Las mujeres del Duque de Berg
Dejó las manos quietas. No quería defraudar a su confesor que tan buenos consejos le daba. Se revolvió en la cama, tomo un almohadón y lo colocó entre las piernas. Lo apretó contra sí intentando calmar el ardor, pero cuanto más apretaba, más ardor sentía.
LAS MUJERES DEL DUQUE DE BERG
Cuando el Duque de Berg decidió, por fin, que ya era tiempo de tomar esposa, escribió una carta a la Varonesa de Pfaf:
"... Compartí con su difunto marido, en la paz y el la guerra, vivencias que nos marcaron para siempre, lloré su muerte como la de un hermano y, seré sincero con usted, tentado estuve de pedir su mano al quedarse viuda, el dolor la hace aún más hermosa.... Ahora creo, sin embargo, que su virtuosa hija, hija también de mi amigo adorado, ya está preparada para el casamiento, y le ruego, mediante esta carta, tenga en consideración mi oferta de matrimonio, asegurándole que para toda mi familia, y especialmente para mi santa madre, sería una gratísima noticia que usted permitiera dar nuestro apellido a su más preciado bien..."
"Una carta no es suficiente para entregar a mi hija a ningún hombre. Sólo consideraré su oferta después de que Mariana Bethania le haya conocido, y eso será en mi casa." Esta fue la respuesta de Rosalía, la Varonesa de Pfaf.
Aquella noche la Varonesa no podía dormir. El Duque era un buen partido, de eso no cabía duda. Y había sido un hombre apuesto. ¿Cómo le habrían tratado los años? Varonil, de buena talla, anchas espaldas, cabello abundante, dentadura bien alineada... De haber pedido su mano entonces, Rosalía le hubiera dicho que sí. También ahora, después de tantos años sin compartir su lecho con nadie, le diría que sí. Pero sus 38 años no podían competir con los 17 de su hija... ¿O sí? Comprobó la turgencia de sus pechos. Aún eran firmes. Los suaves pezones reaccionaban al tacto de sus dedos, más rápido incluso que cuando era joven. Notó cómo su interior se abría, se humedecía, reclamando su atención. Eso estaba mal. Dejó las manos quietas. No quería defraudar a su confesor que tan buenos consejos le daba. Se revolvió en la cama, tomo un almohadón y lo colocó entre las piernas. Lo apretó contra sí intentando calmar el ardor, pero cuanto más apretaba, más ardor sentía. El intenso calor le obligó a desnudarse. Su ropa interior estaba mojada. Sabía que no debía tocarse ahí. Si empezaba ya no podría parar. Como la noche en la que bailó con aquél Lord y, recordando las cosas que le dijo durante el baile, se retorció en la cama como una cualquiera, probó sus propios jugos, arañó las sábanas, y se mordió los labios para que nadie oyera su delirio. Recordó también la vergüenza que pasó la mañana siguiente en el confesionario. Pero el deseo de apagar ése fuego era más fuerte que la razón, la vergüenza y la moral. En aquel momento se hubiera cambiado por cualquier cortesana de salón, incluso por una de las mujerzuelas que se ofrecen en el barrio chino. Imaginó una gran verga que la penetraba, unas manos rudas que le apretaban los pechos, una voz masculina que la incitaba a seguir. Pronto se encontró en el punto sin retorno. Los dedos hacían el trabajo de la verga imaginaria, y la fantasía y el deseo obraron lo demás. A la mañana siguiente mandó llamar a su confesor.
En palacio, Rosalía y su hija, la voluptuosa y encantadora Mariana Bethania, recién llegada del colegio donde las Hermanas Mercedarias le habían proporcionado su exquisita educación, aguardaban impacientes la llegada del Duque prevista para el día siguiente. Madre e hija hablaron acerca de la cuestión lo que Rosalía había considerado oportuno. Mariana Bethania tenía muchas dudas. Para ella el matrimonio y los hombres eran materias desconocidas. Incluso su propio cuerpo era una materia desconocida.
Cuando llegó la noche, Mariana Bethania, sin poder conciliar el sueño, salió a hurtadillas de sus habitaciones rumbo al cuarto de su doncella, quien solía ser su confidente desde que regresara del colegio. Llegó hasta la puerta, pero antes de llamar escucho unos ruidos que le hicieron mirar a través del ojo de la cerradura. Al contrario que el suyo, el cuarto de la doncella era muy pequeño, por el hueco de la llave podía distinguir perfectamente todo lo que había dentro. Pero lo primero que vio le dejó estupefacta. La pequeña cama se encontraba frente a la puerta, y, sobre ella, Úrsula, la negra y escultural doncella, medio desnuda y abierta de piernas, se frotaba y gemía como poseída por el demonio. Mariana Bethania se asustó, pero se quedó muy quieta, tanto le llamaba la atención lo que veía. Úrsula se frotaba rítmicamente entre las piernas, parecía disfrutar, jadeaba y se movía, se apretaba los pechos, se pellizcaba los pezones... Mariana Bethania empezaba a sentir calor. Úrsula terminó de desnudarse, su piel y su negro vello contrastaban con el rojo de su cavidad. Se introdujo un dedo donde el rojo era más intenso, lo sacó y se lo llevó a la boca. Mariana Bethania sintió una descarga en su propio cuerpo, allí donde su doncella se tocaba. ¿Qué pasaría si lo hacía ella también? Claro que sabía que era pecado, pero esa comezón se estaba apoderando ya de todos sus sentidos. Probó a tocarse un poquito. Se sorprendió al descubrirse tan mojada, pero se encendió más aún. Cuanto más miraba, más se frotaba. Como poseída por los movimientos de Úrsula, Mariana Bethania olvidó su educación, sus principios y su voluntad, y acabó allí mismo la faena, en el pasillo del sótano del palacio, imitando el mete y saca de los dedos de su doncella. Después de haberse desahogado corrió a sus habitaciones donde lloró desconsolada durante toda la noche. Aunque a la mañana siguiente no se confesó.
Al ver, por fin, a Charles de Berg, Mariana Bethania no tuvo ninguna duda. La edad no había menoscabado en absoluto el atractivo del Duque. Su cabello y sus dientes estaban en su sitio, seguía siendo un apuesto galán a sus 40 años, y la mirada con la que la recorrió le hizo arder casi tanto como la visión de su doncella la noche anterior. Charles de Berg observó a su futura suegra, tan bella o más que su hija. Pudiera ser que el matrimonio con Mariana Bethania le proporcionara placeres añadidos. Notó una súbita erección. La temperatura de palacio comenzaba a subir. Todos decidieron ir un momento a sus habitaciones.
La estancia del Duque en el Palacio de Pfaf estaba siendo fructífera y entretenida. La mano de Mariana Bethania había sido concedida, y la familia de Berg llegaría para la cena. La boda se celebraría al día siguiente en una ceremonia íntima en la capilla de palacio. Los prometidos decidieron de mutuo acuerdo quedarse con Rosalía una temporada. La familia de Charles, incluyendo a su anciana madre, partirían pocos días después.
Úrsula preparaba las camas de los invitados. Escuchó cómo la puerta de la alcoba se cerraba y unos pasos de hombre se acercaban hasta ella. No se volvió. Se inclinó sobre la cama que estaba arreglando y ofreció, sin vacilar, su trasera a Charles de Berg. Fue una cópula breve, las circunstancias no daban para más. Pero en unos segundos, aquellos desinhibidos cuerpos estaban dispuestos a darse el placer que necesitaban. Primero él comprobó que no hubiera ropa interior que dificultara sus propósitos; luego calibró con la mano si aquella fruta madura podría dar cabida a su virilidad. Para entonces, la caliente Úrsula ya estaba bien lubricada. Se colocó con habilidad en posición que no ofreciera resistencia al envite. Charles, simplemente, entró. Metió y sacó su enarbolado miembro haciendo que las piernas de Úrsula comenzaran a temblar hasta que cayó de rodillas. La abundante leche del Duque regó toda la cama.
Mariana Bethania pasó el día deseando que llegara la noche. No veía el momento de estar con Charles en la intimidad. Sobre todo, después de lo que le susurró al oído al final de la ceremonia. "No tengas miedo pequeña, esta noche gozarás. Sabré encenderte y apagarte. Lo estás deseando, yo lo sé." Sellaron su unión con un beso breve que desató la imaginación de Mariana Bethania.
Al llegar la noche, y cerrarse al fin tras ellos las puertas del pabellón nupcial, la pareja no perdió más tiempo. Charles de Berg se despojó de su uniforme de gala, sólo se dejó la camisa, debajo de ella, una enorme erección. Llevó en brazos a Mariana Bethania hasta una butaca. Le subió el vestido, las enaguas, y fue deslizando hacia abajo, poco a poco, su primorosa ropa interior. Ella se dejaba hacer en silencio, confiaba en su marido, lo anhelaba, lo ansiaba, pero aún le daba vergüenza mostrar su deseo por él. Charles le metió la mano entre las piernas. Buscó la caperuza con los dedos. Luego acercó sus labios y su lengua. Mariana Bethania saltó de la butaca. "Es tu perlita, princesa, tu joya más valiosa." Mariana Bethania ya no pudo pensar en nada. Charles lamía, mordía, rodeaba con la lengua, pellizcaba... Mariana Bethania se iba una y otra vez en su boca, en sus dedos. El mástil de Charles estaba a punto para entrar y romper cualquier obstáculo. La joven virgen estaba tan húmeda y dilatada que apenas sentiría dolor. Ya tumbados en el lecho ella pudo contemplarle al fin desnudo. Observó su miembro viril y exhaló un gemido. Charles de Berg separó las piernas de su mujer y la levantó por las caderas. Durante un segundo recordó que su alianza con la familia de Pfaf le garantizaba los favores materiales de una madre conservadora, cuyo deseo siempre había sido que su hijo sentara la cabeza y le diera muchos nietos. Pues bien, estaba seguro de que aquella joven tan caliente sería una buena fábrica. La penetró hasta hacerle primero sangrar, después delirar. Mariana Bethania notó como su virgo se rompía, y cómo el placer superaba con creces al dolor. Y cuando desapareció el dolor, y sólo quedó el placer, Charles inundó el interior de su jaula con una leche espesa y fecunda que ella recibió con una sacudida que le hizo rozar el cielo.
Úrsula entregó a la Varonesa la sábana nupcial manchada de sangre. El matrimonio había sido consumado. Rosalía de Pfaf recordó la noche de su casamiento. El difunto Varón hizo lo que pudo, pero desde luego no le hizo disfrutar. Estaba segura de que a su hija no iba a ocurrirle lo mismo. Aunque no hubiera sido de buen gusto comentarlo, todos allí sabían la fama del Duque de Berg. Rosalía aún podría tener esperanzas. Quizás, algún día, las rudas manos del Duque rodearan su cintura; apretaran sus pechos, todavía tan enteros; separaran sus piernas; abrieran el cofre de las delicias; y dieran paso a la enhiesta vara donde ensartarse hasta volverse loca.