Las Memorias de Adam (2)
Cuando se hartó, volvió a su culo y la penetró de nuevo sin compasión...
Al día siguiente Tom bajó al sótano. Ahora estaba bastante más limpio que cuando bajaron allí la primera vez. Habían estado quitando las sábanas polvorientas y añejas que cubrían los muebles que allí estaban, barrieron el suelo repleto de polvo y limpiaron los cachivaches antiguos que se amontonaban por las estanterías. Muchos de estos enseres los recuperaron para usarlos en la casa como adornos pues a su madre le encantó su aspecto antiguo y vetusto.
Tom se hallaba dormitando en una mecedora, mientras se mecía apaciblemente en ella y echaba la siesta, huyendo del calor del medio día, pues resultó que era una de las habitaciones más “fresquitas” de la casa, ya que estaba bajo el suelo. De modo que cuando se despertó, siguió meciéndose en ella mientras adormecido, reparó en el misterioso baúl que seguía guardando sus secretos.
Así que hizo un esfuerzo por desperezarse de su apacible descanso y se incorporó acercándose al él una vez más para intentar abrirlo sin éxito. Y maldijo frustrado por no poder averiguar su contenido. Era todo un fastidio, pensó en usar una palanca pero eso rompería la madera y le pareció demasiado bonito para hacer esa salvajada y su madre tampoco se lo permitiría si se llegaba a enterar.
De modo que se dedicó a buscar por las estanterías a ver si localizaba la llave milagrosa que abriera su misterio. Como si de una aventura se tratase escudriñó cada centímetro cuadrado, abrió y ojeó cada botella o jarrón, los zarandeó, los puso boca abajo, pero tras una intensa búsqueda, la escurridiza llave tampoco apareció por ningún sitio.
Finalmente se rindió, desplomándose sobre la mecedora comenzó a balancearse parsimoniosamente de nuevo en ella. Ensimismado, ahora miraba la pared de ladrillos de en frente, con sus hileras regulares de ladrillo rojo compacto, que con el movimiento de la mecedora creaban un efecto hipnótico en quien los contemplaba.
En la regularidad de la pared, detectó una leve anomalía, nada de particular, pero aburrido y asqueado como estaba, decidió acercarse para observarla mejor. Solo entonces se percató de que el ladrillo que no seguía la perfecta regularidad del resto, estaba un poco salido y torcido respecto a los demás. Tras una observación detenida lo empujó y ¡oh dios mio! El ladrillo se movió hacia dentro de la pared, ¡estaba suelto! De repente tuvo una intuición, ¿y si la llave se escondía tras él? ¿Y si el ladrillo era el escondite secreto de la llave? Como los felpudos o las plantas junto a un portal, ¡sí aquello tenía una lógica aplastante!
Tiró de él con fuerza pero el ladrillo no llegó a salir, se quedó tal como lo encontró, ligeramente girado con respecto a la pared y sacado hacia afuera. Trató de sacarlo por todos los medios, empujándolo y tirando de él, pero éste a penas se movía y no parecía que fuese a salir con facilidad.
Tras vanos intentos de extraerlo, desesperado se separó de la pared y miró a su alrededor buscando algo con lo que hacer palanca. Finalmente reparó en la gran hebilla de su cinturón y decidió probar. Se la quitó y con el hierro que se usaba para coger los agujeros rascó los bordes de argamasa que sujetaban el díscolo ladrillo, soplando de vez en cuando para ver cómo iba. Cuando hubo rascado un rato, metió la hebilla metálica en el hueco e hizo palanca con ella.
¡Por fin! El ladrillo se había soltado un poco más y había salido unos centímetros extra. Ahora pudo agarrarlo mejor y tiró de él con fuerza, agitándolo en todas direcciones, tiró tan fuerte que de repente el ladrillo cedió, provocando que perdiera el equilibro y cayó de culo en el suelo, ladrillo en mano incluido.
Rió ante tanta torpeza y con el corazón en un puño se levantó para mirar en el hueco que había quedado, había mucha arena y polvo así que lo limpió con los dedos y mientras lo hacía entre ellos apareció algo metálico y frío al fondo. Al rescatarlo lo miró y descubrió que, era una cajita metálica y verdosa, probablemente de bronce, pues no había óxido en ella.
Metiendo las uñas de sus dedos tiró de la tapa y de nuevo tuvo que esforzarse por superar el nuevo obstáculo, pero esta vez no fue tan difícil, la tapa cedió y tanto la parte de arriba como la de abajo volaron por los aires impactando después contra el suelo y provocando un tintineo metálico al chocar. Pero allí apareció un tercer objeto, en el momento en que cayó al suelo, este brillo débilmente. Tom se agachó para verlo mejor en el poco iluminado sótano y: ¡era la llave!
— ¡Sí! ¡Eureka, la encontré! —gritó como un poseso dando brincos sin parar.
Feliz como una lombriz fue a abrir el baúl, pero pensó que a su hermana le gustaría verlo también así que fue a buscarla y se guardó la llave en el bolsillo.
Ella estaba echando la siesta en su habitación. Tom entró y la vio con su camisón de seda semitransparente. Observó cómo se traslucían sus pechos, pues no llevaba sujetador, eran pequeños, en forma de copa de champán. Por unos momentos se sintió atraído por ellos y quiso tocarlos, pero no, finalmente se arrepintió. Decidió despertarla, moviéndole suavemente el hombro, mientras le susurraba muy excitado...
— ¡La encontré! ¡Es la llave! —gritó eufórico—. ¿Bienes ha abrirlo? —le preguntó con voz temblorosa por la excitación, con la respiración entrecortada.
Su hermana, medio adormilada no reaccionó al principio, se incorporó levemente, apoyándose sobre los codos y miró a su hermano, observó lo que le mostraba en su mano. Como volviendo en sí, al ser consciente de lo trataba de decirle, le sonrió picaronamente.
— ¿Estás seguro? —se limitó a preguntar.
— Si, estaba oculta tras un ladrillo en la pared del sótano, ¡vamos! —dijo tirándole del hombro y sacándola de la cama.
Pasaron por el cuarto de sus padres que también dormían, en silencio para no despertarlos, bajaron las escaleras hacia la primera planta y luego fueron al sótano.
Allí se arrodillaron ante el baúl, Tom sacó su llave del bolsillo, su mano temblorosa acercó la llave a la vieja cerradura de bronce, reverdecida por los años. Apenas consiguió introducirla por la ranura debido al tembleque que sentía, pero una vez insertada la giró suavemente... no se abrió.
— No se abre... —dijo desilusionado.
— ¡Anda déjame a mi! —le espetó Cathy arrancándola de sus manos y obligándolo a echarse a un lado.
Mas decidida Cathy la cogió y la giró con fuerza, el mecanismo crujió y rechinó metal contra metal, la llave giró con mucha dificultad y al final se oyó un cloc sordo, lo que era buena señal: ¡El cofre estaba abierto! Ambos se miraron, la mar de sonrientes y excitados, de nuevo Cathy colocó sus manos a ambos lados del cofre y levantó su tapa suavemente hasta abrirlo por completo. Casi inmediatamente su hermano se zambulló en su interior... en busca del tesoro, pues en su mente: ¿qué otra cosa podía guardar alguien bajo llave y tan secretamente oculta?
Allí había cachivaches varios: una pipa, un quinqué viejo, pinceles o lo que creyeron que eran pinceles, que más bien resultaron ser plumas para escribir, una cajita metálica...
Fueron sacando los objetos y poniéndolos a su alrededor. En la caja metálica resultó que había fotos, fotos muy antiguas que apenas eran manchas en blanco y negro, donde se intuían añejos rostros de tal vez antiguos ocupantes de la casa.
Al final en el cofre había un saco de lino gris, al tocarlo descubrieron que en realidad envolvía algo más duro. Lo sacaron y Cathy extrajo de su interior lo que tan cuidadosamente había sido envuelto en la tela... ¡era un libro, con sus tapas gordas de cuero! Extrañada y curiosa al mismo tiempo abrió sus páginas, amarillentas, de un papel grueso como no habían visto antes, habían resistido el paso del tiempo, guardadas en aquel baúl, en aquél fresco sótano, ¡y se habían conservado bien!
Comenzó a leer lo que parecía un título, escrito a mano con una caligrafía bonita, como cuando ellos empezaban ha escribir las cartillas de la escuela, aunque las líneas denotaban un leve temblor de manos de su autor:
— “Memorias” —leyó el título, hizo una pausa y siguió leyendo...
«En estos días aciagos, cuando me doy cuenta de que la vejez me ha alcanzado irremisiblemente y ya apenas salgo al campo porque mi cuerpo se niega a responderme, he decidido echar la mirada atrás y recordar los viejos tiempos. Tiempos pasados que siempre fueron mejores. Y por algún motivo la memoria siempre me lleva a un sitio, es curioso porque sería como el polo opuesto a mi situación actual, ella me lleva a mi juventud, concretamente a mi pubertad y más concretamente aún a un verano, un verano muy especial. El verano en el que desperté a esa secreta e íntima parte de nuestras vidas, cuando descubrimos que estar aquí, en este mundo, también tiene sus momentos dulces, momentos en los que el placer nos eleva, separándonos de lo cotidiano y nos traslada al éxtasis, en esos breves momentos, cuando en solitario o compartido, decidimos explorar ese maravilloso universo del sexo. Empecemos pues por ahí, a ver hasta donde es capaz de alcanzar mi maltrecha memoria.
En aquellos días el calor comenzaba ya a sentirse con fuerza, y la cosecha del algodón, una de las principales plantaciones de la explotación de mi padre comenzaba a realizarse de sol a sol. En aquellos tiempos teníamos esclavos que se encargaban del arduo trabajo, fue antes de la abolición del esclavitud por Abraham Lincoln.
Era la hora de la siesta, mi amigo y vecino Albert y yo, dormitábamos en el granero de la finca, entre el heno que se apilaba en la segunda planta, cuando un ruido nos despertó. Fue una discusión a las puertas del mismo. Casi de inmediato reconocí la voz de mi padre, tan autoritario, tan rudo como sonaba siempre. Y la otra era sin duda, una voz de mujer, una mujer asustada que suplicaba: “¡No señor, por favor, déjeme ir!”. Aquello nos erizó el vello a ambos.
Seguidamente la mujer entró al granero, bueno más bien fue lanzada dentro y aterrizó en el suelo. Asustada miró a la puerta por donde mi padre apareció, con terror se arrastró hasta llegar a la pared de en frente, donde unas balas de paja detuvieron su avance. Allí se giró y siguió mirando a mi padre, con su figura inconfundible: sombrero de ala ancha, botas altas, gran bigote y látigo en la mano. Cuando se trataba con esclavos había que llevarlo siempre, según él.
La siguió, dando grandes pasos, con las manos asidas al cinturón con los pulgares hacia abajo. Yo me temí lo peor y pensé que aquella pobre desgraciada habría hecho algo para irritarlo y ahora iba a sufrir su castigo, como en otras ocasiones lo sufrían otros esclavos o yo mismo, pues el hecho de ser su hijo no me libraba de su ira.
Efectivamente, cuando estuvo cerca de ella, alzó la mano y el látigo ondeó en ella, la chica se volvió horrorizada, éste bajó con fuerza y la azotó en la espalda. La pobre chica, llena de pavor chillo antes incluso de sentir su contacto.
— ¡Vamos levántate las enaguas! —le ordenó.
— ¡Pero señor, por favor, no lo haga, aún no he estado con ningún otro hombre!
— ¡Qué te las levantes! —le reiteró, pero ya no esperó respuesta, esta vez se agachó y cogió el menudo cuerpo de la mujer y lo levantó echándolo contra una bala de paja sin apenas esfuerzo, quedando la chica sobre ella de espaldas a mi padre.
Con violencia, mi padre se acercó a su culo y levantó el viejo vestido de la mujer, descubriendo sus negras piernas y un taparrabos de tela blanca que llevaban los esclavos para cubrir sus partes íntimas anudado a su cintura. Ésta prenda fue desenlazada y arrancada con violencia por él, descubriendo un culo redondo, tan negro o más que sus muslos.
A estas alturas mi compañero de siesta y yo estábamos con los ojos abiertos como platos, agazapados entre el heno de la segunda planta del granero, mirando con expectación la escena que se representaba apenas a unos metros.
Abajo, la chica sollozaba y sumisamente permanecía quieta mientras mi padre se bajaba los pantalones y sus calzoncillos de fino algodón, como le permitía su estatus social.
Acercándose a la desdichada, le dio una fuerte palmada en el trasero, provocándole más gritos, pero esta vez menos fuertes que antes, pues aunque eran sonoras, seguramente no las lanzaba con excesiva fuerza. A esta siguieron otras, mientras mi padre sonreía socarronamente.
— ¡Ya estás madura! —fanfarroneaba—. Es tiempo de cosecharte mujer —añadió.
Yo nunca había visto una mujer desnuda y supongo que Albert tampoco, por eso estábamos exaltados ante al imagen de aquella muchacha, con su trasero y muslos ofreciéndonos una vista lateral y en suave picado desde atrás impresionante. Su culo era más negro por la parte del ano y bajo él, un pelo negro, esponjoso y acaracolado, cubría su raja ocultándola. Era el primer chocho que veíamos también, así que tratábamos de no perder detalle de lo que observábamos.
Mi padre asió con su gruesa mano aquella pelambre y lo magreó con gusto, creo recordar que hasta su dedo gordo entró en aquella espesura, sin duda atravesando su raja, lo que provocó más gritos de dolor en la chica.
Yo la conocía de vista, era una joven que rondaba la pubertad como mi amigo Albert y yo, era hija de esclavos y ya había empezado a trabajar como recolectora en la plantación aquel año. Pues hasta entonces, las chicas de menor edad se limitaban a llevar agua y comida a los hombres y mujeres que trabajaban.
Si la chica dijo la verdad, respecto a lo de que era virgen, en cierta medida las poco delicadas caricias de mi padre en aquellos momentos tuvieron que terminar con ese estado. Mientras tanto él seguía azotándola en el trasero, hasta que cogió su verga, blanca como la leche, en comparación a aquella piel color azabache, curtida por el sol, la acercó a aquel chocho virginal y paseó su punta por él con deleite.
— ¡Oh, qué chocho tan exquisito que tienes! Te pienso follar todos los días hasta curtírtelo con mi preciosa verga, hasta te liberaré de trabajar en el campo, así tus manos no se endurecerán —le dijo mi padre babeando de placer a su espalda.
La chica lejos de consolarse lloraba, sollozando a cada momento, lo cual no parecía importar en absoluto a mi padre, que seguía a lo suyo. Poco a poco fue metiendo su miembro en aquella virgen, mientras la chica se quejaba del dolor que le producía, aferrándose con fuerza a la bala de paja sobre la que estaba echada.
Hasta que mi padre paró, entonces se la sacó y la rodeo hasta llegar a su cara y poniéndosela delante dijo: “¡Vamos chupa!”. La orden fue tajante y ante la negativa de ella enterrando su cara entre la paja, el látigo actuó sobre su culo y espalda, haciéndola gritar de nuevo. Sin duda esto la llevó a obedecer ciegamente y la verga entró en su boca ante la presión ejercida por mi padre sujetando su cabeza.
— ¡Oh sin duda tu boca también es virgen! —dijo soltando una carcajada.
La chica siguió chupando, ante las embestidas nada delicadas de mi padre parecieron darle arcadas y éste la sacó momentáneamente de su boca para volverla a meter acto seguido sin apenas darle un respiro.
Cuando se hartó, volvió a su culo y la penetró de nuevo sin compasión, su miembro viril desapareció dentro de ella. La chica gritó igual que las otras veces, pero impasible ante sus súplicas, mi padre siguió follándola ímpetu desmedido aferrándose con fuerza a sus estrechas caderas.
Yo nunca había visto follar a nadie, era una palabra prohibida que sólo nos susurrábamos mi amigo y yo cuando hablábamos de mujeres, pero que nunca se me hubiese ocurrido pronunciar estando mi padre cerca, pues me hubiese corrido a latigazos. Los dos nos mirábamos un momento mientras la escena seguía produciéndose, yo ya tenía el pito tieso y sin duda él también lo debía de tener, así que sin decirnos nada volvimos la cabeza y seguimos mirando.
Allí abajo la chica seguía gritando con cada embestida, mi padre se aferraba a calzón bajado a su culo y empujaba con ganas, aunque éstas embestidas creo duraron realmente poco y tras quizás un par de minutos mi padre rugió levantando su cara hacia el techo del granero y siguió con sus embestidas, pero más despacio, fue parando poco a poco, hasta quedarse quieto, aún con su verga dentro.
— ¡Oh, ha sido fantástico Arel! —pues así parecía llamarse la chica—. Mañana volveremos aquí para continuar con tu adiestramiento.
Y dicho esto se la sacó y se subió los pantalones como si allí no hubiese pasado nada. Acto seguido salió por la puerta sin mirar atrás, dejando allí a la desdichada.
La negra, durante largo rato estuvo quieta como petrificada, tal vez esperando a que su violador se hubiese alejado lo suficiente. Ya no lloraba, aunque fuese extraño. Finalmente se levantó y quedó sentada sobre la paja, se limpió los mocos y lágrimas en la manga de la camisa, recogió sus harapos y su taparrabos y se dispuso a vestirse.
Cuando se levantó y con cierto horror pareció descubrir algo y se agachó. Albert y yo no supimos lo que era, pero al remangarse el vestido, vimos con claridad su chocho, incluso creo recordar que vimos lo sonrosado que era por dentro y esto nos llamó poderosamente la atención, ¡cómo era posible que siendo negros por fuesen blancas por dentro! El caso es que vimos como de él salía un líquido entre blanco y rosado, que nos llamó poderosamente la atención. En aquel momento no lo sabíamos, pero con el tiempo descubriríamos que era la leche de mi padre mezclada con la sangre fruto de desvirgar a la muchacha en su primera vez.
En ese momento mi amigo se movió y un tablón del suelo donde estábamos crujió, entonces la chica miró hacia arriba, tan horrorizada como había estado antes y me vio. Entonces pude ver el pánico en sus ojos negros, el miedo e inmediatamente salió de allí como alma que lleva el diablo. En aquel momento dudaba si nos había reconocido, con el tiempo supe que si, que sabía que yo era el hijo del amo. »
Cathy no había parado de leer aquel relato, escrito en inglés arcaico cuya letra caligráfica le había costado entender al principio, pero a la que ya se había acostumbrado. Mientras lo leía hizo algunas pausas y miró a su hermano, intentando convencerlo para no seguir leyendo ante lo escabroso del tema, pero éste insistió todo el tiempo en que siguiese y siguiese. Lo cierto es que ella misma se sentía atraída por aquella historia y por eso tal vez accedió y siguió hasta el punto en el que estaban. Después de esto, la página quedó en blanco y en la siguiente comenzaba al parecer otro episodio, pero hizo una pausa para descansar.
— ¡Jo Cathy, vaya historia, no! —exclamó Tom muy excitado. Había permanecido en el suelo casi todo el tiempo, junto a su hermana, que estaba sentada sobre con las piernas cruzadas y el libro apoyado sobre sus muslos.
— Si, un poco fuerte, ¿no crees? —preguntó ella sintiéndose avergonzada por haber leído algo así.
— Bueno si, pornográfica pero excitante, diría yo.
— No sé, para mí la pornografía se reduce a las películas porno, aquí veo descripciones de sentimientos, acciones y sí, mucho sexo, pero me resulta más excitante que el porno, ¿a ti no?
— Jo hermanito, qué razonamiento más maduro acabas de tener, me has sorprendido —rio su hermana—. Visto de ese modo estoy de acuerdo contigo, esto es distinto a la mera pornografía que vemos en los vídeos.
Tras estas reflexiones compartidas quedaron en silencio unos momentos, hasta que finalmente Tom lo rompió.
— Oye, Cathy, ¿te puedo preguntar algo? —le inquirió Tom desde el suelo.
— Si claro tonto, no te pongas tan serio —rio ella nerviosa, tal vez intuyendo que su pregunta sería comprometida.
— ¿Tú eres virgen? —interpeló finalmente.
Cathy rio ante la pregunta, fue una risa nerviosa provocada por su vergüenza ante ella, pero después se serenó e intentó pensar la respuesta.
— Si, claro que soy virgen, como tú, ¿no? — concluyó tras unos segundos.
— ¡Oh si claro! Yo soy menor que tú. ¿Sabes? Se me ha puesto dura, como al protagonista —dijo mientras se sentaba y un bulto, como una puntilla estiró la tela de sus pantalones cortos.
Cathy se llevó la mano a la boca y sonrió de nuevo avergonzada, su hermano era un descarado sin remedio.
— ¡Eres un guarro! —dijo cerrando el libro y amenazando con golpearlo con él.
De pronto oyeron ruidos en la planta de arriba, alguien bajaba las escaleras, así que alertados decidieron volver a guardar todo en el baúl. Los pasos siguieron avanzando y bajaron hacia el sótano donde estaban.
— ¡Ah estáis aquí! —dijo su madre inclinándose en las escaleras a la altura del techo, observándolos desde arriba.
— ¿Os apetece tomar una limonada fresquita?
— ¡Oh si claro dijo Tom ahora subimos mamá! Estábamos jugando.
— ¿Jugando, a qué juego, no veo ningún tablero?
— ¡Oh, pues es que era piedra—papel—tijera! —intervino Cathy dándole un codazo a su tierno hermanito.
— ¡Ya veo! En fin, subid cuando terminéis con lo que estabais haciendo —dijo su madre girándose y volviendo tras sus pasos.
En aquel momento hicieron un pacto, un pacto de hermanos, en el que acordaron no revelar nada a sus padres de aquel libro, sería su secreto. Pero también acordaron leerlo siempre juntos, pues entre otras cosas Tom no entendía bien aquella letra ni aquel inglés arcaico. Cerraron el cofre y volvieron a dejar la llave escondida tras el ladrillo de la pared, que ahora se movía con facilidad.