Las fiebres de la marquesa
Visita entreverada y escabrosa a algunas de las tradiciones más verdes de don Ricardo Palma en el Perú colonial, en relación con la antigua generosidad de algunos maridos que se hacen cómplices de las andanzas eróticas extraconyugales de sus medias naranjas.
LAS FIEBRES DE LA MARQUESA
Visita entreverada y escabrosa a algunas de las tradiciones más verdes de don Ricardo Palma en el Perú colonial, en relación con la antigua generosidad de algunos maridos que se hacen cómplices de las andanzas eróticas extraconyugales de sus medias naranjas.
LAS FIEBRES DE LA MARQUESA
A Don Ricardo Palma, con permiso y sin ofensa
Hombres hay que dicen (¿habrá bellacos?), que las tortillas de una misma gallina vuelven amarga la cocina, o, lo que es lo mismo, que es mucha plepa resignarse a no mudar de compañera y quedarse con las ganas de probar la fruta del cercado ajeno. Si por algo ha hecho furor el baile de cuadrillas es porque el cambio de parejas hace imposible la monotonía.
Será por esa afición natural al cambio de dieta, que nosotros, los hombres pícaros y glotones, nos imaginamos que han de ser verdad evangélica aquellos versecitos de Garcilaso, el exquisito poeta toledano.
Flérida, para mi dulce y sabrosa,
Más que la fruta del cercado ajeno.
Pero si los varones vemos a la mujer ajena como manjar delicioso, del que muchos buscamos saborear con discreción y a escondidas, es el caso que tampoco las faldas nos van a la zaga y muchas discurren que, habiéndolo dicho el poeta, la frase vale para ellos y para ellas. Al fin de cuentas, las mujeres guapas encuentran la prueba en los asedios varoniles que parecen aumentar después de casadas, pues muchos varones piensan que, habiendo mediado bendición de cura, las mujeres parecen volverse más apetecibles que miel para las moscas, y por su parte, muchas mujeres descubren que después de casarse, se les abre un apetito voraz que hasta entonces estaba adormecido.
Hasta allí, todo puede explicarse con aquella propensión tan humana a probar lo novedoso y a buscar con afán lo prohibido, pero, ¿cómo entender la curiosa generosidad de algunos maridos que se hacen cómplices de las andanzas eróticas extraconyugales de sus medias naranjas y hasta parecen disfrutar cuando saben que la fruta propia endulza los dientes de otro comensal?
Sobre esta inclinación de algunos maridos es prudente hablar en voz baja, porque es tema que merece discreción y en algunos casos, hasta respeto, ya que no es lo mismo un simple cabronzuelo, que cede a su mujer por conveniencia o dinero, que un hombre generoso que al ver disminuida su potencia por los años o por cualquier achaque, decide conceder a su mujer una discreta libertad para que disfrute lo que el no puede darle. Tampoco puede compararse al cornudo engañado, que es el último en saberlo, con el marido complaciente y liberal que, en busca de experiencias nuevas para él mismo y para su consorte, permite o propicia encuentros discretos para que su mujer también pueda saborear las delicias de la fruta ajena. Dicen algunos que estos acuerdos conyugales son el mejor remedio para los celos.
Sin embargo, esa actitud de desprendimiento no siempre es bien entendida y suele confundirse con los cuernos comunes y corrientes, con lo cual los aficionados a esta golosina quedan librados a la burla y el escarnio. Vayan aquí un par de ejemplos:
En 1560, era Trujillo del Perú un pequeño infierno, hervidero de chismes y murmuraciones, a causa de unos anónimos pasquines que en las calles de la ciudad habían empezado a aparecer misteriosamente. Casi todos los carteles eran ataques a la honra de las mujeres, madres o hijas de las casas agraviadas y, aunque muchas de ellas serían puras invenciones, conviene revisar algunas para ver cómo se concebía las mayores afrentas a la honra conyugal. Por ejemplo, cierta mañana había aparecido en la puerta de un gran personaje de muchas campanillas, este cartel con letras gordas como el puño:
La señora de esta casa
Es jardín bien atendido.
Dos jovencitos la abrazan
En presencia del marido.
Aquí comen en un plato,
Perro, pericote y gato.
No hay cómo verificar si lo que afirmaban los versos correspondía a la realidad, pero sabemos al menos que algunas mentes fantasiosas pensaban en ello. Imagínense ustedes la rabia furibunda del patrón de la casa, a quien en voz baja le daban el remoquete de "perro," que por casualidad tenía dos jardineros jóvenes, que también se conocían con los apodos de "pericote" y "gato." El hombre quería comerse vivos a todos los trujillanos y su mujer, una hermosa damita de 30 años, por la que muchos suspiraban, dejó de salir a la calle durante seis meses. Pero los mozos continuaron trabajando en el jardín de sus amos.
Algo había, sin embargo, que podía dar pie a las oscuras ofensas. Otras insinuaciones de colaboración conyugal aparecieron en una casa de respeto, donde el marido, hombre muy rico, de quien se sospechaba alguna afinidad con los gustos femeniles, había tomado como padrino de su único hijo, a un joven abogado:
Adivina, adivinaja,
Quién pone el huevo en la paja,
Ven adivina, adivino,
Quién es padre y quien padrino.
Pero la ofensa más recia fue la que una mano perversa había escrito en los muros austeros de la casa de un juez bastante entrado en años, que había tenido la ocurrencia de contraer matrimonio con una primorosa jovencita de dieciocho abriles. Así rezaba el pasquín:
Viejo infeliz y cornudo,
No mereces a esa moza,
Otra cuchara hace engrudo
En la olla de tu esposa.
Y parece que te agrada
El sabor del pegamento,
Cuando ella está embadurnada,
Tú la besas muy contento.
Estas breves noticias parecen demostrar que el tema del permiso marital, aunque soslayado o relegado al rincón de las curiosidades, no ha estado ausente de las prácticas conyugales de algunos de nuestros abuelos. Pero tal vez el caso más notable es el doña Verónica de... a quien en otra oportunidad me he referido como viuda, por aquello del pudor. La historia merece contarse con todos sus condimentos.
Lo primero que conviene aclarar es que la dama en cuestión fue realmente viuda, como he mencionado en otra parte, pero solamente por un breve lapso, pues volvió a casarse, y según se recoge velada o abiertamente en diversos testimonios de la época, fue en el segundo matrimonio en que sus desbordes amatorios no solo eran conocidos y consentidos, sino incluso asistidos en persona por su marido, que acaso, como decía el último pasquín mencionado, era aficionado a las raciones de leche fresca. Para ello tenía el buen hombre una considerable hacienda y mucho ganado.
Ha de suponer el lector, que los nombres que doy a los personajes, han tenido que cambiarse u ocultarse para evitar habladurías sobre los descendientes o allegados a este añoso tronco español. Vayamos entonces a los detalles de esta escabrosa relación.
Se decía que doña Verónica era en su época juvenil la hembra más apetitosa de la Ciudad de los Reyes. Se casó a los veinte años con el Conde de Puntos Suspensivos y tuvo la mala estrella de perder a su consorte poco tiempo después. Volvió a casarse a los tres años y parece que el segundo matrimonio no le sentó muy bien durante el primer año porque a todas luces había enflaquecido y estaba perdiendo sus colores, pero a partir del segundo año, se la vio florecer de nuevo, y según los chismes de la época, llegó a ser incluso más hermosa que antes. El esplendor le duró hasta cerca de los cincuenta años, cuando el proceso normal de la edad empezó a marchitarla.
Antes de conjeturar sobre el remedio que le devolvió la hermosura y la alegría, conviene describir a la protagonista en el apogeo de su belleza: Era rubia como un caramelo, con una boquita de guinda y unos ojazos que eran más bien lazos de seda
Que cautivaban al prójimo.
Aindamais, en el maletín de las gracias de aquella dama, estaba incluida una opulencia de formas y detalles que quitaban el resuello y hacían parar la respiración y otras cosas al más inapetente. ¡Qué par de palomas tan rollizas e incontenibles le adornaban el pecho!, ¡qué talle tan esbelto y grácil se dibujaba en aquellos vestidos de la época, ceñidos a la cintura! ¡Qué piecesitos tan lindos dejaban ver sus sandalias!... pero lo más cautivante de esa escultura viviente eran las curvas perturbadoras de sus piernas macizas y de sus amplios y recios cuadriles, que se dibujaban con suficiente nitidez en las apretadas sayas que, como otras limeñas, solía usar con frecuencia. Aquellas redondeces apetitosas producían torceduras de cuello en los viejos y mozalbetes que parecían ponerse de acuerdo para voltear a admirarla, sofocados e inquietos, mientras se daban a soñar que eran ellos los dueños de aquellos campos floridos.
Suma y sigue, la belleza de doña Verónica era realzada por ese aire de distinción que aportan la educación y la riqueza. Tenía la bella una señora fortuna en varias casas, mucho ganado y haciendas de panllevar.
Ya tenemos los ingredientes de esta historia, pero advierto que me cuesta un poco contarla, tanto es de espinoso y delicado el argumento. Para guardar un resto de pudor, voy a cubrir con un velo de decoro, aunque no muy tupido, este verídico relato de un suceso que fue en Lima más sonado que las narices.
Ya dijimos que doña Verónica contrajo matrimonio con un conde, cuyo nombre no daremos. El infortunado marido, con escasos treinta años y un mes después de casado, contrajo una enfermedad fulminante que dos semanas después lo pasó a mejor vida. El suceso afectó un poco la salud de doña Verónica, pero supo reponerse pronto y poco tiempo después, contando apenas veinte años, ya era la viuda más apetitosa de Lima.
Tres años duró su luto, aunque no habían dejado pasar tanto tiempo los golosos para requerir de amores a la riquísima y joven viuda y heredera de una fortuna considerable, que abarcaba la casa solariega, valiosas propiedades urbanas y dos magnificas haciendas situadas en uno de los fertilísimos valles próximos a la Ciudad de los Reyes.
Decíamos que los galanes rondaban a la joven dama, pero hay que anotar también que la repentina muerte de su joven esposo había dejado en la hermosa Verónica una herencia algo más pesada, pues a pesar del poco tiempo que había podido probar las dulces mieles del matrimonio, les había encontrado el gusto y ahora extrañaba mucho las fiestas que le hacía su marido en el lecho. Ansiosa vivía doña Verónica por cambiar las tocas de luto por nuevas galas de novia y reemplazar el recuerdo del difunto por una verdadera compañía viril de carne y hueso, pero era el caso que, aunque muchos pajarillos le cantaban a la oreja, la mayoría no eran de su agrado, ya sea por sentirlos inferiores a su alcurnia, o porque veía claramente que no tenían el propósito de acompañarla con sus cantos donde el cura. Con tales pretendientes, que la creían susceptible de liviandad, mostrábase doña Verónica un tanto arisca. No le agradaban por entonces esos amoríos de contrabando y aspiraba entregarse a varón que, sin mengua para la honra, supiera también atenderla en sus deseos naturales.
En esas circunstancias, se presentó en la vida de doña Verónica, el Marqués de..., hombre de mucho abolengo y muchos bienes, viudo, gentil y liberal con su enorme fortuna, que financiaba varias obras de caridad, aunque ya estaba algo cargado de años. No se fijó tanto en eso la joven e inexperta viuda y después de tres años de la muerte del conde, aceptó la propuesta del marqués, con quien se caso cuatro meses más tarde.
Poco tiempo le bastó a doña Verónica para darse cuenta que aquellas ansias y calores que aguijoneaban sus sentidos, no iban a recibir la atención debida por parte del marqués, que ya empezaba a tener algunos achaques de la edad, incluyendo la falta de vigor para cumplir con sus deberes conyugales, o dicho más llanamente, su incapacidad para enderezar lo que debía levantarse, clavar lo que debía enterrarse y rociar lo que debía regarse. El marqués, por su parte, a pesar de algunos esfuerzos iniciales, pronto comprendió que no era jinete para tamaña yegua.
En descargo del marqués hay que decir que el hacia todo lo posible por cumplir decentemente con sus obligaciones maritales. Se me entenderá si digo que, a falta de otras caricias más contundentes, el buen marqués intentaba complacer a su linda esposa con muchos besos y otras melosidades de su boca. Por cierto, no era esa la única deferencia que él tenía por ella. En el corto noviazgo y en los primeros meses de convivencia con su flamante esposa, había aprendido a quererla mucho más y se daba cuenta de la intensa frustración de su mujer, quien apenas empezaba a levantar el fuego, cuando el ya se estaba apagando. Esta situación se prolongó por algo más de doce meses, durante los cuales la salud de Verónica se desmejoró bastante. Como el médico no encontraba ninguna causa aparente para los insomnios, dolores, fiebres y escalofríos de la dama, su única recomendación era un cambio de aires. Los esposos acordaron que doña Verónica dejaría la casa de Lima para establecerse en una de sus haciendas, mientras el marqués quedaba a cargo de sus tareas oficiales en Lima, comprometiéndose a visitarla una o dos veces al mes.
Para que el lector forme concepto de la importancia del feudo al que se retiraba doña Verónica, nos bastará consignar que el número de trabajadores, entre esclavos y sirvientes, llegaba a mil doscientos.
Había entre ellos un robusto y agraciado mulato, de veinticuatro años, a quien el padre del difunto conde había sacado de pila y en su calidad de ahijado, había recibido siempre especial trato y aprecio de los patrones. A la edad de 13 años, Pantaleón, que tal era su nombre, había sido llevado a Lima por el padrino, quien lo dedicó a atender el empirismo de rutina que por entonces se llamaba Ciencia Médica. Cuando el viejo conde consideró que su ahijado sabía ya lo suficiente para enmendarle la receta al mismo Hipócrates, lo volvió a la hacienda con un empleo de médico y boticario. El joven, que ya tenía 19 años, recibió cuarto propio, fuera de los galpones que ocupaban sirvientes y esclavos, fue autorizado a vestir como señor y se le permitió ocupar asiento en la mesa, junto al mayordomo, un gallego burdo como un alcornoque, el primer caporal, igualmente rudo y sin modales, y el capellán, un rechoncho fraile mercedario. Los privilegios del joven médico quedaron en duda al pasar la hacienda a manos del conde, como herencia adelantada por su padre, pero en su breve ejercicio de propiedad, el primer esposo de Verónica había ratificado los derechos de Pantaleón, quien durante los años de viudez de la señora y el primer año del nuevo matrimonio, se había afianzado en la vida de la hacienda y gozaba del aprecio y respeto de todos.
Fue por entonces que llegó mi señora la marquesa a establecerse en la hacienda. Aparte del capellán y los dos gallegos, doña Verónica admitió en sus tertulias nocturnas al mulato, que además del título de ahijado y protegido de su anterior suegro, tenía la recomendación de ser el necesario enfermero para aplicarle las sedativas contra las jaquecas o administrarle las pócimas que calmaran sus achaques.
Pero Pantaleón no solo gozaba del prestigio que da la ciencia, sino que su cortesía, su juventud y su vigorosa presencia física formaban contraste marcado con la vulgaridad y aspecto de los gallegos y el mercedario. Verónica era mujer sensible y estaba llena de fantasías y ansiedades que pugnaban por realizarse, de modo que su imaginación debió dar mayores proporciones al contraste. El ocio y el aislamiento de vida en la hacienda, los nervios de su espíritu inquieto y de su cuerpo ansioso, la confianza que se deposita de manera natural en el médico, sobre todo si es buen mozo y joven, cortés e inteligente, la frecuencia e intimidad del trato y... ¡qué sé yo...! hicieron que a la marquesa le clavara el pícaro cupido un acerado dardo en mitad del corazón. Y como cuando el diablo ni tiene qué hacer, mata moscas con el rabo, y en medidas de amor, no hay tallas, sucedió lo que ustedes, sin ser brujos, ya habrán adivinado. Con el feliz resultado incluido, de que la marquesa recuperó completamente su salud y su alegría, sin embargo, no dejaba de sentir un profundo sentimiento de culpa, por haberle sido infiel a su esposo.
No pasó desapercibido al marqués el cambio favorable en la salud, el ánimo y el aspecto de su mujer. Lo atribuyó al comienzo, a las bondades del clima y al tranquilo ritmo de la vida en el campo, pero fue la propia marquesa quien, en un acto de honestidad y arrepentimiento, decidió confesarle a su marido la verdad, bajo el previo juramento de que él sabría perdonar, a ella y a cualquier involucrado, los errores que se hubieran cometido en su ausencia.
Las porciones sueltas de documentos, notas y testimonios que permiten reconstruir este relato, dan a entender que, cuando supo el marqués que la principal causa de la lozanía de su esposa, era la frecuencia y el calor de las atenciones que el mulato le prodigaba en el lecho, tuvo una primera reacción natural de profunda rabia y celos. Junto al ultraje a su honor, estaba la condición inferior del amante que su esposa había buscado, ya que, según su propia confesión, era ella quien había seducido a Pantaleón y lo había invitado a compartir su lecho. El juramento que había dado, le impedía al marqués tomar represalias con la mujer o con el amante. Confundido entonces, y sin saber qué hacer, le preguntó a su mujer por qué le había contado su desliz, cuando podía haber seguido disfrutando de sus amoríos en secreto. Ella le hizo saber entonces que la razón de haber revelado su infidelidad, era porque, aunque pecadora, quería por lo menos estar en paz con su conciencia y no engañarlo.
Una extraña mezcla de sentimientos encontrados agitaba al marqués; por una parte sentía su honor herido y mancillado, pero por otra, comprendía que su esposa, pese a todo, lo respetaba y lo quería; por un lado sufría al imaginar todas las caricias que su mujer había recibido de otro hombre, y por otro, sentía una inesperada y obsesiva curiosidad por saber cómo habían sido aquellos encuentros que parecían haberle devuelto la salud a su mujer. Ella misma, sin otra presión que la de su conciencia y el respeto que sentía por su marido, le había confesado todo, deseando tal vez su perdón.
Finalmente, el marqués le habría preguntado a su esposa, que esperaba que el hiciera, y ella le habría respondido que si el la perdonaba, lo mejor para ella sería regresar a Lima y alejarse de las tentaciones de pecar, pero que estaba dispuesta a respetar cualquier decisión que el tomara, incluso si eso significaba que deberían separarse.
Más sereno, aunque en lucha consigo mismo, el marqués le confesó entonces algo que Verónica nunca hubiera imaginado: le dijo que al verse impotente y al verla a ella tan joven, hermosa y llena de deseos, el mismo había pensado en propiciar alguna situación en la que ella pudiera conseguir un amante, pero de modo que su intervención como marido no se conociera. Lo haría porque no deseaba verla consumirse por la sed de los placeres naturales que sus años y su naturaleza reclamaban, y que él no podía ofrecerle. Ahora, las cosas habían ocurrido de otro modo no planeado, pero lo importante era saber que ella se sentía mejor y que las atenciones de su amante le habían devuelto la salud; no solamente la perdonaba, sino que le daba su consentimiento para que continuara con aquellas relaciones, con la condición de que guardara siempre la mayor discreción.
Verónica lo había abrazado llorando y le había dicho que eso no era necesario, que ella estaba dispuesta a controlar sus impulsos y contentarse con las caricias que él pudiera darle. El marqués había insistido en que, con su consentimiento, el acto ya no era pecado y no tenía que sentirse culpable, pues ya no lo estaba engañando. Le agregó que debía tomar ese permiso como un regalo y que si quería realmente complacerlo, le permitiera estar presente en algún espacio oculto de la recamara, la próxima vez que ella fuera a recibir a su amante.
Aquí tenemos una prenda más de esta notable marquesa, que no sólo intentaba ser honesta con su esposo sino con su propia memoria. La mayor parte de lo que sabemos de esta compleja aventura amorosa y de la participación de su marido, proviene de algunos apuntes y testimonios proporcionados por ella misma, aunque sea en forma velada o indirecta, en una especie de diario o memoria secreta. Al principio, Verónica se había sentido desconcertada por el extraño permiso que le daba su cónyuge, pero sobre todo, por su deseo de observarla mientras disfrutaba en otros brazos; había sospechado en primer lugar que fuera una estratagema del marqués para encontrarla in fraganti, sin embargo, la actitud amorosa de su marido la tranquilizaba. Ya no estaba ofendido, sino excitado por la idea de que ella tuviera un amante. Comprendió que era un acto de extrema generosidad de su esposo, pero se dio cuenta también que, si la idea de verla con otro lo estimulaba, entonces tal vez ella debía entregarse a esta curiosa experiencia, como una forma de hacer disfrutar a su marido.
El consentimiento marital le producía una extraña euforia: ya no había nada de qué sentirse culpable, pues el esposo no solo le permitía sus aventuras, sino que deseaba presenciarlas. Para Verónica esto significaba que, aunque fuera en otros brazos, ella podía despertar el interés sexual de su consorte. Decidió tantear el terreno y describir las situaciones que probablemente ocurrirían ante los ojos de su marido, para conocer cuál sería su reacción o qué era exactamente lo que él esperaba ver. Le preguntó entonces si estaba seguro de que los celos al verla en otros brazos no iban a cambiar su consentimiento en rabia asesina; el había contestado afirmativamente, abrazándola cariñoso y agregando que nada lo complacería más que verla feliz y contenta. Insistió ella, y según dejan ver sus apuntes, le habría dado a su marido referencias detalladas de lo que su amante iba a hacer con ella.
Podemos figurarnos que le diría por ejemplo, que aquel hombre la iba a tocar y acariciar por todas partes, que la iba a besar desde los pies a la cabeza, que la boca masculina se iba a dar un banquete con ella, que ninguna parte de su cuerpo iba a librarse de las caricias que esos labios y esa lengua iban a proporcionarle, que las sensaciones iban a ser tan agradables, que ella no podría evitar ponerse a gritar de deseo, que el joven médico tenía una virilidad muy grande y que la había acostumbrado a recibirla en la boca, besarla y recorrerla con la lengua, que ella iba a hacer todo eso y que la herramienta viril se pondría aun más grande, que el llevaría la punta de aquel tronco hacia su entrada, que ella estaría completamente humedecida por el deseo, que su amante no solamente la iba a penetrar una y otra vez, sino que lo haría en distintas posiciones, muy distintas a la única que ellos siempre habían intentado en sus esfuerzos conyugales, ¿estaba dispuesto a permitir y contemplar todo eso?
La reacción de su marido ante aquella vívida descripción la sorprendió aun mas, a medida que ella le daba los detalles de aquella sugerente escena, la dormida virilidad de su esposo había empezado a levantarse de una manera que nunca había ocurrido antes. El marqués respondía ¡sí! a todo: "quiero ver cuando te acaricia y te besa, las cosas que me cuentas que te hace, son nuevas para mí y me doy cuenta que me da mucha curiosidad conocerlas. Tal vez hay algo que yo mismo puedo aprender para tratar de complacerte, quiero ver cómo te toma en cada una de esas posiciones que mencionas, ver como es tu respuesta y ver tu rostro satisfecho cuando el placer te inunde y cuando termines de gozar..."
Aprovechando la repentina erección del marqués, Verónica se le entregó y se sintió completamente poseída por su esposo por primera vez. Aunque el encuentro fue breve, los dos lo disfrutaron mucho y se dieron cuenta que empezaba un nuevo capítulo en su vida. Verónica entendió que la repentina fantasía de su esposo era para él un poderoso estimulante que podía devolverle algo de fuerza para estar con ella, aunque fuera después que su amante, de manera que, libre de culpa y temor, besó a su esposo y le dijo: "Si eso te hace disfrutar también a ti, hagámoslo pronto."
Y fue muy pronto, porque esa misma noche, mientras todos hacían al marqués de regreso en Lima, este había retornado a escondidas y se había ocultado entre los densos cortinajes de la recámara. Allí había visto como su joven esposa se preparaba, primero, con un baño perfumado y luego con ropas ligeras y sugerentes para la visita de Pantaleón, la había visto recibirlo discretamente y luego los había contemplado abrazándose y besándose como viejos amantes, había visto las fuertes manos del muchacho acariciando y apretando las suculentas y firmes nalgas de Verónica, desvistiéndola hasta dejarla completamente desnuda, arrodillándose en medio de sus piernas para besar y lamer la rosada hendidura de su mujer. Lo había visto ponerse de pie para ofrecer su inmensa virilidad a la boca femenina, había observado con gran excitación las delicadas manos de su esposa sujetando el tronco impúdicamente y acercándolo a sus labios. Había sentido que su propio cuerpo respondía con una poderosa erección que no recordaba desde sus años juveniles, al comprobar que su mujer también lo estaba observando, que ella miraba hacia su escondite, mientras lamía y chupaba el enorme miembro de su amante.
Aquellas escenas prohibidas le producían una inflamación inocultable en su virilidad y lo hacían desbordarse de deseo. Parecía increíble pero allí estaba la realidad para comprobarlo, no podía evitar llevar las manos a su propia erección recuperada y acariciarla. Su esposa se veía radiante, hermosa y llena de pasión y alegría. El amante era vigoroso y muy bien dotado, el contraste de la carne blanca y morena lo excitaba más todavía. La aproximación del grueso mástil del mulato al pequeño canal entreabierto de su mujer, lo hacía delirar, y el ritmo potente con que el afortunado amante de su esposa empezaba a meter y sacar aquel tronco de carne entre los suaves pliegues del sexo femenino, lo volvían loco. Ella era su propia mujer y aquí no había ningún engaño. Cerraba los ojos y a duras penas lograba contenerse. Ahora, el también estaba listo y con ganas de ofrecerle su propio homenaje viril a su esposa.
La intensidad de sus emociones lo había traicionado y el mulato haba advertido su presencia; temiendo por su vida, el muchacho había interrumpido sus agasajos en un intento por darse a la fuga, pero el marqués lo había detenido. No es posible conocer los detalles del intercambio de palabras que seguiría entre ellos, pero se conoce que Pantaleón siguió siendo médico de la hacienda y enfermero personal de la marquesa durante muchos años. De manera que es posible conjeturar algún acuerdo razonable y mutuamente satisfactorio. Advierta el lector que en ninguna parte de los documentos que directa o indirectamente se refieren a este tema, se habla mal de Pantaleón, o se lo acusa de sensual o salvaje. Una brevísima referencia de la marquesa, lo describe más bien como hombre educado y de modales finos, lo cual da cierto valor a la conjetura de que la marquesa llegó a sentir por él algo más que un mero capricho femenino.
De todos modos, la sombra del escándalo rodeó a la marquesa y a su esposo, cuando una agraciada mulata que formaba parte del ejercito laboral de la hacienda, y que anteriormente había recibido las atenciones de Pantaleón, se sintió relegada y abandonada, ya que la marquesa empezó a acaparar el vigor de su amante que pasaba largas horas con la dama, bajo el manto de tratamientos medicinales. Algún otro envidioso seguramente intervino y el asunto llegó hasta los pasadizos de la inquisición, pero tal vez porque el marqués estaba financiando la construcción de unos ambientes nuevos para el local del Santo Oficio, la marquesa fue rápidamente absuelta y la joven mulata recibió un castigo leve. El candoroso argumento de la joven marquesa para mantener a su lado al joven galeno, era que él había logrado con sus artes, ayudarle a recuperar la salud y que era necesario tenerlo como médico de cabecera, tanto para ella, como para el resto de los pobladores de la hacienda. Hay constancia de que su esposo el marqués refrendaba completamente esa necesidad.
Tal vez tengan razón quienes dicen que no hay nada nuevo bajo el sol y que nada han inventado los golosos aficionados a la fruta prohibida que abundan en nuestros tiempos. Aquellos escépticos con respecto a las novedades, sobre todo en materia de costumbres sexuales, suelen recordar que incluso una figura venerable como la del bíblico Abraham, en cierta ocasión se hizo pasar por hermano de su esposa Sara, de cuya belleza se había prendado algún rey. De esa forma, ya sea estimulado por el temor que le inspiraba el monarca o quizás por su propia voluntad o deseo, Abraham dejaba el camino libre para que otro hombre enamore a su esposa. Parece que el rey en ese caso no hizo muchas preguntas y cosechó con agrado lo que la fortuna le deparaba. Puede ser también que aquellos hayan sido los tiempos en que Sara todavía era estéril, de modo que aquel eventual desliz, no llegó a producir otras consecuencias. Sin embargo, esta misma actitud complaciente la muestra después Isaac con respecto a su esposa Rebeca en relación a otro rey, de modo que la cosa quizás era más bien costumbre que excepción.
Aquí entre nos, nada tenemos en contra del azúcar que cada cual sepa usar para endulzar sus amarguras. Como el buen Boccacio hacía decir a algunos de sus personajes, "es de sabios tomar el bien que Dios nos manda".