Las hermanitas hermanadas y Simón

El cuerpo del inexperto joven guardaría mudo nuestros perversos secretos. Llegada la hora, subimos al departamento. La madre se fue. La puerta se cerró y nuestro pacto de dos se abrió por fin. Antes de entrar, Ettel me miró con severidad diciendo -Esta vez, te voy a hacer doler en serio, sábelo.

Sentí que se trataba de un inoportuno pedido listo para arruinar nuestros jueves especiales,  cuando la vecina del tercero dijo que subiéramos dos horas a cuidar a Simón, su hijo. Ella se reuniría con los del cuarto, para jugar a las cartas. Debíamos estar allí para reemplazarla a las 17 hs.

Mi hermana Ettel y yo, solíamos tener nuestros juegos a solas todos los jueves desde nuestra más tierna pubertad.

Todavía a mis 14 años, nuestra madre, nos hacía bañar juntas para agilizar el trámite.

Recuerdo que mi hermanita tenía la costumbre de lamer los juguetes de la bañera que usábamos desde pequeñitas, mientras charlábamos, inventábamos historias y nos enjabonábamos, Ettel solía succionar rítmicamente patitos de hule, ballenas grandes, etc. Era una especie de tic, el que tenía.

Una de esas tardes, entre carcajadas, ella sugirió que mi espalda fuese un océano embravecido donde un barco de plástico, que nos había regalado una tía, debía sobrevivir. Me coloqué en cuatro patas y mi hermana se arrodilló detrás de mí. El agua tapaba mis piernas casi completamente y mi culo desnudo y expuesto fuera del agua, moviéndose para que las contorsiones hicieran andar al barquito en mi espalda, me había producido un revuelo de excitación, desconocido por mí hasta entonces.

Me sentía confusa, mi corazón se aceleraba, el agua en su vaiven masajeaba mis pequeños pezones erectos erizándome toda la piel y Ettel con sus 13 años entregada al ritual de las lamidas, empezaba a llevar perversamente al barquito con la boca para que cayera ayudado con su mano de timonel, en lo que ella llamaba: la pendiente. La presión del barco bajando entre mis nalgas  y subiendo desde mi culo a mi concha y en sentido contrario varias veces más, se me había vuelto enloquecedor a esa altura del juego.

Ettel notó mis impulsos por meterme como sea  ese juguete por algún orificio. El silencio  del baño, donde solo el goteo incesante de la canilla marcaba el paso del tiempo, segundo a segundo, se interrumpió con el sonido de la succión del barco. Ese ruido jadeante, perforante, a pura saliva y en movimiento perpetuo, regó la pendiente con una humedad hiperactiva que salía de mi vagina lubricándome toda.

Ettel embistió, sin que yo pudiera decir nada, con el barco en mi culo. Grité, una vez, dos. Hasta que el objeto estaba tan adentro que me produjo una calentura descomunal. Mientras Ettel seguía empujándolo con vehemencia, sus labios empezaban a chocar, lamer y presionar en mi culo más y más. Aún sin entender por qué mis gritos se volvían un gemido largo y lascivo, tapé mi boca para que mi madre no nos oyera y tuve, sofocado y secretamente el primer orgasmo de mi vida.

Cuando salimos luego, con nuestros toallones a secarnos, Ettel se acercó y solo dijo - La próxima, te voy a hacer doler en serio. La ballena y yo te vamos a comer ese culo hasta atravesarlo y ver como la escupís por la boca, Gaby.

Sentí terror, profundo terror, y me apoyé en los azulejos del baño con un sudor frío del que tardé un rato en recuperarme. No obstante, extrañamente gozosa, asentí con la cabeza a las palabras de mi pequeña tirana.

Estaba abrumada por mis viles deseos y casi no me atrevía a volver a pensarlo.

El sadoentretenimiento siguió, dando lugar a cada nuevo capricho de Ettel sobre mí, su par complaciente, aunque había uno que venía llevando la delantera.

Desde entonces, los jueves a las 16 en punto, siempre recreábamos alguna escena que sirviera de excusa preambular para que yo terminara forcejeada, sentada entre medio de las piernas de Ettel, y de espaldas a ella. Hacía de cuenta, entonces, que buscaba librarme de sus manos mientras estas apretaban mis senos al ritmo del masaje excitante que me proporcionaba.

Ettel siempre amó y odió mis tetas a la vez. Es que son grandes y tienen areolas claras, capaces de poner mis pezones más salientes que lo imaginable. Los de ella, en cambio, son muy pigmentados y pequeños, casi parece un hombre si no fuera por ese trasero torneado y esas caderas de curvas pronunciadas que tiene y son la fantasía erótica de cualquiera. Yo ya estoy en mis 17 y la pequeña Ettel acaba de cumplir 16 hace una semana.

El ritual de sexo fraterno continuaba siempre igual.

Ella me ponía un pañuelo en la boca, simulando que contenía cloroformo, hasta dormirme por completo.

Cuando esto sucedía y yo fingía caer dormida profundamente, ella abandonaba su lugar detrás de mí, me apoyaba semi reclinada en unos almohadones del sillón en el que estábamos y se sentaba sobre mi abdomen con las piernas bien abiertas para hacer fricción con su vulva lubricada sobre mi ombligo.

El deleite llegaba cuando me pegaba en las tetas hasta dejármelas coloradas. Eran golpes secos y cortos. El sonido y el picor de su manos, fuerte, haciéndome arder los pezones, hacía que me viniese a los 9 o 10 golpes.

Ella enloquecía de placer cuando detectaba mi sofocado orgasmo. Es que yo estaba obligada a tenerlo con total disimulo, ya que en nuestro juego mi rol era estar absolutamente inconsciente. Tenía prohibido exhibir mi goce.

En el mismo minuto en que algún gemido se escapaba de mi garganta, incontenible y por lo bajo, Ettel solía morder mi cuello y venirse automáticamente , sin poder ya controlar la excitación.

Exhausta, como si la hubieran exorcizado, luego de su orgasmo, solía juntar lo que le quedaba de energía para pegarme en mis tetas por última vez. Era un mensaje de poderío que anunciaba -Terminado el sexo, todavía hago contigo lo que quiero.

Al rato se iba y yo me quedaba extasiada, recostada, jugando con mis dedos a expandir hacia mis pechos la humedad de Ettel depositada en mi abdomen, como si fuese una cura mágica sobre mis doloridos pezones, para verlos entonces, ya relajados, retomar su color habitual.

El jueves en el que sabíamos que estaríamos con Simón, un chico tan  frágil, tan sólo, nuestro comportamiento fue diferente al habitual.

El dulce hombrecito, de unos 17 años de edad, tenía una parálisis parcial pero muy abarcativa. Apenas movía lentamente sus manos, giraba un poco la cabeza, balbuceaba sonidos ininteligibles con su garganta y casi no lograba mover sus piernas. Su madre lo cuidaba como a un ángel, siempre olía a madera y sándalo y usaba bellos boxers de calce sensual. Paradójicamente, a pesar de estar casi postrado en su cama, su hermosura lo elevaba poderosamente por sobre otros mortales. Tenía ese algo casi andrógino que lo volvía irresistible.

Sin decirnos absolutamente nada, ese jueves, Ettel y yo no nos habíamos tocado, ni siquiera nos mirábamos. Había, sin duda, un pacto de silencio. Guardábamos las ganas, las acumulábamos y nos regodeábamos fantaseando, cada una por separado, con que en un par de horas estaríamos sometiendo al angelito níveo, en una follada que no dejaría nada pendiente en el tintero.

Mi entrepierna galopaba, mi inquietud no me dejaba pensar en otra cosa. No podía casi vestirme porque mi concha estaba tan activa que mojaba mis piernas involuntariamente. Me cambié tres veces la ropa interior antes de llegar a lo de Simón y Ettel me obligó a usar una falda larga que disimulara mi silueta de fémina urgida.

  • No muestres nada, me va a excitar desnudarte y refregar tu pudor ante Simón. Estúpida y tímida Gaby- Su risita era, como siempre, altanera y desagradable.

A través de la puerta entreabierta del baño vi como Ettel miraba de espaldas su prominente cola en el espejo y se calzaba un vestido muy corto, volátil sin bragas debajo, que se le pegaba al cuerpo marcándole sus nalgas firmes. La odié entonces.

Poseeríamos al ingenuo pseudo machito que nos aguardaba, sin saber que dos lobas se le irían encima luego de aullarle cerca.

Noté que ella no era, esta vez, la que yo conocía, siempre de mirada oscura. Le brillaban los ojos de un modo peculiar. Tal vez Ettel, anhelaba en este encuentro ser tomada y sometida como nunca antes lo había hecho. Ettel amanda en lugar de amante, Ettel follada en lugar de folladora.  Así sería. Yo doblegaría a esa perra y usaría a Simón y sus dotes viriles para ello.

El cuerpo del inexperto joven guardaría mudo nuestros perversos secretos.

Llegada la hora, subimos al departamento. La madre se fue. La puerta se cerró y nuestro pacto de dos se abrió por fin.

Antes de entrar, Ettel me miró con severidad diciendo -Esta vez, te voy a hacer doler en serio, sábelo.

Nos paramos una a cada lado de la cama de Simón, que nos miraba intentando decodificar intenciones. No había tiempo que perder ni calma para contener tanta lascivia. Olfato y tacto. Ettel arrimó su nariz al cuello del joven. Su respiración pasó de un segundo a otro a agitarse ante esa piel que exudaba un aroma suave casi neutro. Yo chupé dos de mis dedos para pasarlos luego por los labios de Simón, carnosos, rojizos y tensados. Me excitó su avidez reprimida intentando abrirse camino en medio de su limitante física. Buscó besarme.  Lo besé con ternura primero, con violencia después.

Ettel ya había pasado más allá de su ombligo con la nariz. Vi el abdomen tenso de Simón, percibí su respiración entrecortada y cuando Ettel desnudó su verga erecta bajándole el boxer hasta la rodilla obedecí mi impulso irrefrenable.

Tomé a mi hermana del cabello en su nuca y arrastré su cabeza hasta los testículos del varón para que respirara, por ella y por mí, ese olor a hombre que nunca habíamos sentido.

A Ettel se le hacía agua la boca y al olfatearlo en una inspiración profunda se le desató su bravura oral por succionar, como siempre, lo que se le pusiese delante.

Simón balbuceaba palabras entrecortadas mientras, extasiado, movía las manos, como podía, intentando alcanzarnos.

Al rato, en un gesto rápido y certero moví solo un poco a Ettel y logré hundirle la pija hasta bien al fondo de su garganta. Ella gritaba con su boca llena, sin espacio libre, ahogándose ante la presión ejercida por mi fuerza en hacérsela tragar entera.

Los temblores de Simón se acentuaron cuando reemplacé a mi hermanita con una voracidad carnívora que duplicaba la pericia de Ettel, para comerme tremenda verga.

Ella, arrodillándose con una pierna a cada lado del cuello del joven bajó un poco su culo para cumplir lo que el propio cuerpo le imploraba: venirse en su cara.

Yo veía desde abajo la lengua de Simón ligera y húmeda paseándose por los labios, el clítoris y el ano de la perra, con desespero.

Ettel jadeaba y movía sus partes íntimas, de atrás para adelante para asegurarse ser abarcada toda por esa lengua resbaladiza y persistente hasta llegar a un punto de clímax sin retorno.

Se vino, entonces, en un gemido breve e intenso. Él, entregado y llevado a un extremo de placer casi intolerable, descargó con vigor su leche en mi boca mientras yo me relamía como una gatita insaciable.

Sin dejarlo respirar, cuando el cuerpo débil de Simón no esperaba ya mayores exigencias carnales, lo sentamos entre las dos al borde de la cama. Y entonces sin quererlo, el fue el tercero en nuestros turbias tradiciones. Tomamos sus brazos y los manejamos como si fuera nuestro títere. Nos hicimos pegar en las tetas con sus dedos casi muertos.

Los golpes secos resonaban en nuestros quejidos erotizados y hacíamos que nos diera bien duro cada vez más rápido, cada vez más fuerte.

Nuestro orgasmo al unísono con las tetas sacudiéndose de lado a lado, bajo la seguidilla de sopapos castigadores, volvió  a activar la pija del muchacho que se erigía suplicante dispuesta a venir por más, en un ciclo de depravación que adivino, se haría más oscuro cada vez.

Mi calentura me llevó impulsivamente a sentar a Ettel, de una, sobre la pija parada, luego de escupirle su orificio trasero. La tomé  de los hombros  bajándola en un solo movimiento de atravesamiento, para que la verga gorda le partiera el culo en dos.

Ahí quedó la muy puta, embestida brutalmente.

Le tocó gritar de dolor. Le tocó lagrimear al sentir casi un desgarro anal. Le tocó apretar esa verga hasta sacarle la última gota de leche. A mí me tocó, esta vez, la risita altanera y desagradable al decir susurrando en su oído - Esto recién comienza. La próxima te voy a hacer doler en serio. Sábelo.

Nos besamos. Lo besamos. Nos fuimos.