Las Mellizas (I) - Noche de bodas en la playa

Conocemos a las hermanas Dana y Eva, unas mellizas muy bien avenidas. Es la noche de bodas de Ana, la mejor amiga de Dana, que se ha casado con Pedro.

  • El puto paraíso, Eva, no me digas que no.

  • Pues sí. Vas a tener razón -respondió Eva antes de darle otro trago a su copa.

Habían pasado el día en la boda de unos amigos, en un cortijo que quedaba relativamente cerca de la cala del castillo de abajo, y, cuando la fiesta había empezado a apagarse, Dana le había propuesto a su melliza pasar la noche al raso, en la cala, y terminar allí la fiesta. Eran físicamente idénticas, pero mentalmente diferentes. Dana era un alma libre mientras que Eva prefería vivir encorsetada en las reglas generales de la sociedad, a pesar de que discrepaba con algunas de ellas.

Habían ido juntas a la boda, y a la cala, en el coche de Dana, un todo terreno con un amplio maletero al que no le faltaba detalle; Destacando como elemento principal la nevera en la que, la mayor de las dos (por eso de haber sido la segunda en nacer), siempre llevaba cerveza, alcohol y refrescos como para sobrevivir a un holocausto nuclear. Habían parado en una gasolinera para hacer acopio de garguerías y agua, habían comprado otro par de bolsas de hielo y, tras descender por la rambla que arrancaba en una curva de la carretera comarcal que unía el cortijo con cualquier otro lugar del mundo, habían dejado el coche en la misma orilla de la playa; Con el maletero abierto y orientado hacia el agua y haciendo la veces de vivac. Ellas, sentadas sobre una manta, estaban tomándose la primera de las copas bajo un despejado cielo estrellado.

La cala del castillo de abajo era, desde luego, un lugar paradisíaco. Tenía una franja de costa de alrededor de cien metros y una profundidad de diez o doce en dirección a la rambla. Una espesura de palmeras y pinos la rodeaban por tierra y estaba encajaba entre dos cerros que la delimitaban por sus extremos. Era un lugar muy frecuentado en los días de verano pero, en las noches de diario de la época estival, solía estar desierto. Como en aquella noche de domingo, que estaban solas las dos hermanas.

La luna llena iluminaba toda la playa y se reflejaba caprichosa en las tranquilas aguas de la orilla. No soplaba ni una mísera brisa, no se escuchaba el movimiento de las hojas de las palmeras y las pequeñas olas que rompían en la orilla lo hacían tan flojito que parecía como si no quisieran despertar siquiera a los peces que abundaban en aquel capricho paradisíaco de la naturaleza.

Llevaban apenas un cuarto de hora en la playa, pero había sido tiempo suficiente como para sumergirse en la paz que ofrecía el lugar y tener la sensación de que eran ya horas lo que llevaban allí. Dana se levantó de la manta y, descalza, se acercó a la orilla para meter los pies en el agua. Estaba ideal, lo mismo que la temperatura ambiente: una cálida noche de verano.

  • ¡Baño! -exclamó Dana al sentir el agua en sus pies.

Volvió a pasar junto a Eva, se acercó al maletero abierto del coche y comenzó a desnudarse. Un vestido de invitada de boda no era el mejor atavío para estar en la playa. Cogió una percha de las que llevaba en el maletero, colgó bien el vestido, se quitó la ropa interior y la dejó sobre la bandeja trasera. Volvió a la altura de su hermana.

  • Vente, que está el agua de vicio.

Eva la miró disconforme, como si el cuerpo no le pidiera probar esa experiencia todavía y, en un primer momento, no aceptó.

  • Ahora voy, me apetece echar antes un cigarrito.

  • Lo que veas -y Dana se metió en el agua con su copa en la mano.

Aunque era una playa de arena fina en toda su extensión, junto al cerro de poniente, muy cerca de donde habían montado su improvisado campamento, había un grupúsculo de rocas dentro del agua y una de ellas tenía una morfología tan singular que parecía un velador con asiento. Dana dejó la copa sobre la roca, se sumergió en el agua y luego regresó a la roca para sentarse. El agua la cubría hasta el ombligo. Desde allí, miraba al infinito mientras pensaba en sus cosas.

En la orilla, sobre la manta, Eva estaba haciéndose el cuerpo a liberarse tanto como su hermana. Lo de quitarse la ropa no era problema, no recordaba haber usado nunca en su vida la parte de arriba de un bikini, pero lo de tomar posesión, semidesnuda, de una nocturna y solitaria playa era algo que aún le producía cierto temor. Aunque aquello fuera el paraíso y tuviera toda la pinta de ser un entorno seguro, no dejaba de ser un lugar recóndito en el que cualquier situación de peligro sería diez veces más grave, como mínimo. Necesitaba sentirse segura y eso le estaba llevando su tiempo.

Las últimas noticias sobre violaciones y secuestros la tenían asustada, y le jodía no poder quitarse esos pensamientos de encima estando, como estaba, tan a gusto. Miró el móvil, estaba a tope de cobertura, lo cual era un alivio. Se levantó de la manta y, ante de acercarse al coche, le preguntó a su hermana:

  • ¿Llevas algo de defensa en el coche?

  • ¡Pues claro! -respondió Dana- El bate de béisbol que me regaló papá hace cinco años. Relájate -continuó diciendo-, somos dos y los violadores actúan solos. Si nos encontráramos en una situación de peligro, tendríamos opción de defendernos.

Eva pareció quedarse conforme y, junto al coche, comenzó a desnudarse. Es cierto que, salvo en fiestas y multitudes, los violadores acostumbran a actuar en solitario y ellas estaban en superioridad numérica. Además, eran dos mujeres fuertes y atléticas y Eva sabía muy bien que los conocimientos en artes marciales que tenía su hermana eran otro seguro. Comprobó que el bate de béisbol estaba en el maletero y respiró tranquila. Colgó su vestido en otra percha y fue a meterse en el agua.

  • No me jodas, Eva, quítate el tanga. No querrás que se estropee con el salitre del agua -le gritó Dana desde la roca.

No era solo porque pudiera estropearse. Dana adoraba la practica del nudismo y Eva lo sabía. Supo que su hermana quería que conociera la sensación de andar desnuda al aire libre, bajo las estrellas y que la estaba tentando tirando de un argumento con el que podría convencerla. Volvió a echarle un vistazo a la playa: desierta. ¿por qué no? No era más que desprenderse el último trocito de tela que le quedaba cada vez que pisaba la playa. Y, convencida de que daba lo mismo un trapo más que un trapo menos, se sintió animada a hacerle caso a su hermana. Tenía ganas de probar la experiencia y terminó por quitarse también el tanga y dejarlo sobre la bandeja trasera del coche, junto a la ropa interior de Dana.

Conforme se fue separando del coche y acercándose a la orilla, Eva experimentó la sensación de la libertad. Estaba en comunión con la naturaleza, sin resquicios sociales, ni siquiera un mísero trozo de tela y encaje. Le gustó. Le gustó tanto que, en ese momento, empezó a plantearse la posibilidad de quedarse también desnuda en la playa en cualquier otra circunstancia: de día, con más gente que también anduviera desnuda, en un entorno seguro...

Se mojó los pies y, antes de meterse por completo en el agua, volvió a darse la vuelta para coger su copa, que estaba junto a la manta, e hizo lo que su hermana. La dejó en la roca, se dio un chapuzón y aprovechó otro saliente para sentarse. Aquella roca parecía estar allí puesta a propósito.

  • Lo que te decía -volvió a decir Dana-, el puto paraíso. Podría vivir aquí si no fuera porque no está permitido encender hogueras.

  • Y porque no hay agua corriente -añadió Eva.

  • También. Pero ese es un problema menor. Hay sitios cerca para comprarla.

Como dos sirenas exuberante que han emergido del agua, las dos hermanas, sentadas en la roca y con sus copas cerca, entablaron una conversación que tocó diversos palos. Hablaron del lugar, de los planes para el verano, comentaron algunas anécdotas de la boda y se felicitaron por haber decidido terminar el día en la playa. Dana estaba acostumbrada a vivir experiencias así. Para Eva, era la primera vez pero ya se había hecho con la situación hasta tal punto que ningún tipo de temor rondaba por su mente. Aquello, realmente, era como estar en el paraíso.

  • ¿Qué estarán haciendo Ana y Pedro? ¿Estarán ya de noche de bodas? -preguntó Dana.

  • Deberían. Todo depende de si ha quedado algún invitado de los que no se van ni con agua caliente.

  • ¿Les llamamos?

  • ¿Crees que lo cogerán? Lo último de lo que están pendientes unos novios el día de su boda, es del teléfono.

  • Todo es probar. Además, tengo que salir del agua de todas maneras, que no me queda copa.

Volvieron a la orilla. La noche era tan agradable que no se pasaba frío al salir del agua. Dana rellenó las dos copas, cogió el móvil y se sentó junto a su hermana, que ya había vuelto a acomodarse sobre la manta. Llamó a Ana y Ana cogió el teléfono.

  • ¡Vivan los novios! -dijo Dana cuando su amiga descolgó y mientras ponía el teléfono en manos libres- ¿Cómo vais? ¿No habré interrumpido nada interesante, no?

  • Para nada -se escuchó al otro lado del aparato-. Estamos todavía en la carpa, con las copas.

  • ¿Queda mucha gente?

  • La verdad es que no. Los padres de Pedro, que ya están haciendo el ademán de irse, Julia, Irene, Natalia y Victoria, mis primos de Talavera y Alfonso y Mario. ¿Dónde estás?

  • Eva y yo nos hemos venido a la cala de abajo, que la noche invitaba.

  • De buena gana me iba con vosotras con tal de no tener que soportar las bromas de mis primos. ¡Qué cansinos son! No hay forma de que se vayan a dormir. ¿Qué hacéis? ¿Os habéis ido solas?

  • Sí, aquí estamos las dos hermanas sin primos que nos molesten. Con nuestras copillas y toda la playa para nosotras. Podíais veniros que, una noche de bodas en una cala solitaria, no la puede disfrutar todo el mundo y está el agua de vicio.

  • ¡Ah! ¿Que también os habéis metido en el agua?

  • ¡Pues claro! Si solo quisiera beber copas y ver las estrellas seguiríamos ahí, con vosotros.

  • Qué envidia me estás dando... Yo me iba, en serio, lo que no sé es si Pedro querría ni si está en condiciones de andar lejos de un botiquín cargado de ampollas de B12.

  • ¿Está muy mamao?

  • Se le empieza a trabar la lengua. Se tiene en pie pero me temo que haría mala combinación con una playa. Además, no hemos echado ropa de baño en el macuto y, si bajara a la playa, querría bañarme.

  • ¿Y quién la necesita? Nosotras no, desde luego.

  • ¿Que estáis las dos en pelotas en la playa?

-¿Con quién hablas? -la voz de Pedro se escuchó también al otro lado del teléfono.

  • Con las mellizas -se escuchó a Ana responderle-. Que están en la cala de abajo.

  • ¡Holaaaa! -gritó Pedro a modo de saludo- ¿Por qué os habéis ido? Teníais que estar aquí, que la fiesta no ha terminado.

  • Aquí se está mejor -le empezó a responder Dana-. No hay primos coñazos.

  • ¡Hostia, tío, qué cansinos! -siguió diciendo Pedro- Los cambiaba por vosotras ahora mismo.

  • Pues veniros. Le estaba diciendo a Ana que no todo el mundo puede pasar la noche de su boda en una cala paradisíaca.

Se hizo el silencio momentáneamente. Pedro había escuchado lo de que las mellizas estaban desnudas y sus ojos desvelaron una especial ilusión por tener la oportunidad de vivir esa experiencia. El alcohol y la desinhibición que provoca, además, le estaba llenando la imaginación de fantasías sexuales. Ana leyó los ojos de su marido.

-¡Que estoy aquí! -se la escuchó decir.

  • Pues tú también sin ropa -respondió sin tener presente que el comentario de su flamante esposa no tendría por qué referirse precisamente a ese extremo.

  • Ahora hablamos -dijo Ana. Y colgó.

Las mellizas se imaginaron el tema. Sabían que Pedro había escuchado lo de que estaban desnudas y supusieron que no había entendido lo que, en realidad, le estaba diciendo su mujer. Comprendieron que Ana colgara: seguramente iba a echarle una bronca a Pedro por esa falta de respeto.

Sin embargo, no había pasado ni un minuto cuando el teléfono de Dana estaba sonando de nuevo.

  • ¿Cómo se llega a esa cala exactamente? -escuchó cómo le preguntaba Ana-. Es que, creo que me va a tocar conducir a mí.

Cada una de las hermanas reaccionaron de una forma diferente al escuchar aquello por el auricular. Eva se sintió insegura por la desnudez y la situación que se le venía encima pero, sin embargo, Dana sintió la felicidad que produce poder vivir con tu amiga, la que se acaba de casar, su noche de bodas ¡Y de una manera tan loca y divertida como la que se estaba produciendo! Cruzaron las miradas y se entendieron la una a la otra.

  • ¿De qué tienes miedo? -preguntó Dana.

  • De que esto acabe en sexo -respondió Eva-. ¿Por qué no te importa?

  • Porque, ahora mismo, no se me pasa por la cabeza y me alegra poder compartir con Ana esta única noche de bodas. Es una experiencia que tiene un comienzo feliz, ¿para qué cambiar la posibilidad de ser feliz con la de estar preocupada? No merece la pena. ¿No te parece?

  • Sí. Pero ¿Y si?

  • Seguiré eligiendo lo que me lleve a la felicidad según vaya viniendo. ¿Para qué dejar de ser feliz y cambiarlo por buscar una preocupación? No merece la pena. ¿No te parece?

Aquello era un bucle que empezaba con un “Sí” y Eva lo entendió. Dana, por su parte, también sabía ser una buena hermana mayor.

  • Eva, no te agobies. Que, a lo mejor resulta que luego te apetece... No lo sabemos, no pienses en eso. Piensa solo en que vienen nuestros amigos, Ana y Pedro, y que vamos a disfrutar felices de esta noche juntos. Venga como venga -terminó de decir bromeando.

Surtió efecto y consiguió sacar una sonrisa de la boca de Eva. La pequeña se sintió, de repente, más relajada.

  • ¡Dana! ¡Me cago en tu puta madre! -la voz de Ana se escuchó de repente al otro lado del auricular-. ¡Que os estamos escuchando! ¡Que os dejéis de sexo, que me ponéis a Pedro malo, y me digáis cómo coño se llega!

Se echaron a reír los cuatro. Luego Dana le dio las cuatro referencias necesarias a Ana para que llegaran sin problemas desde el cortijo hasta la cala y colgaron el teléfono. Finalmente, se levantó de la manta para dirigirse al coche.

  • ¿A dónde vas? -le preguntó su hermana.

  • A por la cámara. Quiero hacerles una foto cuando lleguen, una chula.

Apenas había pasado un cuarto de hora cuando escucharon un coche acercándose por la rambla. Dana se levantó de la manta, cogió la cámara y aguardó a que los faros que ya se veían avanzar entre la arboleda llegaran al amplio claro de la playa.

Ana no se esperaba, al salir de la arboleda, alumbrar a una mujer desnuda que, de pie y como a unos veinte metros frente al coche, parecía estar esperándoles mientras sostenía en sus manos una cámara de fotos. Así que pegó un frenazo. Una vez que el coche se detuvo, Dana se echó la cámara a la cara y tomó la primera foto. Luego comenzó a acercarse al coche en zigzag, disparando nuevas fotos cada diez o doce pasos, hasta que llegó a su altura.

Los recién casados habían bajado a la cala en un pequeño Jeep rojo descapotable, aún con la ropa de novios puesta. Pedro con su traje de levita y Ana con el segundo de los vestidos de novia, de cóctel, sin mangas y con un escote a la barca que se cerraba en los hombros, ya en la parte en la que nacen los brazos, y bajo el que se asomaba desafiante el generoso, pero no exagerado, pecho de la novia.

Sentada, en aquel Jeep de puertezuelas pequeñas, Ana miró a su amiga, que estaba de pie, a un metro a su izquierda, y resopló de alivio por haber llegado expresándolo con un gracioso gesto facial que Dana capturó en otra foto de plano medio bien encuadrada.

  • Los novios llegan a la playa -dijo Dana en voz alta como si fuera el título de la foto.

Entonces Dana se acercó más al coche y echó el cuerpo hacia delante para buscar una foto de primer plano de Ana y en la que, en segundo plano, estuviera la cara de Pedro. Los novios posaron y ella disparó. Luego rodeó el coche por delante y se acercó al novio, sentado en el asiento del copiloto, y repitió el encuadre, invirtiendo el orden de los protagonistas. Disparó varias fotos y las revisó en el visor.

En una de las fotos había inmortalizado los ojos desorbitados de Pedro que, en vez de estar mirando a cámara, por la orientación que tenían apuntaban, de todas, todas, a estar clavados en las tetas de la fotógrafa. Levantó de inmediato la vista para mirarle, se había recompuesto y él también la miraba a la cara, pero todavía le quedaban restos de la sonrisilla de excitación y, en un parpadeo, le cazó de nuevo bajando la mirada a otros rincones de su cuerpo desnudo.

  • Dejáis la ropa aquí en el coche, ¿No? -le preguntó la fotógrafa a su amiga la novia- ¿O vas a pringar el vestido de arena?

  • De eso nada -respondió Ana rápidamente-. A mí me tienes que hacer una foto paseando por la orilla. Lo que sí que se queda aquí son los zapatos.

Dana se sorprendió a sí misma más excitada de la cuenta cuando escuchó la respuesta de su amiga. Le pareció como un jarro de agua fría cuando, en realidad, esa habría sido la reacción normal si no hubiera nada de sexo en el ambiente. Escudriñó la mirada de su amiga para terminar de comprobar si, la respuesta, había sido también un reproche y, como no vio eso en la mirada de su amiga, respiró aliviada. Era la única que se había dado cuenta, podía corregirlo sin consecuencias. Pero no dejó de estar cachonda aunque supiera contenerse y disimular. ¿Para qué?

  • ¡Venga! -le dijo entonces a Pedro- Baja y vete al otro lado a quitarle los zapatos a la novia.

Consiguió las fotos que se le acababan de pasar por la imaginación. Pedro se bajó del Jeep, se quitó la levita y la dejó en su asiento, y se fue al otro lado del coche para, con una rodilla en tierra, descalzar a Ana. Y lo cierto es que, los novios, supieron meterse en el papel del reportaje fotográfico y ofrecieron varias poses que terminaron por ofrecer, inevitablemente, alguna que otra imagen que, un fetichisita de los pies, encontraría como sugerente.

Del coche fueron hacia la manta, Eva se levantó para saludarles de nuevo con un par de besos a cada uno y, luego, se sentaron los cuatro. Dana preparó dos copas para los novios. Hacía rato que la nevera estaba junto a la manta.

  • Bueno, ¿Qué? ¿Cómo va el día ahora que, por fin, respiras?

  • Ufffffff....

Ana estaba realmente feliz. Después de resoplar empezó a repasar los principales momentos y emociones del día y, al hacerlo, se fue relajando al comprobar que, todas las tensiones de un día como ese, se habían ido superando y todo había salido bien. Estaba plena. Había podido disfrutar de todo y sonreía. Alternó el relato con algún que otro sorbo a su copa, con breves interrupciones de alguna de las mellizas, hasta que, finalmente, lo cerró así:

  • Y ya solo queda hacernos las fotos en el agua y... -apretó los labios y puso una mirada de pícara incertidumbre que, durante el breve silencio que duró, parecía estar tomando una decisión- ¡Venga! ¡Sí! Y las del novio desnudando a la novia... Esas te las regalo yo a ti -le dijo sonriendo a su, ya, marido- Y vamos a terminar ya, que no encuentro la postura para estar aquí tirada en la manta, que es lo que me apetece, y lo que me estorba es el vestido.

Y, conforme terminó de decirlo, se levantó.

  • Eva, hazme un favor -le dijo Dana a su hermana mientras también se levantaba-. Coge del coche la linterna y el parasol.

Improvisó una lámpara a la que supo sacarle mucho provecho. Encontró juegos de luces muy apropiados tanto para las fotos de noche en la orilla de la playa, con la luna al fondo, como después cuando los novios se dirigieron de nuevo al Jeep para desnudarse.

Pedro se quitó la camisa y posaron mientras que, por la espalda, desabrochaba el vestido de Ana. Una vez que abrió todos los botones y le descubrió la espalda, lo deslizó brazos abajo hasta la cintura. Dana no dejaba de moverse, de invitarle s a adoptar diferentes posturas, y de disparar. Pedro terminó de quitarle por los pies el vestido a Ana y, entonces, ella, a quien solo le quedaba puesto un precioso tanga blanco de encaje, se dispuso a quitarle los pantalones a Pedro.

Terminó por desnudarle completamente, posando para las fotos con posturas y gestos cada más más morbosos. Finalmente, y tras encontrarse con la polla totalmente erecta de su marido, se arrodilló frente a él y se la encaró a la boca.

  • Y, esta, la última...

Empezó a darle pausados lametones por la polla, sin metérsela en la boca, mientras miraba indistintamente a su marido o a cámara. Y, cuando le apeteció, terminó por metérsela en la boca y darle un prolongado chupetón mientras, de nuevo, se la iba sacando y Dana le hacía las últimas fotos.

Ana se puso de pie, le dio un cariñoso beso en la boca a Pedro y se dispuso a redirigirse a la manta, no sin antes ser capaz de decirle a Dana con la mirada algo evidente: que estaba excitada. Su amiga también le respondió con la mirada, indicándole que eran tres contando a Pedro. A continuación hizo un levemente movimiento de cabeza hacia donde estaba Eva, para decirle a Ana que, la otra melliza, era la única que le tenía miedo a tener ese puntito de excitación que ellas tenían.

Regresaron a la manta y volvieron a acomodarse los cuatro. Siguieron charlando sobre la boda, pasando ya a las anécdotas y los cotilleos que, también, traían a la conversación recuerdos del pasado. Bebían, reían, estaban felices los cuatro.

Eva también. Había tenido tiempo para comprobar que la desnudez no tenía que estar obligatoriamente relacionada con el sexo. Había aceptado que, en realidad, no había ninguna diferencia entre las ocasiones en las que, en top less, había compartido días de playa con amigos, a aquella en la que, desnuda, también lo estaba haciendo. ¡Ni si quiera que fuera de noche era una diferencia!

Lo que Eva no sabía es que, a pesar de las cazadas que le había hecho a Pedro mirándola “de otra manera”, Ana y su hermana solo estaban marcando los tiempos para que la cosa se calentara. La estaban midiendo y, en cierto modo, hasta guiando. Y subían poco a poco los graditos conforme Eva iba dejando, consciente o inconscientemente, que subieran.

  • Dime que tienes hierba -le dijo Ana a Dana.

-Nena...

  • ¿Qué pasa? -lo consiguieron. Esperaban que Eva entrara al trapo y acababa de hacerlo. Era buena señal. Preguntara por lo que preguntara- Pues sí ya sé que fumas, ¿Es por mí?

Hubo un breve silencio en el que, con la mirada, Dana y Ana tuvieron una conversación para decidir si contaban o si no contaban y quién lo hacía.

  • Hay algo que nunca te he contado -le dijo Dana a su melliza mientras cogía su bolso para sacar una cajita en la que llevaba la hierba y los aperos- y que es delicaíllo pero, por ser hoy y porque estás tú, me hace muchísima ilusión.

Guardó un silencio que acompañó con una cara de “tiene que ver con sexo” el tiempo que fue necesario hasta que su melliza lo comprendió: y también tenía que ver precisamente con el miedo del que, ellas dos, habían hablado al principio de la noche que Eva tenía.

  • A ver, cuéntame -resopló finalmente con cara de aceptación y cierto interés.

La amistad de Dana y de Ana era de sobra conocida. Eran como hermanas. La melliza tenía con ella el mismo grado de complicidad que con Ana. Hasta ahí normal. Pero no sabía que, además, habían follado más de una vez antes. Y Dana empezó a contarle la historia.

Desde un año y pico, casi dos, antes de conocer a Pedro, Dana y Ana habían sido compañeras de piso y universidad. Fue la única ocasión en la que las mellizas vivieron separadas, pues estudiaron en ciudades distintas. Dana encontró en Ana a su hermana y se hicieron inseparables hasta llegar al extremo de acostarse juntas y comenzar una particular relación sexual que mantuvieron hasta que Ana empezó a salir con Pedro.

La hierba era un componente sexual que las desinhibía a las dos y, fumadas, habían echado polvos inolvidables en aquel tiempo universitario. Polvos que, por supuesto, no tuvo reparos en ir rememorando para, de paso, ir tanteando el interés y la desinhibición que tenía la melliza cortada. La cuestión es que habían vuelto a fumar juntas desde la ultima vez que follaron y que se habían prometido no volver a hacerlo juntas jamás en cualquier situación que pudiera desembocar en un encuentro sexual entre ambas.

Las antiguas universitarias, Dana y Ana, había hablado del asunto en los días previos a la boda; En cierta ocasión en la que fueron solas a una prueba del vestido de novia. Recordando viejos tiempos, se confesaron haber echado de menos aquellos polvos lésbicos a pesar de tener la conciencia tan en paz por ello y, con la tontería, la prueba del vestido terminó con las dos desnudas en casa de Dana y con un porro sobre la mesa.

Fueron capaces de fumárselo, reírse, hablar de sexo y no cometer una equivocación. Fue, en definitiva, una tarde inolvidable, cómplice y feliz previa a la boda de una de dos grandes amigas. Una tarde que terminó con una propuesta: Ana se lo contaría a Pedro y, si se daba el caso de que surgiera alguna ocasión similar entre los tres y llegara la hierba, significaría lo que significaría.

  • Me hace una ilusión enorme -seguía diciéndole Dana a su melliza-. que quieran compartir hasta ese punto conmigo su noche de bodas. Pero no estamos solos en la playa sino que también estás tú, y sé que es un asunto que te preocupa. Así que tienes que contarme qué te parece.

  • Que una cosa es lo que hagáis vosotros y otra lo que haga yo. Y, a estas alturas, no creo que vaya a sorprenderme si os veo hacer cualquier cosa. Si os hace felices, no tiene sentido preocuparse, ¿No te parece? -terminó de decirle a su hermana con un simpático sarcasmo al recuperar sus propias palabras para responderle.

Se mantuvieron la mirada unos segundos. Dana reflejó un “touché!” que le había gustado y, acto seguido, se giró para coger la cámara de fotos que, a continuación, le dio a su hermana.

  • Déjame el tanga -le dijo Dana a Ana-, que yo también quiero mi foto de puti novia. Pero sin polla, Pedro, lo siento.

Se rieron y Ana se quitó el tanga para dárselo a su amiga. Dana se lo puso, posó en diversas y morbosas posturas, se lo volvió a quitar y, extendiéndolo frente a la cara de su hermana, le preguntó:

  • ¿Te lo quieres poner?

Ponerse el tanga era mucho más que ponerse un tanga, era convertirse en la tercera putinovia de la boda. Así lo entendía Eva, que tardó unos segundos en reaccionar porque estaba analizando la situación: esa noche, con o sin ella, iba a haber sexo en la playa.

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  • ¿Cuál es el lado bueno? -le preguntó entonces a su hermana. Dana la entendió de inmediato.

  • Que te quiero como si fueses mi hermana -fue Ana quien comenzó a responderle-. Que comparto contigo lo mismo que con Dana porque estoy tan segura con ella como contigo. Esta soy yo, esta es mi noche de bodas y me encanta estar pasándola así. No podría ser mejor: con el hombre que amo y las hermanas que quiero... El lado bueno es que contigo, puedo ser como soy y quiero que, conmigo, seas como eres. El lado bueno no es que no quieras hacerlo, es que hagas lo que quieras.

“Que hagas lo que quieras” fue la frase que convenció a Eva para verle el lado bueno a ponerse el tanga y alcanzar el grado de putinovia. No implicaba que tuviera que mantener sexo con ellos, pero sí de compartir hasta ese punto aquel momento. Y sabía que, como iba a haber sexo sí o sí, a ella también terminaría por excitarle de algún modo la situación. Ponerse el tanga era tener confianza con ellos como para compartirla. Y comprendió que le hacía ilusión compartir aquella noche así con ellos.

Se sacó del cuello la correa de la cámara y se la pasó a Pedro. Le cogió el tanga a su hermana y respondió:

  • Pero las fotos me las hace él, que tú tienes que terminar de hacerte el canuto y pasárselo a tu hermana -y, antes de ponérselo, se acercó a cuatro patas a la novia para darle un par de besos en las mejillas-. Te quiero -le susurró feliz al oído.

Regresó a su sitio en la manta y se puso el tanga. Al ajustárselo, comprobó que estaba húmedo y, la mezcla entre la sensación y el entender cuál era su origen, la excito. Aquella humedad provenía de los flujos de Dana y de Ana que, ahora, se mezclaban con los suyos propios. Las miró, Dana se reía, sabía que lo iba a notar y estaba esperando su reacción.

Se puso de rodillas con el cuerpo de costado a Pedro y empezó a posar a lo Marilyn, cambiando con frecuencia de pose y de postura del cuerpo, para que el novio tuviera oportunidad de hacerle más de una docena de fotos. Le gustó verse reflejada en la excitación que manifestaba la polla de Pedro, que estaba bien dura. Le gustaba aquella polla y le apetecía jugar con ella.

Se acercó a cogerle el canuto a Ana, que se lo estaba pasando, volvió a su sitio y se ahuecó el pelo, enredándoselo. Se sentó, cruzada de piernas, frente a Pedro y volvió a posar mientras daba la primera calada. Solo que, ahora, se le notaba una desinhibición mucho más descarada que la picardía morbosa de la primera tanda de fotos. Ahora había sexo en el juego. Y todos se dieron cuenta.

Lo tenía en la mirada y en la forma de posar. No era un cuerpo que se escondiera sino otro que, por el contrario, sabía provocar muy bien. La posición de un brazo, de una mano, o la cadera, el pecho y la cintura. Cualquier curva y rincón de su cuerpo era deseo y desinhibición. Sobre todo cuando fue quitándose de nuevo el tanga mirando con deseo al novio. Se lo estaba comiendo vivo mientras la fotografiaba.

Se levantó de su sitio y se puso junto a la novia, dejando a Ana en medio de las mellizas. Entonces le hizo un gesto a su hermana para que se acercara y, luego, las tres mordieron el tanga y posaron para la cámara. En la siguiente foto, las tres chicas se habían puesto a cuatro patas y, mientras que Eva se metía en la boca la polla de su marido, las mellizas la besaban sonrientes y morbosas en las mejillas. Las tres miraban a cámara.

  • Mi problema no es que sea una pava para el sexo -empezó a decirle Eva a Ana al oído-, es que soy mil veces más loca que mi hermana y me preocupo por vosotras... Por lo mala influencia que pueda llegar a ser...

Y, dicho esto, le plantó la mano abierta a la novia sobre el culo, de manera que, con el dedo corazón, podía penetrarla a voluntad. Y lo hizo.

Pedro tuvo que soltar la cámara...