derecho, debía aprender a arreglar cosas, a pelear y a ser duro. Supongo que hoy no estará bien visto por nuestro sistema educativo por tratarse de una educación sexista, pero es la que tuve y estoy orgulloso de ello.

Como decía me había despertado con los pasos agitados de mis padres comprobando que todo estaba listo aunque no me levanté de la cama sino que esperé a que mi madre fuese a despertarme como siempre y que me sacase de la cama para ir a desayunar todos juntos. Allí estaban mis hermanas, María e Inés, vestidas y sentadas a la mesa esperando todos por mí. Supongo que siempre estuve algo consentido por ser el único hijo varón y se me consentía casi todo. Nunca hice tareas domésticas y tenía libertad para hacer lo que quisiese. Sin embargo, tenía ciertas responsabilidades inherentes al hecho de ser el vástago varón y es que debía comportarme con dignidad. Quiero decir que mi padre jamás me hubiese perdonado ir a llorarle porque algún vecino me pegase, no defender a mis hermanas en el colegio…, es decir, no comportarme como un digno hijo de mi padre.

Continúo. Recuerdo el desayuno porque era el mismo de todos los años, el cual dejaba de ser el ligero desayuno de costumbre para pasar a ser una comida que nos ayudase a aguantar hasta que llegásemos a nuestro destino, pero que no tiene mayor trascendencia en esta historia. María e Inés charlaban de sus cosas y yo sólo comí con apetito mi desayuno, mientras mis padres comían su desayuno en ese mundo particular en el que vivían. Ellos siempre se estaban haciendo carantoñas y dándose besos, lo que me parecía vergonzoso cuando era un niño y, enigmático cuando me convertí en adulto. Pues siempre he sido un poco distante con las personas en general y con mis novias en particular. Con el transcurso de los años, siempre demostrándose el mismo afecto, es algo que nunca he visto normal pero que sigue sin ser relevante para esta historia.

Tras el desayuno, me duché, me vestí y me monté en el coche entre mis dos hermanas. Nunca entendí el porqué pero era una orden de mi padre el que yo estuviese entre las dos y las órdenes de mi padre eran algo que nadie discutía en mi casa. Supongo que es hora de hablar de mí y de mi familia puesto que no lo he hecho hasta ahora.

Yo soy Tomás Cabrera y, por aquel entonces, tenía catorce años. Mis hermanas, María e Inés, tenían quince y trece años, respectivamente. A pesar de que se llevaban dos años, estaban muy unidas entre sí cosa rara a esas edades en que dos años son una barrera bastante grande. Finalmente, mis padres, Eduardo y María. Él era firme y autoritario conmigo, a la par que cariñoso con mi madre y mis hermanas. Ella era dulce y cariñosa con todos.

A la hora de comer, llegamos al pueblo donde nos esperaba el resto de la familia. Mis abuelos, mis tíos y mis primos. Una larga lista de gente que iré presentando según se haga necesario puesto que creo que ya estoy aburriendo lo suficiente al personal. Tras la comida familiar, los hombres se fueron a charlar por un lado y las mujeres, por otro.

Al ser el único varón de entre todos los primos, tenía dos opciones: ir con mis primas o ir con los hombres. La verdad es que ninguna de las dos me gustaba así que opté por una tercera, saqué mi balón de baloncesto y fui a unas canchas de baloncesto que habían en el pueblo. Cuando llegué, no había nadie puesto que era un caluroso día de verano y me dediqué a hacer algunas canastas.

Un rato después, estaba chorreando de sudor y me giré hacia la fuente. Lo que me encontré fue una escena que auguraba un problema. Carlos y Diego, los hijos del vecino de mis abuelos estaban junto a la fuente. El verano anterior los encontré molestando a mis hermanas durante las fiestas del pueblo y les calenté la cara pues pese a ser un año mayores que yo y ser de pueblo- se dice que la gente de pueblo es más bruta que los de ciudad-. También, es cierto que les sacaba una cabeza a los dos de altura. El caso es que no creía que estuviesen allí para echar unas canastas conmigo y la verdad es que no me equivocaba. Sus gestos no eran nada amistosos, pero me extrañó que fuesen a intentar pelear conmigo puesto que en un año las diferencias habían aumentado todavía más. Se acercaron y me saludaron con socarronería. Algo tramaban contra mí y no era nada bueno, eso estaba claro. Lo que no entendía era el qué, sin embargo, un toquecito en el hombro y un golpe en la cara al girarme me lo aclararon. Su primo, el Manolo, era la pieza que cerraba el puzzle. Tenía dieciocho años, era tan alto como yo y pesaba veinte kilos más.

Un bestia de esos de pueblo que no valen más que para cargar sacos, pero que comenzó a darme golpes por todo el cuerpo mientras sus primos me sujetaban. La verdad es que perdí la cuenta de los golpes que recibí, hasta que quedé tendido en el suelo. Mi nariz y mi ceja chorreaban, por no hablar de todo el estómago dolorido. Sin embargo, cuando me levantaron entre Carlos y Diego, el Manolo me dijo algo que hizo que mi cuerpo se erizara, “Te voy a arrancar los huevos para que dejes de hacerte el chulito en el pueblo”. No sé de donde salió la fuerza suficiente pues apenas podía tenerme en pie, pero logré deshacerme de Carlos y Diego. Luego, salí corriendo hacia la casa donde refugiarme, pero no iba a ser tan fácil puesto que no podía correr como siempre y pronto sentí tras de mí al Manolo. No podía correr más, puesto que estaba destrozado, así que me metí en una obra y agarré el primer tubo de metal que encontré. Esperé agazapado en la sombra que aquella obra parada me ofrecía, oía como las pesadas pisadas del Manolo se acercaban poco a poco, oía su respiración agitada como la del cazador que sabe su presa próxima y, también, sentía que mi cuerpo poco más podía aguantar. Esperé uno, dos, tres segundos hasta que ví su cuerpo aparecer por la esquina. No recuerdo bien si miraba mientras le golpeaba o cerré los ojos, lo que sí recuerdo fue la sensación que recorrió mis brazos cuando la barra de acero impactó en su cara. Durante unos segundos, quedé paralizado ante la visión del Manolo arrodillado tapándose la boca con las manos, unas manos que dejaban fluir un riachuelo de sangre. Supongo que el instinto me hubiese llevado a golpearle por segunda vez si no hubiesen aparecido sus primos. No podía enfrentarme a ellos pues pronto agarraron dos barras de la obra, era una situación de tablas puesto que ni yo podía atacarles a ellos con esperanzas de ganar ni ellos podían enfrentarse a mí sin el riesgo de recibir un golpe, además, el Manolo estaba sangrando mucho. Ellos se fueron por un lado y yo por otro. Sin embargo, estaba realmente dolorido y fue entonces cuando la vi. Estaba tirado en la calle, mi vista se nublaba y una chica apareció ante mí. Era un ángel rubio con ojos azules y la cara más bonita que jamás había visto hasta entonces.

Supongo que he narrado esto con la fuerza con que viví ese momento puesto que no me estaba muriendo sólo estaba contusionado por los golpes y me sangraba mi ceja derecha por un corte que me había producido el primer golpe que recibí. Cuando estaba sentado en la calle, sólo veía borroso por la tensión del momento y el exceso de adrenalina, no eran mis últimos momentos de vida aunque lo pareciesen en aquellos instantes. Ella me llevó al interior de la casa, allí, me curó la herida en la ceja y me puso un algodón en la nariz. Me preguntó si quería tomar algo y le pedí un vaso de leche entera, “la mejor bebida que hay aparte del agua fresca”. Estaba sentado, observándola, mientras me preguntaba lo que me había pasado cuando llegó don Sebastián. Claro, no me había dado cuenta hasta entonces pero esa era su casa y, luego, me enteraría que mi ángel era su nieta. Don Sebastián era un íntimo amigo de mi abuelo y mi padre me mandaba a ayudarle con las cosas del campo cuando necesitaba algo de ayuda. Era como mi tío-abuelo. Ella se llamaba Luisa y tenía veinte años, era estudiante de medicina y estaba de vacaciones con sus hermanas en la casa de su abuelo.

  • Qué, Tomasito, otra vez te has metido en peleas con los del pueblo. No tendrás nada que ver con que el Manolo esté en el médico, ¿verdad?- me preguntó con una sonrisa. Yo sólo miré al suelo, avergonzado al verme descubierto, y él rió con una carcajada.- Eres igual que tu padre cuando tenía tu edad, siempre metido en peleas, ja ja ja

  • Abuelo- le reprendió Luisa- no deberías animarle a pegarle a la gente. No está bien abusar de los más débiles.

  • ¿Abusar?- miró don Sebastián con sorna a su nieta- Este chaval le acaba de hacer saltar los dientes a el Manolo. Ese bruto que te hacía llorar cuando venías a visitarme. Y el año pasado les dio una paliza a los hijos del Samuel que son un año mayor que él.- dijo orgulloso a la vez que me acariciaba la cabeza y Luisa me miró con una mezcla de reproche y de sorpresa.

El caso es que don Sebastián me dijo que me quedara a dormir allí para que mis padres no me viesen así en unos días y él les llamaría diciéndoles que me quedaría para ayudarle con las cosas del campo. Pasé aquella tarde de charla con don Sebastián que me preguntó sobre el curso y las notas mientras se tomaba una cerveza tras otra. Entonces comenzó a preguntarme por la pelea y las chicas. Yo le conté todo lo que había pasado en la pelea, pero respecto a las chicas le dije la verdad: que no se me daban muy bien. El caso es que pronto llegó la hora de ir a comer y, cuando llegué al comedor, allí estaban las tres nietas de don Sebastián. Luisa, la mayor, Laura, la mediana de dieciocho años, y Elenita, de diez años. Luisa era una belleza como he dicho, pero Laura pese a no tener los pechos de Luisa tenía la cara más linda que jamás he visto mi vida. Elenita era una muñequita rubia, una sonrisa que hacía brotar una llama cálida en el corazón de cualquiera que la viese.

Las tres habían hecho una cena que comí con gusto animado por don Sebastián. Ellas me preguntaban por la pelea y, sobretodo Elena, por los detalles. Fue divertido y dormí plácidamente cuando llegó la hora de dormir. Me prepararon una cama en uno de los dormitorios de la casa y allí reposé hasta que me levanté con ganas de mear a medianoche. Fui al baño a oscuras ya que mi memoria era buena y recordaba la disposición de la casa, pero el baño estaba encendido, a través de la rendija que dejaba escapar la luz de su interior. Lo que pude ver era algo que sólo ves en esas pelis que echan de madrugada. Luisa, ¡desnuda!, vi como se untaba de aceite el cuerpo tras salir de la ducha. La verdad es que se me olvidaron las ganas de mear y observé cada recoveco de su cuerpo mil y una veces que sus gráciles movimientos me permitieron. Era toda una hurí del paraíso que prometió Mahoma a sus fieles, un cuerpo fino y torneado, con pechos llenos como granadas maduras, su piel suave y delicada, sus manos y pies cuidados, sus labios suaves y humedos, su pelo mojado y rubio, sus ojos azules, era una diosa vikinga cuyo cuerpo me llamaba como los cantos de las sirenas a los marinos. Sin embargo, no tuve las agallas necesarias aunque quizás fue lo mejor visto lo que pasó más tarde y es que absorto como estaba en su cuerpo, no fui capaz de reaccionar cuando abrió la puerta y ahí nos quedamos mirándonos. Su cara pronto mostró una furia que me asustó más todavía que el hecho de ser cogido de esa manera, su mano cruzó mi cara dejándola marcada por una huella de su mano roja como un tomate y se marchó rauda a su cuarto.

Yo me quedé atónito en el mismo sitio durante varios minutos y me volví a mi cuarto como ido. Estaba excitado por el hecho de haber visto con mis ojos a aquella mujer y me sentía preocupado por las consecuencias que aquello traería.

Sin embargo, aquella noche soñé con Luisa y su hermosa anatomía. Su cuerpo fue mío de todas las maneras posibles que ofrece el mundo onírico, un mundo muy real hasta el momento en que te despiertas completamente. Lástima que las cosas no sucedan como en los sueños con esa facilidad.

Durante todo el día, trabajé en la casa de don Sebastián haciendo arreglos cargando sacos de comida para los animales. De todo un poco, hasta que llegó la noche de nuevo. Todo el día, incluso en la cena, Luisa me miraba con una mirada de odio profundo que me hacía sentir muy mal. Incluso Laura me preguntó qué le había hecho a su hermana para que estuviese tan enfadada, pero no pude contestarle. Afortunadamente, nadie parecía saber nada de mi indiscreción. Supongo que nunca sabré qué fue lo que pasó realmente, pero aquella noche, cuando estaba acostado en la cama, Luisa entró en mi cuarto. Se arrodilló en mi cama y me besó. Yo no sabía si eso era un sueño o era real, pero como si de un sueño se tratase, me dejé llevar. Dejé que sus labios me besaran y mis brazos la rodearon. Aunque yo tenía catorce años, medía uno ochenta y cinco, tenía el cuerpo de un hombre y su anatomía se mostraba frágil entre mis brazos. Nos fundimos en la cama y pronto ambos estábamos desnudos, acariciando nuestros cuerpos y pronto bajé a conocer mejor esos pechos que tanto me habían maravillado, mientras mis labios besaban esos pezones que alimentarían bien a sus hijos en un futuro, mi mano exploraba su entrepierna, esa rajita húmeda y velluda de hilos dorados. Esa rajita que pronto hice mía. Esa brecha en su cuerpo que invadí con fuerza y violencia con mi estoque. Ella gimió y pronto envestí una, otra y otra vez como hacían los animales en el campo. Golpeaba con ritmo buscando mi placer únicamente y pronto me derramé en su interior. Ella me besó y se acurrucó junto a mí. Caí en un profundo sueño en medio del calor de nuestros cuerpos y cuando desperté por la mañana sólo quedaba el aroma de su cuerpo en mi cama. O quizás, los restos de un sueño.

Continuará.

Bueno, para variar, animo a todos los que lean mi relato a que me escriban un comentario, sus impresiones. Si lo prefieren, pueden hacerlo a mi correo: martius_ares@yahoo.es