Las hermanitas Valois

No tenía más remedio que atenderlas, sacar el tablero de damas o el de ludo y pasar un par de horas soportándolas. Eso fue hasta que un día Lucha entró como tromba, puso su rostro a un palmo del mío y preguntó: ¿Sabes qué es un beso de lengua?

Las hermanitas Valois

De chicas las odiaba, no podía verlas, y mucho menos estar con ellas mientras nuestras madres charlaban en los atardeceres del pueblo. Lucha era un año más grande que yo y tenía porte y gestos de muchacho, con actitudes sargentonas y tiránicas; Gachi, en cambio, de mi misma edad, era toda una dulzura, suave y primorosa, delicada como un ángel caído directamente del Paraíso. Viajábamos a colegios de la ciudad en el mismo tren y hacía lo imposible por esquivar sus presencias, pero siempre se las ingeniaban para que ocupara el asiento que me reservaban para que cumpliera el pedido de mi madre de acompañarlas, como si las pobrecitas no supiesen cuidarse solas.

En casa tenía un altillo exclusivamente para mí y lo disfrutaba en todo momento, mucho más aún cuando mis amigos de toda la vida se marchaban a sus casas y quedaba solo con mis libros y cuadernos de anotar sueños y vivencias, porque desde muy chico me latía la vocación de escribir. En esos instantes de plena felicidad, repantigado en la perezosa que fuera de alguna bisabuela hecha cenizas de recuerdos, perdido en las páginas de Sandokán o abrumado por las peripecias de Martín Fierro, escuchaba las voces cantarinas de las hermanitas Valois saludando a mamá y la orden inmediata de que subieran al altillo, ya que Robertito estaba arriba, seguramente esperándolas.

Escuchaba los pasos en los peldaños de la escalera, el quejido de la puerta al abrirse y los rostros sonrientes me saludaban como si las estuviese esperando, cuando en verdad habría dado cualquier cosa para verlas desaparecer de mi vista y quedar nuevamente tranquilo. No tenía más remedio que atenderlas, sacar el tablero de damas o el de ludo y pasar un par de horas soportándolas.

Eso fue hasta que un día Lucha entró como tromba, puso su rostro a un palmo del mío y preguntó: ¿Sabes qué es un beso de lengua?

No, no lo sabía. En el cine había visto parejas besándose en los labios, pero un beso de lengua no estaba todavía entre los comentarios sucios de mis amigos. Lucha escuchó mi negativa y sin darme oportunidad de nada me plantó la boca en los labios y me abrió los dientes con su lengua, moviéndola como si fuese una serpiente venenosa. La médula espinal se erizó como la de los gatos al enfrentar al mastín o sorprender al ratón, y aunque sentía necesidades de dar un empujón y salir corriendo algo muy superior a mi voluntad me obligó a permanecer quieto, saboreando lo que de a poco entraba por mis sentidos en medio de espesos nubarrones de calor.

Lucha sacó la boca y se puso colorada, intentó hablar, justificar su acción, pero bajó la vista a la carpa que mostraba mi pantalón: Mira, Gachi, por eso las parejas se dan besos de lengua… Robertito se hinchó como sapo en la bragueta…, dijo, y no sabía dónde meterme: no me había dado cuenta de la fulminante erección, tal vez la primera provocada por la proximidad de una chica a menos de cincuenta centímetros.

Desde ese día pegaba el oído a la puerta rogando que las hermanitas Valois llegaran pronto cargadas de novedades interesantes, aprendidas en el colegio de monjas al que concurrían porque recibían mejor educación, distinta a las de los liberales colegios del estado.

Aquellos no eran tiempos como los de ahora, donde las criaturas ya conocen todos los misterios del sexo desde que aprenden a mamar y se terminaron para siempre los cuentos de cigüeñas y repollos. Para nosotros cada descubrimiento tenía su instante y debíamos arreglarnos para conocerlos, también para entenderlos. El sexo se hacía presente, pero con lentitud exasperante, y algunos llegaban al final de la adolescencia sin poder practicarlo con otra cosa que no fueran las manos. A mí, por suerte, y creo que debo ser un privilegiado, me lo trajeron las hermanitas Valois, y lo fuimos aprendiendo como se lee un libro o se mira una película, bien desde el principio, sin saltear capítulos ni arribar al final esquivando etapas.

Aquella tarde del beso de lengua era mi último año de primaria, el final de mi infancia, y así como a lo largo de muchos años las había odiado con toda el alma a partir de esa tarde las comencé a querer desde los anhelos de la carne: a Lucha por la impulsividad de su carácter y el desprejuicio de sus deseos de conocer conmigo cosas nuevas y conmocionantes, dándome oportunidad de ir tomando la mano a los misterios existentes entre hombre y mujer, aunque aún fuésemos pollitos que apenas comenzábamos a cacarear en el gallinero, y a Gachi porque cada día me parecía más linda, interesante, con su carita de muñeca rubia, el cuerpo que se estiraba y se acomodaba en formas, los pechos que impulsaban la tela de las blusas y parecían echarse a volar, como palomas ansiosas, y las piernas que parecían reclamar la admiración de mis ojos y también de mis manos.

Lucha no tenía medida. Entraba en el altillo con una novedad a cuestas, y sus actitudes de muchacho ordenaban que nos besáramos los cuellos, las orejas, el centro de los pechos, y cuando juntábamos las bocas las lenguas comenzaban a trabajar deleites impresionantes, en tanto sus manos bajaban como descuidadas y se posaban en mi entrepierna, encantadas de verla crecer, endurecerse, batallar con la prisión de pantalón y calzoncillo, sin inmutarse cuando las mías entraban por debajo de su pollera y encontraban las rodillas aguerridas, los muslos rollizos, el borde de la bombacha, esa maravillosa conjunción tridimensional de nalgas y piernas que se adaptan tan bien a las palmas, y sólo me contenía con un ¡basta! silencioso cuando pasaba las puntas de los dedos por el ruedo de la bombacha y alcanzaba los vellos húmedos de su creciente selva femenina: «Dale, tonta, que todo esto es muy lindo…», decía a su hermana menor, en momentos en que se daba cuenta de que si pasaba determinados límites no podría volver atrás, pero Gachi enrojecía, negaba con la cabeza, continuaba vigilando la puerta por si se acercaba algún peligro, y yo me moría de ganas de que alguna tarde decidiera ocupar el sitio que poco a poco pertenecía exclusivamente a su hermana mayor.

Gachi era suave, tranquila, y con el correr de días, semanas, meses, daba muestras de que no le era indiferente: me guardaba el asiento en el tren, también en la matiné del cine de los domingos, me abotonaba el saco para que no sintiese frío y cada vez que me miraba sonreía de manera tan exquisita que mi sangre gozaba aún más que cuando con Lucha alcanzábamos alturas peligrosas. Comenzó a correr la voz entre amigos y conocidos que éramos novios, que nos habíamos arreglado y nos encantaba estar juntos, y para el baile de sus quince años debí bailar con ella el vals después de su padre, en medio de aplausos y aclamaciones desaforadas de los muchachos del pueblo, empecinados en burlarse de mí con el consabido grito de ¡tiene novia, Robertito tiene novia!

Ambos habíamos cumplido ¡quince años!, por cuanto yo los había celebrado seis meses antes, pero hasta entonces jamás le había tocado la mano, y por más cosas que ocurrieran en el altillo Gachi no me lo hubiese permitido, y ni se inmutaba cuando Lucha y yo franeleábamos de lo lindo con el pretexto de aprender, como si los años transcurridos desde el primer beso de lengua no nos hubiesen enseñado lo suficiente, al extremo de que en los últimos encuentros Lucha me abría la bragueta y empuñaba con decisión el bastón de mando que había alcanzado personalidad interesante, al tiempo que se presentaba en el altillo desprovista de bombacha para facilitar la tarea de acariciar sus rincones y decir ¡basta! sólo cuando la punta hinchada del pene enfrentaba con decisión la sonrisa vertical que lo reclamaba con ansias ya incontenibles.

Gachi no daba vuelta la cabeza del espacio abierto de la puerta. De cuando en cuando nos exigía silencio, cuando rodábamos sobre el quillango que comenzamos a utilizar desde bastante tiempo atrás y hacíamos ruido haciendo crujir el piso de madera, y no se escandalizaba cuando ya tenía a Lucha con piernas abiertas y cuerpo encajado en el centro de sus albricias, a punto de dar el paso hacia el más allá soñado que se me negaba a último momento, muchas veces con derrames seminales que Lucha recogía en su vientre amparando con sus brazos las tensiones de mis desahogos. Entonces, Gachi pedía sin volver la cabeza que levantara mis pantalones amontonados en mis rodillas, reprochaba a su hermana por no saber contenerse y con actitudes mandonas de madre resignada limpiaba las miserias sacando del bolso que siempre llevaba encima la toalla salvadora, en tanto Lucha me culpaba por no aprender a sujetar la eyaculación: «Hay tipos que por esfuerzo de voluntad no acaban nunca, y eso tenés que aprender, pelotudo…», me decía, recuperando las actitudes de muchachona, mientras los ojos de Gachi me decían que no le llevara el apunte, que su hermana estaba cada día más loca.

Los Valois eran franceses, argelinos que al producirse la liberación de Argel fueron acomodados por el gobierno de Francia en diferentes sitios del mundo, con mucha ayuda para calmarles los estragos del desarraigo y evitar los problemas de tenerlos como ciudadanos de primera cuando desde siempre los consideraron de segunda, o más bien de tercera. Les dieron tierras, herramientas de trabajo desde tractores a medios de movilidad y capital suficiente como para comenzar de nuevo. Mis padres les alquilaron la casa desocupada de mis abuelos y se integraron a nuestro círculo social por afinidad espiritual, además de que mamá dominaba algo del francés y pudo ayudarlos en la comunicación de los primeros tiempos. Se hicieron tan amigos que me condenaron a soportar la compañía de Lucha y Gachi, sobrenombres que las niñas recibieron desde el primer día de escuela debido a la costumbre de aquellos sitios de abreviar los nombres originales como muestra de confianza y afecto: Lucha por Luciana y Gachi por Graciela. Paul Valois, el padre, además de agricultor era médico, como papá, e inmediatamente se puso al servicio del pueblo y luego de revalidar su título trabajaba más como doctor que administrando las tierras, dejando esa tarea en manos de su mujer, Magali, mestiza argelina que conmovía a los machos del pueblo con las enjundias de su cuerpo, moreno y ágil, esbelto y rebosante de sol africano. Paul Valois era rubio, blanco, y las hijas que, en momentos de la llegada, tenían seis años la mayor y cinco la menor, eran distintas y sin nada de conjunciones físicas entre la una a la otra, aunque se mostraban compinches a ultranza, inseparables, y Lucha defendía y cuidaba de su hermanita con más celo que los padres. Lucha era morena subida, con piel de chocolate, cabellos ensortijados y ojos negros filosos, pasos largos y semblante hosco, capaz de liarse a trompadas con cualquiera que les faltara el respeto. Tenía el físico morrudo del padre, hombros y espaldas desarrollados, caderas estrechas y trasero poderoso, con piernas retaconas y fornidas. Gachi sacó el cuerpo de la madre y físicamente sería un calco suyo al convertirse en mujer, aunque con los genes galos del padre manifestados poderosamente en piel, ojos y cabellos, o sea que una preciosura digna de las mejores atenciones.

Lucha necesitaba vivir todas las experiencias confesadas por sus compañeras de colegio, algunas vividas y otras simplemente traídas a las ruedas de chismes por interés de pasar por encima de las murallas impuestas por la sociedad de aquellas épocas, tan cerrada y dura que las chicas debían permanecer con un cepo de órdenes terminantes que debían cumplirse a todo trance o atenerse a las consecuencias: «Una de mis compañeras tuvo relaciones con el novio y dijo que fue maravilloso…», comentó Lucha en el viaje de regreso en el tren, con rostro transpirado y respiración entrecortada, clavándome las uñas en la pernera del pantalón, para luego acercarse al oído de su hermana y discutir acaloradamente, aunque en voz tan baja que no entendí una palabra. Sólo pude observar desde mi asiento del frente que Gachi lagrimeaba y sonaba repetidas veces la nariz con el pañuelo de mano. Al descender en el pueblo ambas hermanas tomaron la delantera de la larga fila de pasajeros y fueron a la casa discutiendo, cada vez más fuerte y violentamente.

Era viernes, pleno invierno, con esa lluvia finita que calaba los huesos, y me lamenté al imaginar que esa tarde las hermanitas Valois, acompañando a su madre, no vendrían, cuando ya necesitaba los juegos con Lucha como el agua o el pan, saboreando la posibilidad de que las cosas pasaran a mayores como ambos lo deseábamos. A los dieciséis años, tal vez debido a que en el colegio había comenzado a jugar al básquet, destacándose entre sus compañeras, Lucha se había estilizado un poco y mis amigos comenzaron a mirarla de otra manera, reconociéndole encantos que estuvieran ocultos, y yo los había comprobado en cada encuentro y la encontraba en mis consolaciones con más asiduidad que a Gachi, de la que indudablemente estaba enamorado con el fervor romántico de mis quince años. Pero vinieron, a pesar de la lluvia y del frío, y con ellas entraron las cinco mujeres que componían la comisión directiva de la Liga de Madres de Familia, asegurándonos de que habría reunión para rato.

Lucha entró en el altillo enfurruñada, hosca, y abrió el tomo de la enciclopedia británica pretextando necesidades de prepararse para una prueba escrita del próximo lunes. Gachi se acercó a mí como siempre y me desafió a una partida de ajedrez, convencida de que podría ganarme. En veinte minutos me tenía acorralado, con mi rey negro amenazado por culpa de mirar las piernas de Lucha y no prestar atención a las alternativas del juego: «Si puedes salvarte prometo premiarte con un beso de lengua…», dijo Gachi, con tanta picardía que la posibilidad de tener su boca en la mía hizo estragos en mi médula espinal, con tanto dolor que quedé duro, estático, sin poder mover ni los ojos, comprobando que resultaría imposible sortear la trampa del jaque mate inminente. Me revolví en la silla para quitarme la quietud, puse todo el cerebro en los trebejos esparcidos en el tablero, con los blancos posicionados directamente para matar. No había manera, cualquier movimiento que hiciera el caballo saltaba amenazando al rey negro y la reina blanca lo devoraría como serpiente hambrienta. Gachi sonrió, me miró largamente, y en cuanto hice el único movimiento posible empuñó el caballo y lo colocó ostentosamente en el cuadro equivocado, permitiendo que pusiera al rey a resguardo y reacomodara mi defensa: «¿Todavía puedo confiar en tu promesa?», pregunté, pero Gachi no alcanzó a responderme: Lucha se levantó de la perezosa, se acercó a mi silla, pasó una pierna por encima de mi cuerpo y se enhorquetó en mi regazo, uniendo su boca con la mía y haciendo que su lengua despertara todos mis instintos, sin importarle que su hermana nos observara con ojos alelados.

Di libertad a mis manos para acariciarle las piernas, descubrir que, como de costumbre, no tenía bombacha, y pasarlas por la cintura de la falda y alcanzar los pechos por primera vez, con tantos excelentes resultados que Lucha gimió, se retorció de placer y con dedos urgidos escarbó en mi pantalón hasta desprender la bragueta y dejar en libertad a mi virilidad endurecida y plenamente avispada. Sentí cómo Lucha se movía buscando que mi miembro la penetrara, facilitada por la posición dominante de jinete que tenía, y de pronto una oleada de dolor me hizo estremecer al desenfundarse el glande y hundirse como punta de espada en las profundidades hasta entonces desconocidas. Lucha gimió, comenzó a temblar, apretó tanto su boca contra la mía que los dientes chocaron con ansias de despedazarse y sus brazos se enroscaron en mi cuello dispuestos a matarme. Comenzó a saltar, a maltratar mi celo con el suyo, y cuando pude salir de la sorpresa apoyé ambas manos en las nalgas y me defendí con la teoría del ajedrez, que dice que la mejor defensa es el mejor ataque. Lucha retiró la boca y la hundió en mi cuello, y de pronto vi el rostro alelado de Gachi observándonos sin poder respirar. En medio de los espasmos del primer orgasmo de Lucha creí que Gachi me golpearía, defendiendo el honor de su hermana, pero no me atacó, sino todo lo contrario: se acercó, nos abrazó y puso sus labios contra los míos. Dejé, inconscientemente, de apretar las nalgas de Lucha y llevé la mano a las de Gachi, por debajo del vestido, pasé la frontera de la bombacha y la calcé en el encuentro trasero de las piernas, sintiendo que estaban como el fuego vivo, llameantes y ardidas. Creo que en esos momentos el miembro que golpeaba el fondo vaginal de Lucha creció y se enanchó, porque tanto ella como yo alcanzamos el final juntos, con tanta intensidad que arrastramos a Gachi a estremecerse como si también estuviese copulando con ella.

Habíamos cruzado la ansiada frontera de la sexualidad teórica a la práctica, sin gran experiencia pero con enorme fervor. Lucha lloraba abrazada a Gachi y yo me sentía como el más miserable de los violadores, sentado en la misma silla del coito, con la delantera del pantalón enchastrada por salpicaduras de sangre, jugos vaginales y semen. Sentía el cuerpo aún más vacío que al término de las consolaciones, más debilitado y angustiado, sin fuerzas para levantarme por lo menos para acomodar las ropas y controlar el después, con las chicas llorando y la reunión de madres abajo.

Gachi reaccionó con presteza y su actitud fue conmovedora: echó mano a su bolso y sacó la toalla, se acercó a la silla y comenzó a limpiarme, sin hacer ascos al miembro amorcillado que mostraba la fatiga de su hazaña. Me levantó calzoncillo y pantalón, cerró la bragueta, acomodó la camisa y opinó que lo mejor sería cambiarme, ponerme otra cosa, porque parecía un carnicero. Hizo lo mismo con Lucha, tomando el papel de hermana dominante, mientras la víctima de mi mala acción buscaba un rincón para sollozar su arrepentimiento: «Me robaste la virginidad, hijo de puta…», susurró desde lejos, pero no consiguió borrar del rostro compungido la sonrisa caudal de hembra satisfecha. Gachi me pidió que no la escuchara, que me acusaba de cosas no ciertas, y la retó con palabras fuertes para que dejara de lagrimear y no despertara sospechas cuando la madre las llamara para ir a casa.

Para suerte nuestra la reunión se prolongó bastante, dándome tiempo para bajar y volver con pantalones limpios, además de traer la toalla húmeda que adecentó a Lucha.

Fue la primera y única vez que copulé con la mayor de las hermanitas Valois, pese a que continuamos reuniéndonos en el altillo hasta que fui a la universidad. Pero las cosas eran al revés: Lucha vigilaba como Celestina rigurosa y Gachi y yo disfrutábamos del franeleo normal de los "novios" en serio, convencidos de que alguna vez despertaríamos juntos en la misma cama y lo continuaríamos haciendo hasta la hora de la muerte de alguno de los dos. En esos tiempos a la novia y futura madre de los hijos se la respetaba, no se la desfloraba antes del matrimonio, y realmente luchamos como forzados para no caer en la tentación de arrebatarnos el momento más grandioso e inolvidable de una pareja. Esperamos diez años para encontrarnos en la cama del hotel donde pasamos la noche de luna de miel, y nos conocíamos tanto que llegamos a la consumación del amor con la naturalidad que permite el celo bien entendido. Esa madrugada, en el momento en que Gachi me recibió entre sus piernas y se abrió como flor, confesó que la tarde de la discusión con Lucha, que derivó luego en el descubrimiento del sexo, llegaron a un arreglo fraternal: «Lucha para ese momento y por única vez, yo para toda la vida…», dijo, guardando el quejido que significó la irrupción de mi antera en el cáliz de su amor.