Las Sombras del Destino (4 y final)

La vida de un agente secreto es siempre intrigante. ultima entrega de la serie de este agente secreto que espero haya sido de vuestro agrado.

Las sombras del destino (4).

Llegamos a la estación de Kionsfov, en la frontera con China. Allí, unos agentes chinos muy serios, nos chequearon los pasaportes. El de Yanina, verdadero, no tuvo problemas para pasar, pero el mío parecía que tuviese algún defecto. Era un pasaporte francés. Falso como todos los que tenía. Tras varias preguntas y contestas en un mandarín algo imperfecto por mi parte, conseguimos pasar. El autobús estaba dispuesto para salir. Tuvimos que aguardar unos minutos para que eso sucediera, pero por fin estábamos ya en la carretera precaria que nos llevaría a Sêng Puâ. Unos 45 minutos tardó el autobús, repleto de gente, en llegar a la ciudad más al norte del imperio chino.

A nuestra llegada, nos dirigimos tras preguntar a un guardia, a la dirección que ponía en el mapa. Estaba cerca, así que fuimos caminando. El día había llegado, y con él, el alborotado trasiego de las ciudades chinas. Cientos de personas se molestaban al caminar por las avenidas de la ciudad. Otras cientos iban sobre sus rudimentarias bicicletas, cargadas con cajas de pollos y gallinas vivas en unas, verduras en otras y cualquier cosa que se pudiese transportar en otras tantas bicis.

Nos costó dar con la dirección. Preguntábamos a unas personas en una especie de mercado al aire libre y mientras algunas giraban en dirección por donde habíamos venido, otras apuntaban con sus dedos a que siguiésemos más adelante y torciésemos en la siguiente calle. Optamos por ésta última, con gran satisfacción al llegar a nuestro destino.

La dirección establecida en el mapa era una especie de frutería. La fruta tirada en el suelo, olisqueada por perros vagabundos y meadas por ellos, era recogida por gente que venía hasta allí para comprarla. Además, también se vendía comida elaborada en ese puesto, especialidades culinarias de la región, como carne de serpiente o aves que jamás había oído mencionar.

Pregunté a la anciana vendedora por el señor Piang. Hacía caso omiso a mi pregunta hasta que una joven salió de la trasera de la tienda, y en perfecto inglés nos mandó a seguirla. Salimos del puesto y rodeamos la calle. Entramos en una puerta roja que prohibía la entrada bajo castigo físico. Nos ordenó descalzarnos y entramos en un salón muy bien decorado, con mucha ornamentación china, tras dejar nuestras maletas junto a los zapatos.

El señor Piang era un amigo de Dimitrî. Habían hecho algunos negocios juntos, sobre todo, de venta de mujeres a proxenetas europeos. Piang tenía fama de ser de los que mejor vivían en la región, y así lo demostraba su casa. Yanina me había contado lo poco que sabía de este hombre, pero bastó con saber que podíamos fiarnos de él por las indicaciones de Dimitrî.

Piang estaba haciendo cuentas con un ábaco de madera. Al lado, una calculadora científica y muchos papeles escritos en su idioma. La joven que nos condujo hasta él, se sentó a su lado.

  • Bienvenidos a mi hogar – dijo levantando la cabeza y dejando sus cuentas a un lado.
  • Muchas gracias por acogernos – contestó Yanina colocando las palmas de sus manos juntos y haciendo una reverencia.
  • Es mi deber acogeros. Si la vida de la hija y del amigo de mi buen amado Dimitrî están en peligro, es mi deber acogeros y luchar por vosotros. – retomó la palabra el viejo chino y continuó – Mi sierva os conducirá a vuestros aposentos. Podréis vivir aquí el tiempo que sea necesario, sin preocuparos por nada. Mi casa es vuestra casa. En la ciudad no entra nadie extraño sin que yo sea informado. Tengo buenos amigos en la guardia de la ciudad. Podéis pasear tranquilamente y admirar la belleza de mi ciudad. Si necesitáis algo más, lo más mínimo, no dudéis en pedírselo a Yang. – terminó señalando a su sirvienta.
  • Es usted muy amable, señor Piang. – manifesté yo.
  • Muchas gracias de nuevo – dijo Yanina levantándose del cojín en el que estábamos sentados.

Seguimos a la sierva de Piang hasta una gran habitación. La puerta de corredera se abrió ante nosotros por la fuerza ejercida por la sierva en ella, y nos presentó nuestra habitación. Compartiríamos cama, pero no nos importaba. Una gran cama pegada al suelo, y unas pequeñas zapatillas muy finas para estar por la casa. La sierva se encargaría de traernos las maletas. Cuando lo hizo, nos mostró los rincones de la casa. Un patio interior con muchas plantas y una gran fuente en medio llena de plantas acuáticas y peces de colores. Un servicio bastante moderno, más allegado al europeo que al propio de la región. Cocina donde solo se permitía el paso a la sierva de la casa, Yang. Y el despacho que ya habíamos visitado al entrar en la casa. La habitación estaba equipada con una televisión grande pegada a la pared, que rompía la armonía de la casa tradicional china, y le daba el punto moderno. En el despacho de Piang ya me había percatado que le gustaba juntar lo tradicional con lo vanguardista, aunando televisiones y ordenadores con ábacos y utensilios tradicionales del país.

De vuelta al patio interior, Yang nos condujo a una puerta de color rosa en la pared del fondo. Abrió y la oscuridad se hacía notar al bajar unas pequeñas escaleras. Abrió la puerta que encontró tras ellas, y unas sutiles luces rojas y amarillentas nos presentaban un local. Unas 20 chicas andaban semi desnudas por allí. Se trataba de un burdel de categoría. En ese instante, solo había un hombre sentado en la barra, rodeado de dos de las chicas. Algunas hicieron el amago de venir a mi encuentro, pero un gesto con la mano de Yang las privó. Ahora comprendía el alcance del poder de este hombre en la ciudad. Era el rey de las putas.

Volvimos a nuestra habitación y Yang se despidió. Nos dejó solos. Tras el largo recorrido en tren, autobús y caminando para llegar hasta aquella casa, nos apeteció un baño. Nos dispusimos a darnos un baño, juntos, en aquella gran bañera que habíamos visto antes.

Nos desnudamos y entré yo primero. Mi polla estaba ya a punto de alcanzar su máxima longitud con solo el simple roce de las manos de Yanina en mi cuerpo al pasar junto a ella. Abrí el grifo y descendían sobre mí un chorro de agua hirviente que calmó mi cuerpo. Yanina pasó a mi lado y frotándome la espalda, recogía entre sus manos el agua que caía de mi cabello. Casi como un masaje, sus manos frotaban deliciosamente mi cuerpo, llegando a todas partes. Mi pecho, mi espalda, mis nalgas y mi polla. Sus pezones se clavaban en mi dorso. Acercaba jabón y lo desparramaba en sus manos para dejarlo caer luego sobre mi cuerpo. Palpaba mi pecho llenándolo de jabón y bajando por el vientre, hasta llegar a la entrepierna. Jugaba con sus dedos en mi polla, enjabonándola bien. Entrelazaba sus dedos entre los escasos vellos que allí encontró. Con la palma de su mano, restregaba por el tronco de mi miembro viril el jabón con suma delicadeza.

Me giré hacia ella. Nos besamos mientras el agua caía sobre nuestras cabezas, apreciando el sabor de ésta en nuestros labios.

  • Permiso – se oyó abriendo la puerta.

Estábamos destinados a no poder hacer nada nunca bajo el agua.

La sierva de Piang entraba portando unas toallas.

  • Siento molestar. – la desnudez de nuestros cuerpos ante sus ojos no quebró su seria, aunque bonita, cara. – He oído el agua de la ducha y pensé en traerles unas toallas.

Sin más, salió de la habitación del baño y cerró la puerta. Continuamos besándonos. Y la puerta volvió a abrirse de repente.

  • El señor Piang desea hablar con usted – añadió desde la puerta señalando para mí.
  • Dígale que enseguida voy.

Dejé que Yanina se duchase tranquila mientras yo me secaba. No dejaba de mirarla, pues su cuerpo era perfecto para ello. Me vestí y salí hacia el despacho. A la entrada, Yang me esperaba para abrir la puerta.

  • Siéntate por favor – me pidió Piang.
  • Usted dirá.
  • Dimitrî me contó un poco por encima lo que había pasado. Me gustaría que tú me terminaras de contar toda la historia.
  • Claro, no hay problema. – y comencé a contarle a partir de la muerte de Staughton.

El viejo miraba atentamente mientras le explicaba la historia. Yang nos presentó unas tazas de rico té rojo para cada uno y salió de nuevo del despacho de su señor. Mientras, Piang analizaba mis palabras como si estuviese meditándolas una por una.

Al finalizar, Piang se levantó y caminó en círculos. Conocía a Staughton de la época en la que trabajaba para el KGB infiltrado en China. Me contó cómo una vez, Staughton estuvo a punto de destapar su tapadera en París. Recordé lo que Dimitrî me había contado, también en París estuvieron a punto de atraparlo por culpa de Staughton, y se lo hice saber. Piang me dijo que en aquella operación, habían estado juntos Dimitrî y él, y que el agente de la CIA, Joseph Staughton, había echado todo a perder tras irse de la boca al ser apresado y contar los planes antes de ser rescatado y tener que dar muerte a los secuestradores.

Las palabras de viejo Piang eran de odio. Se alegraba por la muerte de aquel inútil agente. No comprendía cómo había sido nombrado jefe de una agencia, pues a sus ojos, era uno de los agentes infiltrados de la CIA en Europa con menos nivel y talento.

Departimos un rato a cerca de noticas que llegaban desde el exterior del país. Me confesó que Dimitrî lo había pasado mal cuando fueron a buscarme en su casa de Moscú. Pero que ahora estaba bien protegido y seguro, escondido en un lugar que donde no podrían encontrarle. Me tranquilizaron sus palabras. Se notaba que le tenía mucha estima al ruso, pues según siguió contándome, Dimitrî había apadrinado a una de sus hijas, y siempre habían sido muy buenos amigos y socios, después de retirarse casi al mismo tiempo del servicio secreto ruso.

Cuando regresé a la habitación, le comuniqué a Yanina que su padre estaba en buenas manos y alejado de todo peligro. La amistad con Piang le había salvado el culo en varias ocasiones y ahora era otra más para apuntar. Yanina se alegró muchísimo de oír mis palabras referentes a su padre, aferrándose fuerte a mi cuello y abrazándome.

Yang nos interrumpió para ofrecernos que la siguiésemos hasta el comedor. Era hora de almorzar. Exquisito pato a la naranja con arroz niang pui (arroz pegajoso que se come con las manos), carne de serpiente con curri y setas con bambú fueron el almuerzo. A Yanina le costó un poco aprender a utilizar los palillos para comer, pero con la ayuda de Yang, todo fue más fácil.

Por la tarde, seguros de que no pasaría nada y estarías a salvo, decidimos salir en compañía de Yang a conocer un poco la ciudad. Siempre cerca de casa, paseamos los 3 a medida que la china nos explicaba cosas interesantes sobre los templos que veíamos en nuestro caminar.

Por la tarde, ya de vuelta, cenamos muy temprano y departimos con Piang. Nos contaba historias suya y de Dimitrî, aunque omitiendo algunas escenas por respeto a la hija de su amigo. Seguramente historias de sexo e infidelidad con mujeres por todo el mundo.

Antes de irnos a la cama, Piang nos confesó varios secretos que guardaba consigo sobre la identidad de hombres del actual KGB y de la CIA. Además, nos ofreció un servicio de masajes para cuando quisiésemos. Tendríamos que pedírselo a Yang y ella nos mandaría a las chicas a nuestra habitación. Era una buena idea, pero mejor para más adelante.

Nada más desnudarnos en la habitación, comenzamos a besarnos y darnos caricias por todo el cuerpo. Yanina estaba más ardiente que nunca. Comía mi polla vehemente, mientras acariciaba mis testículos y de vez en cuando los chupaba y se los metía en la boca de uno en uno. Sin tiempo para que yo le hiciese nada en su coñito con mi lengua, se montó y cabalgó sin pensar en que estábamos rodeados de más gente, pues sus suspiros y gemidos eran altos, fuertes y claros. Se corrió tras varios minutos ejercitándose sobre mi cuerpo. Mi corrida esperó un poco más, y explotó entre sus grandes y blancas tetas mientras mi polla se regocijaba en ellas. Lamió mi polla todo lo que pudo entreteniéndola en sus pechos.

Cuando se acostó en su lado de la cama, decidí ir al servicio. Necesitaba evacuar el líquido que había ingerido en la cena.

Al salir del baño, unos ruidos me alertaron. Provenían de la habitación de Piang, justo de al lado. Asomé mi cabeza por el pequeño hueco que quedaba entreabierto de la puerta y mis ojos reaccionaron ante semejante escena.

Piang metía su larga y gorda polla en el ano de Yang. Los gemidores ruidos provenientes de la boca de la muchacha acertaban a explicar el ferviente placer que estaba asumiendo en ese momento. Mi polla se levantó de nuevo, rozando con la suave tela con la que estaba confeccionada la puerta, a la par que con madera. El viejo Piang pegaba fuertes cachetes en las nalgas de su joven sierva, a la vez que sacaba y metía su trabuco hasta el fondo del ano de la chica. Los golpes que proporcionaban sus huevos contra el coño de Yang eran escuchados desde mi posición sin ninguna duda. El viejo chino gemía menos fuerte que su sirvienta cada vez que hundía hasta el fondo su polla gorda en el orificio anal de ésta.

Cuando pareció que su orgasmo estaba ya por llegar, sacó su polla, y masturbándose, caminó alrededor de la gran cama de su habitación, llegando a la altura de la cara de Yang, que parecía gozosa de haber disfrutado de aquella larga y gorda polla dentro de su ser. Unas pasadas de la lengua de la joven por el glande del viejo, y fuertes chorros a presión desembarcaron del cuerpo veterano para aterrizar en la cara de la más que preciosa jovencita que los esperaba con la boca abierta de par en par, relamiéndose de gusto con la lengua a medida que el semen le llegaba.

Dejé de tocarme y regresé a mi habitación. Yanina permanecía dormida aferrada a una de las almohadas de la cama. Me acosté y no pude dormir. El pensamiento de lo que acababa de ver me desvelaba. Me vestí coherentemente y bajé por el patio a tomarme algo a la casa de citas de Piang, abierta las 24 horas del día. Un par de chicas se acercaban a mí, pero no les hacía ni caso. Tomé mi copa y regresé a mi dormitorio. Necesitaba dormir. Mi cuerpo me lo pedía a gritos.

4 meses después…….

Pasaba el tiempo y no teníamos indicios de que nos pudieran haber encontrado. Tuvimos el placer de contar con la visita sorpresa de Dimitrî, mientras su hija lloraba desconsolada a verlo. Pasó una semana con nosotros, disfrutando del placer que su gran amigo Piang le daba todas las noches regalándole para cada una de ellas, a 2 o 3 chicas y llevándoselas a su habitación, para deleite de mi viejo amigo ruso. Cuando tuvo que marchar, Yanina lo sintió mucho, y dándose muchos besos de cariño paternal en la boca, costumbre bastante arraigada en Rusia, lo despidió entre lágrimas. No sabría cuando lo volvería a ver, o si lo volvería a ver con vida, la verdad.

Hacía casi 2 meses que Dimitrî se había marchado. Teníamos noticias de él bastante a menudo. Nuestra vida rutinaria seguía anclada en el pueblo de Sêng Puâ. Todas las noches, el sexo era cada vez más presente en nuestra cama. Y Piang debía pensar lo mismo, pues todas las noches los seguía espiando a él y a Yang, aunque hay que decir que solo follaban por el culo, un culo que cualquiera se quisiera follar, pues el de Yang era hermoso, carnoso y con un agujero anal descomunal.

Piang me había instruido durante un tiempo en el arte de las finanzas en sus negocios. Llegó a colocarme al frente de uno de sus burdeles. Pagaba un sueldo bastante digno, y seguíamos viviendo con él en su casa. No dejaba que nos marchásemos. Nuestra compañía le agradaba, y a nosotros, la de él.

Una noche en la que Piang me informó de la llegada de unos ricos empresarios al pueblo, me pidió que los atendiese con todos los encantos posibles en el burdel. Gastaron muchísimo dinero en follar con muchas de las chicas, algunas nuevas e inexpertas en las artes sexuales, pero que pronto, amenazadas por Piang, encontraban el camino correcto.

La noche de la visita de los empresarios chinos al pueblo, por asuntos de trabajo con Piang, llegó una partida de nuevas chicas al local. Tanto Piang, como Yang y yo las examinamos de arriba abajo. Desnudas ante nosotros, sus pequeños cuerpos endebles parecía que se romperían con una polla dentro.

Me llamó mucho la atención una de las más jóvenes de la partida. Pêy apenas tenía los 16 años. Sus padres se la habían vendido a Piang por unos míseros rublos rusos. En la frontera del país, ambas monedas, la rusa y la china, eran aceptadas por igual.

Pêy contaba con 15 años exactamente. Su cuerpo, muy sensible, mostraba unas pequeñas protuberancias a modo de pechos, con grandes pezones color marrón. Una escasa pelambrera en la entrepierna. Medía alrededor del 158 cm y era fina y delgada. Sus ojos rasgados en color negro me llamaron mucho. No tenía temor a su nueva vida, y era bastante agresiva. Sin nada de experiencia sexual, pues Yang le había hecho un serio chequeo, producía en mí un fervor creciente.

Cuando las chicas comenzaron a trabajar, en ese mismo instante, tras desaparecer Yang y Piang tras ellas, me quedé a solas con Pêy. Bajé mi cremallera y saqué mi polla del pantalón. En un mejorado chino mandarín, le expuse que me la comiese. La chinita, de rodillas y sin nada de susto en el cuerpo o en la cara, obedeció. Toscamente, introdujo mi polla en su boca. Chupó como inexperta que era. Mal, aunque poco a poco, cogía el tranquillo. Agarrándola suavemente del pelo, le indiqué que se levantase. Toqué sus pequeños senos y apreté sus pezones. La cara de la joven había cambiado. Ahora estaba como más desinhibida. Pasé mi mano por su coñito, suave y virginal. Los gestos de placer eran ostensibles en su cara. Cerró los ojos y se dejó llevar por el dedo que había metido dentro de su cuevita. Urge un poco. Luego friccioné su pequeño clítoris y la chica parecía llegar al cielo. Le pregunté si se masturbaba. Me confesó que solo lo había hecho dos o tres veces, pero que era imposible casi hacerlo, pues dormía junto a su hermano y sus padres en la misma habitación.

Bajé mi pantalón del todo. Me quité la camiseta y quedé desnudo ante ella. Sobre la mesa del que era mi despacho, la senté. Abrí sus piernas y apunté mi polla despacio, muy despacio hacia su vagina. Introduje muy lentamente el glande. Y apreté hasta que reconocí, después de muchos años sin sentirlo, la rotura de su himen. Un pequeño latiguillo de sangre salió de su vagina mientras por su boca sonaba un quejido bastante seco. Un pequeño vaivén de reconocimiento, y todo para dentro. La muchacha dejó caer su cuerpo casi inerte sobre la mesa. La tenía sostenida con mis manos, aferradas a sus caderas. Aumentaba el ritmo y sus quejidos pasaron a ser gemidos gustosos. Coloqué sus manos en sus propios pechos y ella se magreaba mientras yo la seguía agarrando por la cintura. No tardó mucho en correrse. Luego yo. Sacando mi polla de su virginal coño, eyaculé sobre su vientre, cayéndole bastante semen en sus pequeños senos. Lo esparció por ellos, sin dejar de tocárselos con ambas manos.

  • Quédate esta noche en tu aposento. Hoy no trabajaras.

La feliz muchacha se deshizo en elogios por mis palabras y recogiendo su ropa, salió desnuda hacia su habitación.

Subí hacia la casa después de dejar a los hombres de negocios bien servidos y atendidos en el local. Cené junto a Yang y Yanina. Piang no quiso cenar. Me marché a mi dormitorio. Tenía en mente a Pêy. La jovencita que acababa de desvirgar podría ser la perfecta mujer para realizar una de las fantasías sexuales de mi novia Yanina. Cuando ésta llegó a la habitación, mientras se desnudaba y se metía en la cama, le conté lo de la llegada de las nuevas jóvenes para el local. Le hablé de Pêy, de su cuerpo y de la edad que tenía. Yanina no pareció escandalizarse, pues le gustaban mucho las jóvenes. Quería realizar un trío con una jovencita, y en varias ocasiones, bajó al local a ver si alguna le agradaba, pero ninguna fue de su gusto. A la mañana siguiente, bajaríamos a ver a la nueva, y podría tomar una decisión.

Efectivamente, antes del desayuno bajamos a ver a las nuevas chicas. Pêy, que dormía en su dormitorio compartido con otras dos chicas, fue despertada por Yang. La llevó ante nosotros y se la presenté a Yanina después de que Yang nos dejara a solas. Le conté que era virgen, pues no quería que se enterase de que yo la había desvirgado. Pareció gustarle mucho y enseguida me dijo que la llevase a la noche para nuestra habitación. Mi novia se había vuelto ninfómana de la noche a la mañana en el tiempo que llevábamos allí.

Tras darle ordenes a Yang de que no trabajase bajo ningún concepto, y contándole mis planes, Pêy pasó todo el día encerrada en su cuarto.

Tras la cena, la hice llamar. Se presentó en nuestra habitación. La sonrisa de Piang al verla en la casa se hizo patente. Él se encerraría con Yang y volvería a encularla como todas las noches, mientras que nosotros pasaríamos un buen rato.

Yanina esperaba en la habitación, desnuda sobre la cama. Hice pasar a la joven. Me desnudé y me acosté al lado de la rusa.

  • Desnúdate – ordenó en el poco chino que sabía Yanina.

La chinita obedeció como fiel perrito. Quitó su camiseta y luego la falda. Desnuda presentaba una ternura muy infantil. Era evidente que su edad así lo requería. Haciendo gestos con una mano, Yanina ordenó que se acercara. Pêy se arrodilló frente a nosotros, y permaneció atenta a la comida de polla que me ofreció Yanina. Metiéndose mi semi erecta polla en su boca, consiguió sin esfuerzo alguno ponerla dura. Pasaba la lengua por su longitud y volvía a metérsela en la boca, apretando los labios y dándome bastante placer. Mis ojos permanecían cerrados, dejándome llevar por el gusto que me daba mi mamadora. Solo los abrí cuando no noté su boca en ella. Agarrándola de la mano, Yanina hizo que la jovencita se arrodillase delante de mí, casi acostada en la cama, y metiese mi polla en su boca. La joven, inexperta, hacía lo mismo que había visto hacer a la rusa. Mejoró bastante la mamada del día anterior. Mientras la china mamaba de mi polla, Yanina aprovechaba para tocar la espalda y magrear el culo de Pêy, introduciendo sus dedos en la rajita de la chinita y frotándola a modo de masturbarla. Los gemidos de la china se enrollaban en mi polla, pues no la sacaba de su boca. Estuvo a punto de morderme en más de una ocasión, casi clavando sus dientes en mi miembro viril.

Escuchando las palabras de Yanina, la joven quinceañera se montó sobre mí. Comenzó a cabalgarme muy despacio. Sentía un pequeño dolor todavía con mi aparato dentro de ella, pero se extinguía a pasos agigantados, a medida que el placer hacía mella en ella. La ayudaba moviendo mi cintura arriba y abajo. Las penetraciones se hacían cada vez más intensas, oyéndose los gemidos graves de la chinita. Yanina permanecía mirándonos tumbada y tocándose su coñito. Se masturbaba viendo como me follaba a una niña de quince años delante de ella. El orgasmo de Pêy no tardó apenas ni 5 minutos en aparecer. Descendió de mí, y quedó en medio de los dos. Bajé y comencé a comerle el coñito. Yanina la besaba en los labios muy dulcemente reprimiendo sus gemidos. Acariciaba los pequeños pechos poniendo las manos de la joven sobre los suyos. Ésta, agarraba fuerte las tetas de la rusa, mientras sus pezones ya eran succionados por Yanina. Le pasaba mi lengua por su rajita y me la follaba con ella. Besaba su ano limpio de vello, y regresaba de nuevo a la rajita rosada de la chinita. Sentía movimientos encima de mí, pero no le hice caso. Seguía comiéndome el coñito de Pêy. Cuando levanté la mirada, Yanina estaba ofreciéndole su coño a la boca de la jovencita. Ésta, metía la lengua y lamía sin nada de experiencia, pero dándole un confortable placer a mi novia. Pêy volvió a correrse esta vez en mi boca. Al instante, Yanina hacía lo propio en la cara de la china.

Paramos un poco para luego continuar. Nos fumábamos un cigarrillo Yanina y yo, cuando de repente, Yang entró corriendo en la habitación.

  • Debéis vestiros y preparar las cosas. Acaban de informar al señor Piang de que llegaron 3 hombres extraños, preguntando por vosotros.

Exaltada, Yanina tiró el cigarrillo al suelo, y casi crea un incendio sobre las sábanas. Si Pêy no hubiese estado atenta, podría haberse quemado la casa. Nos vestimos y Yang acompañó a la jovencita de nuevo al local. Piang nos esperaba en la puerta trasera de su casa. Un coche, algo más moderno de los que estábamos acostumbrados a ver por aquellas tierras, permanecía con el motor encendido dentro del garaje.

  • Corred, id a Pekín. Allí, en la torre sur preguntad por Niang Sêng. Os proporcionará un traslado seguro y llegaréis a Hong Kong desde donde partiréis con la ayuda de un buen amigo de Dimitrî hasta Nueva Zelanda. Que los dioses os ayuden. – dijo Piang entregándome las llaves del coche.

Nos despedimos de él. Pusimos las maletas en el maletero del coche, y salimos en dirección a Pekín. Por el camino, paramos a comer algo en un pueblo. La noche era larga y todavía quedaban muchos kilómetros para llegar a Pekín. Estando en un pequeño bar, reconocí enseguida a uno de los hombres que bajaba de un vehículo. Se trataba de Perkins. Julius Perkins era un sicario de la CIA. Habíamos trabajado juntos en una pequeña misión en España, para liquidar a un empresario bastante adinerado de Galicia. Su desfigurada cara, llena de cicatrices por un incendio cuando era aún un niño en casa de sus padres, y su flacucho cuerpo, eran inconfundibles. Llevé a Yanina al servicio y la dejé allí metida. Reconocían los coches que había en los alrededores del bar. ¿Cómo sabrían que estábamos allí? Y ¿Cómo sabían cual era nuestro coche? Salí por un lateral del bar. Apostado detrás de un arbusto, esperé a que uno de los acompañantes de Perkins se acercara. Disparé directo a su pecho, cayendo en el acto. El silenciador del arma no dejó ni el mínimo ruido. Lo arrastré un poco, para cubrirlo con el arbusto. Luego me deslicé despacio hasta ver al otro, que venía en mi dirección. Agachado en el suelo, logré darle en un pie. Me levanté y disparé en su cabeza. Perkins oyó los gritos de su compañero. Acudió en su ayuda y me disparó. Afortunadamente, no me dio, empotrando la bala en un coche. Seguía agachado entre los pocos coches de aquel lugar hasta que pude ver la cara de Perkins. Apunté directo a su cabeza y la bala entró dejando un hueco en su nuca, por el que la sangre salía al exterior. Busqué a Yanina, y sin pagar, nos fuimos de allí.

Alternamos la conducción del coche. 2 días solo parando para comer. Dormíamos en el turno que no conducíamos. Llegamos a Pekín. La torre sur, un edificio de oficinas en el centro de la ciudad, era muy conocida. En recepción preguntamos por el nombre que Piang nos había dado. El pequeño hombre que se presentó me resultaba conocido. Había sido uno de los empresarios que visitó el burdel de Piang. Se fundió en un abrazo conmigo, como si nos conociéramos de toda la vida. No era muy típico es ese país dar abrazos, pero el hombre se sentía más moderno de lo que su país podía ofrecerle. Nos condujo hacia un pequeño aeropuerto en las afueras de Pekín. Desde allí, salimos a Hong Kong.

Con las señas que nos había entregado Piang al marcharnos, dimos con el amigo de Dimitrî. Éste, un hombre fuerte, calvo y barrigudo, de origen ruso, muy a su pesar, nos comunicó la muerte de Piang, y lo que era peor, la muerte de Dimitrî a manos de unos sicarios de la CIA. Supuse que serían aquellos a los que dejé muertos en el bar. Yanina se derrumbó y le costaba levantarse después de las palabras del viejo vestido de verde y blanco, con llanto en los ojos por la pérdida de sus amigos.

  • Os llevaré a un lugar seguro. Nadie podrá saber donde estaréis, ni yo tampoco. Tomad este dinero. Dimitrî me lo envió hace un tiempo por si teníais que llegar hasta aquí. – el viejo nos entregó un sobre con más de 300 mil dólares y siguió hablando – Os llevarán a Taipéi y desde allí, podréis coger un tren hasta donde vosotros queráis. Allí os perderé la pista y nadie nunca sabrá dónde estáis.

Uno de sus hombres nos llevó de nuevo al aeropuerto. Nos dejó en un avión comercial, y se perdió por la salida de la pista de aterrizaje. En el avión, solo había unos 20 pasajeros. Tampoco albergaba muchos más pasajeros.

Llegamos a Taipéi al atardecer. Un hombre muy serio, con las ropas de marca nos esperaba a pie de pista. Enseguida se dirigió a nosotros. Preguntó:

  • ¿Cuál es el sil más bonito del planeta?
  • "el sol naciente de mi país"- respondí.

Así nos cercioramos de que era el enviado del hombre viejo y barrigudo. Nos alcanzó a la estación cercana de tren, y allí nos dejó, marchándose en su pequeño coche.

Tras varios viajes, llegamos a donde hoy residimos.

Estamos perdidos en un islote de un pequeño grupo de islas en el Océano Pacífico, cerca de Australia, en un lugar maravilloso, donde hemos comenzado una nueva vida. He avisado a mi hermana de que las cosas están muy bien, tranquilizándola para que supiese que estoy en perfecto estado y anunciando la boda de su hermano con una mujer rusa de la que estaba locamente enamorado y también, anunciándole el nacimiento de sus dos sobrinos, una pareja de mellizos.

La vida ahora nos sonríe. Hemos desaparecido del mapa. Aquí no existe internet, no existen satélites espías y nuestros nombres han cambiado por el de nombres nativos de este paraíso. Vivimos en una gran casa, rodeada de mar por una parte, y jardines por la otra.

A pesar de la muerte de Dimitrî, Yanina se superpuso y ahora es felizmente una madre enamorada de su marido y sus hijos.

Mis días de agente han terminado y he quemado todos los pasaportes, tirado mucha información y olvidado por completo el pasado. De aquí ya no me moveré hasta que mis días acaben.

FIN.