Las raices de la Luna (cicatrices en el alma)

Proyecto literario publicado con el objetivo de recibir opiniones y comentarios para mejorar mi estilo narrativo.

Las Raíces de la Luna

Por Ek Balam

¡Oh vosotros señores! Así somos únicos, somos mortales y sin repetir, de cuatro en cuatro nosotros los hombres, todos habremos de irnos, todos habremos de morir en la tierra... Como una pintura nos iremos borrando. Como una flor, nos iremos secando aquí sobre la tierra. Como vestidura de plumaje de ave zacuán de la preciosa ave de cuello de hule, nos iremos acabando... Meditadlo, señores. Aguilas y tigres, aunque fuerais de jade, aunque fuerais de oro también allá iréis, al lugar de los descarnados.

Tendremos que desaparecer, nadie habrá de quedar.

Nezahualcoyotl

Gran señor de Tezcoco

CAPÍTULO I - Las Raíces de la Luna: Cicatrices en el Alma

La noche se había cernido peligrosamente sobre un horizonte oscuro e indescifrable de designios divinos que parecían materializarse de etéreos sueños; la espesura de la selva no permitía más que una visión parcial y corta, dando rienda suelta a la imaginación y las criaturas que en ella acechan al menor descuido. Se podía percibir el constante ulular de las aves nocturnas en busca de su presa mientras el sofocante calor emanado desde las entrañas rugientes de la tierra hacía evaporar los más recónditos arrepentimientos de una vida que neciamente se asía férreamente para no extinguirse ante las acometidas caprichosas de desmesurada codicia hiriente.

En la penumbra sigilosa brotó un pequeño haz luminoso proveniente de una pequeña antorcha ya casi extinta, extrayendo de sí todo lo que en su interior se encontrase y que pudiera reflejar vacilante en luz y calor trémulos que fueran capaces de guiar forzosas zancadas que a cada vertiginoso paso en barro húmedo reconocían el alto precio a su osada libertad, conservándose con el suficiente júbilo mientras que las tinieblas fueran sus compañeras y protectoras al desplazarse triunfante con las manos ensangrentadas del errante. Los ojos inquietos hurgaban hasta en las más diminutas sombras quizás queriendo encontrar algo que ni siquiera su mente alcanzaba a comprender, tal vez solo vislumbrar nebulosamente a cada fatigosa bocanada de aire que su limitada respiración alcanzaba a privilegiar, mermada por el inclemente e inevitable paso del tiempo en las carnes.

La pálida y tenue luz de la antorcha hacía posible distinguir heridas en todo su cuerpo, algunas aún sangrantes y atrayentes para los animales de apetito voraz. Sus piernas se desplazaban veloz y vertiginosamente por entre la nocturna vegetación que cedía ante su paso infranqueable mientras que su cabeza se encontraba llena de soberbios pensamientos de libertad que la obscuridad protegía celosamente, sabiendo de antemano que ningún individuo en sus plenas facultades se atrevería a perseguirle por entre la imponente selva de noche, temerosos quizá de la ira incontenible e impetuosa de sus deidades vengativas y sus sanguinarias criaturas nocturnas.

Alcanzó a distinguir entre la maleza agobiadora un claro custodiado por una multitud de árboles melancólicos y tétricos que tímidamente mostraban sus raíces retorcidas y caóticas que se encimaban una a la otra para volver a hundirse en el lodazal. Al centro habitaba lánguido un pequeño manantial, sereno, imperturbable, indiferente de los asuntos de los hombres y que ofrecía generosamente el líquido vital que aplacaría la angustiosa sed que había invadido su garganta, secándola y haciéndola sentir como una áspera piedra que se afanaba en restregarse una y otra vez contra si misma al mínimo intento de respirar.

Al acercarse lenta y cautelosamente, alcanzó a apreciar una hermosa luna que se reflejaba entera en las cristalinas aguas, erguida majestuosamente por encima de todas las estrellas en el firmamento, imponente ante el destino mortal de todos los habitantes sin siquiera recordar pertinaz que ella misma también posee un ignoto hado que cumplir cabalmente. La melancólica luz blanquecina y vaporosa emanante de aquella presencia augusta le recordó viejos actos litúrgicos presenciados en un pasado distante, revuelto y turbio, casi ajeno a su persona pero aún matizados de su perenne color original, de su textura visual prístina; casi podía oler a unos cuantos pasos un ligero calor y observar una delicada luz amarillenta provenientes de un pequeño bracero ya oneroso por el tiempo y que celosamente escondía su desconocida figura tras una capa de fina ceniza negra que le cubría los rasgos por completo, cobijando su bello trabajo tras una sábana de tiempo que otorgaba sensaciones indescriptibles, evocaciones que solían desprender fragancias misteriosas y divinas que se disipaban gradualmente, pero sin vacilaciones, en forma de un humo opaco que envolvía el ambiente con sensaciones extracorpóreas de vitalidad y entereza provenientes de ritos dirigidos a la diosa reinante de la bulliciosa noche tenaz.

Dobló tardo las enervadas piernas y agachó la cabeza hasta rozar con sus áridos labios la preciada agua, detectando de inmediato un suave olor floral que delicadamente se posaba a oleadas de creciente magnitud ante sus fosas nasales, obligando deliciosamente a aspirar profundamente hasta donde sus pulmones no aguantaran más, tal vez deseosos de impregnarse a sí mismos y grabarlo indeleble, recóndito, penetrante, que por siempre se preservará aquélla sensación refrescante que le hacía sentir la vida fluir nuevamente por su fatigado cuerpo; era una agradable percepción para el sentido olfativo acostumbrado a las penurias lacerantes de la sibilina vida, al devenir caprichoso de un indescifrable destino, perdiendo fuerza ante los abatimientos repentinos pero recuperando sabiduría ante cada paso, que aunque vacilante, se dirige cavilante hacia el infinito, tentando el tiempo, desafiándole de una manera que pocos se atreverían a efectuar, recelosos de atroces consecuencias. Tomó paciente un pequeño sorbo, que al encontrarse en su cavidad bucal, jugó un poco con su lengua y paladar deslizándose con soltura refrescante y deliciosa por todos los recovecos hasta tener que pasar a través de la garganta, relajando inmediatamente la anteriormente áspera sensación. Se quitó la calma y se apuró a beber con vehemencia la linfa emanante de aquella fontana apoteósica que le infundaba nuevos bríos, y, observando minucioso fija y prolongadamente su derredor, descansó después de tan fatigante jornada, recostándose en la tierna hierba selvática que le sirvió de inigualable aposento reconfortante, cobijado por toda la bóveda celeste, arrullado por tibias caricias del viento que le saludaba en todo el desnudo cuerpo y protegido por un inmenso árbol a cuyos pies encontró el ansiado reposo, abrazando con angustia las raíces fuertes y robustas que se asomaban del piso como si fuesen brazos extendidos fraternales que ofreciesen un generoso amparo bajo su quietud pujante ante la zozobra.

Una leve brisa tocó con suavidad su rostro y terminó por extinguir las enjutas ramas secas que le sirvieron de invaluable luz que le guiaron por entre el agreste sitio incógnito. Arrojó los despojos aún cenicientos a una corta distancia de donde se encontraba, disponiéndose a dar intermisión a la fatiga. Apenas colocó su lacerada humanidad a reposar, enfocó sus fastidiados ojos en los crípticos puntos luminosos que el firmamento le ofrecía gentilmente, haciendo caso omiso por un momento del juego de las luces y colores que contrastaban hermosamente al extenso cielo, como si fuera un muro policromado que generosamente se ofrecía para ser decorado al agrado de las manos divinas, apetentes de dar a conocer de alguna manera su mensaje a los clisos del columbrado elegido. Gradualmente, un sopor inundó todas sus sensaciones corpóreas haciéndole sentir una pérdida total del conocimiento, comenzando a revivir viejas cicatrices en el alma que nunca serían olvidadas, presentes nítidamente en cuanto sus párpados se precipitaban el uno contra el otro como si de dos labios que intentan no emitir un lastimero y doloroso gemido se tratase