Las Intocables (2: La cuñada)

En este mundo hay millones de mujeres para fornicar placenteramente y solo un grupito son las intocables.

LAS INTOCABLES

(Parte 2)

La Cuñada

Por César du Saint-Simon

I

En éste mundo hay varios millones de mujeres con las que un hombre puede fornicar placenteramente sin problemas de ninguna especie y hay apenas solo un puñado de ellas las cuales he dado en llamar "Las Intocables", ya que un polvo, aunque sea solo un sencillo y rápido polvito con una de ellas, tendrá consecuencias que cambiarán nuestras vidas para siempre y, con la certeza de un disparo al suelo, nos va a ir muy mal. Pero... la carne es débil.

II

La relación con nuestra espectacular y voluptuosa cuñada, que cuando nos saluda, nos da un ferviente abrazo –con frotamiento inguinal incluido- y un beso en la comisura de los labios y que, todos los domingos, nos agarra una pierna por debajo de la mesa en el restaurante donde departimos con toda la familia. Que le agarramos el trasero en la cocina cuando todos están en el jardín alrededor de la piscina y que, además, consumamos nuestros actos carnales de forma lasciva y descarriada en un hotelito de ensueño por lo menos una vez al mes, pertenece al mundo mágico de los relatos eróticos.

Mi cuñada es una mujer frágil por lo escuálida y enfermiza, y sencilla por lo tonta y despistada, ya que, siendo una devota esposa que le parió siete hijos al marido -un musculoso bruto de enorme tamaño y con aspecto de un Neandertal- y que le ha costado la salud, tiene unos cuernos de venado que no caben en la minúscula casa donde ella habita con su prole y en donde, algunas veces, pernocta el esposo. Sacrifica su adecuada alimentación por la de los hijos, ya que nunca tiene dinero que le alcance ni para comer completo. El día que la llevamos al Hospital desfallecida y aletargada, y que la ayudamos a desvestirse para el examen de los médicos, puede ver como aquellas enormes tetas que tenía cuando se casó, son ahora, luego de nueve años de chupa que chupa por parte de los hijos, solo dos pellejos que le cuelgan y el soberbio trasero y las excitantes caderas del día de sus nupcias son, apenas, huesos vivientes. Y, a pesar de todo, solo sonríe.

III

Después del suceso del Hospital, la familia de ella me daba a mí el dinero para su manutención, para que se lo entregase como si fuese iniciativa solo mía, ya que ellos mantenían su "Ley del Ostracismo" hasta tanto se deshiciese de ese marido que nada bueno le estaba dejando. Así pues, una vez a la semana yo le llevaba abasto y dinero en efectivo que ella me agradecía con una enjuta sonrisa.

Un viernes a media mañana llegué, como siempre, con las vituallas, el dinero y me sobró para comprar una botella de vino tinto que, con una yema de huevo, le impulsaría grandemente su mejoría.

Ay cuñado, muchas gracias por todo esto. ¿Cómo podré pagarle? Me dijo mientras escorchaba la botella y preparaba el bebedizo, sirviéndome una copa de solo vino para mi.

No se preocupe cuñada, que es por nada. Siento que es mi deber ayudarla. Le contesté llanamente mientras me tomaba mi copa sentado a la mesa de la cocina, tratando de no ahondar en el tema de su familia.

Mire, yo tengo una sola cosa que puedo darle, pero no sé que sí a usted le gustará. Insistió así con lo del pago, sentándose a mi lado.

No cuñada... no se preocupe. Le ratifiqué, viendo que ya tenía una replica en su boca.

Cuñado, ponga atención: Usted me la prueba una vez, y si entonces le gusta, le doy cuanto quiera todas las veces que quiera, si no... entonces ya no se habla más de eso y queda como si nada hubiese sucedido. ¡De acuerdo!

¡Cuñada! ¡Cómo se le ocurre que yo pruebe lo suyo! ¡No..., no!

Se levantó de donde estaba, se me plantó enfrente y, sacándose una larga y lánguida teta, acercó el pezón a mi boca y me dijo: "Cuñado, yo tengo mucha leche que puedo darle. ¡Pruebe un poquito! y si le gusta se la mama toda, ¿si?" ¡Santa Brunilda! No sabía que hacer, cual debía ser mi compostura, sí rechazar su humilde oferta de compartir el alimento con sus hijos o aceptar mamarle una teta a mi cuñada. Además, ¡a estas alturas de mi vida una teta es una teta , y no comida! ¡Al carajo, me dije, es solo una inocente chupadita para no despreciarla!

Adelanté lentamente mi cabeza y posé tímidamente mis labios en la punta que me ofrecía. Mi cuñada se estremeció levemente y con un movimiento hacia delante me empujó la areola en mi boca y me dijo mimosamente al oído, bajito: "Ahora sé bueno y chupa la teta de mami, vamos". Sentí latir mi verga. Mi mano cambió la copa de vino por la teta derecha de mi parienta y con un brazo le rodeé la cintura y la atraje más, dejándose apretar contra mi cuerpo. Se quejó sutilmente y se acomodó entre mis piernas. Me recomendó, entre ayes y lentos quejidos, que chupase más despacio "para que no se te acabe mi leche tan pronto". Con su exaltación en aumento, abrazó mi cabeza y levantó un pie para ponerlo en mi muslo, llevando su vientre hacia delante, como queriendo treparme. El néctar de la vida, la savia de los mamíferos caía en mi boca y yo la tragaba. Cuanto más leche succionaba más duro se ponía mi palo. Cuando, efectivamente, se agotó el manantial lácteo de la teta derecha, mi cuñada quiso cambiar de posición ("porque así estoy muy incomoda y me canso") y se sentó a ahorcajadas sobre mi cadera. ¡Santa Dorotea! ¡Una mujer sentada en mis piernas es una mujer , y no mi famélica cuñada! Como acoplándose mejor a mi regazo, restregó su hueso pélvico en mi méntula y yo me cimbré hacia arriba. Sintiendo mi grueso bulto en las entrepiernas, sus entrañas se conmovieron. Puso una boquita de lasciva ternura y acariciándome la cara me preguntó melosa: "¿Te gustó la tetita de mami?" Y, acercándose a mis labios, sentí el vaho de su libidinoso aliento cuando me susurró: "Ésta otra nos va a sacar de quicio, papito". Me rodeó con un brazo el cuello y con la otra mano me ofrendó la segunda teta. La encerré con los dos brazos, le acaricié la espalda, le apreté el culo y chupé con fruición. Ella con una mano sostenía mi "biberón" y con la otra enredaba sus dedos en mi cabello acariciándome apasionadamente mientras que, jadeando, gimiendo y resoplando, meneaba con delirio su óseo sexo contra mis partes venéreas.

La algarabía de los muchachos llegando del colegio y el llanto bebé que se despertó con el bullicio nos cortó la inspiración. Mi cuñada se apeó después de darse varios rápidos y ardientes empellones contra mi ladrillo y, limpiándome los rastros de leche de mis labios con un gesto entre maternal y erótico, pasó una mano por el enardecido fardo que tenía entre mis piernas, me miró con desaliento y se fue a abriles la puerta a sus hijos repartiendo besos, ordenes y advertencias, sin mostrar signos de la excitación sexual de hace pocos segundos. Mis queridos sobrinos, mientras me saludaban con alegría, buscaban las chucherías que les había traído. Mi cuñada me invitó para quedarme a comer pero no acepté, alegando que no tenía hambre debido a un rico desayuno que me había tomado "hace poco rato". Ya de salida, en el umbral de la puerta, mi cuñada me prometió que sí venía el otro viernes más temprano "ésta mamita estará mejor preparada para ti". Y tuve toda una semana para pensarlo mejor. Mi educación consistía, entre otras cosas, en proteger y respetar a las mujeres de la familia antes que nada, pero eso no vale de nada cuando la carne es débil.

IV

Hice las compras de abastecimiento el jueves por la tarde, para no perder tiempo con eso por la mañana, y también le compré algunos regalos: una impúdica pantaleta con un corazón rojo bordado al frente, un tatuaje lavable que decía "Soy Toda Tuya" y un perfume de los baratos.

Me estaba esperando con todas las cortinas cerradas, una vela encendida en su habitación y el bebé durmiendo profundamente, ya que le dio dos cuchadas de vino. Me recibió vestida como para salir, se lanzó a abrazarme por el cuello, se guindó de mí levantando sus piernas hasta rodearme la cintura y me dijo mientras me lamía la oreja: "Hoy mamita quiere que papito le dé toda la leche". Caminé con ella colgada hasta el lecho y, esquivando la cuna, me tumbé con ella abajo. Varias revolcadas y ansiosas caricias después, estábamos desnudos y frenéticos. Bajé por su vientre con el propósito de sacarle varios orgasmos con mi boca pero ella no quiso, porqué le daba vergüenza y además "es sucio". Le acerqué mi pene a su boca y tampoco quiso por pudor y por una aversión que le dejó su marido. La puse boca abajo con una almohada en el vientre y se tapó el ano con una mano porque "eso le dolía mucho". Enardecido, desde atrás como estaba, restregué mi palo contra su húmeda su vulva. Cuando levantó la cabeza y la giró para preguntarme: "¿Qué haces?" Le enterré toda mi hombría hasta el fondo dándole fuertes empujones desde mis caderas. Se tensó, se revolvió y exclamó con voz trémula: "¡Ay que rico!... Se siente... se siente todo". Mi excitación se incrementó junto con mis arremetidas. Pasé una mano por debajo, masajeé su clítoris y soltó un placentero lamento, rogándome que se lo hiciese siempre así y jurándome que desde ahora sería solo mía. Con unos quejumbrosos ¡Ay Dios mío!, ¡Ay mi amor! Y otros sonidos guturales, le vino un orgasmo... y otro, quedando allí inerme mientras yo la seguía fustigando. Cuando sintió que me venía, levantó un poco más su trasero para recibir mi descarga y, meneándolo de lado a lado, me aupó con enamoramiento: "Llena tu morada de leche, mi hombre".

V

Todos los viernes le seguí llevando comida, dinero y regalitos. Y dos o tres veces por semana yo la fornicaba desde atrás porqué así era como más le gustaba, "nunca estuve así mi marido" repetía siempre.

Cuando me anunció que, gracias a mí, se divorciaba, la felicité. Y cuando me dijo, poniéndose "en cuatro patas", que ahora estaríamos juntos para siempre "para disfrutar de lo nuestro, con tu deliciosa manera de cogerme", me alarmé. Le hice ver que ya que se divorció, su familia la aceptaría nuevamente y le develé que todos los bastimentos que le había traído durante todo este tiempo salían de ellos: de sus hermanas (una de ellas mi esposa, le recalqué) y de sus hermanos. No aceptó la realidad. Enloqueció. Me tiró en la cara las pantaletas que le había regalado, me arrojó de su perfume por toda la ropa y blandiendo el consolador, réplica exacta de mi pene erguido, que le llevé una vez "para que no me olvides", me amenazó con mostrárselo, junto con otras cosas, a mi mujer sí yo la abandonaba. Me fui sin decirle nada, escuchando, junto con todo el vecindario, una sarta de improperios y escabrosos detalles acerca de nuestra intimidad, acusándome además, de quitarle la comida a sus hijos de la teta de su madre y, peor aún, mintió gritando a los cuatro vientos que "¡Me preñaste y ahora huyes, cobarde!".

Di muchas vueltas por la ciudad sin rumbo alguno, preguntándome qué hacer y, sin percatarme, recalé en el garaje de mi casa. Mi mujer estaba en la puerta esperándome, con la mirada espinosa y, lanzando fuego por la boca me dijo: "¡Hueles a puta, de seguro que vienes de un burdel!" e impidiéndome el paso a mi propia casa agregó: "Mi pobre y triste hermana estuvo aquí muy afligida y me lo contó todo. Quiero que te vayas de ésta casa antes que te encuentren aquí mis hermanos y me manchen la alfombra con tu sangre". Me dijo que ya lo sabía todo: Cómo le exigía a su débil hermana favores sexuales a cambio de la comida, de cómo les quité la leche a mis sobrinos, cómo la marqué para siempre con un tatuaje en aquel sitio "que ella misma me mostró" y, acto seguido, sacó de una bolsa un consolador, réplica exacta de mi falo erguido, y con sádica alegría en su rostro pronosticó mi futuro: "El marido juró que te lo va a meter por el culo".

FIN