Las lecciones de la Señorita Larsson (Cap. III)
Cuando el miedo nos confunde, solo algunas personas son capaces de guiarnos sin indicarnos el camino; de conducirnos sin llevarnos de la mano.
III
En aquel primer día de receso invernal se registraba el frío más fuerte del año. El cielo era color gris plomo y las ráfagas de viento levantaban las hojas secas que había abandonado el otoño en aquella calle solitaria de las afueras de la ciudad.
El tren había dejado a María Luz en una estación suburbana y ahora caminaba por un barrio de casas bajas con las manos dentro de los bolsillos de su abrigo de lana. Con melancolía adolescente pensaba que ayer había pasado su primer domingo sin Tomás, quien se encontraba en el campo con su familia. No habían tenido su esperado paseo vespertino después de la iglesia. Tampoco habían visitado aquel viejo nogal, testigo mudo de sus besos prohibidos. El frío le calaba los huesos mientras caminaba, pero el recuerdo de aquel dedo explorador que se le había colado por debajo de la falda; que le había rozado aquella parte tan íntima de su cuerpo, le devolvió algo de calor.
Pensar en el próximo domingo le provocaba el efecto contrario. El miedo le daba escalofríos. ¿Y si le decía a Tomás que todavía no estaba preparada? No. No podía dejarse vencer por el miedo. Debía enfrentarlo. Además, para eso se encontraba allí ahora mismo.
Habían empezado a caer los primeros copos espesos de nieve pocos metros antes de que María Luz diera con la dirección que le había apuntado en su cuaderno la señorita Larsson. Era una casa de una sola planta, como todas las del barrio, con un pequeño jardín en la entrada. El jardín más prolijamente cuidado de toda la calle. Y seguramente de todo el barrio , pensó María Luz antes de tocar el timbre.
–Hola, Luz. ¡Qué bueno verte! Temía que no pudieras orientarte para llegar. Y con este clima…
Lo primero que sorprendió a la jovencita fue la blonda y hermosa cabellera suelta que exhibía la señorita Larsson. Parecía diez años más joven.
–Es lejos… Pero ya estoy aquí, señorita Larsson.
–Ven, pasa. Dame tu abrigo. Voy a traerte un té caliente… Aguárdame en la sala, por favor.
–Gracias, señorita Larsson.
El brusco cambio de temperatura hizo que el rostro de María Luz se encendiera en un rosa casi anaranjado. El calor provenía de un gran hogar a leña ubicado en la esquina de la sala. El fuego crepitaba hipnótico proyectando una luz dorada que colmaba el ambiente. El aroma a leña predominaba, aunque a María Luz se le antojaba algo dulce para ser madera. Lo que realmente sorprendió a la jovencita fueron las dos paredes completamente atiborradas de libros de esquina a esquina y de piso a techo. Le pareció imposible calcular cuántos ejemplares habría en aquel cuarto. No podía quitar su mirada embelesada de semejante biblioteca.
–Los míos son los del segundo y tercer estante.
Lucrecia Larsson entraba a la sala con una bandeja que llevaba dos tazas y una tetera. –Los otros son todos de Conrado. Él es filósofo y escritor.
En ese momento María Luz se percató de que no estaban solas en aquella acogedora sala. Esta fue una gran sorpresa: Un hombre delgado y semicalvo, con lentes redondos y barba larga y entrecana, permanecía desgarbado en un sillón monoplaza bajo una lámpara de pie. Estaba completamente absorto en la lectura. Al escuchar su nombre levantó levemente los ojos por encima del marco de los lentes. Miró a la adolescente recién llegada y le hizo un ínfimo movimiento de cabeza para luego volver al libro.
–Conrado es mi pareja. Estamos juntos hace nueve años. Lo conocí en un taller literario que él dictaba. Yo era su alumna consentida.– Lucrecia miró a María Luz con una sonrisa cómplice y le guiñó el ojo. La jovencita volvió su vista al escritor y se percató de dos cosas: Él era bastante mayor que ella (incluso hasta de su versión con “marcado aspecto alemán”); y el aroma dulce que flotaba en el ambiente no provenía de la leña sino de la pipa que Conrado se había llevado a la boca sin levantar la vista de su libro. El humo blanco y espeso que exhalaba, olía a tabaco y a vainilla.
–Ven, acompáñame.– Lucrecia le tendió la mano a María Luz y esta la cogió enseguida.
Apenas salieron de la sala la señorita Larsson se detuvo delante de una puerta.
–Primero tienes que ponerte cómoda.– Luego le dio un beso en la mejilla y regresó por donde había venido.
María Luz cruzó la puerta y se encontró dentro del cuarto de baño. Allí, pulcramente doblada sobre la tapa del retrete, había una bata blanca de algodón impecablemente limpia y perfumada. Al tacto parecía una nube.
Tan impactada estaba por todo lo extraño y acogedor que le parecía aquel lugar que al ver el albornoz se dio cuenta que era exactamente igual al que llevaba puesto la señorita Larsson. María Luz estaba nerviosa, pero su profesora de biología le inspiraba tanta confianza que sentía que no había nada que temer. Hubiese hecho todo cuanto ella le indicara.
Y lo hizo.
Primero se quitó el pantalón de deporte. Luego el suéter de lana y la camisa. ¿Estaba descalza la señorita Larsson? Hubiera apostado a que sí. Entonces se quitó los calcetines y se calzó el albornoz. Ajustó el cinturón a la altura de su cintura y se aseguró de no dejar demasiado abierto su escote. Luego regresó a la sala.
Ahora sí le sentaba realmente bien el calor del hogar sobre la piel. La delgada tela blanca era lo justo y necesario para cubrir el cuerpo humano en aquel ambiente. Y los pies, por supuesto, exigían estar descalzos tal como los llevaba la señorita Larsson y Conrado, quien también vestía su propia bata.
Lucrecia, frente al hogar, sentada en el suelo sobre un gran tapete alto y mullido de lana natural, servía té en sendas tazas. María Luz se sentó junto a ella comprendiendo que ese era el plan: Tomar el té sobre la alfombra, junto al fuego.
–Bienvenida a casa, María Luz.
–Gracias.
–¿Te agrada?
–Nunca había conocido nada igual, señorita Larsson. –María Luz miró la llamas y luego la biblioteca. –Esta casa es tan… especial. Es de cuento.
Lucrecia tomó su humeante taza de té con ambas manos y bebió el primer sorbo antes de hablar.
–Me alegra que estés cómoda. Es muy importante para lo que vamos a hacer.
La jovencita se preguntó si sería adecuado preguntar qué era exactamente lo que iban a hacer. Desde que llegó a la casa de la señorita Larsson nada había resultado tal como ella se lo había imaginado: su aspecto tan poco alemán; la calidez de su hogar; su… novio escritor.
Siempre había sentido aprecio hacia ella; ahora también sentía una profunda admiración por la vida que llevaba.
–Señorita Larsson, yo…
–No, Luz.– La interrumpió con dulzura– Aquí soy Lucrecia.– La señorita Larsson apoyó su taza sobre la bandeja que yacía en la alfombra antes de continuar: –Afuera de esta casa está la señorita Larsson; está el colegio; están las monjas; están tus padres… está el pecado y está el miedo. Aquí estamos solo tú y yo– María Luz pensó en la presencia omnisciente de Conrado, pero no dijo nada. –Aquí somos libres; eres libre, Luz… Libre se preguntar, de saber y de conocer cuanto te plazca.
El cabello de la jovencita había redoblado su fulgor rojizo a la luz del hogar. Las pecas se encendían sobre su piel mientras sus poros se abrían como capullos en primavera estimulados por el calor de las llamas. Tomó su taza de té y se la llevó a los labios esperando que la señorita Larsson continuara… Le encantaba escucharla; la reconfortaba. Pero Lucrecia no tenía pensado decir nada de momento. Lo que sucedió a continuación aconteció con tal naturalidad que, a pesar de lo inesperado, pudo asimilarlo enseguida.
Con sus habituales movimientos gráciles Lucrecia se puso de pie, tiró de una de las puntas del cinturón de su albornoz y con un imperceptible batir de hombros dejó caer su única prenda sobre la alfombra.
–Lo primero que debes lograr, Luz, es dejar de sentir culpa y vergüenza de tu propio cuerpo. Si aprendes a conocerlo, será tu gran aliado a la hora del placer…– Dicho esto, Lucrecia volvió a sentarse sobre sus piernas, completamente desnuda. Tomó su taza con delicadeza y saboreó su té de jazmines con gran gusto. Como si el hecho de estar desnuda incrementara el placer de todo lo demás.
María Luz la observaba con la boca abierta. Se encontraba en un estado simultáneo de desconcierto y admiración. No podía articular una palabra, ni en su boca ni en su mente.
–No hace falta que digas nada, pequeña– Se adelantó la señorita Larsson. –Habituarse a la desnudez de los cuerpos lleva un tiempo que es necesario respetar. Sólo cuando sientas que puedes hacerlo, descúbrete tú también. Verás qué maravilloso se siente.
María Luz se dijo a sí misma que no podría hacerlo, pero en lugar se confesar aquel sentimiento le dio un nuevo sorbo a su té. Cuando se atrevió a levantar la vista pudo ver el reflejo serpenteante del fuego sobre la piel blanca de la señorita Larsson. Su siempre oculta cabellera rubia ahora caía con total libertad sobre sus hombros y acariciaba la ondulación superior de sus pechos. ¡Qué diferentes eran a los suyos! Si bien los de la señorita Larsson eran un poco más grandes, todo su pezón… el área circundante y los pezones propiamente dichos, eran más pequeños y oscuros que el rosa pálido que ella conocía de su propia anatomía.
Como si le hubiese leído el pensamiento, Lucrecia dijo:
–No hay dos cuerpos iguales en todo el mundo, Luz… Nuestras ropas nos igualan; nuestra desnudez nos diferencia… Insólitamente el humano ha sido educado para ocultar sus distinciones, para negarlas. Para sentir miedo y vergüenza ante la diferencia, ante la desnudez, ante nuestro propio cuerpo y ante el cuerpo del otro. Ha sido educado para negar el deseo de verse y de explorarse en el cuerpo del otro.
María Luz no creía comprender del todo las palabras de la señorita Larsson, pero sonaban tan dulcemente contenedoras que disfrutaba con cada sonido. A pesar de la sensación de irrealidad que le confería toda aquella escena, se sentía feliz. Al fin y al cabo, la realidad que ella conocía –su realidad– siempre le había vuelto la espalda. En cambio, la realidad que intentaba mostrarle la señorita Larsson…
Cuando Luz bajó la vista para tomar otro sorbo de té, ya sabía lo que iba a hacer a continuación.
Posó su taza sobre la bandeja y se puso de pie. Contuvo la respiración. Desanudó su bata con la ayuda de ambas manos y la dejó caer a sus pies. Un frio glacial la invadió por unos segundos… pero fue una ráfaga pasajera. En seguida comenzó a sentir las suaves caricias de las llamas del hogar abrazando su cuerpo.
Lucrecia le dedicó una sonrisa tierna de aprobación.
Allí estaba la encantadora jovencita con su cabellera pelirroja prolijamente trenzada sobre su espalda nívea. María Luz no se había quitado la ropa interior. Aun conservaba su corpiño de algodón blanco y su braguita haciendo juego.
–¿Necesitas una mano, Luz?– Preguntó Lucrecia mientras se incorporaba nuevamente dispuesta a prestar inmediatamente la ayuda que ofrecía. –Es fuerte cuando te quitas la ropa interior por primera vez delante de alguien…– Entonces la señorita Larsson la tomó por los hombros y le hizo dar medio giro sobre sus talones hasta dejarla de espaldas. Luego acomodó la trenza de María Luz sobre su hombro derecho y desabrochó su sostén.
La jovencita, mirando el naranja incandescente de la leña encendida, sintió que la prenda cedía presión sobre sus pechos. Luego, la señorita Larsson le bajó los breteles del corpiño y este se dejó caer por su blanca piel hasta dar sobre la alfombra, junto al albornoz. Sus pechos pequeños y en punta se encendieron con el calor de las llamas. La piel rosada de sus pezones se tensó al entrar en contacto con el aire.
Luz sintió como los dedos de la señorita Larsson se posaban ahora sobre sus caderas y se enredaban en el elástico de su braga. Respiró profundo… su ropa intima se deslizaba hacia abajo impulsada por la delicada gracia de Lucrecia. Volvió a respirar y su pecho se colmó de un aire tibio y espeso con intenso aroma a vainilla. El recuerdo de la presencia de Conrado la azotó de golpe. Fue como sentir la fuerza de un piano de cola desplomándose sobre su cabeza. Estaba completamente desnuda delante de su profesora de biología y delante de un hombre; ¡de un desconocido! El fuego interno del miedo le abrasó la piel desde adentro, sintió que sus rodillas se aflojaban y perdía el equilibrio. Había comenzado a temblar.
En ese momento la señorita Larsson la aferró tierna pero firmemente de los hombros, siempre presintiendo sus estados de ánimo. María Luz, todavía dándole la espalada, dijo en un susurro.
–Pero… está él, señorita...
–Tranquila, niña. Conrado no se ofenderá por ver un hermoso cuerpo desnudo como el tuyo. Puedes voltearte tranquila… Esa es tu primera lección… Debes voltearte y aprender a llevar tu desnudez con la naturalidad animal que nos han arrebatado…
–¿…las monjas?
–Las monjas, tus padres, la sociedad, la historia… todos nos han hecho tener culpa de lo único que es verdaderamente nuestro: nuestra piel… nuestra materia, nuestra forma, nuestra consistencia, nuestras esencias…
Con cada pausada palabra de la señorita Larsson, la barrera del miedo parecía remitir lentamente en la mente y en el cuerpo de María Luz. Entonces fue girando sobre sus talones, despacio… Los cuerpos desnudos de las dos mujeres finalmente se enfrentaron. Se miraron a los ojos durante varios segundos, luego la señorita Larsson dijo:
–Esta es una jovencita valiente…
Al oír esto, María Luz pegó su cuerpo contra el de ella para abrazarla con fuerza. Sintió la tibieza de la piel de Lucrecia en su propia piel. La profesora acarició la pulcra trenza pelirroja antes de hablar:
–Ya tienes el cuerpo de una mujer… Y es el de una mujer realmente hermosa… Tienes que saberlo… Y saber disfrutar de él cuando te venga en gana… Es tuyo. Es tu derecho.
El miedo era una chispa lejana en el recuerdo de María Luz. Quién ahora miró con renovada confianza por encima del hombro de su profesora y vio a aquel hombre delgado y de barba entrecana, ataviado en su pulcra bata blanca, sentado en su sillón de lectura con un libro abierto sobre el regazo y profundamente concentrado en él. Conrado parecía tomarse con total naturalidad la desnudez de su mujer y de su compañía. Estaba ensimismado en la lectura.
–Ven, siéntate… – Invitó Lucrecia.
Entonces separaron sus cuerpos y se sentaron nuevamente sobre la gruesa lana de la alfombra.
Tomaron el té como viejas amigas. Conversaron principalmente de temas del colegio. Luego, María Luz se enfrascó en la narración –como nunca antes lo había hecho– de la historia sobre su infancia en el campo. Se escuchó a sí misma decir cosas que nunca antes había compartido con nadie. Esto la animaba a seguir.
Conforme transcurría el tiempo, la desnudez –propia y ajena– perdía total relevancia en la composición de aquel agradable y cálido momento.
Finalmente concluyó su relato con un…
–… y así fue como terminamos aquí, en la ciudad.
–Entonces lo conociste a Tomás... Y él es, de alguna amanera, el responsable de que estemos hoy aquí.
–Así es…– Confesó con un poco de rubor en las mejillas.
–Mira mi cuerpo, Luz…– Hizo una pausa considerable para darse tiempo a ponerse de pie y tender las manos a su interlocutora para ayudarla a tomar la misma posición. La jovencita la siguió y quedaron otra vez paradas frente a frente. –Bien, ¿qué encuentras en él que no puedas identificar en el tuyo?
–Pues…– María Luz la estudiaba con ojo clínico. –Algunos lunares y… nada más.
–Yo soy unos quince centímetros más alta que tu; tengo el cabello rubio y tu rojizo; mis pechos son algo más grandes que los tuyos, pero tu tienes la firmeza propia de la juventud en ellos; tus pezones son más carnosos y grandes que los míos; yo llevo mi sexo depilado y tu tienes un suave bello anaranjado; ambas somos delgadas, pero tu cola es más respingona que la mía… Tenemos muy poco en común…– La expresión de la señorita Larsson era la misma que cuando estaba en clase y se proponía revelar algún secreto oculto de la naturaleza. Siempre lograba capturar la atención de todos. –Pero somos iguales. Iguales pero diferentes.– Lo dijo con la pausa y la cadencia justa. La última “s” quedó flotando en el aire. –¿Quieres que exploremos nuestro cuerpo con más detenimiento, Luz?
–Sí, señorita Larss… Sí, Lucrecia.
–Bien. Entonces vamos a jugar al juego del espejo. ¿Lo conoces?
–Eeeh… creo que no.
–Ven, siéntate.– Las dos mujeres volvieron a sentarse frente a frente, a un metro de distancia la una de la otra. Ante la brevísima mirada de soslayo de Conrado, Lucrecia apartó a un lado la bandeja que contenía las tazas de té. Como si esta interfiriera su atención.
–Bien. Ahora voy a mirarme al espejo.
–¿Cuál espejo?
– Tú eres el espejo, Luz… Tú serás mi reflejo.– Dicho esto Lucrecia adoptó la posición de buda y apoyó sus manos sobre las rodillas. María Luz la imitó. Parecía el comienzo de una sesión de yoga nudista.
La señorita Larsson se llevó el dedo índice a los labios y lo lamió con delicadeza. María Luz se ajustaba al guión muy concentrada en los movimientos de su profesora. Luego Lucrecia bordeó el contorno de sus pechos con las manos una y otra vez, hasta que su imagen en el espejo logró imitarla con precisión. Comenzó a estimular sus pezones con suaves pellizcos y caricias circulares.
–Este es uno de nuestros puntos sensibles… ¿Sientes el cosquilleo?
–Si, señorita Larsson. Y se me están poniendo duros… Como cuando él… me besa el cuello y me… me roza con su cuerpo.
–Así es, Luz… Debes disfrutarlo. Y mucho más lo harás cuando él pase su lengua por allí.– Mientras hablaban ninguna de las dos dejaba de estimularse con la yema de los dedos.
–¿Lamerme?¿Puedo… puedo permitirle hacer eso ?
–Puedes dejarlo hacer todo lo que te proporcione placer. Hasta puedes pedírselo si es necesario. Hasta puedes enseñarle cómo hacerlo… ¿te gustaría probar cómo se siente?
Pero ya no había tiempo para respuestas. La señorita Larsson empujó su tronco hacia adelante y, apoyando sus manos en la alfombra, alcanzó con sus labios la rosada piel de uno de aquellos pezones abultados de María Luz. Primero fue un beso tierno. Luego fueron caricias húmedas con su lengua, a lo que la jovencita respondió con un jadeo entrecortado. Lucrecia fue intercalando magistralmente besos, lamidas, presión entre sus labios y sutiles succiones en aquel pezón generoso y brillante. La respiración de María Luz se aceleró notablemente justo cuando la señorita Larsson se retiró hacia atrás y volvió a su posición de yoga.
Lo que siguió a continuación no podría ser descripto exactamente como un reflejo especular, pero conservaba la lógica del juego y solo hizo falta una pregunta para seguir jugando.
–Luz… ¿te animas a probar?
Cuando María Luz estiró su tronco hacia adelante, la pesada trenza pelirroja cayó sobre uno de sus hombros. Apoyó sus palmas en la alfombra y avanzó unos centímetros con sus rodillas y sus manos. Toda su atención estaba centrada en el pezón izquierdo de la señorita Larsson que en breves instantes iba a tener preso en su boca.
Esto le hizo ignorar, una vez más, la presencia de Conrado que estaba justo a su espalda disfrutando ahora de una visión privilegiada y en primer plano de su cola en pompa. Hasta podía apreciar los minúsculos bellos anaranjados que salpicaban aquellos pálidos y virginales labios mayores.
La mirada crítica del filósofo se perdía en aquel paraíso prohibido que se lo ofrecía tan al alcance de su mano. El libro sobre el regazo era ahora la pantalla perfecta para ocultar su erección.
Con ímpetu adolescente, María Luz mamó de aquel pecho como una lactante inexperta. Se le había antojado una actividad de lo más placentera. La señorita Larsson percibía la torpeza pueril de la jovencita con gracia y con auténtico placer.
–Bien. Lo haces muy bien… Eres muy dulce… Tomás es un chico de lo más afortunado.
María Luz sintió este cumplido como el final de aquella singular actividad y liberó de su boca la lustrosa gema borgoña de la profesora. Luego retrocedió un paso con sus rodillas y sus manos…
Conrado pensó que si estiraba su brazo lo suficiente…
…y finalmente se sentó sobre sus talones y volvió a la posición de yoga original. Volvían a ser espejo.
–Lo estas haciendo muy bien, Luz. Solo queda una cosa más por hoy… Si estás de acuerdo, el miércoles continuaremos con nuestras lecciones.
–¿El miércoles? ¿No podemos… quiero decir, no puedo aprender todo hoy?
–La ansiedad y el sexo son incompatibles. Tómate el día de mañana para explorar tu propio cuerpo en soledad, tranquila. El miércoles continuaremos con…
–Pero usted dijo que aun faltaba algo más.
–Si, claro…
Entonces la señorita Larsson levantó sus rodillas y apoyó la planta de sus pies sobre la alfombra; luego separó sus muslos muy lentamente. Sus movimientos eran tan armónicos como los de un felino.
María Luz pudo ver como aquella flor se abría ante sus ojos… como aquellos labios lampiños se despegaban el uno del otro con divertida pereza. El reflejo inconstante y trémulo de las llamas sobre la piel húmeda del sexo provocaba breves destellos que despertaron la curiosidad de la jovencita.
–¿Señorita Lucrecia… por qué brilla su… ?
–Porque hay humedad… Pero ¿qué sucede? ¿Acaso se ha roto mi espejo?
La jovencita estaba tan consternada con la íntima visión que le ofrecía su profesora de biología que se había olvidado de seguir el juego.
–Perdón, señorita Larsson.– Se disculpó, mientras imitaba la posición de Lucrecia.
Sus piernas se separaron con menos gracia y decisión. Su conejito blanco coronado con un delicado bello del color del fuego, se abrió con timidez…
–Tienes una almejita muy delicada, Luz... – la señorita Larsson la estudiaba con atención. Maestra y aprendiz ya estaban en igualdad de condiciones en cuanto a lo que exposición se refiere.
A continuación, Lucrecia llevó su mano derecha hacia su propia entrepierna y con los dedos índice y mayor en forma de V invertida, separó aun más los pliegues de su vulva. No pudo evitar un intercambio de miradas con Conrado por sobre el hombro de la jovencita. Sabía que se estaba excitando. María Luz no llegó a advertirlo; estaba muy concentrada tratando de utilizar su propia V invertida.
Lucrecia llevó la punta de su dedo mayor hacia la entrada de su vagina y trazó un breve círculo en torno a ella.
–Este es el lugar… Por aquí penetrará tu amado cuando le ofrendes tu virginidad… Esta es la fragua donde fundirán vuestra carne para convertirse en un solo cuerpo.
–Pero… se ve muy estrecho…
–No lo creas…– La señorita Larsson llevó ahora ambos dedos hacía allí. Los introdujo juntos, lentamente, apenas unos milímetros y los separó levemente como un espéculo. El canal se abrió… –Es tan estrecho como lo que intentes meter en él… nuestro cuerpo es muy sabio, Luz.
–Aaaah… Se estira.
–Lo suficiente. De a poco y con mucha ternura, se estirará lo suficiente como para que puedas disfrutar de tenerlo todo dentro… ¡Mira! Tu almejita también está brillando ahora.
Y así era… María Luz se sentía curiosa, protegida y cada vez más excitada con aquella exploración. De repente, un recuerdo arribó a su mente sin pedir permiso.
–¿Te pasa algo, Luz?
–No… es solo que… ¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Lucrecia?
–Todas las que tengas, Luz… para eso estamos aquí.
–En una oportunidad, mientras estábamos con Tom en el parque… besándonos, él me… me tocó, por dentro. Apenas me rozó.
–¿Tocó tu almejita?
–No… No fue mi… Fue por atrás.
–¿La cola? ¿Quieres decir… el ano?
–Si, señorita Larsson. Y en seguida sentí como si me orinara. No fue una fea sensación, pero realmente temí orinarme encima…
–No te estabas orinando, querida.– El tono de la señorita Larsson era de lo más dulce ante la inocencia de la jovencita.– Te estabas lubricando … Mira, todas las mujeres tenemos ciertas zonas que nos provocan mayor placer que otras, eso varía en cada una. Si te excitaste cuando él te rozó el ano, quizá te haya ayudado a descubrir tu zona especialmente sensible. Tu zona de mayor placer… Y cuando tu cuerpo se excita y siente deseo… tu sexo se moja para facilitar la entrada de aquello que necesitas para saciar esa sed.
–Entonces… ¿Ahora estoy… excitada?
–Dímelo tú…
Lucrecia advirtió que Conrado se frotaba su entrepierna a espaldas de María Luz, y disimuló una sonrisa.
–Pues… No se.
–Lleva tu dedo hasta aquí… un poco más hacia arriba. ¿Ves este capullito oculto que tengo justo aquí?
–¿Aquí…? ¡Ah!
–Ese… Tienes que ser muy delicada con él… es el punto más sensible de tu cuerpo… y es también la llave hacia un mundo maravilloso… Tócalo despacio, acarícialo… así…– La señorita Larsson comenzó a trazar movimientos circulares con la yema de su dedo mayor sobre su clítoris. –Presiona levemente sobre él…
–Se-señorita Larsson… es muy… ah… agradable…
–Claro que sí… disfruta de tu cuerpo. Yo también lo estoy haciendo… Además me excita verte, Luz…
–A mi también... Verla…
La jovencita y su profesora se masturbaban frente a frente, a no más de un metro de distancia la una de la otra. Conrado, resignado a un espectáculo que lo dejaba al margen, intentaba volver a concentrarse en la lectura.
Ambas muñecas se movían con velocidad creciente, acariciando, frotando, estimulando… María Luz miraba a su profesora como para cerciorarse de que estaba haciendo las cosas bien. Ambas habían comenzado a jadear…
–Quiero que llegues hasta el final, Luz… no te detengas…
–No… no quiero hacerlo, señorita Larsson… No quiero detenerme. ¡No puedo detenerme…!
Entonces María Luz sintió por primera vez en su vida como un volcán de energía contenida explotaba en el interior de su bajo vientre y se extendía hacia todas sus terminales nerviosas… derramando lava sobre su propia mano. Su cuerpo se arqueó hacia atrás y su cola desnuda se restregó contra los gruesos pelos de la alfombra. Aquel rozamiento potenció por mil su primer orgasmo.
–ah, ah, ah, ah, aaaaah…
–Eso es… disfruta de tu cuerpo, pequeña… no tengas miedo de él… sin miedos. Es algo maravilloso…– Lucrecia prefirió cortar su propio clímax que ya había comenzado a gestarse. Ya tendría su hora más tarde. Cuando acabaran las lecciones se aprovecharía de la excitación contenida de Conrado.
María Luz tardó unos segundos en recuperar el ritmo normal de su respiración. Cuando volvió en sí sintió sus muslos empapados.
–Su alfombra, señorita Larsson, lamento mucho…
–Nada que lamentar.– La interrumpió. –Es un placer que hayas pincelado mi alfombra con tu agua de miel…
–¿Agua de miel?
–Ja, ja… Conrado dice que mis… jugos saben a agua de miel y jengibre… ¡Él es un gran sommelier ! Pero no todas las mujeres sabemos igual, Luz… por lo menos eso dice Conrado.- María Luz miró con perplejidad sus delicados dedos empapados de aquel líquido almibarado… –Él sostiene que cada mujer tiene una combinación diferente de esencias naturales que las distingue, que las hace únicas en su sabor.– La señorita Larsson hizo nuevamente la pausa justa. Era una experta en el manejo de los silencios. Luego agregó: –¿Quieres saber a qué sabes tú? ¿De qué está hecha tu esencia?
El filósofo permaneció absorto en su lectura hasta que ambas mujeres desnudas llegaron a su lado. Entonces la señorita Larsson tomó dulcemente la mano de María Luz y se la ofreció al hombre que leía.
–Conrado: ¿Puedes decirnos, si eres tan amable, a qué sabe la intimidad de esta hermosa jovencita?
Entonces aquel hombre desgarbado y con larga barba, sin pronunciar palabra, tomó con solemnidad aquella mano frágil entre las suyas como si fuera un tesoro. Lo hizo con cuidado clínico de no tocar el dedo mayor para no contaminar la pureza de la esencia que allí se impregnaba.
Lo acercó hasta rozar su nariz e inspiró profundo. Luego se llevó a la boca el dedo almibarado de la jovencita y lo lamió con su lengua áspera.
Ya en la soledad de su cuarto, muchas horas después de finalizado su primer día de lecciones con la señorita Larsson, aun resonaban en la mente de María Luz las únicas palabras que escuchó jamás de la boca de aquel hombre de voz pausada, segura y grave:
–Intenso y armónico. Olivas y canela en rama. Una auténtica delicia.
Y en la soledad de su cuarto sus muslos volvieron a humedecerse, tal como cuando escuchó aquellas palabras.