Las Intocables (1: La Suegra)

En este mundo hay millones de mujeres para fornicar placenteramente con ellas y solo unas pocas nos traeran problemas.

LAS INTOCABLES

(Parte 1)

La Suegra

Por César du Saint-Simon

I

En éste mundo hay varios millones de mujeres con las que un hombre puede fornicar placenteramente sin problemas de ninguna especie y hay apenas solo un puñado de ellas las cuales hemos dado en llamar "Las Intocables", ya que un polvo, aunque sea solo un sencillo y rápido polvito con una de ellas, tendrá consecuencias que cambiarán nuestras vidas para siempre y, con la certeza de un disparo al suelo, nos va a ir muy mal. Pero... la carne es débil.

II

Mi suegra no tiene los atributos físicos que encontramos en los relatos eróticos de ficción –nalgas duritas, piernas un tanto regordetas pero bien torneadas o unos senos medianos y aún firmes-, tampoco tiene aquellas cualidades de personalidad de los cuentos cargados de fantasías sexuales – licenciosamente alegre, amiga de prácticas indecentes y cómplice incondicional del yerno, con jovial iniciativa sexual y sumisión total para la entrega complaciente de todo su cuerpo-. Menos aún hace lo que las suegras hacen en los cuentos sicalípticos, tal como el sonsacar al yerno hasta que éste le mete la mano en las entrepiernas y ella le retribuye el lance con un movimiento de caderas mientras se saca sus voluptuosos senos para que se los laman y chupen, dando así inicio a una relación frenética de sexo y lujuria, de orgasmos salvajes y profusas eyaculaciones casi que a diario, y que solo termina el día del pomposo funeral de la Doña. Y todo esto sucedió en las narices de la despistada hija y esposa que ahora busca consuelo en los brazos de su marido mientras desciende el féretro. Pero la vida real es otra cosa.

La madre de mi mujer es huraña, temperamental y sibilina, para quien todo lo que hago está mal y soy la desgracia de su hija. Es enorme -tanto es así que su corpulencia me intimida- y tiene, por supuesto, unas enormes y robustas piernas, el trasero de un rinoceronte, y una ciruela-pasa por cara, la cual es cejuda y con vellosidades. Lo que más resalta en ella, son sus enormes manazas, con las cuales puede agarrar una pera, una manzana y una naranja de una sola vez y dárselas a su hija para que me las pase: "Dale a ‘ese’ para que escoja una" dice siempre con voz ronca antes de zamparse otro gran trozo de melón en la bocaza.

III

Cuando al fin pude conseguir, con mucho esfuerzo y sobreprecio, dos entradas para el teatro pensé que iba a haber una fuerte discusión porque la vieja se quedaría en casa y yo ya estaba preparado para ello, pero la suegra sentenció inmediatamente mientras se me plantaba enfrente de manera desafiante: "O vamos todos, o todos nos quedamos" y las entradas se perdieron y punto. Aquello fue la gota que colmó mi paciencia.

Los martes es mi día libre y siempre me levanto un poco más tarde. Mi esposa ya se había ido a trabajar y el mastodonte estaba en la cocina preparando el almuerzo, el cual olía bien y se lo hice saber. Me lanzó una mirada de arriba abajo y luego señaló otra olla más pequeña: "Aquí está tu comida, gandul" y se fue para la terraza a fumar. El contenido de la olla consistía en un pegoste de avena sobrecocida no apta ni para animales. Ya está –me dije- no más.

Salí a buscarla con la cacerola en la mano y la encontré en la sala, ya de vuelta de la terraza, botando aún humo de cigarro por la nariz y empezamos a decirnos de todo y a insultarnos fuertemente. Arrojé aquel viscoso menjurje sobre sus pies y lancé la marmita contra la pared. Ella alzó una mano y se me vino encima a agredirme físicamente pero yo me le anticipé y le metí un fuerte puñetazo en la boca que la detuvo y le hizo sangrar las encías. Aturdida y sorprendida, con una mano en la boca que verificaba los daños, cayó de rodillas frente a mí mientras, bruscamente, se abría la blusa haciendo saltar los botones y mirándome desde allá abajo me suplicó: "Pégame más..., pero por la cara no..." Dejando caer su torso hacia delante, se levantó el sayón y se dio una nalgada para incitarme. Le di una paliza que, con las ganas que le tenía acumuladas, parecía una tortura. Fueron sus gemidos de dolor y de placer los que me excitaron, puesto que el grotesco y celulítico trasero de la mujer no atraería ni a un Robinson Crusoe con cien años de solitario en una isla.

Cuando me rogó que parase el castigo, le amenacé con darle una patada en la cara para que supiese quien manda. Exhausta, se tiró boca arriba en la alfombra protegiendo así sus voluminosas nalgas de la tunda, se tapó la cara con las manos por si le llegaba la patada prometida y exclamó: "Piedad, con mi culo no más... ensáñate con mi cuca... pero con mi culo ya no..." y, abriendo las piernazas, levantó un poco las rodillas y se agarró las ampulosas tetas empujándolas hacia arriba. Debí haber parado por aquí, pero... la carne es débil. Me senté en su pecho y le atraje una de sus enormes manos para que agarrara y me pajease el palo que, asido por ella, parecía una viruta. "Sácame la leche so marrana" le ordené, inclinándome sobre su cara. Me masturbó con deliciosa experticia y subyugada pasión. Cuando sintió que me venía, apretó y apuro la mano y, abriendo las fauces, sacó la lengua a todo lo ancho ampliando así el tamaño del receptáculo, mientras miraba mi glande con lujuria esperando la eyección. El primer chorro se sumió por la campanilla abajo y el resto le cayó en su lengua y lo engulló cual golosina. Me exprimió con ansiedad la méntula y con los dedos de la otra mano tomó de la punta del glande las últimas gotas de semen y los chupó con avidez.

Aliviado física y mentalmente, me levanté y, para rematarla, le puse el calcañar en el hueso pélvico y se lo restregué con saña como cuando se estruja una cucaracha. Convulsionó como un ballenato encallado, aulló como una fiera herida y se pasó las trémulas manotas por todo el cuerpo, como esparciendo el orgasmo. Cuando –no sé con que intención- me iba a garrar el pie, lo retiré velozmente, le escupí la pelambre púbica y me aparté de ella quien, bamboleándose para tratar de ponerse en cuatro patas, deliraba, pidiéndome más, que le escupiese en las tetas y en la cara, que le metiese cualquier cosa por la cuca y en el culo, que me consentiría todo lo que le hiciese –"méame... cágame toda si quieres"-, pero yo la dejé allí tumbada y, no sin antes lanzarle una coceadura de desprecio en un muslo, me fui a bañar para lavarme a esa mujer del cuerpo.

IV

Mi suegra usaba ahora una almohada para sentarse y caminaba arrastrando los pies, pero la actitud, la conducta y los desplantes hacia mí no cambiaron para nada, antes, parecía que se acentuaron frente a mi esposa. Pero, siempre que podía, me hacía algún gesto impúdico, como apretarse las tetas y empujarlas hacia arriba adelantando las caderas, o algo indecente, como subirse la falda para mostrarme que andaba sin pantaletas. Hasta que, durante la cena del viernes, para incitarme más aún, me dijo con desparpajo: "Dame toda tu leche", señalando el vaso frente a mí. La desapercibida hija siempre intercedía por mí hasta donde podía y en la intimidad satisfacía todos mis ímpetus con apasionada entrega, desagraviándome con los mejores y más calientes recursos de su sexualidad.

El domingo, temprano por la mañana, cuando regresaron de misa y mientras mi mujer iba a cambiarse, la mujerona se acercó hasta donde yo estaba leyendo el periódico y, presentándome el trasero y batiéndolo frente a mi cara, me susurró con voz apremiante y lasciva: "El martes... el martes". Sentí una pulsación en mi sexo y, masturbándome sobre el pantalón, fui a buscar a mi esposa a quien encontré semi desnuda buscando una franelita que ponerse para cubrir su excitante torso. Le di dos nalgadas que la sorprendieron y liberaron sus fenormonas por todo el ambiente, entonces urgentemente la metí en la cama por el resto de la mañana.

La noche del lunes para martes dormí mal, sumido en un borrascoso sueño, con el subconsciente agitado y expectante. A las tantas de la madrugada mi esposa me buscó bajo las sábanas, azuzándome para que le presentase batalla, pero mi libido andaba en otra parte y mi ejercito estaba inerme, sin dar pelea.

En la mañana yo estaba en mi habitación, en un estado aletargado de semi-conciencia cuando mi suegra, completamente desnuda, entró caminando con torpeza portando un ridículo "desayuno" en donde sus dos portentosas mamas, puestas antiestéticamente sobre una bandeja, "son solo el comienzo del manjar que te tengo preparado" me dijo con alegría empalagosa, mientras se inclinaba para ofrecerme aquellos dos voluminosos pechos a los cuales les tiré un salivazo. Le puse un pie en el vientre y la empujé para quitármela de encima. Cuando me incorporaba con mi báculo ya rígido, ella abrió las piernas y se agachó un poco pidiéndome que le diese una patada en la cuca y le di con toda mi alma en las entrepiernas con el empeine, el cual quedó asquerosamente embadurnado con sus nauseabundos humores de mujer poco aseada. La halé por la cabellera y la postré frente a mí dándole con el pene, varios vergajazos en las mejillas, en la nariz, en los labios y, de seguido se lo puse en la boca y empujé con mis caderas, asiéndole la cabeza con ambas manos, para metérselo hasta su garganta, procurando así asfixiarla. Ronroneaba de gozo succionando mi méntula y gruñía de placer con mis insultos: "Puta barata de carretera" "Vieja zorra indecente" "Callejera sucia". Se desencajó el palo para respirar hondo y mientras me lo agitaba lentamente me pidió que le llenase la cuca de leche. Se incorporó pesadamente sin soltar mi vara y acostó su enorme corpulencia en toda mi cama, con las piernas muy abiertas y las manos separando los labios de su vulva, me mostraba sus rojizas intimidades. "Dame duro" me dijo con un lamento y con los ojos cerrados como implorando un severo castigo mientras levantaba y dejaba caer lentamente sus caderas en un sucesivo y enardecedor contoneo. Me arrodillé frente a ella restregándole el glande por sus meollos. Se retorcía, se relamía apretándose los turgentes pezones. Le di varias sólidas palmadas en el lado interior de sus muslos. Me recosté sobre ella y dirigí mi fusil al introito vaginal y le metí solo la punta de la bayoneta y se la retiré para exasperarla.

¡No me hagas así, te lo ruego! Estalló mientras subía la pelvis y me agarraba por las nalgas, halándome hacia ella.

Reputa... hoy vas a morir. Le dije al oído, templándole la melena tan dolorosamente que soltó un grito de placer con un suplicante ¡No por favor!

¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué pasa aquí?! ¡¿Qué le estás haciendo a mi mamá?! Gritó mi mujer desde la puerta del cuarto al tiempo que ya estaba empujándome decididamente para apartarme de encima de su madre.

¡Ay hija, gracias a Dios que llegaste, fueron mis ruegos a Santa Petunia que te trajeron! Dijo la disimulada vieja, y agregó mientras buscaba algo con que taparse: "¡Me estaba violando! Me amenazó que si no me dejaba hacer de todo nos mataría a ambas. ¡Primero a ti frente a mí!" Remató con un histriónico llanto de alivio.

Hija al fin, creyó la versión de su madre. ¡Creyó que aquel monstruo me tenía miedo! Llorando, y agradeciéndole a Dios y al enorme dolor de cabeza que tenía por haberla traído de vuelta a casa temprano, mi esposa, con sus manos temblorosas, se sacó de entre sus pechos el gas paralizante para defensa personal que siempre lleva consigo y me lo roció en la cara, repitiendo mil veces la palabra "depravado". Cuando se disponía a llamar a la policía y a los paramédicos "porqué no te va a quedar ni un hueso sano, depravado", la taimada vieja la contuvo: "Que se vaya, échalo para la calle ahora mismo."

Sí. Es mejor. Condescendió mi esposa enjugándose las lágrimas. "Vete ya y no vuelvas. No quiero volver a verte, depravado. Te demandaré por abandono del hogar y si reclamas algo, vas a parar a la cárcel. Porque aquí tengo las pruebas: esos sucios y viciosos relatos eróticos que escribes y los que bajas por Internet, depravado... degenerado."

La red de interconexión femenina funcionó con asombrosa velocidad. Al día siguiente, fui despedido de mi trabajo porque la secretaria de mi jefe, que se había hecho amiguísima de mí (ex)esposa, le contó a éste lo de "mis depravaciones y pervertidos instintos asesinos". La mujer de mi mejor amigo le prohibió a aquel, con la respectiva advertencia de divorcio, que no tuviese contacto conmigo o que me ayudase en cualquier forma. Todos mis cuñados me llamaron para amenazarme que, donde me encontrasen, me volverían un colador a tiro limpio. Mi cura confesor no quiso escucharme "porqué los perturbados como tu no hacen la contrición" y un psiquiatra determinó que yo sufría de una psicopatía muy extraña, rara vez vista en los anales de la medicina, y le recomendó a mi abochornada familia que me recluyese en un sanatorio de alta seguridad "a ver sí eso se puede controlar". Y ahora son solo los médicos quienes leen todo lo que escribo y lo archivan en mi expediente como una parte más de mi trayectoria demencial.

FIN