Las Japonesas (1ª parte)

La protagonista conoce a sus nuevas vecinas japonesas que la inician en un sexo morboso y lleno de fantasía.

Me las había encontrado en el portal del edificio un par de veces. La primera vez las saludé con un hola que no respondieron, limitándose a encoger la cabeza entre sus hombros y reir de forma infantil mientras se miraban entre ellas como si hubiera dicho algo inapropiado o ridículo. Desconcertada llegué a la calle y las olvidé. La segunda vez fue unos días más tarde. Las miré de forma retadora dispuesta a no saludar pero ellas, al contrario de lo que hicieron la primera vez, me saludaron con un 'hola' tintado de acento asiático y una muy leve inclinación de cabeza. Gruñí mi respuesta esperando unas risitas que no se produjeron. Llevaban pesadas bolsas de la compra y supuse que vivían en el edificio. Todo era posible. Eran tan grande y con tantos apartamentos en alquiler que el trasiego de gentes que iban, venían y hasta vivían era constante. Yo misma era una de aquellas nómadas que no pretendían echar raíces y que debía ser tan desconocida para el resto de los inquilinos como ellos lo eran para mi. Acabaría mis estudios y regresaría a mi ciudad. Estaba deseándolo. Desde que mi compañera se había graduado el peso del alquiler recaía sobre el esfuerzo de mis padres y esa culpabilidad, unida al miedo que me inspiraba un piso vacío y viejo, además de mi deseamor por la ciudad que me había acogido durante los últimos cuatro años, me urgían a volver lo antes posible.

Llegamos al ascensor y aunque les cedí el paso considerando la carga que portaban insistieron con gestos en que subiera con ellas. Resignada ante la incomodidad de hacerme un hueco entre las bolsas esparcidas por el suelo pensé que al menos les podría hacer una buena mirada sin la indiscrección de los cruces casuales en el portal. Entonces no sospechaba que ellas hicieron lo mismo, por más que les costara cruzar la mirada o siquiera mirarme mientras me hablaban. La más bajita era la que más sonreía, con unos rasgos asiáticos tan marcados que las sonrisas borraban sus ojos por completo. La más alta tenía un rostro más sereno y sin ser ninguna belleza podría haber girado las cabezas de esos hombres que se sienten atraidos de forma enfermiza por las japonesas. Nunca había podido entender qué veían en aquellos rostros blanquecinos y en cuerpos sin pechos ni caderas de piernas torcidas. Me sentí incapaz en darles una edad, igual podrían tener la mía como alcanzar la treintena.

El ascensor se detuvo dos plantas por debajo de mi apartamento. De manera torpe me hicieron leves reverencias empezando a sacar las bolsas para depositarlas en el rellano y así dejar libre el ascensor. Para conseguir lo mismo les ayudé a sacar el par de bolsas restantes mientras ellas se deshacían en agradecimientos. Una de las asas se me escapó de entre las manos mostrando el interior de la bolsa, cargada hasta los topes de bandejas de sushi. Exclamé "¡sushi|", como el náufrago que ve tierra tras semanas a la deriva. Ellas rieron y la más bajita me hizo un gesto bastante claro de acompañarlas al interior de su casa y comer sushi con ellas. Confusa, respondí con un gesto rápido declinando la invitación y entonces, la más agraciada, apareció ante la puerta del ascensor y en un castellano claro ratificó la invitación con palabras. De nuevo me excusé alegando prisa. Se reclinó entonces sobre la bolsa y extrajo un par de bandejas, tendiéndomelas como si fueran el pago por mi ayuda. Asombrada me eché hacia atrás, no podía aceptarlo. Sin prestar atención a la negativa, me las puso en las manos y cerró la puerta ante mi cara desconcertada mientras un vecino ansioso llamaba al ascensor a gritos desde un rellano lejano.

Estuve tentada en devolver el sushi nada más llegué a mi casa. Pero de forma cansina, primero probé uno, luego otro y al final la pereza de enfrentarme a la cocina me alimentaron durante el resto del día y parte del siguiente. Rebusqué en la alacena y al final encontré una caja de dulces que mi madre me colocaba en el equipaje cada vez que regresaba a mi ciudad y que solían transitar hacia la caducidad sin siquiera ser desprecintados pues cada bocado te engordaba un kilo de forma instantánea.

Con aquel regalo envenenado me dirigí a la casa de las japonesas. Llamé a la puerta y me abrió la menos agraciada, con una sonrisa que de nuevo borraba sus ojos. Hacía calor desde unos días atrás, preludio anticipado del verano que se aproximaba, de manera que la muchacha se había aligerado de ropa en sincronía con el tiempo reinante : un escueto short y un top todavía más breve que marcaba unos pechos bastante generosos. El sol de España debía ser una tortura para aquella piel de blancura extrema que ahora me mostraba con generosidad. Le tendí la caja de dulces sin intentar siquiera hablar mientras recibía un aliento de calor procedente del interior castigado por el sol del exterior. No entendió mi gesto y llamó a su compañera que compareció en la puerta terminándose de vestir pues imaginé que andaba en ropa interior por la calor. En un perfecto castellano me explicó que no era necesario el regalo y entre un mareante intercambio de inclinaciones me invitó a pasar al interior. Habían pintado el piso y arreglado con coquetería. Si había esperado encontrar un hogar japonés no pude sentirme más defraudada puesto que no difería en nada de cualquier vivienda que conociera. Me explicaron que habían alquilado el piso y contratado una empresa de decoración cuando aún estaban en Japón y que nadie les había dicho el tremendo calor que podía hacer en verano. Esperaban con ansia a la empresa que les instalaría el aire acondicionado y en eso estaban cuando había llamado a su puerta. Ni siquiera pude imaginar qué hubiera pensado un rudo instalador de aire acondicionado si hubiera sido recibido por una mujer oriental vestida con tal brevedad.

La timidez que mostraban en la escalera había desaparecido. Se mostraban descaradamente curiosas y me acribillaron a preguntas como si fuera el primer aborigen con el que departían. Ellas habían venido a estudiar un máster y aprender español. Eran amigas, de Tokyo, y se llamaban Hayami y Kuimi. Escucharon con atención mi breve y anodina historia y cuando se hizo el primer silencio incómodo hice el gesto de levantarme e irme pero ellas me detuvieron. Me invitaron a comer y desoyendo mis excusas dispusieron la misma mesa de estudiantes que tantas veces había visto y sufrido en mis propias carnes cuando nos enfrentamos a las incógnitas de la cocina por primera vez : de nuevo las mismas bandejas de sushi compradas en el supermercado, esta vez aderezadas con un poco de salsa de soja. El desconcierto fue mayor cuando colocaron primero sobre mi plato un par de los dulces atómicos de mi madre sin prestar atención, o sin importarles, que lo dulce precediera a lo salado.

Me sirvieron un vino peleón, procurando que mi copa nunca quedara vacía y lo mismo hicieron ellas, de manera que al final de la comida teniamos las mejillas teñidas de rojo y la lengua algo pastosa, riendo de forma ruidosa anécdotas que de no haber estado achispadas apenas habrían esbozado una sonrisa en nuestro rostro. Hayami, la menos agraciada, me preguntó a través de Kuimi si tenía novio. Respondí que no, sin dar más detalles. Había tenido un par de relaciones pero nunca completas. Era virgen y no era algo que me avergonzara, pero tampoco me gustaba pregonarlo. Había llegado intacta a una edad en que se supone que ya debía tener alguna experiencia y de hecho la tenía, pero aún no había sido penetrada. No había ninguna razón ni religiosa ni de ningún tipo, simplemente estaba centrada en mis estudios y me bastaba con tocarme de vez en cuando para satisfacer mis necesidades. Para aquellas sesiones masturbatorias ni siquiera recurría a la pornografía, pues me bastaba rememorar los encuentros con mis ex novios donde habíamos hecho de todo excepto lo que se supone que es la culminación del acto. No era algo de lo que estuviera deseando desprenderme, ya llegaría el momento en que lo daría a quien lo mereciera.

Hablaron en japonés entre ellas, con risitas nerviosas, tapando la boca con las manos, como si pretendieran estúpidamente ocultar sus labios para evitar que los leyera. Al fin decididas Kuimi me preguntó por los penes de los hombres españoles. Que si eran grandes, que si se depilaban. Yo misma estallé en carcajadas y entre risas respondí o rebatí sus ideas preconcebidas. Las diminutas japonesas parecían dispuestas a aprovechar su estancia en el extranjero pero estaban temerosas de que si eran demasiado grandes sufrieran en la penetración. Así supe que eran tan vírgenes como yo y ante iguales no tuve reparo en confensar que compartíamos misma condición. Parecieron un tanto desencantadas porque esperaban encontrar una mujer occidental experimentada que les guiara en sus primeras incursiones sexuales. No se por qué lo hice, tal vez porque estaba igual de bebida que ellas o porque quería recuperar su interés hacia mi, pero pasé a detallarles todo el sexo que había practicado. Les expliqué las felaciones que había regalado y los cunilingus que había recibido, los tocamientos, incluso el 69 que había disfrutado hacía más de un año, sintiendo la lengua de mi novio penetrando mi virginal sexo y mi ano hasta el límite que le permití. Me escuchaban emitiendo grititos de aprobación y exclamaciones de grave sonoridad. Para mi sorpresa su intención era practicar la penetración sin ser desfloradas. Tenían muy claro que deseaban volver al Japón tan enteras como habían salido pero que no pensaban renunciar a sentir un pene en su interior. Pregunté cómo pretendían tal cosa y argumentaron - o eso creí entender - que pedirían al hombre con que follarían que solo introdujeran la puntita de su polla. Imaginé la situación y no pude por menos de carcajearme.

El tono de la conversación, el vino y el calor que reinaba en la casa nos hacían sudar hasta el punto que el agua corría por mi espalda. Hayami se desprendió sin pudor del breve top haciendo ostentosos movimientos de las manos para abanicarse. Me fijé bien en sus tetas, realmente muy grandes, apenas ocultas tras un sujetador dos tallas por debajo de lo que hubiera necesitado. Kuimi hizo lo mismo pero ella ni siquiera llevaba sujetador. Se quedó en unas braguitas diminutas mostrando unos pechos juveniles casi adolescentes y mientras lanzaba el vestido al sofá me invitaba a desprenderme del mio para así apagar el calor. Imaginé que era esa la manera en que circulaba por la casa. Me quedé muda. No sabía muy bien hacia dónde iba todo aquello así que reponiéndome como pude de la borrachera dije que tenía que irme a estudiar. Se mostraron decepcionadas. Querían seguir hablando. No detecté en ellas ningún intento de seducción ni un interés particular en verme en ropa interior. Se habían desnudado sin un plan premeditado, asfixiadas por el calor y el vino, así que al final opté por quitarme el vestido, más preocupada por el interés que despertaba en mi sus cuerpos que por la posibilidad de ser seducida.

Nos sentamos en el sofá, abanicándonos con las manos y a punto de derrumbarnos por el sopor del vino. Hayami terminó por quitarse el sujetador y pasó un buen rato levantándose las grandes tetas para limpiar el sudor bajo ellas con un pañuelo de papel mientras me sonreía al ver cómo mis ojos miraban su cuerpo, hipnotizados por la voluptuosidad que desprendía a pesar de su pequeño tamaño. Kuimi regresó de la cocina portando tres vasos y una botella de lo que parecía un licor. Hubiera dicho que no pero su cuerpo andrógino me había embrujado mientras iba a la cocina y al regresar de ella. Cualquier hombre que se sintiera atraído por su preciosa cara luego al acostarse con ella habría sentido lo mismo que wi hubiera follado a otro hombre. Pero claro, entonces recordé, Kuimi era virgen y nunca había yacido con un hombre al que poder defraudar con las hechuras de las caderas tan poco femeninas. De hecho la experiencia de ambas se limitaba a besos con novios del instituto y a la consabida masturbación, aunque me costó conseguir una confesión a ese respecto como si el darse placer fuera algún tipo de crimen en el país del Sol Naciente. Hayami declaró de forma inocente que solo lo hacía frotándose por encima de la braguita porque tenía miedo de romper su himen. Nos echamos a reir. Kuimi explicó que aquello solo ocurría si se restregaba con fuerza a lo que me pregunté para mis adentros si tenían alguna idea exacta de dónde se encontraba la membrana que atestiguaba nuestra doncellez. Me preguntaron entonces si quería ver cómo se besaba en Japón. Me puse un poco rígida pero duró un instante. Ayudada por el suave sopor no paraba de mirar con descaro a las dos chicas en topless y pensé que mientras no intentaran besarme a mi todo estaba bien. Asentí con la cabeza, mirando hacia la puerta por si las cosas se ponían feas. De nuevo risas nerviosas mientras acercaban sus bocas para ver como Kuimi sacaba la lengua para que Hayami la chupara con una sonoridad casi cómica. Qué extraños eran los besos japones, en que todo parecía reducirse a un juego de lenguas donde el intercambio de labios estaba ausente. Me preguntaba si eran lesbianas y, aún peor, si habían despertado en mi un deseo enterrado porque pronto mi vagina, ignorante de la aparente rigidez que trataba de transmitir ante el entusiasmo de las asiáticas, se inundó de jugos que mancharon levemente la braguita. Por un momento me sentí como si estuviera delante de la pantalla del ordenador viendo pornografía y dado que aquel día había roto tantos tabues, bajé mi mano y por encima de la tela, apreté mi vulva para en unos segundos correrme entre espasmos casi eléctricos. No me reconocía.

Abrí los ojos y el sonido del chupeteo de sus bocas había cesado. Las vi sentadas sobre la alfombra, justo frente a mi, mirándome divertidas mientras sus ojos iban de mi rostro hacia mi sexo. Cerré las piernas instintivamente y por un segundo quise recoger la ropa y salir corriendo. Había sido tan bueno, había quedado tan exhausta, que el deseo se quedó en eso y hasta las piernas me vencieron para abrirse de par en par como si esperaran una polla que me penetrara. Kuimi me pidió verlo y al principio no supe a qué se refería. En lugar de explicarse de nuevo, dijo algo en japonés a Hayami y las dos tiraron de mi braga hasta dejarme desnuda de cintura para abajo. Instintivamente coloqué la mano frente a mi vagina pero con sonrisas y reverencias la separaron para volver a dejarme desnuda. Hayami separó mis labios mientras Kuimi se asomaba a mi cueva inundada. Luego fue Kuimi quien, con mucha reverencia y pidiéndome permiso con la mirada, sujetó los hinchados labios para facilitar a Hayami la inspección de mis partes. Cerré los ojos avergonzada, apartando la vista hacia un lado como cuando iba al ginecólogo, sin entender nada de lo que susurraban las mujeres entre ellas pero sintiéndome excitada ante el meticuloso reconocimiento de mi vagina. Todo iba bien hasta que Hayami se atrevió a meter su dedo índice por donde no debía. Separé mi cuerpo de su alcance e intenté recomponerme un poco. Kuimi se sentó a mi lado, acariciándome el pelo. No, Hayami no pretendía penetrarme con su dedo rompiendo mi virginidad, solo quería saber cuan profundo estaba el himen para saber hasta donde podía dejar que un chico la penetrara sin comprometer su integridad. Hayami esperó a que Kuimi terminara su explicación para subir al sofá y desprendiéndose de sus bragas sentarse con las piernas abiertas agarrándolas por las rodillas colocando los talones sobre el asiento, de manera que me mostraba el coño y el ano en todo su esplendor. Tragué saliva. Debería haber abandonado el piso de inmediato pero había algo que me atrapaba. Nunca había visto semejante desvergüenza en nadie y menos en mi. En lugar de alejarme me acerqué a la mujer despatarrada para apoyar la barbilla sobre el sofá, a unos centímetros escasos de la empapada vagina que contemplé embelesada. Nunca había visto ninguna, ni siquiera la mía. Contemplé los pliegues de los labios, el diminuto capuchón que cubría el clítorios y seguí primero con la mirada, luego con el dedo, la línea que llevaba hasta el apretado y sonrosado botón del ano. Acaricié el vello púbico, negro y lacio como sus cabelleras y también con la mirada pedí permiso para abrirla y contemplar su virginidad. Al separar los labios sentí un suave, excitante y pegajoso chasquido. Un poco más adentro, en un violento color rosado, el himen estaba intacto, solo mancillado por una pequeño orificio por donde la menstruación debía escapar cada mes. Metí el dedo hasta que Hayami me detuvo, supongo que al sentir el incipiente dolor de la desfloración. La había penetrado a traves del angosto túnel un par de centímetros y entonces, al retirar la mano, sentí que Kuimi cogía mi mano para atar un pequeño hilo de color rojo en el dedo con el que había penetrado a Hayami, justo en el limite donde había detenido mi avance. Vi un hilo parecido en el dedo de Hayami que me había penetrado, como una señal de la frontera de mi virgo. A esas alturas vivía la experiencia como si estuviera contemplando una película, ausente de pecado y de remordimientos. Nunca me había sentido tan caliente ni excitada y solo, como un leve eco de la dormida conciencia, me aliviaba pensando que todo aquello era un sueño debido a la larga ausencia de sexo en mi vida porque a mi, lo que siempre me habían gustado, eran los hombres. Así que mientras Kuimi se desnudaba a su vez para ser inspeccionada, me incorporé para amasar las tetas de Hayami y pellizcarlas hasta poner los pezones duros como clavos mientras ella gemía como un hamster atrapado bajo la rueda de un camión. Porque los sueños al despertar borran cualquier culpabilidad y en ellos puedes hacer lo que quieras sin sentirte culpable de nada.

Kuimi me pidió que usara con su vagina un dedo diferente al empleado en mi inspección de Hayami. Al llegar al fondo no me pidió parar pues estaba excitada y su coño se mostraba mojado y pegajoso bajo sucesivas oleadas de placer. Kuimi se corría y si hubiera querido la habría podido penetrar como si fuera un hombre. En lugar de eso pasé unos minutos jugando con el himen, tensándolo como la piel de un tambor hasta el límite de la rotura y arrancando gemidos brutales al jugar con el estrecho oficio. Al final tuve miedo de desflorarla por accidente, tales eran los espasmos y violentos movientos de sus caderas. También acabé con otro lazo en mi dedo y Kuimi, dándome un casto beso en la mejilla, me pidió que le prometiera que nunca pasara aquella línea roja. Hayami, sentada a mi derecha, también me besó en la mejilla y así acabamos sentadas, agotadas, con el asiento del sofá lleno de delatoras manchas y las cabezas de unas apoyadas en los hombros de las otras,, sudando como si estuviéramos en una sauna. Fue entonces cuando Kuimi se dio cuenta que era la única que mantenía puesto el sujetador. Agachando la cabeza movió la copa a una lado y mi pezón acabó en su boca en un chupeteo tan intenso que acabó tieso como nunca lo había visto, ni en los más intensos fríos o mayores excitaciones. Hayami también apartó la otra copa y sus lamidas consiguieron el mismo efecto. Miré a un lado y a otro, mamándome las tetitas mientras me miraban con sus ojos rasgados, y mi mano se deslizó de nuevo entre mis piernas para arrancarme un violento orgasmo. Satisfecha pero no saciada me coloqué de rodillas sobre el asiento del sofá y comencé a lamer los pechos de Kuimi dejando mi culito y la rajita a total disposición de Hayami. Estaba tan excitada que hubiera deseado ser penetrada por sus dedos. Fantaseaba con que tuvieran algún arnés o un vibrador para que me lo clavaran en la suplicante vagina. En lugar de eso Hayami permanecía quieta y tuve que menear mi trasero de forma ostentosa para que empezara a mostrar interés. Sentí su lengua recorriendo mi rajita y cuando ésta encontró mi ano la penetración fue tan profunda que instintivamente agarré con fuerza los pechos de Kuimi hasta arrancarle un gemido de dolor. Fue entonces cuando me giré a Hayami para explicarle por dónde podía meterme un par de dedos sin comprometer con ello mi virginidad. Primero fue delicada pero al final, cogido el ritmo gracias a su excitación, mi culo cedió ante el empuje casi frenético de su mano y sí, sentí placer, y al volver la cabeza vi con horror pero con un placer que no podía detener la mano de Hayami hundida hasta la muñeca en mi ano...

[continuará]