Las mejores tetas de toda la oficina

Mi compañera María tenía las mejores tetas de la oficina, pero eso no la facultaba para hacer lo que le diera la gana.

Mi nombre es Alberto y soy visitador médico, una especie de comercial de productos farmacéuticos que informa y asesora tanto a médicos de familia como especialistas. Trabajo para un conocido grupo farmacéutico, aunque en realidad no llevo demasiado tiempo en esta empresa. Precisamente, en este relato contaré como una compañera de trabajo intentó utilizar su veteranía para burlarse de mí. Como si, por ser novato, hubiera de dejarme avasallar como un pelele.

La tarde anterior, mi encargado me había comunicado que tendríamos una reunión informal en el chalet de María. Cuando me enteré, maldije en silencio la ignorancia o el desprecio de mi jefe hacia las nuevas tecnologías de la comunicación, y es que la casa de mi compañera estaba a 150 kilómetros de la mía, nada menos.

El laboratorio para el cual trabajaba tenía dividida España en áreas geográficas. A su vez, cada área estaba subdividida en zonas y cada visitador era responsable de una zona. Para coordinar estrategias y novedades, teníamos una reunión trimestral de área, siempre en una localidad diferente.

Lo normal era que esas reuniones en grupo tuvieran lugar en algún hotel o restaurante, pero tampoco era infrecuente que un coordinador de área, o el propio gerente, dispusiera una reunión informal para tratar un tema que no admitiese demora, como era el caso.

El problema no era otro que la pretensión de mi querida compañera de mover la línea que delimitaba nuestras zonas. La escusa de María era que había solicitado una reducción de jornada para realizar un curso de posgrado. Por ese motivo, recientemente se me habían encomendado tres localidades pertenecientes a la zona colindante, y no precisamente de manera aleatoria. Aquello me había sentado fatal, ya que María pretendía deshacerse de pequeñas localidades donde los beneficios son escasos, quedándose en cambio con los grandes núcleos de población.

Se rumoreaba que mi compañera aspiraba a dejar de patearse los centros de salud de los pueblos más lejanos, y en esa dirección apuntaba aquel primer traspaso de localidades. María llevaba mucho tiempo en la empresa, pero eso no le daba derecho a hacer lo que le diera la gana, como tampoco se lo daba que su tío fuera el jefe de contabilidad del laboratorio.

En efecto, María había entrado en la empresa gracias a la mediación de un familiar, pero pronto demostró poseer aptitudes como comercial. Era una mujer muy simpática y persuasiva, cualidades que la habían consagrado como una competente visitadora médica. Era una mujer asertiva y con una gran seguridad en sí misma. Además, conocía a la perfección el mundo de la empresa gracias a su formación universitaria y era ambiciosa. Pero sobre todo ello, María tenía don de gentes, auténtica clave para el éxito profesional de una comercial. Mi compañera era una de esas personas que jamás pasan desapercibidas estén donde estén. Era habladora, perspicaz y sabía convencer a los médicos de que los productos de nuestro laboratorio eran los mejores y más eficientes del mercado.

Ciertamente, la suma de méritos y apoyos de María me hacían pensar que acabaría saliéndose con la suya. Tampoco es que me importara echar algún día más de trabajo, pero claro, siempre que mi sueldo creciera a la par del aumento de carga laboral, aspecto este que María no compartía. La muy pícara pretendía que yo asumiera tres días al mes de su trabajo a cambio de unas pocas migajas.

Después de dejar que el navegador de mi coche me guiara durante casi dos horas, me alegré de estar por fin frente al portón que daba acceso a la casa de Alfonso y María. Estábamos a comienzos de enero y en uno de los puertos de montaña me había topado con los primeros copos de nieve. Las condiciones meteorológicas de aquel desapacible día habían ido a peor conforme me aproximaba a la localidad donde residía mi compañera. Parecía que el cielo se hubiera contagiado de mi humor sombrío.

La tormenta comenzó a formarse hacia el oeste. Las nubes parecían apretarse para saltar sobre las montañas, avanzando imparables hacia esta vertiente. Se espesaban por momentos, retorciéndose y adquiriendo formas amenazadoras al tiempo que los colores se iban apagando como si el día fuera a acabar antes de tiempo.

Al oír el primer trueno, giré la cabeza a la izquierda y contemplé el valle. No sabía que la casa de María quedara tan apartada. Me sorprendió entonces la precisión con que estaba cortado el alto y espeso seto que bordeaba toda la propiedad, aquel no era el trabajo de un simple aficionado a la jardinería. Salí del coche y pulsé el botón del video-portero, la gran tormenta parecía a punto de desencadenarse. Unos segundos después el pesado portón de forja comenzó a abrirse automáticamente, sin demasiada prisa.

El matrimonio compartía un lujoso chalet muy bien cuidado. El estado del césped era impoluto, sin una sola hoja seca. Disponían de una marquesina para aparcar e incluso una pequeña fuente central en funcionamiento. Estaba claro que les iba bien en la vida. “En fin”, suspiré con resignación al parar el motor de mi viejo 911, al lado del intimidante Volvo XC90 color burdeos de mi compañera y de un Mercedes C220 que supuse sería del marido. Salí de mi coche deseando no tener que invitarles a mi humilde piso de ochenta metros cuadrados.

María y su esposo me estaban esperando al pie de las escaleras que daban acceso a la casa. Mi compañera era una de esas raras pelirrojas con la nariz y las mejillas llenas de pecas. Sus facciones aniñadas le daban un aire juvenil, si bien tenía de por sí cinco años menos que yo.

Al aproximarme, la observé con curiosidad. Llevaba el pelo largo y un poco enmarañado, sus ojos eran del color de la miel. Unos sonrosados labios, casi siempre sonrientes, dejaban al descubierto unos dientes muy blancos a los que unos brackets habían hecho prisioneros. Me pareció guapa, muy guapa.

Era de estatura tirando a baja y quizá algo rellenita según el estricto canon de belleza de hoy día. Sí, a María le sobraban cinco o seis kilitos, pero en contrapartida poseía esas acentuadas curvas que encandilan a los hombres, curvas por cierto bien ceñidas por el vestido de manga larga que llevaba puesto aquella fría tarde.

Trece años mayor que ella, Alfonso hacía gala de un rotundo sobrepeso. Tenía un semblante cordial y bonachón, y bastaba con verle para saber que María debía ser una excelente cocinera, o eso era lo que yo esperaba.

Alfonso era médico en el hospital, de modo que debían haberse conocido en una de las visitas comerciales de María. Aunque por aquel entonces estuviera casado, bastaron unas cuantas citas clandestinas con la fascinante pelirroja para que éste optara por dejar a su esposa. El médico tenía una hija de aquel primer matrimonio, pero de lunes a viernes María y él seguían viviendo el ensueño de una pareja sin hijos. Aunque, conociendo a mi compañera, tarde o temprano intentaría tener sus propios hijos con el doctor.

María siempre andaba mirándose en cristales y espejos, de modo que cuando sonreía daba la impresión de poner un gesto mil veces ensayado. Una ráfaga de viento crepuscular cruzó el patio agitando las ondas de su pelo. El rojizo cabello enmarcaba un rostro perfecto, de ojos grandes y piel cremosa. La única falta que otras mujeres verían en ella era un busto demasiado opulento. Los hombres, en cambio, la contemplaban con admiración, cuando no le lanzaban miradas lascivas. Las compañeras más jóvenes de la oficina rondaban tras ella como grupis, y demasiadas entre las veteranas la envidiaban por su fulgurante proyección en la empresa.

María me recibió con una de sus gélidas sonrisas. A pesar de su cortesía y buena educación, mi implacable compañera era una de esas mujeres que no lograban disimular su astucia. Yo, “loco por incordiar” como diría el gran Rosendo, le di un fuerte abrazo que la hizo sentir incómoda delante de su esposo. Al estrujarla verifiqué que realmente María tenía las tetas tan grandes como aparentaba. Ella enseguida se dio cuenta de mi ardid y me lanzó una mirada de reproche que, afortunadamente, rebotó en mi sonrisa.

Huyendo de la ventisca, me invitaron a entrar. En el salón una gran cristalera permitía contemplar todo el jardín, aunque más agradable todavía era el fuego que ardía en el hogar de la chimenea. La grácil danza de llamas contribuía a dar un toque de calidez a la moderna estancia.

Siguiendo la indicación de María, me senté en el sofá de piel que había frente al fuego. Mientras, su afanoso esposo se encargaba de colocar un escueto aperitivo en la mesa baja que tenía delante de mí. Alfonso trajo unas cervezas artesanas informando con orgullo que éstas se elaboraban muy cerca de allí. Al primer trago me di cuenta de que aquella cerveza tenía casi tanto cuerpo como su esposa, cuyos zapatos de tacón resultaban un cebo irresistible para mis ojos.

María llevaba un precioso vestido de manga larga color beige estampado con un tupido manto de flores de tonos apagados. Con aquel vestido, la pelirroja parecía una ninfa de los bosques.

Alfonso nos comentó que, lamentablemente, no había logrado cambiar la guardia que tenía para esa misma noche, de modo que sólo nos acompañaría durante la cena e, inmediatamente después, se iría a trabajar, si la nevada no lo impedía, claro.

Comenzamos a hablar sobre la comida que María había preparado con esmero para todos nosotros, y de los excelentes vinos de la región con los que acompañaríamos aquel suculento menú. Resultaba evidente que la que llevaba la voz dominante era mi compañera de trabajo. Hablaba con asertividad y trataba de siempre de moderar la conversación. Además, cuando no hablaba, María se dedicaba a escuchar atentamente lo que su esposo o yo decíamos, supervisando nuestras palabras.

— Espero que el jefe llegue antes de que empiece a nevar de verdad… —dije señalando la gran cristalera con un movimiento de cabeza— Porque como tenga que ir con mi coche a rescatarlo, está listo.

— Haría falta mucha nieve para que Don Jaime tuviera dificultades para llegar —desdeñó María.

Me llamó la atención el tono reverencial que María empleó para referirse a nuestro jefe. Era cuando menos paradójico, teniendo en cuenta el habitual aire arrogante que mi compañera exhibía con el resto de la humanidad.

— Menos mal que tu esposo tiene un gran vehículo —repliqué en un tono lo bastante bajo para que éste no pudiera oírme.

— Cretino… —rezongó ella, imperturbable.

Por fortuna, Don Jaime no tardó en llegar. Nuestro coordinador era de los más veteranos en la empresa. Se trataba de un hombre alto, duro, que se acercaba ya a los sesenta y tenía el pelo un poco más largo de lo aconsejable, nostalgia del joven rebelde que hacía tiempo había dejado de ser. A pesar de los años, y de la gran responsabilidad de su cargo, aquel hombre no daba signos de cansancio. Seguía siendo atractivo, con un aspecto estudiadamente descuidado en la barba moteada de canas, el pelo revuelto y la ropa de marca que no lo parecía.

Su risa era contundente y su voz se proyectaba como si llevara un megáfono en la garganta, algo que generaba incomodidad en el resto de la gente, especialmente cuando contaba alguna anécdota graciosa sobre su larga vida en el negocio farmacéutico.

Don Jaime era carismático y un poco odioso a la vez. Altivo, desprendía esa seguridad de la gente que se siente invulnerable. Sin embargo, los que trabajaban para él le admiraban, sobre todo las mujeres. Era un hombre tosco y fornido que por lo general se mostraba juicioso y tranquilo con los asuntos banales, aunque fuera enérgico con lo realmente crucial. Todos reconocíamos su generosidad y capacidad para contentar a los que estábamos a su cargo, pero yo había oído rumores de que Don Jaime debía ser algo especial en la cama. Fuera por su rudeza, por su potencia o por lo que tuviera entre las piernas, las de la oficina comentaban que una siempre acababa derrotada después de estar con él.

María había preparado una suculenta ensalada con queso fresco, nueces, pasas, aceite de oliva virgen y un par de salsas para aliñar al gusto. Después, nos sirvió una sopa de pescado bien caliente. Ciertamente, mi compañera había elegido un menú ideal para aquel día invernal. Desde luego yo habría repetido encantado, pero me privé de hacerlo para dejar hueco para el segundo plato. María nos trajo una bandeja de deliciosa carne de ternera en salsa roquefort que estaba para chuparse los dedos, y de la que dimos buena cuenta entre los cuatro.

En cuanto a la bebida, todos acompañamos aquella suculenta carne con el vino tinto de la tierra que nos ofreció el anfitrión. La carne estaba tan deliciosa que, cuando María intentó sacar el tema de su reducción de jornada, Don Jaime se negó a que nada nos distrajera de sus excelencias como cocinera.

Tal como nos habían advertido, hubimos de despedirnos del dicharachero esposo de María antes de los postres, dado que éste debía entrar a trabajar a las diez de la noche. No obstante, antes de que se marchara, María le indicó que se llevara su coche. Consejo que acertadamente siguió su Alfonso. La nevada arreciaba y no era cuestión de que patinar con su Mercedes teniendo el todoterreno de ella.

Tras los postres, y el café que solamente tomó Don Jaime, nos sentamos cómodamente en los sofás. Antes, eso sí, el propio gerente atizó las ascuas y añadió un par de leños a fin de avivar un fuego que había comenzado a decaer.

A continuación, con el Gin-Tónic en la mano y poniéndose serio, Don Jaime nos preguntó si habíamos negociado los cambios. María y yo nos miramos con cara de estúpidos dándonos cuenta de que sólo habíamos intercambiado un par de escuetos emails con nuestras respectivas líneas rojas para alcanzar un acuerdo, nada más. En mi caso, los había escrito a desgana, con la certeza de que María únicamente se mostraría conforme si me imponía su propuesta punto por punto.

― Pues idos un rato a la cocina y tratar de llegar a un acuerdo ―ordenó Don Jaime como si fuésemos dos niños enfurruñados― Si no alcanzáis un pacto, las cosas se quedan como están.

Aquella última frase hizo que María se quedara perpleja. A todos los efectos, si nada cambiaba, sería como si mi punto de vista hubiera prevalecido. Después de tanto como María se había esmerado con la cena y todo lo demás, Don Jaime la acababa de obligar a negociar conmigo en lugar de darle carta blanca.

Me levanté inmediatamente mostrando que yo acataba la sugerencia de Don Jaime de forma que María no tuvo tiempo de protestar. Yo sonreí satisfecho, pero María apretó la boca para evitar decir algo de lo que seguro se arrepentiría. Se hallaba profundamente contrariada, sin poder creer el giro que había tomado el asunto. Sin otro consuelo, mi compañera de trabajo me miró iracunda, decidida a desollarme en la cocina. Lo que María ignoraba era que, a mis treinta y cinco años, yo ya tenía la piel bastante dura.

Cuando los dos estuvimos en la cocina me fijé que su mirada había cambiado. Mi compañera no perdía el tiempo y calculaba ya su estrategia dispuesta a llegar a un acuerdo. Aquello me sorprendió, yo sabía que para María resultaría algo inadmisible ceder ante alguien a quien consideraba inferior en capacidad y experiencia.

― Muy bien Alberto, al final te has salido con la tuya ―dijo María adjudicándome el primer tanto.

— Creo que deberíamos servirnos una copa.

— ¡Déjate de gilipolleces! ¡Estoy hasta el coño de ti!

Aquella burda respuesta me dejó desconcertado. Era frustrante, todo resultaba difícil con aquella mujer. Sólo una frase y ya parecía imposible que pudiéramos entendernos. No pude evitar renegar con la cabeza. De todas formas, no pensaba reñir con ella como si fuéramos un par de críos en el patio del colegio.

― No me he salido con la mía —la corregí— El jefe nos ha pedido que lleguemos a un acuerdo, entre los dos —remarqué.

― El que a ti te apetezca, claro ―dramatizó ella.

Nos miramos en silencio durante unos segundos. María estaba cruzada de brazos en actitud defensiva. Enfurruñada, no se daba cuenta de que ese gesto hacía que sus grandes senos desafiaran el escote del vestido. A pesar de la actitud desdeñosa de mi compañera, en seguida noté como mi miembro comenzaba a responder a sus visibles encantos.

Yo tenía claro que no cedería llevando las de ganar en caso de no llegar a un acuerdo. Así pues, me limité a esperar en silencio para que fuese ella la que decidiera si quería negociar o dejar las cosas tal y como estaban.

― ¡Y qué demonios quieres! ―preguntó finalmente sin demasiada resignación.

María lo sabía de sobra. En mi primer email le especifiqué que consideraba justo unos 200 € de su sueldo a cambio de la carga laboral que ella pretendía endosarme. Sin embargo preferí dejar al margen la cuestión económica, de momento. Otra alternativa comenzaba a cobrar forma en mi cabeza.

― Que qué quiero ―repetí parándome a pensar― Pues… que nos llevemos bien —respondí al fin con toda franqueza.

María pareció desilusionada. Para ella, yo era un rival desde el momento que me negué a aceptar su imposición.

― 200 € ―trató de concretar.

Me tomé unos segundos para elegir bien mi siguiente movimiento.

― Me temo que eso era antes de saber que Don Jaime se pondría de mi parte.

― ¿Cuánto? ―preguntó ella, cada vez más impaciente.

Estábamos cara a cara, yo medio sentado en un taburete y María de pie con el trasero apoyado en la encimera, todavía cruzada de brazos.

La miré intensamente, para entonces lo único que ansiaba era el voluptuoso cuerpo que había debajo de aquel vestido: descubrir cuál era el tamaño de sus tetas desnudas, el color de sus pezones, la firmeza de su culo… Quería lograr seducir a aquella mujer prepotente y mezquina aunque fuera sólo una vez y, con esa intención, me aproximé sin apartar mi mirada de sus ojos.

― No, María ―dije deleitándome con su desconcierto cuando invadí su espacio personal y metí la mano bajo la falda de su vestido sin previo aviso― Ahora lo que quiero es esto —aclaré, agarrándola del coño.

Estando contra la encimera, María no tenía escapatoria, cosa que enseguida comprendió, pues apenas atinó a ponerse de puntillas. Mi descaro la había cogido por sorpresa, de modo que aproveché para lanzarme a por su boca. La besé con ardor, mordiéndola y buscando su lengua, tomando cuanto deseaba en ese preciso instante.

― ¡Alberto! ―protestó con espanto, intentando no elevar la voz.

Sin soltar su intimidad la agarré del pelo para volver a besarla, lamí sus labios entreabiertos, la mordí con fuerza.

― ¡Ah! ¡Qué haces! ¡Para, por Dios! ―resopló entre dientes, tratando de apartarse.

María me agarró del brazo en un desesperado intento por apartar mi mano de su sexo. La pelirroja protestaba y me pedía que parase, pero entre la agitación y el forcejeo escapaban de su boca unos lamentos demasiado similares a los gemidos. Sobrecogida por lo que estaba pasando, en medio de la angustia y la desesperación, María sacudió violentamente el pubis contra mi mano. Estaba perdiendo el control por momentos.

Aquella reticencia surgía del pudor sexual de las mujeres, por no hablar de las convenciones sociales que prohíben el placer a una mujer con un hombre distinto a su esposo. Sin embargo, yo estaba haciendo justo lo que se esperaba de mí, seducir a la mujer que deseaba con desesperación. De modo que, ignorando sus súplicas, me lancé con decisión a su cuello, generando en la pelirroja una intensa conmoción que arrasó sus exiguas defensas.

― ¡Alberto, para! ―suplicó, ahogando un jadeo— ¡Para, por favor!

La reprimida tensión sexual le humedeció las bragas con más virulencia que si se hubiera dejado llevar. El busto de María subía y bajaba ostensiblemente con cada sofocada respiración. Mientras que en el exterior de la casa la nieve había comenzado a vestir la noche de blanco, en el interior de sus piernas el bochorno era tal que se me pegaban los dedos a la tela de la braguita.

― ¡Qué buena estás, cabrona! ―confesé, rindiéndome atractivo de aquella hembra.

Mi compañera estaba tan preocupada con la mano que tenía entre los muslos, que no tuve mayor problema en deslizar la costura del vestido sobre su hombro y hacerme con uno de sus senos. Comencé a amasarlo y estrujarlo con fuerza de inmediato, sin asomo de cortesía.

Aquel fabuloso pecho me llenaba la palma de la mano, cosa que me hizo fijarme entonces en algo mucho más pequeño pero igualmente apetecible. Atrapé su pezón entre mis dedos y tiré de él con saña.

― ¡AAAGH! ―gimió la pelirroja, consternada.

Aquel pezón, endurecido de repente, adornaba su seno como una guinda en lo alto de un gran pastel. Cuando fui a chuparlo miré a su orgullosa propietaria y constaté lo excitada que se hallaba. María, que ahora oprimía mi mano contra su sexo, jadeaba arrastrada por la pasión.

También yo seguí mi instinto cuando eché a un lado la goma de su braguita. Me quedé admirado por la incipiente melaza que salpicaba su vulva, y eso no fue nada comparado con el manantial que surgió al introducir un par de dedos en su coñito. Toda mi mano se empapó de inmediato.

¡AAAAH!

La pelirroja gimió enfervorecida en cuanto profundicé en el interior de su sexo. Estaba estupefacta, incrédula con el devenir de los acontecimientos. Reconocí en su perplejidad la fascinación de la primera infidelidad, tras años de sopor conyugal.

De pronto noté su mano palpar sobre la tela de mis jeans, sopesando descaradamente el tamaño de mi miembro. Complacida con lo que acababa de encontrar, María intensificó la intensidad de sus besos y asió mi gruesa erección como si se la fueran a arrebatar.

Al mismo tiempo que la masturbaba, mi mano libre deslizó por su espalda. Detuvo su camino en un lugar tan mullido como firme, tan glorioso como apretado. Le di una cachetada en una de sus nalgas y luego la agarré con fiereza. Deseé follarle el trasero. ¡Desde luego que sí! Un culazo como aquel se antojaba capaz de saciar la hombría de todo un retén de bomberos.

Notaba su sexo arder entorno a mis dedos. Finalmente, el deseo sexual había doblegado la entereza de mi calculadora compañera de trabajo. María estaba fuera de control. No se lo pensó dos veces a la hora de ayudarme a despojarla del sujetador para liberar sus tetas.

La pelirroja jadeó febrilmente mientras mi boca alternaba entre sus duros y sonrosados pezones, su sexo convertido ya en un auténtico cenagal. Aquella formidable mujer me abría la boca y el coño, ambos rincones húmedos y calientes, deseosa de todo lo que yo tuviera a bien darle. Fue no obstante su mano la que trató de guiar mis dedos aún más adentro. Acudí entonces en pos de su boca, pero María apartó sus labios con angustia.

― ¡OOOOOOGH!

El rostro de María se crispó y enrojeció al tiempo que ahogaba, consternada, un hondo gemido de placer. Primero se quedó rígida, pero súbitamente comenzó a convulsionar intentando no hacer ruido. Fue inquietante verla correrse en absoluto silencio mientras estrujaba mi mano entre sus muslos.

Me quedé prendado de la expresión de su cara mientras sufría el éxtasis del orgasmo. Entre temblores y sacudidas, traicionada por unas piernas que ya no la sostenían, mi compañera se agarró a mí con la desolación pintada en sus ojos de caramelo.

― Baja ―le ordené, quizá demasiado pronto tras extraer mis dedos de su sexo.

Aturdida, María pareció no entender con su cuerpo dando todavía pequeños pero violentos espasmos a intervalos irregulares.

― ¡De rodillas!

No sé si la pelirroja accedió o simplemente la debilidad propia del orgasmo hizo que se le doblaran las piernas. Lo que sí recuerdo es cuánto me costó sacarme la polla. La exigua cremallera del pantalón se antojaba demasiado estrecha, pero un esfuerzo hizo que mi verga saltase fuera como un resorte.

― ¡Alberto, por favor! ―dijo, completamente ofuscada al darse de bruces con mi miembro.

Sonreí con malicia al tiempo que enredaba mis dedos en aquel pelo de llamas y fuego.

― Abre la boca.

― ¡Alberto, por favor! ―imploró de nuevo con un sollozo.

La vi tan ofuscada que llegué a aflojar la presión con que la retenía, dudando si esperar a un momento más propicio.

— ¡Suéltame, por favor!

De pronto, distinguí en sus ojos aquel brillo familiar, el destello de la aguda y antigua inteligencia femenina, la taimada estratagema de una mujer intentando escapar a las exigencias de un hombre. Claro que dicha mujer se olvidaba de algo tan crucial como que yo no era su esposo.

Aún recuerdo el alivio al notar el calor y la humedad de su boca al envolver mi miembro. Superado el crítico himpás, empujé con rabia su cabeza y la obligué a tragar hasta las amígdalas. A pesar de sus argucias de bruja, me iba a tener que mamar la polla hasta hacerme eyacular.

Astuta, María no tardó en comprender que su única opción pasaba por acabar con aquello lo antes posible. Resignada, mi lozana compañera sujetó firmemente mi rabo con una mano y emprendió una enérgica mamada.

¡Chups! ¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!

Esbocé una mueca ladina al fijarme en la alianza que lucía la mano que me asía la verga. Sí, María me estaba mamando la polla como una buena esposa y, pasara lo que pasara, estaba decidido a premiarla por ello. De hecho, en ese preciso instante su premio empezó a bullirme en los huevos.

María superó el pudor y la vergüenza tan rápidamente que resultó sospechoso. Era inaudito verla cabecear con mi miembro entre los labios, escucharla sorber su propia saliva, y creer que esa fuera la primera vez que adornaba la testa de su esposo.

La mujer de Alfonso se detuvo un momento y me miró con exasperación. Su pecho subía y bajaba agitadamente y sus ojos de miel traslucían impaciencia y enojo. A pesar de tener mi miembro viril en la boca, mi compañera distaba de parecer sumisa. En realidad, me odiaba más que nunca.

— Sigue —le indiqué.

María se consideraba a sí misma como una luchadora, una mujer de origen humilde que se había labrado un futuro a base de tesón y esfuerzo, afrontando con audacia las dificultades. Esa era siempre su actitud, no amilanarse ante ningún reto.

¡Chups! ¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!

Ya no se anduvo con remilgos. El vaivén de su cabeza se volvió más rudo y amplio que antes, engullendo la mitad de mi miembro en cada movimiento. De vez en cuando, para tomarse un respiro, la pelirroja dejaba de mamar y se ponía a lamer y rechupetear el glande. Era evidente que pretendía terminar lo antes posible pues, hiciera lo que hiciera, María no dejaba nunca de mirarme a los ojos. Mi compañera parecía estar muy bien aleccionada en cuanto a eso.

En un deliberado intento de aguantar, intenté pensar en lo caro que me había salido divorciarme de mi ex mujer. Sin embargo, al contemplar a María con mi verga en la boca, no pude evitar recordar lo bien que la chupaba aquella arpía.

¡Chups! ¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!

― ¡Cuidado! ―tuve que advertirla cuando me rozó con los dientes en aquel exagerado ir y venir.

María no me daba tregua, estaba obcecada con que me corriera. Chupaba sin dejar de cabecear a buen ritmo, babeando tan profusamente que, cada vez que se apartaba de mi verga, una hebra de saliva unía sus labios con mi polla.

Lo que mi compañera no intentó en ningún momento fue engullir todo el astil, razón por la que, apretando los dientes, traté de azuzarla de un modo que ella no podría desdeñar.

— Intenta comértela entera. ¡Qué vea de lo que eres capaz! —la reté.

¡AAAGH!

Cuando María dio aquella sonora arcada y echó a toser, me pregunté si el incesante cabeceo no le habría ofuscado la mente. Pero entonces me chupó los huevos, primero uno y luego el otro y, finalmente, lamió mi miembro desde la base dejándolo reluciente y besando sonoramente la punta.

¡MUAK!

— ¡¡¡AAAAAAGH!!! ¡¡¡JODER!!! —grité al notar como la polla se me ponía completamente rígida.

La muy vanidosa sonrió de oreja a oreja, exultante. Sin embargo, su alegría no duró demasiado. En cuanto el primer trallazo de semen le salpicó con fuerza la mejilla izquierda, su expresión mudó del engreimiento a la sorpresa. Sorpresa que yo aproveché para comenzar a rociar su pecoso rostro a discreción.

¡JA! ¡JA! ¡JA!

Cerrando los ojos, mi vivaracha compañera se echó a reír con hilaridad. Después del esfuerzo que le había supuesto hacerme eyacular, fue una lástima que María no viese como mi miembro escupía chorros de blanco esperma sobre su cara. Uno tras otro, volaron hasta salpicar su frente, su pecosa nariz y su boquita de fresa.

Para cuando cesó la andanada de efluvios, una profusión de alargados y brillantes lamparones de semen adornaban la cara de María. Si bien, el más sobrecogedor de todos fue aquel que se quedó colgando temblorosamente de su barbilla.

Nada más acabar, escurrí bien mi verga y se la tendí para que apurase los grumos que habían emergido del glande. Lejos de desagradarle la idea, la pelirroja se amorró a mi miembro y lo chupó con todas sus fuerzas por si aún quedaba más. María me vació como nunca lo había hecho ninguna mujer. Realmente, nunca tenía suficiente.

— ¡Ejem! —carraspeó Don Jaime desde la puerta.

Continua con el relato: “María nunca tiene suficiente”. ¡YA PUBLICADO!