Las prisas del hombre moderno y otros micros
¿Por qué corre tanto ese viejecito? ¡Oh, la-lá! que diría una francesita. Este hombre acaba mal.
El viejecito se enjugó una lágrima furtiva y salió corriendo del cementerio, en una de cuyas tumbas acababa de enterrar a su amada esposa. Jadeando llegó hasta el coche y arrancó como si lo persiguieran los demonios. Apretó el acelerador con tantas ganas que el coche derrapó y a punto estuvo de chocar contra el furgón funerario. Entró en la ciudad como una exhalación entre pitidos y maldiciones de los tranquilos domingueros que abandonaban la urbe. Le faltaban apenas un par de kilómetros para llegar a la meta cuando estampó el coche contra el único árbol de la calle.
Salió indemne e intentó parar un taxi que pasó de largo, mientras en una ventana una mujer chillaba histérica. El taxista ni le vio por lo que jadeó con más ganas y continuó corriendo. Entró como una exhalación en el apartamento donde le esperaba su amante, una jovencita desnuda sobre la cama, un cigarrillo en la boca. El viejito se puso enseguida a la faena pero el corazón falló estrepitosamente.
THE END
El infierno de los lujuriosos I
EL INFIERNO DE LOS LUJURIOSOS
En el centro del infierno una enorme caldera de espermatozoides hirviendo acogía a los grandes pecadores lujuriosos.
MESALINA
Al llegar al infierno el Consejo Supremo de Justicia infernal, presidido por el ínclito Satanás, decidió que la nueva penada, de nombre Mesalina, antes de ser entregada al verdugo pasaría un tiempo al servicio de dicho Consejo. Había causado tal sensación que la decisión fue unánime, caso raro.
Durante un periodo de tiempo indefinido –en el infierno no hay tiempo- fue violada brutal y persistentemente por todos los consejeros, después de que su presidente se hubiera cansado de ella.
Todos se sorprendieron mucho de que la tal Mesalina, en lugar de chillar y pedir compasión, solicitaba más y más y nunca se cansaba. Al fin, agotados todos ellos, decidieron entregarla al verdugo. Este, enterado de lo que se comentaba había hecho con ella el Consejo, decidió aprovecharse, pensando que Mesalina no elevaría queja alguna, como así fue. Terminó tan agotado que en venganza –se había vuelto impotente- la sometió a todos los tormentos del infernal lugar, empezando por los peores y terminando por los más terribles.
Asombrado elevó un informe al Consejo.
“La tal Mesalina parece no sufrir con los tormentos que se le han administrado hasta ahora. Al contrario, gime, pero como si la poseyera un placer infernal. Solicito instrucciones”.
El Consejo, reunido en sesión urgente y sumaria, deliberó hasta que a un listillo, siempre los hay, se le ocurrió mirar la ficha de la penada, pensando que el error procedía del archivero (él deseaba ocupar ese puesto tan poco trabajoso).
-Creo que el error procede del archivero, dijo, nadie llega al infierno sin una ficha detallada de sus vicios y debilidades.
El Consejo pidió la ficha y tras mirarla atentamente uno tras otro, todos dijeron: No se menciona para nada que sea resistente al dolor y al tormento. El archivero no tiene la culpa de nada.
El supremo Satanás se limitó a darle una ojeada por encima.
Cuando estaban a punto de firmar denegando la petición del demonio listillo para reemplazar al archivero, Satanás se levantó y con gran pompa dijo: Me avergüenzo de vosotros, merecéis que os destine al cielo. ¿Qué pone aquí? “Adicta al sexo, a cualquier clase de sexo y a todas sus formas y manifestaciones? ¿Acaso el masoquismo no es una clase de sexo?
Satanás decidió que al archivero fuera sustituido por el demonio listillo y abrió una deliberación sobre qué tormentos se deberían aplicar a la tal Mesalina.
DON JUAN EN LOS INFIERNOS
MICRORELATOS DEL INFIERNO III
EL INFIERNO DE LOS LUJURIOSOS
Al llegar al infierno Don Juan aceptó impertérrito que le hundieran la cabeza, con el resto del cuerpo, en aquella caldera de espermatozoides hirviendo. Tampoco se quejó de que a continuación le pusieran a remojo en las calderas de Pedro Botero. Su inación tenía como causa la profunda desesperación en la se había sumido al imaginar que sería castigado a pasarse el resto de su vida en la eternidad sin una pizca de sexo.
Por eso se sorprendió cuando no habiendo finalizado aún las veinticuatro horas prometidas, fue sacado de la caldera por un par de demonias de poca monta. Tomándole por los sobacos y extendiendo sus alas le trasladaron en volandas hasta un lujoso despacho, o más bien, un inmenso salón donde las principales demonias del infierno parecían haberse dado cita. Allí estaba Satanasa, la mujer de Satanás, de quien se decía que era la verdadera gobernanta del infierno y su marido un calzonazos, un títere, un hombre de paja, que se limitaba a andar con mucho cuidado entre las calderas para no quemarse el culo. Allí, a la derecha de Satanasa, se encontraba Luzbella, la más hermosa demonia que verían nunca los ojos libidinosos de Don Juan. Su hermosura era tal que al famoso pervertido, una leyenda entre los vivos, el miembro viril se le puso tan enhiesto que provocó aparatosas risas entre la concurrencia. Y a la izquierda de la gobernanta en la sombra del Infierno, y mordiéndose las uñas con fruición, los ojos de Don Juan contemplaron, curiosos, a Belcebusa, la esposa de Belcebú, de quien se decía que había sido la causante de que su amado esposo cayera en desgracia. Debido a las infidelidades de su esposo, Belcebusa intrigó hasta conseguir que fuera considerado el más tonto entre todos los demonios tontos del infierno y se le destinara a tareas bajas y humillantes.
Don Juan fue obligado a arrodillarse ante tan selecta concurrencia y así dio comienzo a la rueda de preguntas:
-Parece usted hundido en la más abyecta de las miserias, Don Juan. Hemos recibido informes de su sorprendente mansedumbre en los tormentos. ¿Qué le ocurre? ¿Acaso considera que cualquier castigo carece de importancia, salvo la privación de relaciones sexuales?
Hubo risitas entre la concurrencia. Quien había preguntado era Satanasa y su voz no era precisamente amable.
Don Juan aceptó las burlas y el tormento de permanecer allí, ante tan hermosas mujeres, aunque fueran demonias, hundido en la desesperación y sin atreverse ni a tocar el bajo de sus vestidos de seda transparente, ni a imaginar sus nalgas prietas entre las que brotaba el típico rabito juguetón de los demonios y demonias del infierno.
Como no contestara se produjeron más risas y una voz venenosa como la de una serpiente de cascabel, propuso:
-¿Por qué no lo sumergimos en una caldera de pez hirviendo, como si fuera un yakusi, y le permitimos que repase su vida depravada pervirtiendo ingenuas mujeres? No creo que existiera mayor tormento para él.
Era la voz de Samaela, la mujer de Samel, uno de los más retorcidos demonios del Consejo de Administracción infernal.
-Se me ocurre algo mejor. Pido vuestra autorización para torturarle esta noche en mis aposentos.
Quien así había hablado era Luzbella y se produjo un gran escándalo, como de gallinero infernal. Todas deseaban hacer lo mismo, ser las primeras en torturar al famoso pecador. Por fin Satanasa golpeó la mesa con un gran falo de metal. Se produjo un gran silencio.
-Vamos chicas, os comportáis como candorosas colegialas. Habrá para todas y habrá tiempo suficiente para que cada una lo torture a su gusto y gana. Pero puesto que Luzbella ha sido la primera en ofrecerse como “verduga” que sea ella la que inicie la ronda. Se levanta la sesión.
Y aquí hizo un discreto guiño a la concurrencia que pasó desapercibido para Don Juan, hundido en la miseria, mirándose la punta del pie desnudo, por si se estuviera formando la temida pezuña.
Dos demonias de baja estofa, proletarias del infierno, tomaron a Don Juan por los sobacos y lo elevaron en el aire con ayuda de sus alas negras de cisne perverso. El pecador fue trasladado a los aposentos de Luzbella, de los más lujosos de aquel hotel tropical, muy cercanos a los conductos de ventilación y a los ascensores y montacargas que comunicaban el Infierno con el Purgatorio y el Cielo y por donde descendían y ascendían virtuosos o pecadores, cuyas sentencias habían sido revisadas por un tribunal superior. Su absolución o condena, según los casos, le obligaba a cambiar de destino, y así pecadores que llevaban una larga temporada siendo torturados debían ser puestos en libertad y conducidos al cielo, y al revés.
Las dos demonias aterrizaron justo ante la puerta que solo se abría con las huellas digitales de Luzbella o Luzbel. Allí esperaron a que la patrona llegara, burlándose de Don Juan, exhibiendo con todo descaro la desnudez de sus sexos y azotándole suavemente con sus rabitos juguetones, enseñándole sus nalgas prietas e invitándole a tocarlas.
Por fin apareció Luzbella, quien con un gesto despidió a sus empleadas y agarrando a Don Juan por el brazo lo invitó a pasar al otro lado de la puerta que se deslizaba sobre sus goznes. El pecador quedó deslumbrado ante el lujo del apartamento. Eso no le impidió escuchar como un suave aleteo que venía del exterior. Todas las demonias del Consejo de Administracción femenino del Infierno acababan de aterrizar ante la entrada. Replegaron sus alas, se hicieron signos de silencio con un dedo en los labios y cada una ocupó su posición frente a los ojos de buey acristalados del apartamento. A través de ellos podía contemplarse con toda nitidez el gran lecho del apartamento. Don Juan no Hubiera podido ver nada, de haber mirado, porque los cristales eran espejos para quien mirara desde el interior, y en cambio cristales transparentes para quien observara desde el exterior.
Don Juan, el gran pecador, observó, pasmado, cómo Luzbella se desnudaba, dejando que las sedas que cubrían la perfección de su cuerpo demoniaco cayeran al suelo enmoquetado. El rabito que afloraba entre sus nalgas se puso enhiesto y comenzó a buscar en el aire el rostro compungido y pesaroso de Juan, hasta alcanzarlo en una caricia cosquilleante. Luzbella no tuvo que desnudar al pecador, porque en el Infierno todos los pecadores iban desnudos. Eso sí, le hizo pasar al yakusi y allí le obligó a rascarse la piel de la pez que tenía pegada hasta que quedó satisfecha del color rojizo que adquirió, debido a que en el infierno todo hierve, hasta el agua del yakusi de Luzbella.
Así comenzó para Don Juan la más extraña y lujuriosa aventura que nunca se atrevió a imaginar. No podía creer que toda la tortura que se les había ocurrido a aquellas inteligentes demonias fuera el obligarle a poseer sus hermosos cuerpos desnudos, con juguetones rabitos entre las nalgas. Se empleó a fondo y disfrutó como nunca había logrado disfrutar, ni con las más tiernas novicias. Luzbella fue apasionada y terrible, amable y cariñosa, siempre insaciable. Agotado, a Don Juan se le cerraron los ojos y cuando, aliviado, se entregó en las garras del sueño reparador sufrió de incontables pesadillas.
Una tras otra, Samaela tras Belcebusa, y tras esta Satanasa y tras ella todas las demás, aterrizaban sobre el lecho y plegaban sus alas. Sus cuerpos desnudos se restregaban contra el cuerpo del dormido Don Juan y sus sexos brillantes destilaban a chorros un extraño elixir afrodisiaco que siempre conseguía reanimar el miembro del pecador, hacer afluir sangre caliente a su complejo venoso y estirarlo hasta alcanzar el dolor del desmembramiento.
Pero no lo desmembraban las demonias, no, ¡qué más hubiera podido desear Don Juan!, sino que se lo introducían en sus ardientes cuevas y allí lo mantenían hasta que agotadas de tanto juego y galopada concedían el turno a otra demonia, quien volvía a repetir el mismo proceso. Don Juan gritaba de placer, cuando alcanzaba el orgasmo, y gritaba de dolor cuando su miembro, agotado y encogido, se reanimaba con aquel prodigioso elixir. Y las pesadillas se encadenaban, una tras otra, sin un segundo de alivio, sin un momento de reposo.
Y cuando creía morir de placer o de dolor, cuando su corazón parecía próximo a reventar, un nuevo aleteo sobre el lecho abanicaba su rostro y aquel elixir demoniaco que brotaba del sexo de aquellos monstruos lo resucitaba y reanimaba. Don Juan deseó despertar de aquella pesadilla infernal y tanto lo deseó que al fin lo consiguió.
Cuando despertó estaba en el lecho, abrazando el cuerpo desnudo de Luzbella, quien aún dormida jugueteaba con su rabito, que se erguía de entre sus nalgas, justo un poco por encima de aquel orificio de suaves paredes y músculos de hierro que Luzbella le había obligado a penetrar, sujetando su pene con su rabo, como una tenaza sujeta un clavo.
Don Juan acarició el cuerpo de Luzbella, acarició su rostro bello y besó sus labios de calidez infernal. Pellizcó, lujurioso, su rabito y entonces la mujer abrió sus tiernos y azules ojos y le observó curiosa.
-¿No has tenido aún bastante, Don Juan, gran pecador?
Y su risa cristalina se expandió en el aire. Otras risas hicieron coro, y Don Juan, ahora más despierto y lúcido de lo que nunca estuvo, pudo ver cómo el techo del apartamento se abría, deslizándose sobre sus goznes, y de la noche oscura bajaron, aleteando sus alas, todas las demonias del Consejo, desnudas y hermosas, rientes y fieras. Se abalanzaron sobre su cuerpo y en una orgía desenfrenada e infernal desmembraron su cuerpo y de cada parte desmembrada hicieron brotar un clon del pecador, y todos aquellos clones estaban unidos por la misma e idéntica consciencia y todas aquellas consciencias poseían el mismo cuerpo desnudo, con un miembro erecto que era posesión exclusiva de una demonia. Y ninguno de los miembros clónicos de la consciencia individual podía encontrar reposo porque el jugoso elixir que brotaba del sexo de las demonias lo hacía resucitar una y otra vez. Y las demonias a su vez se clonaron y luego se juntaron en un único cuerpo monstruoso y enorme, con tantos sexos como demonias y tantas cabezas, pechos, brazos y piernas como Satanasas, Luzbellas, Samaelas, Belcebusas y demás ralea infernal.
Y Don Juan suplicó que le devolvieran a las calderas de pez hirviendo y al potro del tormento y al rechinar de dientes en la oscura soledad exterior. Y lloró y gimió y se arrepintió de todos sus pecados y de cada uno de ellos. Pero nada consiguió sino que un orgasmo tras otro le hicieran hipar de pánico y la postración subsiguiente a cada orgasmo era tan dolorosa como placentero el orgasmo. Y no había reposo ni descanso, ni muerte definitiva. Y cada demonia satisfacía sus infernales instintos y entregaba su cuerpo con deleite sin fin y movían sus rabitos entre sus nalgas como los desesperados tentáculos de un pulpo infernal buscando comida para su insaciable boca.
Y Don Juan se dijo que el tiempo estaba de su parte y solo tendría que esperar a que las demonias se satisfacieran de una vez. Entonces le dejarían en paz y regresaría a sus tormentos habituales.
Se oyó una risa sideral, compuesta de todas las risas de las demonias, expandiéndose por todo el infierno, y los pecadores que estaban siendo atormentados levantaron la cabeza y se estremecieron. Y los demonios del Consejo se miraron mientras extendían sus alas y salían volando. En el aire se encontraron Luzbel y Satanás.
-Ya te dije que no podrían resistir la tentación. Nunca debimos hacernos cargo de Don Juan. Si me hubieras hecho caso aún estaríamos recurriendo, tribunal tras tribunal, y ese estúpido pecador residiría en el Purgatorio, en prisión provisional. Ahora ya es demasiado tarde. No podremos arrebatarles su presa y ese pobre pecador acabará castrándose con un hierro candente en cuanto consiga librarse de ellas… si es que lo consigue. ¿Y qué me dices de nosotros? Seremos el hazmerreir de todo el infierno. Deberíamos ir buscando a otro playboy, a otro seductor famoso, puede que mientras consigan una sentencia de muerte de las Parcas podamos todos descansar una temporadita. Llevo un mes sin pegar ojo.
Y Satanás se encogió de hombros. Luzbel tenía razón, pero ya era demasiado tarde. Nunca aprendían de sus errores. Allí nadie era capaz de aprender la lección.
Mientras el enjambre de demonios volaba al rescate de Don Juan un mensajero volaba al encuentro de Satanás. Por primera vez en el Infierno, en toda su historia, un demonio se había arrepentido y esperaba el indulto que llegaría de un momento a otro. ¿Se estaba acercando el fin de los tiempos?