Las marcas de Lee

La violación de un granjero con pinta de muchacho a manos de tres asaltantes de caminos.

LAS MARCAS DE LEE

De espaldas, cualquiera diría que se trataba de un muchacho; alguien que con seguridad apenas si estaría dejando atrás la adolescencia. Nada mas lejos de la realidad. Quienes lo conocían, y conocían a su familia, sabían que Leroy, Lee para sus amigos, rondaba ya los 40. Era la maldición de los Murray. Todos, desde el abuelo McKencie y toda su descendencia tenían esa pinta infantil que les duraba prácticamente toda la vida. No es que no envejecieran, por supuesto que lo hacían, pero mantenían ese cuerpo fibroso y delgado por mas esfuerzos que hicieran por comer y desarrollarse. Ninguno del clan era gordo, y las canas tardaban lustros en aparecerles. Rubios y pecosos, se resignaban a las burlas de los otros y aprendían desde muy jóvenes a defenderse.

Lee no era la excepción. A los 37, con esposa e hijos, seguía pareciendo un muchachillo que cualquiera pensaría acababa de dejar la secundaria. Al igual que sus demás hermanos, Lee era casi lampiño. Ni sombra de bigote o barba, piernas y brazos lisos y blancos, y sólo su esposa podría informar tal vez de sus partes privadas.

A diferencia de los demás, a Lee esta cuestión del vello de verdad sí le importaba. Por años se aplicó cremas y remedios en el pecho y en las piernas, con la esperanza de que los hábiles vendedores que se las recomendaban dijeran alguna vez la verdad, pero nunca obtuvo los resultados que esperaba. En secreto, Lee admiraba a esos hombres que podían mostrar orgullosos una camisa abierta y un pecho virilmente cubierto de pelos. Les miraba en la cantina, los antebrazos apoyados en la barra, envidiando secretamente la oscura sombra que los poblaba. Miraba de reojo sus mentones sin afeitar y se preguntaba qué se sentiría tocar esa piel rasposa como una lija por las mañanas.

Tal vez por esa curiosidad malsana, Lee terminó metiéndose en problemas.

Había ido al pueblo a los negocios de costumbre. Temprano al banco, a la tienda de pertrechos a abastecerse de lo necesario para las labores diarias, un par de visitas a familiares y por último a la cantina a empujarse unos tragos antes de volver a la granja y a sus actividades cotidianas.

En la barra, los viejos amigos de siempre. Las mismas bromas gastadas preguntando al dueño porqué permitía la entrada a menores de edad, haciendo alusión a la esmirriada figura de Lee, quien festejó cansadamente las poco originales chanzas. Todo tan familiar y conocido. Todo, con excepción del polvoriento forastero al final de la barra. Bebía solo, sin platicar con nadie y con la vista fija en las puertas de la calle. Pasaba desapercibido para todos, excepto para Lee, que acostumbrado a fijarse en cierto tipo de hombres había descubierto un par de antebrazos completamente cubiertos de vello oscuro y rizado. Inmediatamente cambió de posición, de tal suerte que el espejo frente a la barra le devolviera la imagen del forastero. Pronto descubrió que bajo el pañuelo anudado al pescuezo asomaba una fina pelambre que prometía un pecho igual de velludo.

Como siempre, Lee se regañó a sí mismo por notar semejantes detalles en los demás hombres. Se recordó también que no se trataba de pensamientos libidinosos, sino simple, pura y sana envidia. Como fuera, el forastero pagó su última ronda y abandonó la cantina, lo que dio por terminada la cuestión para Lee, quien media hora después se despidió de los conocidos y emprendió el viaje de regreso a casa.

La carreta cargada de provisiones hizo lento su regreso, y la tarde comenzó a caer finalmente en los solitarios caminos. Lejos ya del pueblo, pero todavía con suficiente luz, decidió hacer un alto para orinar. Amarró la mula en un árbol y se internó un par de metros entre el follaje. Terminaba ya cuando unos quejidos llamaron su atención. Con cierta curiosidad y bastante cautela se aventuró a investigar el origen de los sonidos. Poco mas allá, un hombre malherido trataba de incorporarse. A pesar de los golpes, Lee reconoció al forastero de la cantina.

Pero que le ha pasado? – le preguntó ayudándolo a incorporarse.

Bandidos – masculló el hombre, cayendo al piso nuevamente doblado por el dolor.

Lee había dejado el arma en la carreta y no había tiempo de volver a buscarla. Decidió que si los bandidos aun andaban por allí lo mejor era ocultarse. Ayudó al hombre a tenderse al amparo del follaje, y se recostó a su lado.

Será mejor que esperemos ocultos aquí por un rato – le dijo cauteloso, mientras arrastraba al hombre tratando de ponerlo cómodo.

Como digas – contestó el otro.

En silencio, Lee comenzó a revisar los daños en el hombre. Le preocupaba la camisa manchada de sangre, y se la quitó para ver si la herida era grave. En realidad la sangre había salpicado de una cortada en la mejilla y sólo tenía moretones y golpes. Lee no perdió la oportunidad para mirar a sus anchas el peludo pecho del forastero. Jamás había tenido la oportunidad de observar un pecho así tan de cerca. El calor que emanaba de aquel cuerpo le resultó perturbadoramente extraño.

Seguramente tengo un par de huesos rotos – se quejó el hombre.

Lee comenzó a revisarlo. Lo había hecho cientos de veces con caballos, mulas y ovejas. Jamás con un hombre. Sus manos palparon clavículas, omóplatos y espalda. Sus finas y blancas manos contrastaban sobre la oscura y velluda piel del individuo. El pecho no tenía huesos que pudieran romperse, pero Lee lo revisó a conciencia. Las tetillas marrones y oscuras llamaban poderosamente su atención, como dos faros en medio de un mar de pelos. Los pequeños y puntiagudos pezones se irguieron, igual a los de una mujer. Ninguno de los dos dijo nada. En silencio, el hombre se dejaba palpar y Lee trataba de poner cara de circunstancia, fingiendo una serena atención que estaba muy lejos de sentir en realidad.

El examen terminó en los firmes abdominales, por supuesto cubiertos también de un fino vello oscuro, que arremolinado en el ombligo se perdía bajo los gastados pantalones. El hombre gimió dolorido con la presión de sus dedos.

Te patearon el estómago? – preguntó Lee preocupado.

Si, varias veces – contestó el hombre.

Ojalá no te hayan reventado el hígado – contestó Lee palpando suavemente bajo el ancho cinturón de piel.

El hombre se acomodó de tal forma que Lee pudiera revisar los daños. Terminó aflojando el cinturón y desabotonando los pantalones. Para su sorpresa, Lee descubrió que el tipo no usaba ropa interior. La abertura de los pantalones mostraba hasta el peludo monte de su pubis. Lee continuó palpando, tan cerca de la alborotada mata de pelos que ambos contuvieron el aliento.

Crees conveniente que me los quite? – preguntó el forastero.

Lee no contestó. Aquello ya era demasiado. Incluso para él mismo. Luchó con su conciencia. Se repitió a sí mismo que sólo lo hacía para ayudar al pobre hombre, pero sabía perfectamente que no era así. Por mas que lo disimulara, la pretendida ayuda estaba cargada de insinuación sexual y Lee no sabía qué decisión tomar.

El hombre decidió por él. Alzó la cadera y comenzó a empujar los pantalones hacia abajo. Lee, hipnotizado miraba sus movimientos con ávidos ojos y manos temblorosas. Un tirón más y el sexo del forastero, moreno y a medias hinchado apareció. Lee miró al piso. Miró sus blancas manos. Miró los arbustos y el cielo azul, e inevitablemente volvió a mirar el matorral de vellos negros que coronaban su sexo y terminó por fin ayudando a arrancarle los pantalones.

Ahora el forastero estaba completamente desnudo. Sus largas piernas morenas eran las más velludas que Lee hubiera visto nunca. No pudo evitar tocar las peludas pantorrillas y ascender lentamente hasta los muslos fuertes y afilados, tan propios de quien monta a caballo diariamente. El forastero abrió ligeramente las piernas. Los pesados testículos cayeron entre ellas, captando la mirada de Lee. Sus manos parecían moverse ya por cuenta propia. Ascendieron por el camino de vellos, palpando piel ardiente y áspera hasta tocar la suave y plumosa pesadez de los testículos. Lee los tomó en una mano. Ya no había ningún pretexto que pudiera salvarle. Allí no podía haber ningún hueso roto que sirviera de excusa. Había sólo un par de bolas calientes y pesadas, sudadas por el roce y la montura, con un olor penetrante y masculino difícil de pasar por alto. Junto a las bolas, el pene grueso y largo había terminado de erguirse. La mano de Lee continuó su batalloso ascenso, apresando la carne tiesa y turgente.

La verga era bastante grande. Mucho mas que la del propio Lee, única referencia conocida. Fue un momento revelador y excitante al mismo tiempo. El miembro latía como si tuviera vida propia y la sensación de tenerlo en sus manos tan diferente de tocar su propia verga. Fascinado, Lee se acercó un poco más. El forastero aprovechó para acercarle el grueso cacharro a su boca, lo cual al propio Lee no se le había ocurrido hasta ese momento.

No debería, pensó Lee, sin que eso le evitara abrir los labios, y comenzó a chuparla de a poquito, ganándole terreno a la conciencia y dejándose llevar por la curiosidad y la calentura. Al abrigo de los matorrales, olvidándose ya de toda consideración, Lee disfrutó dando su primera mamada. La verga del forastero entraba y salía de su boca, mientras con la mano libre, trataba de abarcar la mayor cantidad de piel velluda y caliente, pecho, piernas, abdomen y por supuesto, el pesado y caliente par de huevos.

El resultado, una intempestiva y caudalosa venida que sorprendió a Lee de pronto, no quedándole mas remedio que tragar los abundantes y espesos chorros de caliente semen.

Limpiándose con el dorso de la mano, los ojos azules y el pálido rostro, Lee cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo. Con un tardío espasmo de culpabilidad se puso de pie y regresó a la carreta. No hizo caso de los gritos del forastero, rogándole que volviera para ayudarlo, pidiéndole que no le dejara malherido y desnudo en medio de la nada. Azuzó a la mula sin mirar atrás y llegó a la casa cuando ya casi anochecía. No quiso cenar ni aceptó la invitación de sus hermanos para tomar una cerveza antes de irse a la cama, como era costumbre en la familia. Encendió un cigarrillo y en la soledad del granero, con todo y su arrepentimiento se masturbó furiosamente reviviendo paso a paso lo sucedido esa tarde, con el regusto acre del semen aun vivo en su boca.

El paso de los días, las tareas diarias y el trabajo continuo le fueron dando poco a poco la paz perdida. Dejó de sentirse culpable y casi logró convencerse a sí mismo de que nada había cambiado. De vez en cuando se acordaba del pecho velludo y la gruesa verga, pero trataba de pensar en otras cosas y de fingir que no tenía una erección cada que recordaba en lo sucedido. Inevitablemente, y por mas que intentó posponerlo, tuvo que regresar al pueblo a hacer sus menesteres. Casi con miedo se acercó a la cantina, pero respiró aliviado al encontrar sus viejos conocidos y los repetidos chistes a sus costillas. De puro gusto se tomó un par de copas extras, y bastante bien servido regresó a su casa. Poco después de salir del pueblo, en un recodo del camino, tres jinetes le salieron al paso.

De nuevo nos encontramos, mi amigo – dijo la última voz que a Lee le hubiera gustado escuchar en aquel momento.

Al forastero le acompañaban dos tipos. Sonreían, con esa sonrisa siniestra del cazador que descubre que tiene acorralada una buena presa. La mula no respondió al desesperado intento de Lee por escapar y en cuestión de segundos le tenían cerrada toda salida. Se internaron en la espesura, ocultando la carreta después de bajar a Lee con un par de empujones.

La última vez me dejaste en muy malas condiciones – dijo el forastero.

Trataba de ayudarte – le recordó Lee.

Y lo estabas haciendo muy bien – dijo el hombre sobándose la entrepierna sugestivamente.

Sus compañeros rieron y Lee enrojeció de vergüenza al darse cuenta que ya ellos sabían lo sucedido.

Tan bien lo hiciste – continuó el forastero desabotonando ya sus pantalones – que me di a la tarea de buscarte para que pudieras terminar lo que empezaste.

Toda la labor de Lee por borrar de su mente lo vivido se desmoronó en un instante al ver aparecer el peludo sexo de aquel hombre. No estaba aun totalmente erecto, colgaba entre sus piernas morenas como un grueso trozo de salchicha. El prepucio estaba completamente descubierto, y reposaba pesado sobre sus peludos huevos.

Mira nada más – comentó uno de los secuaces sujetando a Lee por el pescuezo – qué pedazote de carne te vas a cenar, cabroncito.

Empujó a Lee sobre el forastero, de tal suerte que quedó de rodillas y apenas a centímetros de su sexo. Una mano le empujó desde atrás y la gruesa verga tocó su rostro.

Venga – dijo el tipo – que no quiero lastimarte. Abre la boca y chúpala– ordenó.

Lee tomó el enorme pene y comenzó a lamerlo. En cuestión de segundos el fierro comenzó a crecer dentro de su boca, con la rechifla gustosa de los otros dos.

Sigo yo – dijo uno de ellos bajándose también los pantalones y parándose junto al forastero, que como buen amigo le dejó el camino libre para que utilizara la boca de Lee.

Sin apenas un respiro, la segunda verga reclamó las atenciones de Lee. Esta, a diferencia de la del forastero, era bastante mas corta, pero mucho mas gruesa, tanto, que a Lee le costó trabajo respirar y mamar al mismo tiempo.

Venga, camarada – invitó entonces el forastero al tercer elemento – que también hay sitio para ti.

Sin mayores ceremonias, el individuo se acercó con la verga tiesa y asomando ya por la bragueta. La cabeza de Lee fue guiada hacia la pija recién llegada y se la metieron en la boca en cuestión de segundos. Comenzaron entonces a alternarse, obligando a Lee a comerse los duros rabos uno a uno, hasta que la temperatura de todos comenzó a alcanzar topes que rápidamente les hizo desear algo más.

Vamos a desnudarlo – dijo el forastero una vez que parecieron hartarse de tanta mamada.

Como si fuera un juguete colectivo, entre los tres sujetos pusieron a Lee de pie y comenzaron a arrancarle las ropas, sin que les importara lo más mínimo los ruegos del asustado hombre, que a pesar de todo, como pudieron comprobar los otros rápidamente, estaba tan excitado como ellos.

Pero si parece una señorita – dijo uno de ellos al terminar de quitarle toda la ropa.

Lee, avergonzado como un niño, se tapaba el sexo con las manos, desnudo e indefenso en medio de todos, mientras ellos le hacían girar de un lado al otro.

No tiene un puto pelo en todo el cuerpo! – dijo admirado otro de ellos.

Le subieron los brazos, revisando sus sobacos, le tocaron el pecho, completamente lampiño, las piernas, lisas y firmes como las de una adolescente, las nalgas, tan tersas y blancas como la porcelana.

No puede ser – dictaminó el forastero acariciando los blancos cachetes traseros de Lee – seguro en el ojo del culo tiene algunos pelos.

Vamos a revisarle! – sugirió su camarada.

A pesar de las protestas de Lee, lo despatarraron boca abajo sobre una manta en el suelo y le abrieron las piernas sin hacer caso de sus protestas. Tres ávidos pares de manos se dieron a la tarea de abrir sus nalgas, atisbando curiosos en sus partes más íntimas y privadas, donde sólo encontraron un pequeño y sonrosado agujerito, totalmente apretado y sin la menor señal de vellosidad por ningún lado.

Parece el culito de un niño – dijo el forastero burlón y divertido.

Aunque de seguro le debe caber perfectamente algo dentro – sugirió provocativo otro de ellos.

Probemos – corearon los tres al mismo tiempo, con lascivas risotadas.

Tras humedecer un dedo con saliva, la pequeña prueba comenzó. La punta del dedo acarició los apretados pliegues externos del fruncido ano, arrancando un apagado gemido del atribulado Lee. Pronto, el inquisitivo dedo comenzó a presionar, venciendo la natural resistencia del músculo por dejarse penetrar.

Mas, mas, mas – animaban divertidos los compinches, y el forastero, complaciéndolos, introdujo el dedo hasta el primer nudillo.

Lee sintió la intromisión en una extraña mezcla de placentera vergüenza y creciente excitación. Había imaginado cosas así muchas veces, aunque reconocía que jamás tendría el valor de llevarlas a cabo. La fantasía se tornaba ahora realidad, y en ella, Lee se abandonó reconociendo la agradable sensación de que las cosas no dependieran ya de él.

Me toca, yo también quiero – pidió uno de los hombres.

Buen amigo, el forastero dejó el camino libre, sacando el dedo del pequeño culito de Lee, que respiró excitado a la espera de que otro dedo le acariciara el ojete. Para su sorpresa, en vez de un dedo, algo húmedo y caliente entró entre sus nalguitas abiertas. Volteó hacia atrás, incapaz de reconocer aquella nueva sensación, y descubrió el rostro del segundo tipo, el de la verga gruesa y corta enterrado en su trasero. Era su lengua lo que Lee sentía en el culo, y la intoxicante caricia le arrancó un gemido de ardoroso e inesperado placer.

Parece que le encanta que le mamen el hoyito – comentó el forastero.

Y lo tiene delicioso – dijo el tipo entre dientes, sin dejar de lamer el vibrante centro de sus nalguitas abiertas.

Déjame ahora a mí – pidió el tercero, reclamando su turno, que innovadoramente combinó las dos acciones, metiéndole un dedo en el culo y mamándoselo al mismo tiempo. Lee arqueó la espalda sorprendido y todos rieron de su estupefacto placer.

El juguete fue utilizado para el beneplácito de todos. Alternaron entre unos y otros para disfrutar con dedos, lenguas y dientes el blanco y bien formado trasero de Lee. Sus pequeñas nalgas eran brutalmente separadas, dejando el agujerito de su culo a merced de la inagotable imaginación de aquellos recios vaqueros. También utilizaban su boca, y si no era la larga tranca del forastero, era la gruesa verga del otro, y si no la de su compinche, pero el asediado Lee siempre terminaba mamando verga. Le pellizcaban los pezones, enrojecidos ya de tantas atenciones, se los chupeteaban como si se trataran de los de una mujer, retorciéndolos entre sus fuertes y callosos dedos, más acostumbrados a las bridas de los caballos que a la suavidad de aquellos pálidos y sonrosados botones que adornaban el lampiño pecho de Lee.

La cosa parecía no terminar. La tarde terminó decayendo, pero no el ánimo de los tres violadores, que pese a las mamadas y caricias, lejos de cansarse parecían tomar nuevos bríos bajo la luz de la luna llena, que sumió el claro del bosque en un escenario natural donde el desenfreno de aquellos hombres parecía no tener fin.

Yo creo que ya va siendo hora de que nos lo cojamos – declaró finalmente el forastero, y las temidas palabras, esperadas desde hacía mucho rato, pusieron a Lee mas caliente que nunca, por mucho que pretendiera convencerse a sí mismo de lo contrario.

El delgado cuerpo blanco parecía refulgir en aquella luz inquietantemente clara. Uno de ellos había encendido ya una hoguera, y el calor de las llamas vibraba amarillo en los cuerpos sudorosos de los hombres. Lee se dejó llevar por las manos del forastero, que poniéndolo en cuatro patas dispuso de su culo, tan sobado, mamado y violentado ya, preparándolo para darle la estocada final. La gruesa verga se acercaba como en un sueño, un sueño que el pequeño Lee había soñado ya muchas veces, pero nunca con aquella enorme cabeza lustrosa, aquellas venas hinchadas y aquel empuje violento de toro embravecido.

El forastero presionó con la punta y Lee se preparó para descubrir su toque doloroso. En vez de eso, el miembro le entró en el cuerpo con la suavidad con que penetra el cuchillo la blanda mantequilla. Lee boqueó de deseo, al descubrir la enervante sensación de ser llenado por el culo con algo tan grande y tan caliente. Ni en sus sueños más locos lo había imaginado de esa forma. La verga le colmaba las ansias y las paredes del culo, le taponaba el aire, el ano y el sosiego. Se replegó en el fondo de aquella sensación, dejándose manipular por las masculinas y velludas manos, que le atenazaban las blancas caderas, poniéndolas en su sitio, moviéndolas de pronto, abriéndolas a su antojo, sirviéndose de su cola como cualquier macho cabrío se sirve de la grupa de su hembra.

Pronto se encontró con la verga de los otros en la boca. Ya no reconocía si era la verga gorda o la otra. Las mamaba con la misma pasión y con la misma entrega, ahora poderosamente estimulado con la verga que tenía enterrada en el culo, que le horadaba el cuerpo y las ganas sin dejarle un resquicio de humanidad siquiera, y como animal en celo, reculaba buscando el pito que lo sodomizaba sin dejar de mamar y chupar al mismo tiempo.

Este cabrón nació para ser cogido – declaró uno de los tipos, no supo cuál, pero la frase lo sacó de pronto de aquel fuego que lo consumía, echándole un balde de fría realidad.

No, no, no! – gritó Lee de pronto, dándose cuenta del alcance de lo que hacía y lo que le hacían

Pero era tarde. Los tipos estaban ya mas allá de cualquier consideración, y sordos a sus protestas y gemidos, continuaron con su agradable tarea. El forastero continuó bombeando con fuerza, sin importarle nada mas que enterrar la verga en el apretado culito de Lee, que a duras penas lograba sostenerse sobre manos y rodillas, mientras su cabeza era sostenida por el amigo en turno, metiéndole la verga en la boca. Finalmente el forastero explotó, regando las vírgenes entrañas de Lee con sus potentes chorros de leche.

No hubo tiempo para descansar ni tomar aliento. El de la verga gorda y gruesa tomó a Lee de la cintura y le dio la vuelta. Apenas unos segundos para ver la enorme luna llena y ya el hombre le estaba levantando las piernas, pegándoselas al pecho, dejando así el pequeño y enrojecido ano completamente abierto. Un par de escupitajos, completamente innecesarios pues el culito rebosaba de viscoso semen, y le enterró la verga sin el menor miramiento. Lee se sintió de nuevo lleno, casi dolorosamente lleno con aquella verga que le taponaba de nuevo su agujero. Sacudidas, vaivenes y empujones, y un nuevo río de semen depositado en su interior.

El tercero esperaba ansioso su turno y no tardó ni un minuto en voltear a Lee boca abajo y empujar sus piernas a los lados, echándole todo el peso de su cuerpo en la espalda, mientras abajo su verga encontraba fácilmente el lubricado y resbaladizo agujero de su culo, entrando triunfante y certera hasta el fondo. Un suspiro escapó del maltratado y cogido Lee, quien una vez más sintió cómo su ano se abría con aquella mezcla de lujuria y vergüenza para dar cabida al miembro de otro hombre, y disfrutándolo encima. Los cuerpos se consumían al amparo de la hoguera, los deseos insatisfechos chisporroteaban, lo mismo que Lee, retacado de verga y ansias, que no remitieron, ni siquiera cuando el tercer amante de la noche le regaba el interior con su hirviente semen.

Lee, entrecerrados los ojos, le vio levantarse y juntarse con sus otros dos compañeros, que desnudos y satisfechos, tomaban un trago de licor mientras dejaban que sus respiraciones y temperaturas volvieran a la normalidad. Los pitos se les iban deshinchando, con algunas gotas de semen escurriendo todavía de las puntas, mientras que Lee, blanco e indefenso, se sentía todavía arder en el deseo.

Los hombres rieron cuando notaron su estado, y por consejo del forastero, tan atractivo y peludo en su completa desnudez, se acercaron para rodearlo. Uno de ellos tomó su verga en la mano, mientras otro acariciaba suavemente sus tetillas y un tercero le metía tres dedos en el dilatado culo, rebosante de semen. Bastaron un par de minutos para que Lee tuviera un orgasmo apoteósico y profundo, que le dejó exhausto y liberado.

Ahora puedes irte – dijo finalmente el forastero volviendo al abrigo de la hoguera – eres libre.

Libre?, se preguntó Lee en silencio, desnudo y con un río de semen escurriendo por sus nalgas y muslos. De verdad puedo ser libre ahora?, volvió a preguntarse mientras se ponía la ropa, sucia de polvo y sudor y desataba la mula para volver al hogar, y se lo siguió preguntando durante el camino en medio de la noche clara, mientras los brincos de la carreta le recordaban en su maltratado trasero todo lo ocurrido.

Su familia dormía ya para cuando finalmente llegó. Mejor así. Las ansias se le habían calmado, pero los moretones en su piel tan blanca, eran un mapa donde cualquiera podría leer lo que le había sucedido. Se bañó en silencio, se quitó la tierra pero no lo sucio, se durmió cansado pero no tranquilo y se despertó antes del alba, para que su mujer no viera su cuerpo desnudo.

De todos modos las marcas le quedaron por mucho tiempo. No las del cuerpo, que se borraron en pocos días, sino las otras, las que realmente importaban. Esas que le hacían volver al pueblo con mas frecuencia que antes. Esas que se ganaba con esfuerzo cuando encontraba a alguno de aquellos tres tipos, o a los amigos de éstos, que poco a poco se enteraron de lo bueno que era Lee y su lampiño agujero. Esas marcas que lo hacían único y diferente al resto. Las marcas de Lee.

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