Las horas furtivas

Con algunas prácticas SM lograba incrementar su placer, y me lo agradecía en la forma que sólo ella sabía hacerlo.

LAS HORAS FURTIVAS

Pasaron algunos días después de aquella noche en que disfruté de su adorable cuerpecito la primera vez. En varias ocasiones, en forma furtiva, lográbamos satisfacer nuestros deseos cada momento que nos encontrábamos a solas en la oficina en la que trabajábamos.

Aprovechábamos los minutos de que disponíamos, para besarnos y acariciarnos en todos los momentos en que nos encontrábamos fuera del alcance de las miradas indiscretas, claro que nuestras caricias no se quedaban en los simples besos, porque nuestros libidos nos pedían que fueran cada vez más profundas.

Recuerdo que estando sentado en un sillón ejecutivo ante mi escritorio, ella se me acercaba con el pretexto de consultarme algo, y yo, al sentir su cuerpo tan cerca de mí, me excitaba enormemente y empezaba a acariciar sus piernas tersas, subiendo mis dedos hasta su maravilloso triángulo sexual, adornado por un mechón de sedosos vello. Habiendo ya detectado su húmedo coñito, le metía los dedos en su interior, para removérselos, metiéndolos y sacándolos, como si la estuviera jodiendo con mi verga.

Ella disfrutaba de estas íntimas caricias, y no en pocas ocasiones logré que se viniera sobre mis manos. Lo chusco de esto era cuando de improviso entraba alguna persona a mi oficina, y al no darme tiempo de lavarme las manos, tenía que saludar aún con los jugos del amor impregnados en mi mano, y no tenía más remedio que hacerle partícipe del goce de ella. Yo creo después de olerse las manos se quedaban con la duda acerca de que pudieron haber tocado para traer ese excitante aroma de sexo cachondo.

Por las tardes, nadie se quedaba a trabajar y teníamos todas las horas vespertinas para nosotros, sobre todo, los días en que sabíamos que el jefe andaba de viaje, y había menos probabilidades de que alguien fuera a molestarnos. Y era ahí cuando nos dábamos gusto, pues la tendía desnuda sobre el escritorio y le metía la verga hasta los huevos, teniéndola boca arriba y con las piernas al aire, bien abiertas.

En esta posición, el remolino de su ojete quedaba ante mi vista y me solazaba en ensartar en forma alternativa su coño y el culito sonrosado, dejando a la suerte el lugar en el que dejaría mi espesa leche.

Así como a mí me encantaba joderla, ella poco a poco se había ido aficionando a mi manera de hacer el amor y había adquirido una gran habilidad para ponerme siempre en forma, frotándome el pene con sus manitas sedosas, al que acariciaba con maestría, hasta conseguir que se irguiera en toda su longitud en homenaje a ella. Y ni que decir de sus cálidas caricias bucales, cuando metía mi verga ya parada en el interior de su boquita. El carmín con el que pintaba sus labios, dejaba la huella del rojo corazón de su boca sobre la cabeza de mi pene, y luego lo lamía con deleite, poniéndolo duro como el acero y con ansias infinitas de penetrar en el interior de su sexo.

Ella conocía bien el grado de sensibilidad de mi pene, y lograba mamarme la verga durante mucho tiempo, controlando la venida, conteniendo sus mamadas, en forma tal, que no descargaba en su boca el contenido de mis cojones, sino que contenía mi placer para que ella pudiera disfrutar de mi verga al metérsela en el coño.

Ya que se hartaba de mamar la verga, cosa que hacía con deleite y disfrutaba con ello, tanto como yo cuando se la metía en su vagina, lograba quitársela de la boca, para albergarla en su bien revenido coño, que ante la excitación de la mamada, lo tenía bien mojado con sus jugos sexuales, que producía en forma abundante.

Con tan excelente lubricación, mi pene se deslizaba fácilmente en el interior de su vagina, que aunque estaba bastante apretada, recibía mi pene sin oponer ninguna resistencia, aceptándolo en toda su regia longitud y grosor hasta el tope que le ponían mis testículos, que golpeaban sus nalgas con ansias de querer estar en el interior de esa cachonda vagina.

Yo me removía rítmicamente, gozando enormemente con la penetración de su coño y le enterraba la verga con alegría, sacándola en forma apresurada, para volverla a ensartar nuevamente, al tiempo que su coño regresaba al encuentro de mi carajo, cuando ella imprimía a sus caderas un rápido movimiento de vaivén, que nos hacía gozar intensamente del frote de nuestros sexos, que al encontrarse tan unidos, no querían separase jamás.

Lográbamos contener nuestras ansias de derramar nuestros orgasmos mutuos, deteniéndonos, y dejando tranquilizar nuestros ardores, otorgándonos ardientes caricias, lamiéndonos las lenguas y, con una enorme cachondez infinita, mordiéndole los pezones de las tetas, cosa que ella me agradecía, porque aumentaba la intensidad de su placer. Posteriormente, los tímidos mordiscos pasaron a ser feroces dentelladas, porque su piel recibía con deleite estas demostraciones de mi salvaje manera de llegar a la cumbre de la dicha.

Su masoquismo fue incrementando poco a poco mi sadismo, hasta el grado de golpearla con un cinturón, teniéndola ensartada por el culo, mientras le azotaba las nalgas, cada vez con más energía.

No cabe la menor duda de que somos esclavos de nuestros instintos. Yo, que era incapaz de golpear a una mujer, gozaba intensamente cuando le propinaba cachetadas en las mejillas, o cuando golpeaba rudamente sus nalgas con las palmas de mis manos, hasta que quedaban enrojecidas.

Pero la intensidad de mi goce no me lo daba alguna señal de dolor en su cara, sino la sensación de estarle produciendo un placer más intenso del de una simple venida, que se reflejaba en su rostro y me hacía golpearla cada vez más fuertemente, con la certeza de que la estaba haciendo gozar.

Después de una sesión de golpes, con mi verga metida dentro de su ano, azotándola en las nalgas con mi cinturón y con una mano frotándole el clítoris, sentía su venida con gran intensidad, y yo la acompañaba en su goce, dejando que mis testículos soltaran su torrente de esperma, que era absorbida hambrientamente por su intestino.

El trabajar por las tardes en aquella oficina, era harto agradable, pues nos encontrábamos solos para poder dar a nuestros cuerpos la satisfacción que pedían, y así, el trabajo se convertía en una verdadera delicia.

Cuando sonaba el teléfono y ella contestaba, yo me arrodillaba ante su coñito y me ponía a mamárselo con delectación, saboreando la sabrosura de esa fruta deliciosa que se ofrecía al ataque de mi lengua.

Cuando yo contestaba, ella me abría la bragueta del pantalón y después de sobarme la verga como una experta, la sacaba al aire en toda su tremante dureza, para después dedicarse a mamarla con ansia infinita, como becerrita recién nacida.

Empezaba por besarme la punta de la verga, succionándola levemente, para después pasar su lengüecita vibrátil por todo el tronco, hasta la raiz, y ahí se ponía a lamerme los huevos, tratando de metérselos en la boca, teniendo mi verga metida dentro de su garganta.

Conocía muy bien la sensibilidad de la cabeza de mi pene, y evitaba rozarla con frecuencia, dedicando sus caricias más bien al tronco, metiéndola y sacándola, como si se estuviera removiendo dentro de su sexo.

Las sensaciones que recibía a través de mi verga eran muy excitantes, y solté los espesos chorros de esperma dentro de su cálida boquita, pero no fueron rechazados por ella, al contrario, siguió mamando mi carajo hasta sacarle la última gota.

A esto de mamar, siempre le encontrábamos alguna forma diferente de hacerlo, ya sea como el 69, mamándonos los dos al mismo tiempo, o cuando ella se metía debajo del escritorio, y sacando mi carajo se ponía a mamarlo, hasta que me lo dejaba bien revenido y casi a punto de explotar.

Yo la jodía también por la boca, ensartándosela y moviéndome como si la tuviera en su coño. Me fascinaba verla cuando se tragaba mi carajo y me maravillaba con esa capacidad tan suya para guardarla toda entera en su interior.

Disfrutábamos los dos grandemente y casi dejaba escapar mi leche dentro de su boca, cosa que sucedió en contadas ocasiones, pero únicamente cuando me vencía el deleite, pues ya he dicho que trataba de contenerme hasta que ella lograba una satisfacción completa, que la dejaba sin ganas de seguir jodiendo, pero con muchos deseos de hacerlo, porque no nos cansábamos nunca de entregarnos el uno a la otra, cuantas veces era posible.

Cuando el jefe salía de viaje, su privado se convertía en nuestro nido de amor, y ahí, con riesgo de que nos sorprendiera alguno de los empleados que contaban con llave para entrar, nos desnudábamos y dábamos rienda suelta a nuestras locuras, pues ya me la cogía sobre el escritorio, rodando por la alfombra, o sobre un mueble de la sala de espera.

Todos los momentos eran pocos para la satisfacción de nuestras fantasías eróticas. Nuestras mentes ocupaban cada minuto en el que yo la tenía clavada en alguna forma, para inventar nuevas posiciones, o algún aspecto diferente que le diera a nuestras jodiendas un toque de originalidad.

Durante el tiempo que me la estuve cogiendo, disfruté la gloria de la entrega plena. Todas mis ansias de placer fueron satisfechas y mis más complicadas fantasías se fueron realizando, pues en ella encontré la compañera sexual ideal, que no ponía peros a cualquier ocurrencia mía, con tal de lograr nuestro disfrute.

Gocé mucho tiempo de aquel delicioso coñito, su delicioso culito, que tantas veces recibió mi verga sin oponerse a la introducción y de las ricas mamadas que le propinó a mi carajo, transportándome al pináculo de la gloria.

Cuando me invade la nostalgia de esas horas furtivas, no tengo más remedio que hacerme una puñeta, cada vez que, encendido por los recuerdos, se me para la verga. Pero esto sólo es transitorio, porque no pierdo las esperanzas de volver a encontrarla y entonces sí, la dejaré caminando con las piernas abiertas, de tanto meterle la verga por todos sus agujeros.