Las sexoaventuras de Sergio (III)

Un relato más sobre Sergio y sus marranadas

25 Octubre

Hoy me ha pasado algo extraño con los gemelos. Estábamos en el entreno, durante un ejercicio en que había que correr bastante y los chavales se estaban agotando. En un momento dado, Gerardo, que es más tímido que su hermano, ha bajado el campo caminando, jadeando profusamente. Le he llamado la atención y ¡me ha mandado a la mierda!

-Vete a la mierda tío, ¡todo el puto entreno corriendo!

Me he quedado tan perplejo que no he podido reaccionar inmediatamente, lo que le ha dado tiempo a Gerardo a darse la vuelta y correr hacia el sitio del campo que le tocaba. De repente me he encendido entero. Se me han puesto las orejas rojas, como me suele pasar cuando me cabreo, y algún que otro jugador que estaba por ahí y había presenciado la escena había permutado su expresión sorprendida ante lo escuchado por otra de miedo ante mi rostro.

Ya me iba como una bala hacia Gerardo, que se tomaba sus 20 segundos de recuperación con que contaba la propia dinámica del ejercicio, cuando de repente he notado una mano firme agarrándome del codo y obligándome a detenerme. Me he vuelto como disparado por un resorte, pero mi interlocutor, ni mucho menos intimidado por mi actitud furiosa, me ha sonreído.

-Sergio, no le hagas caso. Hoy tiene un mal día; nos hemos peleado y se lo hace pagar a todo el mundo porque no tiene huevos a enfrentarse a mí. No se lo tengas en cuenta, ¿eh? Es un poco tonto. Yo me llevé todo el cerebro y él toda la gilipollez –me ha soltado seguido y casi sin respirar Alejandro, para terminar riéndose.

Sus maneras al hablarme, con sus ojos marrones clavados en el fondo de los míos, me ha desarmado completamente. Todavía sonriéndome y sin dejar de mirarme, se ha dirigido hacia la estación del ejercicio que le correspondía.

-¿Qué le has hecho? –he logrado articular entonces, el enfado sustituido por la curiosidad.

Su sonrisa se ha ensanchado y, entonces, ha echado a correr para contraatacar con dos compañeros más en el campo contrario.

Al terminar el entreno, Gerardo se ha duchado en un minuto y ha salido a escape del pabellón. Alejandro, por su parte, se ha tomado su tiempo y con calma y parsimonia ha abandonado el vestuario acompañado de un par de jugadores para volver a casa, por lo que no me he atrevido a abordarlo. No sé qué rollo se llevan estos dos, pero son más raros que el cagar.

Luego he ido a casa. Estaba solo así que he empezado a cascármela, pero me lo he pensado mejor y he hecho una perdida al móvil de mi novia. En 15 minutos han llamado al timbre de casa, y con la polla fuera del pantalón me he levantado a abrir. Cuando ella ha aparecido en el umbral de la puerta de casa, sin mediar palabra ni siquiera dirigirnos una mirada cómplice, se ha puesto de rodillas y me la ha comido allí mismo, aún con la puerta que da al rellano abierta. Es una campeona.

26 de octubre

Sigo un poco rallado por lo de los gemelos. Hoy ha venido Gerardo al principio del entreno y se ha disculpado conmigo, e incluso me ha dado las gracias por no “chivarme” a Javi. Supongo que me lo he ganado para un tiempo, aunque no me miraba a los ojos. A lo lejos, su hermano Alejandro controlaba nuestra conversación mirándonos por el rabillo del ojo mientras charlaba con sus compañeros.

28 de octubre

Lo de ayer fue… increíble.

Vamos por partes.

Hay un chico que se llama Alexis del cadete donde juega Jorge que lo hace francamente bien. Tiene dos años menos pero ayer lo subieron a nuestro entreno del junior. Es un chico no muy alto, juega de base y está buenísimo. Tiene el pelo de color negrísimo, corto, peinado en cresta, levantado, pero con un aire desenfadado, casi dando la impresión de ir despeinado. Sus ojos son también negros, siempre ligeramente entornados, con unas pestañas bastante más largas de lo normal; pero lo mejor de todo son sus labios, gruesos y carnosos. Es algo chulillo y siempre va haciendo morritos, como dando besos a todo el mundo. Está delgado y fibrado, con buenos hombros trabajados en el gimnasio. Y un culazo que te mueres, pomposo y subidito.

Y ayer se salió. Se pegó un entreno de madre, haciendo lo que quería. Los de mi equipo, que no son cojos, alucinaban con él. Una velocidad pasmosa con balón; corría y nadie podía pararlo, y cuando yo descansaba en la banda me fijaba en cómo se le marcaban los gemelos a cada zancada. Para mí estaba siendo un infierno de entreno, y la verdad iba bastante cabreado porque aunque quería impresionar a Alexis, no me salían las cosas y no podía centrarme con el chaval ahí al lado. Ya había empezado mal el entreno, porque una vez que él entró a canasta, me interpuse para detenerlo, con la mala suerte que tropezó y se me llevó en la carrera hacia el suelo por delante. Los dos en el suelo, él encima de mí, me miró, sonrió con chulería y me pidió perdón. Le devolví el gesto mostrándome mi blanca dentadura desnuda en una expresión de sorna y le respondí:

-No pasa nada, pero levántate que no soy de piedra.

Su sonrisa se ensanchó y, al levantarse, pasó su culo de concurso con toda la intención por mi paquete. Algunos nos reímos y al acto seguíamos entrenando como si nada hubiera pasado. Pero eso a mi ya me cruzó para lo que quedaba de hora.

Yo no era el único que iba pasado de vueltas. Fabio, un alero alto (metro noventa hace el cabrón) inflado de pesas y fuerte como él solo, salió al medio campo para intentar robarle el balón a Alexis en un contrataque, con tan mal hacer que el cadetillo, con un descaro enorme, se lo meó pasándole el balón entre las piernas y recogiéndolo una vez rebasó a mi compañero.

Nuestro entrenador paró el entreno y le soltó un broncazo a Fabio que todos nos miramos, pensando que la estaba cagando. Lo humilló recriminándole que un cadete se lo había meado como había querido y que él no había sido capaz ni de pararlo con una falta táctica. Mandó repetir la acción desde el principio y vi cómo Fabio se mordía la lengua, rojo de furia.

Sin embargo, y a pesar de la arenga del entrenador, la calidad de Alexis se volvió a imponer, e incluso consiguió repetir el túnel que justo acababa de hacer a Fabio. O estuvo a punto de conseguirlo.

Esta vez el balón volvió a pasar, pero Alexis no. Lanzó el balón por debajo de las piernas de Fabio; y cuando pasó volando al lado de mi compañero, éste soltó un codo que impactó contra el pómulo de Alexis, que cayó de espaldas al suelo como fulminado por un rayo.

Me fui directo hacia ellos. Alexis se retorcía en el suelo, con las manos en la cara, mientras Fabio, con su melena castaña perlada de sudor recogida en una banda en la frente, se lo miraba desde las alturas, serio. Llegué hasta el pequeño y lo tranquilicé; le separé la mano del pómulo para inspeccionarlo, pero no había ni sangre ni corte alguno; palpé la zona y no noté nada roto. El chaval gemía de dolor y había empezado a sollozar, con lagrimones que le resbalaban por los lados hasta el suelo.

Entonces me encendí como hace dos días con el gemelo. Me giré hacia Fabio y le increpé:

-¿Qué coño haces tío? ¿Se te va la olla o que?

A nuestro alrededor, todos se habían acercado. De reojo vi al entrenador, que callaba, rojo de la vergüenza. Él y todos sabíamos que la culpa era suya, no de Fabio. Mi compañero, sin embargo, no se amilanó:

-¿Qué pasa? ¿Es que ahora haces de enfermera, gilipollas?

Me levanté de un revuelo y me encaré con él. Me saca diez centímetros pero aplasté mi frente contra la suya, apretándonos. En realidad, Fabio es guapísimo. Sus abuelos son sicilianos y por eso a veces le hierve la sangre, pero tiene un rostro firme y precioso, con el cabello castaño sudado pegándosele al cuello ancho y fuerte, con un chupetón a un lado que ya había sido motivo de jocosos comentarios antes del entreno.

Sin embargo, y aunque me pone muchísimo, yo ya llevaba un par de días cabreado y ahora yo ya había explotado.

-Eres un subnormal, que te metes con un crío que te está meando, serás impotente, que con nosotros eso no lo haces –le solté de golpe y seguido.

Él, con una mano enorme y fuerte, me cogió de la pechera de la camiseta, a lo que respondí zafándome de un manotazo. Ya teníamos los puños preparados cuando los compañeros nos separaron, y fue entonces cuando escuché la voz del entrenador que, por lo visto, llevaba rato gritándonos.

-¿… coño hacéis? ¡Salid de aquí, pedazo de burros!

Ante una mirada mía que helaba la sangre, mis compañeros me soltaron. Yo estaba aparentemente tranquilo, pero necesitaba pegarme con alguien. Aun así me controlé. Me volví hacia Alexis, que, asistido por el segundo entrenador, era incorporado, aun doliéndose de la cara y los ojos rojos por los lloros de la impotencia. Cogí y me fui al lavabo, a mojarme la cara y tranquilizarme del todo.

Estuve allí varios minutos. Luego salí y, para hacer tiempo a que Fabio se duchara y así no coincidir con él en el vestuario, me dirigí a la enfermería.

Allí encontré a Alexis, solo, echado en la camilla y con una bolsa de hielo sobre el pómulo. Me dirigió una mirada mareada. Le sonreí.

-Eres más gilipollas… a quién se le ocurre hacerle un caño a Fabio. Dos veces –añadí, riéndome.

Alexis se incorporó y se sentó al borde de la camilla.

-¿A quién se le ocurre defender a un cadetillo con el que casi no ha hablado nunca? –me replicó, sonriendo con ese aire de chulería que le caracterizaba-. Ahora se van a pensar que somos novios.

Los dos reímos quedamente. Me acerqué y, con suavidad, le retiré el hielo de la cara.

-No lo tienes inflado, sólo un poco rojo.

-Pues todavía estoy mareado.

-Habrá sido más el susto que la hostia. No necesitas esto –le dije, tirando el hielo al suelo.

Los dos nos miramos. Sentí algo extraño cuando, pupilas contra pupilas, descubrí un brillo tímido en sus ojazos negros, bajo sus seductoras pestañas. En la penumbra de la enfermería, iluminada por una bombilla en un rincón, ese centelleo resaltaba doblemente, y parecía tener más que decir que cualquier palabra que profiriese. Puso los morritos que me atolondraban desde el principio del entreno, y entornó algo más los ojos al decir, con voz baja:

-Gracias, tío. Por defenderme antes y por cuidarme ahora.

Yo le levanté dos dedos.

-Me debes un par –le dije con presuntuosidad, guiñándole un ojo.

Él rio sin ganas.

-No me lo esperaba de ti –añadió, dubitativo.

-¿Ah, no?

-No. Todo el mundo dice que eres un cabrón. Y un guarro.

La última parte la pronunció con un tono provocativo en la voz. Medio sonreía, mirándome fijamente. Yo acerqué el rostro al suyo.

-¿Un guarro? No más que cualquier otro… no más que tu, seguramente –le susurré.

-Cierto –convino, entornando más los párpados-. No más que yo.

Entonces le pasé un dedo por los morros; esos labios carnosos, bien rojos. Y él, abriendo la boca, se lo metió dentro y empezó a chupármelo con fruición.

La tranca ya se me marcaba en el pantalón de entreno. El muy guarro alargó una mano y, sin dejar de clavar su mirada entornada y lasciva en la mía, empezó un sobeo por encima de la tela que terminó por despertármela. Me la coloqué con la mano libre –él seguía chupando mi dedo como un calipo- y la punta se me salió por encima del elástico. Me levanté la camiseta, mostrándole la cabeza de mi polla, y mis abdominales, en cuya base un caminito de cabello castaño parecía señalar hacia la cruz bajo la que se guarda el tesoro del pirata.

Alexis dirigió sus ojos hacia allí. Sonrió, con mi dedo dentro, mordiéndome sin presionar con los dientes. Se lo saqué de la boca, para de nuevo acariciar esos labios que me volvían loco. Él había pasado de cascármela por encima de la tela a jugar con el capullo, que ya soltaba presemen. Yo le agarré de la barbilla con suavidad para levantarle la cabeza y obligarlo a mirarme de nuevo.

-Tienes unos labios perfectos –le dije, para pegarle un lametón en los morros.

Él, poniendo morritos de nuevo, me respondió:

-Perfectos, ¿para qué? –y sonrió.

Entonces, sintiéndome como el que por fin levanta la copa que le acredita como campeón; como quien ha luchado durante meses, incluso años, por conseguir algo más importante que él mismo; como quien se ha pasado toda una vida deseando algo que está apunto, apunto de tomar con sus propias manos; como, en definitiva, un chaval cachondo como yo que se había pasado la última hora y media admirando esos labios y ese rostro angelical que alternaba las expresiones de concentración con las sonrisas de niño prepotente y las caras lascivas de cuando se bromea, le comí la boca en el mejor beso de mi puta vida. Mis labios ardían sobre los suyos; el cerebro me bombardeaba hormonas de placer, lo sentía vibrar en mi cráneo; notaba claramente la textura de sus labios, tersa, húmeda y dulce; la voluptuosidad de su forma, inabarcable, expansiva; la carnosidad de su volumen, sabrosa, melosa, esponjosa; y, mientras, nuestras lenguas se sobaban, se abrazaban y rodeaban, intercambiando saliva, apretándose, como combatiendo.

Apretábamos los labios del uno contra el de otro, moviendo la cabeza para gozar en diferentes ángulos y posiciones del morreo. Él me rodeó de los hombros, pegando su pecho contra el mío, y yo la agarré de las nalgas, que casi me cabían cada una en una mano, como a mi me gusta, y lo acerqué hacia mí, entrechocando nuestras pollas. Pude disfrutar del tacto de ese culo durito y pomposo, y él entrelazó sus piernas alrededor de mis piernas, aún sentado en el borde de la camilla.

Nos fregábamos las pollas, y yo la tenía durísima. Empezó a mover la pelvis de un modo hipnótico, sin despegar nuestras bocas que salivaban del placer. Yo no podía terminarme esos gruesos labios, estaba disfrutando como un enano de ese besazo. Empezaba a dolerme el cuello del esfuerzo de apretar, pero no podía parar.

En un momento dado, sin detener su movimiento de cintura, retiró un poco la cabeza hacia atrás para chuparme la lengua con esos morros. Enseguida volvió a pegar su boca a la mía y nuestras lenguas volvieron a darse de ostias. Yo no podía estar más cachondo, sudaba a mares y notaba que su polla se ponía más y más dura bajo su pantalón.

Entonces apreté con más fuerza sus nalgas, e interrumpí el beso para morderle el labio inferior. Él gimió brevemente y volví a la carga. De tanto en tanto él volvía a retirarse para comerme la lengua, y yo se lo devolvía deteniéndome a morderle el labio. Sus gemiditos pasaron a ser gemidos y su movimiento de friega se volvió más y más frenético. De repente, sentí cómo clavaba sus dedos en mi espalda, sin separar su boca de la mía la entreabrió para gritar de placer y noté cómo su cuerpo sufría espasmos que coincidían con sus embestidas de pelvis. Y su polla contra la mía convulsionaba con fuerza, soltando una corrida antológica que fue a morir a sus calzoncillos.

A decir por el tiempo que estuvo gimiendo como una cerda –gritos que quedaron ahogados por nuestro morreo- y el número de espasmos que experimentó, soltó suficientes chorros de semen como para llenar un vaso. Entonces seguimos morreándonos, ahora con menos pasión pero todavía sintiendo nuestros labios el uno contra el otro. Finalmente, y no sin antes morderle de nuevo el labio inferior, nos separamos, jadeando, tomando el aire a grandes bocanadas.

Sentía fuego en mis labios. Nos miramos fijamente y con esos morritos me regaló un besito final antes de mascullarme, con esos párpados medio caídos y la frente perlada de sudor:

-El mejor morreo de mi vida, Sergio. Brutal.

Yo le regalé la mejor de mis sonrisas.

-Debo admitir, y sin que sirva de precedentes, que también ha sido el mejor de la mía. Hasta el momento –añadí, guiñándole un ojo.

Él seguía jadeando. Nos separamos, y una gran mancha enmarcaba su paquete en el pantalón.

-Mi madre me mata –soltó, y los dos nos reímos.

Yo, por mi parte, me sobé la polla. Se me dibujaba un buen rabo, marcado por el pantalón. Me metí entonces la mano por debajo del calzoncillo y me la empecé a jalar lentamente; me la notaba al punto. Lo miré, o mejor dicho, lo admiré; recostado en la camilla contra un codo, se había retirado la camiseta blanca sin mangas de entreno, mostrándome unos abdominales y pechos lampiños y blanquitos; unos buenos abdominales, unos buenos pechitos bien marcados. Se pasaba la mano libre por ellos, y de tanto en tanto se retorcía un pezón, que tenía ya más duro que un pistacho. Me miraba con lascivia cómo me pajeaba, con la boca entreabierta, los morritos rojos y mojados por mi saliva. Se veía guapísimo, con el cabello negro despeinado, esos ojazos, esos labios…

Y muy, muy cachondo.

-Eres una puta, eh –le comenté, riéndome.

Me miró a la cara y se rio quedamente. Volvió a posar sus pupilas entornadas en mi polla. Se relamió.

-Alexis, tienes los mejores labios del mundo. Los quiero pajeándome. Quiero que me la comas –le espeté, liberando mi polla. El pantalón y los calzoncillos me cayeron hasta los tobillos, saqué los pies enfundados todavía en las zapatillas deportivas y chuté las prendas. Me quité la camiseta y la arrojé al suelo.

Alexis no sonrió esta vez. Sin dejar de mirarme, se quitó la camiseta, se bajó de la camilla y se arrodilló ante mí. Acariciándome los cuádriceps, endurecidos por el deporte, y todavía sus ojos fijos en los míos, fue acercando sus morros a la punta goteante de mi polla, que como una estaca apuntaba hacia el techo. Las venas se me marcaban cuando el cadete me la cogió con la derecha, apenas siendo capaz de apresarla toda. Entonces, con una lentitud que me exasperaba y me encendía a más no poder, aproximó a apenas un centímetro sus labios al capullo, donde se detuvo dos segundos, aún mirándome a los ojos, antes de besarlo para, finalmente, abrir la boca y engullir media polla.

Primero noté la humedad del interior de su boca; luego, tuve un escalofrío al sentir claramente la carnosidad de sus gruesos labios apresar el tronco de mi polla. Se detuvo así unos instantes, mientras pegaba lengüetazos al frenillo y el capullo, y luego comenzó a pasar sus labios arriba y abajo del tronco, apretando lo justo, sintiendo la más suave de las pajas que me han hecho con la boca provocar que se e endureciera todavía más la polla.

-Dios, la comes de putísima madre. Eres una cerda, Alexis…

Él seguía mirándome, y eso me ponía enfermo.

El ritmo de la mamada, al principio, fue lento. Subía y bajaba con parsimonia, como degustando centímetro a centímetro la tranca que a duras penas podía contener toda sin soportar arcadas, algo que sucedía alguna vez. A veces se detenía en la punta, haciendo ventosa con esos labios malditos, lamiendo el capullo con maestría y ferocidad, despertando gemidos que yo no podía controlar. Me iba sobando los huevos, que me colgaban cargados, y con la mano libre se pajeaba la polla, que le volvía a aparecer enderezada bajo el pantalón.

-Cómeme los cojones, puta –le ordené en un susurro.

Alexis, obediente, pasó a cascarme con una mano mientras me lamía primero un huevo, después el otro, para luego comérselos los dos. Entonces lo cogí con algo de brusquedad de la barbilla y lo llevé de nuevo a mi polla, que se tragó de un bocado, provocándole de nuevo una arcada de la que se repuso rápidamente. Volvió a pajearme con esos labios de ensueño, a embadurnarme la polla con su saliva, a dibujar eses con su lengua en mi tronco; y fue subiendo el ritmo, hasta que su paja labial pasó a ser una mamada frenética. Era un verdadero maestro; apretaba lo justo para  sentir la polla bien prieta, sin hacerme daño. Era como el culo soñado; ese ojete que, como un coño, se adapta, pero siempre aprieta más que un coño. Y la lengua me provocaba espasmos de placer. Yo ya jadeaba abiertamente. Y volvía a sudar como un gorrino.

Y él, en medio de ese frenesí de mamada, no dejaba de mirarme. Y yo ya no pude más.

Le cogí del cabello negro en punta, deteniéndolo, y procedí a follármelo por la boca salvajemente, mientras gemía sin control. Él también gemía, pajeándose con avidez. A veces se la metía hasta la base, y él se ahogaba. Aguantaba un par de segundos y luego continuaba con el vaivén. El muy cabrón seguía apretando con esos labios melosos.

-Come cabróóóóón –le grité.

Volví a clavársela hasta la campanilla, pero sorpresivamente, esta vez no sufrió arcadas. Aguantó como un jabato e, incluso, hizo una ventosa con los labios, mientras le daba un repaso a la base de mi polla, que me impidió retirarla con facilidad. Eso fue el colmo. Gimiendo como un poseso, comencé a lefarle el interior de la boca, embistiéndole con furia. Conté intuitivamente los chorros; como el chaval no se los tragaba, al quinto tuvo que entreabrir los labios, y la lefa se le derramó por la barbilla y le cayó sobre el pecho.

Y él, que seguía mirándome.

Mi polla continuó soltando trallazos. Yo me sentía convulsionar, extasiado, agarrándolo del pelo y conduciendo así sus labios arriba y abajo de la polla mientras me terminaba de correr. En esas oí como él ahogaba gemiditos con la boca aún comiéndose mi polla, y él mismo se dispuso a correrse mientras se pajeaba con energía, soltando chorros de semen que me cayeron en arco sobre las zapatillas deportivas.

Finalmente terminé de soltar leche, y retiré mi polla, aún dura. Sus morros estaban enrojecidos, el labio inferior y la barbilla bañados en semen, que todavñia resbalaba por sus comisuras. Él también jadeaba, exhausto; pero serio. No dejaba de mirarme. Abrió la boca, me mostró su interior –una bañera de semen- y procedió a tragárselo. Yo me reí.

-Menudo putón –comenté, jocoso.

En la enfermería había un rollo de papel higiénico que utilicé para lavar mi polla y, con una extraña suavidad que no pude evitar, el rostro de Alexis. Por primera vez, tuve deseos de besar a alguien después de follar, pero me reprimí. Él percibió mis intenciones y había acercado sus labios a los míos, y se sorprendió cuando me retiré, sin mirarlo a la cara. Me puse los pantalones de nuevo, y entonces reparé en mis zapatillas manchadas de su semen. Me arrodillé para limpiarlas con el papel pero Alexis me detuvo poniéndome una mano en el hombro.

-Tú no sabes cómo se hace –me sonrió con chulería.

Se arrodilló junto a mí, bajó la cabeza y con tres lametazos me había limpiado las zapatillas.

-Eh tíos, ¿qué coño estáis haciendo? Os oía desde el vestuario.

La voz tronó desde la puerta. A contraluz, la fornida silueta de Fabio se dibujaba en el marco de la puerta. El pánico se apoderó de mí. Era el final de mi vida, tal como la conocía.

Fabio iba desnudo, con una toalla rodeándole la cintura. Tardé un segundo en comprobar que tenía una erección… descomunal.