Las Memorias de Adam (3)
Lo que vino a continuación no lo recuerdo bien, pero la vista se me nubló, las piernas me temblaron y la sensación de que me meaba encima siguió...
Por la noche hizo tanto calor como por el día, y Tom no podía dormir, seguía aún recordando la lectura del libro y excitado con el relato de aquel desconocido. Se levantó y se acercó a la puerta separadora del cuarto de su hermana, tocó suavemente, casi imperceptiblemente y oyó pasos al otro lado. Su hermana, abrió la puerta muy despacio.
— ¿Qué quieres? —preguntó.
— Es que no puedo dormir, hace mucho calor —asintió el muchacho que únicamente vestía unos calzoncillos tipo bóxer de licra ajustados a su fino cuerpo.
— Yo tampoco, hace un calor infernal —dijo su hermana, que a diferencia de él, llevaba un pequeño top que cubría sus jóvenes pechos y unas braguitas.
— Oye, ¿por qué no nos bajamos al sótano y echamos unas esterillas en el suelo? Allí se está más fresquito.
— Bueno vale, aunque espero que no haya bichos...
Ambos bajaron al sótano, caminaron en silencio, con las luces apagadas por el pasillo para no ser oídos, pasaron junto a la habitación de sus padres, de puntillas, como gatos por los tejados y bajaron las escaleras.
Efectivamente en el sótano la temperatura era más fresca. Cogieron unas esterillas de sacos de dormir, de cuando iban de campamentos y las echaron en el suelo. Tom vio su mochila y cogió su linterna para alumbrarse. Al encenderla, la luz que iluminó la oscura habitación con un haz en forma de cono. Justo en ese momento una idea surgió en su mente, como la bombilla que se enciende en los dibujos animados sobre la cabeza de piolín mientras este pone cara malévola.
— Oye, ¿por qué no me lees otro capítulo del libro? —propuso a su hermana.
— ¿Ahora?
— Por qué no, te alumbraré con mi linterna —le dijo enfocándola a la cara con su haz concentrado deslumbrándola.
— ¡Vale, vale, pesado! De todas formas se me ha pasado el sueño.
— ¡Bien! —gesticuló el joven Tom excitado ante la idea.
Buscaron la llave en su escondite secreto, abrieron el baúl y con sumo cuidado extrajeron el libraco de aspecto ancestral. Se tumbaron sobre las esterillas, uno junto al otro y alumbrados por la linterna de Tom buscaron la hoja por donde lo dejaron, allí, con su suave voz, como un susurro entre el canto de los grillos en la noche, Cathy continuó leyendo...
« Después de lo que presenciamos Albert y yo aquella tarde, estuvimos hablando sobre el asunto, comentando más que nada lo excitante que fue, aunque a mi también me dio pena la chica negra, pero en pleno crecimiento hormonal lo cierto es que esa pesadumbre dio paso rápidamente a la excitación por el acto sexual presenciado: brutal, explícito y para nosotros, simplemente maravilloso.
Según Albert, se masturbaría aquella misma noche recordando el incidente, y lo haría varias veces agregó él. Yo aún no sabía lo que era aquello, aún era puro y casto de espíritu, así que le pregunté cómo se hacía. Él al oírmelo preguntar, fanfarroneó y me dijo que si yo no sabía hacerlo es que era retrasado o algo por el estilo. Aún así accedió a explicarme que tenía que cogerme la punta del pito con los dedos y moverla adelante y atrás sobre la piel.
Seguí preguntándole que qué se sentía y el me confesó que aquello era lo mejor que existía en la vida, yo le insistí que si era mejor que comerse una tarta entera de chocolate y el me dijo que por supuesto, aquello no tenía parangón.
Habíamos estado paseando por el campo mientras comentábamos lo sucedido y hasta nos dimos un baño desnudos en la charca de la finca. Al hacerlo no pude evitar fijarme en sus partes y compararlas con las mías, supongo que eran manías de adolescencia, que si su pito era más o menos grande que el mío o que si él ya tenía abundante vello en crecimiento y yo la tenía barbilampiña. Sin duda Albert era un buen amigo, se portaba bien conmigo y siempre me enseñaba cosas nuevas. Él era un par de años mayor que yo. Así que un tanto escéptico, en cuanto a lo que me había dicho sobre la masturbación, me despedí de él al caer la tarde y me fui a cenar a casa.
Tras la cena, como era mi costumbre, me di un buen baño, después del calor del día y todo el polvo de mis ropas era muy relajante meterte en una bañera de agua fresca y lavarte a fondo. Y como no, allí estaba mi querida Dora, mamá Dora, como la llamábamos en casa toda la familia. Nuestra niñera y ama de llaves en la casa. Para nosotros era como una segunda madre, aunque decirlo así, dada su condición de negra, era un sacrilegio en aquellos tiempos, pero yo no podía evitar sentir un gran amor por ella, mi hermana, aunque más remilgada y altiva, en el fondo la quería igual que yo, aunque lo negase.
El caso es que aquella noche, como de costumbre, Dora me preparó el baño, yo me desnudé y me metí en la bañera. Hacía calor aún y Dora también lo acusaba, así que llevaba únicamente puesta una bata blanca que contrastaba con el tono cobrizo de su piel. Bajo ella se le transparentaba su taparrabos. Hoy, tal vez por lo vivido durante la tarde, me fijé en ella y vi su cuerpo de “otra manera”.
Dora era una mujer oronda, le encantaba comer y lo que más le gustaba era el chocolate, pero mi madre, que no podía consentir que algo tan caro fuese a parar a las manos de una sirvienta, lo guardaba bajo llave. Como no yo sabía donde conseguirla y en alguna ocasión le traía un par de onzas que Dora agradecía abrazándome y llenándome de besos como a su niño preferido.
Bueno, el caso es que Dora aquella noche se mojaba con un trapo el cuello y los brazos mientras yo me bañaba, para refrescarse. Y poco a poco se fue mojando la tela de su vestido y sus pechos empezaron dibujarse exuberantes bajo la tela, con unos pezones gordos y duros que traslucían el blanco hilo de algodón. Yo empecé a pensar en su trasero, en cómo sería su raja, si sería tan negra como la de aquella esclava que había violado tan salvajemente mi padre. Pensé que si Dora lo tenía todo tan grande, en su raja cabría mi puño, incluso mi “cabeza”. Ahora no puedo evitar reírme al recordar mis pensamientos de entonces.
El caso es que para cuando salí del baño y ella me pasó los paños para secarme, mi pito estaba duro como un clavo, Dora lo vio y sonrió...
— Vaya, el señorito está contento hoy —dijo mientras sonreía con sus dientes blancos en contraste con el color de su piel y sus labios negros.
— ¡Oh bueno si, no se debe ser el calor! —me justifiqué yo.
— ¡Claro que si, el calor es muy malo en este tiempo!
Ella me ayudaba a secarme, lo había hecho desde que era pequeño y aún lo hacía, por supuesto que yo era perfectamente capaz de hacerlo sólo pero a ella le gustaba servirme y a mi dejarla hacerlo. El caso es que al tenerla tan cerca, casi abrazada a mi, no pude evitar pegar la minga a sus suaves carnes y en mi mente me imaginé metiéndola en su raja negra, aquella donde yo pensaba que mi puño podría entrar.
Los pensamientos me turbaron de tal manera que me así a su cintura y trate de rodearla y llegar a su culo, cogiéndola por sus anchas caderas. El tacto de su piel era tan esponjoso, tan suave, que fue una delicia sentirlo. Ahora también recuerdo que sus pechos, sin duda tuvieron que chocar contra mi torso desnudo y aquella esponjosidad también me turbó sobre manera.
Dora debió notarlo, pero tampoco lo recriminó, ella sería incapaz de hacer una cosa así conmigo: su niño.
— Vaya, el señorito está muy cariñoso hoy con Dora, ¿verdad? —se limitó a asentir.
— ¡Oh Dora es que tienes una piel tan suave... —le confesé yo mientras nos separábamos de nuestro fraternal abrazo.
Ella se quedó mirándome y yo a ella, vi como miraba mi pene erecto y con el corazón acelerado tomé su mano y la coloqué sobre él.
— ¿Podrías acariciarme aquí? —me limité a pedirle.
Dora no supo qué decir, y durante unos segundos pareció algo desconcertada, pero con la serenidad que la caracterizaba, no debió darle mucha importancia.
— ¡Oh señorito! Bueno lo secaré un poco más —dijo y cogió el paño y me lo pasó por mi pito y mis bolas que ya comenzaban a tener cierta pelusilla.
Sus caricias, aunque me gustaron no era lo que yo buscaba, quería que me masturbase, como Albert me había dicho que se hacía, así que insistí.
— ¡Así no, sólo con la mano! —le rogué.
Dora se detuvo, dudó un poco y finalmente puso su mano desnuda sobre mi pito erecto, acariciándomelo y tocándome también las bolas bajo él.
— ¡Oh señorito, qué joven tan guapo va a ser! Todas las chicas se fijarán en usted —afirmó ella mientras me acariciaba.
Yo deseé tocar sus pechos y así lo hice, por encima de la tela. Ella me dejó hacer, palpé sus pezones y vi cómo éstos, a medida que los acariciaba y los intentaba coger con los dedos se endurecían y ponían aún más gordos, abultando sobre el fino y blanco algodón.
— ¡Señor, esto que hacemos no está bien! Si su madre se enterase, me darían cuarenta latigazos, usted lo sabe, ¿verdad? —me advirtió con preocupación.
— No te preocupes Dora, yo no diré nada —asentí con tal de que continuase.
— Lo sé, pero pueden descubrirnos, dejémoslo por hoy... —protestó nerviosa amenazando con dejar a medias lo que había empezado.
— Está bien Dora, como desees —dije yo algo desilusionado.
Aquella noche, en mi cama no pude dormir, entre el calor y mi mente recordando una y otra vez la caliente escena de la tarde, conciliar el sueño era una ironía. Las imágenes de aquel cuerpo negro desnudo me atormentaban, aquella raja goteando aquel líquido, todo era tan nuevo, tan desconocido y tan llamativo para mi joven mente en aquel entonces, que me estuve mortificando toda la noche sumergiéndome en mis ensoñaciones.
Intenté tocarme el pito, como mi amigo Albert me había dicho y ciertamente era algo placentero, pero vamos ni mucho menos lo que él me había prometido sentir. Por eso tal vez pensé que aquello no era a lo que él se refería y concluí en que no sabía hacerlo.
Al día siguiente volví a ver a Albert e insistí en que me enseñase el método de masturbación que él seguía. Por la tarde nos fuimos al granero y allí, desenfundamos nuestros pitos y comenzó la clase... Él era mayor que yo y tenía ya mucho pelo en sus partes, según él yo parecía un recién nacido, pues aún no tenía casi pelos, aunque ya alguno había pero no era comparable a lo suyo.
El se cogía su punta y me explicaba como menear los dedos, yo lo seguía con atención y lo imitaba con mi pilila. Incluso creo que llegué a pedirle que me lo hiciera él a ver si es que yo lo hacía mal, pero él montó en cólera y me dijo que “de ninguna manera, los hombres no se tocan entre ellos, eso está prohibido” —me aseguró. No entendí el porqué de su reacción, así que seguí con mis prácticas.
En aquellos menesteres estábamos cuando la puerta crujió y nos alertó, ambos nos volvimos y expectantes esperamos a que alguien entrase por aquella puerta...
Mi padre traía cogida del brazo a la muchacha del día anterior, ésta no se resistía tanto como ayer, pero tampoco entraba gustosa al lugar.
— ¡Vamos zorra, hoy te follaré otra vez! —le espetó—. ¿Entendido? Y espero que me complazcas, si no, ¡probarás el sabor de mi látigo! —agregó él sin mostrar piedad.
— Lo que el señor diga, pero por favor... ¡no me pegue! —suplicó la desventurada joven.
Mi padre la puso de rodillas hoy y ante la atónita mirada de la muchacha extrajo su verga, ésta aún no estaba dura.
— Vamos, ¡chupa con tu boca hasta que se ponga bien dura! —ordenó.
La joven, temerosa de la reacción del hombre la cogió con remilgo y de igual manera abrió su boca y la chupó suavemente una vez. Luego miró a mi padre quien complacido le sonrió.
— Muy bien, ahora sigue, estoy seguro de que aprendes rápido —rugió.
La chica volvió a abrir su boca y a meterse aquella verga que ya comenzaba a agrandarse, y así siguió con ella metida en la boca, chupándola muy despacio. Mi padre parece que se cansó de tanta parsimonia y la cogió por la cabeza de repente...
— ¡Vamos, más brío mujer! ¡Que se me va a bajar! —gritó mientras sujetaba su cabeza y la empujaba con fuerza hacia su garganta, clavándole la verga hasta las amígdalas.
Durante unos segundos la forzó brutalmente hasta que a la chica le entraron arcadas y tuvo que separarse para intentar vomitar, cayendo de bruces contra el suelo.
— ¡Bueno, vale ya, vamos a follar! —espetó con su voz de sargento.
Puso a la muchacha sobre las balas de paja, a cuatro patas, como el día anterior, y le levantó las enaguas como en aquella ocasión arrancándole el taparrabos. Nada más ver su culo le dio una fuerte palmada y vociferó triunfante, alardeando el buen culo que tenía y lo buena que estaba.
— ¡Te voy a follar todos los días! —añadió volviendo a palmear su culo.
Sin más miramientos tomó su verga en la mano y apuntándola hacia la chica, que permanecía aferrada a la paja, la cogió por el culo y se la clavó. Esto la hizo gritar, con el tiempo descubriría que la precipitación y poca delicadeza de mi padre eran los que habían provocado este “dolor” en la chica, el no esperar a que ella se sintiese predispuesta, pero claro mi padre follaba como un animal y no aceptaba un no por respuesta.
Las primeras embestidas fueron dolorosas para la muchacha. Mi padre pareció comprender y sacándola se acercó a aquel chocho joven y negro y le escupió un par de veces, luego le metió los dedos esparciendo su saliva por todo él y tras esto la penetró de nuevo. Esta vez la chica ya no gritó como antes, aunque no dejó de quejarse con menos intensidad. Mi padre siguió follándola como una bestia, embistiéndola y dándole azotes en el culo.
Fue curioso porque los quejidos de la chica cambiaron de tono, por momentos nos pareció que en vez de quejarse le estaba gustando, aunque tampoco acertábamos a distinguir un gemido “de queja” de uno “de placer” en aquellos tiempos. Mi amigo y yo nos miramos, entonces vi como Albert se tocaba su mienbro erecto entre la paja y yo lo imité, supongo que por probar tampoco perdía nada.
Más abajo a escena se precipitó y mi padre aulló como un coyote y sujetando con fuerza su culo, continuó embistiéndola salvajemente hasta que se quedó parado, con movimientos espasmódicos la metía y la sacaba, al tiempo que gemía y vociferaba: “¡Uh! ¡Uh!”; mientras la esclava ahora también daba unos pequeños gritos.
La escena se detuvo y mi padre extrajo finalmente su minga del coño negro del la chica. Como orgulloso del lo que había hecho se subió los calzoncillos y los pantalones y se ajustó el cinturón. La chica permaneció inmóvil, tal vez con miedo a que si hacía algo o se volvía recibiría un castigo.
— ¡Vaya jovencita, cada vez me gusta más tu chocho! ¿A que hoy te ha gustado? —le preguntó mientras se vestía.
La esclava no contestó, se quedó quieta y permaneció impasible. Era difícil creer que los rudos modales de aquel viejo gustasen a ninguna fémina.
— ¡Contesta! —le dijo dándole un azote—. ¿Te ha gustado?
— ¡Si... si señor, me ha gustado! —exclamó la chica aterrorizada.
— ¡Eso es mujer, me gusta que seas agradecida! ¡Qué calor hace, anda ve a tu casa y mañana te quiero ver aquí a esta misma hora! ¿Entendido?
— ¡Si... si señor! —respondió la chica atreviéndose a girarse para ver a mi padre.
Albert y yo seguíamos petrificados allí arriba, hoy no hicimos ningún ruido así que la escena no se interrumpió. La chica se vistió y se marchó y Albert y yo nos quedamos allí haciéndonos la “paja”. Unos segundos tras su marcha Albert gruñó y aceleró su mano tras haberse girado y puesto boca arriba. Luego me dijo que se había corrido y me enseñó el líquido transparente en un hoyo formado con su pulgar y puño cerrados, según él fue lo que vimos el día anterior, aunque en su caso fueron apenas unas gotas blancuzcas. Yo sólo conseguí ponerme roja la piel del pito y que me picara así que le dije que también me había corrido aunque aún no me salía la leche. Él rió y dijo: claro, aún eres joven, ya te saldrá... »
Cathy hizo una pausa y carraspeó, pidió agua a Tom, éste subió a la cocina y le bajó un vaso, al bajar Cathy se fijó que estaba empalmado y se lo echó en cara.
— Vaya hermanito, ¿tú también te empalmas, como el prota, ¿eh?
— ¡Oh si, bueno, es inevitable! Oye, yo nunca me he hecho una “paja”, tengo que probar a hacerlo —le aseguró Tom dicharachero.
— ¡Claro, ya sabes, como aquí lo explica! —rio su hermana.
— ¡Si, pero se ve que no es fácil, mira las dificultades que tuvo el chico! ¿Por qué no me echas una mano tú hermanita? Como su niñera, una mano amiga, ¿eh? —rió ahora él.
— ¡Ni hablar mocoso eso es una guarrada! —se negó ella moviendo su cabeza y proyectando sus larga melena rubia y rizada volviéndole la cara y llamándolo mocoso como solía hacer cuando eran más pequeños.
— Y vosotras hermana, ¿no os hacéis pajas? ¿Metiéndoos un dedo en el chocho o algo así? —le preguntó Tom en su tono jovial acostumbrado.
— ¡Eso lo hacen las guarras! Yo soy una chica formal... —se excusó Cathy sintiéndose tal vez algo ruborizada.
— ¡Claro, tú no! ¿Eh? —le dijo impertinentemente su hermano dándole con el codo en las costillas—. Bueno sigue leyendo, que estaba interesante.
— ¡Vale, ya sigo!
« Aquella noche estaba dispuesto a que Dora me hiciera una paja, para eso cogí nada más y nada menos que cuatro onzas de chocolate de la alacena y las guardé para “sobornarla”. Tras el baño cuando procedió a secarme tenía el pito tan duro como la noche anterior. Ella, viendo mi estaca se sonrió y me la secó a conciencia.
— ¡Veo señorito que sigue usted tan “contento” como anoche! —sonrió.
Yo la dejé terminar y fui a coger el chocolate que le había traído, aún desudo por la habitación.
— ¡Dora hoy te he traído chocolate! —exclamé abriendo la servilleta de tela donde lo había envuelto.
— ¡Oh señorito, qué generoso es usted! —me dijo llenándome de besos las mejillas.
— Pero Dora, te lo doy con condiciones, a cambio tienes que hacerme algún favor, ¿vale?
— Bueno señorito, lo que usted quiera, yo soy muy servicial ya lo sabe.
Le di una onza que Dora introdujo en su boca de labios carnosos y marrones, dejando que se derritiera sobre su lengua, y entonces pensé en qué podía pedirle.
— ¡Dora quiero ver tu culo! —le espeté.
— ¡Uy señorito, qué cosas tiene! ¿Para qué iba a querer ver el culo de una vieja como yo? —preguntó ella escurriendo el bulto.
— ¡Vamos Dora prometiste satisfacerme, sino no te daré más chocolate!
— Está bien señorito, Dora estará siempre a su servicio para lo que usted guste —afirmó con su parsimonia habitual.
Dora se echó en una mesa cercana de mi cuarto y con su bata blanca se me ofreció para que yo descubriese su culo. Creo que me temblaban las manos cuando las posé sobre sus nalgas, suaves y ligeramente esponjosas.
Luego le subí la tela y descubrí su culo a la luz de una lámpara de queroseno que teníamos encendida, su tono era marrón, más claro que el del chocolate. Con emoción mal contenida lo palpé mientras ella se dejaba hacer. Estaba con su taparrabos blanco, que lo tenía pasado por entre las piernas y atado a la cintura que la circundaba.
Su culo era enorme, pues como dije antes Dora era de buen comer y yo apenas ocupaba la mitad de él con mi famélico cuerpo blanquecino y desnudo tras ella.
— ¿Señor, no me daría otra onza de chocolate? —preguntó ella mientras seguía echada sobre la mesa.
Automáticamente cogí la onza y se la di, introduciéndolo yo personalmente en su boca, ella chupó mis dedos dulcemente, este detalle inesperado me gustó, me imaginé que me chupaba el pito...
— ¡Dora quiero ver tus pechos! —le dije si pensarlo, al verla echada en al mesa con su escote ofreciéndomelos.
— ¡Bueno, el señorito me pide unas cosas muy raras hoy pero Dora lo complacerá, siempre lo hace!, ¿verdad? —dijo servicial.
Se levantó el liviano vestido blanco y sus enormes pechos, caídos se ofrecieron a mi como inmensas montañas, tan grandes como las ubres de una vaca. Cuando me acerqué ella me tomó las manos, como intuyendo mis intenciones y me las puso sobre sus pezones negros, apretándomelas contra ellos. Estaba más blandas que su culo pero a la vez duras y pesaban una barbaridad, se las levanté mientras ella se sonreía, haciendo como si fuese un forzudo.
— Señorito, le cuento un secreto, ¿sabe que de pequeño usted mamó de estos pechos? —me confesó—, su madre no tenía suficiente leche y Dora lo alimentaba cuando ella no podía. Venga chupe de ellos para recordar viejos tiempos —me dijo cogiéndome amorosamente mi pequeña cabeza y acercándola a sus grueso pezón.
En mi boca aquel pezón creció y se endureció, su sabor era ligeramente salado, tal vez por el sudor de Dora pero a mi me supo a gloria en aquel momento. Luego me pasé al otro e igualmente o chupé hasta ponerlo duro, incluso lo mordisqueé suavemente aunque bajo las advertencias de su poseedora, que me dijo que ni se me ocurriera morderlos.
— Dora, ¡ahora quiero que me hagas una paja! —le espeté ya sin remilgos.
— ¿Una paja señorito? ¿Y eso qué es? —preguntó ella extrañada.
— Una paja, en el pito... —aclaré yo cogiéndolo y moviéndolo como ejemplo.
— ¡Ah claro ahora comprendo! Bueno, como le dije ayer, por esto me azotarían así que lo único que le pido aparte del chocolate es que sea discreto en cuanto a estos favores que Dora le hace.
— De acuerdo Dora, puedes confiar en mi —aseguré yo.
Dora me llevó a mi cama y allí se sentó a mi lado, tan desnuda como yo salvo por su taparrabos. Allí tomó mi pito con sus manos regordetas y suaves y lo manoseó con suavidad, tomando con sus dedos delicadamente a la altura del glande, comenzando a moverlo como Albert me había explicado y yo le había visto hacer aquella tarde.
Al principio estaba más bien escéptico ante aquellas caricias, no es que no me gustasen, pero lo había intentado ya tantas veces que hasta pensaba que yo era anormal y no conseguiría nada. Pero la dejé hacer.
Mientras ella lo hacía, me dejó seguir tocándole sus pechos, abrazado a ella y pellizcarle los pezones, cuando iba a chupárselos apenas mis labios rozaron sus negros pezones, tan negros como el tizón, sentí unas ganas incontenibles de hacer piss. Me alarmé pensando que me lo hacía encima y me eché para atrás horrorizado.
— ¡Me meo! —grité con espanto.
Dora siseó Dora tapándome la boca mientras su mano seguía moviéndome la piel entorno a la punta de mi pito.
— ¡Cállese señorito, no es pis lo que va a salir de ahí! —añadió.
Lo que vino a continuación no lo recuerdo bien, pero la vista se me nubló, las piernas me temblaron y la sensación de que me meaba encima siguió aunque no vi el líquido salir, en cambio, cuando se me aclaró la visión, sí que vi la leche que había soltado mi pito al correrse, como la de Albert aquella tarde, Dora tenía los dedos manchados con ella y mi vientre también había recibido los impactos al caer esta tras ser lanzada al aíre.
En aquellos momentos sentí una gran satisfacción, aquello era un orgasmo y yo era normal, tan normal como Albert al menos, pues era capaz de alcanzarlos y eyacular como él. Dora me mostró el fruto de mi masturbación y ante mi atónita mirada: ¡se chupó los dedos!
— ¡Oh señorito, qué suave leche ha salido de su pito, tan pequeño y joven! —dijo mientras lamía unas gotas que habían quedado en su mano.
Tremendamente satisfecho me fui a la cama, complacido, le di a Dora el resto del chocolate, que devoró con gozo incomparable, chupándose también los dedos. Me dio un beso de buenas noches y salió de la habitación apagando la llama del quinqué que la iluminaba.»
Tom suspiró y Cathy se giró cansada ya de leer, su hermano también se volvió, quedando ambos mirando al techo.
— ¡Jo Cathy, qué historia! —exclamó el joven Tom.
— ¡Ya te digo, una guarrada! —dijo jocosamente Cathy.
— Si es tan guarra, ¿por qué me la lees entonces? —preguntó el chico curioso.
— Pues para pervertirte, porque eres tan inocente que eres como el prota un: a normal —rio mofándose de él.
— ¡Yo no soy un anormal! ¡Soy tan normal como el prota, si me hicieras una paja como Dora verías mi leche salir! —protestó Tom, girándose para ofrecerle la espalda a su hermana y apagando la linterna, visiblemente ofuscado.
Ciertamente el comentario de su hermana le había dolido profundamente, había herido su amor propio. Así que se propuso intentar masturbarse, como el prota, con la diferencia de que él si lo lograría.
En la oscuridad Cathy sintió que le había hecho daño y se arrepintió, como tantas otras veces, lo sabía y se sintió culpable por aquello, así que buscó su hombro en la oscuridad y le puso la mano en él, acercándose se incorporó y con un dulce beso en su mejilla le pidió perdón.
— No te enfades hermanito, claro que eres normal, eres como el prota un chico adolescente y todo llegará, ya lo verás —le susurró al oído.
A oscuras, con el fresco que daban las paredes de ladrillo de aquel sótano, ambos se quedaron dormidos y no despertaron hasta que los rayos del sol entraron por la pequeña ventana que daba al éste deslumbrándolos.
Nota del autor: Inicialmente titulada "Memorias" a secas, fue la segunda novela que terminé y es la más larga de todas. S
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