Las Muñecas 20

Silvia se va y Manu decide visitar a su primer amor. Este episodio esta dedicado a Olga, compañera de vida durante un maravilloso año y la dueña de la historia de Lara. No creo que vaya a leer este relato, pero tanto su vivencia como ella están y estarán siempre en mi memoria y mi corazón.

XX

La mañana del domingo nos despertó con otro soleado día de verano. A sabiendas de que los padres de las chicas regresarían antes del mediodía para despedir a su pequeña evitamos, a pesar de las ganas, el enterrarnos en un nuevo encuentro sexual. Lorena se mostró en todo momento cómoda tanto con su hermana como conmigo y hasta bromeamos sobre algunos de los picantes episodios de nuestro encuentro. Silvia reiteró a su hermana y a mí mismo su conformidad sobre que ella y yo nos “consolásemos mutuamente” durante su ausencia, Y no faltaron caricias y besos entre nosotros durante en proceso de vestirnos, arreglar el cuarto y ayudar a Silvia a rellenar sus enormes maletas.

Eran las 12 cuando los padres llegaron por fin a casa. Ramón, en un primer momento me miraba con recelo intentando averiguar si había llegado antes o si había pasado la noche con su pequeña, aunque finalmente pareció desistir de saberlo e incluso de hacer alguna pregunta que arrojase una respuesta inoportuna.

A mediodía insistieron en que les acompañase a comer y todos juntos nos dirigimos a un espléndido restaurante a pie del Paseo Marítimo donde dimos cuenta de una suculenta comida de despedida. Durante la comida Silvia fue sometida a un incesante bombardeo de cariños, consejos, y felicitaciones que me dejaron claro que todos los padres, y sobre todo todas las madres del mundo eran esencialmente iguales.

A las de la tarde, por iniciativa de Silvia nos despedimos del resto de la familia y nos encaminamos a mi casa para que ella pudiese despedirse también de mis padres. Por el camino volvió a insistir sobre la necesidad de ayudar a su hermana a pasar la mala etapa que ahora sabía que atravesaba.

  • Manu, ¿De verdad puedes hacer que un chico se interese por mi hermana?

  • Teóricamente sí, pero solo sexualmente. Lo demás dependerá de ellos, pero si puedo hacer que retocen juntos una temporada - contesté riendo - Eso sí, nunca lo he hecho, así que tendremos que practicar primero.  Además, no vendría mal que tu hermana endulzase un poco ese carácter que tiene, a mí me dio mucha caña desde el principio.

  • Ya - Dijo Silvia riendo – Pero luego te dejó que te corrieses en su culo, digo yo que algo de mal rollo compensa

Reí de buena gana por la ocurrencia y la claridad de ideas de Silvia. La nueva Silvia tenía de sobra el valor y la determinación que le faltaban antes. No sabía a donde me llevaría mi don, pero sin duda lo haría muchísimo más lejos con su participación.

  • No la dejes sola. Yo no sabía que estaba tan agobiada por su trabajo y por su falta de relaciones. Por favor, mantenla animada. - Dicho esto me relató con pelos y señales, para mi asombro absoluto, la conversación y el episodio lésbico incestuoso anterior a nuestro encuentro.

Era curioso ver como continuaba imparable la evolución libertaria de mi novia y no menos curioso escucharla pidiéndome que, en su ausencia me acostase con su hermana. Solo podía entender aquello como un intento de minimizar la probabilidad de que buscase otras parejas distintas en su ausencia. Así al menos todo quedaría “en casa”

  • ¿Tienes miedo de que lo haga con otras? No creo que vaya a ser el caso.

  • No, curiosamente no me molesta, si quieres tirarte a alguna está bien, solo te pido que me lo cuentes y que sea solo sexo. Yo también me reservo el derecho de aliviarme con algún tío bueno si no te parece mal – No salía de mi asombro. Era increíble que Silvia estuviese diciendo lo que escuchaba.

  • No, está bien. Mismas condiciones para los dos - Yo sabía perfectamente que no podía ser de otro modo.

  • ¡Joder! No quiero irme – Dijo abrazándose a mí con voz mimosa.

  • No queda otra señora letrada - contesté alegremente para evitar ponernos raros.

La llegada a mi casa fue, en síntesis, una repetición de los consejos advertencias y felicitaciones de sus padres, esta vez acompañados de los besos y abrazos de mi padre que en esos días parecía haber decidido que mi novia era una de sus personas favoritas. Eran casi las 10 cuando llevé a Silvia a su casa y dándole un beso me despedí de ella hasta las 6:15 de la madrugada para llevarla a la estación.

La noche resultó especialmente larga y solitaria. Incapaz de conciliar el sueño por la inminencia de la marcha, dediqué las horas a repasar estos días y a pensar que, de un modo u otro, al regresar de su viaje teníamos que buscar el modo de que fuese a nuestra propia casa y no a la de nuestros padres.

Puede resultar extraño, pero con nuestros escasos 21 años, sabía que era ella, que esa mujer era la que estaba llamada a ser el centro de mi vida y yo el de la suya, y aunque no tenía ni idea de cómo, no estaba dispuesto a dejar pasar el tiempo hasta que pudiésemos estar juntos, aun si eso suponía posponer mi carrera y buscar un medio de vida que nos permitiese emanciparnos.

Llegué a su casa antes de tiempo, con el ánimo embotado y un temblor en las piernas que evidenciaba lo tenso y triste del momento. Silvia bajo acompañada de sus padres y pese a la insistencia de ambos de que fuésemos todos en un mismo coche nosotros preferimos dejarlos a ellos con las maletas y pasear hasta la estación para estar juntos por última vez en algún tiempo. El paseo comenzó silencioso y melancólico, salpicado de palabras tristes y besos con sabor a distancia, pero poco a poco la emoción de la aventura fue imponiéndose y llegamos a la estación con una actitud positiva e ilusionada con la fantástica oportunidad que suponía ese viaje.

Ya en el andén nos despedimos prometiendo llamarnos a diario para luego verla desaparecer por la puerta del vagón primero y alejarse después diciendo adiós desde la ventanilla con una sonrisa triste en la cara. Cuando el tren ya era solo un recuerdo los padres de Silvia me ofrecieron acercarme a casa, pero yo preferí volver caminando.

Ese lunes se me fue pensando en ella, contando fechas y dinero para poder visitarla y elaborando ridículos planes de futuro para asegurarme de que, cuando ella regresase a Coruña, pudiésemos tener una oportunidad de estar por fin juntos y solos, que era sin duda lo que más quería en mi vida.

Bien entrada la noche Silvia me llamó, recién instalada para decirme que tenía una preciosa habitación en un piso amplio y cómodo y que había conocido a una de sus compañeras de piso, una catalana de unos 26 años, que acababa de terminar su segundo Master y que apenas si la había recibido con un tibio saludo y un par de gruñidos ininteligibles al presentarse. Me contó que el día siguiente tenía que personarse en la oficina para el papeleo pero que luego tenía el resto del día para instalarse y conocer la zona antes de, a partir del miércoles, enterrarse en maratonianas jornadas de trabajo los cinco días de la semana.

Al contrario de la zozobra que me invadía, Silvia parecía eufórica, y todo lo que me contaba lo antecedía con adjetivos como precioso, grande, enorme, maravilloso… algo que dejaba a las claras su buen estado de ánimo y que consiguió al mismo tiempo animarme también a mí por lo que, tras un buen rato de charla, colgué el teléfono muchísimo más feliz de lo que había estado durante el resto del día.

Cansado por el madrugón decidí acostarme y plantearme como decirles a mis padres que, de uno u otro modo en septiembre iba a pedirle a Silvia que viviésemos juntos.

Los días siguientes transcurrieron de un modo extraño. Me levantaba por la mañana y salía a correr un poco, luego dedicaba la mañana a leer o fantasear sobre los trabajos que podía conseguir para mantener a mi futura familia y las tardes las perdía con alguno de mis amigos jugando baloncesto, tomando unas cañas o paseando por la playa con aire solitario. Cada noche Silvia y yo charlábamos durante casi una hora mientras ella me contaba sus aventuras en aquella tremenda empresa, se quejaba de algunos compañeros, alababa a otros y demostraba que aquella experiencia y aquella ciudad sabía cómo hacerla feliz.

El sábado por la mañana, nada más levantarme recibí una llamada de mi hermano.

  • Hola caballero. ¿Qué tal la soltería? ¿Disfrutando de tus capacidades?

  • Pues no precisamente. Llevo a palo seco desde que se marchó Silvia, y la verdad es que tampoco tengo muchas ganas de fiesta.

  • Una pena, macho. Yo con tus años tenía todo un ejército de chicas a mi servicio, y no había día que no durmiese caliente. Olvídate un poco de tu novia y sal por ahí de caza. Hay muchas oportunidades para gente como nosotros.

  • No me apetece. Estoy pensando en dejar la carrera temporalmente y buscar un trabajo para poder vivir con Silvia, cuantos más días pasan sin verla más claro tengo que ella es mi primera prioridad.

  • Ni de broma, idiota. Te quedan dos años para acabar tu carrera y créeme que después no tendrás ningún problema laboral. No te pongas loco y estudia, que es lo que te toca ahora.

  • No lo sé. Estoy un poco hecho mierda. Tengo que aclarar la cabeza, pero al final los tiros van a ir por ahí.

  • Mira una cosa. Marta y yo estamos fuera este fin de semana, pero el lunes volvemos a casa. Vente y cenamos, después nos tomamos una copa y me cuentas todo el galimatías que tienes en esa cabeza de chorlito.

  • Vale, de acuerdo, pero no te pongas en plan padre conmigo, que no te pega nada.

  • Anda y vete a echar un polvo, ya verás como ves el mundo distinto.

Me colgó el teléfono devolviéndome a la soledad de mi cuarto, y para escapar de ella marqué el número de Silvia en el móvil.

  • ¿Hola? - respondió Silvia somnolienta - Menudas horas de llamarme, ayer salí por la noche con los compañeros. ¿Pasa algo?

  • Nada, que te echaba de menos y como hoy no trabajas decidí llamarte.

  • Pues me sacas de la cama. Ayer salimos Rebe y yo con los demás pasantes. Menuda fiesta. Acabamos medio borrachas juntas en mi cama.

Rebeca era la otra compañera de Marta en el piso. Me había contado que era una chiquilla de apenas 19 años que acumulaba docenas de premios de matemáticas y que gracias a haber ganado algún año en el instituto por su capacidad, acababa de terminar tercero de Económicas. Ambas chicas se habían hecho amigas casi al instante y trabajaban juntas en el departamento corporativo, ella como pasante de derecho y Rebeca aprendiendo la ingeniería financiera que practicaba el bufete para minimizar el impacto tributario de las grandes empresas que representaban.

  • ¿Te has acostado con ella? - pregunté más curioso que molesto.

  • No bobo. Menuda es ella. Es una niña de papá, de las de misa de ocho y abstinencia. No creo ni que tuviese un novio en su vida. Si me acerco a ella y le digo que quiero fallármela se muere. De momento solo he podido pasármelo bien con Manolito. Y tú ¿no tienes nada que contarme? ¿Ayer no saliste?

  • No. Ando algo desganado, y me apetece tomarme un descanso de estas historias. Tengo la cabeza a otras cosas y me muero de ganas de verte.

  • Yo también, pero no quiero que estés triste. ¿Por qué no quedas con mi hermana? - Dijo esto último con el tono necesario para dejarme claro que su idea no era precisamente que Lorena y yo tomásemos un café.

  • ¡Joder Silvia! Parece que estés deseando que me acueste con otras.

  • Recuerda, me programaste para que intente hacerte feliz. Eso no se olvida – contestó entre risas y poniendo voz de robot - Ahora en serio. No te agobies. En cuanto cobre la primera paga te vienes y nos la gastamos en un par de días de fiesta, pero entretanto disfruta. Queda con amigos y sal, o mejor con amigas y no salgas. No sé si me entiendes.

  • Alto y claro cochina. Te prometo que hoy quedo con gente y reviento la noche. Pero me muero de ganas de verte.

  • Y yo pesado. Anda, cuelga y déjame dormir.

Colgué el teléfono y regresé a mi soledad aunque en un mucho mejor estado de ánimo. Tanto David cono Silvia tenían razón. Tenía que moverme y desfrutar de la vida, y hacerlo desde ya.

Antes de que pudiese trazar un plan para la noche el Whatsapp iluminó mi teléfono con dos mensajes. Era Lara.  “Tengo una de esas pelis raras lista para que la veamos”  “Pásate a las siete de la tarde y trae gominolas” En ese instante supe que ya tenía plan para esa noche, Lara y yo veríamos una película y después jugaríamos a las muñecas, tal y como llevaba tanto tiempo planeando. Le contesté con un sencillo “allí estaré”

“Trae gominolas”. Revisé mis reservas y comprobé que efectivamente necesitaba “gominolas” para esa noche. Mi intención era clara. Dormiría a Lara hoy y la invitaría a cenar al día siguiente para recoger los frutos. Demasiado tiempo llevaba aplazando aquello.

Se me hicieron largas las horas hasta el momento de visitar a Lara, unos minutos antes de lo pactado me planté en su estudio con una bolsa de gominolas en la mano y una tira de condones en el bolsillo. Hoy era el día. No solo iba a despistar por unas horas mi tristeza por la ausencia de Silvia, sino que me iba a cobrar bien cobrado años de deseo contenido y de dudas sobre cómo habría sido una noche de amor con la primera mujer a la que había deseado.

El plan era sencillo. Buscar un buen momento para dormirla, cuando diez o quince minutos pudiesen pasar completamente desapercibidos, probarla como muñeca y al día siguiente ver si la dosis era o no suficiente para hacerla caer en mis brazos.

Lara me recibió con unos pantalones cortos de tela negros que dejaban al aire sus muslos y pantorrillas y un top “palabra de honor” con tirantes color blanco que dejaba ver por debajo una fina porción de su vientre y por encima sus hombros por encima de sus generosos pechos.

Con el paso de los años Lara se había transformado de una niña desarrollada para su edad en una portentosa mujer. Si casi 1,80 de altura y sus generosas redondeces en un talle esbelto y bien dibujado la convertían en el prototipo de una modelo de lencería. Su piel, rosada y tersa, conservaba el aspecto de una piel infantil lisa y suave, tentadora pero al mismo tiempo cándida y pura. Su pelo corto, que apenas si escondía la parte alta de dos pequeñas orejas y que en su día lucia castaño claro, se teñía ahora en un concurso de mechas más y menos rubias que aportaban una gama de matices cromáticos que lo hacían parecer natural.

Su rostro, suave y delicado se adornaba con facciones pequeñas, simétricas y proporcionadas que agudizaban su belleza. Sus ojos cálidos completaban la réplica adulta de la preciosa niña que había sido y que, muy a mi pesar, reaparecía en mi cabeza devolviéndome a la locura del amor adolescente y a un deseo pueril por su cuerpo cada vez que la tenía delante.

Entendedme bien, no estaba enamorado de Lara, pero si habéis sufrido en vuestra adolescencia un amor intenso, e imposible, no necesitareis que os explique las sensaciones que sigue despertando aún después de los años cada encuentro con esa persona.

Era una asignatura pendiente, una eterna deuda, un misterio mantenido entre la imaginación, el recuerdo y el deseo. Una luz iridiscente que irremisiblemente te atrae para llevarte nuevamente a aquellos años, a aquellas sensaciones, a aquel amor loco e inconsciente que, por no haber sido correspondido, se esconde latente en aquel lugar del corazón donde guardamos aquellas vivencias que no podemos definir si fueron buenas o malas.

Lara era mi amiga y disfrutaba de su compañía y de esa loca pasión compartida por el cine viejo y olvidado que ella había convertido en su oficio. Sin embargo era inevitable que los primeros minutos a su lado resultasen siempre perturbadores. Y esa sensación, vivida una y mil veces a lo largo del tiempo, se multiplicaban ahora por cien ante la expectativa de lo que irremisiblemente sabía que iba a ocurrir.

Me recibió con esa sonrisa serena y triste que la caracterizaba y acercándose a mí me regaló, como era su costumbre, dos dulces besos en la mejilla. No esos besos lanzados al aire que apenas si suponen un acercamiento de rostros, sino auténticas caricias de sus labios sobre mi piel, regalos sonoros que penetraban en mi alma haciéndome sentir cercano a ella, parte de su mundo.

Entramos en su estudio que en origen primero había sido su despacho de trabajo y que, tras emanciparse, había sabido transformar en su hogar.  Era un espacio amplio, diáfano, donde se combinaban dos enormes estanterías metálicas repletas de libros, cintas y aparatos propios de su oficio con un coqueto salón minimalista coronado por un enorme sofá de cuero blanco que presidia el espacio. Se situaba entre una gran pantalla blanca, inmaculada a poco más de tres metros de distancia y un moderno pero hermoso proyector cinematográfico de bobina que emulaba a aquellos otros que coronaban las salas de cine con más solera a mediados del siglo pasado.

En un rincón protegida por una cortina que jamás vi cerrada se encontraba una cama de cabecero y patas metálicas, de forja barroca, pero lacada en blanco, que parecía responder al corte, a la vez clásico y sofisticado del toda la estancia.

Más allá de las dos únicas puertas de la casa se abría un baño que escondía en su interior un pequeño vestidor y una minúscula cocina que completaba un hogar. Las paredes, limpias y primorosamente pintadas, estaban salpicadas por pequeñas fotografías enmarcadas y grandes carteles de películas tan desconocidas como maravillosas.

Sin necesitar invitación tomé asiento y esperé a que Lara trajese las bebidas que depositó en una minúscula mesa baja que apenas si cubría la tercera parte del tamaño del sofá. Añadí al picnic la rebosante bolsa de gominolas y contemplé con interés como Lara tomaba de la estantería una bobina, la abría, la colocaba el soporte superior del proyector y pasaba la cinta por los engranajes hasta prenderla en la bobina de recogida.

  • Hoy vamos a ver Agustina de Aragón – me dijo mientras montaba la cinta en el reproductor - Es una peli de Fernando Córdoba de los años 50. Ya sé que no te entusiasman las películas españolas del Franquismo, pero seguro que esta te gusta. Además, es mi tercer trabajo como restauradora. Desde hace unos meses ya no tomo notas para nadie, esta peli la he limpiado yo entera.

  • ¿Qué me cuentas? ¡Enhorabuena! - le respondí sorprendido y entusiasmado. - Ahora sí que me muero de ganas de verla. ¡Eres una pasada!

  • ¡Gracias! No sé cómo no te llamé antes para contártelo, es el sueño de mi vida, al menos esto me hace ser feliz. Relájate y disfruta.

  • Encantado - contesté no sin reparos y preparándome para ver los infumables paradigmas épicos y patrios de propaganda que tanto se estilaron durante los años de la Dictadura Española.

  • Tranquilo, solo son dos horas. - completó jocosamente.

Puso en marcha el aparato, apagó las luces y sentándose a mi lado se abalanzó sobre la bolsa de chucherías mientras los primeros acordes y los créditos daban inicio a la proyección.

Las dos horas siguientes nos sumergimos en la imagen lavada y en blanco y negro de un drama romántico y bélico tan infumable y evitable como había imaginado. La película en si era horrible. Malos actores, malos escenarios, y un guion cutre lleno de himnos y canciones patrióticas.

En el medio, una historia de amor casto y puro que, por supuesto, quedaba por debajo del debido amor a la patria. Todo ello protagonizado por una mujer coraje tan protagonista como estereotipada por los estándares de la época. Vamos, un bodrio en toda regla.

Sin embargo, el poder compartir aquellas imágenes con Lara, poder sentir a su lado el profundo amor al cine que le manaba de cada poro, o ver su cara de felicidad comprobando el resultado de su meticulosa restauración compensaban con creces lo inconsistente de la cinta.

Acabada la película Lara se levantó encendió las luces y puso a rebobinar el reproductor.

  • ¿Qué te pareció?

  • Horrible.

  • ¿De veras? - preguntó intrigada y molesta.

  • De veras, eso sí, la has dejado nuevecita. Eres la leche.

  • Gracias. - Dijo sentándose de nuevo y con aire de poco consuelo – pero a ti si te sacan de las pelis de vaqueros eres un completo gañán.

No sabiendo si tomarme aquello como un comentario hostil o una simple pulla amistosa recurrí a la risa como respuesta. Ella se unió a la carcajada la cual, tácitamente, sirvió de cierre a la más breve de las tertulias que habíamos tenido nunca después de una película, pero que aun así era mucho más larga y profunda de lo que la cinta merecía.

  • ¡Así que restauradora! ¡Ya puedo pedirte dinero!

  • No te creas. Tampoco gano mucho más que antes, pero lo haría incluso por menos. Es algo mágico ver el antes y el después y saber que en el futuro alguien disfrutará de estas películas gracias a mi trabajo.

  • Lara, hay una cosa que me está reconcomiendo desde que pusiste la peli. Dijiste que al menos esto te hacía feliz. ¿Va todo bien?

Su cara se entristeció al instante y sus ojos se apagaron. Intentó esconder sus emociones pero no fue capaz de hacerlo y acorralada intentó una evasiva.

  • No sé por qué dije eso. No te preocupes, son historias casi tan viejas como la cinta.

  • Lara, no cuela. Pasas la vida aquí metida con tus cintas. Apenas sales y no recuerdo un novio desde Gabi. Nunca le había dado importancia, creí que era una decisión tuya. Pero ahora viéndote así sé que si la tiene. ¿Quieres contármelo?

La interpelaba seriamente preocupado, buscando en sus ojos una pista. Una imagen de lo que pasaba por su alma. Ella poco a poco parecía envejecer ante mis ojos. Se apagaba y se hacía más pequeña enterrándose en el sofá, elevando sus piernas hasta hacerse un ovillo, abrazada a sus propias rodillas. De sus ojos brotó una lágrima.

  • Hoy hace cuatro años… - dijo dejando que la frase rebotara en las paredes del cuarto hasta extinguirse.

  • ¿Cuatro años de qué? - Pregunté profundamente preocupado.

Ella con el rostro bañado de lágrimas, parecía pensar si debía o no confiarme su historia. Finalmente comenzó a contar.

  • A los 18, cuando salía con Gabi me quedé embarazada.

  • ¿Qué? ¡Nunca me enteré de nada!

  • Casi nadie lo sabe, y en aquella época tú y yo no nos hablábamos. Fue un accidente tonto, se me quedó dentro el preservativo y aunque lo quité enseguida dos meses después supe que lo estaba.

Sorbía las lágrimas entre frase y frase sin aflojar el abrazo sobre sus piernas. Sus ojos se clavaban en algún punto indeterminado de la pantalla en blanco.

  • Gabi, al principio, pareció aceptarlo, pero enseguida empezó a beber y a echarme la culpa del embarazo. Yo debería haberlo dejado, pero tenía muchísimo miedo. Aún no se lo había contado a mis padres y él era la única persona que, en teoría me apoyaba.

Hizo una pausa que me pareció eterna, como intentando recolocar años después recuerdos y emociones dolorosas enterradas en el fondo más oscuro de su memoria.

  • Poco a poco las discusiones dieron paso a los insultos y luego a los empujones y agarrones. Yo estaba aterrada, pero de alguna manera, por horrible que fuese, no podía separarme de él, no podía quedarme sola. Recé y pedí que la cosa mejorase pero no fue así.

La última frase se entrecortó en su boca y desencadenó un llanto profundo y tenebroso, enterró su rostro con las manos mientras que yo, horrorizado, me acerqué a ella abrazándola. Ella se giró hacia mí, me devolvió el abrazo y llorando desconsoladamente apoyó su cabeza en mi hombro durante minutos, desahogando una pena y una rabia que sólo ahora, en la explicitud del momento, pude detectar. Una vez calmada se apartó de mi abrazo y se recolocó nuevamente hecha un ovillo en el sofá, abrazada a sus rodillas como al principio de la historia.

  • Hace hoy cuatro años, quedé con él en el parque para decirle que no aguantaba más y que lo dejaba. Estaba decidida a contárselo a mis padres y sacar adelante a mi hijo yo sola. Él llegó borracho, como siempre, y en cuanto se lo dije montó en cólera. Me llamó de todo y cuando me revolví para marcharme me dio una bofetada tan tremenda que me hizo perder el equilibrio.

Podía notar su profundo sufrimiento y de algún modo presentía el horror que se materializó a continuación.

  • Caí desplomada. Con tan mala suerte que en la caída aterricé con la barriga en el reposa brazos de un banco. Luego caí al suelo de cabeza. - Lara gemía entre sollozos – El al verme caer se asustó, me ayudó a levantarme, me acompañó a casa y se marchó.

  • ¡Que hijo de puta! - la interrumpí loco de ira

  • Unas horas más tarde empecé a sangrar y mis padres me llevaron al hospital. Allí me dijeron que el feto estaba muerto, había abortado, Estoy segura que por el golpe.

Lara se vino abajo rota de dolor. Por un dolor viejo pero nunca curado, quizás imposible de curar. Lloraba balanceando su cuerpo de adelante a atrás, absorta, inexpresiva.

Mientras tanto yo ardía por dentro de rabia y de asco hacia el malnacido al que una vez llamé amigo y de culpa por no haber estado con ella, haberla ayudado, y quien sabe si haber podido cerrar tamaña herida cuando aún estaba fresca. Me moría de ganas de abrazarla, de decirle lo mucho que lo sentía, pero entendí que debía dejarla sola y esperar, esperar a que su fuerza, o tal vez su necesidad, le permitiese acabar su historia.

Minutos después prosiguió su relato mecánicamente, como si no hubiese nadie a su lado y se lo estuviese contando a si misma por milésima vez.

  • Unos días después todavía seguía sangrando y con mucho dolor. Volví al hospital y allí me diagnosticaron una infección en el útero y las trompas. Cuando salí del hospital lo hice sabiendo que ya nunca podría tener hijos. Me había roto para siempre. Ya nunca podré ser madre.

Dijo esa frase clavándome sus ojos arrasados en los míos. Unos ojos que jamás había visto tan muertos, tan destruidos. Por un instante pude ver a través de ellos la tenebrosa oscuridad que atormentaba su alma, una oscuridad que penetró en mí sumergiéndome en ella. Mis ojos se inundaron hasta el llanto, y lloré con ella, por un dolor ajeno que sentía tan mío, tan intenso, tan insalvable que supe que de algún modo me acompañaría para siempre.

Ella se fundió de nuevo en un abrazo y ambos lloramos, no sé por cuanto tiempo, hasta que las lágrimas se acabaron y el silencio rodeó dos cuerpos heridos, uno por el horror de sus recuerdos y el otro por la más cruda y sincera de las empatías.

La calma devolvió la movilidad a nuestros cuerpos, y empezamos a separarnos uno del otro. Silvia retrocedió unos centímetros hasta separar su cabeza de mi hombro para acto seguido acercarse nuevamente, esta vez hacia mis labios, entregándose a un beso triste y profundo que yo no pude o no supe ni devolver ni rechazar.

Me armé de valor y deshice el abrazo sin llegar a devolverle el beso. Ella avergonzada pero decidida intentó explicarse.

  • No quiero que te enfades Manu, pero lo necesito. Necesito sentir, necesito volver a vivir. Necesito el calor de un cuerpo junto al mío. Hoy te pedí que vinieras para tenerte, para poder abrazarme y entregarme a un alma amiga.  - me miraba con determinación y al tiempo su rostro dibujaba una súplica - No quiero pasar un aniversario más sola. Necesito saber cómo habría sido si el día en el que te declaraste te hubiese dicho que sí. Necesito sentir tu cuerpo, poseerlo, volver a antes de toda esta mierda. A lo mejor así puedo volver a empezar, reconstruirme a partir de mis pedazos.

  • Lara. Sabes que tengo a Silvia. Nuestro momento ya pasó, si es que alguna vez lo tuvimos. Puedo ofrecerte una mano amiga, un hombro para llorar o lo que quieras, pero no me pidas que me enamore de ti.

  • No quiero que te enamores de mí, solo quiero volver a sentirme mujer con alguien que no me juzgue, alguien a quien aprecio. Sé que te pido mucho, y sé que no puedo pedirte nada, pero necesito hacer esto. Te quiero para mí solo por esta noche.

La situación era muy extraña. Había acudido allí para dormir y poseer a Lara y ahora que ella se ofrecía voluntariamente a ello no sabía muy bien qué hacer. Algo me decía que aquello no estaba bien, no sabría explicar por qué, ya que por una parte ella tenía claro que solo me tendría por una noche y por otra mi novia no iba a sentirse ni traicionada ni amenazada. Pero por otra parte la idea de poder tener a Lara sin necesidad de mi Don era en esencia un sueño imposible hecho realidad.

  • De acuerdo, - acepté por fin – pero no quisiera que esto acabase separándonos otra vez. Por favor, si te encuentras incomoda dímelo y paramos, y dime que mañana podremos seguir adelante como si no hubiese pasado.

  • Eres un amor. No voy a perderte, has sido lo mejor de mi vida durante mucho tiempo.

Se acercó a mí de nuevo y selló mi boca con la suya. Abrí mis labios para permitir el acceso a su lengua que invadió el espacio con avidez, buscando el encuentro con la mía mientras le devolvía el beso que tanto tiempo había esperado en mi adolescencia. Ese que se me había negado y que me entregaba ahora una Lara adulta, madura, profundamente herida por la vida, pero que conservaba mucho todavía de aquella preciosa joven de falda a cuadros que me había arrebatado la cordura.

Mis manos cerraban un abrazo sobre su espalda y pronto empezaron a recorrerla sobre la tela de su camiseta o directamente sobre la piel en las zonas que quedaban al aire y, poco a poco, mientras nuestras bocas continuaban conociéndose, fueron recorriendo cada centímetro de su larga espalda y explorando las distintas curvas de su contorno.

Deshice el beso y el abrazo para despojarla de la prenda y de su sujetador e hice lo mismo con mi camiseta. Luego regresé en busca de su boca mientras, además de las manos, nuestras pieles se tocaban de forma íntima por primera vez, su pecho contra el mío, su vientre en mi vientre, sintiendo ambos el calor del otro y, en mi caso, volviendo una y otra vez a los años del amor loco y no correspondido, dejando que fuese aquel Manuel adolescente el que volviese del pasado para obtener tan deseado regalo de la vida.

Lara buscó mi cuello con su boca y yo la dejé hacer. Quería que aquel encuentro fuese perfecto para ella, que marcase el ritmo, el tempo y los limites. Ya no quería tomar a Lara egoístamente, quería ofrecerme, tratar de cumplir sus expectativas emocionales, esforzarme por que recordase esa noche como un comienzo, una génesis de la mano de un amigo de esos que no se van, de los que duran para siempre.

Los labios de Lara paseaban por la cima de mis hombros de un lado al otro mientras su mano tímidamente paseaba por mi pecho y mis abdominales, en una sucesión de círculos descendentes que ha llevaban cada vez más abajo hasta llegar a mi cintura, para invadir mi zona intima buscando mi pene por encima del pantalón.

  • Vamos a la cama - dijo. Tras lo que se levantó y a solo un metro de mí se despojó despacio de su pantalón y sus braguitas dejando a la vista un pubis adornado con una pequeña mata recortada e pelo del mismo color que había lucido su cabeza años atrás, aquel color vivo y oscuro que me había enamorado.  Levanté mis manos hacia sus caderas y la atraje hacia mí. Comencé a besar su vientre, su pubis y sus ingles con suavidad, besando y acariciando con mi lengua cada centímetro mientras mis manos la rodeaban y acariciaban sus nalgas con sutileza. Dejé pasar mis labios también sobre su vello, besando su intimidad a través de su pelo pero sin enterrarme entre sus piernas. Ella colocó sus manos sobre mi cabeza, atrayéndola hacia su cuerpo y echo la cabeza atrás, disfrutando de aquel contacto más romántico o sensual que puramente sexual. Seguimos así por un tiempo hasta que nuevamente ella quiso dar un paso más separándose nuevamente de mi e invitándome con sus manos en las mías a ponerme en pie.

Una vez en pie sus manos buscaron el botón de mis pantalones para luego empujar de ellos hacia abajo. Se agachó para sacármelos mientras yo rápidamente me deshacía de los zapatos, y en esa postura tiró de mis calzoncillos sacándomelos también y quedando en cuclillas, cara a cara con mi desnudez, a tan sólo unos centímetros de mi miembro ya preparado para la acción. Ella tomó mi miembro con sus manos, acariciándolo con delicadeza, hasta con mimo y acercó su boca para besar mi glande, una y otra y otra vez, con besos carnosos y tiernos, besos cada vez más profundos que recorrían toda la superficie de mi polla. Yo, puesto en pie, veía a mi primer amor entregada a mi placer y mientras disfrutaba de aquellas inesperadas caricias acariciaba su pelo, ahora rubio y corto, recordando aquella melena castaña que me enamoró perdidamente hace tiempo.

Su lengua emergió de su boca para probar mis testículos, inició una sucesión de lametazos por todo mi escroto, lametazos húmedos, llenos de saliva y calor. Mientras su mano masajeaba el tronco de mi pene. Luego continuó recorriendo hacia arriba mi pene entero con su lengua hasta llegar a la punta, y enterró mi miembro en su boca iniciando un baile lento y largo que recorría buena parte de mi polla en cada ida y venida de su cabeza.

Su calor me arrasaba de una manera especial. Probablemente fuese más el fruto de mi deseo contenido durante años que la calidad de la caricia en sí, pero a los pocos segundos sentí que si no paraba acabaría en su boca sin remisión, por lo que, muy a mi pesar, pase mi mano por su barbilla, separándola e mí y la invité a levantarse. Ya a mi altura, busqué nuevamente su boca con ternura mientras mi mano se enterró por vez primera en su entrepierna, encontrando unos labios carnosos, generosos y abiertos, con un surco profundo y ardiente empapado de humedad y desde luego listo para ser invadido. Busque su clítoris con mis dedos encontrando una pieza generosa y completamente erecta que arrancó profundos gemidos y convulsiones al cuerpo de Lara con cada roce. Y después me aventuré a lo más profundo de aquel sexo, a su intimidad más secreta, penetrando a mi primer amor despacio, con cuidado y torpeza, como si lo hiciesen los dedos inexpertos de un chico de 18 años y no unas manos adultas y avezadas en el arte del placer femenino.

Llevé a Lara hasta la cama y la hice sentar en el borde de la misma, ella se sentó con las piernas abiertas y yo me arrodillé delante de ella de manera que mi cabeza quedaba prácticamente a la altura de sus pechos. Busqué con mi boca aquellas abundantes redondeces, que caían generosas desde sus hombros hasta el inicio de su vientre destacando sobre su figura, elevándose de la planicie de su abdomen como montañas verticales coronadas por un pico rosado e inexplorado todavía para mí. Conquisté primero una y luego otra cumbre con mis besos y continué explorando cada rincón de sus hermosas tetas con mis labios, regresando una y otra vez a sus pezones.

Mientras recorría aquellas turgentes montañas mi mano seguía enterrándose entre sus piernas, investigando y familiarizándose con cada rincón y cada pliegue de piel de su intimidad, entrando y saliendo de su gruta empapada con mucha más destreza y confianza, arrasándolo todo a su paso, deshaciendo cada terminación nerviosa en ráfagas eléctricas de placer que inflamaban a una joven que, con mirada perdida y respiración agitada, miraba al cielo mientras esperaba un orgasmo inminente.

Suavemente la empujé invitándola a tumbarse en la cama, y bajé mi boca a su entrepierna, exponiendo ante mis ojos por vez primera su sexo desnudo, carnoso y abierto como una fruta madura lista para ser devorada con un hambre acumulada durante años. Tomé posesión de su sexo con un lametazo vertical, desde su perineo a su capuchón con mi lengua endurecida firme y puntiaguda, recorriendo como la punta de un bolígrafo sus labios menores, saltando de uno a otro, dibujando cada contorno, rodeando en círculos concéntricos su entrada abierta por su ansia y mis dedos para seguir luego ascendiendo despacio, sin prisas, por aquella anatomía hasta encontrar el remolino de piel que coronaba aquel sexo, con un imponente soldado erecto, que se elevaba más de un centímetro sobre su refugio de piel, listo para ser atacado. Pude contemplar perfectamente su forma, curiosamente parecida a un pequeño pene y su contraste de color y textura con el abrigo de piel que lo guardaba pero que ahora, en plena erección era incapaz de contenerlo.

Busqué con mis labios aquel enorme clítoris, y literalmente lo introduje en mi boca, empujando su piel hacia abajo y haciendo que aquel miembro desnudo, del tamaño de una almendra se deslizase por mis labios adentro y afuera como un pene en una felación, invadiendo discretamente mi boca donde, en cada larga y profunda penetración, se encontraba con mi lengua que arrasaba a caricias la punta de aquel monstruo programado para el placer, que en cada ida y venida parecía crecer más todavía, reclamando más caricias y atenciones.

Aquella caricia provocaba en Lara las primeras convulsiones de un orgasmo, gemía y se retorcía resistiéndose inútilmente al estallido de placer, El castigo de su clítoris invadiendo mi boca fue ya la puntilla de aquella dulce tortura y Lara estalló. Estalló en un orgasmo profundo, con gemidos largos que llenaban y vaciaban sus pulmones por completo, mientras sus caderas subían y bajaban rítmicamente marcando el tempo de cada sacudida. Su espalda se arqueaba sus piernas se encogían sobre si mismas sobre las rodillas y de lo más profundo de su alma brotaron a borbotones palabras de placer compartido tanto tiempo olvidadas para ella.

-¡Si! ¡Así! ¡Dios! ¡Dios!

El placer invadía cada poro de su piel proyectándola, elevándola por encima de su tristeza y melancolía, como un avión que atraviesa las nubes de la tormenta para descubrir el sol por encima de ellas. Sin embargo, el final del orgasmo, trajo consigo hordas de sensaciones y sentimientos reprimidos, despertó recuerdos acumulados durante años de tristeza y como cuando se levantan las sabanas que cubren los muebles en un cuarto cerrado por mucho tiempo elevó nubes de polvo que cubrían el paño que tapaba su felicidad. Todas esas emociones desbordaron a Lara que, completamente sobrepasada por su emociones rompió a llorar profunda y amargamente, con sus manos cubriendo su cara mientras que encogiéndose como un ovillo abandonó mi caricia para acurrucarse como una niña asustada.

Me levanté del suelo, y tapé con la sabana el cuerpo de Lara. Luego, despacio y con todo el mimo posible me tumbé a su lado, ella al sentir el calor de mi cuerpo se abrazó a mi mientras sollozaba y lloraba con un llanto sordo, casi imperceptible, lleno lágrimas que arrancaban de su cuerpo y expulsando para siempre, cuatro años de aislamiento tristeza y soledad.

Me quedé quieto, muy quieto, esperando a que mi amiga se recuperase, que recobrase el control de sus emociones, dispuesto más que nunca a ayudarla, a ser ese amigo incansable que la sacase de aquel pozo y pensando en el modo de vengarla, de hacer pagar al malnacido de Gabi por haber destruido para siempre la cándida inocencia de mi primer amor.