Las revisiones de mamá.

- Por favor Jorge, será sólo un momento, no me quedaré tranquila si no me dejas mirarlo.

Puntual, como cada mañana, mi siempre fiel despertador CASIO se hacía notar veinte minutos antes de las ocho. Un buen rato después, cuando a duras penas conseguí incorporarme en el borde de la cama, observé que tras las cortinas se adivinaba un soleado día junio.

Corría el año 2004, época en la cual yo intentaba terminar exitosamente el bachillerato, así como las pertinentes pruebas de selectividad. Por aquel entonces, yo contaba con 18 años y unos cuantos meses, no era un estudiante extraordinario pero me las solía arreglar para salir siempre airoso de cualquier atolladero academico. Mi gran afición era el deporte en general y el baloncesto en particular, actividad que compaginaba con los estudios desde mi infancia. Vivía con mis padres en una transitada ciudad de Valencia, a unos ocho kilómetros de la capital.

  • Hola hijo, ¿qué tal?

  • Bien - contesté con voz casi inaudible.

  • Hoy ya terminas todo, ¿no?

  • Sí. - confirmé.

Mi madre no tenía porqué madrugar, pues se dedicaba a las labores del hogar, pero siempre estaba en la cocina cuando yo me disponía a desayunar. Normalmente yo no era demasiado dado a conversar con mis padres, pero aun lo era menos por la mañana. Además, aquel día terminaba la selectividad, por lo que en mi cabeza sólo tenían cabida los apuntes de filosfía, valenciano e inglés.

  • Me voy.

  • Vale hijo, mucha suerte, ven que te dé un beso.

No solía decir nada para despedirme, mi reticencia a hablar en casa era tal, que me limitaba a mostrarme ante mi madre con la mochila para que ella intuyera que era la hora de marcharme. Entonces, ella me acompañaba a la puerta y me despedía con un beso.

Mi madre tenía por entonces 42 años, por los 45 de mi padre. En general era una mujer guapa, destacando sobre todo un cuidadisimo cutis, perfecto lecho para unos alegres y almendrados ojos verdes. Su estatura no iba más allá del metro sesenta, pero conservaba una silueta fina y cuidada, por pura constitución corporal. No gozaba ni de un trasero fuera de serie ni de unos pechos descomunales, simplemente presentaba una figura correcta, ligera y jovial. Sin duda, sus puntos fuertes residían, por un lado, en su rostro y por el otro, en su piel tersa y tostada.

La verdad es que su rostro constituía el más moroboso de sus atributos. Además de un cutis cuidado al extremo y de unos ojos verdes almendrados, tenía una nariz perfectamente colocada, los pómulos un tanto marcados y unos labios carnosos perfectamente contorneados. A parte de esto, tenía algo especial en su manera de sonreír; además de mostrar unos dientes bastante bien formados, sus ojos se achinaban ligeramente al tiempo que un sexi hoyuelo emergía junto a la comisura de sus labios. Todo ello le otorgaba cierto aire pícaro cuando sonreía.

Por su parte, mi padre era un hombre bastante corriente físicamente, siendo su brillante inteligencia su mayor atractivo. Esta virtud le había permitido alcanzar un buen puesto de trabajo como subdirector de una sucursal bancaria en Valencia capital. Desde entonces, pasaba mucho menos tiempo en casa en comparación con años anteriores, cuando todavía era un empleado de banca más, de eso que te atienden tras la ventilla.

  • ¿Qué autor has cogido tú?

  • Nietzche. Es el que mejor domino para hacer las disertaciones.

  • Pues yo prefiero Platón, pero también he cogido a Nietzche porque Platón no estaba.

  • Bien, ya veremos qué tal nos ha ido.

  • Sí.

El último día de selectividad se desarrollaba satisfactoriamente, con sus tensiones y esperas eternas, pero estaba saliendo todo bien.

El bachillerato, sobre todo en su primer curso, se me hizo un tanto duro. Solía envidiar a todas aquellas personas que ya habían pasado por ese trance y gozaban de su puesto de trabajo. También envidiaba mucho a mi madre, la cual llevaba a cabo sus tareas domésticas con total tranquilidad y sin presión alguna, ajena a mis estuerzos y sufrimientos. Siempre tenía ese pensamiento rondando mi mente, especialmente en días de examen.

Mientras yo agonizaba en las aulas, mi madre disfrutaba, sobre todo, leyendo las revistas que venían con el periódico de los domingos y escuchando un programa de radio matinal que se prolongaba hasta la hora de comer.

Sentía especial curiosidad e interés por temas relacionados con la alimentación, pero nada le hacía disfrutar más que un buen artículo o un buen programa radiofónico que versara sobre asuntos relacionados con la medicina. Después, nos solía repetir hasta la saciedad todo lo que aprendía. A veces, incluso llegaba a apuntarse datos en una libreta que guardaba celosamente en un cajón del mueble sobre el cual se posaba el teléfono fijo.

  • Han dicho en la radio que el sésamo tiene mucho calcio, deberías comer de vez en cuando.

  • Ya ves tú, para eso ya tomo leche.

  • No es lo mismo.

  • Pues bien. - Concluía yo la escueta coversación.

Era una situación muy repetida en mi casa, el pan nuestro de cada día.

  • He leído que la uva previene el cáncer.

  • Qué tontería. - Decía por decir algo.

Normalmente los conocimientos de mi madre solían quedar en agua de borrajas, como una mera curiosidad que nunca llegaba a ponerse en práctica. Pero a veces se ponía un poco terca y había que claudicar.

  • Jorge, luego te voy a mirar los lunares.

  • ¿Qué dices?

  • Sí, que hoy ha dicho el doctor de la radio que hay que vigilarlos bien, que si se controlan pueden acarrear problemas en la piel.

  • Los míos están bien.

  • No, no, luego te los miro que no cuesta nada.

Estas situaciones eran habituales desde que yo tenía uso de razón; un día tocaba revisión de piojos, otro día revisión de lunares, otro revisión de las uñas de los pies para controlar que no se clavaran en la piel, revisión de los poros negros de la cara, revisión de las durezas de los pies, revisión de las muelas del juicio, etc.

Aunque batallaba bastante con mi madre para tratar de evitar sus revisiones, realmente no me importaba mucho que las llevara a cabo, pues me hacían sentir más tranquilo, ya que en ocasiones tenía razón en lo que decía y tampoco me costaba nada dejarme revisar por ella. Era sólo discutir por discutir.

Por fn terminó la selectividad. Tras un largo coloquio con mis compañeros de clase sobre los exámenes realizados, fuimos en busca del tranvía para poder regresar a casa.

Sobre las seis y cuarto de la tarde el tranvía hizo acto de aparición. Al subir tuve la suerte de econtrar un asiento con relativa facilidad, pues la mayoría de los estudiantes se habían marchado hacía rato, en otros tranvías anteriores. Una vez sentado y acomodado, caí en la cuenta de que todo había terminado, que ya podía estar tranquilo a la espera, únicamente, de los resultados, los cuales preveía aceptables.

Mis compañeros fueron abandonándome parada tras parada hasta que me quedé sólo, pues yo era el que más lejos vivía. En ese momento me relajé por completo y pensé en toda la tensión acumulada que guardaba en mi cuerpo.

Aunque tenía novia desde hacía más de dos años, pensé que necesitaba hacerme una buena paja al llegar a casa, para poder relajarme completamente y descansar mejor. Así, de paso, aguantaría más con mi novia cuando nos viéramos por la noche. Con todo el ajetreo de aquellas fechas, llevaba unos cinco días sin masturbarme, cuando yo solía hacerlo una vez al día o, como mucho, cada dos días.

  • Próxima parada, Torrent Avenida. - Anunció la megafonía del tren (necesitaba coger tranvía y tren para llegar a casa).

Salí del tren al tiempo que echaba un último vistazo a una madurita de muy buen ver que viajaba en el vagón contiguo al mío, subí las escaleras a pie como buen deportista que era, introduje en bono-metro en la máquina y por fin puse mis pies en las calles de mi ciudad. Tras casi una hora de viaje, ya sólo me separaban de mi casa unos escasos diez minutos a pie.

-¡Ese Jorge! - Voceó alguien desde un coche.

No acerté a ver quién era, así que me limité a levantar la mano para devolver el saudo.

Rebusqué afanosamente en el bolsillo pequeño de mi mochila, hasta que acerté a encontrar las llaves de casa. Podría haber tocado el timbre, pero no me gustaba molestar sin motivo justificado.

  • Hombre, ya está aquí mi hijo. ¿Cómo te ha ido, cariño? - Preguntó mi madre, deseosa de recibir información.

  • Creo que bien.

  • ¿Sí? ¿Cuándo os dicen la nota?

  • Dentro de dos semanas. Nos tienen que llamar del instituto. - Apunté.

  • Deberías merendar algo. - Propuso ella.

  • No tengo ganas, ya cenaré. - Contesté.

Lo cierto es que nunca merendaba los días que no tenía entrenamiento de baloncesto, por lo que ese día no sería una excepción. Mis planes eran bien distintos; consistían en ir al baño a hacer de vientre y aprovechar la coyuntura para vaciar mis testículos sin compasión alguna. Tenía una buena colección de instantáneas mentales de estudiantas con poca ropa que se habían paseado por el campus universitario durante los días de la selectividad.

Llamé a mi novia para concretar cómo íbamos a quedar para la noche y me tumbé unos minutos en el sofá para descansar un poco. Mientras tanto y con permiso del sueño que empezaba a invadirme, me recreaba mentalmente tratando de recordar los mejores fotogramas de aquellas estudiantas calientes.

  • Jorge. - Dijo mi madre mientras se acercaba al sofá.

  • ¿Qué?

  • Hoy ha hablado el doctor Beltrán en la radio. - Informó.

  • ¿Y qué? - Respondí con cierta insolencia.

Seguramente iría a contarme alguna de sus teorías medicinales, tal vez la manera adecuada de limpiarse los oídos o quizá las ventajas de desayunar arándanos. La escuchaba porque era mi madre y le hacía ilusión contarnos esas cosas, pero me importaba bien poco.

  • Ha hablado del aparato reproductor masculino. - Anunció.

  • Muy bien.

La verdad es que esa temática no era muy habitual en sus informaciones, por lo que tomé un repentino interés por escuchar lo que decía mi madre.

  • Dice que es muy importante asegurarse de que los testículos no tienen ningún tipo de bulto extraño y que no haya nada raro en el pene, especialmente a tu edad.

  • Pues bien. - Dije yo, disimulando mi sorpresa por la situación.

  • ¿Tú te has revisado bien todo eso alguna vez? - Se apresuró a preguntar.

  • Yo que sé mamá. - Contesté para salir del paso.

  • Pues eso es importantísimo, y más a tu edad. No ves que esos bultos pueden ser cancerígenos.

  • Que sí mamá.

  • Haz el favor de mirártelo bien, no cuesta nada hacerlo y puede evitar problemas muy serios. - Prosiguió.

  • Muy bien. - Concluí.

  • Por favor te lo pido eh, hazme ese favor. - Dijo con tono de súplica.

  • Que sí, vale. - Contesté finalmente.

Pese a que me sorprendió un poco que mi madre me hablara sobre ese tema, no le di mayor importancia. Nunca había notado nada raro, así que no tenía ninguna necesidad de auto-inspeccionarme mi aparato reproductor. Así que me levanté y me dispuse, por fin, a ir al baño tal y como tenía pensado desde hacía rato.

Mientras subía las escaleras (vivíamos en un chalet de dos pisos), recordé que mi novia me había pedido que le llevase un CD de música que se había dejado en mi casa. Así que fui a mi habitación a buscarlo, antes de que se me olvidara. Me había dicho por teléfono que el CD estaría dentro de una carátula que no era la suya, por lo que me llevaría un tiempo econtrarlo.

Al abrir el armario de mi habitación, acerté a ver un póster enrollado, de Jenifer López, que guardaba cuidadosamente. Me lo había regalado un compañero del instituto hacía ya un año, durante una celebración navideña del amigo invisible. Realmente daba buena cuenta de aquel póster, pues tenía por costumbre estirarlo sobre mi escritorio al finalizar mis tardes de estudio, bajarme los pantalones, sacar mi polla erecta al aire y restregársela a la buena de Jenifer por su cara. Al principio, por conservarlo en buen estado, eyaculaba en la papelera de mi habitación o en una camiseta que tenía reservada para tal propósito. Pero con el paso del tiempo, acabé permitiéndome la licencia de llenar de semen tan bello rostro impreso en papel. Por eso lo guardaba enrollado, para evitar que mi madre o quien fuese, se percataran de tal desfachatez sexual.

La visualización de aquel póster, irremediablemente, demostraba que la teoría psicológica de la asociación de ideas era cierta. Bastaba con ver el póster enrollado para sentir deseos de zafarme de los pantalones y meneármela salvajemente. Eso hizo que mis ganas de masturbarme aumentaran, pero antes debía encontrar el CD de música.

  • Uy, ya ha entrado una mosca. - Anunció mi madre mientras se disponía a subir las escaleras.

Apenas presté atención, pero escuchaba de fondo los pasos de mi madre acercándose a mi habitación, aunque primero fue a la suya para guardar unas prendas de ropa que acababa de recoger del tendedero. Mientras tanto, yo seguía centrado en la búsqueda del dichoso CD musical.

  • Oye Jorge - Espetó mi madre desde el umbral de la puerta.

Absorto en mis pensamientos y mis acciones, no me percaté de su llamada.

  • ¡Jorge! - Me llamó nuevamente, con mayor énfasis.

  • ¿Qué? - Contesté.

  • ¿Te acuerdas de lo que te he estado hablando antes?

  • Claro.

  • He pensado que sería mejor si me dejas que te mire yo, así me quedo más tranquila porque sé que tú no lo vas a hacer. - Explicó.

Jamás habría imaginado que mi madre llevase su afán revisionista hasta tal extremo, no podía creer lo que acababa de oír.

  • Pero ... ¿qué dices?, no, no hace falta. - Me apresuré a contestar, casi como un reflejo instintivo.

  • Mira, es una cosa muy importante, no vamos a tardar nada. - Trató de convencerme.

  • Que no mamá, pero que tontería es esa. - Continué negandome.

  • Jorge, por favor, es un momento y así nos quedamos los dos tranquilos.

  • Yo ya estoy tranquilo.

  • Pues yo no, Jorge, y no lo voy a estar hasta que no te lo mire, porque seguro que no lo has hecho nunca y a saber lo que podrías tener ahí. Entiendo que te dé vergüenza, pero soy tu madre y te he visto miles de veces desnudo, además, es una buena causa. - Siguió explicando.

  • Sí mamá, tú lo has dicho, cuando era pequeño. - Traté de contraargumentar.

  • Jorge, por favor, es un asunto muy serio, no vamos a tardar nada. Déjame revisártelo al menos una vez, ya no lo haré nunca más. - Suplicó.

Realmente mi madre tenía las mejores intenciones, siempre velando por nuetra salud. Me daba bastante corte la situación, pero mi madre me estaba haciendo sentir mal por no concederle lo que me pedia. Yo sabía que su intención era la mejor y que no se quedaría tranquila si no le permitía hacerme una revisión, por lo que empecé a dudar.

  • Bueno ... no sé ... - Balbuceé dubitativo.

  • Venga cariño, por favor, sólo quiero saber que está todo bien.

  • Ya lo sé.

  • Va, venga, ven aquí. - Indicó mi madre, mientras se sentaba en la silla de mi escritorio.

Tanta insistencia obtuvo su fruto; por fin accedí a la petición de mi madre, tratando de tomarme aquello con la mayor naturalidad posible.

  • A ver, acércate y bájate los pantalones. - Ordenó mi madre desde la silla en la que permanecía sentada.

Estaba un poco nervioso por la sorprendente situación que se había desencadenado, pero obedecí sin rechistar. Me bajé los pantalones primero, quedándome en ropa interior. En ese momento me entraron dudas y quedé un tanto paralizado.

  • Va hijo, que no tenemos todo el día. - Apuntó mi madre.

Para mayor sorpresa, fue ella misma la que, ante mi parálisis momenténea, bajó raudamente mis calzoncillos, dejando mi polla, aún flácida, quedó al descubierto.

  • Bueno ... vamos a ver ... - Susurró mi madre.

En ese momento, con mi aparato reproductor a escasos veinte centímetros de los verdes ojos de mi madre, ésta agarró mi pene para sujetarlo con su mano izquierda, mientras con la derecha, comenzó a palpar mis testículos con yema de los dedos.

Al estimularme los testículos, noté cómo mi polla comenzaba a despertar bajo la palma de su mano izquierda.

  • Bueno ... - Decía mi madre de vez en cuando, como quien silba mientras realiza su trabajo.

Teniendo en cuenta el número de días que llevaba sin aycular, no pude evitar que mi polla empezara a crecer sin control alguno. Mi madre se percató de ello, pero supongo que lo tomó como un acto natural, por lo que porsiguión con su exahustiva exploración testicular.

Pronto se dio cuenta de que sus dedos sujetaban un pene totalmente erecto.

  • Vaya, ya no hace falta que la sujete yo. - Dijo con tono jocoso, poniendo esa sonrisa de aire pícaro.

Acto seguido, dejó de sujetar mi miembro erecto, liberándolo de su mano izquierda.

Hasta entonces no había tenido ningún tipo de pensamiento obsceno, pero aquella acción me ofreció una visión completamente morbosa; mi madre manoseaba mis huevos mientras mi polla tiesa apuntaba a su cara, con sus carnosos labios a menos de quince centímetros de mi grueso glande.

  • Bueno, no te he notado nada raro en los testículos. - Informó, con una media sonrisa de satisfacción iluminando su rostro.

Yo no decía nada, no era capaz siquiera de articular palabra.

  • Ahora el pene, aunque está un poco difícil ... - Dijo haciendo referencia a mi tremenda erección.

En ese momento, mi madre llevó su mano buena, la derecha, hacia mi miembro yerto, evolviéndolo cuidadosamente con sus dedos.

Una vez hecho esto, deslizó sus dedos tratando de bajar mi prepucio lo máximo posible.

  • Vamos a ver ... - Susurró a la vez que mordía su labio inferior.

Mi glande había quedado completamente al descubierto, a diez centímetros de sus labios. La situación me estaba empezando a excitar sobremanera; hasta yo podía notar el olor a polla de mis feromonas excitadas, y si mi madre la tenía a diez centímetros de su hermosa nariz, sin duda alguna debería estar inhalando intensamente aquel lujurioso aroma, lo cual me excitaba todavía más.

Mi madre se percató enseguida de que el prepucio bajaba más de un lado que de otro, lo cual pareció llamar su atención, ya que trató de comprobarlo bajando y subiendo el prepucio unas cuatro o cinco veces, las suficientes como para que mi excitación se tornara irreversible.

  • Bueno ... a ver esto ... - Proseguía con su revisión.

Después se dio cuenta de que tenía algunos restos de suciedad en el borde del glande, justo por el lado en el que menos bajaba el prepucio, por lo que solían acumularse con más facilidad.

Bajó de nuevo la piel al máximo para poder dejar el glande lo más descubierto posible, lo cual ejercía más presión sobre mi frenillo y hacía que mi excitación fuese en aumento.

  • Voy a quitarte esto ... - Explicó.

Tras conseguir eliminar la suciedad acumulada, comenzó a palmar el tronco del pene con su mano izquierda, mientras con la derecha mantenía mi prepucio completamente retirado hacia abajo.

  • Enseguida termino. - Anunció.

Entre la limpieza del glande y la inspección del tronco, mi madre llevaba ya unos tres minutos manteniendo mi frenillo al límite, con mi prepucio completamente bajado para poder verlo todo mejor.

De pronto, noté cómo algo comenzaba a subir con bastante fuerza y velocidad.

  • Esto ya está ... - Decía ella.

Pero apenas hubo acabado esa frase, con su mano derecha manteniendo todavía el prepucio reitrado, mi polla palpitó entre sus dedos, hinchándose aún más si cabe, avisando a su modo de lo que podía ocurrir.

  • Mamá ...

No dio tiempo a más, un primer chorro de semen brotó de mi aprisionada polla, yendo a parar al antebrazo derecho de mi madre, la cual contemplaba la escena atónita, sin articular palabra alguna y sin apartar su mirada de mi liberado glande.

A las pocas décimas de segundo, un nuevo y pontente lechazo salpicó el precioso cutis de mi madre, decorándolo cual hilo de seda colgado entre un lateral de su nariz y la parte superior del pómulo de ese mismo lado.

Tras esto, inconscientemente, llevé mi mano a mi polla, agarré la mano derecha de mi madre y empecé a moverla a ritmo de paja, como para sacar toda la leche de la mejor manera posible. Esa maniobra posibilitó la estracción de un par de chorros más; el primero fue a parar al muslo derecho de mi madre y el segundo, algo más débil, cayó en al suelo.

Cuando me di cuenta, yo ya había dejado de guiar la mano de mi madre, pero ella sola continuaba realizando el movimiento de vaivén de toda buena paja.

  • Jorge ... - Acertó a decir, por fin, al tiempo que apuraba sus últimos vaivenes.

  • ¿Qué? - Susurré como puede, en pleno éxtasis.

  • Está todo bien. - Dijo mirándome a los ojos desde aquella silla de madera.

Acto seguido soltó mi pene, llevó esa misma mano a su cara para retirar el semen de ella y, sin dejar de mirarme, se levantó.

Finalmente, dio media vuelta, salió de la habitación y se marchó escaleras abajo.

Desde entonces, la radio sigue sonando en la cocina de mi madre, las sabias palabras del doctor Beltrán continúan llenando las páginas de aquella libreta de rayas y las revistas del periódico de los domingos todavía se acumulan en la mesita del salón. Pero aquello, aquello jamás volvió a suceder.