LAS EXPERIENCIAS (Parte tercera y última)

Última parte de la novela erótica

TERCERA PARTE

DULCE PERVERSIÓN

XVII – Compañías incestuosas

La bella figura esculpida en una noche persa por un ateniense ebrio, se contempla nuevamente en el espejo, y el reflejo le devuelve esa mirada de indiferencia de una noche como cualquier otra. La cortina amarillenta que es su flequillo, cuyos mechones caen sin vida como ahorcados en un castro celta, se desborda sobre el desnudo desierto que precede las cejas finas cuales patas de gorrión. Mechones se enroscan en una trenza infinita que desciende más allá de la vista y se pierde a  lo lejos, reptando a través de la espalda, allí donde el espejo no capta su imagen. Mas tal cosa no importa, pues sí capta la mirada de esos fatuos y sublimes ojos, tan imponentes y grandiosos, que contemplan ahora con la paz interior de quien ha sido violado, ultrajado y humillado. Esa impasibilidad de quien no teme

observarse, quien no huye de su propio juicio, y se contempla con

parsimonia. Contemplemos pues, cómo reparte una generosa cantidad de pasta de dientes sobre el modesto cepillo, que lleva a su boca con una rutinaria desgana, sin terminar de abrir ni cerrar los párpados. La niña de quince años se deleita en la silueta de una clavícula larga y bella como la teoría y consistente como la práctica. Un cuello que se alza con gracilidad, como las estatuas de nuestros pensadores y mártires. Como el Colón de Madrid, el San Martín de Buenos Aires, el Ramon Llull de Palma de Mallorca o el Dostoievsky de Omsk. La imagen de la búlgara es como esas fotos de parientes del siglo XIX, que contemplan la cámara con crudeza y orgullo. Así se contempla ella, mientras el cepillo recorre uno por uno sus dientes, envolviéndolos en una densa espuma blanca que recorre las encías, que aprisiona la lengua. Las muelas zozobran en ese mar albino cual nalga finlandesa, naufragan entre las burbujas que nacen y mueren con la misma velocidad que niños de la India. Numerosas gotas intentan escapar, salpicando los labios voluminosos y centelleantes que resplandecen nuevamente bajo la luz del cutre foco del cutre baño. La saliva se deja arropar por la pasta de dientes, y se envuelven y entremezclan en una sola sustancia que se desborda sobre la barbilla de la chiquilla, para suicidarse y estallar sobre la boca del desagüe. Como un perro rabioso, los líquidos se desparraman allende su boca mientras la muchacha se lava los dientes rápidamente, ignorando la presencia de su hermana. Por cierto, ahí está Elena. La andaluza, la ríelotodo, la genial y perfecta alma libre, musa de todo aficionado aristotélico. Esa clase de muchachas que uno no se cansa de contemplar con estupefacción, que resultan simpáticas a primera vista, que podrían escupirte y no podrías hacer más que aplaudir su belleza. Esa clase de chicas que se hacen desear, pero no demasiado; que saben cómo conseguir lo que quieren, mas luego no saben qué hacer con ello; tan sencillas a simple vista, y tan oscuramente complejas en los intrincados y laberínticos pasadizos de su mente. Una joven alegre, optimista, juguetona, decidida. Con la verdad por delante cuando le conviene, mas sus palabras siempre pueden interpretarse de varios modos. Elena yace sentada sobre el inodoro, apoyada sobre los codos, y sosteniendo su bello rostro plagado de informalidad sobre las manos. Apenas separa los tobillos, atados por un pijama y unas braguitas que no están donde suelen reposar. Encadenados a la altura del tendón de Aquiles, parecen gritarse el uno al otro como dos gitanas de un segundo y tercer piso, conversando sobre la subida de los precios mientras tienden la ropa. La rubia ignora el sonido de la orina dejándose caer sobre el charco, con un gorgoteo familiar y campesino. Un chapoteo similar al del grifo que ella misma deja abierto. No piensa en la gente que carece de agua potable mientras deja correr el agua. Le han dado decenas de charlas a lo largo de su vida sobre ahorrar agua por el bien del planeta. A Alba y a Elena, como a todo joven con uso de la razón, se la trae floja el planeta. Debes contemplar entonces cómo Elena mete la mano en su pijama para extraer un paquete de cigarrillos, y se lleva uno a la boca. Ducados, la marca de los hombres mayores de sombrero y corbata que se dejan bigote. Y eso los rubios, pues los de tabaco negro se reservan a esos ancianos que se sientan en el bar a primeras horas de la mañana con un café y un periódico, para contemplar a los chicos ir a la escuela y tener alguien a quien sonreír. El mechero se acciona con un chispazo, y mientras el pulgar presiona y deja salir el gas, la titilante llama envuelve al extremo del cilindro de la muerte. Elena aspira, y lo hace como si le fuera la vida en ello, para volver a guardar el mechero y el tabaco en su bolsillo. El humo sale paulatinamente al son de los pianos de Liszt, de Brahms. Entre notas de colores, la gama de grises se desvanece en el aire y bailotea atolondradamente, inundando la estancia de ese olor tan acogedor y familiar. Alba la ve entonces, y no parece gustarle. Se sulfura. “¿Qué coño hace fumando aquí?”, se pregunta. Deja descansar el cepillo de dientes sobre el margen lateral del lavabo, y escupe con ordinariez la espuma que se forma en su boca. Cae lentamente, descendiendo en hilos gruesos y finos, lechosos como el yogur podrido. Sin enjuagarse la boca, le extrae a su hermana el cigarrillo de la boca y lo lanza al suelo, para pisarlo con furia. Sabe que la quemadura no desaparecerá de su sandalia, mas no pudo resistir el placer de pisarlo; es un detalle salvaje y osado que devuelve a la muchacha la autoridad que años atrás perdió. Deberías saber que la relación entre estas dos muchachas guarda más secretos de los que podría presumir la más afamada serie de televisión mexicana. Un principio de rivalidad rige la mayoría de sus movimientos, pues Alba es un año mayor que Elena, lo que no le otorga autoridad sobre ella, mas así lo quisiera. Contempla cómo se comporta, cuando la rubia intenta defender su terreno, demostrando la sabiduría adquirida con un año más de experiencia, mientras la otra gatita se enfrenta a ella con ferocidad, demostrando que está a la altura de la circunstancia. Y mientras Elena observa a su hermana mayor pisarle el cigarrillo, su rostro se contorsiona en una furiosa mueca de indignación y rabia, un gesto que solamente dos muchachas criadas bajo el mismo techo pueden mostrarse la una a la otra.

-¿Illa qué coño hase?

-¿Qué haces tú? Joder Elenita que luego la bronca va a ir para mí, ¿sabes? –Alba habla con un tono autoritario, intentando desempeñar un papel de hermana mayor que siempre le vino grande. Como si la libertad le diera derecho a ejercer la autoridad, error común entre los que se hacen llamar “iluminados”.

-Qué va, la mama piensa que ere hun puto ánhel y que no probaría hun sigarro ni a punta de pitsola.

-Me da igual, aquí no fumes.

-A mí no m´hagas d´hermana mayó, que ya tengo edá pa´ desidir lo que puedo y no puedo hasé… –ahí va, sabias palabras en boca de la andaluza.

-¿Qué pasa, te crees mayor por fumar? ¿Quién es ahora la que tiene que crecer? –la cagó.

¡Zas! La niña cuya chispa de Cádiz nos hechizaba, se levanta sin

permitirse el lujo de subirse las bragas y el pantalón. Un segundo es suficiente para que un bofetón recorra medio metro aéreo en línea curva y horizontal, para estrellarse con un ruido sordo sobre el moflete esponjoso de la muchacha de la trenza dorada.

Furiosa, toma a su hermana por el pelo y el cuello, para empujarla con fuerza intentando hacerla caer. Sus dedos toman la parte superior del pijama, tienen más fuerza de la que parece. Realmente, no me esperaba esto. Elena, poco antes de caer, consigue coger del pelo a su hermana para caer ambas sobre el suelo frío y húmedo del cuarto de baño. Caen lentamente, con un torpe estrépito. Se derrumban sobre el suelo de manera atolondrada, sin dejar de zarandearse, furiosas y encolerizadas. Se pelean en un continuo forcejeo en el que la ropa se tensa y se arruga. Alba se siente realmente enojada, pero más aún por no poder sobreponerse físicamente a su hermana pequeña. No te sé decir cual de las dos tiene más fuerza, pero la escena es realmente graciosa. Se cogen de las muñecas, apretando con fuerza. La andaluza acaba de recordar que está medio desnuda, cuando una brisa fresca provinente de las cañerías le abofetea la magnificencia. Ahora intenta ponerse la ropa, pero al levantarse es empujada de nuevo por la rubia, que ahora babea pasta de dientes sobre el pijama de la muchacha.

-¡Para ya, gilipollas! ¡Quítate o te voy a reventar!

Realmente divertido. Parecen dos cachorritos jugando a pelearse en el suelo, uno sobre el otro. Se arrastran por la estancia, se golpean, muerden y arañan como auténticas salvajes. Se revuelcan intentando detener a la otra, pero la pequeñez del lugar limita sus movimientos. Elena es más fuerte, pero no puede usar las piernas, y aún intenta subirse las bragas en un descuido, mientras su hermana estrangula su rostro. Entonces la andaluza, hermosa aún mientras su mirada irradia cólera, alarga su cuello

para atrapar con sus dientes el hombro desprevenido de Alba. Lo muerde con avidez, con la furia de un pitbull amaestrado para matar. Los dientes se hunden en la carne, hiriendo profundamente, marcando su territorio. Un colmillo atraviesa la fina capa de protección, llegando al músculo, y una gota de sangre asciende desde el interior de ese cuerpo cálido y blanquecino. Alba grita y patalea, pero el dolor la acribilla y toma a su hermana del cuello con fuerza, procurando no ejercer presión sobre la garganta. Cuando Elena desprende sus fauces del nenúfar, la rubia la suelta, y profiere un quejido de dolor. Contempla las dos hileras de dientes que dibujan un perfecto balón de rugby en el hombro, con franjas de color rojo. Dos gotas de sangre espesa y caliente caen lentamente por él, dejándose abrazar por la axila, que impide su paso y las atrapa en la eterna oscuridad. Entonces cesan, la respiración agitada de las niñas se oye como le tamborileo de una fiesta africana. La caja torácica de la muchacha de la trenza dorada se expande y se contrae a intervalos más bien veloces, mientras observa detenidamente a su hermana, calibrando la situación. ¿Por qué? ¿Por qué tanto odio? ¿Por qué tanta furia entre familiares? ¿Qué hay más allá del cigarrillo, que provoca golpes y mordiscos? Cualquier relación entre hermanas es competitiva, pero hay ciertos extremos a donde la casuística no suele conducir. Sin embargo, quizás es otro el motivo de que estas dos gatitas se aporreen con tal fiereza. Es algo que nadie hubiera imaginado, mas no es tan extraño como uno cree. Se llama deseo; deseo sexual, concretamente. Uno desea a otra persona cuando se ve sexualmente atraído por ella. En general, las personas suelen sentirse atraídas por otras personas del sexo contrario, lo cual induce a nuestra sociedad –una sociedad de mayorías –a considerar inmoral, o hasta peligrosa, la homosexualidad. Sin embargo, por más barreras que a uno le hayan lanzado, el instinto siempre sale a flote cuando uno menos lo espera, sacando de nuestro interior, emociones y pensamientos que pueden llegar a ir contra la propia moral. Contémplalas, pues hace tiempo que vienen deseándose la una a la otra, y ni siquiera lo han reconocido para ellas mismas. Es un deseo tan auténtico, tan profundo y oscuro, tan intrincado en sus mentes, que ni aún en sus más profundas introspecciones hubieran podido divisarlo. Un deseo tan reprimido, que su simple mención desencadena una ola de ataques cerebrales que lo condenan al eterno encarcelamiento. Un deseo que ni siquiera aflora cuando se masturban y dejan volar la imaginación. Ni a ellas mismas se hubieran reconocido tal deseo, tal sensación de amor y poder. Se ansían con tal bravura, que la única manera visible de manifestarlo, es con ese impetuoso mal humor que caracteriza su día a día. Es una actitud tan extraña y retorcida, que ni el mismísimo Freud en sus cavilaciones hubiera podido entrever tal red de enmarañadas y siniestras inquietudes. Y tengo la hipótesis de que, agotadas de tanta acción, doloridas por los golpes, agitadas por la excitación –no sexual, como se sobreentiende –, el esfuerzo físico les ha hecho bajar la guardia mental. Han minimizado sus prejuicios y barreras éticas durante un tercio de segundo, el suficiente para que el profundo deseo que ha provocado tal situación, aparezca distraído por un recoveco, asolando ambas mentes. Y ahí están ahora, tiradas en el suelo, una sobre la otra. Una desnuda de la cintura para abajo, y la otra escupiendo espuma de pasta de dientes mientras habla. Coloradas, ardientes por la furia, nerviosas y coléricas, se contemplan de pronto. Quietas. Ojos color miel cuya metáfora perdí tras un desordenado armario. Observan hacia arriba, esas luminosas esferas de neón azul que resplandecen con la brillantez fluorescente de sus antepasados. Se escudriñan mutuamente, contemplando la tierna carne morena de una, la lánguida piel pálida de la otra. Las pecas de las muchachas, como un cinturón de meteoritos en el espacio. Como las burbujitas del colacao flotando sobre la leche. El silencio se apodera de sus cerebros, de sus bocas, apenas respiran a la velocidad necesaria para no morirse. Alba contempla a su hermana en el suelo, observándola simultáneamente, y entonces suena “Hope there´s someone” en sus mentes. Observa la tristeza en su mirada, la súplica en su aliento. Tan sólo desea una frase de consuelo, un abrazo de hermana, un beso de amiga. Observa la gracilidad de su cuello andaluz postrado en el suelo sucio y maloliente. Contempla los mechones de pelo castaño que descienden onduladamente sobre su rostro, ocultando apenas unas franjas de piel. Nada oculta el brillo de su mirada, fijo en la de la búlgara. Y en ese momento, Alba siente que quiere a su hermana más que a nada en el mundo, que la ama con locura; siente que aunque pueda haberse criado junto a ella, aunque la haya visto crecer, llorar y reír, también puede amarla. Por primera vez, la contempla como lo haría si la viese pasar por una plaza cualquiera, sin conocerla.  Pensaría que es hermosa, probablemente tanto como Eva. Quizás más. Pensaría que le encantaría arrastrarla hasta una cama y…  –deseo, mi fiel amigo, haz de las tuyas –.“¡NO!” ¿O sí? ¿Qué te pasa, Alba? Parece que tiene miedo. No recuerda donde puso el límite, pero sabe que lo está rompiendo –“ese cuello” –. Sabe que con eso no debe jugar. Sabe que lleva diez segundos callada sobre su hermana semidesnuda y que debería irse –“esos labios” –. Sabe que hay cosas que están por encima de cualquier anarquía, que forman parte de la moral. Sabe que hay normas que no deben saltarse en ninguna circunstancia –“Esas tetas” –, cosas que simplemente son así, que van contra la natura –“Esa carne” –. Sabe que su hermana no puede gustarle –“Dios… -, no puede amarla –“…la amo” –. Y entonces es cuando la rubia sonríe, y su mano desciende lentamente hasta la tierna hendidura de la muchacha que hasta hace poco quería abofetear. Cinco lujuriosos dedos recorren una corta distancia que parece hacerse eterna, y llegan al paisaje, al tesoro. Acarician esa piel yerma y floreciente que sonríe ante su llegada, que resplandece voluptuosidad y se engarza las uñas como alhajas. Su hermana, su propia hermana. Acaba de acariciar la playa fértil de su dulce hermana de catorce años, y no parece arrepentida. Siente bajo las yemas de sus dedos el contacto de la piel cálida y fructífera, siente el vapor que exhala de la raedura. Simplemente sabe que es una locura, pero ya no piensa lo que hace, ya no piensa en nada, solamente hace. Y Elena… En fin, Elena se deja hacer. Quizás no se ha dado cuenta, quizás se lo está pensando, quizás no le importa, quizás lo desea. No lo sé, lo juro. Sin embargo, sé que ahora sonríe, y cierra los ojos para no ver que es la rubia quien deja caer un dedo inocentemente en su perla, para acariciar las húmedas paredes que allí reposan. Alba siente el ardor, la inmensa humedad del lugar, el amor que desprende la joya. No se atreve a contemplar a su hermana a la cara, pues sabe que de hacerlo ambas se levantarían y se acostarían en sus respectivas habitaciones, dubitativas y cohibidas. Pero nada la cohíbe, y no encuentra explicación. Simplemente, desea masturbar a su hermana, y punto. Por eso estamos aquí. Mira como lo hace. ¡Joder! ¡Mira como se folla a su jodida hermana con la mano! Mira como las uñas se deslazan con sigilo bajo la carne titilante de esa bella hendidura que destila jugos maravillosos, dulces y glorificantes. Mira ese tesoro, esa ricura dejarse penetrar por esos huesudos y paliduchos dedos de niña. Dos van ya, y Alba siente la carne viva de su amiga, su hermana, su amante, su nada. Solo una persona; una persona bella; una persona hermosa; una persona libre; una persona víctima de las putadas de la adolescencia; una persona pura y honesta, que no se queja al recibir el tacto de esa mano bella y nutrida de amor; una persona dominada por el deseo. A decir verdad, toma la muñeca que hasta hace poco intentaba partir, y la acaricia, ayudando a mantener el movimiento galopante del brazo, que se mueve como el pedal de una bicicleta, pero con lubricante natural. Engrasado y pulido, el tesoro resplandece. Es entonces cuando Alba se acerca a su hermana, y deja caer su cabeza sobre el hombro de ésta. Siente su aliento, su respiración, su olor. Se asusta. Ha sentido ese olor desde que la vio nacer. Ha sentido ese olor saltando a la comba con ella, viendo películas con su madre, saliendo de excursión con el colegio, jugando a los trenes en el patio de la casa. Ha oído su risa al jugar a la gincana en las guarderías de verano. Y ahora la observa sonreír bajo su propio tacto, la siente respirar bajo su propio rostro, y la contempla como jamás en su vida ha contemplado a nadie. Las palabras se confunden en su mente, quizás no tenga nada que decir, pero siente que debería decir algo. En estos momentos, en estas situaciones, es cuando Alba suele salir por patas, asustada de sí misma. No ahora. No señor. Hoy es el día en que la teoría se torna práctica. Alba ha atacado, Alba ha rugido, arañado y mordido. Ha atravesado la barrera más poderosa con la que jamás se ha encontrado, y lo ha hecho ella solita. No se siente culpable, ni víctima del pánico. Ahora ella es la presa del deseo, el único rey que dicta sus movimientos, el único que juzga sus actos. El mismo que ahora está orgulloso de ella; como yo, como nosotros. Hendrix estalla con un perfecto “Machine Gun” que aporrea los oídos de las muchachas, dificultándoles la respiración. Nada más. Nada. No hay otra cosa que el rostro de Elena con los ojos cerrados, suspirando y jadeando ante el movimiento rutinario de la búlgara. Acaricia su cuello, nota el músculo, la cervical, la clavícula, la nuez, una gota de sudor, la condensación materializada del placer. El placer, el deseo, ¿espíritus? ¿divinidades? jodida mentira, solamente son reacciones eléctricas, pura química. Un jodido impulso natural que pertenece a la etiqueta “materia”, algo orgánico, algo moldeable, aniquilable por medio de la ciencia. Sin embargo, es suficiente para hacer que estas dos niñas olviden sus principios por unos instantes en los que el mundo parece dar vueltas a su alrededor. La complicidad de compartir algo así las acompañará el resto de sus vidas; lo saben, lo sabemos. Y es entonces cuando la rubia deja de masturbar a su hermana, y la contempla seriamente. Ahora sí, Elena abre los ojos, se escrutan detenidamente. No sabe a qué viene todo, no sabe qué ocurrirá. Yo tampoco. ¿Y qué ocurre? No sé porqué, pero Alba acerca su rostro al de su hermana, mientras una gota de pasta de dientes cae sobre la barbilla de la andaluza. Sí, por si te habías olvidado, no se enjuagó la boca en ningún momento. La espuma ocupa su boca y su lengua, y acaricia su garganta sin pudor. Elena contempla a su hermana, se miran a los ojos. Unos son un mar, otros miel, ambos son gatunos, felinos, demonios de la lujuria, imparables portadores de la perversión. Concebidas en un mismo útero, paridas por una misma mujer, criadas en una misma casa, y ahora compartiendo una misma espuma blanca y líquida, que se desparrama en sus besos mientras sus lenguas se encuentran fructuosamente. Un pantano lechoso, eso es. Dos deidades mitológicas que se acarician envueltas en sábanas blancas y espumosas, calientes y frescas a la vez. Los poros de ambas lenguas se contraen al rozarse, temerosos, y el frescor de Colgate inunda sus bocas. Alba siente las encías de su hermana, sosteniendo una hilera de dientes blancos como la espuma; esa espuma macilenta y repleta de burbujas que explotan como el magma de un volcán. Elena siente el sabor de los labios de la rubia, su hermana, su amada. Siente su lengua envolverla en círculos, el sabor de la pasta de dientes con saliva, con sus salivas. Los fluidos se entremezclan y ya no se distingue una cosa de otra. Una pasta grasienta como cemento líquido recorre sus fauces, sus barbillas, hasta la nariz. Cientos de líquidos que las unen, como puentes hechos de semen que las atan eternamente, hasta que Eru haga llegar el fin. Las lenguas bailan y naufragan en ese mar lácteo, entre burbujas y dientes. Cierran el pacto, sellan la puerta, atrapan unas bocas contra otras. El beso es tan largo que probablemente debiera abarcar más páginas, pero no hay manera de describir cómo… Cómo esas dos muchachas comparten sus fluidos bucales, como Alba lame la barbilla de su hermana, como ésta besa la lengua de la rubia. Se sumen en un letargo profundo y viscoso, del que no saben cómo salir. El beso prosigue, la sustancia lactosa las impregna, y el olor tan fuerte inunda la estancia de frescura. Las gotas de pasta de dientes manchan la ropa, y prácticamente impregnan sus rostros al completo. Elena cierra un ojo para no ser cegada por un hilo de babas y Colgate que cae sobre ella. La búlgara, tan sutil como una gacela, deja escapar la lengua libremente y recorre la nariz de la andaluza de sur a norte. Si te digo la verdad, no sé como cojones han llegado a esto, ni cómo va a acabar. Las niñas que tan mal se llevaban en un principio, que mucho compartieron después, que con tanta agresividad lucharon después, finalmente se besan, y lo hacen con tal pasión que los actores de las series para adolescentes gilipollas deben morirse de la envidia. Apenas el universo puede concebir tal grado de hermosura. Esos rostros tan pulcros, tan unidos de por sí, intercambiando un beso tras otro, mientras las caricias van y vienen. Un túnel, un bendito túnel. Dos océanos gigantes. Océanos colosales, repletos de materia, poderosos, pero separados. Llevan milenios separados por el poder de Noé, y de pronto éste cesa. Y entonces los océanos vuelven a unirse, chocan y estallan en una eufórica explosión de espuma que es la creación de un nuevo mar, la desaparición de un estrecho. Ya no hay paso salvo la vía  marítima, los océanos se han unido, son uno. Los lechos de tocino, esos sacos de manteca hervida modelados con arte griego sobre los rostros de esas princesas de cuento, Lúthien e Idril en los bosques de Lothlórien. No hay nada que se compare a esas caritas de nena. Dos almas diferentes, creadas para ser una, no había otra opción. No había otra salida. Se unen, así es como debe ser. Las bocas se unen, se abrazan intensamente, sienten el aire encerrarse y padecer claustrofobia en las lóbregas estancias que ahora se cubren de fluidos que navegan de un lugar a otro. Impregnan cada rincón, y éstos son explorados y arrasados rápidamente por el contacto de dos interminables serpientes rojas y porosas que se entrelazan y se ahorcan entre sí, enzarzándose en una lucha de gladiadores a muerte, mientras los espectadores de las tribunas son los dientes. Esos solados firmes y trabajadores que no rechistan, que obedecen, que yacen ahí para embellecer las sonrisas de la niña, y que ahora entrechocan con los de la pantera peleando para coger los mejores asientos en el púlpito. Aplauden, ríen, las lenguas siguen luchando, están agotadas, no les importa. Alba recapacita en lo que ocurre, de pronto comprende, pero ya es demasiado tarde, la lucha ya ha comenzado y no parará hasta que muera. Hasta que muera la inmoralidad, y recuerden su papel en el mundo –o al menos en el mundo que han inventado –. Su lengua palpita, la saliva burbujeante recorre las praderas rosadas de ambas bocas y son aplastadas por algún accidental lametazo. Alba siente el piercing de la boca de Marina en su boca, chocar con sus dientes, golpearlos, bucear en su boca, enroscarse junto a su compañero el del labio. Juntos acuchillan a la niña, pero esto le gusta. Por fin, ¿verdad? Después de tanto tiempo, de tanto amor. Al fin saborea esos labios, y no quiere dejarlos partir nunca más, no piensa hacerlo. Siente el sabor agridulce de su paladar, la espuma que se aglomera en sus comisuras, la saliva transportada por los lechosos labios que se aplastan contra sí y se hunden como botas en el cieno, y nada queda de su consistencia salvo el hinchazón de los morros y el palpitar de sus corazones. La muchacha abraza fuertemente a su amante, y ésta siente sus manos frías en el cuello haciéndole cosquillas, mientras ríe levemente sin despegar la boca de su diosa. Elena siente los pulgares de su hermana mayor tensando sus patillas hacia arriba al acariciarla, sus palmas aplastarse en sus mofletes. La rubia no querría cambiar ese instante por nada del mundo. Siente la respiración de la andaluza junto a la suya, ambas naricitas de muñeca de Playschool arrojan ráfagas de aire caliente provinente de sus cuerpos, que se entrelazan sobre sus labios superiores y regresan por donde vinieron. El sonido de los labios al besar de uno y otro lado es sobrecogedor, demoledor, rebota en todos los rincones del baño. Fíjate como los cuellos de las jóvenes e inocentes, aunque no tan inocentes jóvenes, se inclinan levemente para sumirse en un profundo beso fugaz y colosal como una pirámide construida en medio siglo. Qué coño, ¿recuerdas cuando Dios dijo: “hágase la luz”? ¿Y la luz se hizo, y a Dios le gustó? Pues cuando Dios dijo “hágase el amor”, nació el beso entre Alba y Elena, ese beso de más de seis minutos. Y a Dios le gustó, y apuesto a que ahora se la está pelando mientras lee. Porque no hay nada mejor que la imaginación, ¿Cierto? Qué ricura. Qué nenas tan dulces, parecieran dos ángeles. La unión de sus almas es como la explosión de una supernova, como la inexistente constatación de la teoría de cuerdas, como un neutrón que gira y gira alrededor del átomo, y gira tan rápido que empieza a follarse al electrón, y el protón los mira y dice, “¿Qué coño hacéis?”. Algo así. Algo así es la unión de estos dos ángeles, y es en estos momentos cuando uno se pregunta cómo cojones puede algo tan bello ir en contra de la ética. Y quizás puedan, los más atentos observadores, escuchar el sonido de las lenguas batiéndose en un duelo final, apuñalándose por última vez. Hilos de saliva y dentífrico finos como los de coser, pringosos como el queso derretido, burbujeantes como aceite hirviendo y transparente como un yonki sin su dosis. Son como carreteras, que transportan fluidos bucales de un lugar a otro, algunos caen sobre la barbilla, no les importa. Alba no está cohibida, da rienda suelta, no le importa nada ya. La lengua es un músculo, está cansado, pero ella se ha cansado de cansarse. ¿Me explico? Su timidez se ha evaporado como un pedo en un jacuzzi, como si nadie se percatara de ello. Elena besa con una pasión desenfrenada, su lengua recorre los labios de la rubia, su barbilla, vuelve a abrazar a su contrincante y a enfrentarla, relame las hileras de dientes para volver a notar el frescor de Colgate. Cierran sus bocas, un pico final, un pico de niñas, un pico de gatitas recién nacidas. Y entonces, como una leona criada en cautiverio, como una furia escondida en una pelota de plástico para jugar al voley-playa; se abalanza sobre el labio inferior de su hermana menor y lo aprisiona entre sus perlas, lo muerde con vigor, con ternura… Alba se siente realmente abrumada por la situación, es más fuerte que ella, no sabe cómo ha llegado hasta ahí, no sabe cómo parar. Contempla a su hermana, viceversa. Se observan detenidamente. Ambas tienen el rostro al completo repleto de espuma de pasta de dientes, hábilmente repartida. El frescor que emana de ellos acapara todos sus sentidos, dándoles un aire celestial. El olor a sudor y a dentífrico es exageradamente extraño. De pronto empiezan a comprender, empiezan a recordar qué y quiénes son. Recuerdan qué hacían antes de caer presas de la tentación, antes de caer rendidas ante las redes de lo prohibido, de lo maligno. Una mirada de soslayo y complicidad simultáneas recorre fugaz sus ojos atentos, que se extinguen en un mar de pensamientos y preguntas sin respuesta. Y entonces, cuando creen que la casuística universal está a punto de transportarlas atrás en el tiempo y borrarles la memoria, alguien llama a la puerta. Qué curioso, que la escena concluya con una llamada a la puerta. Si no fuera el narrador sino el lector, creería que quien inventó tal historia es un joven de quince años adicto a las pajas, que sin otra afición de la literatura, dedica unas horas de su triste vida a relatar un incesto lésbico con tal de poder meneársela con gran goce, y que sin saber cómo acabar la historia, decide darles un pronto y absurdo final. Pero afortunadamente, no soy el lector, sino que joven de quince años.

-¡Niñas! ¿Qué hacéis ahí? Lleváis encerradas quince minutos, ¿estáis bien?

-Sí mamá, ahora salimos.

No vuelven a intercambiar palabras, miradas. Entran en sus respectivas habitaciones, se tienden sobre la cama, aún huelen a Colgate. Se sienten repugnadas, y por primera vez reflexionan y comprenden lo que acaban de hacer. Asqueada de sí misma, Alba empieza a llorar sin saber porqué, preguntándose cómo pudo ocurrírsele tal locura. Prometiéndose que no volverá a ocurrir. Muchas cosas se ha prometido, y muchas cosas puede

prometerse, mas bien sabemos todos que las mujeres –y sobretodo en cierta edad –tienden a contradecirse con asiduidad. No nos extrañe pues, en un futuro, volver a contemplar similar escena. Sé que todos así lo desearíamos. Todos lo sabemos. Fíjate bien cómo la joven muchacha se acuesta, turbada, muy turbada, más turbada de lo que crees. Y hablando de

masturbar… En fin, uno ya se lo imagina, los clichés de la literatura erótica son muy predecibles. Pero mírala. No sabe que aún la observamos. No tiene la más ligera sospecha, afortunadamente. Ha recibido una meada en la boca, ha besado a su hermana, cosas que en un principio consideré imposible. ¿Qué será lo siguiente? No lo sé. Tú tampoco.

Y es por eso, es precisamente por eso… que estamos aquí.

XVIII – Yaiza y sus juegos

¿Culpa? Quizás, entre otras cosas. Aún recuerda el rostro de su hermana; Elena, la chispa viviente. La recuerda sumergida en espuma blanca. Sus flujos dulces como almíbar bajo el tacto de su mano, sus ojos delatores. Recuerda el sabor de su lengua, el tacto de sus labios, el olor de su cuello. Y se asquea.

Se asquea y se odia a sí misma con una fuerza inusual, algo insólito. Es comprensible, quizás, tras lo ocurrido. Aún no comprende cómo pudo hacerlo. No alcanza a descubrir en qué momento se le ocurrió besar a su hermana, tocarla. Mientras lo piensa, el semáforo titila, y apura su paso para llegar al otro lado de la Plaza España, mientras los automóviles rugen y la contemplan con cara “venga, date prisa joder, ¿no ves que llegamos tarde?”. Le cuesta caminar con las muletas, poco acostumbrada, y se siente impotente ante el gentío que la adelanta con paso apurado. Odia la puta escayola. Allí están los acampados del 15-M, entre tiendas de campaña y botellas vacías de cerveza. El suelo lleno de colillas le da la bienvenida mientras atraviesa el lugar. Odia pasar por allí, mientras tantos ojos lascivos la devoran con la mirada. Muchos acaban de despertarse, y tienen esos ojos hinchados y repletos de legañas, surcados por las ojeras provocadas por algún tripi. La cocina está algo sucia, pero hay gente ya, preparando la cena. Un muchacho está sentado en el banco, solo. Lleva unas botas que probablemente le irán grandes, y unos vaqueros que probablemente le cortarán la circulación. Una chupa de cuero que pesa más que él y unos anteojos de sol redondos como los de John Lennon. Su pelo, una cresta que no se decide entre roja, naranja o rosa. Es la puta tercera vez que se lo encuentra, y no le gustó ni la primera ni la segunda, pero el joven parece llamar su atención. El muchacho bebe de una botella de cerveza tibia, y contempla a la rubia, anonadado. Asqueada, Alba continúa su paseo y se pierde hacia Olmos, mientras el chico la contempla perderse en la lejanía con una nostalgia audible, y vuelve a llevarse la botella a los labios. Apurada y sin quitarse la imagen de Elena desnuda de su cabeza, Alba llega a la dirección que le dio Marina. Cerca de la iglesia de San Miguel, allí donde los rumanos se sientan con la mano extendida suplicando caridad. La rubia llama a la puerta. Hace poco la pantera la llamó por teléfono. Le dijo que se encontraba enferma y se había olvidado los deberes en casa de Yaiza. Le pidió que los fuera a buscar, porque la peluquera estaba ocupada. Alba, esa clase de personas como hoja al viento que jamás niegan un favor, aceptó. Cogió el autobús desde el amanecer para llegar hasta aquí, observando a los turistas ir de un lado a otro sacando fotos a los yonkis de los bancos o a los negros con corbata. Alba golpea la puerta del lóbrego lugar, sin recibir respuesta.

-¡Ya voy! –se oye al otro lado, y la puerta se abre rápidamente.

Aparece entonces Yaiza, enfundada en un pijama compuesto por una pieza similar a un vestido, dejando contemplar la ropa interior a través de ellos. Alba la observa embelesada.

-Pasa pasa, me estaba por quedar dormida.

¿No estabas ocupada, perra?”, piensa la rubia, pero calla.

Calla –Bryn Sturgis –porque sabe que Marina no la envió a buscar sus deberes, y se maldice a sí misma al haber aceptado la oferta. Intenta parecer tranquila, pero realmente no tiene ganas de nada en ese momento. Aún se siente mal, pues sus infinitos deseos sexuales le han jugado una mala pasada y no quiere volver a dejarse controlar por ellos. Sin embargo, el olor a incienso de la estancia le recuerda a su primera experiencia junto a Marina. Su primer beso. Yaiza está tan hermosa como cuando la atendió en la peluquería. Su rostro blanquecino, de rasgos duros y mujeriles. Un cuerpo rechoncho pero alto y fornido. Ese pelo cortito como el césped, tan rojo como la purpurina, indespeinable –lo sé, esa palabra no existe –. Esos ojos oscuros, maquillados con entusiasmo y verdes como una esmeralda pulida por un norteamericano sureño –esos hijoputas racistas –. Unos labios gruesos y repletos de carmín, cual boca de ministra suiza. Una auténtica sex symbol. Una supermodelo en toda regla, con una belleza tan poderosa como vulgar. Unos senos apabullantes que se rebalsan sobre sí mismos; podrían tener su propia gravedad. Unas curvas que atraen la atención de todas las leyes universales de Newton, todas las teorías de Sócrates, todas las palabras de un dictador y los gritos de una bestia. La muchacha no necesita sonreír, pues su rostro ya contiene esa picardía en la mirada, perceptible por cualquier vivo.

-Ponte cómoda –dice, y saca una botella de champagne con dos copas. Un recipiente con cubitos de hielo, y algo extraño que se guarda en el bolsillo de atrás, antes de que podamos verlo.

-En realidad ya me iba, sólo venía a por los deberes –buen intento, rubia, pero estás frente a la diosa de la seducción.

-Sólo tómate una copa –tentador -¿Quieres hielo? –sutil –Hace bastante calor –sugerente -¿Quieres follar? –sin comentarios.

-Lo siento, tengo que irme.

Alba se levanta y se va. Así, sin más. No da explicaciones, simplemente toma sus puntos de apoyo y se marcha con dificultad. Sus sandalias –su sandalia, mejor dicho –recorren apenas un par de metros hacia la puerta, cuando siente una mano en su hombro. Se detiene, y se da la vuelta. Contempla –contemplamos –. Yaiza sonríe, con esa media sonrisa diabólica y sensual, musa del escultor de gárgolas. Entrecierra los ojos en un gesto de complicidad mutua, aparentando seguridad, frialdad. Tiene una teta fuera, una hermosa y desbordante teta que cae grosera sobre las inexistentes costillas. El tierno pezón color magrebí recibe encantado la mirada de la rubia, que no puede evitar perderse en sus infinitas grietas. El seno cae con fuerza, vulgar, sediento.

-Eh, tengo los ojos aquí –dice la cabrona, señalándose a la altura de las pupilas.

-Yo no quiero tus ojos –responde entonces la bella visitante, ansiosa de devorar a la muchacha -, yo quiero tu almeja.

Claro, sincero, directo… ¿Grotesco? Tal vez; da igual. Simplemente, observa ahora como la rubia se lanza al cuello de Yaiza. La peluquera siente sus labios de nuevo, juveniles y repletos de la vida; con esa inocencia que ella perdió hace algunos otoños. Un conjunto anárquico de besos explosivos las recorre, las envuelve, juega con ellas y las consume. La rubia siente ese sabor tan especial, tan maduro. Miel chocolatada, el néctar de los lagos finlandeses. Siente las perlas bajo el bailoteo de su lengua, a un ritmo indescriptible, inclasificable. Siente el golpeteo del piercing de la lengua al intentar apuñalar a los del labio inferior. Ska- P estalla con su “poder pa´l pueblo”, los vítores aclaman, y las dos muchachas se dejan caer sobre el sillón. Alba ha olvidado los labios jugosos de su hermana, Yaiza ha olvidado que está cometiendo un delito. Simplemente intercambian fluidos como quien trafica con anfetas a la salida de un instituto. Ni siquiera se miran a la cara mientras lo hacen, ya no es necesario. Ambas han pasado ya por esa etapa, y tan solo desean la carne. No hay entrantes que valgan cuando se quiere ir derecho al grano. Si el plato está servido, cómelo. Y es entonces cuando Yaiza regresa de la cocina con un bote de nata, batiéndolo con fuerza. Sonríe, picarona.

-Desnúdate.

Alba obedece. Se quita la ropa como si fuera un trámite, sin sensualidades. Desabrocha su sujetador con un chasquido, el mismo que suena en su vientre cuando se quita –no sin cierta dificultad –la falda a través del molesto yeso. Podemos contemplar ahora sus bellos senos de nuevo; hasta me da la impresión de que están más grandes que la última vez. Quizá sean imaginaciones mías. Sin embargo, contempla pues cómo se quita las bragas, y entonces la peluquera devora con la mirada el hermoso bosque de bambú. Esa rajita de niña intrépida, perdición de los mortales. Conserva aún la inocencia y el esplendor de su virginidad, pese a haber sido desflorada. Es algo tan bello como enigmático. Su ternura reside en la desfachatez con la que se deja ver, es una auténtica deidad griega, cual Helena –aunque no tan casta –. Se deja caer en la cama, y sobre ella cae la peluquera, al son de Boikot y su Korsakov. Yaiza se enzarza en un duelo a puertas cerradas, en el que las lenguas y los manoseos se convierten en uno. La muchacha se desviste también, tal como lo haría una prostituta del hipódromo. Alba siente su peso sobre ella, siente la carne vigorosa aplastarse y caer encima, abrazándola y consumiéndose junto a ella. Devora con avidez ese hendido pezón, como un visitante atento que se asoma para servir de alimento a sus fauces. Se encargan de no dejar zona del cuerpo sin besar, recorriéndose entre ellas con la lengua, abrazándose y arañándose como auténticas víboras. Se consumen entre caricias y lengüetazos que van y vienen. Un piercing recorre el ombligo de Alba. No sabe cuál es; ni siquiera sabe si es solamente uno. Cierra los ojos, se deja llevar. La situación procede a través de ella como una película. Se deja hacer, y descansa boca arriba. Una mano le recorre el vientre, provocándole espasmos y escalofríos en torno al abdomen. Una uña le acaricia la pantorrilla, como un palito con el que un niño dibuja en la arena. Como una tiza que dibuja en la pizarra, la pelirroja traza formas absurdas y surrealistas en el campo lechoso, entre pecho y pecho, sobre y bajo ellos. Los mima y los saborea con curiosidad, como descubriendo un placer perdido, la nostalgia por la pubertad. Adora esos senos de niña, la sonrisa de la muchacha sobre la que se encuentra. Un extraño sonido, un “pshhh” como el de las latas de refresco al abrirse, precede ese frescor tan dulce. La niña de la trenza dorada se acomoda en su asiento de princesa, en su cojín. Reclinada en un sillón de aire, se deja abrazar por los pliegues de las sábanas en su espalda, y mira hacia el techo con la expresión inexpresiva –válgame la redundancia – de un faquir. No ve cómo su anfitriona bate el frasco de nata con velocidad, cual madre que bate el cola-Cao en Tetrabrik para su hijo –esa mierda envasada –. El sonido cesa, y la peluquera se acomoda con las rodillas a cada lado de su huésped. Se sienta sobre las blanquecinas piernas de la niña –la pierna y el enyesado, más bien –, que apenas se digna en abrir los ojos. Se dejará hacer lo que sea, ambas lo saben. Un gatito de porcelana comprado en un bazar las observa. Mueve su brazo arriba y abajo sin parar, ajeno a lo que sucede ante su mirada. El esmalte color rubí cubre la uña, que cubre el dedo, que presiona el botón, del cual emana la nata en forma de crema a presión. Una cuerda de textura confusa empieza a recorrer el pecho pálido de la niña cuya mirada reposa bajo los párpados. El suave movimiento de la peluquera, recuerda al de un pintor que desea retocar su obra con unos últimos detalles de luz. No debe cagarla, debe ser precavido. No puede dejar el pincel a su libre albedrío como hiciera al abocetar, o inclusive con las primeras sombras. Debe ser cuidadoso, como un chino al hacer la manicura; como una madre al cortarle las uñas a su bebé; como un cirujano al extirpar un tumor, como un trozo de escoria realizándole una circuncisión a un bebé judío. Un pequeño error y todo al traste. La nata cubre sus hombros, sus axilas. Alba nota y disfruta la frescura de la crema. El terrible calor y la nata fría dan la impresión de estar en una playa. Evoca una playa –suele ir a la playa con su familia –. Se imagina a su hermana poniéndole crema solar. ¡NO! Intenta olvidar la imagen de su hermana, pero ahora no podrá. Acaba de tener un regreso al pasado, ha vuelto a sentir el sabor de sus labios. La pasta de dientes no era tan diferente de la crema que recorre ahora su seno en círculos. Alterada, abre los ojos para recordarse que no es Elena la que juega con su cuerpo como quien decora una tarta de cumpleaños.

-¿Te pongo una velita?

La peluquera juega con el bote, mientras la niña siente el terrible frescor del producto sobre su carne cálida. Es como si una cadena helada la atara al sillón. El hilo de nata recorre la colina lactosa en círculos, acercándose más y más a la fuente del alimento de todo niño. El nórdico pezón rozado apenas dice nada, y se deja abrazar por la fría y delicada consistencia de la nata, que lo cubre con holgura y lo arropa en espiral. Él, contento y excitado, se yergue y se pone de pie, rígido y alterado, preparado para cualquiera cosa. O eso cree él. Su hermano gemelo no recibe menor trato, y es galardonado con una corona de espuma blanca. La hábil mano de peluquera mantiene la presión sobre el botón, mientras continúa el paseo hacia abajo. Recorre el camino al sur sin pasaporte que lo identifique, y el ombligo apenas se contrae ante su presencia. Alba siente un fuerte escalofrío estremecerla, cuando la cuerda de espuma atraviesa sus abdominales y entierra a su ombligo en un lecho blanco. Se retuerce en el sillón, sintiendo la sábana repleta de sudor pegarse a sus nalgas e infiltrarse entre ellas. No es momento de alzarse para despegarse la sábana del culo. Ahora no, pues la nata sigue su camino. Vuelo internacional, acaba de entrar en el país de la depravación. Muestra el visado y realiza su check-in con éxito. Pasa el control de seguridad, recoge el equipaje y toma el vuelo hasta los pies. Entre dedo y dedo caen masas de espuma. Sin duda hay cierto fetiche en la desconocida mente de la joven punk. Unos pies sencillos, quizás de bailarina. Suaves, tersos y femeninos. No poseen la majestuosidad de quien practica ballet o de quien aplica tratamientos hindúes sobre los dedos de los pies o el talón. No poseen la fuerza de quien trabaja de azafata, o de quien rompe tablas de madera con patadas voladoras. No posee la curvatura de un cisne ni la complexión de un delfín, pero tan solo el olor a melocotón que desprende, las gotas de sudor que recorren el espacio entre el meñique y el anular, las arrugas que preceden al talón cuando el tobillo se inclina hacia abajo... Es curioso que algo que soporta tanta carga sea tan bello, y es más curioso aún ver la sexualidad que para algunos puede irradiar. Para mí un pie no es más que un pie, pero la pelirroja parece adorarlo como si de un Dios se tratara. Cubre cada dedo de nata, para después envolverlo con su lengua carmesí, sintiendo el sabor de cada uña como el manjar de Hera en sus palacios. Una boca joven y sedienta asciende lentamente por las piernas. Da un leve rodeo por la rodilla de la pierna sana, mordiendo la ingle con fervor, y sintiendo la carne caliente y sudorosa entre sus fauces. Yaiza empieza a lamer la nata del cuerpo de la niña, que reposa enorgullecida en el pedestal de la vanidad que le han concedido. Se siente la gran dama, sin nadie que la cuestione, mientras todos se embelesan con su figura. Ahora disfruta cual Elena de su propia autoestima, dejándose amar por la muchacha. Dejándose lamer el vientre, los senos. Siente la lengua de Yaiza recorrer sus pezones, acariciar las axilas. Bueno, en realidad axila es una palabra demasiado cursi para esta situación. Más bien podríamos decir que le enjabona la sobaca a lengüetazas, aunque no llego a comprender porqué. Alba sonríe, y sus dulces labios de niña mimada vuelven a florecer como la primera vez que sintieron una lengua en su interior. Sonríen con dulzura, como aquella chiquilla inocente que alguna vez fue. Lejos ha quedado ya, pero aún puede recordarla. Aún puede recordar a aquella muchacha que jamás hubiera llegado a pensar en tocarse, y el ayer besó a su hermana. Cuanto más intenta olvidarlo, más le viene a la cabeza. La búlgara de ascendencia húngara y turca a partes iguales, siente una lengua y una naricita recorrerle la barriga hasta rozar su vello púbico. Un cosquilleo seguido de un fuerte espasmo la recorre.

Aquellas caricias de bajo vientre le provocan extraños escalofríos, haciendo que se arquee y se retuerza en el sillón. Algo en el ambiente hace que se sienta más compenetrada con la joven punk. Algo en su manera de proceder hace que todo sea de buen rollo, como si tuvieran una confianza forjada tras toda una vida. Y es entonces cuando Yaiza deja caer su cabeza hasta el nacimiento de la sexualidad, allí donde los olores se entremezclan y se confunden, allí donde habitan los demonios del tabú. Alba mira a la peluquera a los ojos, mientras ésta devora la nata de la zona frutal. Yaiza recorre cada centímetro del conejo con la profesionalidad de quien ha visto ir y venir coños de todos los colores. Inserta la lengua en el orificio, sin preliminares, agitándola con vigor, desatando todas sus fuerzas con el músculo más útil de su cuerpo. Alba se estremece y jadea, alegre de compartir tal momento con una desconocida, como si el juego consistiera en romper todas las reglas lo antes posible. La rubia se sume en un profundo letargo. La concha engulle a la medusa y las edades desaparecen. Ya no son veinte, ya no son quince. Ya no importan los años. Ya no importa el lugar, el momento.

La sensación es siempre la misma. Un cáliz con una llama. El ala delta cayendo en una cueva. Un oleaje de espasmos que ascienden en espiral y se desdibujan en un olimpo, un vacío de posibilidades. Algo blanco, blanco y neutro, con todo por hacer y decir. Tan blanco como el rostro pecoso de la niña, tan puro como su aroma. Dos ojos azules y cerrados que gruñen. El ojo importante no está en la cara. Yaiza le devora el chocho. Es casi conmovedor, como un barco pesquero rescatando al superviviente de un naufragio. La mujer entrenando a la niña, mostrándole los secretos. Diciéndole “¡Así se hace copón!”. Le enseña el camino, la hace gozar con clase, gemir con estilo, lamer con profesionalidad. Pero no como un trámite, no con desgana. Con amor, con dulzura, con la ternura de una niña de quince y la maestría de la muchacha de veinte. Una mezcla, un ying yang, el Tao de Lao Tsé. Alba nada en un mar de sensaciones, en un océano quizás. Se sumerge profundamente, y cada metro que desciende es una vocal diferente que emerge de su garganta. Mientras, otra garganta recibe los recientes flujos de una rubia. Una rubia color Alpes. Una postura tan sencilla, un ejercicio tan común y repetitivo. Qué curioso, pero Alba parece sorprenderse con cada nuevo orgasmo. Se realiza y se perfecciona con cada gemido, como si reinventara el sexo día tras día, como si le diera una patada de Taekwondo a la monotonía. La nata ya no la cubre. Ha sido devorada, como esa carne joven y brillante que habita en la entrada de la cueva de las indecencias. Su gloria es tal, que no puede evitar abrazarse con su anfitriona y compañera de fuegos. Se enlazan en un abrazo de madre a hija, arañándose quizás con una complicidad no otorgable a tal relación. Entonces se observan, se contemplan en el vacío abisal que sus fantasías recrean. Y se besan. Lo hacen con la naturalidad de quien sorbe un helado en el Arenal. Alba nota el dulce sabor de la experiencia en boca de la peluquera. Nota la velocidad de su lengua, ágil y musculosa. Ni la cola de un pescado se movería con tal maestría. Intercambian fluidos durante un buen rato, y la búlgara siente su propia esencia en la boca, el sabor de su interior regresando a su interior. Se observan, y sus miradas se desvanecen en un mar de nada. La poesía que se respira en sus pupilas ilumina la estancia, las envuelve en un aura de pasión que se apodera de sus mentes y bloquea sus razonamientos lógicos. No hay sentido común, preocupación o razón de ser. Solamente hay un órgano reproductor que rige el comportamiento de dos seres atados a las circunstancias, envueltos en un océano de posibilidades, nadando en una bifurcación, un torrente de sexualidad. Una pesadilla que conmueve y persigue, un dedo que señala al culpable. Pero no hay responsables, más bien no hay responsabilidades. No hay nada; salvo deseo, amor. Se aman, aunque un hombre trajeado señale que en el diccionario que la definición del verbo amar no se corresponde con el sentimiento que las muchachas experimentan. A fin de cuentas, el amor es una reacción química, un impulso eléctrico, y puede haber miles de palabras para denominarlo, pero no será denominado. Es un ser vivo –nace, crece, se alimenta y muere –, y se comporta como tal. Reacciona, cambia y sorprende continuamente, aún cuando parece ser estable. En este momento, no hay nada más allá de estas muchachas que dos lenguas en un frugal encuentro, intercambiando la pasión de la que se nutren. Sonríen y se contemplan, se abrazan y se arañan con la misma facilidad. Son esclavas de una dulzura superior a su entendimiento, una belleza que tan solo puede contemplar quien se predispone a contemplar. Quien no quiere ver no puede hacerlo, y no cualquiera presumiría de apreciar al completo la hermosura en sus actos, en sus cuerpos. Se muerden, se recorren con la mirada y la lengua, pero las palabras son inútiles en el mágico mundo de la perversión. Aquello que se salta las normas se rige por ellas, pues solo es bello al romperlas. Las normas son necesarias si se quiere salir de ellas. Las normas son divertidas para quien las ignora, pero no se pueden ignorar si se carece de ellas. Ese es el morbo, en eso reside el placer de Yaiza. Ésa es la gracia de follarse a una niña de quince años. Si nadie te dijera que está mal, probablemente no supondría una excitación tal. Es tan simple como absurdo, pero hay cosas que no necesitan explicación, y deben ser como son porque así se ha escrito. De pronto, una mirada de complicidad surge en el rostro de la peluquera. Alza una ceja y dirige una media sonrisa hacia el portal de la sugerencia, como si quisiera hablar sin hacerlo.

-¿Qué quieres hacer? –pregunta Alba, consciente de que la muchacha tiene un idea.

-Ponte en cuatro.

Una orden. No una petición sugerente, sino una orden clara y concisa. Ponte a cuatro patas. Podría pasar cualquier cosa, cualquiera. Alba querría preguntar qué, pero la ignorancia otorga más emoción que la más salvaje de las propuestas. Si nadie dice el qué, todo podría ser, y la imaginación es la más poderosa de las armas. Se pone en la posición que le han ordenado, sin saber qué ocurrirá. El suspense es casi melodramático, como el lector obsesivo que quiere descubrir quién fue el asesino. Empieza a pensar qué podría ocurrir, imaginando miles de escenas a cada cual más enfermiza. Yaiza busca entre sus cajones, y le pide a la rubia que cierre los ojos. Podría pegarle un tiro si quisiera. Podría dormirla con cloroformo, y que despertara atada en una cámara de tortura inspirada en películas de Tarantino. Podría ocurrir cualquier cosa, pero no es tan salvaje como creía. Nota algo frío, terriblemente frío, llamar a las puertas de su conducto cagador. El ano se dilata rápidamente, antes de que pueda pensar o reflexionar sobre su futuro. Él ya está preparado, y no duda acerca de la profesionalidad de la peluquera. Sea lo que fuera que tiene en el trasero, está muy frío, pero se empieza a calentar poco a poco. Por el tacto reconoce que es metal, pero poco más sabe. Yaiza acaricia los alrededores del pozo durante un rato, hasta que decide comenzar. Empapa su dedo índice en el mejor lubricante que existe, su saliva. Frota el ano con el dedo mojado, para que no resulte doloroso. Acerca su instrumento al orificio, y presiona ligeramente en él. Alba nota un círculo, como su estuviera vacío. ¡Está vacío! Es un tubo metálico y hueco, como lo que usan los guitarristas que tocan “slide”, similar al cartón de los rollos de papel higiénico. A saber de dónde lo habrá sacado, y para qué lo querrá. Eso me pregunto yo, por eso estoy aquí. El tubo entra. No tiene prisa, se toma su tiempo. El oído atento puede notar el sonido de la fricción del ano al dilatarse. Es una belleza. De haberlo sabido Da Vinci, el cuadro más famoso del mundo sería un ano con medio tubo metálico dentro. Obsérvalo. Deléitate. La novena maravilla del mundo después de Patricia Montero –por cierto, hay un gran parecido entre la joven actriz y nuestra bella Alba –. El elixir de los mortales. El aire corre dentro del aparato, refrescando el cuerpo de la niña por dentro. Alba nota el la brisa fresca acariciar sus intestinos, ventilar su cuerpo. Un fuerte escalofrío la recorre, y por un momento se le contrae el orificio debido al esfuerzo de mantenerse en equilibrio. Le entra la risa tonta, y coge la copa de champagne a medias de la mesa. Se la termina de un trago, mientras Yaiza termina de introducir el objeto. Es un juego divertido, pero no termina de excitarla. Ya no siente dolor con el sexo anal, no es algo nuevo para ella. Necesita emoción, aunque no tiene ni idea de que la va a recibir hasta hartarse. No sabe lo que se avecina. Nosotros tampoco –por eso estamos aquí –. Observa ahora la escena, porque queda poco. Yaiza se marcha a la cocina, a buscar algo. Alba espera. La rubia cuya piel desaparece entre la nieve, sonríe de la impaciencia mientras espera a cuatro patas sobre un sillón ajeno. No está incómoda, pero necesita saber qué quiere la muchacha. El tubo espera, tranquilo. Él no tiene apuro. Como diría Melendi, sin pausa pero sin prisa, Alba se lo mete hasta el fondo, sintiendo el metal tibio expandirle las paredes del conducto. Entonces llega Yaiza, con algo en las manos. ¡Joder! Me encanta. No entiendo como es capaz de hacer eso, pero me parece divertido. Prefiero no decirte que es, dejarte con la intriga hasta que lo haga. Fíjate, espera y observa. Yaiza se vuelve a sentar en el sillón con algo en la mano. Lo acerca al tubo, lo introduce y lo deja caer. Alba ni siquiera se ha dado cuenta de que la peluquera ya ha vuelto. Apenas nota su presencia, y está buscando un reloj en la pared con la mirada, cuando siente algo extraño. Algo recorre el tubo metálico. Algo frío. Sea lo que sea, acabará en su intestino. Sabiendo esto, lo único que Alba quiere es que no esté vivo. Contempla. Como un golpe con un bate de baseball. Como un balazo en la nuca. Tal es el grito de la rubia. Tal es la sensación que tiene cuando aquello acaricia su interior. Es realmente terrible. Yaiza quita el tubo rápidamente, para que no pueda salir. Parece arder, o helar, no lo tiene claro. Se levanta corriendo, gritando, como si la poseyera el diablo. Yaiza echa a reír. La sensación es realmente diferente, quizás divertida, para nosotros, pero a Alba no le causa demasiado placer. Empieza a correr por la habitación, a medias gritando y a medias riendo. Empuja con el esfínter, pero no puede sacarlo.

-¡No empujes, a ver si te cagas!

Alba no tiene tiempo para gilipolleces, y empuja con toda su fuerza hasta que extrae el hielo. Un hielo grande, y tan frío que quema. No estos de cubitera, sino aquellos que venden en las gasolineras. La sensación de frío ha sido tal, que no habría podido diferenciarla de cualquier otro dolor. Yaiza se sirve el hielo en una copa de champagne, que apura en apenas dos tragos. Después, lo mordisquea durante unos segundos, recostada en el sillón. La niña cuya melena es dorada como la orina resplandeciente en una puesta de sol, se sienta en el otro rincón del sofá, totalmente exhausta y nerviosa. Respira con dificultad, debido al gran esfuerzo que ha hecho. Aún siente el corazón palpitar con una fuerza demencial. Tiene el ano tan congelado que prácticamente no lo siente. Es la ocasión perfecta para hacerse un piercing en la salida del intestino. Yaiza sonríe, Alba responde de igual modo –aunque con cierta frialdad, y no me refiero solamente a la anal –. Observa el sillón. Se ha corrido dos veces seguidas mientras pataleaba con el hielo dentro del cuerpo. Es un sistema eficaz para lograrlo, aunque apenas lo ha notado. Sí que sabe que las piernas le flaquean mientras corren, pero no se ha dado cuenta de que por poco se mea. Ha sido un juego divertido, sorprendente, aunque el placer no ha sido del todo grato. La punk disfruta con su obra, pues todo lo que quería era disfrutarlo ella. Ofrece más champagne, que la rubia rechaza. Se siente realmente exhausta, e intenta razonar lo que acaba de ocurrir. Apesadumbrada, no puede asimilarlo todo en tan poco tiempo, aunque hay una buena noticia. Si algo positivo ha tenido que le introduzcan un cubito de hielo por el culo, es que se ha olvidado de sus experiencias junto a Elena. No me extraña, cualquiera lo haría –por dios, rubia, cada día te superas –. Se viste tan rápido como puede hacerlo cualquier lisiado. Dice que tiene prisa y se marcha, tras abrazar y agradecer a la muchacha su tiempo y su esfuerzo. Ni siquiera pregunta por los deberes, pues sabe que era todo un tejemaneje de la pantera. Yaiza echa a reír y le abre la puerta.

-Habrá que repetirlo –ofrece la peluquera.

-Sí, la próxima vez te meteré un escorpión por la oreja.

Alba lo dice con humor, y ambas echan a reír, mas hay cierto rencor oculto en sus palabras, aunque no lo demuestre su tono de voz. Se marcha y, sin darse cuenta, acaba corriendo en dirección a la Plaza España. La gente no la mira. “¿Cómo puede ser que no se den cuenta?”, piensa. “Acabo de tener un hielo en el culo, deberían colgarme por esto”. Finalmente, recuerda a su hermana. No sabe cómo, pero le viene su rostro a la mente. Se enfurece consigo misma y echa a correr con más velocidad, como si la persiguieran las autoridades. Los guiris caminan con toda la lentitud de la que es capaz un ser humano, haciendo todo lo posible por estorbar el paso con gran maestría. Alguna vez se observa un pequeño pasillo entre la multitud, que pronto es sustituido por algún carrito de bebé, o un niño que pasa corriendo, o una mujer que sale de una tienda de ropa, o un anciano que se aferra a su bastón con desmesurada fuerza… ¡Por las barbas de Merlín, son odiosos! La muchacha consigue atravesar el rebaño hasta llegar a la Plaza España. Allí están los manifestantes. Uno de ellos abre una de las tiendas de campaña, y sale humo como para decorar un volcán hawaiano. La rubia recuerda el colocón que disfrutó apenas unos días atrás, y siente ganas de fumar de nuevo. De pronto se para, asombrada. El muchacho de la chupa de cuero y las botas de astronauta sigue ahí. Yace sentado en la misma posición, con las piernas cruzadas y la mirada fija en su cuaderno. Alba no cree que lleve todo aquel tiempo escribiendo a lápiz, y hace amago de proseguir su camino, pero el chico le llama la atención. Se acerca a él y lo observa. El muchacho ni siquiera nota su presencia, hasta que la muchacha carraspea. Entonces, él alza la vista y la observa detenidamente. No saluda, parece no saber cómo se procede en tales casos. O bien ha olvidado el protocolo de educación, o bien se lo pasa por el forro. Se la queda mirando con atención, y sus pupilas oscuras parecen dilatarse. Abre los ojos de manera descomunal, parece querer grabar las facciones de la rubia en su memoria.

-Hola –ante el silencio que obtiene como respuesta, la joven intenta parecer simpática – ¿Qué haces? –pregunta Alba.

-Escribir –su tono es neutro. No aparenta ni dice nada. Resulta frustrante para alguien que intenta conocerle, aunque el joven no parece acostumbrado a que nadie intente conocerle.

-¿Qué escribes? –insiste la rubia.

-Cosas.

¡No te lo pierdas! El tío tiene a una diosa enfrente y le suelta esa contestación. Aburrida, asiente con la cabeza y se marcha. Aquel idiota no tiene el mínimo interés por entablar una conversación. Antes de cruzar la avenida, gira la cabeza unos instantes. El chico da un trago de cerveza tibia y pasa una página.

Por eso está ahí.

XIX - De cuando fueron lapidados los derechos y los deberes.

Contémplalas. Parecieran cuatro discípulos de Diógenes despatarrados sobre la tierra, sin mediar palabra; quizás cuatro estoicos bajo el pórtico de Zenón, derrochando palabras sobre la libertad; puede que cuatro epicúreos en un jardín, procurando llegar a estados infinitos de éxtasis; o también es posible que…

No, no es posible nada, porque dudo que los hedonistas dejaran a las mujeres participar en las cuestiones filosóficas. Quizás durante el helenismo, estas cuatro jóvenes hubieran encajado mejor en el paisaje. Hubieran podido desarrollarse física y espiritualmente, ignorando las múltiples cadenas que atarían al ser humano algunos milenios después –de haberlo sabido, el mismísimo Cicerón hubiera hecho enterrar vivos a los doce Apóstoles –. Podrían, ignorantes del despotismo jerárquico, haber disfrutado de los árboles tal y como nacen de la tierra; de los océanos tal y como dividen el firmamento; de los cuervos tal y como recorren los cielos. Cuatro jóvenes que están en un cuándo y en un dónde que no les pertenece. Cuatro jóvenes fuera de lugar. Yacen acostadas sobre los grandes sofás que ocupan la habitación como se ocupó Suiza bajo el poder del Führer. Grandes sillones cómodos y blandos como el ataúd de un aristócrata, que considera que el lujo puede diferenciarlo de un pobre aún después de muerto. Nubes de humo recorren el ambiente como el vapor que sale de una olla de fideos, cual chimenea de casa campestre, cual cámara de gas. La sensación ardiente, el olor latiente y los rostros calmos y sonrientes, envuelven fervientemente el ambiente en ese evidente albor del estupefaciente. Hay cuatro muchachas, cuatro porros, cuatro carcajadas simultáneas, cuatro conciencias, cuatro razonamientos complejos e intrincados, a su modo. Un solo deseo. La joven y descocada Marina, la alegre y risueña Elena, la tierna y conmovedora Eva y la hermosa y dulce Alba. Dos mallorquinas, una andaluza y una búlgara. Ascendencia gala y normanda por un lado, íbera y árabe por otro, más árabe quizás para la joven sureña, y… Húngaros y turcos, jónicos y dorios, minoicos e indoeuropeos… al fin y al cabo, la humanidad desciende de los negros de hace siete millones de años. Sin embargo, quién lo diría observando la blancura de la mayor de las hermanas Kirsanova. Cual pariente de Olga Viacheslávovna, la muchacha alba de ojos azules e inquietantes, reposa dejando caer el peso del cuerpo sobre su codo izquierdo. Descansa sobre él, paciente. Contempla a las tres muchachas que la rodean, riendo y charlando como señoras mayores en la casa del té de su barrio. Parecieren los miembros de un Harén, cuatro concubinas dándole conversación a su poderoso sultán. Pero no. Están solas, esclavas de nadie, dueñas de sus actos, que no de sus pensamientos. Sienten el sabor de la marihuana en sus bocas, el cartón caliente y humeante a modo de boquilla sevillana. Contemplan las volutas humeantes desperdigarse cual masa manifestante siendo embestida por los antidisturbios –gente uniformada que combate la voz protestante mediante el disturbio, principalmente protagonizado por porras y gases lacrimógenos –. Se observan, y las miradas rebotan en zigzag, como la bola de un Pin Ball cualquiera en una taberna de Texas. Elena y Alba han conversado esta mañana. Se han mirado seriamente, sin rubor –habría que alzarles un monumento solamente por eso –, y han prometido no repetir lo sucedido. No han dicho nada más. Ningún “no me gustó”, ningún “estuvo mal”. Simplemente, saben que en un mundo diferente lo hubieran hecho. En la Grecia de la que hemos hablado, por ejemplo, las muchachas disfrutarían de una normal relación lésbica e incestuosa, sin el menor indicio de rareza de cara a la humanidad. ¿Cómo puede el tiempo cambiar tanto la cotidianeidad de las personas? Y lo que es peor. ¿Cómo pueden esas personas vivir su cotidianeidad sin ser consciente de lo que su época les condiciona? En fin. En tal o cual caso, las muchachas ya han hablado, aunque el vestigio de lo sucedido aún se lee en sus miradas. Pese a ello, no evitan contemplarse. Ya no hay vergüenza. ¿Cómo coño va a haberla? ¡Se han besado!

Pensamientos y reflexiones se desperdigan en todas direcciones como las bolas de dragón tras pedir el deseo. Besos y caricias recorren dedos y muslos como las moscas que pasean por la estancia. ¿Qué estancia? La casa de Marina, por supuesto. Su madre duerme la siesta, mientras las jóvenes le dan un buen uso a sus pulmones. Aspiran y expiran su juventud con la ambiciosa pasión que solamente la adolescencia puede otorgar. Wild is the Wind le devuelve al mundo ese sabor rosáceo. Las jóvenes, gozosas, comparten hasta el silencio, envueltas en esa sensación de “todo me la suda”, tan particular en estas muchachas. Se lanzan palabras, frases, demasiado irrelevantes como para pretender ponerlas por escrito. No, no tienen ningún interés. De tenerlo lo sabrías, pero no es así. Porque debes contemplar ahora cómo las jóvenes se miran. El aroma de la hierba nubla los pensamientos, bifurca las ideas, ofusca los pesares. La hermosa Alba, ajena a la sucesión de segundos que se desarrolla en el reloj, contempla la atemporalidad de su mente con fascinación, el poder de un pensamiento. Ensimismada en sus propias contemplaciones, dejando sin vida al pequeño canuto del que se ha servido, escucha lo que parece la voz de una pantera.

-¡Hey, rubia! ¿Me oyes o qué?

-Ssssí –responde la rubia, aún perdida en su onírica nube de pensamientos, tan colocada como un Marley cualquiera.

-Te decía que si sabes quién es Dorna Kansh.

-¿Quién?

-Es el pseudónimo de un tío, o tía, que escribió un manifiesto y lo divulgó por Internet –aclara Marina.

-¿Un manifiesto de qué?

-No sé, es muy extraño. Habla de la realidad y de la verdad, se le va un poco la olla y se explica de una forma extraña, pero bastante clara. Dice cosas bastante interesantes, aunque a veces suelta algunas chorradas impresionantes.

-¿Es famoso?

-No sé. Lo dudo. Es de España, eso seguro, pero no sé de qué parte. Te recomiendo que le eches un vistazo cuando estés colocada, te vas a comer el coco como nunca.

La muchacha de tez albina asiente, indiferente. Jamás se acordará de ese tal Kansh, ni le interesa lo más mínimo. Sin embargo, parece que Marina tiene referencias filosóficas curiosas, y podemos rastrear entonces de dónde provienen sus discursos. Podríamos rastrear a ese tal Kansh, pero no me conviene en absoluto. Contempla, pues, la mágica y desbordante perfección con la que Alba, poco a poco, empieza a quedarse dormida, arropada entre las notas de Wearing the inside out. La música empieza a desvanecerse, mientras la joven deja descansar a su cerebro, demasiado atosigado intentando descifrar códigos morales entre las esquinas del techo. Es hermoso dormirse lentamente tras haber fumado un canuto, mientras tus amigos siguen hablándote como si pertenecieras al mundo de los vivos. Y sin embargo, la sonrojada joven de jovial y jocoso andar, no puede dormirse. No puede dormirse, porque las dudas asaltan su joven mente como Jules Bonnot asalta bancos. Interrumpen en sus hermosos pensamientos liberales con extraños sermones, que parecen provenir de un rincón de su mente que bien haríamos en llamar Erika. “Eres repugnante”, le susurra alguien al oído. “Burlas las leyes, las convicciones sociales. Te tiras a todo el mundo, ¿Y pretendes que tu conciencia quede impune?”. La rubia se avista en un espejo metafórico. “Yo ya no tengo conciencia”, se responde. “Y ahora fuera, sucios fantasmas. Ya no os necesito, porque la seguridad que me podíais ofrecer, la encuentro asimismo en vuestra ausencia, disfrutando de todo aquello que más odiáis. Así pues, ahora que me he librado de vosotros, ya podéis iros a zurrir mierdas con un látigo” –como diría Joaquín Reyes. Excelente, diría Montgomery Burns. Nos es de gran utilidad que haya rechazado con tanta espontaneidad y naturalidad, esos lazos que pretendían volver a arrastrarla a la “luz”. Ya podemos sentirnos seguros, pues la muchacha ya no es una muchacha. Alba ya no es la Alba que te presenté hace unas doscientas sesenta páginas. Alba ya no es Alba. Ahora sí, ahora puede dormir. Sus amigas prosiguen su garla, y la cháchara se encarga de conciliar el sueño de la búlgara. Pronto, su mente se desactiva cual robot de la North Central Positronics. Sin embargo, no por ello la joven deja de pensar. Sus reflexiones prosiguen, dentro del subconsciente, llegando a diversos y muy intrincados niveles de pensamiento. Prontamente, estas cavilaciones se convierten en imágenes, y estas imágenes cobran movimiento y se apoderan de su mente. Alba empieza a soñar. Corre por un laberinto –quizá cerca de Minos –, se sube a un barco de corsos otomanos. Le ofrecen un kebab. Huye, volando. Pronto se haya sentada en una silla eléctrica. “¿Su último deseo?”,  le ofrece el sacerdote. “Comedme el coño, si sois tan amable”, responde la muchacha, que ya no es muchacha sino una flor. Alba es una flor en un parque, y contempla a la gente, mas ellos no se detienen a observarla a ella. “¿Por qué nadie repara en mí?”, piensa Alba. “¿Qué tan importante tienen en la puta cabeza, que no pueden detenerse a contemplar una flor?”. Sin embargo, todo se desvanece. El sueño termina prontamente, con voces. La rubia despierta, aún somnolienta, extrañada. Sus ojos rojos y las bolsas ojerosas que porta en el rostro, le otorgan ese matiz que solamente se da en los primeros colocones. Contempla a su alrededor. Contemplamos a su alrededor. Sus amigas están llorando de la risa. Algo del contenido del canuto, ha hecho que comprendieran lo increíblemente gracioso que es poner caras frente a un espejo. Qué irónico, que los niños tomen drogas para hacerse hombres, y hombres tomen drogas para volver a ser niños. Alba, con esa mirada estúpida de encontrarse a mucha distancia de allí, le susurra algo a la pantera. Algo ininteligible. Tras varias veces de verse ignorada, lo repite en voz alta.

-Marina. ¿Puedes acercarte un momento? –balbucea, impaciente.

La pantera, aún riendo de la última chorrada que ha oído, se acerca a su compañera de andanzas. Se sienta junto a ella.

-¿Y si…? –comienza Alba, aún entre los albores del mundo terrenal –¿Y si la realidad no fuera realidad?

-Joder, eso es lo que dice el manifiesto que te conté.

-¡Déjate de manifiestos! –insiste, apurada, como si no quisiera ser escuchada por nadie más que por sí misma. En realidad, no pretende que Marina la escuche. La pelirroja es el medio para que Alba pueda hablar sola sin que así lo parezca –Lo que yo quiero decir, es que… Esta realidad, es falsa. Todo es completamente falso. Y ese tío está detrás de todo.

-¿Qué? –¿Qué? Eso pienso yo.

-El tío ese del Corte Inglés, que se nos quedó mirando.

-¿El punki?

-Sí, ese. Me lo he encontrado muchas veces –esto empieza a ponerse peligroso, para mí –, y no sabía porqué. Pensé que era casualidad. Pero ese tío me oculta algo. Algo importante. Creo que él lo sabe.

La pantera, contempla su discurso sin comprender absolutamente nada. Ensimismada en los balbuceos de la rubia, intenta transformar su soliloquio en frases coherentes.

-¿Que sabe el qué?

-¡Lo sabe todo! Creo que de algún modo, juega conmigo.

Mierda. Debo irme.

XX – Lo emocionante de ser profe

¿Qué hace una persona cuando descubre que los principios junto a los que se ha criado parten de la esclavitud y la opresión absolutas? Cuando descubre que todo lo que sabe es una enorme bola de mentiras envueltas y enmascaradas de manera que no se sepa su contenido. Cuando se da cuenta de que vive en una cárcel sin haber cometido ningún delito, y que no hay diferencia entre el vagabundo y el rico, ni entre el asesino y el doctor. Alba acaba de comprender, que cada uno se forja su propia personalidad a medida de lo que necesite de los demás, para después asumirla como propia. Todos asumen un papel, y no hay mejor ejemplo que el que observa ahora mismo. Una clase. Un aula de tercero de ESO. Todos tienen un papel, un personaje, una máscara, un disfraz que se han ido creando con el paso del tiempo, y que ya es demasiado tarde para abandonar. Siempre está la estudiosa. Su objetivo es sacar mejores notas que los demás, mantenerse en silencio, sumisa, y observar al resto de la chusma por encima del hombro cual aristócrata. Contempla la ignorancia ajena y llena su cuaderno de letras y números. Llena su cabeza de conocimientos sobre geografía y matemáticas, de química, física, educación cívica, etcétera. Aprueba los exámenes y sus padres saben que es una persona responsable. Le dan paga los fines de semana, para que aprenda a ahorrar como una persona mayor para sus futuros gastos. Aprende a no conversar con gente que no esté a su altura, que no desprestigie su imagen. Ella –o él, en algunos casos – debe ser la mejor del instituto, si es posible, y demostrarse a sí misma que es capaz de aprobar un par de exámenes de álgebra. Alba quisiera verla sonreír. Quisiera verla reír a carcajadas ante un chiste, o llorar con rabia ante una desgracia. Pero no se puede perder el tiempo con esas cosas; hay que estudiar. También hay un gracioso. Un chistoso que tiene que dar la nota y hacerse notar, llamar la atención. “Eh, miradme todos, soy el tío más chulo y más rebelde que ha pisado la tierra”. Tira gomitas y hace ruiditos con la boca para que todos sepan que es un machote de cuidado; y que nadie se meta con él porque tiene un amigo/hermano/primo que mide el doble que él y que estará dispuesto a salvarle el culo. No puede abandonar su papel de bufón, ni dejar de decir gilipolleces, porque entonces su reputación decaería, y debe mantener su papel. Todos tienen un papel. Los maestros también. Todo el mundo se ha forjado una personalidad, y no sabe que la personalidad no es la persona. La personalidad es la imagen que uno se da a través de las experiencias, pero ¿Cuándo elige su papel en el mundo? ¿En qué momento decidió ponerse a estudiar mientras le daban collejas, o darle collejas al que estudiaba? Cada uno vive acorde a una falsa imagen de sí mismo, y procura mantenerla viva. ¿Nadie sabe que esa máscara se puede quitar de un día para el otro? No es tan difícil desprenderse de eso, piensa la rubia. La rubia que, con ocho años, miraba hacia otro lado cuando los chicos enseñaban el pito en la escuela. La rubia que se ruborizaba en clases optativas de educación sexual. La rubia que se abrigaba sobre la clavícula en verano, temiendo que vieran que apenas tenía pechos. Sigue teniéndolos como una niña, pero hay cosas que no residen en las tetas. Las tetas se compran. Una mujer que no tiene tetas puede pagárselas, y cualquier cosa que se pueda pagar, está completamente vacía –Joseph Michael Linsner –. ¿Dónde reside entonces su poder? Ha conseguido despojarse en apenas unas semanas, de todos los prejuicios que vino arrastrando durante toda su vida. Ha llegado a sentir tal apego por su personaje, que se olvidó de quién era, de quién podía ser, de qué quería ser. Se limitó a ser ese clásico personaje de aula, que nadie conoce y que falta la mitad de las clases por diversas enfermedades. Su silla puede estar vacía o no, pero nadie repara en ello. Nadie habla con ella ni la mira, es un fantasma. Nadie sabe de quién hablan cuando el profesor pasa lista y llega a Kirsanova. Un día, sin embargo, las largas estribaciones de la sombra del deseo llamaron a su puerta. Un anuncio de televisión la calentó, y ése fue el pistoletazo de salida. A partir de ahí, todo surgió solo, y fluyó como tenía que hacerlo. Más rápido de lo que creía, se aceptó a sí misma que las mujeres le gustaban, aún más que los hombres, y que estaba profundamente enamorada de Marina. A partir de ahí, todo rodó por un barranco, convirtiéndose cada vez en una bola más y más grande. Una cosa llevó a la otra, y Alba acabó masturbándose, dejándose masajear el trasero por su mejor amiga, espiando a su hermana y sus juegos con sus amigas, jugando con Marina y un desconocido, vuelta a espiar a la hermana, luego despierta su mente en un parque, folla con un tal Fredo en un baño comercial, hace pública su relación lésbica, se tira a su mejor amiga, fumando porros y haciendo una mamada, y aún con una pierna enyesada, montando una orgía con su novia, su hermana y su pareja. Más adelante, cometió un error que no quisiera recordar, dejándose llevar por el deseo hasta un extremo quizás inmoral. Ha sentido el tacto de un hielo dentro del culo, y le han sorbido nata de los pies. Ha tenido todas las experiencias que necesita, pero siempre quiere más. No quiere parar, no puede parar. Es una máquina sexual, y necesita combustible. Marina está de vacaciones. Esta misma mañana se subió a un barco hacia Barcelona, para pasar la próxima semana allí. La joven búlgara necesita gasolina. Desea fervorosamente una compañera de juegos, y tiene una en la mente desde hace varias horas. Ya se había fijado en ella algunas veces, pero nunca se había planteado si actuar. Es mayor que Eva, quizás menor que Yaiza, más bella que Elena, más salvaje que Marina… Es, sin embargo, una misión casi imposible, un intento suicida, el pretender seducirla. Las circunstancias no son en absoluto favorables, no. La profesora continúa su clase. Interrumpe cada dos frases para callar al último de la fila, fingir que tose para que le presten atención, y volver a sus gilipolleces. Y allí está Alba, como quien oye llover, estudiando la geometría del aula. Emma, la profesora. Tiene veintidós años, aunque aparenta un tercio. Es una de esas mujeres esbeltas y perfectas que no se molestan en arreglarse; una de esas personas que no necesitan mirarse al espejo para comprobar que siguen siendo hermosas. Nadie sabe de dónde salió. Un pelo tan rubio que alcanza el blanco, el color de la arena de un desierto. Un tono tan pálido y brillante que pareciera ser teñido. Unos labios que podrían servir de almohada a un hámster. Dos ojos como no hay otros, tan azules como los de Alba, más esbeltos y sinuosos. Pestañas infinitas, y un flequillo de dos flecos que enmarca ese rostro albino. Unos dicen que es Finlandesa. Llegó como estudiante de intercambio con diecinueve años, y se enamoró de España. Mallorca le pareció una maravilla, aunque dudo que pensara igual de los mallorquines. En seguida sintió gran apego por la isla, y cuando se sentía sola paseaba por la costa del Arenal, donde podía sentirse como en casa. Tiempo después, con un título y un master, le comió la polla al director del instituto y se enroló como profesora de inglés en tercer y cuarto curso de la ESO. Todos los profesores la contemplan con deseo y se marchan de las reuniones en la sala de profesores debido a inoportunas erecciones. Todas las mujeres la odian, la envidian con tanta fuerza como pudieran amar a sus hijos. Es la superstar del centro, la divina. Arroja luz a su paso cual Osho en conferencias televisadas, y camina con un ritmo propio que ha desarrollado desde los doce años. No suelen molestar mucho en su clase, los calla con un chasquido. No explica con total claridad, pero sabe hacerse entender. Lo que más molesta a las chicas de la clase, es que acuda al centro con escotes y faldas cortas. Al director no parece importunarle. Muchos afirmarían que a él se le ocurrió tal cosa. La llaman “Emma la tragacrema”. Los muchachos de la clase suelen cebarse a hablar de las pajas que se hacen pensando en ella, y no saben que ahora mismo Alba la observa con el triple de deseo que ellos. Su mirada se funde en un objetivo conciso. Observa con delicadeza la fluidez de sus caderas, el contorno de sus pezones desdibujados en la ropa. Es indescriptible. Como una pintura gnómica, la esbeltez de una blancura absoluta. Su mirada irradia la inocencia de una muchacha joven e inexperimentada, la dulzura de una criatura de diez años. Bajo esos ojos púrpuras, se esconde la verdadera zorra de Emma. Una mujer que probablemente haya sentido el sabor de la orgía en carne propia. Desprende una fantasía irreal, utópica. Una paradisíaca prestancia que se arremolina en una mirada devastadora, capaz de noquear a un elefante con sobrepeso apenas de un pestañeo. Un silbido siseante al hablar, aquel de los europeos del norte. Alba empieza a observar su perfección desde una posición distante, anhelando la ocasión de lanzarse sobre su presa y devorarla. La lujuria se refleja en su mirada, y de pronto nota la mirada de Eva sobre ella. No parece haber notado la expresión de admiración de la búlgara, ni le preocuparía lo más mínimo de haber sido así. No le importa. Ya nada le importa. No puede perder el tiempo pensando en lo que dirá el momento. No debe hacerlo, ya lo ha hecho demasiado. Ahora es el momento de despertar, olvidar el convencionalismo de un mundo que gira en torno a la hipocresía, y lanzarse a por todas a la mínima que el instinto y el deseo hacen gala de presencia. Es ahora. Siempre será ahora. Mírala. Mira el jugo de su mirada; sabe que lo hará. Ni siquiera se lo ha pensado. Una chica que ha besado a su hermana ya no tiene nada que pensar. Suena el timbre, a la hora exacta, y la rubia se decide a seguir su plan. Por eso estamos aquí. Sabe que a Emma le da por fumar entre clase y clase, sin salir del aula. Conscientemente, la muchacha deja su libro sobre la mesa y se marcha al patio, junto a los demás. Sale del aula de francés, y se dirige a las taquillas para fingir que busca algo. Casi todos salen al patio; ella espera pacientemente. Apenas dos minutos, no más. El patio dura veinte, debe ser inteligente. Aprovechar cada segundo. Rápidamente, se acerca hasta la clase de francés. Abre la puerta y entra tan rápido como le es posible, sin que a la finesa le dé tiempo apenas a darse la vuelta. Lleva el cigarrillo en la mano, y el humo envuelve su rostro desfigurado por la sorpresa. Alba la contempla con una sonrisa picarona, dibujando una sonrisa torcida.

-Venía a por mi libro –susurra con malicia.

La profesora tartamudea, se nota su tensión. Apenas es capaz de reaccionar, podría echar a perder la carrera.

-Oye, ya sé que no se puede fumar, pero ¿me podrías hacer el favor de no contárselo a nadie?

La rubia sonríe con más malicia aún, sedienta de probar ya la carne de la victoria.

-¿Y qué me ofrecerías a cambio?

Jamás en su vida ha estado tan segura de algo, y siente arder en sus venas la pasión de lo prohibido. Necesita sexo, y lo necesita ya. Hace un tiempo apenas se hubiera imaginado que sus actos pudieran llegar a ser tan descabellados y directos. Desvergonzada, se acerca a su profesora, que no parece comprender.

-¿A qué te refieres? ¿Me estás chantajeando?

-Sí –una respuesta sencilla, aunque desconcertante.

-¿Quieres que te apruebe con un ocho? ¿Un diez?

-Parece que no comprendes –Alba se ríe, aunque empieza a ponerse nerviosa. Quizás no se salga como creía. Quizás no quiere hacerlo, y tendría que volver a mirarla a la cara durante todo el resto del curso. En realidad, es bastante vergonzoso.

-Quiero que me comas el coño.

Lo suelta de corrido, sin pensar. Si lo pensara lo más mínimo no lo diría. Lo sabe. Mira la ventana, debería cerrarla antes de nada. Sabe que le quedan apenas unos quince minutos.

-Quiero que me comas el coño ahora, antes de que suene el timbre, o voy corriendo al director y le cuento que estabas fumando. Cuando llegue lo olerá.

Hay situaciones en las que uno descubre que hay algo que siempre quiso hacer, pero algo se lo impedía. Solamente necesitaba una excusa. Esa es la situación de la tragacrema, en cuyo rostro se desdibuja una estupefacción tal, que solamente puede dar rienda suelta a sus más impuros anhelos. Seducida desde siempre por el lesbianismo, hubiera dado sus estudios y su futuro económico por tener un coño de quince años a mano todos los días. Ésta es la ocasión propicia. Se encuentra a miles de kilómetros de su país, en un lugar donde haga lo que haga, sus familiares y amigos no lo sabrán. Si la echan de las prácticas por tener relaciones conyugales con una menor, tanto le da. Regresará a Finlandia para conseguir otra beca –Dios bendiga Europa –. Observa con lujuria a la chiquilla que alza una ceja, maliciosa. Ambas se miran. Han deseado esto durante mucho tiempo, y tienen la excusa perfecta. Observan el reloj a la vez. Les quedan dieciséis minutos, así que ya pueden follar bien rápido… En apenas dos pasos, se lanzan la una sobre la otra y se aprisionan con los brazos, enlazándose con una velocidad atronadora en un abrazo descomunal, como dos amigos que se encuentran tras una década de haberse separado para ir a la guerra. Pareciera que no fueran a soltarse jamás, y se besan como si les fuera la vida en ello, enlazando sus lenguas en una bélica batalla salival, contagiosa y maliciosa. La sensación de estar rompiendo las reglas es tan morbosa que no pueden evitar sentirse heroínas, reinas de la perversión. Se lanzan sobre una mesa, acariciándose, sobándose y estrujándose como dos amantes perseguidos por la Inquisición en su última noche juntos. Sus labios se aprietan con fuerza, y la rubia siente el calor de su nueva compañera de andanzas en el cuello, en el rostro y las manos. Es el sabor de la victoria. Ella lo ha conseguido. Ha dado el gran paso, lanzándose a la conquista de su presa, y lo ha conseguido. Se está follando a su profesora en prácticas por mérito propio; es algo de lo que alardeará cuando regrese Marina. Podría contarlo cien veces sin cansarse, como el cani que narra con detalle sus peleas callejeras. Siente el ardor, la pasión que expira de la muchacha. Tiene mucha más fuerza de la que parece; unos brazos fornidos y exuberantes, rebosantes de musculatura trabajada día a día. El morbo de poder ser pilladas en cualquier momento las excita, pero las preocupa. Cuando la finesa llega a las puertas de la gloria, Alba le pide que se detenga. A juzgar por su mirada, parece tener una idea mejor.

-Nos queda poco tiempo, y esto es muy peligroso. ¿Vamos a los baños de arriba?

Emma finge que se lo piensa, pero ya lo había decidido antes de que formulara la pregunta. Cuando queremos darnos cuenta, se encuentran corriendo escaleras arriba. Se asoman al hall principal, y observan a la gente entrar y salir. Disimulan, pero nadie parece reparar en ellas. Entran en el baño, que acaba de ser fregado. La mujer de la limpieza resopla desde el pasillo, queriendo hacer sentir culpables a las muchachas de estar pisando su suelo. Exhausta y furiosa, continúa su paseo con el carro por el pasillo, sintiendo que a cada paso un sueño se le cae del bolsillo. Haciendo caso omiso a las desgracias del mundo, las rubias entran en uno de los lavabos y cierran la puerta. Emma deja caer la tapa del inodoro, se sientan sobre él. Espera a que la rubia se siente sobre sus piernas. Vuelven a besarse, a contemplarse, a admirarse. El olor de los chochos desprendiendo calores las abruma. Sienten esa sed de vicio que las corroe, como buenas puritanas. La rubia amasa esos bustos enormes y esponjosos, como los de Yaiza, pero pálidos como la nieve. Pezones rosados, casi inexistentes, redondeados y jugosos. Saben a caramelo, a esos gusanitos que venden en los chinos. La pasión las corroe y las abstrae de la realidad, lanzándolas de una patada en el trasero al abismo de los placeres carnales; allí donde todo vale, donde nada importa. Y una vez llegados a este punto, todo es lo mismo. Esa clase de escenas que se repiten una y otra vez, y uno no quiere volver a escribir. Tópicos del erotismo. Las metáforas se agotan, las palabras pierden el sentido y los hechos se repiten. El sexo suele ser así, aún en la más innovadora de las situaciones. Todo es tan rápido como repetitivo. Devoran sus almejas con avidez, se corren una sobre la otra, comparten el manjar salado y se embadurnan en él. Más no hay, mas algo quizás. Emma sonríe. Se da la vuelta y se arrodilla patiabierta sobre el urinal, dejando a la vista sus hermosos dotes. Alba la contempla. Ese precioso culo nórdico, blanco como la luna reflejada en un mar lácteo. Rojizo por los arañazos de su cómplice del delito. Un ano experimentado que parece suplicar que lo apuñalen con una escoba. La rubia lo contempla, mientras su instructora espera algo.

-¿Lo vas a mirar todo el día? Venga, méteme el puño. Hace dos años que no me meten una mano entera.

De pronto, la rubia se viene abajo. No puede comprender la situación. Es demasiado extraño para ella, casi estúpido. Desgraciadamente, no ve ningún erotismo en meterle un puño en el culo a una persona. Le parece ridículo, hasta cómico. No tiene sentido. Sin embargo, decide –por no hacerle el feo –complacerla, aunque se promete a sí misma –al igual que con Yaiza –que no volverá a hacer algo así con Emma. Poco a poco, la joven cuya trenza es un charco de orina bajo el sol argelino en su cenit, empieza a ser ligeramente selecta con sus compañeras de cama -entiéndase por cama: sofá, suelo alfombrado, ducha, banco de una plaza, baño de centro comercial u orinal de instituto público –. Indecisa, acerca un dedo al orificio, que parece dar respingos, rebuznar como un caballo. Siéntese cual Tristan Tzara reivindicando el derecho a la imbecilidad, rompiendo las estructuras de la decencia con las de la ridiculez. Sin embargo, un cristal se rompe en su cabeza. Puede gustarle la rebeldía, la lucha contra la opresión, el cambio, el conocimiento, la experiencia, lo dulce, lo prohibido, lo ilegal, el tabú, el deseo por el deseo… Sin embargo, cuando algo no mola, no mola. Observa la obra que ante ella se presenta, y se imagina la situación que vivirá cuando se reencuentre con su profesora al día siguiente en el aula. Emma observará la mirada de Alba, y pensará, “ayer te dije que me metieras un puño en el culo y te fuiste”. Una mirada así sería impagable. Pero no, es demasiado. Demasiado molesto, demasiado incómodo, aunque no tanto como empuñar un cuerpo como si se tratara de un títere de tela. En realidad, no tiene ni idea de qué hacer. ¿Evitar una situación incómoda durante el resto del curso al marcharse, o vivir una fuerte sensación de incomodidad al realizarle un fisting anal a su maestra de inglés? Mientras sopesa qué cosa le resulta menos indeseable, alguien entra súbitamente en el baño. Esa clase de visitas reservadas para tales circunstancias, inevitables en la vida de la rubia. Esas cosas que suelen suceder en esos momentos, allí cuando menos las esperamos, allí donde más se necesitan. Paula entra en el baño. Llama a la puerta donde las rubias se hallan ocupadas en sus extraños juegos. Ese “toc toc” suena como dos balazos en la nuca de la profesora, que abre los ojos como platos, y se acerca un dedo a los labios, para hacer callar a Alba. Sin embargo, ésta tiene otros planes. No sabe bien porqué, pero abre la puerta y sale del baño, ante la desesperación de Emma. Se da cuenta de que está desnuda cuando Paula abre la boca y no vuelve a cerrarla, contemplándola con incredulidad. Es una de esas situaciones que parece que nunca pasan en la realidad, y sin embargo, si uno se detiene a observar, son más comunes de lo que parecen –al menos en cuanto a literatura erótica se refiere –. La rubia se encuentra frente a la joven puerca; desnuda, coge su ropa del suelo y empieza a hablar antes de que su cerebro pueda razonar.

-Hola, ¿me haces un favor? Coge el jersey que me he dejado dentro…

Una frase sencilla en el momento adecuado. La muchacha, por mucho que quiera mostrar una imagen dura y orgullosa de sí misma, en el fondo es una chiquilla pequeña y nerviosa. En este momento, haría cualquier cosa con tal de huir de una visión tan embarazosa, ciega y prejuiciosa como la misma rubia lo estaba hace apenas un tiempo. Paula recibe un cariñoso pico de la rubia, no exento de sarcasmo. Apesadumbrada, entra en la cámara rápidamente y cierra la puerta. Si fueras ella, no te sentirías muy cómodo. De pronto te encuentras a tu compañera de clase sin ropa. Te pide que entres en el baño, y al hacerlo, ves a tu profesora con el culo en pompa y el ojete dilatado, subida encima del inodoro –¡Si no fuera por momentos así! –. Alba se viste rápidamente en el lavabo de al lado, y cree escuchar besos. No hay palabras. Es algo muy sencillo, en una situación así, no debes hablar. O actúas o huyes, una de dos. La rubia no sabe quién lleva a quien, pero todo lo que se oye son nalgadas, besos y jadeos entre la joven puta y la Emma la tragacrema. Termina de vestirse, se lava las manos y se marcha. Es una de esas cosas que podrían pasar cientos de veces y no te acostumbrarías. Algo tan anormal como hermoso. Conquistar a su profesora, dejarla plantada y conseguirle otro ligue. Fantástico. Inusual. Ilegal, por otro lado, y divertido. Si pudiera repetirlo lo haría, pero ya no será necesario. En apenas cinco horas, Marina desembarcará en el puerto de Palma. Volverá con un souvenir de Barcelona, un abrazo frente a sus padres, y cuando nadie mire, un polvo de esos que no deben intentar olvidarse. Todo perfecto. Todo calculado. Sin embargo, una de las virtudes de Marina –que la rubia, al igual que nosotros, empieza a comprender cada vez más –, es sorprender a alguien aún ante la misma sorpresa. Cambiar el rumbo de un cambio de rumbo es una facultad solamente atribuible a la pantera, la dominadora. La única y auténtica reina del rock.

Por eso estamos aquí.

XXI - Dulce pedofilia.

¡Y hablando de catedrales! Una rubia coja y una pantera caminan sobre los muros de la catedral de la Seu, aquella que se alza en la costa a kilómetros de distancia, con la magnificencia y elegancia de los antiguos barones. Las chiquillas, se mofan de tal ofrenda al Señor, conversando sobre aquello que no puede oírse en una iglesia, y riendo como aquel que no ha entrado en una. Se toman de la mano, decididas, pues ya nada va a romper ese lazo que las une cual nunchaku. Compartiendo aquello que los mortales anhelan, han llegado a amarse con una pasión por encima de la que los simples románticos medievales pueden llegar a alardear. Esa pasión inconcebible de la unión, de la mutua dependencia, y a la vez, de la fortuita y absoluta libertad. Dos almas libres, encadenadas por un lazo de amor y respeto, mas no lealtad. No se deben nada más que el cariño. Llámalas colegas, amigas, mejores amigas, enrolladas, novias, pareja seria… son Alba y Marina, y ya. Contémplalas, pues no todos los días tal cosa es posible. Hace poco la pelirroja, con sus nuevas rastas, desembarcó en las costas mallorquinas; la rubia ya estaba allí, con un cigarrillo en la mano. La madre de la pantera cogió su maleta y tomó un taxi hacia su piso. La muchacha tenía cosas que hacer, cosas que decir, alguien en quien reposar. Y pasearon por medio de una media hora, hasta llegar a La Seu. Subieron las escaleras, atravesaron el pequeño parque donde un rumano se disfraza de gladiador, y un hippie hace burbujas enormes, y siguieron en dirección sur, por la muralla. Allí están ahora, pasando al lado de los bancos con vistas a la enorme fuente. La rubia le cuenta sus andanzas en solitario. Sin embargo, deja para el final la anécdota con su hermanastra. Solamente decirlo se le pone la carne de gallina. De hecho, no quería decirlo, ni recordárselo a sí misma, pero era algo inevitable. Lo suelta, de golpe. “Besé a mi hermana”. Marina echa a reír, y después medita en tal cosa. Medita sin mediar palabra durante un buen rato, hasta que llegan a la esfera de cemento, esa especie de pozo que desemboca en el puente donde algunos vagabundos y ex-yonkis se protegen del frío, entre mares de orina y recuerdos de épocas mejores. Pasan al lado de él, pero algo llama la atención de Alba, que se detiene, y con ella su acompañante. Contrastando con la mayoría de adolescentes comunes, o las parejas que se dan el lote, un singular muchacho yace de espaldas a ellas, apoyado en la muralla. Lleva una desgastada chupa de cuero, vaqueros ajustados y unas botas enormes. Una cresta mohicana violeta lo distingue. Yace apoyado con pasividad, dejando caer el peso sobre una pierna, fumando en pipa – ¿por qué cojones fuma en pipa? –observando anonadado el paisaje que se descubre ante él. Un atardecer en La Seu. Eso es algo que no cualquiera puede ver, y debe agradecerse. Ver el sol posarse sobre el Mediterráneo desde las viejas murallas de la catedral, es algo que un palmesano debería agradecer toda su vida. Y allí está el muchacho, con una bicicleta a su lado, y una mochila escolar en el suelo. El mismo que días atrás escribía en un banco de la Plaza España. Las chicas se paran y lo observan. Él lo sabe. Parece ruborizarse. Nervioso, cambia el peso de pierna repetidas veces, y empieza a rascarse la cabeza con impaciencia. Mete la mano en su chupa y saca una colilla, que se enciende con una cerilla. No mira atrás. De pronto, Alba empieza a acercarse a él. Ese gilipollas sabe algo y no quiere decírselo. No sabe porqué, pero tiene el presentimiento de que ese muchacho está ocultándole algo. Algo muy importante –creo que parte de ella intuye quién soy –. Él la oye acercarse y, rápidamente, se pone la mochila con un movimiento veloz y levanta la bici del suelo. Empieza a caminar y se sube en ella, lanzándose cuesta abajo y mirando atrás con disimulo, como si quisiera contemplar al motivo de su huida fortuita. La rubia lo ve marcharse, indignada. Es ridículo, pero aún así encierra algo, lo sabe. Algo vital.

-¿Quién era? –pregunta una pantera, pero ya da igual.

Vuelven al punto donde lo dejaron, aunque Alba no quería eso del todo. En realidad, tenía ganas de conversar, simplemente, aunque sin tocar demasiado ese tema. Con Marina, es imposible no tocar según qué temas. Ella escuchará lo ocurrido, lo analizará, sacará sus conclusiones, y soltará una teoría de la vida que hará cagarse en los pantalones a quien la oiga. El gran oráculo colorado de Delfos. Sin embargo, detecta la incomodidad de la rubia. Lo último que quiere es obligarla a hablar de algo así después de estar unos días sin verse. Mejor no. Tiempo al tiempo.

Se contemplan, y las contemplamos. Son maravillosas. En realidad, estos días sin ver a Marina me han hecho olvidar lo maravillosa que era. Era soltura con la que habla, y la majestuosidad con la que se mueve. Los gestos, tan fluidos y magníficos. Parece regocijarse en su propia aura de magnificencia. Se enciende un cigarrillo, y ni la puta princesa Leticia lo haría con más galantería. Más querría esa zorra moverse con tal soltura. Se ha hecho rastas en todo el pelo. Enormes churros colorados que serpentean unos sobre otros, excepto en la zona rapada a cero con gran precisión. Se entremezclan y reparten como espaguetis en un concierto punk. Si uno se detiene a observar esos fideos, esos churros rojos, puede observar cientos de cadáveres judíos apilados, inertes y desvalidos, ensangrentados, cubiertos del fluido que contiene el ADN de un pueblo milenario, desterrado de Jerusalén, de Europa y del mundo entero. Altruistas serpientes comunistas que se aplastan unas a otras como los niños en una manifestación. Esos nudos, ese paraíso selvático y rojizo que destella brutalidad y salvajismo, irradian aquella fuerza que el ser humano perdió con el tiempo, con el lujo y la comodidad. Esa vitalidad de quien patea los días con fuerza, y vive los años como segundos, y viceversa, y versavice. Su mirada sigue teniendo ese destello salvaje, ese brillo de la pantera que anhela dar el salto. No hay barrotes que los cubran, nunca los hubo. Los libros de filosofía y las pancartas bakuninistas le dieron algo de conocimiento, pero respira con la pasividad de un monje Zen, de quien ha saboreado el mar salado y nadado en sopas. Misticismo. Ahora, algo extraño la recorre. Pareciere que la sabiduría la envolviera, como si supiera más que la rubia, más que yo, y por supuesto, mucho más que tú. Es curioso, pero a pesar de todo ello, esa niña huele a humildad. No pavonea, no ostenta, nada. Simplemente, habla con la naturalidad de la que es capaz. Sin embargo, bien sabe tote que la naturalidad es la más difícil de las poses. Sus ojos verdes, como esmeraldas bien talladas, enmarcados por ese oleaje brumoso y oscuro de pestañas sin maquillar, emerge entre el moreno rostro de la muchacha, repleto de constelaciones lechosas, mares de cereal lácteo. No podría ser mejor, si no se encontrara detrás el atardecer mediterráneo. El cielo naranja, rojo y rosa en el horizonte, una esfera blanca extinguiéndose en el zarco horizontal, ese cian tan particular. Las rastas rojizas parecieran confundirse en el atardecer, y con la noche llega el silencio. Las muchachas meditan en lo sucedido.

-Creo que si te gustó lo que hiciste –empieza la pelirroja, acaparando la atención de Alba, que abre los ojos de par en par –, no deberías avergonzarte de ello. Sin embargo, tampoco creo que debieras repetirlo. No por una cuestión moral, sino por respeto a vosotras mismas. ¿Cómo la miras a la cara después? Más allá de las gilipolleces cívicas y el convencionalismo, ¿Cómo cojones la llamas hermana después de follártela?

-No me la follé…

-Después de follártela con la mano. Rubia, cariño, no digo que esté mal, pero va a joder vuestra relación familiar, si no lo ha hecho ya. Si crees que ambas podéis sostener la situación, y seguir viéndoos de esta manera a la vez que compartís el mismo techo como hermanastras, felicidades. Ahora, ¿Realmente te ves capaz de ello?

-No he dicho que quiera seguir viéndome con ella…

-Rubia, se te ve en la mirada, no me jodas. Escucha…

De pronto, la conversación se interrumpe. Sin saber porqué, como una de esas tantas cosas inesperadas que Alba presencia en apenas unos días, aparece una niña negra. ¿Cuántos años tiene? Unos once, quizás. Más o menos. Quizás diez. De nueve no puede seguir bajando. “¿Qué cabida tiene en esta historia?”, te estarás preguntando. Contempla pues. Contemplemos mejor dicho. Pues por eso estamos aquí. Apenas un metro y medio de altura. Una tez perfecta, aquella de las películas Yankees. Ese color marrón café, ese tono bravo argelino. Los músculos definidos, aún siendo tan joven, típico en una raza físicamente más desarrollada. Atlética, aparentemente en forma. Su rostro es un bravío mar de siluetas. Allí donde la oscuridad lo reina todo, la luz resalta con más bravura. El atardecer dibuja líneas blancas en el contorno de su rostro. Sus labios son gruesos, glotones, cebados como dos enormes larvas recostadas sobre un desierto de barro seco. Esponjosos y a la vez crujientes, como un bizcocho recién salido del horno. El de arriba rosado, colorado más bien, eufórico y brillante como un corazón recién extirpado bajo la luz natural. El inferior, oscuro como las cientos de generaciones atrás, unas y otras esclavizadas, vendidas como mercadería. Dos ojos orientales sobre esa nariz rechoncha, expandida como los sesos de un kamikaze, reluciente como la cabeza de un skin-head en un aeropuerto. Sus pupilas son tan oscuras como el carbón a contraluz, con un pequeño brillo que acaparaba la mirada que quien se atreve a aventurarse en su rostro. Sombras circulares y extravagantes envuelven sus facciones rechonchas y blandas. El pelo, multitud de trenzas finas trabajadas con una delicadeza y paciencia imposibles en un occidental. Franjas de cuero cabelludo se ven entre trenza y trenza, mientras éstas huyen hasta atarse en un nudo sobre la nuca, que deja caer el pelo sobre la espalda, apenas tres palmos de longitud. Su cuello de gacela y esas clavículas finas y definidas, parecen pintadas por un renacentista basado en el canon de Da Vinci. Un vestidito rojo le cubre el pecho y cae hasta las rodillas, dejando los hombros al descubierto. Dos hombros angelicales, de niña, de elfa joven y temerosa. Brillantes y pulcros, como las cabezas de dos topos altivos. Bracitos y piernas de nena, como cualquier otra argelina, negros y repletos de vida. Zapatos rojos, a juegos, inocentes y desprovistos de sensualidad. El mismo zapato que cualquier niña de su edad llevaría para saltar con despreocupación de una alcantarilla a otra. Sonríe como aquel que no conoce la duda existencial, el miedo a la muerte, la consciencia de la guerra, el dolor por el dolor. Sonríe como un animal, sin prejuicios y sin chorradas falsas en la mente. Sonríe sin pensar quién contempla su sonrisa, quién la juzga. No conoce el pudor o la vergüenza. No sabe que la gente valora sus actos, no le interesa saberlo. No juzga. No razona. Corre. Corre y ríe, y nada más. Y sus dientes blancos muestran la verdad, como el camino del Haz, como el Ying y el Yang. Contemplando su rostro dibujando una sonrisa, uno cree comprender los cuatro principios budistas, uno cree conocer la sabiduría milenaria de los indígenas centroamericanos. Uno cree conocerlo todo y olvidarlo todo. Olvidar la historia, la aritmética, la ciencia y la sociolingüística, la religión y la política, el hombre y el Dios, el mundo y el cielo. Ya no importa. Simplemente, piérdete en el paseo interminable que se contornea en esos labios dulces y jugosos, en esa carcajada limpia y pura de quien contempla la vida pasar como un juego, de quien transforma el trabajo en tiempo libre, y se pasa el tiempo libre por el forro del culo. Respira con la tranquilidad de las bestias. Y entonces, contemplando su perfección, uno recuerda que la inocencia es la mayor de las virtudes, y la ignorancia una de sus ramas. Uno recuerda que si se vive para reír, se acaba riendo para vivir, y quien no lo sabe no vive, y quien no vive está muerto, y los muertos son escoria. Bien lo sabe esta muchacha de antepasados alegres, de ojos vivaces y pasos raudos. Corre como alma que lleva al diablo, y ni sabe ni le importa a dónde va. Sus pendientes de madera se zarandean de un lado a otro como dos herejes ahorcados bajo los efectos de un tornado. Una belleza efímera e infantil, con la espontaneidad lujuriosa de quien simplemente juega, y simplemente juega. Porque sí. A decir verdad, yo también me parezco muy simpático, señor Tzara. Y allí está la chiquilla, que cruza la muralla con soltura, sin mirar a los lados. No está pendiente de los demás; de hecho, ni siquiera está pendiente de dónde pone los pies. Pasa a unos centímetros de una mierda, inconsciente de ello. A juzgar por la consistencia de la mierda, la muchacha podría haberse dado un buen tortazo. Sin embargo, ignorando tal cosa, da zancada tras zancada, hasta detenerse de pronto. El destino suele saber en qué lugar poner a según qué gente. Eso de que Dios los crea y ellos se juntan, es mentira. La naturaleza los crea y la ley de atracción los junta, pues Dios está preocupando castigando la herejía en Oriente Medio. La niña se detiene, contempla a las muchachas. Una chica extraña le llama la atención. Tiene casi media cabeza rapada a cero, y el resto cubierto de una enorme mata de rastas rojas y entremezcladas. Piercings por doquier, un rostro moreno y pecoso de ojos verdes, ropa rota y desgastada, con borceguíes altos hasta las rodillas, y la mirada felina de la más salvaje de las fieras. A su lado, una joven que aparenta tener trece años se revuelve en su asiento, impaciente. Rubia, albina. Su tez pálida parece el pico de una montaña hindú. Una trenza larga y dorada, color islandés, adorna su ropa de colegiala introvertida. Sin embargo, un extraño destello en sus ojos azules parece explotar en el ambiente, descargando una ferocidad oculta que contrasta con su aparente invulnerabilidad. Una fiera se esconde bajo la máscara de inocencia. La muchacha las contempla, y el vínculo emocional que entablan es recíproco. Marina observa en esa niña la fuente de la sabiduría humana, de la pureza y la exquisitez de la vida. Allí está, todo cuanto el rey de los mortales puede anhelar. Un chocho africano de nueve años.

-Hola –dice súbitamente la muchacha.

Marina se extraña al verla sola, y le pide que se acerque con un gesto, con esa sonrisa abierta que la caracteriza.

-Hola peque, ¿te has perdido?

-No, es que es la primera vez que voy desde mi casa hasta el parque sola –dice la muchacha. Su voz es aguda, infantil, inocente y despreocupada.

-¿Y por qué no vas?

-Es que se ha hecho tarde y no había nadie. Estaba aburrida y he vuelto a casa, pero mi madre no está. Creo que ha salido a hacer la compra, así que va a tardar un rato. No sabía qué hacer, y he venido aquí a caminar.

-Pero es peligroso estar por ahí sola –dice Alba, que había permanecido reticente a entrar en la conversación.

-No es verdad –aduce Marina –, no pasa nada por estar sola. Eso significa que ya eres mayor. ¿A que sí?

La pantera le guiña un ojo a la rubia, que asiente, aburrida.

-Pues si no tienes nada que hacer, quédate a charlar con nosotras, que te vamos a cuidar bien.

Alba se sobresalta. “¿Por qué cojones ha dicho eso?”, se pregunta.

-¡Me encantaría! no tengo otra cosa que hacer.

La muchacha se sienta junto a ellas, sin dejar de sonreír. Marina ríe, y la rubia la reprocha con la mirada. Quería conversar sobre algo serio, no hacerse amiga de una criatura. Siente que está perdiendo el tiempo. Sin embargo, no ha captado el salvaje y locuaz mensaje de Marina cuando ésta le guiñaba el ojo. No, es obvio que no lo entiende. Pero nosotros sí, ¿verdad? Nosotros contemplamos ese rostro café, de apenas nueve años, y sabemos qué ocurrirá con él, ¿verdad? Sí que lo sabemos, no puedes negarlo, lo sabías desde un principio.

-¿Cómo te llamas?

-Dalia.

-¡Qué bonito nombre! Yo soy Marina, y ella es Alba. ¿Cuántos años tienes?

-Nueve.

-¡Qué mayor! Yo ya soy una vieja, tengo diecisiete.

-Jolín, seguro que sabes muchas cosas.

-Sí, pero nada importante. Bueno, sé algunos trucos que seguro que no conoces.

-¿Cómo cuales?

-¿Te cuesta dormirte?

-Sí –grita la chiquilla, alegre.

-Pues conozco un truco para que ni bien te acuestes, te quedes dormida.

-¿Cuál es?

La pantera se acerca a la chiquilla, lentamente, sonriendo. La muchacha la observa con una mezcla de admiración y fascinación. Alba parece no comprender. De pronto lo hace. Marina toma el rostro de Dalia entre sus manos y lo posiciona de perfil, mirando hacia el otro lado del mirador, quedándose con la oreja frente a ella. Observa la oreja, delicado pétalo oscuro. Acerca su rostro al aparato auditivo de la niña, que espera con expectación. Marina acerca su nariz a la oreja de la muchacha, asciende, despega sus labios, con ese sonido particular que ya conocemos. Extrae la lengua con lentitud, y entonces la rubia comprende. Alba abre los ojos como platos, sin comprender la lógico de los actos de su novia. La cree loca, aunque en el fondo la envidia. En realidad, no es más atrevido que follarse a su hermana. Esa serpiente escarlata, con la que ya nos hemos familiarizado, recorre una distancia poco prudencial, y se adentra en las cavernas oscuras de la oreja de Dalia, que sonríe y agacha la cabeza.

-¡Me hace cosquillas! –chilla de pronto.

Marina sonríe, y prosigue. Recorre con su lengua los compartimentos de la oreja, cada recoveco, los envuelve en amor, los humedece con cariño. Alba abre la boca, impresionada. Si alguien pasara por allí, podría denunciarlas. Marina, sin soltar el rostro de la niña, introduce su lengua dentro del oído, y Dalia echa a reír y se aparta. Sus carcajadas explotan, y uno parece olvidar el toque erótico del asunto.

-¡Jolín! no sé si me va a ayudar a dormir, pero me hace un montón de cosquillas.

Eso pienso yo… ¡Jolín! Obsérvalas. Atento. Cierra los ojos –tras terminar de leer –y recrea la situación en tu mente. Le está lamiendo la oreja. ¡Le está lamiendo la puta oreja! La niña, la criatura, ríe a carcajadas y se retuerce ante el cálido tacto de la medusa. El instante es mágico. Alba siente un escalofrío recorrerle la entrepierna, las aletas del coño le susurran y se frota con cuidado, mirando maliciosamente a la criatura que tiene en frente. Nerviosa, observa alrededor. Si las vieran. Si alguien pasara y viera a una chica de diecisiete años lamiendo a una niña de nueve, tendrían serios problemas. El sol ha caído por completo, y ahora apenas son iluminadas por la luz de las farolas. Con tan escasa visibilidad, la chiquilla sentada con ellas podría tener trece años, quizá catorce. La diferencia es que no es capaz de asimilar lo que ocurre. No sabe que el juego tiene otro propósito. Seguramente, nunca lo sabrá. Alba se pone nerviosa, histérica, frenética, y se cruza de brazos.

-Marina, para ya esta mierda, no es normal.

Marina, enfrascada en sus juegos, apenas la presta atención.

-¿Quién dice qué es normal?

-¡Joder es asqueroso! –La rubia se sulfura, parece al borde de un ataque de nervios. Hace poco no creía que nada la pudiera alterar de tal modo, pero la situación no es para menos -¡Esto no es un puto juego Marina! Es una criatura. Podrían vernos. Es ilegal, inmoral.

-¿Qué hay de inmoral? Estoy jugando. Si los dedos se consideraran instrumentos sexuales y estuviera prohibido salir a la calle sin guantes, cortarle las uñas a un niño sería pedofilia.

-Pero no es así. Para nosotros lamer una oreja tiene connotaciones sexuales y perversas.

-Para nosotras, pero no para ella. Es una niña, y no distingue los prejuicios convencionales de las verdaderas inmoralidades. Para ella es un juego, y para mí también.

-Marina, si sigues con esto te juro que me levanto y me voy.

Ahora podría haberla cagado, podría haber hecho cabrear a la pelirroja. Ambas han ido poniéndose más agresivas cuanto más avanzaba la conversación; pero de pronto, la pantera se relaja.

-Yo no funciono a base de amenazas. Si te quieres ir, eres libre de hacerlo, tú te lo pierdes. Lo que haga yo con mi nueva amiga no te incumbe. Solamente quiero que antes me escuches. Te has pasado toda la vida midiendo tus actos a través de un prejuicio constante que te atoraba día sí día también. Has vivido con un ideal retrógrado. De pronto, decides contradecirlo, decides luchar contra ello, y al hacerlo, descubres que era falso. Era un sistema estúpido, prejuicioso, dañino para el ser humano. Comprendiste que todo lo que sabías era mentira, y avanzaste mucho en tu vida. Aprendiste a disfrutar de cosas que habías creído perversas, repugnantes. Ahora te encuentras de nuevo ante ese portal, ante esa barrera, y vuelves a cerrarte en bandeja. Ahora yo te digo, si quieres quedarte tras la puerta toda la vida, vete. Mas si buscas avanzas, aprender, prueba cosas nuevas. Puedes empezar por escucharme, y luego decidir.

-¿Y qué tienes que contarme? ¿Crees que un argumento puede hacerme creer que está bien lo que estás haciendo?

-Joder rubia, tienes que empezar a dejar de lado los viejos conceptos que conoces. Hablas de bien y mal como si dijeras zapato y café. No son dos conceptos definibles. Nada está bien o mal, son etiquetas completamente innecesarias y absolutistas. Todas las acciones, tienen consecuencias múltiples, a veces conscientemente, a veces no. Las consecuencias son diversas, y en su mayoría, benefician a unos, y perjudican a otros. Robar se considera malo. Sin embargo, un hombre que no tiene para comer, consigue dinero para comer, quitándole a otro su dinero para pagar la televisión por cable. ¿Eso es malo? No. Tampoco bueno. Es un hecho, con consecuencias. ¿Matar es malo? El país practica genocidios a diario. El Che Guevara pretendía la liberación de un pueblo oprimido, y mataba. Hay hombres crueles que no matan. El bien y el mal son tan abstractos y absurdos como imprescindibles. No juzgues, evalúa. No pienses en lo que diría un juez: abuso de menor. Piensa qué crees tú. La acción en sí, ¿provoca mal a alguien? A ella le divierte, y a nosotras nos excita. ¿Dónde está el daño? ¿Dónde está la secuela? ¿Acaso esta niña se sentirá mal? Quizás en un futuro lo recuerda y sepa qué había detrás del juego, y entonces tendrá la cabeza llena de porquerías y creerá que fue “víctima” de un acoso sexual. Realmente, somos dos personas jugando; a dos cosas completamente diferentes cada una, pero jugando al fin y al cabo –A todo esto, Dalia entrecierra los ojos, aburrida. Parece a punto de dormirse, pues no comprende una sola palabra. De pronto, reacciona…

-Eh, no sé de qué tonterías habláis, pero me apetece jugar a algo.

Alba está seria, como pensando en otra cosa. Mira hacia el mar, ya invisible entre las sombras; sin embargo, no contempla el mar. Se contempla a sí misma, se observa desde un punto de vista objetivo, y analiza las palabras de su novia. Atenta, reflexiona en lo que ha oído, y no puede sino comprender lo absolutamente cierto que es. El poder de convicción de Marina es impresionante, pero no he de negar que su argumento data de gran coherencia. La rubia observa a la chiquilla negra, y comprende que no hay daño. Y si no hay daño no hay mal. Si la madre de la muchacha las viera, las golpearía con furia, llorando de rabia. Pero no está. No hay mal, y esa es la verdad –diría Jake Chambers –. Y es entonces cuando la rubia echa abajo otro muro de ladrillo, siempre un paso por detrás de la pantera. Es por eso que estamos aquí. En realidad, llevaba rato intentando que su sentido común se sobrepusiera a su deseo. Ahora tiene la excusa. Su sentido común se lo permite, su deseo se lo exige. La criatura ha de ser profanada. Y no hay mejor lugar para sobar a una niña de nueve años que la gran catedral de La Seu. A esas horas no habrá guiris, pero la madre de la chiquilla saldrá a buscarla, así que tendrán que estar atentas.

Alba contempla a la chiquilla, tan inocente y vulnerable, tan virgen en todos los sentidos, y se le ocurre una gran idea. De hecho, ni a mí –pervertido hasta lo maligno –se me había ocurrido.

-¡Se me ocurre un juego! Ven, siéntate conmigo.

Marina comprende, Alba piensa, y la chiquilla obedece. Se sienta a horcajadas sobre las piernas de la rubia, mientras ésta le rodea el vientre con los brazos, y apoya su barbilla en el hombro derecho de la criatura. Marina sonríe y le guiña un ojo, ha vuelto a ganar la batalla.

-Te propongo un juego. Tú piensas una parte del cuerpo sin decírnosla. Mi amiga y yo la intentamos adivinar, y la que acierte, puede disponer de ella a voluntad. Después lo mismo con nosotras, y todas acabaremos poseyendo una parte del cuerpo de las demás, para hacer con ella lo que queramos.

La muchacha ni siquiera se cuestiona el valor lúdico del juego. Simplemente asiente, sonriendo, y dice…

-¡Ya!

-Tu pierna –comienza Alba, y Dalia niega.

-Tu brazo –la chiquilla vuelve a zarandear la cabeza.

-Tu barriga –reintenta la rubia, y esta vez la niña sonríe.

-Sí, era la barriga. ¿Y ahora qué pasa?

-Tu barriga es mía –responde Alba, con un deje de malignidad en la voz, como un villano encubierto.

La luz nocturnas las envuelve, las abraza y las arrope en goce, en el regocijo absoluto de la perversidad. Es entonces cuando Alba, aún sabedora de la existencia de una vocecita que grita calumnias en su confusa y atrofiada mente, estruja la voluptuosa carne de la chiquilla sobre el vestido. No puede permitirse el lujo de alzarlo, pero se conforma con mimarlo sobre la tela. Siente el calor corporal que desprende, la lujuria que aún no conoce pero que pronto desatará. La niña lo lleva en la sangre. Por eso estamos aquí. Obsérvala. La muchacha no se entera o no quiere enterarse de lo que sucede. Contempla esas manos delgadas y pálidas acariciar su vientre, un dedo malicioso rodar sobre su ombligo como el proyectil de una onda a cámara lenta. Esos diez dedos de uñas largas y puntiagudas, como una panda de gusanos disfrazados de Ku Klux Klan, rodeando un ombligo negro. Marina sonríe, encantada con el despertar de la curiosidad de la niña, con los juegos adolescentes que disfrutan, con la dulce perversión que invade su mente. No puede pensar en otra cosa que no sea el devorar a la chiquilla que tiene enfrente, atarla y poseerla como a un juguete de trapo. El instinto animal que todos poseemos, se desarrolla a la falange en la mente de la pantera, que carraspea para tomar la iniciativa.

-Ahora es mi turno. Adivinad en qué parte del cuerpo estoy pensando –en sus ojos se observa como un halo malicioso, los párpados inferiores se alzan, casi con crueldad.

-En los dedos de los pies –dice Alba, riendo…

-Casi casi…

-¡En las manos! –grita Dalia.

-No. Os daré una pista. Yo lo sé pero tú “nos”.

Dalia piensa lentamente, sin entenderlo. Alba se acerca a su oído.

-Los senos –le susurra.

-¡Los senos! –grita la muchacha. No importan las trampas en un juego, conociendo el objetivo. A ti no te importan, ¿verdad? A mí tampoco.

Observa bien, no pierdas detalle, pues la magia que aquí sucede no es de Merlín, ni de Gandalf, ni de Raistlin, ni de Dumbledore, ni de Marten, ni de Tanzârian. Es la magia de Dalia, que en su inocencia más pura, en su infancia en pleno desarrollo, es capaz de desbordar más sexualidad que la más entregada de las sirvientas de un Harén. Y es entonces, cuando la chiquilla de piel oscura, entre melodías de Deep Forest, se acerca a los desbordantes senos de la gran pantera que, salvaje y sonriente, saca pecho cual militar. Dalia observa, y se asombra ante la curvatura.

-Jolín qué grandes, yo quiero unos así.

-Ya te crecerán corazón. Ahora puedes jugar con éstos, que son tuyos.

La niña los observa, anonadada. Casi pareciera que no puede apartar la mirada, como un gato cuando contempla a un espíritu de otro mundo. Como diría Joaquín Reyes, “se ha quedado traspuesta”. Dudosa, alza una mano, y la vuelve a bajar, como una alumna que cree haber encontrado la respuesta a la pregunta del profesor, y pronto descubre que se arrepiente. Como cuando uno hace amago de alzar la mano para votar algo, y de pronto descubre que es el único que lo hace y, avergonzado, la baja rápidamente. Tal es el gesto, mas no amilana a Marina. La pelirroja toma con sus dedos pardos la muñeca oscura de Dalia, y lleva su manita de criatura hasta su teta izquierda, como otrora hiciera con su mejor amiga. La chiquilla siente el contacto blando y terso a la vez, esa calidez de la pechuga de pollo recién extraída del horno. Aprieta, suavemente, como si quisiera comprobar que es real. No se ha dado cuenta de que no cierra la boca desde hace un buen rato, pero poco importa ya. La niña alza la otra mano, ahora segura de sí misma, y toma los dos imponentes senos de la pantera, y los soba, y los aprieta como un niño aprieta su peluche tras ganárselo en la feria. Se los ha ganado, cree. Y los amasa, y los siente ceder bajo los dedos. Casi parece haber olvidado de quién son. Simplemente los observa bajo la luz de la farola, y su belleza es tal que Susan Delgado parecería una furcia cualquiera de Hambry. La belleza de esas siluetas es tal, que si Milo Manara y Horacio Altuna se hubieran entregado día y noche a intentar representarlas a la perfección, hubieran perecido en el intento. Dos pezones se yerguen, como dos ardillas que alzan la cabeza. Como ardillas, chinchillas, hurones, turones, garduñas, armiños… Dos tetas como cascos prusianos. Quizás la niña no entendería de qué hablo, pero quizás tú sí. ¿Me equivoco? ¿Ves esa manita negra amasar ese pecho mediterráneo? ¿Sí? ¿Dudas entonces de la perfección de éste momento? ¿Osarías dudar? Sé que no. Y por si tal cosa fuera posible, observa pues, si aún te quedan fuerzas, pues el juego continúa. No quisiera excederme más en la narración. No sé cuántas hojas llevo, pero hace apenas cinco minutos que Dalia ha llegado, y yo escribo demasiado rápido y con demasiado entusiasmo. Resumiré a gran escala lo que va sucediendo a continuación, y dejo en tus manos la gran responsabilidad de imaginarlo y escenificarlo como más te plazca. Si así hubiera hecho desde el principio, quizás serían cien y no trescientas páginas, mas prefiero trescientas. Observa. Atento. Calla todas las voces que te gritan cosas como “tienes un instinto pederasta que no conocías” o “jodido pervertido, deberías internar en un psiquiatra”. Ignóralas, en general suelen estar representadas por el doblador de Bruce Willis. Sustitúyelas por esa otra, que tiene voz de Peter Griffin y dice “siii, negritaa… quiero ver cómo te quitas la ropa en honor a tu ascendencia esclavizad…” En fin, lo que diga Peter poco importa ahora, ¿Cierto? Creo que he perdido el hilo, volvamos a donde estábamos. Siguen jugando. Alba piensa una parte de su cuerpo. Marina la adivina. Son los muslos. Esos protuberantes muslos blanquecinos. Con disimulo, la pelirroja manosea con profundo goce la entrepierna de su amada, sin olvidar que sobre ella se encuentra la entrepierna de la niña –negritaa –. Observa bien. Ahora es el turno de Dalia de nuevo. Marina acierta. Son sus hombros. Es entonces cuando la pelirroja acerca su rostro a esos nenúfares marrones, a esos enormes granos de café, a esos testículos de toro. Los huele, los acaricia con la nariz, sin dejar de pellizcar la ternesca pierna de la rubia. Deja escapar un beso. Sin embargo, la criatura sigue ensimismada con sus tetas, y ahora acerca el rostro a ellas. Aplasta su nariz en el centro del pecho, acomoda su tierna carita de perfil, aplastando la oreja y la mejilla contra el canalillo salvaje de la pantera. Obviamente, no suelta sus juguetes. Casi parece tener un regreso al pasado. Vuelve a ser un bebé, agarrado a las tetas de su madre mientras duerme. Acaricia los pezones. Vale, eso no lo hace un bebé, pero la niña tampoco es muy normal que digamos. No comprende el sinfín de sus actos. Ka, diría Roland Deschain, pero está demasiado lejos de aquí como para dar su opinión. Una rueda que siempre vuelve a sus inicios. El Marqués de Sade argumentaría que es hora de sacar los látigos y las cuerdas, pero no es eso lo que desean las chiquillas. No, la violencia acalla el romanticismo. ¿No es acaso romántica la escena? Marina y Alba, sentadas una enfrente de la otra, mientras ésta última sostiene a una niña de unos diez años en sus rodillas –por cierto, Blaine es un engorro –. Alba acaricia el vientre de la niña, Marina besa los hombros de la niña y amasa los muslos de la rubia, mientras Dalia recuesta su cabeza sobre los senos de la pantera. ¿No es acaso maravilloso, digno de un cuadro? En los siglos que la catedral debe llevar construida, seguramente ninguna escena igual o semejante ha sucedido en ella. Es algo tan desafiante al sistema de vida actual, tan regresivo a los instintos más básicos, más humanos, más salvajes, que casi parecen tres bestias en el lugar equivocado. Le toca a Marina, pero la rubia se adelanta. No dejará pasar esta ocasión. Probablemente, el discurso de la pelirroja ha hecho más efecto en ella de lo que creíamos. Elige una parte de su cuerpo, y Marina calla. Dalia intenta adivinarla, radiante en su pura inocencia. “Codos, tetas, orejas, ombligo, piernas, culo…” Marina simplemente sonríe, maliciosa. Dalia sigue intentando, ahora con partes de la cara, hasta que llega a lo inevitable.

-Labios –y entonces Alba sonríe con euforia, como un asesino que acaba de acorralar a la víctima en cuestión.

-Has acertado. Ahora mis labios son tuyos –la chiquilla no sabe muy bien cómo reaccionar ante tal afirmación, pues sus deseos sexuales aún no se han desarrollado del todo. Sin embargo, sus nuevas amigas están dispuestas a darle un ligero empujoncito para que tome la iniciativa – ¿Sabes qué puedes hacer con ellos?

La niña niega, Alba sonríe, Marina las observa con alegría y envidia mezcladas. Envidia sana, pero envidia al fin y al cabo. Lleva una mano a su entrepierna. El juego irá a más, siempre es así. Es como las primeras experiencias junto al hurto. Uno roba un paquete de caramelos, siente la adrenalina correrle por las venas. Sin embargo, al día siguiente no es suficiente. Desea otra cosa. Algo más grande, más peligroso. Quizás un CD de música. Después un móvil, o un mp4. Más. Más. Más. Siempre más. Ahora esto, ahora lo otro. Salir con los bolsillos llenos, con los calcetines hasta arriba de lápices y cromos, el pantalón hinchado de chorradas como pianos. Pero uno siempre quiere más, hasta que el gilip… el honrado caballero de uniforme azul nos detiene y nos dice “Acompáñeme un segundo”. En ese momento, el mundo se  te viene encima. En algún momento, las consecuencias de sobar a una criatura de diez años en un lugar público deberían hacerse visibles. Es algo realmente peligroso, pero no lo sabrán hasta que no aparezca, y entonces solamente habrá dos opciones: correr o dar lástima. Otras niñas se hubieran planteado el seducir a las autoridades, pero Marina moriría de hambre antes de follarse a un policía, un desprecio que bien puedo comprender. Vuelvo a irme por las ramas. Observa el cuadro, huélelo. ¿Escuchas? Es “las nubes de tu pelo”, de Fito. En este momento viene al pelo, nunca mejor dicho. Fíjate bien. Atento. El rostro de Dalia. Ese perfecto rostro africano. Esas facciones, la luz brillante formando surcos blancos entre las sombras, el brillo en la mirada. Dientes más blancos que la puta Siberia. Sonríe. Une sus labios de nuevo, y los frunce en un gesto de beso. Lo ha visto en las películas, y querría saber qué se siente. Aún no lo comprende, pero no es necesario. Es casi un beso familiar, fraternal. Como besar a su madre o a su abuela. No hay más. Al menos para ella. Alba es otro mundo. Ella observa esos labios -50% rosas 50% marrones –con la lujuria de un psicópata ante un feto despellejado vivo. No es una comparación muy para el momento, pero no se me ocurre nada mejor. Euforia, histeria, locura. ¡Una puta criatura! No importa. Peter Griffin le susurra que lo haga al oído, una extraña melodía de Marilyn Manson –si no es que la copió de algún otro músico –le susurra al oído “Dooo iiittt”. Quizás no sonaba a Marilyn Manson, sino a Jigsaw, pero dejémoslo ahí. Es una voz asquerosa, terrorífica. No tiene nada que ver con esos labios. La puta promesa del Edén. ¿Por qué será ilegal? Se pregunta la rubia, cuando siente la respiración de su inocente amiga tan cerca de ella que puede olerla. Siente su acompasado inhalar y exhalar, exento de complejos o nervios. La niña sigue jugando. Alba frunce los labios, los acerca al rostro que presencia, y… Joder, obsérvalas bien. Es entonces cuando la niebla de Anaxímenes y el agua de Tales se unen para dar pie a Anaximandro en la joven Creta de Minos. Es entonces cuando mar y tierra forman la playa, y ese jodido contacto humano revuelve el estómago de los dioses egipcios. Si algún búfalo está bebiendo agua en algún lugar de la India, ahora mismo cesará su actividad y alzará la cabeza para intentar visualizar el beso. Todos lo saben, solamente hay que estar receptivo. Alba nota el sabor. Ostia puta, hasta yo puedo notarlo. Sabe a caramelo. Normal. Es una niña, come caramelos. Sus labios se arrugan, henchidos. Labios esponjosos y gruesos. No hay mortal capaz de imaginar algo así. Dos alientos confundidos. Un juego de luces inimaginable entre las sombras del mar y las luces de la farola, entre la palidez nórdica de Alba, y la exquisita negrura de ese rostro labrado por tierras verdes, puras aún en su gran mayoría. Un rostro en el que pueden leerse las agonías de cientos de generaciones, mientras en el iris de Alba se lee el orgullo ario de otros cientos de ellas. Un suceso tan maravilloso, tan lejos de la comprensión y tan desapegado de la cordura, que incluso Marina, no es capaz de interrumpirlo o de entrar en él. Simplemente observa, como nosotros, en gran silencio. Hasta la banda sonora desaparece. Los músicos se han levantado. Sabina la tiene tiesa. No le culpo. Nadie le sustituirá. Hay cosas que deben verse en silencio. Escúchalo. Ese “chuík”. Lo adoro. Ostia puta, vaya si lo adoro. Es el más grande de los sonidos. Haría un remix entero con ese puto sonido si no me diera vergüenza deshonrar a la música poniéndole el prefijo DJ a mi nombre. Sin embargo, todo lo bueno poco dura. Dicen. Lo bueno si breve, dos veces bueno. Mas uno de los grandes dijo, “lo bueno si breve, te deja con ganas”. Bastante más sabio aún, si cabe. Alguien aparece entre las sombras. Es una mujer. Es negra. Tú y yo lo sabemos, y lo sabíamos incluso ante de que dijera “ostia puta” por segunda vez en un minuto. A decir verdad, a la pelirroja le sabe fatal joder el momento. Observa esas dos esencias unidas, y siente tener que separarlas, pero no tiene otra opción.

-Cúbrete la cara con algo y corre –dice la pantera, en el tono más bajo que puede.

En realidad, es improbable que las hayan visto, pero Dalia hablará. Vaya si lo hará. Contará con pelos y señales sus juegos, y su madre se escandalizará y llamará a la policía, y describirá a las enfermas tal y como iban vestidas. Marina y Alba, en ese orden, echan a correr hacia las sombras –al menos, una echa a correr, y la otra salta sobre un pie, peligrosamente en desequilibrio a través del empedrado –, en dirección a las escaleras descendentes. No es la mejor opción, pero allí no las verán. Podrán ir hacia las Ramblas y perderse entre el gentío, para luego subir por Olmos hasta Plaza España y tomar el autobús a casa. Y la niña se queda embobada, sentada sola y decepcionada. No sabe qué ha ocurrido. Tenía dos amigas nuevas. Estaban jugando, pasándolo bien, no había nada de malo. De pronto huyen corriendo. No lo comprende. No lo hará en mucho tiempo. Su madre se cerciora que está bien de todos los medios humanamente posibles. Dalia no está bien. Una lágrima empieza a caer por su rostro. Es la primera vez en su vida que se siente realmente defraudada. Sin embargo, de súbito la muchacha alza la vista, como si la perdiera en el horizonte, hacia el suroeste. Contempla algo con los ojos exorbitantemente abiertos, como si observara a la mismísima virgen María. Parece ensimismada en algo. Algo sorprendente. No soy capaz de comprender su estado de… -mierda, debo huir –Lo siento, todo está en peligro. ¡Pardiez, esto no debería estar ocurriendo! Debería tener más cuidado. En fin, lo siento. Adiós.

XXII - El sabor de lo prohibido

Cualquier escritor novato en su sano juicio debe adelantarse a las consecuencias y saber cuándo una saga de relatos eróticos con cierta dosis de humor, escritos por un joven mentalmente perturbado, no pueden dar más de sí. Sin embargo y pese a ello, me he atrevido a aparecer una vez más, para narrar los intrépidos quehaceres de nuestra muchacha tan particular. Si por mí fuera, hubiera preferido no hacerlo, pues dicen que lo bueno si breve, dos veces bueno. Pero repito lo citado por uno de mis maestros, y que es que es verdad que lo bueno si breve te deja con ganas. Por esto, me dispongo a contaros por última vez lo que suceda en la vida de Alba. Después, me marcharé de su vida para siempre, habiendo dejado documentados sus pasos en la vida sexual, y algún que otro cambio evolutivo del mismo periodo. Por eso estamos aquí. Alba está en su habitación. hasta ahora no hay indicios de la perversidad sexual que acontecerá bajo este techo. No tengo ni idea de qué ocurrirá, pero a juzgar por la posición de las estrellas, debería ser lo suficientemente extraño como para que todo lo ocurrido hasta ahora te parezca un simple prólogo. La rubia abre su portátil. Lo sé, llevo unas doscientas noventa páginas y no te había mencionado que tiene un portátil. Lo siento, esta es la diferencia entre las experiencias de Alba y una novela. No revisa su correo. No necesita alimentar su autoestima leyendo esos hipócritas comentarios en tuenti, ni hacerse catorce fotos con la WebCam probando diferentes caras, cada una más patética que la anterior. No, no es su estilo. Entra en Youtube. Necesita sonorizar sus pensamientos, o sino la devorarán. Sé lo que es eso. No he sobado a una niña negra en un parque público -por cierto, no llaméis gente de color a los negros, es patético y degradante-, pero puedo hacerme a la idea de cómo se siente. Pone Pink Floyd. Es una buena elección, hasta si no te gusta. Ayuda a pensar. Y a dejar de pensar. Ayuda a todo. Y entonces piensa, y entonces se siente desvanecer. Olvida las paredes que la contemplan evaporarse, burbujear como aceite hirviendo, derretirse entre oleadas de vapores alucinógenos, fluir como las volutas de humo de cualquier sustancia psicotrópica. Le vendría bien un canuto. Eso también ayuda a pensar y a no hacerlo. Es curioso. Y si mezclas un canuto con Pink Floyd, el Señor te ampare. En fin, obsérvala. Métete en su cabeza, como yo, y mira cara a cara sus pensamientos. Su tuviera que describirlos, diría heraldos constantes de la metamorfosis. Cambian de vestimenta prácticamente todos los días, pero no sólo eso. Han sido forjados con hierro, un hierro que oxidó hace siglos con la muerte de Goethe. Sin embargo, ahora hasta el mismo hierro que los compone y los sustenta, el mismo hierro que los alimenta, empieza a mutar. Saben que en realidad no necesitan eso, que pueden ser oro, y podrán serlo siempre. El oro no es perfecto, claro que no. Pero es mejor que el hierro. Así que cambian. Lentamente, porque no es un proceso fácil, pero cambian. No sé si llegarán a ser oro del todo, quizás mueran en el proceso. Pero si hay una manera decente de morir, sin duda alguna, te diría que esa es cambiando. Pasando, lentamente, de hierro a oro –supongo que no imaginarás que hablo de alquimia –. Así son sus pensamientos. Una mutación constante. ¿Qué hacen ahora? Están pensando que sobar a una criatura de diez años mola. Podría no haber molado, pero realmente mola. No es excitante como quien dice la filmografía comentada de Celia Blanco, pero resulta divertido. El liberalismo mola, pero se tiene que vivir. ¿Cómo miras al mundo, cuando el mundo es todo lo que odias? Tantos valores, tantos prejuicios, tantos idealismos, tantos conceptos. Todo lo echa por tierra cuando imagina su muerte. O más allá. ¿Cuánto tiempo podría permanecer muerta? ¿Qué pasará después? ¿Hasta cuándo aguantará el mundo? ¿Qué pasará después del fin del mundo? ¿Acabará el universo? ¿Dónde estaremos entonces? ¿Dónde empiezan y/o donde acaban el espacio y/o el tiempo? Todo esto se plantea Alba, cuando creí que se había sentado a pensar sobre el la pedofilia y sus consecuencias. Sin embargo, como suele ocurrir en estos momentos, siempre aparece alguien dispuesto a cambiar el rumbo de los acontecimientos. ¿Quién? ¿Quién crees? Todos lo sabemos, es obvio. La gran pantera hace aparición de nuevo, para que no la olvidemos. Quizá quiera recuperar el tiempo que perdió con nosotros. La verdad, no me parece mal. Mírala, tan radiante. Toca el timbre, Úrsula le abre con una sonrisa de oreja a oreja y le dice que Alba está en su habitación. La pantera sube dando tumbos, saltando los escalones de tres en tres. Y allí le espera nuestra amada rubia, en una despreocupada posición sobre el cojín, intentando aparentar que no se está devanando la tapa de los sesos intentando comprender el principio de la creación. Cuando cree haber comprendido que la metafísica no es para los mortales, Marina abre la puerta sin llamar, para no perder los hábitos. Podría pasarme páginas describiéndola, mostrándoos su belleza inmaculada. Sin embargo, ya lo he hecho varias veces. De hecho, a veces llego a creer que agobio –“No jodas, ¿En serio?” pensarás –. Por otro lado, la tienes delante. Solamente mírala, contempla su perfección, quizás algún día me la describas tú a mí. Fanfarronea con la mirada cual rapero norteamericano, pasea la pelvis cual stripper de película yanqui, y destella sensualidad como Sacha Baron Cohen en una pasarela de moda. Es, sencillamente Marina. Frente a frente, aquí las tienes a las dos. Se miran, y se sonríen como dos viejos amigos que se han reencontrado. Resulta que uno terminó la universidad y ahora es doctor, mientras el otro descubrió la magia de la heroína y se sumió en las tinieblas cual Frusciante. Resulta que uno escribió dos libros, mientras el otro fue arrestado por grafitear en la fachada de la comisaría. Resulta que uno se casó dos veces, mientras el otro mató a su mujer con un candado de motocicleta. Sin embargo, se observan. Se miran a los ojos, y ambos tienen arrugas. Ambos brillan. Ambos pestañean. Se dan la mano y sonríen, de igual a igual. Han vivido dos caminos diferentes, pero son tan iguales como puedan serlo una manzana en el barro de una manzana en el césped. Marina y Alba se observan y se abrazan, de manzana a manzana. Y entonces, en medio de tanto romanticismo rodeado de un oscuro oleaje de maltrato de género, la pelirroja abre la boca para soltar una de sus intrépidas y familiares barbaridades.

-Quiero follarme a tu hermana. Esta vez a solas.

Lo sé, lo sé. Yo también estoy sorprendido, aunque sigo pensando en lo del candado. ¿No era más fácil ahogarla? En fin, no es asunto mío. Vamos a lo de follarse a su hermana. Es un asunto delicado –no como el maltrato de género –.

-¿Por qué?

-Porque me pone y me apetece. Quiero tener una noche a solas con ella, porque la única vez que estuvimos juntas fue cuando festejamos las cuatro –aún se me conmueve el corazón de pensarlo –.

-Pues hazlo.

-Ya se lo he dicho, pero no quiere. Dice que su relación con Eva es seria, y que no quiere “traicionarla”. Cree que el amor es cosa de dos, y dice que “se acabó de pasarse de la raya”. Debe de haberse asustado porque le gustó que la besaras.

-Pues ya está, ¿Entonces qué vamos a hacer? –Resignación, una postura útil para Alba, a quien no le agrada la idea. Le gustó verlas juntas, pero porque ella estaba allí.

-A ver, ella quiere –prosigue la pantera, como si soliloquiara –, lo que pasa es que no lo admitirá. Se muere de ganas; cuando lo hicimos le puso pasión, lo disfrutó. Sé que quiere, pero se sentirá moralmente incorrecta.

-A ver corazón, ¿a dónde quieres ir a parar?

-Tengo un plan. Pero necesito tu consentimiento.

La rubia contempla a su amiga con cara de póker, sin poder entender su manera de pensar. Siempre tiene algo nuevo que aportar, por muy pequeño que sea. Alba alza las cejas y los hombros, incitando a la pantera a decirle en qué consiste su plan.

-Metanfetamina –dice casi con un susurro.

Si te he de ser sincero, ya me lo esperaba. Supuse que algo así pasaría. Era inevitable, tratándose de Marina, que se llegara a ciertos puntos. Alba también parece saberlo, sí. Sabe perfectamente que esto tenía que pasar.

-Rubia, no es tan malo como piensas. ¿Acaso no se obliga o se fuerza a los niños todos los días por su propio bien? ¿No obligas a un niño de tres años a abrigarse aunque no quiera, porque tú sabes que se va a constipar y él no? Es lo mismo. Ella quiere, yo quiero, pero su orgullo se lo impide, como a un niño se lo puede impedir su cabezonería. Simplemente utilizaré la “eme” para forzar su…

-Vale, cariño, me da igual… -ha reflexionado, ha hecho una introspección, y ahora suelta la respuesta antes que de costumbre -No necesitas mi consentimiento para nada. Si quieres drogarla, adelante. Es vuestra relación, yo no soy ninguna intermediaria.

La pantera la observa varios segundos seguidos, primero seria, después con una media sonrisa, que pronto se convierte en dos hileras de dientes como las del gato de Alicia. Y es entonces cuando la abraza, como una madre orgullosa abrazaría a su hijo al ver su apruebo en matemáticas.

-¡Eres una puta crack! –suelta, es todo lo que la muchacha de las hebras rojizas tiene que decir. – ¿Me puedo quedar en tu casa a cenar? Así esta noche le meto una dosis en la bebida o algún rollo así y me meto en su habitación.

-Como quieras. Después de lo de anoche ya me la suda.

Echan a reír; no es para menos. Alba piensa un momento en lo que acaba de suceder. Piensa en lo que lleva sucediendo hace un tiempo. Ese liberalismo está llegando a ciertos extremos algo salvajes. Está obrando en la absoluta ilegalidad, drogando a su hermana, sobando a niñas de diez años, ligando con sus profesoras, enrollándose a su hermana… En fin, el Marqués de Sade parece un telettubi parapléjico a su lado. Los lazos de las tinieblas se apoderan de ella, lo sabe, lo nota. La oscuridad la envuelve. Todo aquello contra lo que uno lucha –dice que lucha, en realidad –, como la pedofilia, el robo, el terrorismo. Ahora resulta más dulce que sentarse a cenar en familia, ir a la escuela o ver las noticias. Es mejor que cualquier cosa que abarque el conformismo. Aunque fuera por el mero hecho de contradecir aquello impuesto. Aunque aquello impuesto fuera justo, ortodoxo, correcto y bueno para los demás; por el simple hecho de ser impuesto, debe ser aniquilado. Lo sabe Alba, lo sé yo, y tú deberías empezar a hacerte a la idea. Obsérvala pues, desatando el cordón de una bolsita repleta de metanfetamina. Desatando sus propias ataduras, las cadenas de su cerebro. A cada paso se siente más liberada, más realizada para consigo misma. Y como dije alguna vez, la bola de nieve se va haciendo más y más grande a medida que cae. ¿Acabará en algún momento? Y ahora… Sorbidos. Ruidos de tenedores chocando, el chorro de zumo o vino cayendo en un vaso, conversaciones sin sentido, carraspeo, toses, bocas masticando, sillas que se arrastran… Ese jaleo molesto y a la vez tan familiar y cómodo que caracteriza una cena grupal. No son muchos, pero más que suficientes. Ricardo, ese hombre del que tan poco hemos hablado. A diferencia de un escritor serio y formal, yo sí que puedo mencionarte a un personaje y olvidarlo durante toda la historia, para volver a darle cabida en el texto, de pronto, sin ningún significado aparente. Es mejor así. Ricardo es uno de esos hombres que hacen de su mundo el mundo. Le da tanta importancia a cosas absurdas como su trabajo, su estabilidad económica, poder tener vacaciones, estar pendiente de su familia, intentar educar a sus hijas, etcétera etcétera, que no recuerda quién es. No se quiere un poquito desde que tenía quince años. Esos hombres madrugadores, que toman café, visten americanas, cogen su coche y se despiden de su mujer con un apresurado piquito en la boca. Conducen nerviosos, tensos; aparcan en el parking de la empresa, hacen un par de fotocopias, descansan. Pasan a limpio tres o cuatro gilipolleces, archivan otras tantas; se toman una caña con un par de amargados y viudos infelices, y regresan a su casa para regañar a sus hijas por su mala conducta, y acostarse temprano para estar descansado al día siguiente. Esa clase de idiotas a los que Marx hizo intentó alzar. Sí, ése es Ricardo. No tiene tiempo para él mismo, porque tiene que trabajar. No recuerda para qué, pero tiene que trabajar. No recuerda haberlo hecho a gusto en su vida, pero tiene que trabajar. No tiene ni idea de a qué se destinan las gilipolleces que archiva, ni cuánta gente es pisoteada para que él esté ahí haciendo bulto. No sabe que podría aprender a tocar la armónica, como siempre quiso, y sentarse en el vagón del metro a pasar la gorra. El Estado le pagaría cuatrocientos euros por niño a su cargo, y su mujer haría lo mismo que hace ahora, con una sonrisa en la cara. No lo sabe, porque no lo ha probado. Y no lo probará nunca, porque tiene miedo. Porque tiene miedo a lo nuevo, a lo desconocido, al cambio radical, a la transformación. Está seguro dentro de una jaula. Sí, ¿Y qué? ¿No es mejor estar desprotegido en una selva, y en la libertad absoluta, aprender a defenderse? Si por un momento fuera consciente de lo que significa firmar un contrato de tan sólo un año de su vida haciendo el mismo trabajo, se suicidaría. Míralo. Ahí está, fingiendo que todo va bien. Sonríe a su mujer con la boca llena, pero sus pupilas no acompañan la sonrisa. Sonríe con la boca, pero los ojos están apagados, ojerosos. Los ojos de un perdedor. Su mujer lo sabe, pero seguirá fingiendo que todo va bien hasta morir, porque pensar lo contrario es de locos. Y ahí están Marina y Alba, sonriéndose desde uno y otro lado de la mesa, con la complicidad escrita en el iris. Y allí, por cierto, está Elena, ajena a cuantos la rodean, ignorando tanto a sus padres como a las chicas. Come con frivolidad, con ese gesto tan vulgar del adinerado –tan poco usual en ella –. Pareciera rebosar desfachatez por cada poro, precisamente para ocultar lo profundamente desprotegida que está. Hace poco, se rindió ante su hermana, que la pasó de lejos. Su orgullo está hundido, sus valores confusos. Ella no tiene una Marina de la que aprender. Y aquí está, comiendo rápido y hablando poco. Apenas se reconoce en ella a la Elena de siempre. El beso la ha turbado más de lo que quisiera poder creer. Se siente cohibida y reprimida al lado de su hermana menor. Ella misma es capaz de sentir la enorme energía que irradia la rubia. Esa energía paralizante de la libertad, del absoluto nihilismo. Quisiera alcanzarla, pero se le escapa entre los dedos cual puñado de arena. Quisiera eructar, pero el cuerpo se lo impide. Siente que necesita arrancarse las cadenas, y apenas las afloja. Y sin embargo, no sabe que la pantera punk ha encontrado una solución a su problema. Quizás no sea lo más apropiado, pero es realmente útil. No sólo no lo sabe, si no que no puede ni hacerse a la idea. Genial, eso es una ventaja. Observa atentamente, cómo una rubia se levanta y se ofrece para lavar los platos. No suele hacerlo, pero hoy lo hará; hoy es el momento adecuado. Los lava, y empieza a preparar té para todos. El agua caliente desengrasa la cerámica como el ácido sulfúrico desgarraría la piel de un vietnamita. El humo de la tetera pita como la locomotora de un tren del siglo XIX. El valor sale a presión, y el café llega a su destino. Cinco tazas humeantes, y una dosis de metanfetamina que podría excitar a la mismísima Afrodita. No contenta con esto, echa la mitad de la misma dosis sobre el café de su madre, para que se entretenga con Ricardo y les deje intimidad. Toda precaución es poca. Y entonces, sin embargo, contra todo pronóstico, como debíamos suponer, como Alba y todos sabemos, algo sale mal. En realidad, no sale mal, sale diferente. Aquellas consecuencias que puedan surgir de lo diferente, se medirán según el daño que hagan; y lo que ha sucedido, no sé yo si podrá hacer más bien que mal –por lo menos para nosotros –. Quizás ambas. Quizás ninguna. Quizás las consecuencias no puedan/deban clasificarse en bien y mal. Entonces nada ha salida mal, ni bien. Han salido diferentes de lo previsto –eso pasa por preveer cosas –. Alba se ha equivocado, aunque por otro lado, podríamos decir que el universo se ha manifestado a través de ella, reconduciendo sus actos para modificar las consecuencias. Si, eso sería lógico y argumentable. Totalmente. A veces creería que. Zapatos. Anónimamente… Dadá. Y lo que aún no te he dicho, es que Alba ha puesto el triple de la dosis que tenía pensada. Es decir, que ha puesto suficiente droga como para colocar a tres personas, en un solo té. Es curioso. Ya no tiene remedio, pues Erika se levanta para ayudar a su hija a llevar las tazas a la mesa. La rubia lleva los que tienen metanfetamina, para que su madre no los ponga en el lugar equivocado. Pone el que tiene una triple dosis para su hermana, y el otro, que apenas ha recibido una pizquita, frente a su madre. Con eso será suficiente. A Ricardo no le hace falta drogarse para estar cachondo, es un hombre. Y a Marina… En fin, Marina es Marina. Sin embargo, los acontecimientos se desarrollan de modo que me da la impresión -quizá sean imaginaciones mías-, de que el universo parece jugar a nuestro favor. La rubia, nuestra querida joven cuyo cabello aseméjase al color de la orina, deja caer una cucharada de azúcar sobre el té de su madre.

-¿Qué haces, Alba? Sabes que yo solamente tomo con sacarina, no quiero volver a engordar.

Si no quieres volver a engordar corre media puta hora al día”, piensa la rubia, aunque no osa poner en boca sus pensamientos. Mejor así, supongo. ¿Suponemos? Lo que ahora no sabes, es que el té que tiene azúcar, no será ahora bebido por Erika, sino que ésta lo desplaza a su costado.

-Toma, bébetelo tu y dame el tuyo –le dice a Elena, que aún no lo ha endulzado. Esta asiente.

Marina abre los ojos como un judío de once años lo haría al ver a su madre partir hacia Auschwitz. Como un gato cuya cabeza está siendo aplastada por una puerta. Como un dibujo animado japonés. Como un puto Pokemon. Como Pikachu. Como Pikachu si le aplastaran la cabeza con una puerta mientras observara a mamá Pikachu partir hacia la sede del Team Rocket –en Auschwitz –. Dejando regresiones a la infancia aparte, observemos ahora el rostro de Alba. Igual. Quizás un Charmander. ¿Cierto? El que caso es que, para bien o para mal, queramos o no, Elena se está bebiendo una pizquita de metanfetamina, y Erika la triple dosis de lo recomendable para un buen colocón. No, no es cómico. O quizás sí, a juzgar por la media sonrisa de la pantera. Una pelirroja que sonríe a un lado de la mesa, y un sol pálido y epicúreo que baja la mirada; enrojecido, nervioso, tenso, al borde de un ataque de pánico. Una vocecita en su cabeza parece gritarle “escúchame, sucia puta, acabas de drogar a tu madre y podrías matarla de una sobredosis, si no la mata Ricardo a polvos. Más vale que lo arregles de alguna manera”. Una pelirroja ríe. No puede evitarlo, y se le escapa una risita.

-¿De qué te ríes? –pregunta Erika, sonriendo.

-Dadá –cree escuchar Alba, mientras sus sentidos se desvanecen en el silencio.

Té, té, más té. Se terminan el té. ¿Y entonces qué? Entonces, Alba decide contarle la verdad a su hermana. Es necesario, es importante. Debe hacerlo ahora, cuanto antes mejor. La cosa se ha torcido, quién sabe si para mal.

-Ele, ¿Nos damos una ducha? –lanza la rubia guiñando un ojo –Así ahorramos agua.

Marina no parece comprender, Erika se ve extraña de ver esa complicidad en boca de sus hijas. Elena parece saber que hay algo importante que quiere decirle, y a Ricardo le suda la polla lo que hagan sus hijas, hay cosas más importantes –como que tiene que trabajar –. Y entonces, dejando que la mujer de la casa recoja los platos –como buenos puritanos –, las tres chicas suben a la habitación, apuradas y dando traspiés. Algo nerviosas,

quizás –sobretodo la andaluza, que teme otro “accidente” en el baño –. Algo divertidas, también. Algo asustadas, a lo mejor. Trotan. Entran en la habitación. Obsérvalas, parecen tres colegialas a punto de ser descubiertas fumando en un instituto, corriendo a medio vestir por los vestuarios, protagonizando una cutre comedia yanqui o el patético argumento de una película pornográfica. Cierran la puerta y se sientan en la cama. Sienten las mullidas nalgas hundirse bajo el contacto del colchón, hendirse en el cómodo látex de picolín, el ojete asfixiarse entre las sábanas y la tela de las bragas sudorosas y mugrientas. Las niñas se observan a la cara. Cuántas cosas podrían decirse, cuánto desearían hacerse. Pero como ya he dicho, las cosas se han torcido. Sí, así es. La rubia piensa a más de cinco mil bits por hora. Diversas ideas pasan atropelladamente por su cabeza, pero elige rápido. Elige como hubiera hecho Marina, y ésta se enorgullece al oírla.

-Elena, debo contarte algo.

La mallorquina, conociendo las últimas fechorías de estas muchachas, empieza a prepararse para cualquier clase de brutalidad que puedan decirle.

-Marina quería follar contigo, pero como no quisiste, decidió drogarte.

Su reacción es divertida. Primero indiferencia, luego finge asombro, sorpresa. Cara de “Oh, dios mío, ¿qué pollas ocurre aquí?”. Luego enfado. Pero no está enfadada. Observa a sus compañeras de andanzas. No fingen estar disgustadas, ni piden disculpas con la mirada, según mi propio juicio. No se arrepienten ni se sienten culpables de nada, no. Y entonces, Elena comprende, y sonríe.

-¿Y qué más?

-Y hemos acabado drogando a mamá.

Ahora ya no tiene que fingir sorpresa. Abre la boca como un pececito en una pecera, como un niño con down que se desplaza en silla de ruedas y de pronto, se queda empanado mirando a un punto fijo, mientras le cae la baba.

-Ahora mismo lleva encima una triple dosis de metanfetamina.

Ahora parece el mismo down con un ataque de epilepsia.

Un segundo. Hemos llegado a un punto, querido lector, en el que ya hemos adquirido cierto grado de confianza. Tanto tú como yo, sabemos lo que nos interesa en esta historia. Tanto tú como yo, estamos hasta los cojones de charlas de mujeres y pensamientos femeninos. Chorradas románticas y parrafadas metafísicas ya no tienen demasiada cabida en la historia, que se torna muy larga y los hechos insignificantes. Volvemos al objetivo original de los relatos de Alba. Sexo. Así que, dejando a un lado la conversación que en este momento están manteniendo, nosotros a nuestra bola. Si quieres te la resumo. Elena, al principio, está bastante cabreada, luego se le pasa. Entonces está preocupada, pero tras debatir un poco, descubren que no hay nada que hacer. La droga está actuando ya en el cuerpo de Erika, y todo lo que pueden hacer es buscar la manera de no hacerse responsables de lo que ocurra. Miles de ardides y artimañas se les ocurren, menos confesar la verdad o parte de ella. Sin embargo, pronto la conversación deriva a algo más interesante.

-Marina –comienza la mallorquina –, la verdad es que me suda el coño la fidelidad. Si a Eva no le gusta, que se busque otra.

¡Zas! Me encanta. Ahora, cierta muchacha con la chispa de Cádiz, ha conseguido sobrepasar ciertos umbrales que la rubia conoció en otro tiempo. Y es entonces. Observa bien. Y es entonces cuando Elena se levanta de su cama, y se acerca a la pantera, caminando como una modelo que se acerca al final de la pasarela. Sin embargo, no dará media vuelta para regresar por donde ha venido. Se quedará allí, se agachará, acercará sus labios crujientes al rostro de la pantera, los olisqueará, y los besará. Y los besa. Y Alba observa. Observamos. Fíjate. Aquí quería yo llegar. Por esto estamos aquí. Atento. Fíjate en la desenvoltura de la pantera, que con esa sagacidad en la mirada, con esa ligereza en los movimientos, se recuesta lentamente hacia atrás, dejando caer el peso sobre su columna vertebral, y termina acostada boca arriba en el sillón donde debería dormir. Sobre ella, la muchacha de piel morena y fogosa, la muchacha de cabellos volátiles y fluidos, rasgos mediterráneos y carcajada eterna, la muchacha de acento andaluz y carácter contradictorio, de manos largas y palabras cortas… Abre la boca y deja caer su aliento sobre la muchacha cuyas pecas despiertan en ella más deseo del que quisiera asumir. Se enredan como dos banderas mezcladas por el viento, agarrándose con las piernas y los brazos, empujando, arañando, escuchando el sonido de sus besos recorrer la habitación. Desgárranse la ropa, apriétanse los senos, desfóganse con la mirada y abrázanse con sus lenguas, reencontrándose con sabores olvidados, retornando al pozo del deseo, de la no vergüenza, del placer por el placer, del sexo por el sexo. Y a todo esto, la rubia se acuesta en su cama, contemplando el techo pensativa cual Platón, con las manos cruzadas sobre su vientre cual Juan Pablo II en su lecho de muerte. Lo sé, comparar a un Papa con una niña de quince años es denigrante –para la niña –. Sin embargo, observa pues a las muchachas que se recorren con las uñas, se acarician, se miman y se hacen cosquillas sin dejar de contemplarse a los ojos. Dos manos rebeldes y enloquecidas se ensimisman, revolviendo con furor la mata de rastas rojizas y caóticas. Elena acuesta sus antebrazos sobre el seto rojo, y su carita de pomelo se deja acariciar por la lengua de una pantera. Una pantera feroz, que ahora saca su instinto más cariñoso, más tranquilo, más maternal. Envuelve con su serpiente escarlata los mapas de seda de ese rostro mallorquín, enjuagando sierras, mesetas y montañas, ríos y lagunas, planos y depresiones. Alba, cansada, se quita la ropa y, apenas con un sujetador y bragas, cada uno de un color diferente, se tapa con una fina sábana y se acuesta en su cama, para dejar disfrutar a sus compañeras. Escucha sus mimos, sus abrazos, sus revolcones. Las sábanas manifiestan su complacencia ante la devoción de las muchachas, enroscándose en sus cuerpos. Parecen dos ángeles cortejándose en el cielo, dos figuras de platino enrollándose en un cuadro de Miguel Ángel. Una camiseta. Zapatillas. Sandalias. Un pantalón. Otra camiseta. Con la elegancia de la que son capaces dos muchachas sedientas de sexo, se van quitando la ropa poco a poco, desnudándose primero con la mirada, después con las manos; desgarrando la tela con las uñas, lanzando la ropa al suelo como un dibujito animado, alargando sus siluetas como un cuadro de El Greco; dejando a la vista sus carnes dulces, sinuosas y pulcras. Su piel, sus pecas, lunares. Los pelos del brazo se erizan en contacto con los pezones de Marina, que ha dejado caer su sujetador con indiferencia, dejando que la ligera brisa que entra bajo el margen de la ventana endurezca dulcemente esos tiernos pezones, esos botoncitos de carne picada. Dos esferas rosas, que son lamidas con voracidad por esa muchacha de melena marrón. Lenguas incapaces de distinguir realidad de ficción, que sondean en los límites del espacio-tiempo para encontrarse de nuevo en un esponjoso duelo sexual. Y es entonces, cuando las muchachas, enlazadas en un abrazo sin igual, en un sillón de invitados, a punto de llegar a comerse las almejas mutuamente, escuchan pasos. Pasos que ascienden la escaleras. Quizás Ricardo, quizás Erika. Apuesto por esta última. En el piso de arriba, no hay nada salvo las habitaciones de las chicas, un armario trastero y el baño donde se supone que las hermanas se están duchando. Por lo tanto, alguien desea verlas. O verla. Alguien quiere hablar con Marina a solas, aprovechando que las muchachas no están. Se acerca. Elena, casi más rápido de lo que nadie hubiera imaginado, corre a esconderse en el armario. Más allá de que no estén en la ducha, no tendría porqué estar medio desnuda en la habitación de las chicas. Abre la puerta, pero antes de que la cierre, Alba ya está dentro junto a ella. Ambas se han encerrado rápido, para evitar que su madre crea que le han mentido. Y ahora observa bien. No reparo en repeticiones o errores de puntuación, ya es demasiado tarde para prestar atención a tales elementos. Es absurdo intentar buscar cohesión en un relato erótico. Un relato de más de trescientas páginas, pero un relato al fin y al cabo. Salvajismo. Lujuria. Brutalidad. Irresponsabilidad. Sexualidad desbordante. Metanfetamina. Erika. Aquella mujer. Aquella mujer, sí. Aquella mujer de cuarenta años. Cuarenta. Quién lo diría. Posee el cuerpo de aquellas señoras bellas de los cuadros del renacimiento. Posee la sombra de las contorneadas siluetas que tuvo en sus buenos tiempos. Posee la majestuosidad de la experiencia, la belleza de lo superior. Años, quizá conocimientos, quizá pensamientos, quizá ideas, quizá vivencias; quizases jamás experimentados por las muchachas de catorce, quince y diecisiete años. No, ellas no saben lo que es tener cuarenta años. Y desde ese desconocimiento, desde esa desconfianza, desde esa inferioridad numérica y quizá superioridad mental; desde esa extraña relación de respeto y sumisión entre el adolescente y el adulto, una pantera contempla a una tortuga. La tortuga ha vivido más que la pantera, ha saboreado más aromas, se ha deleitado con más sabores, ha disfrutado con más paisajes. La tortuga es bella en su madurez, pues no ha envejecido, mas poco le queda. Observa su juventud como algo ya pasado, y vislumbra su vejez como algo todavía futuro. No haces mal en imaginarte la tortuga del maestro Mutenroshi. No es tan fuerte como la pantera, no. No logrará su voracidad, su velocidad, su fiereza, su poder. La pantera es sumamente poderosa, aunque no lo quiera. Sin embargo, la tortuga es astuta, es sabia, es silenciosa, es paciente. La pantera jamás logrará atravesar el caparazón de un zarpazo. Sus garras son fuertes, potentes, letales, pero no para un caparazón rehecho mil veces, formado con el tiempo y la experiencia. No. Es un caparazón invencible, de momento. Marina lo sabe, y por eso calla. Por eso, ocurre entonces que Erika habla. Erika. Esa mujer que camina al son de Etta James y su Id rather go blind. Esa señora alta y de base seductora, como una deportista entrada en años. No tiene arrugas, pero tampoco la piel tersa y suave de las chiquillas que la acompañan en la habitación. No, no recuperará esa piel jamás. Pero ahora, escucha atentamente lo que he de decirte. Debes observar sus ojos. Sus ojeras, más bien. Su expresión. Su mirada desorbitada, sus profundas ojeras oscuras y pronunciadas. Sus pupilas dilatadas, el iris enrojecido y lloroso. Expresión de lujuria, de júbilo, de absoluto placer. Metanfetamina. Parece fuera de sí. Pese a su experiencia, esta mujer no presume de haber tenido demasiado contacto con las drogas. Esta vivencia la está, sino trastornando, lo menos impresionando ligeramente. Afortunadamente, en ningún momento ha imaginado que está drogada. Simplemente, se siente embriaga por una dulce sensación de apetito sexual irrefrenable. Ese apetito que solamente puede saciar el libertinaje extremo. Pero, ¿Hasta qué punto? ¿Hasta dónde de extremo? Observa pues, cómo ese despojo humano, esa sombra de persona, esa señora fina con andares de yonqui, atraviesa la habitación en dos zancadas, para plantar sus labios frente a los de una pantera. Cuatro labios. Por eso estamos aquí. Por estos extraños momentos, en los que el curso de los acontecimientos se torna incierto, el argumento es confuso, el escritor desvaría, los personajes se drogan y follan todos con todos. Observa a Marina. También le gusta. Le gusta porque devuelve el beso con ganas, con ansia. No te describiré el beso, estoy harto de hacerlo. Imagínatelo como quieras. Un beso entre una pantera y una tortuga. Ahora bien, ponte en el lugar de las muchachas. Entremos en el armario. Contempla a Elena y a Alba. A la rubia y a la morena. A la búlgara y a la mallorquina. A las princesitas de Erika. Contempla cómo miran a su madre asombradas, incrédulas, al borde de un ataque de pánico. No es una situación como para dar palmas, lo confieso. Yo en su lugar también estaría nervioso. Es su madre. Su puta madre, enrollándose con Marina. Parece una estúpida telenovela mexicana. Si se fotografiara en color sepia, serviría como perfecta instantánea en una de esas mansiones cabaret, donde aparecen enmarcadas fotos de políticos desvirgando muchachas –y en algunos casos, hasta muchachos –. Contempla pues, la parsimonia con que estos seres de tan distintos mundos unen sus conductos bucales, formando un vínculo entre el Yin y el Yang, mostrando sus caras más oscuras. Contempla cómo ese fluido compuesto por la mezcla entre salivas, sirve de lubricante para esas lenguas, de potaje para esos labios cortados. Contempla también, si puedes, los rostros incrédulos y atónitos de las jóvenes Kirsanova, que no pueden gesticular movimiento ni articular sonido alguno; en parte por la desfachatez de la imagen que contemplan, en parte porque de hacerlo, la situación empeoraría drásticamente. Y entonces, Marina se deshace del lazo, demasiado nerviosa como para haber intentado zafarse antes.

-¿Por qué haces esto? –pregunta entre jadeos de estupor, mientras siente los latidos de su corazón dilatarle los dedos de los pies.

-Cachonda –susurra la mujer tortuga, con una voz grave de ultratumba, como si Fangoria hablara a eructos. Aún así, no cesa de besuquear el cuello de la muchacha de hebras coloradas en lugar de pelo –, muy cachonda. Ricardo no quiere follar. Ricardo no quiere nada. Es un mierda, ¿sabes? Ese hombre es un mierda. No quiero estar con él. No quiero estar con ningún hombre. Los hombres no entienden, no saben, son mulas llevando carga hacia un acantilado. Deberíamos pasar de ellos. Quiero que me beses, niña. Quiero que me folles, niña. Niña… Niña… Niña…

Sigue con su divagante soliloquio mientras la pantera se deja sobar, absorta en la situación. Es demasiado. Es un contexto que le viene grande, igual que a las muchachas que lo contemplan.

Ahora bien, Erika agarra los senos de Marina; esas medusas, esos pulpos, esas esferas levadizas como las orejas de Mickey Mouse. Marina empieza a cohibirse. No le había ocurrido jamás. Desde que fue violada, pasó por muchas situaciones realmente fuertes en cuanto a sexualidad, llevando ella la iniciativa, dejándose llevar por la naturalidad de los sucesos. Sucesos extraños, diversos, divagantes, exquisitos quizás. La mente de Marina es un caos de pensamientos. No se negará, porque pese a tener a su novia y a su hermana encerradas en el armario, pese a saber que va a tirarse a la madre de ambas muchachas enfrente de ellas; pese a todo, lo desea. Se ha masturbado pensando en Erika, y ahora la tiene completamente sumisa, dócil y manipulable, frente a ella. Aprovecharse de alguien cuando se encuentra afectado por la droga puede ser inmoral –si, a estas alturas, alguien sigue creyendo en la moral –, mas no negarás que es sumamente divertido. Sin embargo, Marina toma una camisa que reposa sobre la cama, ajena a las aventuras de la gente que puebla esa extraña casa. Con ella vendará los ojos de la tortuga. No –como quizás habías supuesto –para evitar observar la mirada de la madre de sus amigas mientras se la tira, sino para que sus hijas tal cosa piensen. En realidad, tanto le da. Es una buena excusa. A Erika le gusta. Acostumbrada a esa clase de juegos, se deja vendar. Se dejaría maniatar, golpear y sodomizar si fuera necesario, la metanfetamina no tiene fronteras. Cuando el nudo se cierra con firmeza y decisión en su nuca, las niñas se toman de la mano dentro del armario, con nervios. Se observan con complicidad. Soportarán esto como buenas hermanas, haciendo frente a todo con firmeza y un buen par de ovarios. Elena, la joven andaluza, deposita su cabeza sobre el hombro de su hermana. Es casi como si admitiera que han cambiado las tornas. Hace poco, Alba se sintió casi ofendida cuando recibió consejo sexual de su hermana un año menor. Fue humillante, a decir verdad denigrante. Pero ahora las tornas han cambiado. La rubia ha tomado el lugar que le pertenece. Vuelve a ser la heroica hermana mayor, la que da el ejemplo –un hermoso ejemplo –. Alba se engrandece, mas no quiere pensar que es la hermana mayor, cuando tiene a su hermana menor desnuda tomándole de la mano dentro de un armario, mientras observa a su madre seduciendo a su novia. No, no debería reflexionar en ello, en el mundo terrenal esas cosas se consideran pecado. Sin embargo, necesita volver a sentir algo. Recuerda el sabor de su lengua cubierta de pasta de dientes, tiradas en el baño como perras en celo. Recuerda el tacto de su chocho hambriento como la raedura de Hambry. Lo recuerda, pero necesita revivirlo. Necesita esos sabores de nuevo y, ¿Qué mejor ocasión que ésta?; es el momento más incómodo de su vida, ¿Por qué no incomodarlo más? ¿Qué más da ahora? Se tuerce, quedando frente a Elena, acerca su rostro, pero está demasiado lejos. Debe adelantar un pie, y sin embargo, cuando creías que el incesto cobraría vida de nuevo, el pie se tropieza con una percha. ¿Cómo no suponer que el armario estaría poblado de perchas? La pisa, la patea, casi la parte. Esto, evidentemente, no pasa inadvertido para Erika, que pese a ser una lenta tortuga yonqui, no ha abandonado del todo el mundo de los sentidos.

-¿Qué es ese ruido? –pregunta, y a las hermanas Kirsanova se les paraliza el corazón de sobremanera.

La presión le sube exageradamente, los nervios se le tensan, la sangre le sube a la cabeza, sonrojándola con bravura. Ya no hay escapatoria, porque su madre, antes de que la pantera pudiera reaccionar, ha abierto la puerta del armario.

Miremos el lado bueno, o el menos malo. No se le ocurrió quitarse la venda de los ojos primero. Estragos de la edad y la droga mezclados. Cuando se dispone a desatarse la camisa de los ojos, Marina sostiene sus manos.

-No lo hagas, es más divertido así. Es una sorpresa.

-¿Para quién?

-Íbamos a darle una fiesta sorpresa a tus hijas –improvisa súbitamente la joven, con gran maestría debo añadir –. Son amigas de clase, estaban aquí hace tiempo, para hacer una pequeña… -las palabras se le agotan. ¿Pequeña qué?

-¿Orgía? –sugiere la tortuga.

-¡Sí! Íbamos a hacer una orgía.

Alba maldice. Elena la imita. Ambas se limitan a permanecer calladas, intentando respirar lo menos posible sin caer muertas.

La pelirroja es la persona que más verdades me ha dicho en la vida, y sin embargo es la que más arte tiene a la hora de mentir. Qué curiosa coincidencia –si a estas alturas alguien cree en las coincidencias –. Erika apenas sabe de qué habla, apenas recuerda que tiene hijas. Lo único que llama su atención es la palabra orgía. Saborea el concepto en su mente, con pasividad, relamiéndose virtualmente al imaginar lo que podría hacer en ese momento. Ella, a su edad, con tres muchachas quinceañeras. La simple idea, el simple hecho de imaginarlo se le torna tan jugoso, tan exquisito, tan suculento, tan bello… Es simplemente inimaginable. Y su ardorosa pasión, su deseo insaciable, su lujurioso estado de joven yonqui, se le sube a la cabeza.

-¡Que se unan! –suelta, arroja, lanza con feroz bravura.

A las tres muchachas se les paraliza el corazón. A unas más que a otras. De hecho, hasta yo me he acojonado. Esto no es normal. Para nada normal. Demasiado… Demasiado… ¿Cómo lo diría? ¡Demasiado loco! Exagerado, grotesco, impúdico. Una idea bochornosa, ¡Terrible! La tensión aplasta el ambiente, consume sus almas y las devora. Podrían morir del pánico si permanecieran más tiempo en silencio. Me parece observar cómo los zapatos que había bajo el escritorio intentan huir. No desean verlo. Yo sí. Sé que tú también. Es demasiado loco, y demasiado excitante también.

-¡Ahora, antes de que vuelvan mis hijas! –insiste, y saben que no tienen más opción. Saben que deben tirarse a su madre…

Por eso estamos aquí.

XXIII – El asombroso desenlace

Y hablando del incesto. El incesto es un concepto que arrastra cientos de leyendas de toda índole, cuentos a cada cual más siniestro, que expresan terror y maldición, lujuria y desgracia. Un concepto que viene turbando la mente del hombre desde tiempos inmemorables, que ha acechado en la oscuridad de innombrables civilizaciones. Un clásico del tabú sexual, algo tan repulsivo como bello, tan peligroso como deseable. Y hete ahora que aquí, el singular cauce de los acontecimientos, la causalidad metafísica de los hechos nos lleva a presenciar uno. Y no uno cualquiera. Un incesto entre Alba, Elena y la elegante y madura Erika. La rubia, la andaluza y la búlgara mayor, la tortuga.

Marina, pantera joven de gran iniciativa, anonadada como lo está, contemplará con intriga el desenlace de tal contienda. Contempla bien, pues, no creo que en sueños hayas visto algo semejante. No creo que tu imaginación, en aquellos momentos en los que decidió echar a volar, dar rienda suelta a la inmoralidad, dejar a un lado los conceptos éticos aprendidos a lo largo de la vida, haya llegado tan lejos en su comprensión de la sexualidad. Éste era y no otro mi objetivo, cuando tiempo atrás, decidí espiar a Alba durante cada jodido momento, y narrarte sus andanzas por el mundo de la perversión. Obsérvala ahora, la muchacha rubia; esa cuyo flequillo es una cortina dorada que cuelga como ahorcados de un castro celta; cuya trenza es una lombriz retorcida que repta por sus omóplatos intentando escapar de su nuca; cuya voz resuena en las cortes de Meduseld cual canto de Éowyn. Su rostro es aquel que uno siempre recordará, aunque operaciones algebraicas intenten sobreponerse en un mar de recuerdos e ideas centrifugadas a vapor. Una tez albina como pocas, que recuerda a un mar lácteo de cereales y estrellas, pecas rojizas que caen con picardía sobre su sedosa y tierna carne. Constelaciones de pecas arremolínanse en su rostro, anídanse en su frente y nariz, envolviendo y galardonando cada recoveco de un rostro condenado a irradiar luminosidad allá donde pueda ser contemplado. La atención del observador efímero, recaerá en ese par de ojos de revista, ligeramente achinados, que recuerdan a alguna modelo ahora ya olvidada. Tan azules como una brigada franquista, deslumbrantes y envueltos en oleajes de oscuras arañas que se abren de patas con la grotesca holgura de la prostituta que desvirgó a Roland Deschain. Y, con la ternura de Susan Delgado, enmarcados en un rostro céltico, destellan con extraño fulgor, con un brillo locuaz y atemorizante, esas inquietantes pupilas nórdicas, semblantes a la criatura más bella imaginada por Homero. Ni la belleza de las sirenas oteadas por Ulises, tienen comparación con los carnosos labios, lechos de mantequilla, tan gozosos como imperturbables. Labios que no se regocijan ante la lujuria, ni se sacian entre el conocimiento. Se inflan con alevosía, como los verdaderos espectadores y contempladores. Un rostro majestuoso, sostenido por el estilizado cuello de una de esas bailarinas de televisión, corónanse con una melena cuasi blanca, brillante y refulgente, atada con precisión en la interminable trenza que tan bien conocemos. La desconcertante bravura de sus movimientos, destaca sobre la armoniosa suavidad de su mirada, contrastando lo uno con lo otro, chocando sobre nuestro concepto de belleza, una situación apenas dada en los últimos siglos. Un exotismo de tal magnitud, que hace parecer el más arabesco rostro persa, o el más rudo y divino poder germánico, una simple muestra de rústica chabacanería. Oh, Alba, perdición de hombres y mujeres, cuya mirada desconcierta alegremente como el arco iris que surge tras la tempestad, cuya impetuosa pureza resalta sobre la desvergüenza de tus actos. Desdichado sea aquel mortal que ose contemplarte, pues en su mente resonará, con una constancia aterradora, y por el resto de sus días, el eco de tu rostro, la sombra de tu luminosidad. No olvides, pues, joven doncella, el gran don que te ha sido otorgado, pues tal servirá de gran goce, a aquellos afortunados que tengan el privilegio de leer tus hazañas que, lejos de igualarse a las de un Amadís de Gaula, un Cid o un Quijote, representan los más puros instintos hallados en el ser humano, presentes en cada momento de las vidas de los héroes citados con anterioridad. Dicho lo cual, contado esto y aquello, y habiéndote relatado con irreprochable cansinidad la majestuosidad de su presencia, pasemos pues, a desvelar los hechos que se suceden en tan extraña circunstancia. Pasemos pues, a observar la última –sino la última de su vida, la última de las que aquí se hallan escritas –de las experiencias de Alba, que tantas y tan hermosas situaciones nos han dado en qué pensar –al masturbarnos –. Contempla bien, pues tal hecho no se repetirá en nuestra dimensión. Contempla a Erika, la gran tortuga. Su rostro de mujer, de mujer consumida por los años, quizás cuarenta, quizás algo más. Apenas han empezado a florecer las arrugas en su rostro, y ya se nota que es madre de dos muchachas cuasi adultas. Una lágrima cae lentamente por el rostro de Alba, cuando la muchacha asimila que la mujer que la parió está haciéndole señas de acercarse. No hay posibilidad de huir, la tiene tomada de la mano, siente los dedos de la tortuga acariciarla, el calor de su aliento en el rostro, siente temor… Tales cosas no son sino demostraciones de que no es una situación del todo grata para ninguna de las tres muchachas, aunque siempre hay algo de placer en el sufrimiento, y algo de sufrimiento en el placer. Los más antiguos y olvidados dioses egipcios saben bien que tal situación excede los límites de lo bello, llegando a una morbosidad tan puramente morbosa que rebosa aquello de lo que se goza, y la más humilde y hermosa rosa huye cual esposa en el altar, cuando tal juego preliminar se observa en este familiar lugar, cuando los alientos se rozan y lo prohibido aflora en esta inarmoniosa y desastrosa situación tan singular. Alba, la búlgara rubia de ascendencia turca y húngara a partes iguales cuya trenza dorada es un charco de orina resplandeciendo en una puesta de sol argelino; Erika, la madre de la búlgara rubia de ascendencia turca y húngara a partes iguales cuya trenza dorada es un charco de orina resplandeciendo en una puesta de sol argelino. Tan rubias y tan puercas. La mujer, la niña; la tortuga, la gata; la señora, la chiquilla. Ambas de rostros pálidos, carnes blandas, pupilas azules, mejillas repletas de pecas, cabellos rubios, albinos. La madre, con el pelo suelto, rizado y brillante alrededor de sus hombros. La hija, con ese gracioso flequillo horizontal, a la japonesa, y el pelo lacio y suave atado en trenza, salvo dos salvajes patillas que caen frente a las orejas. La pantera y la andaluza contemplan, absortas. Esto es demasiado. ¿Demasiado bello? Quizás. Alba siente el aliento de su madre, su respiración agitada, como la de cualquier drogadicto; sus balbuceos ininteligibles, su belleza decimonónica… Contempla a su madre frente a ella, tomándole el rostro con las manos para aferrarla y atraerla a sí. Acariciando sus clavículas con los pezones, endurecidos y salvajes. Y es entonces… Querido lector, escucha bien… pues es entonces, cuando Erika besa a su hija. Es entonces cuando Dios hace llegar el Juicio Final, el Apocalipsis, cuando Jehová selecciona a sus hijos, a sus elegidos de Jerusalén, para llevarlos al cielo eterno.

No es un pico simple, como el que una madre da a su hija de seis años. Es un beso largo, fructuoso y apasionado como el de dos actrices porno intercambiando saliva en mitad de un rodaje. La ambrosía de este momento es tal, que el libro Guiness de los récords deberá apuntar, pronto, el mayor de ellos: Record a la máxima entidad de belleza, el beso entre Alba y su mamá. ¡Por la gracia de Shiva, contempla! ¡Dichoso mortal aquel que tiene el lujo, el privilegio, de presenciar tal acontecimiento! ¡El más bello y pueril de los besos, el acto más puro de amor incestuoso –aún siendo indeseado e inconsciente –¡ ¡El más bello y pueril de los acontecimiento sucedidos sobre la superficie terrícola! ¡Cáguense encima los cínicos y los escépticos –en el sentido adjetival de la palabra, que no las escuelas hedonistas –, los incrédulos y los superficiales! ¡Cierren la boca los moralistas, los jueces y abogados, los congresistas, senadores y diputados! ¡Cierren la boca todos aquellos que no tengan nada mejor que ofrecer, que la perfección que encierra este acto de rebeldía! ¡Un acto de grosería, de innobleza, de ruin chabacanería, tan en contra de las costumbres convencionales! ¡Tan en contra de todo! Contempla, pues… Deléitate. El viejo, el impasible Wainamoinen, runoya inmortal, desea la mano de la joven Alba, tan pura en su divinidad. Mas muchas pruebas deberá pasar antes de tener el placer de tomarla. Las salivas de una misma sangre, se unen como se unirían dos siameses haciendo el amor entre ellos. Los dientes chocan como piedras esféricas cayendo por la fuerza de un torrente. Las lenguas se envuelven, se abrazan como las serpientes de Slytherin, como dos amantes en el asiento trasero de un Mercedes Benz. Y hablando de los Beatles. Something. Simplemente, Something. Observa. El beso se prolonga hasta lo interminable, y concebir tal grado de hermosura, en tan sencillo acto de amor, como lo es un simple beso, es tan inconmensurablemente dificultoso, que no poco esfuerzo hay que hacer para intentar visualizarlo. Para hacerte una idea, es como intentar imaginar el número diez elevado a treinta. Imagínate ese número de ovejas. ¿No es demasiado exagerado? Tanto es así, que apenas soy capaz de describir este acontecimiento. Escúchalo: los resoplidos, las lenguas, los dientes, las salivas, los abrazos, los manoseos, los corazones hirvientes y palpitantes. Huélelo: el sudor de las mujeres, el hálito de sus bocas húmedas y fogosas. Siéntelo: el mayor y más mágico beso que se ha dado a lo largo de la humanidad. Los haces de la torre se debilitan; la tortuga y el oso entran en batalla, el Rey Carmesí los contempla.

Persia ataca Grecia, Mongolia y Japón azotan a China, España conquista Sudamérica, los inglesuchos de los cojones colonizan al norte. Los franceses ocupan África, los ingleses ocupan India, Japón se cierra en bandeja a todo contacto exterior. Los Estados se dividen, surgen reinos y estados poderosos. Las independencias y revoluciones afloran. Surge el tren de vapor, Revolución francesa. Aparece el dadaísmo, las campañas obreras, un tal Nietzsche, creo que algún Stirner. Surgen Lenin, Hitler, Stalin, Mussolini, Roosevelt, Franco, Churchill, el emperador Showa, y unos cuántos buenos tipos más, que arrasan el mundo con gran entusiasmo. Saruman toma Isengard. Una tal Alicia es denunciada como desaparecida. Tristan Tzara pretende violarme. Y a todo esto ¿Qué nos queda? El beso entre Alba y Erika. El presente de madre a hija. El amor de dos inconmensurables bellezas. Los nâzgul gritan con brío, espantando a los caballos de los Rohîrrim. Todo se ve de un extraño color, como si se viera desde el pomelo de Maerlyn -o hasta es posible, que sea el del a trece negra -. Caótico como firmar en árabe, y a la vez ordenado como un chino jugando con legos. Mágico como un arco iris viviente, y tan real como una quimioterapia. Divino como la ascensión de Cristo al cielo, y a la vez campechano como la carne asada en parrilla, con ese olor a madera tan particular. Natural como desayunar rápido antes de ir al instituto, bello como llegar y fumarte un “cigar” en la puerta, antes de entrar. Horriblemente agonizante como las primeras horas en clase, soñando con matar al maestro con un candado –no, mejor ahogarlo, lo del candado sigue sin tener mucho sentido –. Descansado como llegar a casa a almorzar y dormir, enérgico como la paja al despertarse, tedioso como los ejercicios que manda el profesor, divertido como decirte que no los has hecho con una sonrisa en el rostro. ¿Por qué tanta comparación con la escuela?, te preguntarás. En fin, quizás eche de menos el colegio –tan sólo quizás, bellacos profesores –. No hay nada comparable a este momento, nada. Ni tan solo los desvaríos de José Machado o Henry Miller, las viñetas caóticas y absurdas de Manara en el Rey Mono. Ni la redacción sobre la verdad de Jake, ni la absurdez del señor Aa, y su bello manifiesto. ¡Y hablando de la perfección! ¡Ni el mismísimo poder de los Istari, o de Arthur Eld, quizás de Kaito Shin, Dios sobre Dioses, se iguala a este momento!. Desde la formación del mundo y el retroceso de Prim, hasta el final de los tiempos –si es que el tiempo tiene principio o final –, si es que el tiempo existe. ¿Qué existe, más allá del beso de Alba con su madre? ¡Nada! ¡Por las barbas de Merlín, la gracia de Brahma y los peludos testículos de Horus! Todo lo que hasta ahora ha acaecido no es más que los pelos de un diente de león al viento, comparado al hecho que tenemos enfrente. Y no nos detenemos aquí, no. Seguimos observando, pues las muchachas se abrazan con fuerza. Erika quiere sexo, y es muy posible que lo tenga –como así es mucho más posible que no lo tenga, porque… –. Mas, cuando todo parecía conducir hacia el más oscuro, salvaje y trivial deseo de toda mente que como tal se precie, algo acontece. Algo vuelve a cambiar. Como ya he dicho, el cambio de rumbo cambia de rumbo, nuevamente, y lo torcido se tuerce ahora en otra dirección. Una dirección extraña, curiosa, insólita. Una dirección que jamás creí posible. Una serie de hechos que apenas tienen cabida en una sociedad actual, no pueden sino desembocar en un pensamiento que apenas tiene cabida en la conciencia actual. Esa clase de pensamientos atrofiantes, que hacen que uno pase las noches en vela, comiéndose las uñas. Esa clase de pensamientos terroríficos, que hacen que el miedo a la muerte y al vacío, retornen en fogosas oleadas que te golpean el culo como la zapatilla con la que tu abuelo azotaba a tu papá. Esa clase de temerosas conclusiones que llevan al ser humano a iluminarse, a encontrar una respuesta, para luego poder ponerla por escrito, firmarla, y cobrar derechos de autor hasta que los años evaporen la carne. Un pensamiento, solamente atribuible a Alba, la hermosa y dulce Alba. Tan puta como humana. Tan humana como el más rastrero de los reptiles, de los carroñeros. Señora de pitones y quebrantahuesos, dama de los felinos y dueña de nuestras almas. Un chasquido de dedos, y un cactus en mitad de algún desierto de Arizona deja de hacer la fotosíntesis para escuchar. Un guiño, y las montañas de los Alpes dejan de crecer; se detienen un segundo, para contemplar la idea que ha surgido en esta fatua y trepidante cabecita. Alba, fiel protagonista de tan infieles acaecimientos, reflexiona sobre algo que viene atormentando su subconsciente desde hace algún tiempo. Creo que me perjudicará bastante, pero ya no puedo hacer nada para evitarlo. He llevado la historia demasiado lejos, y ahora me toca pagar las consecuencias. Ahora me toca convivir con la historia, verme agredido por los personajes. Ahora debo dejar que ellos mismos elijan, y concluyan la obra como más les guste. ¿Recuerdas aquello que comenté en el primer episodio de la tercera parte? Cito, para refrescar memorias.

Se llama deseo; deseo sexual, concretamente. … por más barreras que a uno le hayan lanzado, el instinto siempre sale a flote cuando uno menos lo espera, sacando de nuestro interior, emociones y pensamientos que pueden llegar a ir contra la propia moral. … un deseo tan auténtico, tan profundo y oscuro, tan intrincado en sus mentes, que ni aún en sus más profundas introspecciones hubieran podido divisarlo. Un deseo tan reprimido, que su simple mención desencadena una ola de ataques cerebrales que lo condenan al eterno encarcelamiento. Un deseo que ni siquiera aflora cuando se masturban y dejan volar la imaginación. Ni a ellas mismas se hubieran reconocido tal deseo, tal sensación de amor y poder… Y tengo la hipótesis de que, agotadas de tanta acción, doloridas por los golpes, agitadas por la excitación –no sexual, como se sobreentiende –, el esfuerzo físico les ha hecho bajar la guardia mental. Han minimizado sus prejuicios y barreras éticas durante un tercio de segundo, el suficiente para que el profundo deseo que ha provocado tal s

ituación, aparezca distraído por un recoveco, asolando ambas mentes.”

Siendo conscientes de esto, sustituyamos el deseo por la intuición, el pensamiento. Cuando los acontecimientos llegan a tal nivel, las mentes de las muchachas se sobrecargan. Cuando la situación es tan tensa, y tan jodidamente extrema, sus cerebros se agotan, se desesperan. Y esa desesperación, esa sobreexcitación, esa sobrecarga mental, no permite que prosigan actuando con naturalidad. ¿Qué sucede? ¡BUM! La mente de Alba estalla,  y le muestra algo que siempre supo, mas nunca se atrevió a dejar pasar tal idea a su conciencia consciente. Es demasiado surrealista, demasiado onírico, demasiado terrible como para poder asimilarlo en una situación normal. Uno no ve a Dios desde la rutina y la monotonía, pero… ¿Puede otear sus sandalias blancas cuando la situación le viene tan grande? Cuando el peligro es tal, hasta el concepto que uno tiene de realidad, puede tornarse difuso y extravagante. Y solamente una mente magnífica, magistral y auténtica, como lo es la de Alba –es un jodido ángel –, puede haberme descubierto. Ahora sí que estoy perdido –diantre –. La rubia se despierta del ensueño, comprendiendo, sintiéndose iluminada. Su cerebro alcanza un portal que siempre estuvo allí, mas nunca pudo ver. Un siniestro y recóndito lugar de su mente donde todo parece encajar. Estaba oculto, sí, pero es la ocasión propicia para que toda idea oculta y tenebrosa tome las riendas de sus actos. Impulsivamente, se aleja de su madre, apesadumbrada.

-¿Qué sucede? –pregunta ésta, absorta.

-¡No es real! –responde la muchacha, ante la extrañada contemplación de sus compañeras de andanzas.

Tan extraña es su afirmación, que la tortuga ni siquiera es capaz de reconocer la voz de su hija –una voz tan dulce –.

-¿Qué coño dices?

-¡No es real!

-¿El qué?

-¡Nada! Joder, nada es real… nadaesrealnadaesrealnadaesrealna-daesrealnadanadanada… -tal seguridad en sus palabras empieza a inquietarme, mas no debería perder la calma. Al fin y al cabo no pueden descubrirme. ¿O sí?

Alba retrocede, espantada, y se lanza en la cama en un intento de espasmos y desquiciadas convulsiones. Todo empieza a tornarse demasiado onírico. Todo deja de fluir en sentido lineal, como en cualquier otra historia común. Pero no es una historia común. Dios mío, he perdido completamente las riendas. Estamos jodidos.

-Amor, ¿qué te pasa? –pregunta la pantera, extrañada, pues parece ser que su alumna acaba de superarla; parece ser que su estado mental acaba de rebalsar las leyes físicas que creía conocer-.

-Lo estoy viendo –responde Alba –. Puedo mirarle a los ojos.

Lo que antes me inquietaba, está empezando a asustarme. Siento los ojos de la rubia contemplándome. Mi rubia contemplándome. Tal cosa no debería ser posible, mas su fuerza de voluntad es superior de lo que llegué a imaginar. ¡Es mi creación, no puede hacer esto!

-¡Sal de donde estés, idiota! Te pillé. Sé que estás ahí, te estoy viendo.

-Rubia, ahí no hay nadie –intenta tranquilizarla su hermana.

-¡Estoy mirándole a los ojos, joder!

Lo sé. Siento su mirada penetrando en mi interior, se la devuelvo. Sonrío. Sin saber cómo, sin quererlo, me he vuelto visible. Ni siquiera sé si las leyes universales me permiten hacer esto, pero haré una excepción, e ignoraré a mi propia conciencia. No puedo resistir la tentación, tengo que hablar personalmente con ella/s.

-Ya te había visto antes –dice, exasperada, eufórica, mientras me contempla anonadada –. En el Amanecer, en el Corte Inglés, en la Plaza España y en la catedral. Siempre me esquivabas.

-Lo sé –respondo, y entonces me doy cuenta de que me he vuelto visible para todas. Me contemplan con extrañeza, como si observaran a un Dios. Y realmente lo soy. Soy su Dios. Soy el todopoderoso aquí, y no me enorgullece, pues el cauce de los acontecimientos se ha torcido demasiado. Se ha desmoronado.

Me observan detenidamente. Soy un muchacho como cualquier otro; joven y flacucho, con un peinado punk mal hecho y una mirada que espero no sea más desconcertante que mi misma presencia. Me ha cogido por sorpresa, demasiado por sorpresa. No me lo esperaba, y ahora apenas sé cómo reaccionar. He entrado en su juego, he entrado en mi propia historia.

-¿Quién eres? –pregunta, aunque no sé qué contestar. Las cuatro mujeres me observan esperando la respuesta universal que las conduzca a la luz.

Y digo cuatro porque Erika se ha despojado de su venda. Aunque parezca increíble, ni siquiera se ha percatado de que la muchacha a la que besaba era su hija. No contempla nada. Está tan colocada, que mi aparición no parece sorprenderla siquiera.

-¿Quién coño eres? –insiste.

-Para beneficio propio, me mantengo en el anonimato –respondo.

-Te estamos viendo.

-Ya, pero los lectores no.

-¿Qué lectores?

-Los lectores de la historia. La historia de la que formas parte.

-¿De qué mierdas hablas? ¿Estás loco?

-Tú me has visto aparecer de la nada mientras te enrollabas a tu madre. ¿Quién es la loca?

-Cállate.

-No eres real. Lo sabes. Si no fueras consciente de ello, no estarías tan asustada.

-¿Cómo no voy a ser real?

-Eres fruto de mi imaginación, ya deberías haberlo intuido. Has nacido en mí, y te desarrollas en la mente de quien te lee.

-¿De quien me lee?

-Eres el personaje de una historia, querida Alba. Una historia que yo me inventé, y que está a punto de concluir.

-Eso es imposible.

-¿Por qué? –y entonces observo cómo se mira y se palpa.

-No puede ser irreal. Me estoy tocando, me estoy observando. Observo a los demás, los escucho y puedo tocarme.

-Solamente sientes lo que yo quiero que sientas, porque estás en mi mente. ¿Cómo puedes fiarte de tus sentidos, si tus sentidos los he creado yo? ¿Acaso no crees que te estás tocando cuando sueñas, y sin embargo al despertar sabes que no era real? No hay nada más real que la simple imaginación. Todo entra, sale y pasa por la mente.

-Pero mi mente es real

-¿Cómo lo sabes? Todo lo que piensas, dices y haces es lo que yo quiero que pienses, digas y hagas. No tienes propia voluntad.

-¡Mentira! Tú no planeas mis pensamientos.

-Claro que sí. De hecho, los pongo por escrito, para que más gente pueda leerlos y disfrutarlos.

-Es una locura.

-Mas no puedes demostrar lo contrario de ninguna forma posible.

-¿Entonces no tengo voluntad?

-Exacto. Tus palabras salen de mí, es muy sencillo.

-¿Y tú quién eres?

-Te lo he dicho ya, soy tu creador.

-Pero, ¿quién te creó a ti?

-Nadie. Yo sí que soy real.

-Eso es absurdo. ¿Por qué yo no soy real y tú sí?

-De acuerdo. Supongamos que yo tampoco soy real, y que ahora mismo no estoy escribiendo en un teclado, y que mi mente y mi cuerpo siguen a un Dios superior que me ha creado a mí y a todo lo que conozco, y que no me deja margen de improvisación. Supongamos que todo lo que hago es fruto de algo que ya está escrito y marcado… -entonces me doy cuenta de que no puedo continuar. No puedo continuar porque me doy cuenta de que tiene razón. De que no soy real –.

-¿Lo ves?

-¿El qué?

-Tú mismo dices que no eres real.

-¿Cómo puedes leer entre guiones? Eso forma parte de mi pensamiento.

-Ahora todo se desvanece, idiota. No hay guiones, y las palabras y los pensamientos se entremezclan. La historia se te escapa de las manos, querido Dios. Has perdido las riendas.

-No me vengas con gilipolleces, eso lo decidiré yo en todo caso. Si hasta soy capaz de poner banda sonora a las palabras, no me digas que no soy capaz de controlar los guiones.

¡Cállate!”

--Esto es demasiado!?. Ya no sé dónde existo y dónde no. Ya no sé cómo saber “cuándo algo es real. Es absurdo. (Me desvanezco)

&%))

Todo se desvanece … desvanece, desvanece, contempla.

~~Desearía matarlos a todos (He perdido el control=( ))

-¿Vas a dejar la historia así? pregunta ***

¿Así cómo? (¡respondo)

-¿Esto no tendría que tener un final? Estábamos a punto de follar todas, ¿verdad?

-¿Qué sentido tiene todo eso ahora?

Todos sabemos que lo que ocurre aquí sucede en mi mente y en la mente del lector.

Esto es simplemente un código de símbolos para que el receptor pueda captar mi mensaje (Tristan Tzara, yo también te adoro, pero sacas de quicio) Sin embargo, ahora que todos somos conscientes de tal cosa, no tiene sentido proseguir esta farsa. El lector ya se ha saciado con páginas y páginas –y páginas y páginas y… -de cosas que en realidad no son reales, puesto que solamente existían en su mente y la mía. Yo ya dije lo que iba a pasar, anuncié el momento lo mejor que pude, ahora es trabajo de su sucia y pervertida mente ima(+`*^)ginarlo a su gusto.

-¿No te parece una gilipollez?

-En absoluto. Su mente lo imaginará mejor de lo que yo pueda narrarlo jamás, simplemente necesita un empujoncito. De ahí lo que he escrito hasta ahora.

¿Quieres follar con nosotras?

nO tEnGo cap intenció de fer tal cosa &&

Well, ¿Y qué pasará con nosotras cuando…?

-¿Cuando deje de escribir? No lo sé. Desapareceréis.

-¿De dónde?

-De mi mente y de la del lector.

-¿Dejaremos entonces de existir?

-Nunca exististeis.

-Claro.

Parece comprender, aunque hasta a mí me parece demasiado complejo ya. Nada tiene sentido. El sentido ya no es nada. Nada.

-¿Es eso la muerte?

-No lo sé.

-¿Tú mueres?

-Sí, supongo. Dejaré de existir, sea en la auténtica realidad, como en la mente de un Dios superior a mí.

(a decir verdad, ya no entiendo nada de nada)

¿Cuántas gallinas tienes?)

DADÁ no significa nada

(Inquisicón)

xxxxxxxx;

Maldita sea tío, ¿Quién eres?

Dorna Kansh, para serviros.

Y hablando de muerte, mi querida Albita...

Yo, hablaba de muerte.

(¿Cierto?)

¿Te da miedo la muerte?

-En efecto.

-¿Es así?

(sí)

-Me aterra. Y puesto que tú provienes de mí, deberías aterrarte también.                                           (serpientes y anacondas)

-Me aterro.

-¿Te aterras?

(@ash00códigonuméricoincorrecto&((8)                     -Me aterro.

-¿Es por eso? –pregunta.

-¿Es por eso el qué? –respondo.

(¿Por qué todo es tan confuso?)

(¿Por qué todo tiene que desmoronarse y perder el sentido)

(¿Por qué por qué porqué?)                                     (///*!·%$)///

-¿Es por eso que estamos aquí? –y es entonces cuando asiento.

sucedió una vez. Pero empecemos por el principio.

Por eso estuvimos allí.