Las fantasías prácticas de Alicia Sierra
De humedades y fontaneros con una buena herramienta. Un clásico.
Con el brazo izquierdo cruzado sobre su vientre y el derecho atravesando en diagonal su pecho, Alicia observa los quehaceres del fontanero. Hace tan sólo unos minutos que el hombre ha entrado en su casa, pero tiene la sensación de haber vivido la escena antes. De pie, a un par de metros de él, tan solo puede ver su cuerpo embutido en un mono azul tendido en el suelo de su cocina junto a la caja de herramientas; sus manos, sus gestos los puede intuir junto al rostro, ocultos en el hueco bajo el fregadero.
No tiene prisa esa mañana, pero apurada por la situación Alicia se mira el reloj. - ¿Es seria la avería? - pregunta al fin. El fontanero no responde, tan solo masculla algo entre dientes mientras su brazo se retuerce usando alguna herramienta. – He cortado la general, no sabía qué hacer, ¿he hecho mal? - dice intentando justificarse ante el escaso pero continuo goteo y los cuatro dedos de agua que encharcan la fregadera. Segundos después, el fontanero aparece y dicta su sentencia: esta tubería tiene un atasco importante. Me llevará un tiempo, pero se puede solucionar.
- Ay, menos mal, por dios, qué rato más malo estaba pasando - dijo Alicia ya más relajada.
- ¿Ve?, en este codo hay un tapón, por eso no corre el agua. Y como el tubo no esta bien apretado, por eso gotea - dice el hombre en plan didáctico. Alicia, que no entiende nada de fontanería se agacha no obstante hasta rozar ligeramente con su cuerpo el de aquel hombre.
- ¿Le molesta que me quede aquí? - dice Alicia mientras comienza a dar vueltas a su café con leche y se sienta en una de las banquetas que circundan la mesa de la cocina.
-No, claro que no -.
- Qué me gusta ver a un hombre trabajando con sus manos… - dice Alicia provocando la risa del fontanero. – Mujer, si esto lo puede hacer cualquiera… - contesta excusándose.
- Uy no, yo no sabría; además se necesita una buena herramienta, como la que usted tiene -.
- Su marido entonces-.
- Deje, deje, mejor no metamos en esto a mi marido que él no entiende nada de humedades y siempre deja todo por la mitad -.
Los minutos han pasado con Alicia dando pequeños sorbos a su café humeante mientras el fontanero le pedía un cubo o maldecía mascullando entre dientes. Al apurar la taza, en un gesto repetitivo y cotidiano, Alicia se levanta, camina unos pocos pasos dejándola en el fregadero. Sólo entonces repara en que, a sus pies, está el cuerpo tendido del obrero. Él no ha necesitado mucho tiempo para fijarse en el leve aleteo de los vuelos de la bata que viste Alicia. De repente siente un escalofrío que trepa por sus piernas, que se pega a su piel como la mirada de aquel hombre y se evapora al llegar a su vientre; no sabe qué es, pero está dispuesta a averiguarlo. Lejos de apartarse, permanece inmóvil, tratando de forzar la situación, quiere comprobar cual es la respuesta del fontanero. Cuando advierte que él no está dispuesto a apartar la vista, Alicia da un paso más, hasta enmarcar literalmente con sus piernas el cuerpo del hombre. Sus castas bragas blancas de algodón deben ser el horizonte al que sus pantorrillas, sus muslos, encaminan la mirada de él. Sin palabras, con tan sólo miradas; la de Alicia clavada en el hombre, la suya tratando de adivinar entre las sombras que provoca la bata. No se han dicho nada, pero ambos saben cual será el siguiente paso. El hombre abandona las herramientas, sale de su medio escondite bajo el fregadero, Alicia se agacha, poco a poco, hasta quedar sentada sobre el hombre. Él trata de besarla, ella únicamente quiere frotarse. Huye de sus manos, se incorpora de nuevo. Suelta su bata y la hace volar. Sus manos van directas a sus pechos. Imperfectos, hipersensibles. Los aprieta, los soba. Siente unos dedos ascender por sus piernas, buscando su sexo, pero los aparta. Necesita que él esté ahí, a sus pies, obligado a mirar mientras ella manda. Alicia sabe cómo provocarse. Un dedo surcando señala el lugar de la avería; sus labios se marcan en la ropa interior. Cierra los ojos y se abandona al saber hacer de sus manos. Del sexo a los pechos, colándose bajo la vieja camiseta de hombre que le sirve como pijama. De repente un ruido le hace abrir los ojos: él ha bajado la cremallera de su buzo y comienza a masturbarse admirándola desde abajo. Alicia vuelve la cabeza, juzga con una sonrisa pícara si aquella herramienta será capaz de taponar la fuga o sólo provocará nuevas humedades.
Alicia desearía ser capaz de torturar a los hombres, de obligarlos a esperar mientras ella se toca dónde y cómo más le gusta, pero no puede resistirse. En cuanto ha visto la polla de aquel hombre ha querido sentirla en su boca. Sus pies desnudos se han mojado con el agua que pierde la fregadera y que poco a poco se extiende por el suelo de la cocina, pero ella está más preocupada por hundir en su boca aquel mástil erecto. Arrodillada, hecha un ovillo, tan sólo sus manos emergen sujetando el pene del hombre, encaminándolo a sus labios. Pareciera que trata de insuflar vida a aquel cuerpo que permanece inerte. De pronto parece que sus continuos cabeceos han obrado el milagro; el fontanero agarra a Alicia de los tobillos, mueve su cuerpo, casi lo arrastra, hasta que su cabeza encuentra refugio en los muslos de Alicia. Unos dedos torpes apartan la tela y de inmediato su lengua se pierde en el coño que se le ofrece ante los ojos. Sesenta y nueve segundos y algunos minutos más de lengüetazos, de cabeceos decididos, de pausas obligadas por el saber ajeno, hasta comprobar que aquellas humedades sólo tienen un arreglo posible.
Sus cuerpos se han movido arrastrados por el suelo, extendiendo el charco que nace bajo la fregadera. Alicia está encima, él siempre debajo. La braga vuela, las tetas se liberan. Ella está desnuda, él con el mono a medio desabrochar. Follan en el suelo, como exige el protocolo. Rápido, sucio, prohibido, la clienta y el fontanero. Ella bota, sus pechos bailan, él gruñe y empuja. Se agarran las manos, se rechazan, se atraen. Lo exprime; por casada insatisfecha, porque cuando ve a un hombre trabajar con las manos sus fantasías siempre acaban en el mismo lugar, porque le ponen los uniformes. Él trata de insertarla; por calenturienta, por respetar las estadísticas, por demostrar que sabe manejar las herramientas. Follan. Tendidos en el suelo de la cocina, una isla en medio del mar, follan. Hasta que Alicia siente que no puede más, que su cuerpo se licua, que se va, que le viene. Se corre sin avisar, contra su enésimo empujón. Su cuerpo tiembla y el fontanero sólo puede verse sometido una vez más al coño de Alicia, a la voluntad de Alicia. Preso entre sus paredes, se corre como se supone que se tenía que correr.
- ¿Se puede saber que has hecho para montar este desaguisado? - preguntó con el cuerpo todavía jadeante mientras buscaba a Alicia con la mirada. – Cariño, me parece que esta vez con el disfraz no sirve, vamos a tener que llamar de verdad a un fontanero -.