Las lecciones de la Señorita Larsson (Cap. I y II)
Cuando el miedo nos confunde, solo algunas personas son capaces de guiarnos sin indicarnos el camino; de conducirnos sin llevarnos de la mano.
Breve nota al lector:
Comencé a escribir esta historia a fines del año 2012, cuando una de las categorías de TR dejó de existir sin previo aviso ni a sus lectores ni a sus escritores. No sé en qué habrá quedado aquello. Por mi parte, nunca había publicado en “Primera Vez” pero este hecho me motivó a hacerlo. Confieso que siempre me irritó etiquetar una historia, por lo cual no me molesta que finalmente sea publicada en otra categoría. Pero quería poner sobre aviso al lector acerca del verdadero espíritu de este relato.
Las Lecciones de la Señorita Larsson ha sido escrita de principio a fin y será publicada semanalmente a partir de hoy.
---------
Las lecciones de la Señorita Larsson
I
Existen dos formas básicas de experimentar el miedo. La primera se funda en ese riesgo siempre latente de volver a vivir un hecho traumático que ya ha dejado una marca dolorosa en la memoria. Este miedo puede ser mayor o menor de acuerdo a la magnitud del dolor de aquella experiencia. Pero por más dolorosa que haya sido nuestra vivencia y por más grande que sea el temor a revivirla, se trata de un miedo a lo conocido y eso lo hace un miedo controlable .
Por el contrario, la segunda clase de miedo es absoluto e irracional. Es el pánico abismal a la incertidumbre; a lo ignoto e inimaginable. Es ese lugar marginal en el mapa de un territorio medieval donde los hombres situaban a sus criaturas más monstruosas e indecibles. Allí, en esa oscuridad, en esa nebulosa, habitaban los fantasmas de María Luz, la jovencita de la trenza pelirroja.
Todavía faltaban diez días y ya no podía conciliar el sueño por las noches. Los exámenes de mitad de año, anteriores al receso invernal, ya habían comenzado y ella no lograba concentrarse más de diez minutos corridos en sus estudios. El miedo la estaba paralizando. Si no hacía algo pronto, iba a sufrir las consecuencias.
Como buena adolescente –aunque quizá también con justa razón- culpaba a sus padres por la situación que le tocaba vivir. Haber nacido y haber vivido sus primeros quince años en el campo para luego migrar a la gran ciudad, era una dura experiencia para María Luz. Hacía dos años sus padres habían decidido el cambio de vida. Luz suponía que era por razones económicas o laborales, pero nunca pasó del terreno de las suposiciones porque esos no eran temas que ella pudiera conversar con sus padres.
A pesar de su ingenuidad e inexperiencia María Luz era una jovencita despierta. Tenía otras teorías propias que intentaban explicar el millar de preguntas sin respuestas que era su vida. La edad avanzada de sus padres -que ya habían pasado los sesenta años- y el hecho de ser única hija, le hacía suponer que ellos se habían conocido de grandes o que habían tenido problemas para tener niños.
Lo cierto era que, aunque nunca lo supo con certeza, no estaba tan errada en sus teorías. Y aunque esto no fuera inteligible para ella, la realidad era una combinación de ambas: Una familia de campo con una sola hija mujer era inviable económicamente. Conforme avanzaba la edad de su padre, y sin nadie que lo remplace en las tareas pesadas, no quedó más opción que vender la chacra.
La edad, la ortodoxia religiosa de sus padres y la falta de diálogo en el hogar, conformaban los pesados ladrillos de una muralla que a María Luz se le antojaba infranqueable. Si bien asistió a una escuela rural durante la primaria y los primeros tres años de la secundaria, su corta vida había estado dedicada casi exclusivamente a las tareas domésticas. Esto hacía que su universo se viera reducido a su entorno más inmediato: su pequeño núcleo familiar. Y a cierta edad cuando uno comienza ese doloroso trabajo de romper el cascarón para salir al mundo; para crear un mundo, la falta de recursos se paga con creces. Y María Luz hacía dos años que estaba pagando.
Era su segundo año en el Instituto y no tenía una sola amiga. La crueldad de las chicas de las escuelas religiosas suele ser desgarradora. Durante el primer año se burlaban de su larga trenza pelirroja, siempre tan pulcra y prolijamente peinada. Luego, fue su actitud solitaria e introvertida. Más tarde, poco a poco, sencillamente se fueron olvidando de ella. Ya no la molestaban pero tampoco la miraban. Era como si no existiera, como si su banco fuera un lugar vacante en el salón de clases. Invisible ante los ojos de sus compañeras. Mejor así, prefería pensar María Luz.
Pero un buen día, cuando más absolutamente sola se sentía, conoció a alguien, Tomás, un borrego de su edad.
Los domingos María Luz asistía a misa con sus padres. Luego salía a caminar sola por el parque hasta la hora de cenar. Ese era su gran momento de la semana. Disfrutaba del clima apacible del atardecer y el aroma a la naturaleza le colmaba los pulmones. Había algo en aquellas caminatas por el parque que le recordaban a su antigua vida en la chacra. Se sentía libre. Sólo en aquellos paseos se permitía pensar que las cosas podrían ser diferentes en el futuro.
Hacía ya más de tres meses, una tarde de domingo Tomás y María Luz intercambiaron miradas en la puerta de la iglesia y, casi sin darse cuenta, habían salido a caminar juntos por el parque. Se habían reído; se habían tomado de la mano; se habían besado en los labios…
Desde entonces volvieron a hacerlo cada domingo; siempre el mismo recorrido, deteniéndose siempre detrás del mismo nogal que los mantenía fuera de la vista de aquel mundo hostil.
Ella lo miraba con sus ojos dulces del color del caramelo. Entonces chocaban sus labios torpemente y enredaban sus lenguas durante largos minutos intercambiando sabores. Sus cuerpos se rozaban en una fricción cálida e imperceptible. Tomás jalaba suavemente de su trenza rojiza y lamía su cuello hasta embriagarse con el sabor de su piel. Ella lo aferraba de la nuca, hundía los cinco dedos en el cabello azabache del muchacho y exhalaba su deseo en bocanadas prolongadas y silenciosas.
Poco variaba, domingo a domingo, aquella danza pueril llena de inocente lujuria.
Pero aquel domingo sí varió.
Y María Luz se enfrentó por primera vez a un nuevo tipo de miedo que se le hundía en el estómago y la colmaba de vértigo.
Una vez más Tomás jaló sutilmente de la trenza pelirroja y María Luz entregó su níveo cuello a la voracidad de su amante. La mano de él recorrió su espalda pero no se detuvo en su fina cintura. Acompañó en bajada el relieve de sus nalgas y continuó hacia abajo. María Luz palpitaba de deseo y no encendió su luz de alerta hasta que él comenzó a desandar camino ascendiendo sobre su muslo… Aunque ahora su mano transitaba por dentro de la falda de la jovencita. Nunca le habían acariciado allí. Nunca una mano desconocida había recorrido la fría piel de sus glúteos… Nunca unos dedos curiosos habían franqueado el límite de sus bragas… Nunca nadie se había colado por entre sus frías nalgas y había logrado alcanzar con la yema del dedo mayor la textura rugosa, cálida y virginal de su ano. La cosa había llegado muy lejos.
–¡Ah! ¿Qué estás haciendo, Tom?– Preguntó María Luz en un susurro, moviendo levemente su cadera para zafar de la mano exploradora de su amante.
Entonces él, con la respiración agitada, la tomó por los hombros y le habló con certeza. Sin improvisar. Sabía exactamente lo que iba a decir. Se ciñó al libreto. Aquella mañana lo había ensayado frente al espejo de su cuarto de baño mientras se peinaba.
–El próximo domingo me iré con mis padres a la montaña. Pero el otro estaré solo en casa.– Tomás la miró directo a los ojos. Llevó la yema de su dedo pionero hasta la nariz e inhaló la pureza del perfume de aquella piel secreta. Se le antojó tan embriagador que casi pierde el hilo de sus palabras. –Allí haremos el amor. ¿Qué dices? ¿Aceptas?– Ella le sostuvo la mirada hasta el final. Estaba tan turbada que tenía miedo de haberse orinado las braguitas.
–Si– Alcanzó a decir. Luego salió corriendo por el parque como si se la llevara el diablo.
María Luz había sentido aquel miedo por primera vez. Una nueva clase de miedo; no el de la soledad de la alcoba a oscuras; no el de ser juzgada y reprimida por sus padres. Era el miedo a lo absolutamente desconocido. Era el miedo a su propio cuerpo; y al cuerpo del otro .
A diez días de la fecha acordada con Tomás, Luz se sentía aterrorizada.
II
La Profesora Larsson dictó a su clase las cinco preguntas del examen semestral de Biología y se sentó en su escritorio a corregir trabajos prácticos de otros grupos.
Lucrecia Larsson representaba, en varios aspectos, la excepción a la regla en aquel Colegio religioso. Con sus treinta y cinco años, era la representante más joven del plantel docente. También era la única no religiosa. A pesar de esto, a las monjas les gustaba la señorita Larsson porque era soltera y por su “marcado aspecto alemán”. Siempre llevaba el cabello rubio recogido en un rodete perfecto sobre la nuca y más tenso que las cuerdas de una guitarra. En el maravilloso lenguaje de los símbolos, a los ojos prejuiciosos de las monjas, esto era sinónimo de autoridad y disciplina. Además no existían religiosas doctoradas en biología y, lamentablemente, alguien tenía que dictar la herética asignatura ya que así lo exigía el ministerio.
Para las monjas, la señorita Larsson cumplía con la imagen perfecta de una mujer no religiosa: asexuada y disciplinada. Para las estudiantes, la señorita Larsson era una gran docente; la mejor.
María Luz estimaba a la señorita Larsson y había redoblado sus esfuerzos para aquel examen. Había estudiado todo cuanto su fatigado cerebro, victima de la angustia, le había permitido. Su estado de pánico frente al encuentro que había acordado con Tomás la mantenía en vilo. Retener cualquier idea en su mente le insumía hasta cuatro o cinco veces más que en otras circunstancias. Pero a pesar de su bajo nivel de concentración, había pasado toda la noche en vela para no defraudar a su profesora. Ahora estaba lista para pasar sin mayores sobresaltos por aquella instancia examinadora, aunque se encontraba realmente exhausta.
Había logrado responder más que aceptablemente la primera pregunta. Luego, su cerebro fatigado por la falta de descanso le jugó una mala pasada. Simplemente se desvaneció sobre el papel y entró en un sueño profundo.
Ambos yacían de pie junto al nogal: el árbol que los protegía, que velaba por la intimidad de su amor. Pero no estaban en el parque. Estaban en la alcoba de Tom. Se habían besado apasionadamente. María Luz podía saborear el delicioso cóctel de efluvios dentro de su boca. Ya conocía aquel manjar. Pero se sobresaltó al notarse a sí misma completamente desnuda. Sus pechos en punta estaban tatuados de forma natural con la misma sutileza que sus pómulos y su nariz; y coronados por unos pezones rosados totalmente endurecidos. Hermosos… Aunque a ella se le antojaran absurdamente ridículos.
Él, también de pie pero completamente vestido, intentaba sin éxito abrirse la cremallera de sus vaqueros. Ella estaba apenada por su propia desnudez pero expectante por conocer el secreto que se escondía dentro del pantalón de Tomás. El corazón le latía con fuerza en el pecho hasta que la maldita cremallera finalmente cedió. La mano de María Luz, en un acto involuntario, se dirigió directo hacia la entrepierna del muchacho; se introdujo dentro de su bragueta… Justo en ese momento, cuando su mano se aferraba a algo duro, advirtió que se estaba orinando. La cara interna de sus muslos chorreaba. Sintió mucha vergüenza. Quería marcharse. Quiso quitar la mano impúdica del pantalón de Tomás, pero no pudo en un primer intento. Una fuerza magnética la mantenía allí. Tiró con fuerza hasta que lo consiguió, pero su mano no estaba vacía. Mantenía atrapada entre sus dedos una serpiente enfurecida que exhibía amenazante su lengua bífida y ponzoñosa. Al sentir aquel frío inmundo la soltó de inmediato, pero el ofidio se movía a la velocidad del rayo. Dio un salto y se deslizó por entre sus piernas. Subió hacia su intimidad en una fracción de segundo. Luz pudo sentir el serpentear gélido y eléctrico de aquella lengua diabólica en la fragilidad de su sexo empapado justo antes de la mordida.
Saltó tan violentamente sobre su banco que casi termina en el suelo.
-¡Me dormí!- Dijo. Y su voz hizo eco en el salón de clases vacío.
No había nadie a su alrededor. Todas sus compañeras habían terminado el examen y se habían marchado ya. Nadie se había molestado en despertarla; nadie la había visto dormida sobre el papel.
Todavía no podía controlar del todo su respiración cuando vio a la señorita Larsson sentada a su lado mirándola con cara de preocupación.
–¿Te encuentras bien, María Luz?
Como única respuesta, se largó a llorar desconsoladamente. La dama del rodete dorado y marcado aspecto alemán la contuvo entre sus brazos. Y lo hizo con una ternura tan auténtica que hubiese llamado la atención de las monjas.
–No te preocupes por el examen, María Luz. Ya veremos la forma de…
–¡Es que tengo miedo!– Se descargó sobre el hombro de su profesora: –¡Tengo miedo de mi cuerpo! ¡Tengo miedo de él!– Sus ojos estaban enrojecidos. Sus pecas resaltaban en su rostro encendido. Sus lágrimas empapaban la camisa impoluta de la señorita Larsson, pero a esta no parecía preocuparle. –¡No sé qué debo hacer, señorita Larsson! ¡No sé si puedo hacerlo ! ¡No se qué me va a hacer ! No sé nada… ¡NADA!
La señorita Larsson dejó transcurrir una larga pausa de silencio mientras acariciaba la sedosa y brillante trenza pelirroja de María Luz. Sentía como su hombro se cargaba de la tibia humedad del llanto. Los sollozos de la jovencita comenzaban a moderarse después de semejante desahogo. Fue entonces cuando la señorita Larsson decidió intervenir. Lo hizo con un tono tan acogedoramente maternal que sonó como un arrullo a los oídos de María Luz, pero también con la implacable sabiduría de quienes no necesitan muchas palabras para comprender:
–¿Quieres hacerlo , María Luz?
–Sí… Sí, quiero, señorita Larsson.
–Pues entonces sí sabes algo. Y es algo muy importante.– Lucrecia Larsson era una gran docente... –Además, ya estás en edad… No es malo lo que te sucede.
–Pero tengo miedo, sufro pesadillas horribles… –Volvía a llorar sobre el hombro de la señorita Larsson mientras esta recorría todo el largo de su trenza perfecta con la punta de los dedos. –Quiero ser su novia… para siempre.
–Son muy bellas tus palabras, María Luz. Pero no es el amor lo que te desvela ahora.
La jovencita de cabellos rojizos la escuchaba atenta, como en cada una de sus lecciones. Se sentía cómoda abrazada a su cuerpo, apoyada en su hombro. Pero al escuchar esto último, pensó por un momento que su profesora no había comprendido cabalmente el verdadero motivo de su pesar. Pero se equivocaba.
–Preciosa… Es la carne, la piel, el deseo… Es el sexo lo que te atormenta. Porque lo único que conoces sobre él es pecado . A diferencia del amor, que es pureza .
María Luz se sobrepuso a su angustia con dificultad y miró a la señorita Larsson con gesto de sorpresa y curiosidad. Entonces quiso articular una idea confusa…
–Pero el… el sexo es amor… es hacer el amor.
–Pueden darse juntos, y es maravilloso. Pero no siempre sucede así. Y todos tenemos derecho a disfrutar de uno y de otro indistintamente.
Si las monjas hubiesen escuchado esta última reflexión, probablemente hubiesen relativizado las implicancias del “marcado aspecto alemán” en la señorita Larsson.
–Perdón, profesora, pero no comprendo. Yo siento que lo amo y eso me basta. No me hago más preguntas, pero…– María Luz tragó saliva, tomó coraje y continuó: –Cuando pienso en hacerlo… vienen las pesadillas…
–El amor es complejo; es algo que nunca nadie ha comprendido del todo, María Luz. Pero, absurdamente, como goza de buena reputación, entonces nadie se preocupa demasiado por él… El sexo es más simple, más llano, más intuitivo… Si puedes hacerlo con libertad, tarde o temprano, terminas aprendiendo todos sus secretos. En cambio el amor es como un laberinto en constante movimiento… Es imprevisible.
–Pero yo no sé nada, profesora… ¡Nada!– María Luz volvió al hombro protector de Lucrecia, ahora más por vergüenza que por angustia.
–¿Tus padres nunca hablaron contigo de…?
–Ellos nunca hablan de nada… Tampoco tengo hermanos ni amigos. Estoy sola.
–Tranquila, María Luz… Solo necesitas aprender a conocerte….– La voz de Lucrecia era pausada y susurrante. En cada frase acariciaba de arriba abajo aquel cabello magistralmente trenzado. –Aprender a conocer tu cuerpo… A entender ese deseo que ahora te atormenta. Es sólo eso… ¿No crees?
–Si…– Dijo en un susurro casi inaudible.
–Bien… Entonces quizás pueda ayudarte.
María Luz despegó el costado de su cara inflamada del hombro de Lucrecia y la miró a los ojos con una mezcla perfecta de perplejidad y esperanza.
–Pero… ¿Cómo?
–¿Estas preparada?
–Quiero estarlo, señorita Larsson.