Las sensuales manos de Cecilia

Ella, con sus sensuales manos de experta masajista, le lleva a descubrir el límite del placer...

Hacía tan solo dos días que había recibido un sobre en su oficina. En él solo estaba escrito su nombre y dentro había una nota, pulcramente escrita con letras ligeramente inclinadas y perfectamente legibles.

"Martes día 12, a las 20:00 horas. C/Sierra Nevada nº 190-Ático. Cecilia"

Cecilia…. Aquel nombre le hizo recordar la noche vivida tan solo unos días antes en la que entre un grupo de amigos había compartido una agradable velada en la que se la presentaron. Tras la cena se habían marchado a un pub irlandés donde mantuvieron una agradable conversación.

Su delicadeza, su forma de expresarse, los leves y lentos movimientos que ella hacía con sus manos al hablar le llamaron mucho la atención. Era como si al mirarla viera su imagen a cámara lenta. El brillo de sus grandes ojos, su rostro delicado de facciones finas, sus cejas exquisitamente depiladas enmarcando el contorno de su expresiva mirada le hicieron sentirse cómodo con ella. Esa mujer le atraía, era exquisitamente delicada, sosegada, tranquila y eso le gustaba.

Hablaron de música, de literatura y en un momento determinado de la noche surgió el tema laboral. Era la primera vez que conocía a una mujer fisioterapeuta. Aquello le llamó la atención, sobre todo la manera tan fluida en la que ella hablaba de su trabajo. Él llevaba días con cierta molestia en su espalda y ella se ofreció a darle una cita en su consulta para intentar aliviar esa dolencia. Invitación que él había aceptado y la nota recibida confirmaba la misma.

Dejó su oficina con tiempo suficiente para trasladarse a la dirección indicada. Conocía la zona pero tuvo que callejear un poco desde el parking en el que había dejado su coche hasta el portal señalado con el número 190 de la calle Sierra Nevada.

Algo nervioso llamó al telefonillo indicado como ático y enseguida reconoció la voz de Cecilia al otro lado del interfono.

¿Si?

Hola Cecilia, soy Carlos.

Ahh, eres tú… sube.

Abrió la puerta y se adentró en el portal hasta llegar al ascensor en el que colgaba un letrero de "NO FUNCIONA". Aquello no supuso ningún problema para él. Si bien es cierto que su espalda estaba algo dolida, el resto de su cuerpo se mantenía en perfecta forma. Para algo le dedicaba cuatro tardes a la semana acudiendo a un gimnasio próximo a su oficina en el que practicaba boxing casi durante una hora.

Al llegar al ático, Cecilia le esperaba ya con la puerta abierta.

Veo que has encontrado bien el sitio, dijo ella.

Si, conozco la zona, he dejado el coche en un parking cercano.

Pasa, añadió ella, abriendo la puerta e invitándole a entrar.

No había imaginado la consulta así. Era un espacio totalmente diáfano, con el suelo de láminas de madera en tono avellana, paredes y techo pintados de color blanco. En el recibidor había un viejo perchero restaurado sobre el que dejó su abrigo y su bufanda, un gran espejo y una mesa alta y alargada de hierro forjado sobre la que había un ramo de azucenas naturales y una pequeña bandeja de cristal de Murano sobre la que reposaban ordenadas unas tarjetas de visita en las que podía leerse: Cecilia Peña. Fisioterapeuta. Especialidad: Masajes Ayurveda.

Al fondo de la sala, a la izquierda hay un cuarto donde puedes dejar el resto de tu ropa, y en el armario hay toallas. Dijo ella señalándole la estancia indicada.

¿He de desvestirme completamente? Preguntó él.

Si, si no te importa, así será más cómodo y el aceite terapéutico no te manchará la cinturilla del pantalón.

No hay ningún problema, añadió él.

Se dirigió al cuarto que ella le había señalado donde había varios galanes y mesitas auxiliares con pequeños cajones donde dejó las llaves, la cartera y algún que otro objeto personal que llevaba encima.

Se desnudó por completo, cogió una de las toallas del armario que anudó a su cintura, se calzó unas zapatillas blancas que estaban colocadas en el galán que había elegido para dejar su ropa y salió de la habitación.

La estancia principal estaba dividida como en pequeñas salitas por unos biombos que impedían ver el resto de las estancias. Ella le esperaba ya preparada en una de ellas.

Bueno, siéntate en la camilla e indícame exactamente el lugar de tu espalda que más te molesta.

Es aquí, dijo él señalando la parte baja de su espalda, en la zona lumbar.

¿Has hecho algún esfuerzo extra? ¿Desde cuándo te molesta? Preguntó ella palpando la zona.

Practico boxing cuatro días a la semana y llevo unos cuantos notando cierto malestar.

Está bien, túmbate boca abajo e intenta relajarte ¿de acuerdo?

De acuerdo, contestó él mientras se tumbaba en la camilla.

Se quedó un rato tumbado y en esos minutos pudo presentir como la estancia se llenaba de un suave aroma a incienso. Le gustó ese olor, era dulce sin llegar a ser empalagoso y sentía que le relajaba.

Empezó a sonar una música de fondo. Ella volvió vestida con una bata blanca, muy parecida a un kimono, con el cuello mao y sin mangas.

Bonita música, ¿quién canta? Preguntó a Cecilia.

Ivan Lins. Es un cantante de jazz brasileño.

Suena bien, me gusta esa música.

Por cierto Cecilia, he leído en tus tarjetas de visita que eres especialista en masajes ayurvada. ¿Qué son exactamente?

Carlos, has de intentar relajarte o no podré hacer bien mi trabajo.

Perdona Cecilia, solo era curiosidad.

En ese momento sintió como el aceite terapéutico caía sobre su zona lumbar y ella procedía a empezar a extenderlo con las palmas de sus manos. Las sentía como flotar sobre su espalda, presionando solo aquellos puntos en los que su dolencia se marcaba pero que empezó a sentir aliviada según pasaban los minutos.

Está bien, dijo ella, no tiene importancia. Son masajes terapéuticos que tienen su origen en el Nepal. Se emplean aceites y hierbas para equilibrar los elementos internos del cuerpo, limpian los chacras y ayudan a abrir los niveles más profundos de la mente para aliviar dolencias como la artritis, la ciática, desarreglos digestivos y problemas de la columna vertical.

Según ella iba hablándole, él se sentía cada vez más relajado. La música, el incienso, su dulce voz y sus manos estaban contribuyendo a un nivel de bienestar casi desconocido por él.

Sus manos se movían lentamente desde su cóccix, subiendo por toda su espalda, dibujando cada vértebra de su columna hasta llegar al nacimiento de su pelo. Notaba como a veces, sus manos describían círculos o las yemas de sus dedos presionaban ciertos puntos concretos de su ancha espalda.

Se sentía orgulloso de su cuerpo. A sus treinta y seis años se mantenía en forma. Se cuidaba con una buena alimentación y el ejercicio físico había torneado esculturalmente sus músculos que se señalaban perfectamente delineados en todo su cuerpo.

Ella observaba su espalda mientras la masajeaba, pero también se había fijado en sus brazos, atléticos, al igual que sus piernas.

Hacía algún tiempo que él depilaba semanalmente su cuerpo. Pecho, vientre, muslos y piernas. A ella le gustaban los cuerpos depilados que además, hacían mucho más ligero su trabajo. Los aceites y bálsamos empleados se deslizaban mejor y hacían más efecto en las pieles depiladas absorbiéndolos mejor.

Tras unos cuarenta y cinco minutos en los que Cecilia masajeó concienzudamente su espalda, le pidió que se levantara la toalla y la situara justo de manera que solo cubriera sus nalgas.

Vertió aceite a la altura de uno de sus tobillos y lo extendió desde su base hasta la parte alta de sus muslos, acariciando sus pantorrillas, presionando sus corvas al pasar por ellas

Ahora necesito que te des la vuelta, Carlos.

Él se levantó y se posó boca arriba sobre la camilla. Cecilia empezó a masajear su torso desde el cuello. Él se mostró algo aturdido, si el dolor estaba en su espalda, ¿por qué ella masajeaba ahora su pecho?

Continuó relajándose al sentir la agradable sensación de sus femeninas manos sobre su tórax y su vientre. Dio un respingo en la camilla cuando sintió como ella retiraba la toalla que cubría su sexo y lo dejaba desnudo. Notó como ella separaba sus piernas y flexionaba sus rodillas, exponiendo totalmente sus genitales. Las manos de ella empezaron a acariciar suavemente sus testículos.

Sus manos tomaron su sexo entre ellas y empezaron a acariciarlo primorosamente, variando la intensidad de su estímulo según la presión y la velocidad que ejercía sobre él.

Carlos notó como empezaba a excitarse, como un cosquilleo le recorría el cuerpo desde su pelo hasta los dedos de sus pies. Sus pezones se habían puesto duros y sus músculos habían empezado a tensarse. No entendía nada, pero le agradaba lo que sentía y no se veía con fuerzas para decirle a Cecilia que parara.

Ella presionaba la base de su pene, deslizándolo hacia arriba y después hacia abajo, alternando el masaje con ambas manos, primero la derecha y luego la izquierda.

La delicadeza de sus manos era exquisita, incluso cuando ella empezó a presionar su glande ligeramente. El aceite empleado que embadurnaba sus manos, permitían que todo su sexo se deslizara suavemente entre ellas y la sensación al sentirlo sobre su glande era tremendamente excitante para Carlos que intentaba respirar pausadamente, intentando recuperar el ritmo de su corazón que latía como el de un potro a punto de desbocarse.

En ese momento, una de sus manos se deslizó por sus ingles y poco a poco se fue aproximando a su perineo, acariciándolo con esmero.

Carlos se sintió algo incómodo, nunca le habían masajeado así esa parte, tan cerca de su ano, pero oyó como ella le musitaba que no se preocupara y nuevamente, él siguió respirando.

Lo acariciaba lentamente mientras que su otra mano seguía abarcando toda la plenitud de su sexo.

Placer, un placer inmenso era lo que sentía Carlos, como si lo transportara a un mundo casi irreal. Él había mantenido relaciones con algunas mujeres, pero no recordaba que ninguna le dedicara tanto rato a su zona más sexual. Era como si flotara entre nubes, envuelto en el seno de una de esas Diosas hindúes con multitud de brazos que recorrían sus párpados, su barbilla, sus axilas, sus muslos

Estaba muy excitado. Los músculos de su vientre estaban tensos y notaba un ligero temblor en sus piernas, como cuando se tiene frío y se tirita.

En ese preciso momento, ella introdujo en su ano y con la mayor de las delicadezas uno de sus dedos. El placer de Carlos fue tal que no pudo evitar eyacular sobre su propio vientre mientras un gemido se le escapaba de sus mismísimas entrañas.

Se levantó de la camilla sobresaltado.

Tranquilo, Carlos, no pasa nada, oyó como Cecilia le decía y la veía aparecer tras el biombo.

¿Estás bien? Le preguntó ella

Si, si, dijo él mientras se miraba su vientre completamente limpio.

Te has quedado dormido, debías estar cansado y te has relajado tanto que el sueño te ha vencido, le sonrió ella.

Durante unos minutos Carlos se sintió aturdido, como si no supiera dónde estaba o lo que había sucedido. En realidad se había dormido, justo en el instante en que ella había empezado a masajear sus piernas y el profundo sueño en el que había caído le había llevado a soñar con ese momento en el que él creía que ella masajeaba algo más que su espalda.

¿Estás bien de verdad? Insistió ella. ¿Quieres que te traiga algo de beber?

No, de verdad, estoy bien, gracias Cecilia. ¿Qué hora es? Preguntó

Son casi las once de la noche, respondió ella.

¿Las once? Madre mía, que tarde es, siento haberme quedado dormido y que aún no hayas podido marcharte.

No te preocupes, no pasa nada. No quise despertarte. Además de la tendinitis que tenías en tu zona lumbar, creo que estás falto de sueño, por eso no he querido despertarte.

Si, tienes razón, ando muy liado en el trabajo últimamente y duermo poco. Será mejor que vaya a vestirme.

Algo más tranquilo volvió a entrar en el cuarto en el que había dejado su ropa y se vistió lentamente. Aún se sentía levitar.

Cuando salió, Cecilia ya había recogido la consulta y estaba terminando de apagar las luces.

De verdad Cecilia, siento mucho haberme quedado dormido.

No te preocupes, suele pasarle a muchos de mis pacientes.

¿Puedo invitarte a cenar? ¿Me permites que lo haga?

No es necesario, Carlos, dijo ella sonriendo.

Si aceptas me sentiré mejor por lo que ha pasado, estoy avergonzado.

Está bien, pero no te sientas así, no has de avergonzarte, ya te he dicho que suele pasar. Por cierto, esto es para ti, le dijo mientras le entregaba un CD.

¿Qué es? Preguntó él.

Es el disco de Ivan Lins que sonaba, te lo he grabado mientras dormías.

Eres encantadora, gracias.

De nada.

Y juntos abandonaron la consulta, bajando las escaleras y dirigiéndose a un modesto restaurante situado a tan solo unos portales del de Cecilia.