Las historias de Anaís y Bea

Mis historias y las de mi amiga Bea. También las de nuestros novios, Andrés y Marcos. Las de mis padres...

La historia que voy a contarles no una confesión. Se trata simplemente de mostrar cómo todos somos vulnerables al deseo y vivimos muchas veces para nada más que gozar

Me llamo Anaís y las cosas que voy a contar sucedieron cuando tenía veinte años. Mi historia y la de Beatriz, mi mejor amiga. También la de nuestros novios, Andrés y Marcos.

No me considero una chica especialmente guapa. Sí, les gusto a los chicos, sobre todo porque tengo un cuerpo muy bien formado. Soy muy delgada y siempre he hecho bastante deporte, sobre todo voleibol o correr. Nunca, o casi nunca, me maquillo, lo cual es un punto en mi contra a la hora de seducir a los chicos, aunque en esta historia eso poco va a importar. Tengo la piel bastante tostada todo el año. Lo mejor de mí cuerpo es el culo, algo que siempre he oído alabar a mis espaldas. Un culo pequeño y redondito, verdadero protagonista de estas historias. Me considero, o me consideraba, una chica bastante tímida con los chicos, tal vez por eso me maquillaba poco.

Aunque agradable a los ensueños masculinos, ello no tiene nada que ver con la turbación que produce mi amiga Beatriz. Ella siempre ha sido la chica más guapa del barrio. Más redondeada que yo, su piel tiene un tono pálido que la hace irresistible para cualquier chico. Pero sobre todo su cara, esos labios de fresa que con solo ver aparecer su lengua rompe los esquemas quien tenga algo entre las piernas. Con su semblante bizantino, su pequeña nariz, la sonrisa pícara, derrumbaba a quien quisiese. Sus piernas mostraban unos muslos apetitosos, con la carne justa para que quien la agarrara notara sus formas. Rompía asimismo mis propios esquemas. Provocativa, espléndida, se regodeaba de recibir piropos y miradas. Tenía un gran currículum de conquistas.

Bea y yo siempre habíamos sido amigas pese a ser muy distintas. A mí me daba un poco de vergüenza todo lo que tenga que ver con chicos y, aunque no ocultaba ningún secreto a Bea (algo fundamental en esta historia), tampoco presumía demasiado. Al contrario que ella, que gozaba contándome todas sus experiencias, más o menos puntuales, relaciones cortas y duraderas.

Nuestra amistad arrancaba de cuando teníamos unos doce años y habíamos coincidido en la catequesis de la parroquia del barrio. De allí a una gran relación fue solo un paso. Fue esa la manera en que ella me iba relatando cada chico que seducía (casi siempre mayores que ella) contándome cómo aprendía a besar y a ofrecer a los hombres lo que a estos más les gustara. Además, yo, al contrario que ella (que tiene dos hermanas, mayores), no tengo ningún hermano ni hermana que me haya podido hablar de esas cosas.

A los quince años perdió la virginidad con un hombre que casi la doblaba la edad. Yo la había invitado a las fiestas de mi pueblo y empezó a tontear con un forastero que rayaba la treintena. Éste no se había conformado con bailar con ella durante la verbena, tampoco con besarla. La llevó a su coche (para una chica, apenas una niña, ese es un factor demasiado poderoso, el coche del chico...) y allí la poseyó sin contemplación. Beatriz nunca se sintió violada y engañada por ello. Tampoco la traumatizó. Disfrutó de su desvirgamiento sin más.

En mi caso, las cosas habían sido distintas. También perdí la virginidad en las fiestas de mi pueblo, pero de otra manera distinta. Tenía diecisiete años. Un chico, un año mayor que yo, empezó a cortejare el primer día de las fiestas. Entre acercamientos más o menos gozosos, el último día decidí entregarme a él en una era. Sentí amor, dolor, también placer. Aunque luego, de vuelta a la rutina de la ciudad, el nunca me llamó, nunca se acordó de mí.

Beatriz me había enseñado a besar en un campamento de la catequesis, al poco de conocernos. Ella ya había besado a muchos chicos y no paraba de decirme lo maravilloso que es. Como no quería comprobarlo por mí misma con un chico, por el qué dirán, sobre todo, Beatriz se me acercó, una tarde, echándonos la siesta. Empezó a pasar sus labios por mi cara hasta que puse mi boca junto a la suya. Jamás olvidaré su lengua forzado mi boca, esa deliciosa humedad que a la vez causó una calentura en mi vientre. Yo no era lesbiana, ni lo soy, pero con Bea es diferente. Ella me conoce perfectamente y sabe lo que tiene que hacer conmigo, aunque nunca pasamos por aquella época de alguna que otra caricia.

En nuestro barrio había un chico que nos traía a todas locas. Era Marcos. Yo lo quería (es lo único que jamás le he confesado a Beatriz) pero lo sabía muy lejos de mí. No demasiado alto, ni siquiera especialmente musculoso, pero era tan guapo, tenía tal sonrisa que a todas las muchachas nos embriagaba. También a Bea, aunque ésta se lamentaba de que tal vez por su cierta mala fama (demasiados novios en poco tiempo) jamás lo conseguiría. Medía cerca de uno ochenta, tenía el pelo castaño, siempre corto y bien peinado, rozando el pijismo tal vez. Siempre con un buen gesto hacia las chicas, sin ir de duro aunque pudiera hacerlo. A pesar de ser el guapo oficial no oficiaba de tal en su actitud. Lo cual no quiere decir que no se enrollara con quien quisiese, solo que no tenía una forma de ser chulesca

A falta de Marcos yo tenía a mí mejor amigo, Andrés. Andrés era la vertiente masculina de Beatriz, para mí. Lo conocía desde que era un crío porque vivía en un portal junto al mío. Siempre había jugado con él, incluso a veces se pasó por las fiestas de mi pueblo. Además, era el único chico que conocía que no bebiera los vientos por Bea. Posiblemente por ser demasiado tímido. No era muy guapo, aunque tenía su encanto. Metro setenta, bastante delgado, castaño claro, era un chico muchas veces alicaído, pero se le notaba sincero, me daba seguridad. Me llevaba muy bien con él y creo que andaba un tanto, o bastante, enamorado de mí. Además, era un buen amigo de Marcos.

Beatriz llegó un día al café donde nos reuníamos a contarnos nuestras cosas y me confesó que se daba cuenta de que quería a Marcos, pretendía conquistarlo, asentarse con alguien. El chico más deseado. Habíamos coincidido hacía un par de sábados con él y con Andrés tomando unas cervezas y nos retiramos a casa juntos, aunque hablando de cualquier cosa banal. Ella quería que montara una doble cita, ella con Marcos y yo con Andrés. No sabía qué hacer, ni si me gustaba Andrés como para darle esperanzas.

Vamos, Anaís, pero si él está loco por ti. A mí ni me mira.

Se equivocaba. Una cosa es que no babeara por ella y otra que no la deseara como todo santo varón. Pero al final me convenció, nada más que para hacerla el favor.

Así que llamé a Andrés y le dije que, tras haber pasado un buen rato de conversación el otro día, podíamos ir el sábado por ahí a tomar algo los cuatro. Evidentemente sonaba a lo que era, para qué poner excusas.

Por supuesto, Andrés accedió a comentárselo a Marcos y así quedamos en un café cercano a nuestra casa los cuatro, para allí empezar la noche.

Beatriz y yo decidimos ir rompedoras. Ella como siempre. Con una falda negra y una chaquetilla del mismo color, haciendo juego con su cabello negro. Estaba impresionante. Me excité incluso al verla. Había pintado sus labios de un rojo muy tenue, no como diciendo "bésame, si puedes", sino solo como un "te gustaría besarme pero no lo vas a hacer". Podría haber conquistado a cualquiera esa noche. La falda era corta, sin pasarse, las medias, transparentaban su carne, y las botas negras, altas, con un poco de tacón, añadían otro punto de agresividad. A Marcos le iba a quitar el hipo.

Yo por mi parte, sin desprenderme de mis habituales vaqueros, entre otras cosas porque todo el mundo dicen que me delinean un culo perfecto (lo mejor que tengo, repito), los acompñé con un sueter rojo que moldeaba de manera bastante evidente mis tetas, que no son ni grandes ni pequeñas, bueno, más grandes que pequeñas, debo confesar, sin llegar a la exageración. Lástima que a veces pienso que soy fea, aunque en esos casos siempre Bea corre a decirme que no dándome un buen beso en la mejilla.

Marcos y Andrés nos hicieron esperar, sí, como lo oyen. La verdad es que Marcos sabía cómo camelarse a las chicas. Aunque cuando vio a Bea toda su sensación de poderío se diluyó. Cuando la dio dos besos se mostró rendido ante ella. Lo mismo que Andrés, debo decir, si bien la sonrisa de entendimiento que me dirigió al verme hizo que me diera igual cómo mirara a mi amiga. Igual de verdad estaba enamorado de mí.

Fuimos a beber unos minis, entre risas, bromas, el hielo roto, Marcos cogiendo la mano de Bea como que no quiere la cosa y Andrés hablando más de la cuenta, dada su timidez. Luego, pese a las protestas de éste, fuimos a movernos un poco a una discoteca. A él no le gusta bailar. Pero claro, Bea y Marcos querían su clima perfecto.

Así fue. Mientras Andrés y yo conversábamos en un reservado, Marcos sujetaba desde atrás a mi mejor amiga, y mientras la daba besitos en el cuello ponía el pantalón tras su trasero, pasando, como luego me contó Bea, su bulto descaradamente por él. Recuerdo que siempre nos contábamos todo hasta los mínimos detalles.

Marcos pasó de sobar el culo de Bea a darla la vuelta y morrearla apasionadamente. Objetivo cumplido por ambas partes. Beatriz quería rendir a ese chico y lo estaba consiguiendo.

Volvimos a casa de manera separada. Cuando Marcos llegó al portal de Bea entró después de que esta abriera. Bea no quería pasar a mayores esa primera noche, aunque la costó resistirse. Sobre todo porque no sabía si él iba a aguantar. Cuando se despidieron, Marcos la dio el mejor morreo de su vida. Era un artista con la lengua y consiguió ponerla fuera de sí lo suficiente como para bajar su mano hasta su falda y empezar a sobarla las bragas. Así estuvieron varios minutos hasta que oyeron ruido en el ascensor y pararon antes de que alguien apareciera. Ya era bastante por ahora. Marcos tendría que aliviarse solo.

Más sorprendente fue lo que a mí me sucedió, porque cuando me iba a despedir de Andrés éste bajó sus labios hasta los míos y me besó. Venció su timidez y jugueteó con mi boca, con mi lengua, con mis dientes. Yo no estaba muy segura de nada, solo de dejarme hacer. Me gustó. Creo que eso significaba que yo era su novia. Al menos lo entendí así.

Bea no quería que Marcos se la follara. Tenía miedo de que perdiera el interés por ella tras echarla un polvo. Pero eso no quiere decir que no lo deseara. Quedaron un par de días entre semana, a última hora de la tarde, para magrearse en un parque cercano sobre el que más adelante hablaré. Bea flipaba con el tamaño que apuntaba la polla de Marcos un día que fue en chándal y mientras la morreaba y la acariciaba las tetas su pene había comenzado a crecer y crecer. Sabía que iba a tardar poco en desear hacerlo suyo, aunque cada vez que el chico la incitaba a hacer más y más ella decía que todavía no era el momento.

El viernes siguiente quedaron para ir al cine. Marcos la convenció para sentarse bastante atrás. Parecía que la película no le interesaba lo más mínimo. Al poco de empezar el filme tentó la blanca falda con vuelo que se había puesto Bea y subió la mano con sus muslos. Bea le dijo que no, que todavía no quería entregarse, pero mientras lo decía, se recostó en el asiento, en muestra de dejar hacer.

En la sala había muy pocas personas, y nadie cerca. Marcos le puso a Bea la mano derecha en la boca, en previsión de jadeos o protestas, mientras la izquierda iba subiendo por sus pantorrillas. No se las encontró cerrada. Bea, que se sentía humedecer por momentos, las abrió instintivamente. Cuando llegó a sus bragas se las arrancó sin miramientos. Llevaba una semana a cien tras haberse ligado a esa buenorra y se hallaba fuera de sí. Empezó a juguetear con sus labios inferiores a la vez que la besaba para amortiguar los jadeos que empezaba a apuntar.

Tentaba su vagina y empezó a meter dos dedos en ella. Notó la humedad de la cavidad de Bea, totalmente mojada por algo que deseaba imperiosamente. Marcos siguió simulando la penetración y con sus besos se las veía y deseaba para impedir que se oyeran los gemidos de su novia, la cual estaba excitadísima, con los ojos cerrados acercándose al orgasmo.

  • Sssssi, ssssssí, sssssí. – Susurraba en éxtasis.

Cuando se corrió, dejó seguir haciendo a Marcos, que continuó metiendo dos o tres dedos, otras veces acariciando. Notó que el chico dejaba de manosearla para bajarse los pantalones y sacarse la polla. Bea reaccionó inmediatamente, Se levantó del asiento, se puso de rodillas delante de la butaca y tentó en la oscuridad la polla de Marcos. Esta era increíble, bien gorda, curvada y grande según notaba al palpar. Le pajeó durante unos segundos y después empezó a lamer.

Ahora era él quien sufría por no gemir demasiado. Parecía que se había agenciado una buena comepollas como novia, que se metía su rabo hasta el esófago. Aunque lo que más la gustaba era juguetear con él como si fuera un chupachups, pasándoselo de una mejilla a otra dentro de la boca. Quiso llamarla zorra, pero recordó que era su novia y que además no podía hablar en esa situación, en el silencio de la sala de proyección.

Marcos se corrió sin avisar e inundó la boca de Bea con su leche. Se tragó parte de ella. Otros restos mancharon la parte trasera de la butaca de la fila de delante de la suya. Marcos parecía saciado y contento, sin importarle no haberse follado todavía a su novia. Con mamadas como esa podía conformarse. Por lo menos durante una buena temporada. Además, Bea comprobó que aparte de ser guapo, Marcos era deseado por las chicas por muchas más cosas, por su fenomenal y arqueada polla, pero también por sus virtudes manuales.

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Por su parte, mi relación con Andrés era menos pasional pero lo suficiente como para darme cuenta de lo mucho que me gustaba estar junto a él y lo mucho que quería que me besara. Cada día más.

Él se mostraba tranquilo. Me deseaba pero a la vez me respetaba. Hasta que descubrí su punto débil, lo que le volvía loco, como sin querer.

Un día vino a buscarme a casa, a recogerme y mis padres habían salido. Estaba sola. Ya me había vestido. Estaba con uno de mis pantalones vaqueros ceñidos, que tanto parecían gustarle (a él y a todos). Era algo muy sugerente. Suponía que iba a rendirse a mi culo.

Me miró con expresión tórrida ya desde que llegó. Pero no solo por el pantalón, aunque sí me echó un vistazo al trasero. Todavía no me había calzado, Estaba así, con el vaquero, una camiseta blanca también ceñida, sentada en el sofá de mi casa, con una pierna cruzada sobre la otra, dejando el pie descalzo muy cerca de él.

Estábamos hablando de qué hacer ese día cuando empezó a acariciármelo. Me sorprendió y me gustó. Me dejé a hacer. Empecé a respirar más deprisa mientras Andrés daba muestra de desear con auténtico deseo mi pie. Tanto es así que hizo que me tumbara boca arriba en el sofá para poder acariciar los dos.

Frotaba y frotaba y yo empezaba a cerrar los ojos, a respirar cada vez más rápido, a suspirar.

Se empezó a meter un dedo gordo en la boca. Luego siguió con el resto. Los lamía rápidamente, los chupaba, absorbía todo el sabor que pudieran desprender. Se le notaba excitadísima y yo estaba muy cachonda.

Tan cachonda me puse que bajé mis manos hacia el pantalón, me lo desabotoné y comencé a masturbarme. Mientras, Andrés amasaba mis pies y los chupaba, los mordía, casi como un caníbal. Se los pasaba por la nariz, aspiraba, luego de nuevo a la boca, mordiendo la piel, besando las plantas, amenazando con arrancarme los dedos en su delirio, como si fuera lo único que poseyera en la vida.

Yo me metía un par de dedos en el coño e intentaba entre espasmos tocarme el clítoris. Casi ni lo conseguía. Movía mi cabeza a uno y otro lado. Me estaba corriendo. El orgasmo más salvaje de mi vida. Mi corta vida sexual, es verdad, pero nada comparable siquiera a cualquier polvo que hubiera echado. Metía dos, tres, cuatro dedos en mi coño, gritaba, gemía como una perra.

Vi que paraba de chupar para bajarse los pantalones. Agarraba su polla, que ardía erecta como estaba y pensé que me la iba a meter sin control. Para mi sorpresa no fue eso lo que hizo. La puso sobre mis pies y empezó a frotarlos con su pene. Yo le acompañaba como podía, aunque me era difícil pajearlo con los pies.

Eso no hizo otra cosa que renovar mi excitación, así que volví a meterme los dedos en el coño, a tocarme el clítoris sin control, en una renovada paja intensísima. Andrés seguía y seguía pasando mis pies por su polla. Frotándola con ellos, incluso estrujándola, aprisionándola entre las plantas, luego acariciándola con los dedos, mostrando en su cara signos de que estaba al límite del placer, jadeando él también.

Cuando se corrió lo hizo sobre ellos. Casi toda la leche cayó sobre mis pires y Andrés se dedicó a frotarlos extendiendo así la lefa por ellos. Por mi parte quedé saciada, volví a terminar, exhausta, dichosa por la experiencia de masturbar con mis pies.

Estaba descubriendo mi sexualidad pero también que mi novio podía desatarse de veras.

Bea se puso excitadísima cuando se lo conté. No se lo creía. Quería algo igual. Me agarraba de la mano y tiraba de mí. La cafetería estaba vacía. Solo el camarero (a la vez encargado y medio dueño) estaba allí, sin hacer nada, pasando un paño a unos vasos.

Cedí a los deseos de Bea.

  • Anaís, por favor. – Me pedía con la voz ronca ya de la pasión imaginada. – Bésame los pies, lo necesito, estoy muy cachonda. Me estoy derritiendo de lo húmeda que me has puesto.

Subimos con deseo vehemente al baño del café y me obligó a agacharme a besarla los pies que descalzó de sus zapatos. Llevaba puesto pantalón ese día y apenas pude subir mis manos por sus piernas.

Muchas veces nos habíamos acariciado, pero jamás la había visto así, agarrándome del pelo mientras se sentó en la taza del water, manejando mi cabeza para que lamiera sus pies. Olían a rosas. Eran perfectos, como todo su cuerpo, los envidiaba, aunque los míos me hubieran deparado el mayor placer de mi vida. Con los dedos regordotes, pálidos, que comencé a chupar como si de verdad los anhelara, imbuida por el deseo que me había provocado el delirio de mi amiga. Los acariciacia, los volvía a meter en mi boca, los besaba, los mordía. En otra situación tal vez no me hubiera gustado demasiado, pero los pies de Bea los sentía como un manjar inigualable.

No sé cómo pero me vi chupando, frotando, como cuando Andrés me lo hacía a mí. Bea metía las manos en su chocho, simulando también lo que la había relatado. Y mientras tiraba de mi pelo, simulando una mamada con mi cabeza, como si en vez de sus pies estuviera comiendo una gran polla (algo que no me gustaba demasiado, realmente). Los dedos de Bea recorrían toda mi mandíbla, era como caramelos, como chupachups que me regodeaba en devorar.

Sí, sí, me voy a ir, me voy a ir. – Gritaba Bea, sin importarla que alguien de la cafetería pudiera oírnos.

Noté como se arqueaba llegando al orgasmo peor quería darla más placer todavía. Me zafé de ella, me puse de pie y me descalcé. El café era un sitio muy decente y muy limpio. Menos mal. Alcé una pierna hacia el coño de Bea, que captó el mensaje y se abrió de piernas. La metí el dedo gordo de mi pie derecho. Al principio cuidadosamente, por miedo a caerme. Luego, me agarré a las paredes del año y al cuerpo de mi amiga y simule una follada que la arrancó alaridos de placer.

Tenía el coño lubricadísimo por el orgasmo, así que mi dedo pudo ser como una pequeña pollita de la embestía, que la jodía con fuerza. Metía y sacaba el dedo de su raja. Bea, en compensación, subió sus manos hacia mi pantalón, los desbrochó y los bajó. Empezó a sobarme las bragas.

Metemelos- Pedí.

Lo hizo y, dada la complicada situación, saqué mi pie de su chochazo. Yo me iba a caer, así que tuvo que volver a pajearse ella sola. Bea entonces metió su mano libre en mi coño talmente empapado, jodiéndome con sus dedos. Lo hizo apenas unos instantes. Después paró y hundió su boca en mi cavidad, chupándome el coño como luego entendí que solo una mujer sabe hacerlo (los hombres ya tiene la polla para darnos placer, no pidamos más de la cuenta), deteniéndose donde se tenía que detener, haciéndome gritar como una posesa.

Oohhhhhhh, ohhhhhhhhhhhhh..

Luego, tratando de mantener el equilibrio, volví a elevar una pierna para volver a meterla el pie en el chocho. El dedo gordo de mi pie derecho volvió a encontrar su camino en tan húmeda entrepierna. La escena era singular. Yo con una pierna en el suelo y la otra levantada, accediendo al coño de Bea. Ésta con sujetándome con las dos manos para que no cayera a la vez que me devora con su boca, me mordisqueaba mi labios vaginales, me retorcía el clítoris con la lengua.

Ahhhhhh, ahhhhhh.

Me corrí como una cerca y Bea hizo lo propio, aunque mi coño ahogó sus gritos de placer. Yo gritaba como una golfa, en celo. Seguro que el camarero del café, un tipo de aproximadamente la cincuentena, muy educado y elegante, que nos trataba muy bien al ser habituales pero que no evitaba, de cuando en cuando, echarnos más miradas de la cuenta, nos habría oído sin dudarlo. O más clientes si alguien había entrado.

Obtuve un maravilloso orgasmo. Más unida que nunca a Bea. El hacernos nuestras confesiones sexuales mutuas estaba uniéndonos más incluso de lo que ya lo estábamos.

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Bea me confesó que la historia del fetichismo por los pies de Andrés la estaba poniendo muy cachonda y que no se podía sacar a mi novio de la cabeza. Esto a cualquiera la hubiera cabreado, pero ya he dicho que nosotras éramos amigas muy sinceras y que lo mejor que podía hacer era contármelo.

Andrés nunca había pasado de ser un buen chaval para ella. Jamás se hubiera imaginado seduciéndolo, pero ahora las cosas había cambiado. Me propuso empezar con un jueguecito del que tampoco dejaría al margen a Marcos, claro. Ya he comentado también que a mí Marcos me atraía muchísimo, así que me pareció fenomenal.

Me propuso que nos espiarían mientras jugueteábamos en el parque como era habitual. Andrés y yo quedábamos para correr de cuando en cuando, de hecho ya lo hacíamos antes de salir juntos. Mi novio me contó, totalmente sonrojado, que se pajeaba muchas veces pensando en mí cuando regresaba a casa de nuestras carreras por el parque, tras haberme tenido tan cerca, ras haber aspirado mi olor, mi sudor. Me lo dijo la primera vez que salimos a correr después de nuestra orgásmica sesión de sexo y pies en el sofá de mi casa. Ese día

Marcos y Bea estarían espiándonos aquel día. Era un parque grande, junto a un río, con los suficientes árboles como para que hubiera zonas con bancos en los que magrearse sin que pasara demasiada gente (aunque siempre podía aparecer alguien).

Corrimos no mucho, apenas cuarto de hora o veinte minutos. Después cogí a Andrés de la mano y le llevé al banco al que había acordado, previamente, con Bea. Ésta, a su vez, le contaría a Marcos que estaríamos por allí, y que iban a vernos para quedar para el fin de semana.

Yo ya me hallaba con Andrés en el banco. Le susurré al oído que le iba a recompensar por las extraordinarias dosis de placer del otro día. Me abalancé sobre él y lo besé y lo besé. A él le superaba la situación, no sabía que hacer. Mareado por mi sudor y por mis besos, era un muñeco en mis manos.

Le noté la polla durísima bajo el pantalón de deporte, esa polla que tanto había frotado mis pies. Se la agarré primero por encima de la tela pero luego, tras mirar que no pasaba nadie por la recóndita senda del parque donde se hallaba el banco, se la saqué y empecé a pajearlo.

Arriba y abajo. Me besaba y me sobaba las tetas. Absorbía el sudor de mi cuello, como emborrachado solo con él, mientras yo paseaba mi mano derecha por su capullo, arriba y abajo.

Sí, ahhhhh.

Incluso le dolió la fuerza con la que lo hacía. Andrés estaba totalmente manejado por mí, aunque en el fondo prefería que hubiera conducido la situación y me hubiera follado allí mismo. Pero ese día el juego era otro, el juego era hacerle una paja de campeonato.

Por entonces Bea ya se había ocupado de, al vernos de lejos, avisar a Marcos de que estábamos haciendo alguna guarrería. Se nos notaba. Se metieron entre los jardines del parque saltando una pequeña vallita, porque fácilmente lo convenció de que nos podían espiar a gusto.

Estaría a unos doce metros y veían como Andrés mientras me besaba y había metido su mano izquierda en mi empapado chándal. Yo lo pajeaba sin cesar, subiendo y bajando la mano por su verga erectísima, que estaba cobrando unas dimensiones de las que no era consciente el otro día.

Empecé a suspirar gracias a sus sobeteos. Él hurgaba en busca de mi culo. Me levanté un poco para que pudiera poner su mano justo debajo de mi culo. Luego se la aprisioné, pero no lo suficiente como para evitar que pusiera su dedo corazón hacia arriba y lo metiera un poquito por mi orificio más estrecho. Lo suficiente como para hacerme suspirar y provocarme un goce tremendo.

Bea y Marcos lo veían perfectamente, aunque nosotros no a ellos. Mi amiga temió que Marcos, caliente por la escena, se lo follara ahí mismo, así que se arrodilló en la hierba. Su novio ya tenía la polla fuera y la pedía que hiera lo mismo que yo hacía con Andrés. Bea lo pajeó un poco pero como digo, se agachó e hizo lo que más la gusta: lamer la polla de Marcos. Éste acepto, mientras se apoyaba en un árbol y seguía contemplado la escena, Bea solo podía vernos de reojo mientras trabajaba con su boca la polla de Marcos.

Yo estaba fuera de mí, y con los ojos medio cerrados, me resultaba imposible ni siquiera indagar desde dónde nos estaban observando. Solo me ocupaba de acoplar en mi ano el dedo corazón de Andrés y de seguir pajeándole la polla.

Por fin se corrió, de manera tan abundante como el otro día en mi casa. Dejé caer su lefa al suelo de de arena del parque. Andrés suspiraba, casi sollozaba del gusto que le había dado, a la vez que yo alcanzaba el orgasmo gracias a la penetración anal de su dedo. Tremendo goce, más expuestos como estábamos a la posibilidad a que apareciera alguien.

En el jardincillo, Bea seguía comiendo la polla de Marcos como a ella la gustaba, como si comiera una piruleta. Su novio no pudo evitar correrse al ver que mi paja provocaba la eyaculación de su amigo, así que llenó de semen la boca de Bea, que bebió todo lo que pudo como una buena tragona.

Me comentó todo esto tomando café a día siguiente, entre caricias de nuestras manos, respiraciones aceleradas en la narración por el mero hecho de recordar aquella morbosa situación.

No sabía qué nos depararía aquel juego. Luego comprendería que Beatriz sí que sabía como continuar. Lo haría a los pocos días, en la biblioteca.