Las Reliquias de los Primeros

Cuando el Orden Blanco se impuso, los primeros hombres dejaron tras de sí las herramientas oscuras de su poder: objetos poderosos capaces de doblegar sin límite voluntad y carne, de modificar la misma materia y de atraer hacia quien los posea riquezas y autoridad. La justicia y la ambición de los

CAPÍTULO UNO

"Una y solo una"

El joven Thorsten cabeceaba a cada rato y no prestaba atención al camino. Se limitaba a cabalgar tras los pasos del caballo de su sierva sombra. Ni siquiera conocía el nombre de aquella aldeucha hedionda en la que estaban ya entrando y donde harían fonda esta noche. Para él todas eran iguales. Poblachos de cuatro casas cochambrosas y una taberna que siempre estaba llena de patanes campesinos y mujeres gritonas, melladas y de cabello sucio. A él le gustaban otra clase de hembras: las damas jóvenes aunque algo mayores que él, delicadas y con modales. Y sobre todo de familias ricas, como su nueva sierva. De cabello fino y dorado, buenos senos y mejores tragaderas.

La sierva detuvo su caballo en la desierta plaza de la aldea, frente a la moribunda antorcha que anunciaba una posada. Descendió con cierta torpeza, remangándose el vestido sin mucha maña, ató su caballo y esperó de pie en el lodazal a que arribara el caballo de su señor.

—Me traes siempre a sitios de mala muerte, idiota —se quejó el joven señor cuando llegó a su lado y vio al aspecto de la posada.

Thorsten bostezó largamente, se llevó la mano bajo la pechera abierta de su gabán y se rascó. Entonces bajó de su montura, prácticamente de un salto, se estiró y, separando un poco las piernas, se acomodó con la mano la verga bajo el pantalón, hasta que estuvo cómodo.

—Bien, entremos —ordenó entonces—. Parece que va a llover de nuevo.

En plena noche la posada se hallaba tranquila. Quedaban solo tres o cuatro clientes, borrachos ya y durmiendo con la cabeza apoyada sobre las mesas, roncando ruidosamente. Incluso el tabernero daba cabezadas, sentado tras la barra en la penumbra. La mitad de las lámparas de aceite se habían apagado ya y los rincones de la taberna estaban sumidos en la oscuridad.

El joven Thorsten recorrió el pasillo entre las mesas y sus pasos resonaron pesados sobre los tablones del suelo. Llegó hasta la barra y golpeó con los nudillos sobre la superficie de madera.

—Eh, despierta —dijo—. Mi acompañante y yo tenemos hambre.

El hombre se sobresaltó en su asiento, sorprendido por el repentino ruido. Levantó los ojos y se extrañó al ver a un joven serio y ceñudo chasqueando los dedos a un centímetro de su cara, con impaciencia por ser atendido.

—Buenas noches, señor. Me había quedado traspuesto. Suele haber poco movimiento en Molinos del Rey a estas horas de la noche.

Thorsten achinó un poco los ojos y observó al hombrecillo. No era más que un alfeñique bastante mayor que él y al que el joven le sacaba una cabeza de altura, siendo generosos. Era pequeño y muy delgado, con un pelo rubio y fino y la piel pálida como la de una doncella. Solo uno de los brazos del joven abultaban más que todo el cuerpo de aquel pobre miserable.

—Si tienes ternera sírvenos dos piernas, y el mejor vino del que dispongas. También necesitaremos una habitación.

Thorsten dejó caer el último hueso roído sobre la escudilla de latón. Resopló, satisfecho, y entonces se echó atrás en su asiento y apoyó los codos en el respaldo. Su pecho se hinchó levemente y dejó escapar un sonoro y larguísimo eructo.

Mientras se hurgaba con la lengua entre los dientes se dedicó a observar a la hembra que mantenía sometida con artes negras. Incluso en los días fríos la obligaba a llevar abierto el abrigo sobre el pecho y desabrochados los primeros cordajes de su escote, de modo que se mostrara mucho de sus hermosos senos.

—Cuando estemos arriba me voy a correr entre esas dos —dijo con una sonrisa socarrona y arqueó las cejas, mientras señalaba con el dedo índice a los senos de su sierva.

Ella no replicó, solo afirmó brevemente con la cabeza y sus labios se curvaron mínimamente en lo que parecía una sonrisa de asentimiento. Pero nada más, ni una palabra. Solo aquella mirada cansada y hueca.

Entonces el joven se asomó de nuevo hacia la barra y llamó al encargado de la taberna. Le hizo un gesto, señalando hacia la planta superior y recordándole que había pedido una habitación y el hombre asintió y desapareció escaleras arriba.

Thorsten se abrió completamente el gabán y se recostó sobre el banco, a la espera de que abrieran su habitación. Ocasionalmente se rascaba su todavía incipiente barba o se llevaba la mano sobre el cabello, negro como el alquitrán, peinándoselo atrás e insistiendo con los dedos en dejarse definida la raya a un lado.

Pero no tuvo que esperar mucho más. Pronto se oyeron unos pasos a la carrera en la tranquilidad de la taberna y apareció frente a ellos el tabernero, resoplando e inclinando la cabeza.

—Todo listo. Si son tan amables de seguirme.

El joven se quedó sentado todavía un momento. Había algo en la cara de aquel hombrecillo, en su voz temblorosa y sus ojos cobardes que le traía a la mente un recuerdo distante y molesto.

—Bien, vamos —dijo el joven y se levantó. Y tras él, como un resorte, su sombra.

Entonces los recien llegados siguieron al tabernero escaleras arribas y hasta una habitación abierta y que el gerente de la posada había iluminado convenientemente con múltiples lamparillas de aceite.

La temperatura era agradable de modo que Thorsten se deshizo de su grueso gabán y lo tiró en la cama y con un pequeño gesto de la cabeza dio orden a su sombra de que también ella se quitara el suyo. Y entonces el joven reparó en la gran tina a un lado de la habitación, llena de agua caliente y perfumada. Miró, sorprendido, al encargado de la posada.

—Solo por si el señor desea asearse antes de dormir —explicó el hombrecillo sin atreverse a mantener la mirada fija sobre el joven y su acompañante.

Thorsten dejó escapar una breve risotada y asintió con la cabeza repetidamente, como si acabase de caer en la cuenta de algo que hasta entonces había pasado por alto.

Se tiró en la cama, se recostó, apoyándose en los codos, y volvió a chistar al regente de la posada.

—Eh —lo llamó—. Traigo las botas llenas de barro. Quítamelas.

El hombre reveló un leve gesto de estupor y enrojeció por completo. Se quedó allí, clavado en su sitio y cuando la joven dama se volvió hacia él, con aquella mirada lánguida, el la miró de vuelta, sin saber cómo actuar.

—Yo… —tartamudeó el hombre—. Yo creo que tal vez su esposa podría ayudarle mejor que yo a tomar su baño, señor. —Entonces miró de nuevo la mujer y bajó otra vez los ojos al suelo—. No quiero molestarles mas, dado que es muy tarde.

Y sin decir nada más, el hombrecillo inclinó de nuevo la cabeza, salió a toda prisa y cerró la puerta tras él.

Thorsten frunció un poco el ceño, en una mueca de extrañeza, pero no desistió y dio un golpe en el suelo con el pie para llamar la atención de su sierva.

—Las botas.

La mujer se acercó, llevó una rodilla al suelo ante el joven, apoyó su pie calzado en su rodilla, sobre su rico vestido de terciopelo turquesa y filigranas de plata, agarró el talón de la bota y tiró con dificultad una y otra vez hasta que se la logró sacar.

Mientras la mujer pasaba a la otra bota, Thorsten se abrió el botón en la abertura de su camisa y se sacó el colgante dorado que llevaba al cuello.

—No sabes cuánto me molestan las limitaciones del maldito flagel —dijo, observando el cordón trenzado de oro, grueso en un extremo y gradualmente mas fino hacia el otro—. La capacidad de poseer únicamente una sombra. ¿Qué se puede hacer solo con una? Es muy decepcionante, ¿no te parece?

Thorsten llevó un dedo bajo la barbilla de la mujer y se la levantó, obligándola a mirarlo.

Ella asintió, respondiendo a su señor, y bajó de nuevo la mirada.

—Tuve que renunciar a mi casa para conseguirlo. Tuve que hacer un pacto con las mismísmas Furias de la Cuevas Negras. Pero me la jugaron. ¡Solo una sombra! ¡¿Qué hijo de Ter que se precie aspira a poseer una única sombra?!

Thorsten apartó la mirada hacia la lámpara sobre la mesa, molesto.

—Distráeme antes de dormir —ordenó.

La sierva arrodillada entre sus piernas se irguió un poco en el suelo y deshizo el nudo de los cordeles que cerraban la bragueta y entonces le sacó la verga por completo. Comenzó acariciándola con suavidad, con la adoración que solía agradar a su señor, dejando que sus dedos resbalasen desde la punta del glande, ya húmedo, hasta el pubis. Thorsten sin embargo no parecía dispuesto a tanto preámbulo, y agarró bruscamente la cabeza de su espectro y la obligó a meterse su falo en la boca, entero y hasta la garganta, y cuando notó el calor húmedo y la presión de los labios arrastrando la piel de su verga dejo escapar una exhalación de gusto, cruzó las manos bajo la nuca y se terminó de tumbar.

La sierva se dedicó a lamer el falo duro y erecto de su joven señor. Lo hacía con entrega absoluta. Tal vez porque, en los pocos meses que llevaba a su servicio, Thorsten ya la había entrenado bien y nunca había escatimado en golpes y fustazos, o tal vez poque aquella estúpida niña rica había comprendido por fin que tener satisfecho y entretenido a su señor era ya la única forma de salvar aquel fino hilo que la ataba a este mundo. En realidad Thorsten no se había tomado la molestia de preguntarle. Tenía preocupaciones y ambiciones importantes, mucho mas grandes que lo que les sucediese por dentro a las sombras que habían pasado por sus manos en los últimos meses.

El joven gruñó de placer y, previendo que se podría correr en cualquier instante, apartó de un manotazo la cabeza de la sierva. Se echó adelante en la cama y se sentó y agarró la mandíbula de la hembra sombra a sus pies. Le desató el corpiño y tiró violentamente de sus ropas para poderle sacar los pechos. Se los manoseó con fuerza, tratando de cubrirlos enteros con sus grandes manos, apretándolos a puñados, y aquello hizo que su pene se sacudiera. Ella hizo un gesto de incomodidad y dejó escapar un leve gemido.

—Shhh, pensaba que a las niñas de bien también os gustaba que os tocaran las tetas.

El joven acarició el cuello de su sierva y de repente apretó, se levantó y tiró de ella hacia arriba, obligándola a ponerse de pie sin esperárselo.

Thorsten se inclinó y lamió sus pechos, especialmente la punta de aquellos pezones abultados y de grandes areolas, de un rosa tan intenso como la carne poco hecha. Y mordió. El agudo chillido de la chica quedó eclipsado de inmediato con la carcajada divertida de su señor.

—No puede ser —dijo el joven, resollando ruidosamente entre la risa—. ¿Esto te duele? —Y acercó otra vez los dientes sobre el pezón herido de su sierva y apretó más fuerte. Ella chilló de nuevo pero Thorsten no se detuvo y apretó aún más con los dientes, sin que parecieran molestarle los alaridos de la muchacha, hasta que creyó notar como sus dientes estaban ya a punto de tocarse entre sí.

Alejó la cara y miró a la sombra a los ojos, con súbita agresividad y rabia. Se llevó la lengua a la comisura de la boca y enseguida el dedo y observó que lo tenía manchado de sangre. Había hecho sangre sobre el pezón de aquella desgraciada.

—Bueno, —le dijo, volviendo a mirarla frente a frente, muy de cerca, y respirando con la boca abierta a un milímetro de su cara—. Si te duele es porque todavía estas viva. Deberías dar gracias.

Entonces la aferró de la gruesa trenza de su cabello y la obligó a arrodillarse. Le apartó la mano derecha del pezón, que ella trataba de cubrirse con la palma para calmar el dolor, y se la llevó sobre su verga dura. Le dio un comedido cachete en la cara y la sierva comenzó a masturbarle.

Thorsten se quedó inmóvil, de pie, con las piernas separadas y las manos en la cintura, dejándose hacer. A veces miraba abajo, se recreaba en el gesto rendido de los ojos de su sombra, se congratulaba en lo bien que había elegido cuando la tomó de su casa, a ella y, por supuesto, todas las alhajas que pudo cargar en su caballo. Entonces bajó los ojos hasta la punta de su pezón derecho, sobre el que brotaba una gotita gruesa de sangre y, cuando sintió los primeros espasmos de la eyaculación, centró toda la atención en intentar atinar en aquel preciso punto, como si se tratase de un último juego con el que rematar la noche antes de irse a dormir.

Ni siquiera se arropó. Hacía calor. Simplemente se dejó caer desnudo sobre las sábanas.

—Límpia todo y ponte a estudiar el mapa en mi alforja —dijo, con voz somnolienta—. ¿Tu familia no tenía un maestro en casa que te enseñó a leer? Pues ve planeando el viaje para mañana. Tengo que llegar a las Ruinas de Vul cuanto antes.