Las Fantasías de Nazly. Pasado

Yo me quedé por un instante congelada, con el bocado de flamenco a medio camino de mi boca. Aquellos músculos protuberantes, la piel curtida por el sol y las cicatrices que recorrían ambos cuerpos me encendieron de una manera que no creía posible. Deseaba aquellos hombres con desesperación.

Pasado

—Hola, Nazly. Bienvenida. Pasa, por favor. —le saluda un hombre bajito con unas gafas de pasta negra colocadas casi en la punta de su delgada nariz— Ella lo mira con desconfianza, no termina de fiarse, pero su amiga se lo ha recomendado y quiere terminar de una vez con esas pesadillas que se repiten casi cada noche y apenas le dejan dormir.

Pasa al interior de un piso modesto, pero amueblado con gusto y sigue a su anfitrión por un pasillo hasta la puerta que da paso a su despacho. Es exactamente como se lo había imaginado. Amplio y bien iluminado, está dominado por un pesado escritorio de madera de cerezo que ocupa casi todo el extremo derecho de la estancia. Detrás de él, una librería donde se acumulan en aparente desorden un centenar de libros de medicina, psicología y psiquiatría. Junto a un amplio ventanal, con vistas al río, que hay en la esquina contraria, hay dispuesto un cómodo sofá orejero, un diván de cuero color marfil y una mesita baja entre ellos.

—Una vista maravillosa, doctor Gómez. —dice ella rompiendo por fin su silencio mientras observa el lento discurrir de las aguas del Guadalquivir.

—Siéntate, por favor. —la invita el hombrecillo mientras se acerca al sofá— Tengo entendido que te cuesta conciliar el sueño.

—Creo que se nota. —dice ella tocándose involuntariamente las dos bolsas grisáceas que se han formado en la pálida y delicada piel de su rostro.

Nazly aparta las manos al darse cuenta del gesto y se acerca al diván. No sabe muy bien que se espera de ella, aquel mueble y las películas americanas sobre el tema la confunden. Duda entre sentarse y tumbarse. Al final opta por preguntar directamente.

—¿Me siento o me...?

—De momento no importa. —se anticipa el doctor— Haz como te sientas más cómoda.

Al final opta por sentarse. El diván es un poco bajo y al hacerlo la minifalda se sube un poco más de lo que le gustaría, mostrando buena parte de sus muslos. Sonriendo tímidamente, estira el bajo de la prenda y junta las piernas ladeando el cuerpo ligeramente hacia donde el doctor ha tomado asiento, apoyando el brazo en el diván.

—Háblame de tus pesadillas. —la invita el doctor cruzando las piernas y colocando una libreta sobre sus rodillas.

—No hay mucho que decir en realidad. —empieza ella tocándose nerviosamente la barbilla— Mis recuerdos son fragmentarios. A pesar de que me despierto casi inmediatamente, apenas puedo recordar nada, solo sangre, arena, gritos de agonía y un terror tan intenso que me despierto gritando y cubierta de sudor.

—Interesante, —dice él mientras apunta algo en su block— ¿Has probado alguna técnica para intentar recordar el sueño?

—He recurrido a todos los métodos sin resultado.

—Bien, aparentemente los métodos tradicionales no han dado resultado. Además, he estudiado atentamente todo el expediente que me han derivado el doctor Márquez y la doctora Chenilla y estoy de acuerdo en que no han logrado avanzar demasiado contigo.

—Precisamente por eso he acudido a usted. Isa dice que es usted el mejor.

—Bueno, no creo que sea para tanto. —dice el doctor recolocándose las gafas con un gesto de falsa modestia— Y por favor tutéame. La confianza es esencial en este proceso.

—De acuerdo, doctor. Cualquier cosa con tal de acabar con esto.

—Perfecto. Empecemos pues. La causa de esas pesadillas puede ser múltiple, pero veo que mis colegas han sido concienzudos y han descartado la mayoría de los posibles factores. —dice el doctor cogiendo el grueso expediente que descansaba sobre la mesilla, justo debajo de una lámpara Tiffani con coloridos insectos en su pantalla y hojeándolo. Antes de nada, quiero que entiendas que yo tampoco hago milagros, simplemente abordo los problemas desde una perspectiva totalmente diferente. ¿Sabes lo que es la terapia regresiva?

—Cuando Isa me habló de ti leí algo en internet. Tiene que ver con la búsqueda de traumas escondidos en el pasado mediante la hipnosis u otros estados alterados de la conciencia.

—Básicamente. —asiente el doctor mirándola atentamente— Aunque yo no soy partidario de las drogas y uso únicamente la hipnosis. Mediante este procedimiento voy a explorar tu subconsciente en busca de esos sueños y lo sucesos que los han provocado. Sé que cuando se habla de hipnosis, la gente tiende a pensar en gente comportándose como gallinas o cometiendo acciones contra su voluntad. Nada más alejado de la realidad. Quiero que entiendas que mi intención es sanar y para ello no voy a intervenir para nada en tu mente, solo voy a observar. Nada de lo que haga modificará tu mente, lo único que haré será sacar a la luz esas pesadillas y sus causas para que puedas luchar contra ellas.

—Gracias, doctor. Haré todo lo necesario con tal de poder volver a descansar.

—Estupendo, una cosa importante para que tengamos éxito es tu voluntad para superar tus problemas. Ahora túmbate, por favor y en seguida comenzaremos.

Nazly obedece y se tumba sobre el diván. Siguiendo las instrucciones del doctor, se quita los tacones y coloca cojines detrás de su cabeza y sus hombros hasta que está totalmente cómoda. En ese momento el doctor se incorpora y se sienta en el diván al lado de su cuerpo y la mira fijamente. Ella, incómoda por la cercanía del hombre, se estira el vestido y procura apartarse un poco. El doctor Gómez sonríe apaciblemente y cogiéndole las manos se las coloca sobre el vientre y le dice que respire profundamente mientras le muestra una moneda y le habla con suavidad mientras la hace destellar a la luz que entra por el ventanal. Pronto se siente relajada y segura, los parpados le pesan y poco a poco todo se disuelve a su alrededor.

—Nazly, ¿Me escuchas?

—Sí, doctor. —responde ella con voz monocorde.

—Estás en lugar seguro, alejada de todo peligro. Quiero que hagas algo por mí.

—¿Qué quieres que haga, doctor?

—Quiero que vayas muy lejos, en el pasado, hasta el momento más inquietante de tu vida. Aquel que te ha marcado y que impide que tu sueño sea tranquilo y profundo. Quiero que te sumerjas en él y me cuentes con todo detalle lo que estás viviendo.

—Sí, doctor. —obedece ella ante la mirada satisfecha del hipnotista.

El doctor Gómez se levanta, vuelve a sentarse en el sofá y cogiendo el block toma un par de notas con su pluma de oro antes de comenzar la exploración. Este es el momento más emocionante y más delicado, así que no se apresura.

—¿Dónde te encuentras?

—Estoy en una habitación.

—Descríbemela, por favor.

—Es una gran estancia, de techos altos, con paredes de mármol rosado veteado de gris. No sé cómo, pero estoy convencida de que es de Carrara. La luz entra a raudales por una puerta abierta que da a un balcón, también de mármol.

—¿Qué más hay de en la habitación?

—Un lecho enorme con sabanas de seda y un dosel formado por unas gruesas columnas de madera de ébano profusamente talladas y con unas cortinas traslucidas. Adosado a la pared hay un tocador con un espejo de plata. Atravesando la habitación hay tres columnas que sustentan el techo, del mismo mármol y en la esquina contraria a la cama, justo al lado del ventanal, un espejo enorme de cuerpo entero. Al lado del espejo una puerta que da al vestidor y al lado contrario del ventanal esta la puerta que da al resto de la casa.

Un espejo de plata... —piensa el doctor con una sensación rara en la boca del estómago.

—Descríbeme el tocador.

—Es de madera de ébano, como la cama y tiene un hueco para poder poner las piernas al sentarme frente a él y a los lados hay cajones que ocultan mis afeites. En la parte superior están mis perfumes y cremas favoritas y a ambos lados dos lámparas de aceite me dan luz suficiente para poder maquillarme...

—Puedes hacer el favor de acercarte al espejo grande y decirme lo que ves. —le pide el doctor con un mal presentimiento.

—Atravieso la habitación y me acerco. Me veo a mi misma. Soy yo, pero no soy yo. Soy... diferente.

—¿En qué?

—No sé muy bien. Son mis ojos y mi cara... pero mi pelo... es más largo y está recogido en un tocado muy elaborado, adornado con una lujosa diadema...

—¿Y el resto del cuerpo? —pregunta el doctor inclinándose sobre su paciente con una pequeña linterna.

—¡Qué raro! Estoy vestida con una especie de túnica de gasa blanca y semitransparente adornada con hilo de oro y que apenas tapa mi desnudez. No la reconozco, aunque sé que es mía.

El doctor Gómez no se lo puede creer. Levanta un párpado de la paciente y lo enfoca con la luz de la linterna para comprobar que sigue dormida y no le está tomando el pelo. Había leído de casos como ese, pero los había descartado como cuentos de vieja tras años de practicar aquella técnica sin dar con ninguno. Fascinado y a la vez receloso, le pide más detalles para confirmar que aquello no es solo producto de la imaginación de Nazly.

Ella, obediente, sigue describiendo con total precisión el domus de una matrona romana de una poderosa familia patricia. A medida que habla, la mujer parece recordar cada vez con más facilidad hasta que el doctor no puede contenerse más y la interrumpe:

—Dime, por favor, ¿Cuál es tu nombre?

—Soy Julia, esposa de Tulio Cornelio Craso, pretor al mando de la Legio Séptima Gemina en la provincia hispana de Tarraconensis y en su ausencia, mater familias en su hogar de Augusta Praetoria...

Un nuevo día. Aparentemente un día cualquiera de principios de septiembre, pero no era un día normal. Aun con el camisón con el que había pasado la noche, me acerqué al balcón y me apoyé en la balaustrada de mármol. La piedra, aun fría por el efecto del rocío nocturno, me recordaba que el verano se estaba acabando y pronto llegaría invierno que siempre se cernía allí, riguroso, a la sombra de los picos más altos de los Alpes.

Apartando la vista de los picos, que ya mostraban las primeras nieves, la dirigí muy lejos, al oeste, donde mi marido, Tulio, se dedicaba a gestionar la más productiva mina de oro del Imperio Romano. Apenas sabía nada de aquel salvaje lugar de Hispania, casi lo mismo que sabía de mi marido. Me había casado con él siendo una jovencita. Yo era hija de una de las familias más influyentes en Roma, por todos reconocida como una rama descendiente de los fundadores de la ciudad. La familia de mi esposo provenía de una larga saga de navegantes (las malas lenguas decían que en un principio habían sido piratas de la costa iliria), que se habían reconvertido en comerciantes de éxito y ahora querían utilizar todo aquel oro para conseguir poder político y acumular así más oro aun.

Y con aquella boda lo habían conseguido. Apenas llevábamos unas semanas casados cuando, gracias a la influencia de mi padre, mi marido se había marchado a Hispania. Yo me había quedado en Roma, en principio hasta que mi marido se hubiese establecido y me reclamase, pero ese mensaje no llegó. Tulio era un hombre veinte años mayor que yo y sospechaba que le interesaba más la compañía masculina. Cualquier hombre maduro con una esposa joven y bien dispuesta no se hubiese apartado de ella ni un instante, sin embargo apenas había yacido conmigo un par de noches y había notado su desinterés a la hora de hacer el amor. Eso al principio me había hecho dudar de mi misma y de mi belleza, pero con el tiempo había comprendido que no era culpa mía y había dejado de pensar en ello.

Con el tiempo, al ver que el viaje a Hispania se retrasaba, decidí salir de Roma, de sus intrigas y de su ambiente viciado y establecerme en la villa que tenía mi marido en Augusta Praetoria*. Allí, a los pies de los Alpes, había sentido algo parecido a la felicidad, ocupándome del día a día de la villa e interviniendo en nombre de mi marido, con su dinero e influencia, en la vida de la ciudad...

—Ama, la ropa esta lista...  —interrumpió respetuosamente la esclava griega.

—Gracias, Penélope. Ahora voy.

Mi mirada volvió al frente y observé a los esclavos deambular entre las cepas que había a los pies de la villa, apartando hojas de los racimos para facilitar la maduración de las uvas antes de la vendimia, que era ya inminente. El sol, ya alto en el horizonte, hacia que sus cuerpos brillasen de sudor. Uno de los hombres, un esclavo númida especialmente fornido, levantó la cabeza hacia el balcón y miró sin disimulo mi cuerpo apenas tapado por el tenue tejido del camisón. Durante un instante me exhibí ante él, retándole con la mirada mientras me imaginaba que se sentiría yaciendo bajo aquella masa de músculos, dejando que aquel esclavo me asaltase con todas sus fuerzas mientras me agarraba desesperadamente a su espalda...

—Perdone, ama. Pero se hace tarde... —insistió la esclava con voz temblorosa.

Finalmente, con un suspiro y un sordo latido en el bajo vientre, me giré y entré de nuevo en la habitación donde un chitón de seda blanca y una estola de un color verde similar al de mis ojos me esperaba. Calíope, que me esperaba pacientemente, se acercó dispuesta a vestirme, pero yo la cogí por la muñeca y la acerqué a mí. Debía ser la excitación que siempre me producía la expectativa de un día de juegos o la mirada lujuriosa del esclavo númida, pero mi bajo vientre palpitaba hambriento.

Calíope era una mujer menuda pero con un rostro verdaderamente hermoso de nariz pequeña, ojos grandes y oscuros, suavemente avellanados y boca sensual. Yo no era ninguna vestal y de vez en cuando necesitaba descargar todo ese deseo acumulado. No sabía si a ella le gustaba o no, pero cuando se lo pedía, la esclava cumplía con todos mis deseos. Las manos de la esclava griega eran suaves y atentas, no necesitaban guía, sabía exactamente lo que yo necesitaba. Cogiéndola por el cuello, acerqué su cara a la mía y la besé. Su boca siempre sabía a fresa y azahar. Ella me devolvió el beso y se agarró a mi cintura restregando su diminuto cuerpo contra el mío. La tibieza de su cuerpo incendió al mío y solo separé mis labios cuando sentí que me faltaba el aire.

Con un movimiento suave y rápido se deshizo de mi camisón y me besó el cuello y los pechos. Su lengua rozó mis pezones erizándolos. Suspirando de placer la apreté contra mí y ella siguió chupando cada vez con más fuerza haciendo que mi sexo se inundase con los flujos del deseo.

Aprovechando un despiste Calíope se deshizo de mi abrazo y siguió bajando hasta mi vientre. No había tiempo de buscar mi consolador favorito, una bella pieza de marfil con el tamaño perfecto, ligeramente curvada hacia arriba y la imagen de Venus tallada en ambos lados, así que en vez de apuñalarme con aquel objeto, mi esclava envolvió mi sexo con su boca, lamiendo y besando con intensidad. Yo separé las piernas y la apremié con movimientos espasmódicos de mis caderas. El placer aumentaba e incapaz de mantenerme más tiempo en pie me tumbé en el borde del lecho con la lengua y los dedos de Calíope aun dentro de mi sexo.

Cerré los ojos y comencé a gemir suavemente. El placer cada vez era más intenso, las oleadas recorrían mi cuerpo haciendo que se retorciese incapaz de gestionar aquel aluvión de sensaciones...

Fue en ese momento cuando un alboroto en el atrio me obligó a apartar a la esclava de un empujón. Calíope cayó al suelo con un respingo. Estaba deliciosa con el cuerpo ligeramente sudoroso los labios rebosantes de su saliva y mis flujos y esa expresión en la cara entre excitada y decepcionada. Llevada por un impulso se levantó e intentó colarse de nuevo entre mis piernas, pero la rechacé consciente de que no me convenía hacer esperar a las visitas.

Calíope se rindió, consciente de su posición y solo se volvió a acercar a mí para ofrecerme un lienzo con el que limpiar mi chorreante entrepierna. Intentando recuperar el control aparté a la esclava con brusquedad y terminé yo de secarme el cuerpo con el lienzo. A continuación  me vestí y la esclava, con las mejillas todavía arreboladas, me ayudó a arreglarme el pelo y a maquillarme.

Me acerqué al espejo de cuerpo entero y me miré atentamente. A pesar de haber pasado casi diez años desde mi boda, seguía pareciendo la misma jovencita. Mi melena roja y espesa y mis ojos verdes llamaban la atención allí por donde iba y el no haber tenido hijos me había ayudado a mantener una figura y un busto turgente y juvenil que despertaba miradas de lujuria en los hombres, especialmente en mi odiado cuñado Casio.

Aquel cerdo no perdía la ocasión de manosearme y sugerir, a veces descaradamente y en público, que él podía ser un buen sustituto de su hermano en mi lecho. Yo odiaba todo en él; su rostro abotagado por la comida y el alcohol, su cuerpo fofo y pesado, sus túnicas sucias y sus modales groseros. En Roma no hubiese durado ni una semana, pero en aquella ciudad de provincias, y con el dinero de la familia era una de las personalidades prominentes y tan influyente como el propio gobernador. Tal y como esperaba, él era la causa de la interrupción de mi placer. Reclinado en un triclinio del atrio me esperaba  picoteando en mi desayuno.

—Hola, Casio. ¡Qué placer más inesperado! —mentí tal como me habían enseñado desde mi más tierna infancia que debía hacer una buena anfitriona.

—Pensé que en un día tan señalado te gustaría ir acompañada hasta el circo. —dijo él.

—Eres muy amable. —repliqué yo ocupando otro de los triclinio frente a la mesa— Aunque llegas un poco temprano.

—Pensé que te apetecería chalar un poco. Vives demasiado aislada aquí. Deberías visitarme más a menudo a la ciudad. Eres una mater familias, no una vestal, también tienes derecho a divertirte. Estoy seguro de que Tulio, allá en el culo del mundo, hace otro tanto con sus legionarios. —dijo él con evidente mala leche.

Yo lo ignoré y cogí un racimo de uvas. Aun estaban un poco verdes, pero era una de las pocas cosas que aquel cerdo no había manoseado.

—Quizás después de los juegos te podrías quedar a cenar en mi casa. La flor y nata de la ciudad estará presente y también algunos de los gladiadores. Ya me he dado cuenta como los miras. —añadió con una sonrisa de sucia lujuria.

Aquel cabrón me conocía demasiado bien y sabía cuál era mi debilidad. Me encantaban las luchas de gladiadores. Había algo irresistible en verlos sudorosos, cubiertos de polvo y sangre, peleando por sus vidas. Esperaba ansiosamente cualquier festividad que implicase una tarde en el circo. Apostaba por los ganadores y disfrutaba de aquel juego de vida o muerte mientras fantaseaba con llevarme a mi lecho alguno de aquellos hombres, aun con la fiereza del combate brillando en los ojos.

—¿Estará Poliméstor? —pregunté intentando aparentar desinterés.

—Por supuesto. ¿Cómo íbamos a prescindir de nuestro campeón? —respondió él guiñando un ojo— Precisamente tengo una sorpresa especial para él... y para todos, por supuesto.

—¿No puedes adelantarme nada? —insistí intrigada.

—Se perdería toda la gracia. Todo a su tiempo, divina Julia. Todo a su tiempo. Pero antes prométeme que asistirás a mi cena.

Asentí, aunque aun no estaba convencida de que fuese a presentarme. Los años me habían enseñado a tener siempre una batería de excusas preparadas para eludir aquellos desagradables encuentros. También era consciente de que como mater familias representaba a Tulio en su ausencia y no podía escapar de aquellas bacanales siempre que quisiese. Armándome de valor sonreí y cogí un poco de pescado cocido, lo mojé en un poco del mejor garum de Gades y me lo llevé a la boca seguida por la mirada ansiosa de mi cuñado. Yo traté de ignorarlo y seguí comiendo, consciente de que tenía un largo día por delante.

Casio no paró de hablar en todo el  almuerzo, pero yo apenas lo escuchaba concentrada en mi  comida y bebiendo vino rebajado con agua. Mi cuñado, sin embargo, bebía copa tras copa de vino toscano así que, a pesar de su corpulencia, cuando llegó la hora de partir ya había varias manchas en su toga.

Con el sol del mediodía se puso en pie tambaleante. Uno de los esclavos se acercó para ayudarle. Casio, una vez recuperó la estabilidad, lo recompensó con un insulto y un sonoro bofetón. Era un hombre detestable. Lo odiaba y me hubiese gustado arrearle un patada en los testículos, pero en el fondo sabía que no merecía la pena montar un espectáculo por un esclavo. Conteniendo mi ira ordené al esclavo que se retirase y nos dirigimos a la puerta dónde ya estaban preparadas las literas que nos llevarían al circo.

Mi cuñado, como siempre, intentó convencerme para que compartiese su litera, pero yo me negué con la excusa de que la necesitaría para volver a casa y porque no quería sobrecargar a sus esclavos con mi peso. Él no contestó, pero me miró con enfado por un instante, consciente de que estaba haciendo una velada alusión a su obesidad.

Nos pusimos en marcha, con la litera de Casio delante y la mía detrás. Por fin pude disfrutar de un rato de silencio y soledad. La villa no estaba más que a un par de millas, así que di órdenes a mis esclavos de que no se apresurasen. Abriendo las cortinas observé las cepas cargadas de racimos a ambos lados del camino. Iba a ser una buena cosecha si el tiempo aguantaba hasta que las uvas maduraran. Desde que estaba allí, no era la primera vez que una tormenta o una helada malograban parte de la cosecha en el último momento. Recordándome a mí misma que debía hacer un sacrificio a Ceres, seguí viendo pasar lentamente el paisaje con los Alpes al fondo. Pronto atravesamos la entrada de la villa y nos incorporamos a la Vía Francigena que nos llevaría directamente a la ciudad.

Las calles estaban atestadas y todo el mundo se dirigía al foro donde les esperaba el circo. A pesar de que llevábamos una docena de fornidos esclavos abriéndonos camino, tardamos casi una hora el recorrer el último cuarto de milla. A medida que los sobrepasábamos, esclavos y plebeyos mostraban su respeto ante la comitiva, conscientes de que ante ellos pasaban dos integrantes de la familia más prominente de la ciudad.

Poco después, a la vuelta de la esquina, apareció la mole del circo. No era tan impresionante como el de Roma, pero tampoco era de un tamaño despreciable. Sus gradas de piedra podían albergar a veinticinco mil espectadores sedientos de sangre, más de la mitad de la población de la ciudad y las aldeas aledañas. Aun así, el día prometía emociones fuertes y estaba segura de que no quedaría un sitio libre.

Los espectáculos allí no eran tan impresionantes como los de la capital. De hecho echaba de menos aquellas enormes batallas que representaban en el coliseo, en las que participaban decenas de gladiadores, pero las localidades principales del palco y la decisión sobre la vida y la muerte que yo tenía en aquel lugar, como principal aportadora de dinero para los juegos, lo compensaban con creces. Esa era una de las cosas que más me excitaban, decidir sobre la vida o la muerte de los luchadores. Aunque normalmente dejaba la tarea a mi cuñado, al final el dinero salía de mis arcas y yo tenía la última palabra y la sensación de poder era inigualable.

Encabezando la comitiva subí las escaleras que daban al palco de honor, donde ya nos esperaba el gobernador de la ciudad.

—Bienvenida, Julia. Tan hermosa y elegante como siempre. —me saludo el gobernador, un anciano pálido y enjuto, pero de unos brillantes ojos azules que denotaban una viva inteligencia.

—Hola, Lucio Apilio. Es siempre un placer. —repliqué yo sonriendo ampliamente al encontrarme al fin con una cara amiga.

Sin más ceremonias, nos guió a nuestras localidades. Charlando sobre la inminente vendimia, los dos hombres se apresuraron a sentarse mientras yo, fascinada, me acerqué al borde del palco y me asomé sobre la balaustrada de mármol. La arena estaba en perfecto estado y la gente acudía en riadas desde las puertas cargados con almohadillas y cestos de comida dispuestos a ocupar sus localidades.

En cuestión de veinte minutos una multitud ocupaba la totalidad de las gradas del circo. No cabía ni un alfiler. Los esclavos encargados del mantenimiento de la arena dieron los últimos toques y se retiraron apresuradamente. Todo estaba preparado. Me senté en mi silla y dejé que el gobernador se adelantase y diese por empezado el espectáculo.

Inmediatamente dos hombres salieron por puertas opuestas. Uno era un númida de piel oscura como el carbón y la cabeza afeitada. Llevaba el brazo protegido, una espada robusta y un escudo. El otro, un hispano menos fornido, era un reciario y por la forma nerviosa en la que se aferraba al tridente no parecía que tuviese mucha experiencia.

Ambos se acercaron al palco entre los gritos de una multitud sedienta de sangre y nos saludaron antes de ponerse frente a frente.

El númida fue el primero en moverse. Como gladiador veterano, sabía que el espectáculo era casi tan importante como la sangre así que, previendo en el reciario un rival débil, dio unas cuantas vueltas en torno a él, exhibiéndose, contrayendo sus potente musculatura y haciendo algún que otro amago al que su oponente respondida con torpes barridos de su red.

Los siguientes dos minutos fueron una especie de tira y afloja en el que el númida tanteaba a su adversario sin que este opusiese más que una torpe resistencia. La gente comenzó a impacientarse y a gritar sedienta de acción y el númida no se hizo de rogar. Con un ataque fulgurante se lanzó sobre el reciario, que con un golpe del tridente logró desviar la espada de su rival. A continuación le lanzó la red con un torpe contraataque. El otro gladiador la esquivó con facilidad y le lanzó un nuevo mandoble. De nuevo el golpe chocó contra el tridente del reciario, pero esta vez solo logró desviarlo un poco de su trayectoria original y la punta recorrió el brazo del hispano desde el codo hasta casi llegar a la muñeca.

Después de muchas batallas, yo y casi todos los presentes sabíamos que la herida, a pesar de ser muy aparatosa no era demasiado grave. Aun así, la gente enloqueció al ver como las primeras gotas de sangre de la jornada teñían de rojo la arena.

El duelo se prolongó unos minutos en los que el númida parecía jugar con el hispano, que apenas era capaz de inquietar a su adversario. Incluso cuando consiguió atrapar a su adversario con la red, se vio obligado a cortar la tira de cuero que la aseguraba a la muñeca  para no verse arrastrado directamente contra la punta del gladio del númida.

Únicamente armado con el tridente y el puñal con él se había deshecho de la red y sangrando abundantemente por la muñeca y otro par de cortes en el muslo, el reciario parecía en seria desventaja y el númida se confió. Con un movimiento demasiado previsible, atacó al hispano que acertó a encajar la hoja del gladio entre dos de los dientes del tridente y giró la muñeca. Con  la empuñadura de la espada resbaladiza por el sudor y la sangre de su adversario,  el númida no consiguió retener el arma en la mano, que cayó a los pies de su contendiente.

Los hispanos podían no ser unos potentes luchadores, pero eran astutos y condenadamente rápidos. Solo necesitaban una oportunidad y el reciario no la desaprovechó. Sin dejar que el númida se recuperase de la sorpresa e intentase alguna treta, el hispano hincó el puñal en el costado de su adversario hasta la empuñadura. El enorme númida hincó la rodilla y soltó un gargajo sangriento. Yo no pude evitar excitarme al ver aquel joven, que hasta hacía unos minutos parecía totalmente intimidado, con la cara contorsionada por el placer del triunfo y la ovación del público.

Con la mano aun en el puñal miró al palco esperando una respuesta. El númida no sobreviviría a aquella espantosa herida, así que Casio, consciente de que el público deseaba sangre levantó el pulgar**, dando al gladiador la autorización para acabar con el sufrimiento de su compañero.

El reciario, no vaciló. De un movimiento fluido sacó el puñal del costado del númida acompañado de un torrente de sangre y le rajó el cuello a su adversario de lado a lado ante el delirio del público. Cuando la cara del númida toco la arena, ya estaba muerto.

A medida que avanzaba la jornada, el color de la arena se iba tiñendo poco a poco de escarlata. A pesar de que las horas pasaban y disponía de una mesa repleta de todo tipo de comida, apenas probé nada con la emoción.  Estaba llegando el ocaso cuando llegó el combate estelar. El gran Poliméstor, vencedor en cuarenta combates, se enfrentaba de nuevo a la muerte.

Él, como estrella indiscutible, fue el primero en aparecer en la arena. Llevaba la indumentaria típica de un Samnita. El tracio saludó y esperó tranquilamente la presentación de su oponente. Mientras tanto, cogí mi copa y observé aquel hombre de aspecto indómito. A pesar de que el casco tapaba sus facciones todo el mundo conocía su rostro y aunque los tenía ocultos, podía recordar perfectamente aquellos ojos grises y fríos como el acero y aquella mandíbula ancha y poderosa. Su cuerpo, fuerte y musculoso, intimidaba a sus adversarios y atraía a las mujeres. Eso, unido a su veteranía y a su sangre fría, hacían de él un rival tan temible que en más de una ocasión se veía claramente que la lucha estaba ganada incluso antes de empezar.

El gladiador fue recibido con una sonora ovación, tras la cual mí cuñado se adelantó:

—Bienvenido de nuevo, Poliméstor. —dijo levantando la voz para hacerse oír entre la multitud— Hoy tengo algo especial para ti. ¡Ante todos vosotros El Fantasma del Este!

De una puerta, a la derecha del palco, salió un hombre de complexión similar y vestido con la misma indumentaria.

—¿Dos samnitas? ¿No es un poco aburrido? —pregunté yo sin tener ni idea de lo que Casio tenía entre manos.

—¡Oh, divina Julia! Te aseguro que este combate será de todo menos aburrido. —respondió mi cuñado.

—No sé.

—Tú atenta. —dijo él con una sonrisa porcina— No sé por qué, pero me parece que no llevan los cascos demasiado bien ajustados.

Yo me encogí de hombros y volví la vista a la arena donde los dos oponentes ya estaban acechándose. Poliméstor no se entretuvo mucho y empezó con un rápido ataque de tanteo. El fantasma le esquivó con facilidad y devolvió el golpe, pero mi favorito ya se había retirado esquivando por unos centímetros un doloroso tajo entre las exclamaciones del público.

De nuevo se separaron y volvieron a acecharse. Otra vez fue Poliméstor el que tomó la iniciativa y esta vez realizó su movimiento más celebrado. Una finta con su espada simulando dirigir el arma al muslo del oponente mientras que con el otro brazo levantaba el escudo y golpeaba a su rival en la cabeza aturdiéndole.

El Fantasma picó en un principio aunque rápidamente se dio cuenta del engaño y rehaciéndose bajó la cabeza. El escudo de Poliméstor no le dio de pleno, pero impactó contra la parte superior del casco y en ese momento lo comprendí del todo, todo el estadio lo comprendió.

El casco había sido manipulado para que se soltase al más mínimo roce y con el impacto rodó por la arena. Los gritos de triunfo se vieron sustituidos por los de asombro. Aquel hombre era sorprendentemente parecido a mi favorito, hasta el punto de que nadie podía dudar de su filiación.

Todo el mundo parecía entenderlo salvo el protagonista, que viendo la estupefacción de su contendiente, se lanzó a por él. A duras penas Poliméstor rechazó el ataque y antes de que su rival se lanzase de nuevo hacia él, se quitó su propio casco.

—¿Verdad que es genial? —comentó Casio mientras todos observábamos como se miraban alucinados los dos hermanos— Briccio lo encontró en una pequeña ciudad griega. Costó un dineral, pero no me digas que no es asombroso.

—Claro, como lo pago yo... —repliqué yo para bajarle un poco los humos y recordarle quien mandaba.

—No seas aguafiestas y mira el circo. ¿Alguna vez lo habías visto así?

Entonces me di cuenta. No solo los dos contendientes estaban paralizados por la sorpresa, todo el público se mantenía en un tenso y expectante silencio.

Tras lo que me pareció una eternidad, la voz de un niño rompió aquel prolongado silencio.

—¡Pelead!

Al niño se le unió otra voz, y otra y otra más.

—¡Pelead! ¡Pelead! ¡Pelead! ¡Pelead!

La multitud rugía de nuevo, una vez superada la sorpresa, demandando que aquellas dos estatuas por fin cobrasen de nuevo vida.

Mi cuñado era un grandísimo hijo de puta, pero reconocía que aquello había sido un golpe de efecto brutal. Ahora sufría por los dos hermanos. Sabía que no tenían salida. O se peleaban y uno de ellos probablemente moriría o quedaría malherido, o ambos serían ejecutados. Aun así los dos hombres parecían petrificados, incapaces de realizar un solo movimiento....

El tiempo se había congelado. Observé a los dos hermanos que se miraban con intensidad. Podía sentir lo que pasaba por sus mentes. Imaginaba la cantidad de preguntas que se agolpaban en ellos y que probablemente nunca obtendrían respuesta. Mi cuñado, mientras tanto, seguía riendo, bebiendo vino y lanzándome miradas furtivas.

Pasaron alrededor de un par de minutos. Casio estaba a punto de llamar a los legionarios ocupados de mantener la seguridad en la arena para obligar a los hermanos a pelear cuando los gladiadores hicieron un leve gesto con la cabeza y se pusieron de nuevo en guardia.

Se lanzaron de nuevo el uno sobre el otro. Sus aceros entrechocaron y saltaron chispas antes de que volviesen a retirarse dejando un par de metros entre ellos. Yo, sin poder evitarlo, me eché las manos al cuello en un gesto de temor. Mi corazón palpitaba como nunca lo había hecho en la arena. En cuanto volvieron a enzarzarse no paré de pensar en la forma de salvar a aquellos dos hombres de un destino tan cruel. Cualquiera que fuese el vencedor, debería carecer de alma para no quedar destruido por el asesinato de su hermano. Poliméstor al menos era un gladiador veterano, bregado en mil batallas. Esperaba que supiese que era lo que tenía que hacer para tener una posibilidad y que fuese capaz de transmitírselo a su hermano.

En las luchas de gladiadores no siempre acababa muerto el perdedor. Si daban un buen espectáculo, el público podía acabar indultándolo. Algunos gladiadores eran maestros en ello y  habían llegado a ganarse la libertad, pero en este caso sería más difícil, si no lo hacían verdaderamente bien, no podría hacer nada por ellos. La gente estaba sedienta de sangre.

El combate continuó y pronto pude diferenciar en los hermanos dos estilos bien definidos. A pesar de llevar armas similares Poliméstor, más robusto y algo más alto, luchaba de una manera más brutal. Lanzaba ataques rápidos aprovechando su mayor envergadura para intentar arroyar al contrario, mientras que los movimientos del Fantasma eran más fluidos y armónicos. Consciente de su menor potencia, ahorraba fuerzas bloqueando y desviando los ataques de su hermano con movimientos aparentemente lentos, pero muy precisos. Al igual que todos los presentes, me quedé hipnotizada por aquel baile mortal hasta el punto de que me olvidé de que aquellos hombres eran hermanos y que probablemente estaban conteniéndose para no herirse de gravedad.

Pasaron unos minutos y pareció que la lucha estaba demasiado igualada. Mi cuñado estaba empezando a dar signos de aburrirse cuando Poliméstor lanzó un ataque demasiado impetuoso. Con la espada por delante se lanzó sobre El Fantasma y este adelantándose a la maniobra rechazó la espada del contrario con un rápido mandoble y girando bruscamente  se apartó dos pasos a la derecha. Poliméstor intentó seguirlo, pero con tanta velocidad, al intentar asegurar el pie de apoyo, la sandalia resbaló y estuvo a punto de perder el equilibrio. Todo el mundo soltó una exclamación cuando vieron como su oponente, que había estado esperando pacientemente su oportunidad, se desplazaba como el rayo hacia el campeón y le lanzaba un mandoble de arriba abajo empleando todo el peso de su cuerpo.

Una ovación surgió de las gradas cuando Poliméstor alzó el escudo en el último momento. Logró evitar que el filo de la espada del Fantasma se hincase en su costado, pero este no cejó en su intento y aprovechando que el golpe había abierto un poco la guardia de su oponente, fingió lanzarse de nuevo sobre su escudo justo antes de hacer una elegante finta y lanzar su espada sobre el muslo descubierto de su hermano.

En el último momento Poliméstor logró desviar la espada de su enemigo, pero no lo suficiente para evitar que la punta recorriese la parte superior de  su pierna en un largo tajo, aparatoso, pero afortunadamente superficial.

Rígida en mi asiento, no pude evitar llevarme el puño a la boca previendo un nuevo y fulgurante ataque que acabase con mi campeón.

Pero el gladiador era un veterano y no era la primera vez que lo herían. Sin pararse a ver los daños, Poliméstor recuperó rápidamente el equilibrio y fingiendo preparar un contraataque consiguió que su hermano dudase las décimas de segundo suficientes para que pudiese retrasarse un par de pasos y recuperase la guardia.

Los dos gladiadores se pararon unos instantes a dos metros el uno del otro mientras el público estallaba en aplausos. La sangre corría abundante por el muslo de Poliméstor haciéndome temer que pudiese debilitarse en un combate que se antojaba duro y largo.

—No está mal ese Fantasma. —intervino Casio entre susurros cortando el hilo de mis pensamientos— Creo que esta vez tu campeón lleva las de perder. ¿Qué te parece una pequeña apuesta?

—De acuerdo. No temo por Poliméstor. Hasta ahora solo estaba tanteando a su rival. A largo plazo tiene las de ganar, solo es cuestión de tiempo. —repliqué yo aparentado más seguridad de la que realmente sentía— ¿Te parece bien cincuenta denarios?

—Es una buena cifra, aunque lo veo un poco injusto. Tu vas de parte del campeón y mientras que cincuenta denarios para mí son un buen pico, para ti es apenas un grano de arena en el desierto. —argumentó mi cuñado haciéndome temer lo peor.

—¿En qué estás pensando? —pregunté recelosa.

—Si pierdo, yo te daré cien denarios. Si pierdes tú, pasarás la noche en mi alcoba... —respondió él con una sonrisa de lobo.

Los presentes seguían las evoluciones de los dos gladiadores ajenos a la conversación. Aun así no pude evitar un escalofrío. Estaba entre la espada y la pared. No podía imaginarme tener aquel cuerpo obeso y húmedo sobre mí, resoplando como una morsa y metiéndome su polla, pero no me gustaba parecer temerosa frente a él. Lo miré un largo minuto, pensando una contraoferta, pero ambos sabíamos que no había ninguna oferta que pudiese resultarle a mi cuñado ni remotamente atractiva comparada con aquella.

—¿Acaso temes por tu campeón? —insistió él intentando picar mi orgullo.

Un ataque afortunado de Poliméstor, que hirió a su hermano en un brazo y le obligó a soltar el escudo me terminó de convencer.

—Está bien. Acepto. Pero con una condición. Si tu pierdes, dejarás de intentar meterte en mi lecho. —respondí yo— Después de todo, como tu bien dices, un puñado de denarios no significa nada para mí.

Mi cuñado, consciente de que ahora no podía echarse atrás, rezongó un poco, pero al final accedió con un gesto.

Mientras hablábamos, los dos contendientes se habían tomado una pausa. Llevaban más de veinte minutos peleando. Jadeaban ostensiblemente y sobre su piel corría una mezcla de sangre y sudor que hizo que una oleada de excitación me recorriese. Todo el mundo estaba pendiente de los dos gladiadores. La tensión se podía cortar con un cuchillo y las monedas cambiaban de manos una y otra vez. No se apostaba solo por el ganador. También por quién recibiría la siguiente herida o donde se produciría...

De nuevo, con un grito volvieron a lanzarse el uno sobre el otro, con tal virulencia que me hicieron dudar de que se estuviesen conteniendo de alguna manera. Los mandobles eran tan violentos y tan bien dirigidos que los contendientes solo podían evitarse por cuestión de pulgadas. Solo se escuchaba el entrechocar de las armas y la ocasional ovación del público cuando un golpe alcanzaba su objetivo.

El sol empezaba a ponerse y los dos contendientes sangraban por varios puntos. El Fantasma tenía la nariz rota por un golpe de escudo y cortes en el brazo izquierdo y el costado derecho mientras que Poliméstor, además del largo corte del muslo, tenía otro encima de la ceja y dos más en el costado.

Ambos estaban cubiertos de sangre y casi exhaustos. Yo ya me había olvidado de la apuesta y al igual que el público disfrutaba con aquella lucha titánica, que parecía no tener fin. Los golpes estaban empezando a decaer y entonces me levanté. Quería disfrutar un poco más de aquel espectáculo.

—¡Un descanso y agua para los gladiadores! —grité levantando la mano y rompiendo aquel tenso silencio.

Los gladiadores inmediatamente adoptaron la postura de descanso y esperaron a que un par de esclavos se acercasen con cántaras de agua y un poco de fruta para recuperar algo de fuerza. Mientras descansaban, los observé atentamente. Poliméstor, a pesar de recibir la herida más fea en el muslo, parecía aun bastante entero, mientras que El Fantasma parecía un poco más agobiado debido a la rotura de la nariz que le obligaba a respirar por la boca.

Cuando terminaron el refrigerio y antes de continuar con la lucha, El Fantasma se acercó a uno de los esclavos y le dijo algo. El esclavo hizo gestos de negarse, pero el gesto de amenaza del gladiador era inequívoco. El esclavo cogió la nariz del gladiador y siguiendo las instrucciones de este le volvió a colocar el hueso en su sitio con un ominoso crujido. Los ojos del guerrero brillaron por la lágrimas de dolor, pero el hombre no soltó ni un quejido y tras sonarse, pudo respirar de nuevo con facilidad.

Unos instantes después estaban peleando de nuevo y el combate se convirtió en épico. Los dos gladiadores se batían sin descanso y no dejé de pensar en la cantidad de buenos combatientes que se desperdiciaban en la arena. Probablemente cualquier general daría un brazo por tener a aquellos dos hombres luchando a sus órdenes.

El desenlace llegó poco después de la puesta del sol. Con el paso del tiempo, la mayor fortaleza de mi campeón se iba imponiendo poco a poco. La pérdida de sangre parecía afectar más al Fantasma, más joven y menos robusto físicamente. Seguía peleando, pero sus movimientos no eran tan coordinados y terminó pagándolo. Consciente de que se le acababa la energía realizó una serie de ataques a la desesperada. Poliméstor se vio en apuros para rechazar los dos primeros y perdió su escudo, pero a medida que los estoques se acumulaban, perdían fuerza y precisión y tras el cuarto o el quinto rechazó la espada de su hermano con facilidad, le dio un rápido tajo en la pantorrilla y aprovechando la vacilación del fantasma al intentar no perder el equilibrio, le cogió por la muñeca de la espada y con un golpe del codo en el cuello lo tiró al suelo.

El Fantasma intentó revolverse, pero Poliméstor era perro viejo y una vez que tenía el adversario a su merced no tenía misericordia. Con un pisotón obligó a su adversario a soltar la espada en medio de la ensordecedora ovación del público.

—Me temo que he vuelto a ganar. —le dije a mi cuñado con una sonrisa.

—Bueno, después de todo, por algo es el campeón. En fin, creí que esta vez podría ser la buena. Aunque me temo que esta vez los dos perdemos. Sé que no me creerás, pero te has perdido una noche memorable. —susurró Casio a mi oído.

Yo le ignoré disimulando el escalofrío. El ver aquellos hombres luchando hasta la extenuación, cubiertos de sangre, polvo y sudor, había despertado deseos dormidos hacía mucho tiempo y la apuesta probablemente habría enfadado a mi cuñado. Estaría loco por vengarse en el cuerpo del gladiador que yacía en la arena indefenso. Yo, sin embargo, no estaba dispuesta a permitirlo. Había algo en aquellos dos hermanos que despertaba mi lujuria y a pesar de querer parecer una mujer honesta, deseaba a aquellos hombres, deseaba tenerlos a los dos abrazándome y amándome y para ello tenía que salvar al Fantasma. Así que, convencida de que Casio iba a levantarse con el dedo en alto para acabar con la vida del perdedor, me adelanté y me acerqué al borde del palco, levantando la mano para acallar a la multitud.

Poliméstor me miraba desde abajo. El único signo de la tormenta de sentimientos que estaba experimentando el gladiador era un leve temblor en la punta de su espada, que amenazaba el cuello desnudo de su hermano.

—¡Amigos, hemos sido testigos de una lucha épica! A lo mejor los más viejos recuerdan alguna batalla mejor, quizás en el Gran Coliseo Romano, pero yo no. —comencé mi discurso en voz alta y clara para que todos los presentes pudieran oírme— Sobre todo, pensando que los dos contendientes son hermanos, como todos podíais intuir por su parecido físico. Nos han dado una espectáculo irrepetible, sobreponiéndose a la sorpresa y luchando con tenacidad y cualquiera que opine lo contrario puede ver a ambos contendientes cubiertos de sangre.

En ese instante detuve el discurso para ver el efecto de mis palabras. El público, testigo de aquella titánica lucha y consciente de las buenas tardes de sangre y dolor que podían proporcionarle aquellos dos luchadores, asintió desde las gradas y empezó a gritar:

—¡Vida! ¡Vida! ¡Vida! —rugieron todos al unísono.

—¡Levantaos! —ordené a los gladiadores mientras por el rabillo del ojo podía ver el gesto de disgusto de mi cuñado, privado de la muerte del hombre que le había impedido para siempre volver a acosarme.

Solo entonces, Poliméstor apartó la punta de la espada del cuello de su hermano y agarrándole por el brazo le ayudó a incorporarse. Los dos, cojeando y aun jadeantes se acercaron unos pasos, atentos a mis siguientes palabras.

—Habéis luchado con furia, ignorando vuestro parentesco, proporcionando un espectáculo que la ciudad de Augusta Praetoria tardará en olvidar. Por eso he decidido que lo justo es que conservéis la vida.

—Gracias, mi señora. —dijo el ganador.

—No tenéis por qué darlas. Os lo habéis ganado con vuestra sangre. Me limito a conservar vuestra vida en vista de futuros espectáculos y para premiaros asistiréis a la cena que celebraremos esta noche en casa de mi cuñado Casio. —continué lanzando una mirada inequívoca a aquellos dos hermanos.

El público respondió con una larga ovación que duró varios minutos. La oscuridad era ya intensa cuando la gente comenzó a abandonar las gradas.

—¡Mujeres! —intervino Casio al fin para que todos en el palco pudieran oírle— Siempre tan sentimentales. Yo en tu lugar hubiese...

—¿Acaso no los ves? —le interrumpí señalando a la gente que abandonaba el circo con evidentes signos de satisfacción— Esta tarde tardarán en olvidarla y llenarán el circo con la sola promesa de que cualquiera de los dos hermanos salte a la arena. Esto no es debilidad, es una inversión. La plebe olvida con facilidad cualquier problema con un buen espectáculo y con esos dos hombres no será difícil mantenerlos contentos.

—De ahí a invitarlos a nuestro banquete... —intentó imponer su criterio.

—Confieso que ahí he podido excederme, pero me he dejado llevar por el ambiente. —le concedí consciente de que no era recomendable ofender demasiado a mi cuñado.

Cuando el circo estuvo vacío unos esclavos con antorchas me guiaron junto con el resto de los invitados del palco a nuestras respectivas literas.

—Espero que por lo menos nos acompañes en el banquete, ya que has sido tú la que ha invitado a los gladiadores. —intervino Casio aun con la esperanza de colarse bajo mis sábanas.

—Por supuesto, cuñado. —asentí yo a la vez que subía a la litera con la cabeza dándome vueltas, imaginando aquellos cuerpos musculosos, abrazándome y poseyéndome de forma brutal.

La casa de Casio estaba dentro del recinto amurallado. Era amplia y estaba en la zona alta de la ciudad, lejos del hedor y el estruendo de la plebe y rodeada de un muro alto y grueso. La enorme puerta de madera con herrajes de bronce daba paso a un atrio amplio con un jardín y una cisterna de agua cristalina. Al final del atrio, una puerta daba paso al interior de la casa, de la que salían esclavos atareados dando los últimos toques al lugar del banquete.

A ambos lados de la puerta, en un amplio porche, rodeado de columnas, al pie del estanque, se habían dispuesto una docena de triclinios en torno a  una hogar que proporcionaba un poco de calor en aquella noche fresca y de paso mantenía la carne caliente.

Casio podía ser un patán, pero de comida entendía. Al fuego, esperando el momento de consumirse, había flamenco con dátiles, marmota rellena y corzo. Apenas me había sentado con la boca hecha agua, cuando los esclavos salieron de la casa portando bandejas con pequeños bocados de medusas y ubres de cerda rellenas de erizos con garum para aderezarlas al gusto y las colocaron en las mesitas que había al lado de los asientos para que los invitados las compartiesen.

Las medusas estaban deliciosas y no pude evitar comer mi parte y la del gobernador, que compartía mesa conmigo. Apenas estábamos empezando con el plato principal cuando llegaron los dos hermanos. A pesar de tener las heridas recién suturadas y cojear ostensiblemente, los dos gladiadores se habían presentado sin vendajes, orgullosos de mostrar el símbolo de su valentía.

Los presentes aplaudimos y Casio les ofreció un par de asientos a espaldas de la cisterna. Yo me quedé por un instante congelada, con el bocado de flamenco a medio camino de mi boca. Aquellos músculos protuberantes, la piel curtida por el sol y las cicatrices que recorrían ambos cuerpos me encendieron de una manera que no creía posible. Deseaba aquellos hombres con desesperación.

Los dos gladiadores se reclinaron y miraron con prevención a su alrededor, pero todo su nerviosismo se acabó cuando llegó la comida. Sin ningún pudor obviaron los entrantes y se lanzaron sobre el corzo como lobos.

—¡El ejercicio da hambre! —dijo sonriendo una de las invitadas al verlos comer con tanta avidez.

Yo traté de disimular ocultando mi cara tras la copa de vino con miel, pero no podía apartar la vista de aquellos labios y aquellas bocas ansiosas, pensando si se mostrarían tan hambrientos con mi cuerpo.

—Decidme, ¿Cuánto tiempo hacía que no os veíais? —preguntó el gobernador entre bocado y bocado.

—Nos separaron tras una escaramuza fronteriza en la que unos legionarios atacaron mi poblado en busca de esclavos. Nos llevaron a una ciudad de la costa iliria y allí nos vendieron por separado. Yo tenía siete años y Sitalces, mi hermano, cinco. —respondió Poliméstor más acostumbrado a conversar con patricios.

—Eso es mucho tiempo. Estaréis contentos de volver a veros. —apuntó Casio con una sonrisa maliciosa.

—Por supuesto. Le estamos tremendamente agradecidos. —contestó Sitalces sin que el áspero acento tracio ocultase el tono irónico de su voz.

Casio  se giró hacia mí y se encogió de hombros como diciendo que aquellos brutos no tenían remedio. La llegada de nuevas fuentes con ostras recién llegadas de la costa evitaron que perdiese los nervios y le lanzara un muslo de flamenco a la cara.

Incliné la cabeza y sorbí el delicado manjar. Su textura suave y su penetrante sabor llenaron mi boca del aroma del Mediterráneo. Cuando bajé la cara, vi los ojos de los dos hermanos fijos en mí. Sonreí y cogí otro molusco, esta vez mirándoles a los ojos.

Cuando llegaron los postres, comí los dátiles fritos en miel sin sentir su dulzor, solo podía pensar en lo que sería encontrarme emparedada entre aquellos dos cuerpos. Entre tanto, los esclavos habían retirado la carne y varias bailarinas bitinias empezaron a danzar en torno a la hoguera, moviendo sus vientres y haciendo sonar las monedas que tenían engarzadas en torno a muñecas y tobillos.

El vino y la danza fueron calentando el ambiente hasta que uno de los invitados cogió a una de ellas y arrancándole el escueto velo que hacía de falda la tumbó sobre el triclinio y la penetró. Ese fue el disparo de salida para que el resto de los invitados cogiesen a las mujeres y comenzaran a poseerlas de todas las formas posibles. Casio ni siquiera intentó algo conmigo, consciente de que había perdido la apuesta y se apresuró a coger a una de las más hermosas, una joven de largos cabellos negros y ojos almendrados de un color azul intenso.

Sin miramientos la puso a cuatro patas sobre el suelo y se dejó caer sobre ella a la vez que la penetraba. La mujer aguantó el peso de mi cuñado estoicamente. Al verla quejarse suavemente cada vez que Casio la penetraba no pude evitar pensar en la desgracia que suponía ser mujer, hermosa y esclava. Mi cuñado, ignorante de mi mirada, seguía penetrándola con fuerza, cubriendo su frágil cuerpo con su humanidad. Las manos de dedos gruesos como morcillas y cargadas de anillos acariciaban rudamente sus pechos y sus costados haciendo rasguños en la delicada piel de la esclava. En ese momento mi cuñado me miró y me guiñó un ojo recordándome que ya había visto bastante.

Sin devolverle siquiera un mueca de desdén, me levante y miré a los dos gladiadores que observaban  el espectáculo con una mezcla de furia y fascinación. Con lentitud, dejando que la luz de las antorchas permitiese revelar mi figura a través de la fina seda de mi vestido, me dirigí a la puerta de la casa. Muy a pesar mío, tenía que reconocer que la visión de aquellos cuerpos desnudos, mezclados en desorden, gimiendo y retorciéndose de placer me había excitado. Me paré unos instantes, y justo antes de desaparecer me volví de nuevo hacia los dos tracios. El ambiente erótico y pesado me había excitado y no pude evitarlo. El deseo de exhibirme ante aquellos dos bárbaros era superior a mí y fingí quitar algo prendido a mi chitón. Con la mano sacudí la prenda haciendo que mis pechos bailasen y los pezones erectos por el roce se marcasen en la seda. Sin esperar a ver los rostros de los dos luchadores, me alejé contoneando las caderas.

No sabía muy bien por qué había hecho aquello y ni siquiera qué esperaba, pero seguí lentamente por el pasillo,  esperando que el aire fresco de la noche me ayudase a acabar con aquella fiebre.

El rumor de unos pasos detrás de mí, cortaron el hilo de mis pensamientos e hicieron que una oleada de no sabía muy bien qué, recorriese todo mi cuerpo. Seguí adelante, manteniendo obstinadamente la vista delante de mí a la vez que intentaba interpretar las sombras vibrantes que producía la temblorosa luz de las lámparas de aceite.

Estaba a punto de llegar a la habitación que Casio siempre tenía preparada para mí, cuando unas manos me cogieron de la muñeca. Por un momento pensé que era Casio  e intenté revolverme para escapar, pero un brazo me cogió por la cintura y me empujó contra la pared. La velocidad y la potencia del gesto acabaron con cualquier duda y cuando levanté la cabeza sabía que no era mi cuñado el que me había atrapado.

Dos pares de ojos grises me miraban con una lujuria capaz de desarmar a cualquier mujer. Como patricia romana, aunque lo desease más que nada en el mundo, no podía dejar de rebelarme ante aquella muestra de violencia, pero no tenía ninguna oportunidad. Con las muñecas inmovilizadas contra el duro mármol que cubría la pared, manos duras y callosas recorrieron mi cuerpo, explorándolo por encima de mi ropa. Yo, tan asustada como excitada, aparté la mirada mientras intentaba disimular el profundo placer que estaba experimentando ante aquellas rudas caricias.

Aprovechando mi indefensión unas manos exploraron bajo la falda de mi chitón y se colaron entre mis piernas. Instintivamente cerré los muslos, pero ya era demasiado tarde, unos dedos insistentes acariciaban mi sexo haciéndome sentir que el coño se me hacía agua.

—Aquí no, por favor. —supliqué señalando con mi mirada la puerta de mi habitación.

Los dos hombres se miraron un instante antes de que Poliméstor me cogiese en volandas. Llevada en el aire como si fuese una pluma, pude ver como su hermano recogía la estola y nos seguía dentro de la estancia.

Con la urgencia típica de los hombres, Poliméstor me lanzó sobre el lecho mientras se deshacía de su toga. Yo aproveché y rodé por la cama hasta el otro lado y me puse de pie. Fingiendo enojo, me recompuse la ropa y el peinado y les miré con furia, pero ellos no parecían impresionados. Simplemente acabaron de desnudarse y se mostraron ante mí conscientes del efecto que producían sus cuerpos desnudos. Poliméstor era una masa de músculos impresiónate y con su altura tenía un aspecto verdaderamente intimidante. Inconscientemente bajé la mirada y observé con el fuego prendido en mi bajo vientre una polla erecta balanceándose hambrienta frente a mí. Poliméstor sonrió al ver mi gesto y yo aparté la mirada instintivamente hacia su hermano que aprovechando mi distracción se había acercado hasta quedarse apenas a un metro de mí.

Sitalces, un poco más bajo, y esbelto, me recordaba a un leopardo. Todos sus movimientos eran coordinados y elegantes. A pesar del parecido con su hermano, su rostro era más alargado y sus ojos, aunque del mismo color gris, frío y cruel, eran más grandes y estaban ligeramente más separados. Llevaba el pelo rubio rizado, cortado muy corto, al contrario que su hermano, que llevaba la melena castaña, larga y espesa de un León.

Pero lo que más llamó mi atención fue aquella polla gruesa y venosa, mucho más grande que la de su hermano.

—¿Qué habéis venido  hacer? ¿Acaso no sabéis qué puede pasaros si os pillan? Solo tengo que gritar. —les increpé intentando disimular mi turbación.

Aquellas palabras desataron la tormenta. Rápido como un rayo, Sitalces me echó la estola por la cabeza cegándome e impidiendo que pudiese pedir auxilio a la vez que Poliméstor se acercaba y agarrando el escote de mi chitón tiraba con fuerza hasta convertirlo en girones. Antes de que pudiese hacer algo para tapar mi desnudez una boca se cerró sobre uno de mis pezones chupando con fuerza, haciendo que todo mi cuerpo se estremeciese. Abrí la boca para gritar, pero solo salió un leve gemido ahogado por la lana de la estola.

Mientras su hermano me mantenía sujeta, Poliméstor recorrió con sus labios mis costados y mi vientre incendiándolos hasta el punto de que cuando me quitó lo que quedaba de mi ropa interior ya estaba totalmente empapada con mis flujos.

No hubo caricias, ni palabras dulces. Aquello era un lucha y en este caso no habría rendición. Aun cegada por la estola sentí como unos brazos fuertes cogían mis piernas y las levantaban del suelo. Yo temiendo caer alce mis brazos hacia atrás y me colgué del cuello de Sitalces justo en el momento en que su hermano me penetraba.

Su polla entró ardiente dentro de mi vagina, resbalando con facilidad y haciendo que una avalancha de placer irradiase de mi bajo vientre y recorriese todo mi cuerpo. Totalmente indefensa, recibí los empujones secos y profundos del gladiador. Aguanté los embates ayudada por los brazos de Sitalces, que me mantenía en la postura perfecta para que su hermano siguiese avasallándome, cada vez más deprisa.

No sé si fueron las intensas emociones del día, la larga espera, o el sentirme por primera vez deseada por unos hombres hermosos, pero apenas tarde en correrme. El placer recorrió todo mi cuerpo atenazándome. Abrí la boca, entre gemidos, intentando coger más aire pero la estola se me metía en la boca provocándome una sensación de agobio que al contrario de lo que esperaba no hacía sino exacerbar mis sensaciones.

Aun no me había recuperado del todo cuando Poliméstor se corrió dentro de mí con dos brutales empeñones. La estola cayó por fin y pude observar el cuerpo hercúleo de Poliméstor totalmente contraído por el placer y su polla profundamente hincada en mí. Recibí aquel  cálido torrente que inundó mi sexo con un largo gemido, que liberó la energía desatada por el orgasmo. En ese momento su hermano me separó de él y me puso a cuatro patas sobre el lecho.

Sitalces no fue tan rudo y se demoró acariciando y lamiendo mi sexo y mi culo, recorriendo con su lengua los labios de mi vulva y retrasándola poco a poco hasta la entrada de mi ano. Jamás nadie me había hecho nada parecido. Tulio, al igual que Poliméstor, era rápido y violento y apenas se detenía en hacerme caricias y aquello me sorprendió tanto como me excitó y cuando me penetró ya estaba preparada de nuevo. La enorme polla de Sitalces entró en mi coño a empeñones distendiéndolo y produciéndome un intenso placer. Esperaba que el también me empalase con violencia, pero no lo hizo. Inclinándose sobre mí me envolvió con su abrazo a la vez que me follaba con movimientos amplios y suaves. Yo gemía y acompasaba el movimiento de mis caderas al de sus penetraciones, ansiosa porque su miembro me entrase aun más profundamente.

En ese momento Poliméstor se acercó y balanceó su pene no totalmente erecto frente a mí. Llevada por un arrebato lo cogí entre mis manos y me lo llevé a la boca. El sabor acre del semen me inundó electrizando mi cuerpo. Yo chupé y me contoneé, cada vez más excitada, mientras los dos hermanos se cogían de las manos y acompasaban sus movimientos creando un glorioso arco del triunfo***.

Aquello no podía ser real. Dos pollas estaban penetrándome sin contemplaciones abriendo mi coño y mi boca sin misericordia y produciéndome un placer tan intenso que no tarde en correrme más que unos segundos. Esta vez el orgasmo no fue un alivio. Seguía tan excitada que me agarré al cuerpo de Poliméstor y clave mis uñas en su culo chupándole la polla con todas mis fuerzas.

Sitalces, entretanto, había dejado atrás la delicadeza y me embestía como un minotauro sediento de sangre hasta que no pudo aguantar más y se corrió. Mi vagina, incapaz de contener más semen rebosó  entre contracciones de placer. Por fin libre, me aparté y tumbé a ambos sobre la cama. Ellos se dejaron hacer, limitándose a observarme mientras yo acariciaba sus cuerpos avariciosa.

Mis ojos se iban de uno a otro y mi boca besaba el cuerpo de ambos. Finalmente me centré en Poliméstor. Besé su cuerpo musculoso y hundí mis manos en su melena mientras me frotaba contra su erección. Bajé por su cuerpo besando lamiendo y arañado. Uno de los puntos del muslo se había soltado y un fino hilo de sangre escapaba por él. Besé la herida. El sabor metálico de la sangre, junto con el dulzor de la miel que habían usado como desinfectante, estallaron en mi boca. Llevada por la excitación, recorrí la herida con mi lengua recogiendo cada lágrima de sangre, sintiendo como me colmaban de una intensa energía.

Con la sangre aun manchando la comisura de mi boca, monté sobre el gladiador. La polla entró con facilidad y me erguí y comencé a moverme con sensualidad recogiendo mi melena por encima de mi cabeza y dejando que mis pechos se balanceasen con suavidad hipnotizando a mi amante que jugaba con los rizos escarlata que cubrían mi pubis. Estaba tan concentrada en aquel torrente de sensaciones que no noté que Sitalces se había movido hasta que sentí su cuerpo pegado a mi espalda y sus manos sopesando y estrujando mis pechos.

Con suavidad me empujó hasta que quedé tumbada sobre su hermano y noté como su lengua volvía a introducirse en mi ano. Sin dejar de moverme sentí como sus dedos y su lengua distendían mi esfínter y empecé a temer lo que me esperaba. No era la primera vez que lo hacía. De hecho la única vez que mi marido pareció disfrutar conmigo fue una vez que le dejé sodomizarme, pero la polla de Tulio no podía compararse con la enorme lanza del gladiador.

Cuando su glande tanteó la entrada de mi culo no pude evitar quedarme rígida, expectante y temerosa a la vez. Sitalces empujó lentamente, mi esfínter se dilató entre intensos calambres. Creí que aquel pollón me iba a partir en dos y no pude evitar soltar un grito de dolor, pero el gladiador siguió perforándome hasta que casi toda su polla estuvo dentro de mí.

Yo me quedé quieta y respiré superficialmente mientras él empezaba a moverse con suavidad. Poco a poco el dolor empezó a ceder dando paso a una creciente excitación. Me sentía completa con aquellos dos miembros dentro de mí moviéndose acompasadamente. Emparedada entre aquellos dos cuerpos duros como rocas y empalada profundamente me sentía la misma Venus. Los dos hermanos, hambrientos de placer, comenzaron a moverse cada vez con más intensidad entre roncos gemidos de placer. Mis orificios estallaban en oleadas de placer cada vez que uno y otro hermano empujaban dentro de mí. El tiempo se paró y empecé a sentirme borracha de placer. Mi mente fantaseaba imaginando que aquellos dos hombres no eran unos meros gladiadores, sino los propios Ulises y Aquiles que bajaban del Olimpo para hacerme reventar de placer.

Me agarré a Poliméstor y le besé con violencia mientras el placer se iba acumulando como un frente tormentoso hasta que finalmente estalló en un orgasmo todavía más intenso. Me retorcí y grité arañando y mordiendo con violencia el cuello de Poliméstor hasta quedarme sin aliento.

Exhausta perdí un momento la noción de donde estaba y cuando abrí de nuevo los ojos seguía emparedada entre los dos sementales, solo que ahora ellos estaban de pie y yo en el aire solo sostenida por sus pollas.

El último orgasmo me había desfondado, pero aun estando sin fuerzas aquellos dos vástagos palpitantes dentro de mí despertaron de nuevo mi placer. Yo casi desmayada no paraba de pedirles más.

Los dos hermanos, excitados por mi actitud, renovaron sus empeñones mientras recorrían mi cuerpo con sus manos ásperas y resbaladizas por el sudor. La vagina me escocía, el culo me ardía y tenía los pezones y los labios doloridos. El ardor y el placer se confundían en una especie de vorágine que no parecía tener fin. Cuando pensé que aquello no iba a acabar, Poliméstor se corrió dentro de mi coño. Su semilla caliente desencadenó en mí un nuevo orgasmo, no tan fuerte, pero más prolongado. Con mi sexo aun palpitando empujé a Poliméstor y me separé de Sitalces.

Su polla resbaló fuera de mi culo produciéndome una sensación de alivio. Sin fuerzas me escurrí y caí de rodillas sobre la gruesa alfombra de pieles. Antes de que me recuperara, Sitalces me cogió de la melena y me obligó a mirar de frente aquella polla. Era enorme, pero aun así me lancé sobre ella intentando tragármela. Apenas pude meterme un tercio en la boca y estaba empezando a chuparla cuando su hermano me levantó en el aire y se llevó mi coño a la boca. Mi vagina que aun no se había recuperado totalmente del orgasmo volvió a estremecerse y mandarme oleadas de placer, una detrás de otra, mientras yo me agarraba a la cintura de Sitalces y seguía chupándole la polla.

A una señal de su hermano me llevaron a la cama y me tumbaron boca arriba justo antes de que Sitalces se acercara y cubriese mi cuerpo con su leche.

Tan exhaustos como yo y con algunas de sus heridas abiertas de nuevo, se tumbaron a ambos lados y acariciaron mi cuerpo aun jadeante. Entre aquellas dos murallas de músculos y cubierta de una mezcla de sudor, flujos, sangre y semen me sentía sucia y a la vez una diosa...

Un suave chasquido la despierta. Al principio no sabe muy bien donde está hasta que, tras unos segundos, se da cuenta de que no está en una domus romana, sino en el despacho del psiquiatra. Mira a su alrededor, como si despertara de un sueño y finalmente vuelve a la realidad. A continuación comienza a recordar y no puede evitar que sus mejillas enrojezcan consciente de todo lo que ha oído el terapeuta.

Siente el cuerpo sudoroso y su sexo palpitando con violencia, se mira y ve la falda arremangada casi hasta el punto de dejar ver su ropa interior que siente totalmente empapada.

Con un gesto rápido estira nerviosamente la falda y se sienta en el diván.

—¿Estás bien? —le pregunta el psiquiatra alargándole un vaso de agua con gesto imperturbable.

—Sí, bueno un poco... Ya sabe. Recuerdo todo lo que le he contado.

—No se avergüence. En realidad no es la primera vez que me pasa y me parece que hemos avanzado bastante. Por lo menos ya sabemos cuál es la causa de sus sueños. Habrá que insistir en ello para averiguar por qué no asocias todos estos sucesos con el placer del sexo y sí con la sangre y la violencia, pero es un punto de partida y estoy seguro de que empezarás a dormir mejor. Ahora me temo que nuestro tiempo ha terminado.

—Gracias. —contesta Nazly aun un poco cohibida— ¿Cuándo le parece bien que vuelva?

Levantándose del sofá con parsimonia el terapeuta se acerca al escritorio, coge la agenda y pasa unas cuantas hojas.

—¿Le parece bien el martes a las cuatro?

—Perfecto, hasta entonces —asiente ella levantándose.

No sabe si es por la brusquedad con la que se pone en pie o por los recuerdos evocados, pero Nazly se siente ligeramente mareada. El doctor la coge gentilmente por el codo mientras la acompaña hasta la puerta.

Poco a poco va recuperando la compostura, pero hay algo que tiene que hacer con urgencia. Entra en la primera cafetería que se encuentra y con el tiempo justo para pedir un café se desliza dentro del servicio. Respirando apresuradamente apoya la frente contra el mamparo de separación intentando calmar la fiebre que la consume. En cuanto cierra los ojos los recuerdos evocados la asaltan con violencia. Apurada por la necesidad, se sube la falda hasta la cintura y se baja el tanga hasta las rodillas. Los flujos de su excitación corren por el interior de sus muslos. No puede aguantar más y clavando las uñas en el mamparo de separación introduce la mano derecha entre sus piernas y se masturba furiosamente mientras su mente vuelve a retroceder milenios atrás...

*La actual Aosta al norte de Italia.

**Al contrario de lo que se piensa, la señal para condenar a muerte al adversario derribado era con el pulgar hacia arriba, de forma similar a cuando se hace el gesto de cortar a alguien la garganta.

***Faltan unos cuantos siglos para que se construya la torre Eiffel así que me he permitido renombrar la postura.