Las Gemelas, Unidas en el Pecado, Cap I
Unas bellas jovenes gemelas son descuidadas por su acaudalado padre, quedando a merced de los insanos instintos del chofer de la familia. Sus vidas cambiaran drasticamente cuando su padre se enamore de una meretriz.
Las Gemelas
Autor: Cosme
En las ciudades las clases sociales están muy bien divididas. Los ricos no viven cerca de los pobres ya que generalmente los dividen unos cuantos kilómetros. Esto no es una regla, pero por lo general se maneja así, aunque, en algunas ocasiones, por razones del destino, las colonias o barrios populares rozan las cercanías de residenciales o lugares lujosos. Esto, como se dice, es difícil de ver, debido a la numerosa clase media que se suele interpone como si fuera una barrera, una barrera que en pequeñas y muy contadas ocasiones se ausenta. Este extraño caso se da en la historia que nos compete.
Una gran carretera divide el residencial de la colonia. Lomas de Cristal se distingue muy bien a un lado del camino, grandes casas de dos o tres pisos fueron construidas por ingenieros de renombre, algunas son más parecidas a mansiones gigantes que ocupan un largo trecho de tierra; y cuentan con los lujos que solo la gente rica se puede dar. Este residencial cuenta con una larga barda hecha de hormigón que lo rodea en su totalidad; y sus accesos son custodiados día y noche por guardias de seguridad bien preparados y armados. Portones gigantes abren y cierran cuando autos de marcas excéntricas ingresan a tan hermoso lugar.
Sin embargo, justo en frente de este paraíso, al cruzar la carretera, tenemos una colonia con edificios multifamiliares por todos lados, que fueron construidos por el mediocre gobierno para ser entregados a los sacrificados trabajadores que con esfuerzo consiguieron un crédito, los cuales siguen viendo en sus cheques semanales el típico descuento gubernamental del cual se hicieron acreedores para tener un techo donde vivir. Casas pequeñas, calles en mal estado, la típica iglesia, el mercado, las tienditas de la esquina y un campo de futbol que más parece un llano maltrecho; así es donde vive la gente que cada día sale a romperse el lomo para llevar un poco de alimento a su hogar.
Los Del Valle Duarte son una de las familias más ricas del lugar. Ricardo Del Valle Duarte era un empresario de gran renombre, dueño de varias empresas textiles. Este amoroso esposo y padre de familia se vio afectado por la inesperada muerte de su esposa. Motivo por el cual incluso sus negocios se fueron a la baja. Con su familia vivían en otro barrio tan fastuoso como Lomas de Cristal, pero habían optado por el cambio para poder olvidar, pues el empresario sintió que si seguía viviendo en su antigua casa nunca superaría la pérdida de su mujer.
Los miembros que terminaban de formar esa familia eran dos hermosas jovencitas gemelas de nombre Mireya y Natalia, nacidas hace 19 años, un poco tímidas, muy amables, de muy buenos principios, educadas y sencillas a pesar de ser millonarias, de piel blanca, cabellera larga negra, un metro setenta de estatura, labios rojos (incluso sin labial), delgadas, con un par de senos acordes a sus esbeltas figuras, unas nalgas redondas y duras que ya comenzaban a expandir caderas, piernas de muslos firmes y a la vez delicados. En resumen, dignas de la envidia de cualquier modelo de pasarela; unas chicas de verdad sexys a la vista de los hombres. La única diferencia entre estas jovencitas de cuerpecitos tan bien formaditos era una rareza con la cual su padre las distinguía: el color y forma de sus ojos, mientras la mayor, Mireya, tenía unos felinos y sexys ojos verde esmeralda, la hermana menor, Natalia, los tenía redondos, tiernos y de color azul turquesa.
Las dos señoritas recordaban muy bien el momento de la muerte de su madre, de su progenitora. Verla incrustada en los fierros del vehículo fue muy impactante para unas pequeñas de apenas siete años. El recuerdo del momento en el cual su madre maniobró el auto para recibir el impacto y poder proteger a sus adoradas hijas se presentaba todas las noches como una pesadilla sin fin. Las chicas crecieron con un peso enorme, con un recuerdo que podría traumar el carácter más templado. La batalla de su padre por borrar aquella pesadilla fue otro de los motivos por el cual se llevó a sus pequeñas a vivir a otro barrio.
Las jovencitas crecieron en un ambiente familiar alejadas de vicios, protegidas por su padre, el cual vivía para ellas, consintiéndolas meticulosamente casi en todo, tratando que la ausencia de su madre fuera poco evidente. Ellas amaban a su progenitor y trataban en todo momento de parecer fuertes ante él para no preocuparlo, para que Ricardo se dedicara a trabajar sin pensar demasiado en ellas. Se podría decir que se auto protegían dándose amor y cariño; el problema es que, entre más crecían, más se hacía evidente la ausencia de una madre, de una persona que las guiará, que las aconsejara en cuestiones de mujeres, que les hablara de su ciclo menstrual, o que las introdujera en cuestiones de chicos, de amores, o de sexo; temas de los cuales solo una mamá puede hablar abiertamente con sus hijas.
Ricardo miraba con alivio que a sus pequeñas les había caído bien el cambio de hogar. Salían más, tenían más amigos, reían más seguido y disfrutaban más de la vida. Equivocadamente creyó que se estaban recuperando, pero esto solo era una máscara de ambas chiquillas, ya que habían decidido no preocuparlo, engañándolo, haciéndole ver a su padre lo que quería ver, así que intentaban salir y divertirse, pero esto no duraba mucho, con cualquier pretexto volvían al hogar al sentirse incomodas con amigos que no tenían sus problemas, de tratar con personas que solo se dedicaban a vivir sin preocupación alguna. El problema no era menor ya que no se percataban del impacto que provocaban en los hombres. Lascivas miradas de maestros, conserjes escolares o vecinos eran su pan de cada día. Se podría decir que vivían rodeadas de miradas deseosas de su inocencia, de sus cuerpos que florecían sin parar, de esa ternura que las singularizaba de las demás chicas, haciéndolas más deseables para un macho calentón.
Este bien intencionado engaño provocó que Ricardo bajara la guardia, haciendo que él también comenzara a salir con sus amigos. La mayoría de los sábados visitaba lugares de recreación masculina: cabarets, table dance, casas de citas donde dejaba grandes cantidades de dinero en acompañantes de muy buen ver, con las que desfogaba sus instintos de hombre. A él no le importaba volverse a casar o buscar otra mujer, simplemente quería follar, coger, derramarse en una fémina, pues al final de cuentas seguía siendo hombre.
Manuel, su mejor amigo, lo acompañaba a todos esos lugares. Él era un hombre solterón que vivía buscando lupanares en donde despilfarrar, lugares caros llenos de putas hermosas que los consintieran de cabo a rabo. Un día, Manuel, arto de lugares donde todo era fino, donde todo era una mentira de lujos y comodidades, decidió darse una vuelta por aquella colonia que para ellos era de mala muerte. Con esa idea en la cabeza dio varias vueltas montado en su carro, mirando por todos lados, buscando un lugar digno de visitar, pero no lo convenció ninguno.
Molesto, decidió regresar maldiciendo por la pérdida de tiempo en esa colonia de nacos que ni siquiera tenía un lugar decente donde coger y bailar. Pero giró para volver y ahí estaba, una pared color plata brillosa, con letras grandes rojas en las cuales se podía leer “FOXXY’S night-club”. Apuntó la dirección y regresó a casa. En la noche se lo comunicaría a Ricardo para que juntos vivieran una noche más de parrandas.
―¿Estás seguro que deberíamos entrar? ¿Este lugar se ve medio raro? ¿Mejor vamos a otro lado? ―Ricardo se encontraba algo contrariado. Era verdad que pidió a su amigo encontrar un tugurio distinto a los que visitaba comúnmente, pero ese se veía de muy baja categoría.
―¿Que no querías venir a un lugar más sencillo? ¿Apoco no se nota que este es un lugar ricoson para bailar? ―le insistió su amigo para que bajara del auto. Desde afuera se escuchaba que el ambiente estaba sabroso, a Manuel ya se le cosían las habas por entrar, pero Ricardo seguía con dudas, no quería arriesgar su vida y dejar a sus niñas totalmente huérfanas.
Ricardo finalmente bajó del auto para encaminarse a la entrada de aquel corriente tugurio. Se escuchaba un ritmo sabroso que venía desde adentro, el cual impulso al señor a querer conocerlo. Su amigo no paraba de insistir para que entraran; le decía que ya estaban ahí, que no fuera cobarde, que no pasaría nada, y todo lo que se le ocurría para convencer a su precavido compañero de parrandas.
―Cover, quinientos varos ―se escuchó la voz estruendosa del gigante cadenero, que tenía una pinta de vago asesino serial. Ricardo era alto, pero este hombre cubría la puerta en su totalidad, tanto para arriba como para los lados. Manuel enseguida saco un billete y se lo entregó al tipo mal encarado y pelón. Este simplemente quitó el broche de la cadena mirando a los dos señores de muy mala manera. Manuel ingreso, pero Ricardo no podía quitar la vista del gigante con pinta de motociclista, pensó que si lo encontraba en la calle rápidamente le daría todo su dinero sin protestar.
―¿Qué tanto me ves, pinche werito? ¿Soy o me parezco? ―balbuceó el hombre, apretando los puños. Ricardo de verdad creyó que lo golpearía, no supo que decir, no supo cómo reaccionar.
―¿Qué pinche wero entacuchado? ¡Ya valiste verga! ―El gordo cadenero en verdad se iba sobre la atlética figura de Ricardo, quien, nervioso, solo atinó a cerrar los ojos. Cuando ya pensaba que le caería un golpe, escuchó una voz muy femenina, pero a la vez muy vulgar.
―¡Nerón!, ¡deja de molestar a los visitantes! O quieres que te acuse con el patrón que andas espantando clientes.
Nerón, el cadenero, enseguida se detuvo y, como si fuera un niño regañado por su madre, simplemente regreso a su lugar.
―Qué wero tan guapo, tal como me gustan, bien entacuchado, con mostacho, barba y ojos bonitos.
Ricardo escuchó como la señora se lo piropeaba, no estaba acostumbrado a ser tratado así, generalmente el trato con las meretrices finas era más elocuente, más formal, pero esta puta era diferente, y tenía unos rasgos corrientes que lo atrajeron inmediatamente; incluso se puso nervioso y rojo como tomate. Después de eso, la tipa simplemente le sonrió y se fue, dejando ver a Ricardo como movía ese trasero caderón enfundado en una pequeña falda de tela atigrada.
―Mira, Ricardo, qué mujeres tan bellas y buenotas. Vente, vamos a pedir una botella. Declaro que la noche comienza ahora, jajajaja. ―Manuel enseguida se dirigió a la mesa más cercana a la pista donde las chicas daban su espectáculo. La variedad iniciaría en cualquier momento y ya se quería entonar.
Mientras, en la casa del señor Ricardo, se suscitaba que las dos princesas del hogar terminaban de cenar y se disponían a dormir después de un sábado de puro estudio, privado de diversión, sin convivir con nadie.
Natalia buscó que ver en la televisión. Se encontraba algo contrariada, pues tenía algo que platicar con su hermana, pero no sabía cómo abordar lo que según ella era un tema muy delicado. Mireya terminaba de lavar los trastes usados en la cena sin saber que su hermanita tenía algo que contarle.
Natalia se complicaba pensando cómo abordar a su hermana. Sus lindas piernas, enfundadas solo por un ligero shorsito de noche amarillo, se removían acomodándose en el sillón de un lado para otro.
La joven pasaba de video en video sin accionar el botón de play. No dejaba de mirar hacia la puerta de la cocina esperando el momento en que su hermana hiciera acto de aparición. En su mente trataba de encontrar la forma de decirle lo que la tenía hecha un manojo de nervios. ―Tonta, penosa, solo dile y ya ―repetía una y mil veces en su mente.
Mireya ya terminaba de lavar los trastes. Las chicas disfrutaban realizando las labores del hogar, incluso le rogaron a su padre que no contratara ninguna servidumbre, para que ellas como buenas hermanas se repartieran las distintas tareas de la casa. Eso les servía de distracción a la vez que las divertía. Mireya secó sus manos tarareando una canción, indiferente a lo sexy que se veía en esos shorcitos de noche color rosa que apenas lograban cubrir sus vírgenes nalgas y sus deliciosas piernas. Inocentemente, la joven se estiró parada de puntitas, provocando que sus cachetitos se endurecieran, haciendo que en sus muslos y pantorrillas se marcaran sus singulares músculos, destacando sus exquisitas formas de mujer.
Mireya entró a la sala y, sin más, se sentó junto a su hermana. Natalia se armó de valor, tragó saliva, y se movió como para dirigirse a su gemela, pero no pudo decir nada, era demasiada la pena que sentía. Mireya le arrebató el control remoto. Natalia le sonrió pues ya lo esperaba, siempre era lo mismo, ella siempre acapara la televisión. Sin embargo, Mireya la observó con extrañesa, se había dado cuenta que su hermana quería decirle algo, y, como es costumbre, para hacerla hablar necesitaba darle cierta confianza, así que, sin más, se acercó para abrazarla, para ponerla en su regazo. Natalia disfrutó de aquel gesto casi maternal, y se relajó rápidamente.
―¿Hermana, te puedo platicar algo? ―preguntó Natalia.
―¿Claro, lo que tú quieras? ―contestó Mireya.
―Lo que pasa es que me habló un muchacho, pero no sé qué es lo que quiera.
―¿y quién es, si se puede saber? ― Mireya le sonrió para alentar a su hermana a confesarle sus secretos.
―Es uno de mi salón en la uní, se llama Gustavo.
―Ah, sí lo recuerdo, el que parece mensito. Nunca se peina y usa lentes, ¡jijiji! ¡No me digas que te gusta!
―Claro que no, pero no sé cómo decirle que no me hablé, porque siempre lo hace y sinceramente no me atrae para nada.
―Ay, hermana, ninguno te gusta, desde que naciste nunca has tenido novio. Ni siquiera te han besado ¡jajajaja!
―Mira quien lo dice, tú tampoco has hecho nada de eso, jajajaja ―comenzaron a reír las dos chicas, picoteándose la panza y jugueteando como dos queridas hermanas. Cuando se calmaron se miraron fijamente, las dos muy serias.
―Deberíamos empezar a buscar novio. Las chicas de nuestra edad al menos han tenido ya dos o tres en su vida. Creo que no es normal que siendo tan bonitas no le hagamos caso a ningún chico. Se ve mal ―le dijo Mireya a Natalia.
―Sí, yo también creo lo mismo. En la escuela algunos dicen que somos lesbianas, y por eso no se nos acercan. Muchos chicos lo creen equivocadamente, pero si supieran que no es eso… ¿Que diría mamá si nos viera en esta situación? ―se preguntó Natalia.
―Seguramente se preocuparía ―opinó Mireya―. Pero mejor piensa en papa.
―Sí, también papá, pero es que mi mamá es mi mamá, y no puedo quitarme de la cabeza el accidente, de verdad que no puedo ―Natalia una vez más abrazó a su hermana. La joven era muy sentimental y eso provocaba que rápidamente rompiera en llanto. Mireya la recibió con los brazos abiertos; ella era un poco más fuerte, tanto que se daba a la tarea de consolar a su tierna hermana gemela cada vez que lo necesitaba.
―No llores, hermanita. Yo también me siento mal, pero hay que salir de este agujero. Ya somos unas adultas y si no comenzamos a vivir y olvidar, después va a ser mucho más difícil. Ya lloramos suficiente a mamá, debemos dejarlo atrás y seguir con nuestras vidas. Prométeme que lo intentaras ―Mireya miró fijamente a su hermana. Con su mano retiró las lágrimas del rostro de Natalia, esta movió la cabeza en señal de afirmación, aceptando que se esforzaría en olvidar y ser más fuerte en el futuro.
―Tienes razón, hagamos un esfuerzo y sigamos adelante.
Así, con esta promesa, las hermosas hermanas terminaron la conversación para disfrutar de una buena película, y relajarse después de un día de estudios.
Camilo era el chofer de la familia, lo había sido desde hace mucho tiempo y tenía la total confianza de Ricardo, pues si no fuera así nunca habría dejado solas a sus pequeñas con él. Aunque, de todas formas, solo por precaución, tenía prohibido entrar a la casa. El viejo, a sus cincuenta y cinco años, había estado envuelto en varias decepciones amorosas, lo cual provocó que su modo de ver las cosas cambiara. Antiguamente él era muy risueño y servicial con las pequeñas, a las que había visto crecer envueltas en una nube negra de intranquilidad. Por esta razón no chistaba cuando las jovencitas le pedían alguna cosa, siempre amable y comprensivo, así era, al menos en un principio.
El viejo no era casado y nunca había tenido suerte en el amor; las mujeres lo dejaban con gran facilidad, sin ningún arrepentimiento huían de él al ver que nunca se superaría, al ver que se descuidaba con los años; pues estos no tenían compasión alguna con él, haciendo que le creciera la barriga, haciendo que su cabello se esfumara, dejando solo el recuerdo de lo que fue sobre sus orejas. También su vista había sucumbido a la crueldad de la edad, pues hace poco había empezado a usar lentes tipo botella para poder leer y conducir. Odiaba usar en su cara ese armazón, era un cruel recuerdo de la perdida de la escasa galanura que alguna vez había tenido.
Cansado de esperar a la mujer de sus sueños, Camilo comenzó a ver con malos ojos a las chiquillas que por aquellos tiempos acababan de cumplir la mayoría de edad. Con el tiempo y la cada vez más notoria belleza sexual de aquellas beldades, su deseo se volvió obsesión, y luego esa obsesión se convirtió en lujuria. Al ver todas las noches a través de las ventanas a las gemelas pasearse por su casa en diminutos atuendos para dormir sus deseos no dejaban de crecer en lo más profundo de su ser. Amaba sus piernas desnudas; le encantaba mirarlas como se sentaban a disfrutar el Netflix noche tras noche. Al principio solo era mirar, ya que no tenía mucho tiempo para desahogar su lujuria, pues su patrón llegaba y con esto la diversión terminaba. Todo cambio con las largas salidas de Ricardo, las cuales se empezaron a volver más y más frecuentes.
Sin embargo, Camilo seguía guardando las apariencias, era muy amable con este par de hermosuras, siempre atento a lo que necesitaban. Sabía muy bien la situación por la que pasaban pasando y no le costaba complacerlas. En extraña y casi forzada introspección, comenzó a pensar que todo lo malo que le pasaba era culpa de ellas; las rupturas tremendas con sus mujeres, la manera extraña en que él vejeció, la molestia que sentía en sus pantalones al observar a tremendos bombones y otras cuantas situaciones sin sentido, todo, pero absolutamente todo, se lo adjudicó al hecho de preocuparse más por ellas que por su vida amorosa y social. Él no lo admitiría nunca, pero todo eso no era más que un pretexto que buscó inconscientemente para no sentir ningún remordimiento de lo que pretendía hacer.
El auto que usaba Camilo en su divino trabajo era un Cadillac ATS, muy espacioso y totalmente lujoso. El viejo se sentía en las nubes mientras lo manejaba, y, sentado cómodamente en el asiento del conductor, podía ver perfectamente lo que hacían las dos señoritas. Colocaba el auto en dirección al ventanal de la casa y daba rienda suelta a sus asquerosas manoseadas de pinga. Con una mano se jalaba fuertemente el camote y con la otra sostenía unos binoculares de largo alcance, de esos que usa el ejército, para espiar las deliciosas formas juveniles de las hermosas hermanas. Cada vez que hacía sus cochinadas daba gracias al tipo que le había vendido ese valioso artículo, pues, según él, desquitaban cada peso gastado.
Era hermoso espiarlas en diminutas prendas de dormir, pero su lujuria crecía con cada noche espiándolas, con cada paja dedicada a sus hermosos, florecientes y delicados cuerpos de adolescentes. Pero se tranquilizaba prometiéndose que eso era solo el principio de sus asquerosas fechorías, pues el indigno hombre ya tenía en marcha un plan para llevar todos sus deseos a otro nivel.
UN MES ATRAS
Camilo paseaba por el mercado de pulgas. Refunfuñaba como siempre, arto de la gente; si por él fuera mataba a todos para que lo dejaran de empujar. Se encontró con un puesto ilegal, de esos que están tendidos en el suelo listos para huir en caso de que aparezca la poli. Sobre la manta que servía de vitrina, había una buena cantidad de cámaras, celulares, radios antiguas y televisiones que ya nadie usa. A un costado del puesto una jovencita nalgona tomaba un oso de peluche; el viejo se saboreó el trasero de la despreocupada chica cuando preguntaba por el precio del maltratado peluche. Tanto ella como Camilo se fueron de nalgas cuando el dueño le dijo que costaba seis mil pesos. La jovencita dejo el oso tirado donde lo había encontrado y siguió su camino.
Entonces Camilo se acercó pues sintió curiosidad por el precio tan alto del peluche, si el oso en cuestión no era nada bonito, solo era un juguete maltratado con un ojo más grande que el otro, aparte se veía sucio y descuidado, como si alguien hubiera derramado un líquido viscoso sobre de él. Las patas solo eran cuatro bolas divididas del cuerpo por ligas; se notaba que el peluche era de una pieza y le habían amarrado eso para crear el efecto de patas. Las orejas ni siquiera eran de peluche, eran dos cartones duros pintados, y las costuras gastadas estaban a punto de reventar.
―Amigo, si lo das tan caro seguro nunca lo venderás ―le dijo al vendedor, tomando el mismo peluche y moviéndolo de un lado para otro burdamente.
―¡Jejeje! Deje al oso en paz. Es caro, ¡sí, sí, sí jejeje!, pero a usted si le puedo decir por qué; a esa putita que preguntó no le incumbe este negocio ―le dijo el tipo.
Camilo sintió un escalofrió al escuchar la voz de ese turbio sujeto, tenía la voz de una bruja escaldufa. El viejo se acercó abrazándolo del hombro y casi en el oído le comenzó a decir todo acerca de ese artefacto feo, corriente y sucio.
―Este osito es muy especial ―le dijo―. Contiene una minicámara 4k en el ojo; no hace ruido; no tiene luces que lo delaten; no pesa absolutamente nada como tú ya notaste, y toda la transmisión la puedes ver desde cualquier lugar a menos de ciento cincuenta metros en esa pantalla inalámbrica. ―El viejo apuntó una pantalla que estaba entremedio de los cachivaches electrónicos que vendia―. También graba veinticuatro horas seguidas. Jejeje, te lo digo porque se ve que tú eres del tipo que vigila a su sobrina todas las noches; que graba tangas a mujeres con falda en la calle o las manosea en el camión. ¡Mmmmmm!, jejeje. ¡Ricos manoseos! ―terminó exclamando el viejo, dejando helado y sorprendido a su posible cliente.
Camilo volvió a mirar el oso de peluche. Ahora con una expresión bastante más interesada, como si el mugriento juguete se hubiera ganado su respeto.
―Anda, llévatelo ―lo tentó el vendedor―. La putita que vas a espiar está deseosa de ser inmortalizada. Te aseguro que sirve pues yo mismo la armé, y si no es verdad que me caiga una nalga bien apetecible en la cara. ¡Jaajaja! ―El vejete se retiró a seguir atendiendo a la demás gente. Camilo se quedó boquiabierto y temeroso, pues ese vejestorio tenía toda la pinta de haber pisado la cárcel, seguramente por delitos sexuales.
―Por eso me gusta hacer tratos con hombres lujuriosos, pagan lo que sea por una buena cámara espía. Disfrútala y que la putita esa te de horas y horas de felicidad. ¡Jejejejeje! ―le dijo el vejete vendedor cuando le termino comprando el juguetito.
Ya de vuelta, con el oso tirado en el asiento junto a él, sus manos apretaban el volante, ansioso y temeroso, mientras pensaba en lo arriesgado que era hacer lo que se proponía. ¿Y si lo descubrían? Sentía las mismas ansias que un niño al llegar a su casa después de haber hecho la cimarra.
Unos días después al fin pondría a prueba su nueva adquisición.
Todo el trayecto repaso el plan. La cámara funcionaba perfectamente, pues la probó varias veces la noche anterior. Cada vez estaba más cerca de la Universidad, y en Camilo aumentaba la ansiedad. ―A la que le guste, a la que le guste ―iba musitando una y otra vez mirando de reojo al osito recargado en el tablero del carro.
Llegó a la Universidad y se estacionó donde siempre. El chofer sudaba frio, la ansiedad lo mataba; no podía más, no aguantaba tantos nervios. ―Me van a descubrir, me van a descubrir ―se repetía ahora. Las chamacas no aparecían; se asomaba para todos lados, buscándolas, y rápidamente volvía a mirar al oso ahí sentado con ese ojo observándolo. Le pareció más evidente que nunca el pequeño lente de la cámara. ―¡Se ve!, ¡se ve!, esto no va a funcionar. ―Estiro la mano para tomar al oso y esconderlo, pero justo en ese momento aparecieron las gemelas.
Hermosas, iguales, pero a la vez distintas. La sexy Mireya caminaba risueña y cansada después de un día de clases, con su cabello recogido en forma de coleta, vestida con una playera tipo polo verde que hacía juego con sus felinos ojos; un pantalón de mezclilla negro que dejaba ver su figura de mujer en plena madurez sexual, y unas botas de punta que le llegaban a media pierna. A su lado venía la inocente Natalia, con su mochila colgada del hombro derecho y sosteniendo tres libros en su brazo izquierdo. La chiquilla caminaba un poco más cabizbaja, seguramente por el cansancio del estudio. Su cabello caía bien alisado cubriendo la mitad de su rostro; se veía tan inocente portando ese vestido de floreado color crema que le caía casi a la rodilla; sus piernas bien cubiertas por unas medias de naylon blancas y calzando esos zapatitos de taco corto color rosa.
Poco a poco la mano de Camilo bajo, desechando la oportunidad de hacer lo correcto. La ansiedad y el temor que sentía se volvió deseo y lujuria. La maldad volvió a ganar y Camilo se acomodó la gorra para salir a recibir a las dos señoritas. Les abrió la puerta y ambas bellezas subieron al vehículo.
―Qué feo oso, señor Camilo. ¿Es suyo? ¿Puedo verlo?
A Camilo se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Mireya había sido la ganadora, a ella le daría el oso, pues fue la primera en mostrar interés por él. El viejo esperó un semáforo y enseguida se lo pasó. La prueba para cerciorarse de que la cámara pasaba inadvertida estaba a punto de comenzar.
―Está feo. Parece que lo hicieron con los pies. ―Mireya lo miraba extrañada. Qué hacía un hombre con un oso tan feo, se preguntaba. Y ¿por qué estaba tan mal hecho? Qué feas costuras, qué feo peluche. Incluso estaba sucio.
Al volante, Camilo trataba de observar todo lo que pasaba atrás. Mireya rasco con su uña el ojo más grande. Parecía que tenía algo dentro. Camilo comenzó a sudar pensando en que la chica había descubierto la cámara.
―Pues a mí me parece bonito, está muy gracioso el osito. ―Natalia le arrebató el oso a su hermana. Parecía que eso de quitarse las cosas de las manos era una mala costumbre entre ellas. La hermana más tierna lo abrazó llevándolo a su pecho, para después devolvérselo al chofer.
El resto del viaje transcurrió con total normalidad: las jovencitas platicando de su día de estudio mientras Camilo manejaba en silencio.
Llegaron a la casa y el chofer, como siempre, se detuvo, se bajo y les abrió la puerta como un buen sirviente. Las gemelas bajaron sus preciosas formas del lujoso auto con sus mochilas al hombro.
―Señorita, espere un momento, por favor ―llamó Camilo a Natalia, evitando así que entrara a la casa tras su hermana. Se acercó nervioso con el oso en la mano, pues nunca hablaba de más con ellas.
―¿Sí, dígame, Camilo? ―La chica regresó bajando los escalones de la entrada, mirando como Camilo se acercaba a ella rápidamente. El chofer, transpirando, llegó a su lado, como un manojo de nervios estiró la mano para ofrecerle el oso.
―¿Podría usted guardármelo? Era de mi hija, que murió muy pequeña. No lo quiero tirar, pero tampoco quiero tenerlo en la casa. Este oso me la recuerda mucho y creo que si está ahí nunca lograré recuperarme de su pérdida ―le dijo el chofer simulando congoja.
A la chica enseguida le vino a la mente su madre; ella estaba en la misma situación, su empatía surgió enseguida. ―Pobre señor Camilo, el también sufre ― pensó la gemela mientras estiraba la mano para recibir el viejo peluche.
―Solo un pequeño favor: si es posible que lo pudiera poner en un lindo lugar, donde no se maltrate, y así un día me lo pueda devolver ―le terminó de pedir Camilo con la pena estampada en la cara.
La jovencita casi suelta una lagrima. Incluso estuvo a punto de abrazar al pobre chofer.
―Claro que sí. Prometo que cuidaré de él. Y no se preocupe, sé exactamente dónde ponerlo; le aseguro que ahí no le pasara nada. ―Sin más que decir, Natalia se alejó, dejando en la entrada a un chofer en apariencia triste, en realidad mentiroso y pervertido.
Camilo subió al auto sudando de excitación. La espera fue larga, pero al fin encendía esa pantalla algo más grande que un teléfono celular. Tembloroso, presionó el botón del artefacto que le permitiría ver las imágenes que captaba la cámara oculta en el ojo del oso de peluche. Al instante la pantalla se llenó de estática; trató de ajustarla, pero no obtuvo resultado alguno. Apretó una y otra vez los botones tratando de guiarse por el instructivo.
―DEJAR APRETADO EL BOTON POWER 5 SEGUNDOS PARA ACTIVAR CAMARA ―leyó en voz alta―. 1, 2, 3, 4, 5 ―contó luego con voz nerviosa dentro del auto. La pantalla se fue a azul. Camilo recorrió el aparato buscando arreglar la falla―. ¡Cacharro de porquería! ―se molestó. Se puso a apretar todos los botones, desesperado y cada vez más enrabiado, hasta que llegó a los de volumen.
―En este lugar te conservaras bien osito, para cuando el señor Camilo te quiera de vuelta ―escuchó de pronto y rápidamente volvió a mirar la pantalla. Ahí estaba, al fin, Natalia, como una hembrita esculpida por el mismísimo dios Zeus.
La gemela se encontraba en ropa interior acomodando al oso en su tocador. La jovencita no tenía muchos menjurjes femeninos, lo que facilitó buscarle un lugar al oso. Luego Natalia tomó asiento para acicalarse el cabello. El viejo babeaba al ver perfectamente en la pantalla el hermoso y juvenil rostro de la inocente chica.
Natalia se miraba al espejo mientras cepillaba su cabello queriendo desenredarlo. En su rostro se mostraban los típicos gestos de leve dolor al jalar con el cepillo. Camilo no podía apartar la mirada de esos hombros desnudos, de ese tirante del sujetador rosa, del cuello largo cual cisne, del comienzo de sus pechos, del principio de esas mamas que se movían hermosas con cada respiración de la chamaca.
Entonces comenzó lo bueno.
El viejo pervertido abrió tremendos ojos cuando Natalia, muy femeninamente, dejó el cepillo en el tocador para enseguida tomar el broche del sostén y abrirlo, liberando esos hermosos pechos de forma perfecta. La chica los tomó de la base, apretándolos el uno contra el otro, para después soltarlos y dejar que las mamas dieran un brinquito y volvieran a su posición original.
La muchacha lo hacía una y otra vez, enloqueciendo al viejo. Este no apartaba la mirada, estaba hipnotizado por esos pechos con los cuales jugaba su dueña. Los pechos brincaban una y otra vez, mientras Natalia las observaba detenidamente, como preguntándose que tan hermosos y desarrollados los tenía. ―Esas tetas son perfectas. No he visto tetas tan perfectas en toda mi vida ―pensaba el viejo chofer.
―¿Mis pezones serán lindos? ―Natalia pasaba las uñas de sus dedos rozando los chuponcitos, observándolos. Tocaba la aureola rascando un poquito, sonrojándose, inquietándose. Sus pupilas se dilataban con cada roce.
―Tienes los pezones más suculentos. Los dejaría marcados, los mordería hasta provocar que dieran leche ―le decía el viejo totalmente caliente, mientras Natalia se mordía los labios presa de un calor que se acumulaba en su vientre, que la hacía respirar agitada, que le provocaba rascar esa parte de su anatomía con más vigor.
―¡Ya bastaaa! ¡No puedo hacer esto! ¡No quiero hacerlo! Natalia, contrólate. ―Abruptamente retiró sus manos. Unas cuantas gotas de sudor se veían en su frente; la inquietud juvenil provocada por el tocamiento disminuyó y su respiración regresó a la normalidad, mientras el viejo chofer se tomaba la verga con fuerza, esperanzado en que la muchachita recapacitara y terminara en la cama manoseándose como cualquier fulana de esquina.
Natalia se levantó aún inquieta. Camilo volvió a frotar su pinga cuando observó que la gemela bajaba su ropa interior para hacerla caer hasta sus tobillos, dejando ver su pequeña hendidura de amor. Lo que Natalia tenía entre sus piernas era tan bello que Camilo casi vomita de gusto al ver que su sueño se cumplía, al pensar que Natalia se tiraría a la cama, abriría lo más que pudiera las piernas y comenzaría la mejor escena masturbadora que una jovencita puede escenificar.
Para desgracia del viejo libidinoso esto no sucedió y Natalia desapareció de la pantalla. Camilo tomó una palanquita que estaba al lado y la giró en dirección a donde la chica había desaparecido; alcanzo a ver que Natalia entraba al baño, o eso le pareció.
Cinco, diez, quince minutos. Camilo ya había perdido todo rastro de erección; se consolaba tomando su verga con la punta de los dedos queriéndola estirar, y maldijo; maldijo terriblemente cuando Natalia regresó, bañada y cambiada, secando su cabello con una toalla blanca. Pero luego el viejo comprendió que era un comienzo bastante auspicioso para sus planes.
El oso se quedó en la habitación, y Camilo se regaló unas buenas calentadas con la jovencita, la cual le daba tremendos espectáculos al llegar de la Universidad, al despertar, al irse a dormir y cada vez que se vestía para salir a algún lado. Incluso, en ocasiones, tocaba sus senos buscando, desando cosas que su cuerpo le pedía al no tener un novio con quien apagar la flama que poco a poco crecía en ella. La edad le pedía hombre, pero ella no comprendía lo que necesitaba, simplemente hacía lo que la naturaleza le demandaba. Constantemente se encontraba erizada, pero nunca sucumbió a esas necesidades, la cordura le llegaba en el momento justo; apenada, cortaba de lleno ese misterioso deseo que no dejaba de acosarla, y que crecía dentro de ella cada vez con más fuerza.
Para Camilo esto era muy frustrante; la chica siempre lo dejaba con verga erecta, estaba harto de terminar el trabajo que le correspondía a la chica visitando páginas para adultos. Pensó que había sido un error el escoger a Natalia, pues Mireya siempre le parecía más caliente para esas cosas. Por otro lado, Natalia era más inocente y eso le atraía. Soñaba con desflorar a lo que él se refería como “el ser más tierno del mundo”; esto era verdad pues, aunque Mireya parecía más mujer, lo que le atraía al chofer era ese aire de inocencia en la gemela menor, así que prefirió seguir espiándola convencido que un día Natalia caería en sus redes, o al menos terminaría sucumbiendo a sus deseos tirada en la cama, metiéndose los dedos en su jugosa conchita abierta de patas como cualquier fulana, gritando de placer, dejando de lado los tabúes de la masturbación femenina. Camilo estaba seguro de que solo era cuestión de tiempo para que pasara, y cuando esto sucediera el estaría en primera fila, mirando como Natalia crecía como persona, dejando atrás la inocencia para dar paso a la caliente adulta que pedía a gritos salir para nunca desaparecer.
Ricardo bailaba alegremente con las muchachonas de aquel centro de recreación para adultos. Bailaba salsa, cumbia y merengue, al mismo tiempo que Manuel se empinaba el vaso junto a su respectiva apuchacha (puta/muchacha). A lo lejos una mirada femenina se posó en el mejor bailarín del lugar. La atenta mujer se mojó los labios jugando con uno de sus mechones mal pintados, sus pupilas se dilataron al ver a tan jugoso espécimen masculino; era guapo, sabía bailar, y aparte de todo tenía facha de riquillo. Se preguntó si sería casado, divorciado o viudo. De todas maneras, a ella le daba lo mismo, el hombre ese caería redondito a sus pies.
Esa señora de piel apiñonada bajó las escaleras como una reina. Los hombres que ya la conocían enseguida la rodearon rogando por una pieza de baile. De antemano sabían que la hembra cobraba por pieza y no era nada barato, pero no importaba con tal de tener el privilegio de manosear durante el transcurso del baile a una hembra de tamañas dimensiones.
Aunque Ricardo bailaba con una rubia oxigenada de buen ver, la hembra morena caminó por todo el tugurio segura de sí misma, esperando llamar la atención del hombre que no paraba de mover las piernas dando cátedra de danza.
La señora recorrió el congal como si fuera suyo, saludando a sus conocidos, que la invitaban eufóricos a sentarse; pero la mujer los rechazaba, estaba empeñada en conocer al entacuchado que había rescatado en la entrada. Sin más, y con aires de grandeza, pasó moviendo sus anchas caderas delante de él.
Por fin la notó. La hembra sintió la mirada de Ricardo recorrerla de pies a cabeza, que dejó de bailar y posó sus ojos en esas carnes deliciosas, en esas caderas anchas y esa cintura diminuta, en esas piernas macizas, duras como troncos y suaves como seda. ―¡Qué mujer! ―se escuchó decir el hombre que no podía despegar la vista de tan caliente y femenina teibolera.
Ricardo la observó con más atención. Por un momento creyó que sería fea, pero se equivocaba, la mujer tenía un rostro muy lindo, de hembra en plenitud. La señora se carcajeaba con un par de tipos rancheros que habían sido los privilegiados de disfrutar de su compañía. La miraba mientras Manuel se agasajaba con una putona, observando como cruzaba la pierna dejando ver más de la cuenta, como reía a carcajadas, como la manoseaba el ranchero subiéndole el vestido. Mientras más la miraba, más detalles lindos le encontraba: sus ojos negros profundos bien maquillados y delineados, sus labios gruesos le recordaban a los de Angelina Jolie, su cabello largo y rizado, sus hermosos pómulos, su linda nariz; todo en ella encajaba a la perfección.
Ricardo no quería dejar de mirarla, pero las ganas de orinar de repente lo apremiaron, así que se dirigió al baño. Mientras orinaba, se preguntó: ¿quién será?, ¿Qué motivos tendrá para trabajar aquí? ¿Cuál será su historia? No entendía por qué estaba tan nervioso, si solo se trataba de una puta cualquiera. Se estiró un poco, pues el alcohol ya le empezaba a pesar. Salió del baño y, para su sorpresa, se encontró frente a frente con el mujeron del lugar.
―¿Me vas a invitar una copa?, o ¿eres de esos a los que les gusta solo mirar? ―le preguntó la mujer. Ricardo se erizó. La hembra era tan alta como él.
―¿Haces privados? ―contestó Ricardo cerca de su oído.
La hembra se irritó un tanto por la pregunta, pero no lo demostró. ―Qué voz tan varonil ―pensó, mientras lo tomaba de la mano para guiarlo a la parte más alejada y tranquila del congal.
Así fue como Ricardo conoció a esa mujer. Después de un tiempo conoció su historia y se convirtió en su protector, en su enamorado, y se encargó de concederle todos sus gustos y comodidades. Pero, lamentablemente, también descuidó a sus hijas, todo por pasar tanto tiempo con la fémina del congal.
El oso que compró valía su peso en oro. Camilo estaba muy complacido con la compra de ese peluche. Con su ayuda había vulnerado la intimidad que Natalia pudiera alguna vez haber tenido. Ella, sin saberlo, le regalaba horas y horas de desnudos, los cuales eran guardados con recelo en la memoria de la cámara. El chofer era el único que conocía aquel hermoso y virginal cuerpo. Su nuevo pasatiempo era buscar nuevos lunares en el cuerpo de la hermosa joven, preguntándose si su hermana Mireya tendría las mismas y singulares marcas corpóreas.
Un día, Camilo forzó las cerraduras de la entrada a la casa. Lo había pensado con anterioridad, pero nunca se había atrevido a hacerlo. Sin embargo, ahora lo movía la lujuria, el deseo, la desesperación. Natalia se había convertido en su obsesión; ella era la única dueña de sus corridas y de todos sus pensamientos pecaminosos.
Cuando estuvo en su habitación, el chofer se masturbó fuertemente en la angelical cama de Natalia. Jaló su verga envuelta en uno de sus calzoncitos y cerró los ojos, soñando cómo la gemela lo cabalgaría. Sonrió al imaginar la cara de su nena deseosa y descompuesta. El asqueroso hombre se concentró en crear en su mente unos tiernos gemiditos, así como el típico sonido de las nalgas al chocar con su herramienta.
El viejo sudaba con aquella horrenda y vil masturbada; y susurraba su nombre mientras seguía despellejándose.
―Natalia…, pendeja…, Natalia.
La voz de Natalia se hacía presente gritando su nombre, pidiéndole un hijo, asegurándole ser su hembra. Camilo, hincado en la cama, follaba la almohada, restregando en ella la pinga, cubriéndola con fluidos que no pudo retener.
―¡AAARRRGGHHH! ―retumbó en la habitación. La leche amarillenta dejó una buena mancha en la ropa de cama. Su cuerpo maduro quedó satisfecho. Respiró profundamente. La pureza de las sabanas había desaparecido, pues ahora tenían la esencia del chofer, el sudor de un cincuentón anhelante por desflorar a una tierna señorita.
―¿Qué debo hacer para que seas mía? ―preguntó al vacío―. Vendería mi alma al diablo por estar dentro de ti. ―Cerró la puerta y se alejó de la habitación. Había dejado la cama impregnada con fluidos destilados de su cuerpo en decadencia. Dejó la mancha de semen resecar en la almohada. No la limpió, fantaseando con que Natalia la usaría y eso contaría como haberse corrido directamente en su rostro.
Las chicas llegaron a casa. Su padre no llegaría, pues desde hace rato estaba distraído en otros menesteres. A Camilo ya no le importaba quedarse en el auto, pues en su cuchitril solo lo esperaba la soledad, el frio, y la suciedad. Sin embargo, sentado frente al volante esperaba con paciencia, observando con atención lo que captaba la cámara. Con suerte sus bombones saldrían desnudas y calientes buscando macho, y el podría ser el encargado de apaciguar aquellos deseos de jovencita. Eso era lo que al chofer le gustaba imaginar.
La vida de las chicas transcurría de otra manera; presas en su hogar sin darse cuenta de las malditas intenciones del hombre que se supone debía cuidar de ellas, adentradas en sus libros y en sus traumas infantiles. En algunas ocasiones tenían deslices, típicos de cualquier jovencita. La inquieta Mireya pasaba ratos desnuda examinándose, pretexto perfecto para así poder tocarse sin sentir vergüenza, ya que un profundo ardor intentaba consumir su cuerpo. Natalia, por su parte, soportaba más estos calores, aunque de vez en cuando sentía picores en su pelvis, cosquillas apenas soportables que poco a poco la motivaban a abrir las piernas sin explicación alguna.
El disco de Mon Laferte se escuchaba por toda la sala. Natalia extendió sus libros por toda la mesa para estudiar y hacer sus deberes. Mireya se relajó en un cómodo sillón leyendo canción de hielo y fuego. No cruzaban palabra, lo harían cuando comieran o cuando miraran su película, como todas noches.
Natalia había postergado un trabajo, ahora este se unía a las nuevas tareas escolares. Se esforzaba por cumplir con todo, pero era demasiado. Aunque se consideraba hábil para utilizar la Laptop, dudó que pudiera terminarlo. Mireya bostezó, a ella no le importaban tanto sus calificaciones; no era floja, solo más despreocupada.
Al rato, cuando Mireya terminó de cenar, notó que su hermana aún no se despegaba de sus libros. La carrera de Mireya era más sencilla pues estudiaba relaciones exteriores. Por su parte Natalia estudiaba administración de empresas, sin duda alguna se preparaban para algún día heredar los negocios de su padre.
―Ay, hermana, no te apures tanto, recuerda que somos riquillas ―dijo Mireya tratando de bromear, aunque se avergonzó un poco al ver el empeño de su hermana, no sabía en qué momento ella había dejado ese esfuerzo por estudiar.
Natalia hizo una pausa y la miró. Era verdad lo que decía su hermana, pero ella deseaba estar preparada para el futuro.
―Mireya, si no estudias ¿cómo podremos ayudarle a papá? Un día heredaremos todo, y de nada nos servirán tantas empresas si no sabemos cómo hacerlas funcionar. Además, ¿qué tal si le pasa algo a nuestro padre? Si nos deja solas. ¿Qué haríamos? ¿Cómo defenderíamos lo nuestro?
Mireya se molestó por ese comentario. Su hermana solo pensaba cosas malas. Le dieron ganas de gritarle, reclamarle por pensar así, pero al ver su tierno rostro, entendió que lo decía sin malicia alguna, así que simplemente se despidió retirándose a su habitación.
Natalia terminó la larga sesión de estudios y tareas. Se concentró tanto que incluso olvidó cenar; tenía hambre, pero el cansancio era agobiante. Apagó la luz para después subir a descansar, mañana le esperaba un largo día escolar.
Sintió un olor rancio al abrir la puerta. Inhaló con gesto de asco; su recamara se veía limpia y no tenía animales como para que oliera tan raro. Quería abrir la ventana para que saliera el mal olor, pero estaba muy cansada.
Las marcas dejadas por el viejo tenían tiempo de haberse secado, dejando en su lugar un aroma a sudor y fluidos impregnados en las sabanas. Natalia quería darse un baño, pero ya era tarde; así que solamente se desnudó, quedando en interiores para después adentrarse entre las cobijas disponerse a dormir.
El aroma se hizo más fuerte. Su mejilla sintió la almohada áspera, como reseca, pero no le importó, mantuvo los ojos cerrados y trató de entregarse a los brazos de Morfeo. Sin embargo, no pudo dormir, la cama olía muy raro. Pensó en levantarse y cambiar las cobijas, pero se había acomodado tan bien que desistió de hacerlo.
Increíblemente el sueño se le comenzó a ir, y todo por culpa de ese extraño olor. Sintió inquietud en la calidez de su camita. Su respiración se agitó y mordió sus labios, dejándose llevar por ese raro instinto. ¿Qué era ese aroma? Olía a cuando su padre terminaba de hacer ejercicio, pero más agrio. Sin desearlo, su pierna derecha comenzó a acariciar la izquierda, en su vientre sintió un ligero hormigueo que se expandió a su ombligo y hacia abajo, hasta concentrarse en su zonita de amor.
―¡Aaaah! ¡Mmmmm! ―se escuchó levemente en la pantalla. El viejo chofer observó atentamente como la figura femenina de Natalia comenzó a retorcerse bajo el cobertor, en medio de la penumbra de la habitación.
―¡Lo va hacer! ¡Maldita oscuridad de mierda! ―gritó, desesperado, tratando inútilmente de ver en la oscuridad de la pantalla. De pronto distinguió como una mano se asomó para dejar caer un lindo sujetador.
―Natalia contro… contro…late. ¡Qué calor hace! ¿Qué está pasándome? ¡Aaaah! Esta desesperación. ¡Aaaah! ―La jovencita apretó sus piernas y mordió sus labios. Tomó su rostro, tapando su boca. Su frente sudaba; su cabello se le pegó a las mejillas; sus pezones se endurecían con cada respiración. No podía más, debía quitarse el sujetador, el roce la volvía loca. Se lo quitó y lo lanzo fuera de la cama. Apretó las piernas aún más fuerte, colocándose en posición fetal.
El olor a macho había despertado los instintos de hembra de la hermosa gemela.
Respiró agitadamente bajo las cobijas. Sabía lo que tenía que hacer, su vagina necesitaba un estímulo; sus pantaletas se comenzaron a mojar, lo podía sentir en la ingle. La manita de uñas cortas descendió, mientras sus pies seguían masajeándose, sus deditos recorrieron su vientre haciendo círculos, provocándole ricas cosquillas. Sabía que si continuaba la experiencia sería placentera.
Natalia llegó a sentir la tela de la pantaleta. Por un momento pensó en detenerse, pero el aroma a hombre no le tenía piedad; así que sin más rebaso la línea del encaje y sus pequeños dedos sintieron los finos vellos púbicos que circundaban su vagina.
―¡Aaaaaah! ―se escuchó en la oscuridad de la alcoba. Un toque parecido a la electricidad estalló en su entrepierna, llenándola de sensaciones placenteras. Enredó sus piernas, atrapó su mano entre sus blancos muslos, tembló. Constantes escalofríos llegaron a su cuerpo invitándolo a retorcerse. Desesperada, volvió a tapar su boca, tratando de acallar sus quejidos.
―¡Aaaaaaah! ¡Mmmmm! ―La tierna gemela no logró contenerse, los gemidos se escurrieron por entre sus dedos y rebasaron las cobijas; de su boca salieron lamentos entrecortados de mujer ganosa, caliente, deseosa. Su cuerpo ardía; sus nalgas se endurecieron con el escozor producido por sus propios dedos. Su nariz se estampó contra la parte reseca de la almohada, aspiró el aroma rancio, logrando azorarse mucho más.
―¡Aaauuch! ¡Aaaaah! ―Sentía su vagina inflamada y humedecida. Sus dedos habían entrado produciéndole un rico dolor. Natalia alargó la lengua, lamiendo la parte reseca de la almohada, aun sin entender por qué lo hacía. Su deseo por limpiar la resequedad aumentó, cada lamida crecía en intensidad. Terminó chupando la mancha rasgándola con sus dientes.
―¡Qui…quiero aca…baaaar! ¡Qui…ero ter…terminaaar! ¡Aaahhhhh! ―Sus piernas se estiraron firmes y juntas; abrió los ojos como platos cuando sintió los caldos salir de su vagina. Sudó como nunca antes entre las cobijas; su cabello enmarañado tapó su blanco y sonrojado rostro.
Poco a poco el delicado cuerpo regresó a la normalidad. El cansancio, producto del estudio y la masturbada, por fin logró derrotarla.
Camilo estaba boquiabierto.
―Lo sabía ―se dijo. Siempre supo que Natalia era una perra escondida tras la facha de una inocente jovencita. Su mano temblaba sosteniendo la pantalla de la cámara.
Su desesperación era abrumadora. Se bajó del auto y caminó como loco a su alrededor, murmurando. Natalia había perdido el control y debido a esa maldita oscuridad no pudo grabarla de buena manera. Su cabeza maquinó una atrevida idea producto del descontrol.
La calentura no lo dejaba pensar con claridad. Cometería una locura.
El viejo chofer se adentró en la vivienda. no supo cuando tomó las herramientas para forzar la perilla, ni mucho menos cuando logró abrirla. Sigiloso, caminó esquivando muebles en la oscuridad y tomó el barandal que conducía a la parte de arriba mientras sus ojos se acostumbraban a las penumbras.
Se movió con sigilo de gato. Podía escuchar los latidos de su corazón agitado. No sabía muy bien lo que intentaba hacer, solo podía pensar en las ganas de emboscar a la jovencita que se había transformado en una callejera ante su mirada. Camilo se adentró en la alcoba de Natalia. Sus sentidos se agudizaron al acercarse a la cama; y lo ayudaron a percibir la respiración de la gemela que dormía dulcemente, ignorante del peligro que corría.
Camilo, parado al pie de la cama, solo podía ver parte del rostro de la chica y las formas de su cuerpo cubierto por la ropa de cama. ¿Qué intentaba hacer? ¿Qué pasaría si la chica despertara? ¿Qué pasaría si lo descubría ahí parado? ¿Cómo explicara su presencia en la alcoba? Se tomó los cabellos, desesperado. ―No seas cobarde. Ya estás aquí, solo hazlo ―se repetía una y otra vez, dándose valor.
Al fin, tomó la cobija y la retiró de un tirón. Quedo totalmente maravillado por el espectáculo que se presentó ante sus ojos. Natalia estaba dormida cual bella durmiente; se veía tan tierna y dulce que el viejo sintió vergüenza de lo que tenía ganas de hacer.
La regordeta y ansiosa mano toqueteó la tierna anca de Natalia. Era muy suave y tersa. Se sintió orgulloso de haber sido el primero en tocar su anatomía. Degusto su espalda, recorriéndola suavemente, mientras se agachaba para absorber con su nariz los sabrosos olores de aquella jovencita que se encontraba noqueada por el cansancio escolar.
Recorrió su piel probándola con ligeros besitos; probó su desnudo hombro con su lengua; viajó por su espalda, ensalivando su columna; se detuvo en las caderas; degustó las curvas florecientes casi mordiéndolas, para después besar sus hoyuelos de venus. Natalia no se movió, se encontraba noqueada por el cansancio. Camilo escuchaba su pesada respiración. Su mano masajeó con cariño las nalguitas de las cuales se declaró dueño.
Se retiró un poco mientras bajaba el cierre de sus pantalones; lanzó un escupitajo a su mano, el cual serviría como lubricante para poder toquetearse. En la habitación se empezó a escuchar el ruido del masajeo vergal, a la vez que el muy canalla toqueteaba las nalguitas expuestas de Natalia, una y otra vez, con la punta de su capullo.
Ansioso, Camilo abrió las nalgas y contorsionó sus dedos para deslizar a un lado la tela del pequeño calzón. Ante él apareció el hoyuelo anal, esa virgen hendidura que parecía lo llamaba, invitándolo a entrar.
―Será mío ―susurró―. Tiene que ser mío. Aaarrggh. ―Su verga explotó, lanzando cantidades de semen que fueron a dar directo al precioso y joven culito, dejándolo cubierto de lechoso producto amarillento.
Exhausto, apenas creyendo la locura que estaba cometiendo, Camilo arregló su ropa y salió de la casa tal como entró, como un fantasma.
Por la mañana, todo transcurrió con normalidad. Las chicas se subieron al auto para dirigirse a la universidad, mientras Camilo manejaba con una sonrisa en el rostro. Mireya bostezó, preparándose para un largo día de estudio. Natalia trataba de repasar la presentación que había preparado, pero no podía concentrarse. A su mente llegaron recuerdos de lo que había hecho durante la noche y del olor que, de cierta manera, la obligó a tocarse. Ahora que lo pensaba, ya había sentido esa fragancia. ¿Dónde, dónde?, se preguntó intranquila.
«Creo que fue el en auto, un día que hacía mucho calor― se dijo―. Fue rico eso que hice ayer. ¿Por qué abre amanecido tan pegajosa de mis partes? ¿Seré de esas que tiene mucho flujo? ¡Ya!, Natalia, concéntrate en la presentación ―se recriminó, y se sonrojó por los pensamientos raros que tenía después de su primera masturbada.»
―Vas a ser mía, chamaca. No me importa lo que pase. Tú cuerpo brincara sobre el mío, tu anatomía soportara el peso de la mía, y… no sé, tal vez te preñe y terminemos como una linda familia ―dijo para sí Camilo, mientras examinaba el caminar de Natalia por el espejo retrovisor. El chofer observó la joven se perdía entre la gente en la entrada de la universidad. Pactó con el diablo tener una oportunidad; rogó que algo pasara o alguien llegara; que el universo se acomodara para poder tener a la gemela encamada.
Ricardo salió de la casa de su enamorada. Había pasado la noche con esa mujer, aquella que conoció en el tugurio. La hembra lo despidió agitando la mano envuelta en una sexy bata. Llevaba dos meses sin trabajar; Ricardo había prometido mantenerla si le prometía dejar esa vida inmunda.
―No me importa dónde te conocí. No me importa que tengas una hija, o que yo tenga a las mías. Lo único que me importa son los sentimientos que tengo. ¡Te voy a convertir en mi esposa! ―dijo Ricardo en voz alta mientras contemplaba desde su auto a esa hembra, a esa mujer que lo había embrujado con ese rostro maduro y hermoso, con esos senos majestuosos. Recordó esa vagina, cómo soltaba abundantes caldos, igual que la de una jovencita; esa breve cintura que daba forma a las caderas y nalgas más carnosas en las cuales hubiera posado sus manos; y esos muslos y pantorrillas endurecidos por el ejercicio.
El hombre se convenció de que era la sustituta perfecta, y no la dejaría ir solo por haberla conocido en un congal.
CONTINUARÄ