LAS EXPERIENCIAS (Parte segunda)
Segunda parte de la novela
SEGUNDA PARTE
JUEGOS DE GOCE ADOLESCENTE
IX - Jugando a los espías
Todo ha sido muy rápido, ¿verdad? Fugaz, efímero… ¿Quién puede pasar de niña tímida a mujer extrovertida en apenas unos días? Alba. La zorra de Alba. Esa niñita rubia de origen búlgara a la que ya hemos presentado en diversas ocasiones. Hemos conocido algo de su mundo, pero una muy pequeña parte. La suficiente como para poder comprender porqué se retrasa tanto, y porqué pasa todo tan rápido –dos afirmaciones aparentemente contradictorias, que hacen de la vida de la rubia algo tan interesante –. Ahora está en su habitación, llorando desconsolada. Ha perdido una gran oportunidad de hacer el amor con su mejor amiga. Se siente tan enamorada que no pudo hacerlo allí, con aquel imbécil, con apenas ochenta horas de experiencia junto a sus dedos. Es demasiado rápido, todo pasa demasiado rápido. No parece comprender, o no quiere hacerlo, pero todo implica más de lo que cree y cree estar implicada en más de lo que puede comprender. ¿Me sigues? Turbia. Se siente en aguas turbulentas, un maremoto. No sabe nadar, pero no se ahogará. Zozobrará, quizás, flotando a la deriva, pero no morirá, porque pronto va a echar el ancla, a clavar el mástil. O quizás se lo claven, si se me entiende la expresión. Llora. Lleva llorando dos horas seguidas. Procura que no la oigan, pero la oyen. Su madre está en la puerta de su habitación escuchando los gimoteos de la niña, que ha fingido tener fiebre para no ir al instituto. Para no ver a Marina, es mucho su dolor. Quizás sea exagerada, pero no quiere volver a verla tan pronto, no. Necesita pensar un poco, recapacitar, la situación ha sido muy brusca. Encontró dos cigarrillos en el bolsillo de su chaqueta. Marina se los debió haber puesto antes de que se marchara. Lucky Strike, la marca favorita de ambas. Alba se pone el cigarrillo en la boca en el balcón de su habitación. Es la primera vez que va a fumar en su casa. Tiene algo de miedo, pero la última vez que sintió miedo, huyó de lo que podría haber sido una bella experiencia, y no se repetirá. Los vecinos no la ven porque su balcón da a la otra calle, pero la pueden ver de lejos. “Báh”, piensa. “Que les den por culo”, y se enciende un cigarrillo tras varios intentos con el viejo mechero. El encendedor es un viejo regalo de Marina, y lleva las típicas palabras de “I love 80´s”. Alba fuma, y fuma despacio, disfrutándolo. Un placer innegable, el tabaco, hasta que su teléfono móvil suena. Un timbre curioso, el que venía con él. El clásico de la compañía. La rubia observa quién llama. Marina. No contesta, pone el silenciador. Calcula que a esa hora la pantera estará en el recreo, y querrá saber porqué no ha ido a clase. Se quedará con las ganas, de momento. Aunque Alba quisiera atender para dar las gracias por los cigarrillos, no lo hace. Simplemente espera, y se prepara para lanzar el cigarro por la ventana si su madre toca la puerta. No lo hace. Tres y veinticinco de la tarde, Elena ya está aquí. Acaba de salir del instituto, y parece traer compañía. La búlgara ya ha almorzado una sopa que la ha dejado hambrienta, pero no dirá nada. Erika almuerza con Elena y Eva, que ha acudido para quedarse a pasar la tarde. A Alba le resulta algo frustrante, pero por otro lado recuerda lo que hacen cuando están solas. De pronto imagina a Eva y a su hermana… “No, es ridículo”, se dice. Pero quizás no sea tan ridículo. Cabe la pequeña posibilidad de que Eva y Elena jueguen a cosas extrañas cuando están solas, y la discreta rubiecita lo sabe. Y es por este motivo que la búlgara escribe en un papel: “No me molesten, quiero dormir”. Después, tapa con las mantas de su cama un buen amasijo de almohadones y cojines para que parezca que ella se encuentra allí dormida. Tras poner el papel en la puerta a forma de cartel, acude a la habitación de su hermana. Está nerviosa, pero no le importa, no hay vuelta atrás. El miedo le ha jugado demasiadas malas pasadas. Quizás algo cohibida, pero habiéndose quitado todas esas jodidas voces moralistas de la mente, se esconde entre la ropa del armario de su hermana. Es muy grande, y se acomoda en un lugar donde no cree que la descubrirán. Allí sobre los cajones, donde se cuelgan las perchas con abrigos. Ahí yace Alba, quieta y silenciosa, esperando que sus amigas terminen de comer. Está muy nerviosa, y no sabe cuánto podrá aguantar. No sabe siquiera cómo ha hecho para tomar tal decisión. Sabe que para elegir ciertos caminos hacen falta un par de huevos, pero que hacen falta varios más para acarrear las consecuencias. Quizás las muchachas no salgan de la habitación durante todo el día; quizás la descubran. Sería terrible, vergonzoso hasta el límite. No podría soportarlo. De pronto se siente arrepentida, se siente estúpida por espiar de ese modo. Se siente mala persona y pervertida por intentar espiar a su hermana, aunque solamente quiera ver a Eva. Tan pronto como decidió entrar, decide irse. Decide abandonarlo todo apresuradamente y volver a su habitación. Y justo cuando, lentamente, está abriendo la puerta del armario, escucha el crujir de la escalera bajo las pisadas de su hermana. Voces, risas. Están ahí, no hay escapatoria. Las muchachas se detienen frente a la habitación de la rubia, leyendo el cartel, y prosiguen su camino entre risas.
-Que no la moletsen, dise –ríe Elena –Fiho que lleva tol día durmiendo.
-No te metas con ella –defiende Eva entre risas –si es súper mona.
-¿Mona? ¿Etsá disiendo que mi hermana etsá buena?
-No que esté buena, pero es bonita, jolín.
Eva se sonroja, Elena ríe a carcajadas; Alba se pone eufórica, colorada como un tomate, brillante como un rubí. Su tesoro empieza a hablarle, a decirle que es el momento de empezar. Ella no quiere empezar aún, prefiere esperar. Nosotros nos impacientamos. Le ha encantado oír esos halagos de parte de una chica tan hermosa, y más aún ver cómo se sonroja. Pero no es eso lo que ella viene a ver. Por un rato olvida a Marina, olvida la polla en su boca, olvida todo, así está bien. Se siente algo incómoda; no le importa, aguantará lo que haga falta. Elena y Eva hablan, hablan sin parar. Abren la puerta del armario un par de veces y sacan ropa. En esos momentos Alba contiene la respiración y se pone tan nerviosa que siente que le tiemblan las cejas. Cada vez que cierras la puerta del armario sin verla, la rubia se siente la máxima entidad de talento de espionaje. Observa todo a través de la rejilla del armario, que le permite ver casi toda la habitación si se acerca a la mirilla. El problema es que si se acerca y una de las chicas divisa dos ojos azules dentro del armario, no acabará bien. Sencillamente, a Alba le importa un carajo. Está esperando a ver cuándo diablos empiezan a jugar. Y espera. Y espera. La espera se hace interminable. Las chicas están en la cama, Elena se enciende un cigarrillo. Alba se sorprende mucho, pues no sabía que su hermana fumaba. Le cabrea bastante, aunque ni siquiera sabe porqué. Eva no fuma, pero lo desea. Cuando Elena apaga el cigarrillo en la barandilla del balcón y lo lanza al patio de la vecina, observa a Eva con esa dulce y tentadura mirada de viciosa y alza una ceja de diablilla.
-¿Jugamos? –pregunta, y Eva se quita la camiseta a modo de respuesta.
Alba no puede creer lo que ve. El “jugamos” no se refiere a ninguna botella, como cuando Paula se encontraba presente. Pareciera que van a ir directamente al grano. De pronto ambas se arriman, tomándose de las manos, acariciándose lentamente. La andaluza recorre a Eva con los dedos bajo la oreja, con ternura, una exquisitez. Con esa carita de niña, Eva contrae los labios, pero después se arrepiente. Abre la boca, la abre como si fuera a devorar un phoskitos. Elena la imita. Alba conduce sus dedos a sus intimidades, deseosa de ver lo que ocurrirá. Todos lo estamos, ¿cierto? Ahora observa bien, observa con atención esto porque no sé si volveremos a presenciarlo. Eva. Esa niña de trece años, esa mujer de trece años, esa diosa inmortal. Esa chica de alisado japonés, flequillo horizontal sobre las deslumbrantes pestañas y un color de pelo jodidamente oscuro, como el corazón de un orco. Sus ojos son tan grandes que si observaran tras la mirilla como la hace Alba, probablemente cubrirían tres de esas rejillas. Son de un color extraño, verdoso. Depende de cómo les de la luz, quizás. Al amanecer son verdes, verdes como el césped recién cortado de los parques a las seis de la mañana, cuando los “regadores automáticos” los rocían y hacen que desprendan aroma a campo. Pero al atardecer son marrones, marrón claro. Como la madera de un árbol recién cortado, fresca y lisa. Como la madera de los lápices HB, esos de escuela. Brillantes como un pomo encerado, como una bola de billar salida de un cubo de esmalte a la luz de un candelabro. Pestañas que saltan en todas direcciones, caóticas y dulces. Cejas que se ocultan tras el flequillo, tímidas, susurrando secretos bajo la protección de los cabellos que cuelgan como ahorcados en la Edad Media. El rastro del resto de su rostro –apuesto a que no eres capaz de pronunciarlo tres veces seguidas sin trabarte – es tan bello como el de Alba, y realmente parecido. Quizás bastante más moreno, el color de una mallorquina no es el color ártico de una muchachada de antepasados húngaros. Ese color dorado de quien va a la playa todos los días, quien se torra bajo el devastador sol que viene de África para acostarse al lado de Ses Illetes… Elena. La chispa de Cádiz, la andaluza de pies a cabeza. Esa niña que reía y las guerras cesaban, esa mujer que hablaba y el mundo callaba. La autoridad reside en parte en sus grandes senos. Realmente hermosos, sí señor. Apenas cubiertos por el sujetador blanco del Festival Park, aún con la etiqueta colgando. Reposan bellos en ese corpiño, amamantados por él, encariñados con su entorno. No son dos niños tristes como los de Alba, escondidos de por vida. Son dos niños mimados, niños a los que sacan todos los días. Niños con los que juegan, niños que ven la luz a menudo. Elena ha ido a playas nudistas, y no tiene esa fea tira blanca junto al hombro de tomar el sol tapándose. Ella no tiene nada que tapar, se siente orgullosa de sus enormes senos, y le encanta mostrarlos. Catorce años, una criatura. Y qué criatura, joder. ¿Ahora las visualizas? Imagínatelas casi abrazadas, abriendo las bocas. Eva siente la uña de la muchacha en su cuello. Unen sus bocas, y Alba une su dedo al lugar que le pertenece. Las niñas empiezan a besarse con fervor, sus labios unidos cual postal navideña de Toronto, cual un cumpleaños en la playa. Como abrir la heladera y encontrar chocolate que no sabías que estaba ahí. Como buscar en tu bolsillo y encontrar algo de yerba que no creías tener, y sin embargo está ahí. Te alegra el día. Querría fumarme a esas niñas, liármelas con un OCB y fundirlas en mis pulmones. Prácticamente ya se han liado solas, solamente falta el OCB. Se envuelven, desde aquí se escuchan los sorbidos de sus labios, el aire que entra por sus comisuras al no encontrar otro lugar para pasar. Los labios aprisionados, moviéndose con lujuria. Alba no ve más, pero sabe que las bocas tienen lenguas, y que hay dos lenguas ahí que se lo están pasando muy bien. Joder, es como un puto sueño hecho realidad, increíble. Elena le lame el cuello, le agarra la nalga derecha y la aprieta con fuerza. La adora. Las adoramos. Son amigas, como Alba y Marina, pero se han atrevido a dar ese paso. Y no parece ser la primera vez. Siguen besándose, luchan con sus lenguas en el aire, ambas serpientes se enfrentan y se entrelazan rápidamente, salpicando saliva en sus barbillas, en sus naricitas de Barbie. Continúan el beso, que parece interminable, mientras Alba se masturba con fervor. Mete el dedo entero dentro de ella, sin ningún pudor. Eva toma el hermoso trasero andaluz entre sus manos y lo amasa, lo aplasta como si quisiera hacer masa para empanadas. Juega con él como un niño jugaría con su plastilina. Siguen besándose, Alba escucha los “chuik, chuik, slurp, chuiky chuiky” de esos labios cambiando de postura, primero de un lado y después de otro. Se tiran sobre la cama, siguen su intercambio de saliva. Alba está realmente cachonda, no puede evitarlo. Transpira como una cerda, lubrica toda su mano con sus jugos, que caen sin vergüenza en humildes gotas. Las niñas se abrazan, se miman, sus cabellos se entrelazan. La tierna y conmovedora Eva sigue mimando las bellas posaderas de la hermana de la rubia. La alegre y risueña Elena, con su chispa de Cádiz, acaricia su vientre, juega con su ombligo, lame su oreja derecha. Desabrocha un botón, otro botón, baja un cierre… Todos sabemos cual es, ¿verdad? Alba lo oye todo e introduce un segundo dedo dentro de sí. Lo hace lentamente; no quiere hacerse daño, pero lo hace con vigor. De pronto la andaluza se pone en pie.
-Espera un segundillo, voy a coher una cosa –le dice a su amante, y camina hacia el armario.
La rubia se pone sumamente nerviosa. Su hermana abre la puerta.
-Joé, qué puta petse –dice, sin poder evitar una risa significativa.
Alba se tensa más aún, transpira como un lechón, pero no dice nada. Contiene la respiración, no saca los dedos de su tesoro, harían demasiado ruido. Todo está oscuro, Elena no ve nada, y tantea con la mano en la penumbra. Va aferrando una chaqueta de cuero, un pantalón, un sostén, un abrigo de lana, de pronto.
-¿Qué coño…? –susurra mientras nota algo blando.
Alba siente la mano de su media hermana, palpando su ingle y su masa glútea. Transpira con más fuerza, contiene la respiración, cree que la han atrapado. Elena agarra con fuerza la carne de su trasero y la pellizca. Alba contiene un espasmo.
-Ah, vale. Ya sé lo que eh –la andaluza sonríe, realmente sabe lo que es –Joér. Eva, cariño, ven a ver etso –dice sin alzar la voz, y Alba se pone tan nerviosa que querría gritar. El cerebro le arde. La van a atrapar. Elena conduce la mano de su novia al mueble que hay dentro del armario, allí donde la búlgara está agazapada. Eva tantea sobre él, y de pronto nota algo viscoso.
-Joder, qué asco. ¿Qué es esto?
-Eso eh lo que shorrea de mi braguitas –Elena ríe, Eva también, Alba no sabe dónde meterse.
Cierran la puerta del armario y Alba alcanza a ver como Eva lame sus dedos impregnados en sus jugos. Inmediatamente la rubia se excita de sobre manera y empieza a insertarse un tercer dedo con muchísimo cuidado. Le duele mucho, pero aguanta, lo desea más que nada. Eva termina de limpiar los jugos de la intrusa con su lengua. Dios, tendrías que ver esa medusa roja deslizarse sobre los deditos de nena, recorriéndolos y absorbiendo con furor esa capa gelatinosa que los cubre. Esos hilos de queso
-como el de una pizza –que unen el pulgar y el índice. Eva lame tales hilos, los conduce a su boca como un elefante lo haría con su trompa, y después los traga lentamente, sintiéndolos recorrer su garganta. Observa ahora los fluidos de Alba recorrer la laringe, dejar rastro por toda la boca. Algo de ellos queda en la lengua, el paladar, aferrándose a las paredes.
-No saben a ti –inquiere Eva dubitativa.
-Tendría un mal día –responde su amada, y ambas estallan en risas.
La búlgara sabe que hay gato encerrado, pero no le importa. Hace apenas unos segundos su hermana la ha asido del trasero con fuerza. Podría haberle palpado su majestad, o peor aún. Pero el riesgo ha pasado, ya nada importa, porque no volverán a entrar en el armario, la rubia lo sabe. En realidad, no siquiera sabe qué iba a buscar, porque finalmente no se ha llevado nada. Vuelven a acostarse en la cama y siguen besándose durante unos minutos, hasta que Elena da el paso. Empieza a bajarle las braguitas a su novia con suavidad, con delicadeza, con el cariño y el amor que Alba querría que la pantera le bajara las suyas. Entonces la hermosa y dulce Alba lo contempla, ese rico tesoro. Mágico, sencillamente mágico. Una oleada de aromas de tu infancia mezclados con una patada en el culo, eso es el coño de Eva. Desprende energía, misticismo, es bello en toda su esencia. Húmedo. Está realmente mojado, le gusta la situación. Nos gusta la situación. Una playa, lo he dicho ya. Tiene el color de la arena, la brisa del mar, el sabor de la sal, el fragor de las olas y el chillido de las gaviotas. El coño de Eva es una playa. Una playa con un fino río en medio, estrecho pero muy caudaloso. Un brillo especial en la piel, no hay pelos. Quizás resultaría grotesco una nena de trece años con un matojo sobre su tesoro, quizás por ello se lo afeite. Elena no, Elena no es de afeitar, es más parecida a Marina en ese sentido. Considera el matojo parte del cuerpo, parte del sexo, parte de la vida. Joder. No se puede rasurar y creer que todo está como antes, no se puede embadurnar en cremitas y mariconadas de ese tipo. El coño de Elena huele como los coños han olido siempre, con una mata de pelo con más carga eléctrica que un microondas y una hendedura blanda y tierna que ya ha sido perforada. Sin embargo es el coño de Eva el que yace ahora boca arriba, desprendiendo el sonido de las gaviotas piando en la orilla. Es Elena la que está tan cerca de él, acariciando con su lengua el vientre de Eva, su ombligo. Abraza a su amada, le acaricia los casi inexistentes senos, toma los abdominales entre sus dientes y succiona como si bebiera un refresco, mientras Alba empieza a introducir con fuerza tres dedos dentro de sí. Se siente una fiera. Los dedos entran lentamente, causándole ligeros dolores, pero la rubia recuerda la imagen de la tierna y conmovedora Eva, esa niña de alisado japonés, y el malestar se evapora. La evoca tragando sus jugos y se masturba con una fuerza realmente apasionada, sintiendo cada centímetro dentro de ella. Entrecierra los ojos, exhausta. Seguirá, seguirá hasta que acaben. No le importa cómo ni cuando, pero lo quiere todo. Las chicas siguen jugando, se besuquean, se abrazan. Elena muerde débilmente la carne musculosa de sus piernas, Eva hace ejercicio, se nota. Seguramente natación, pero parecen piernas de ciclista. Quién lo diría, con esa cara de niña buena e inocente, corriendo en bicicleta y follando con una mujer. De pronto la chispa de Cádiz deja de jugar, agarra con fuerza las caderas de la ninfa y las acomoda más atrás, acercándose a la zona de la cama donde se apoyan los pies. Alba no puede ver demasiado ahí y se cabrea. “Joder”, piensa, “media hora aquí para ver una comida de coño y después resulta que me la voy a perder”. En parte se siente molesta, pero por otro lado recuerda lo que está diciendo. Es su hermana –su media hermana en realidad –. La está espiando, y quiere ver cómo hace el amor con su novia. “¿Seré una pervertida?”, se pregunta. Pero entonces recuerda a la amargada de su madre, recuerda a la punk de la peluquería, parecía realmente guay. Libre, sin ataduras, dejándose llevar, siguiendo sus instintos. Quizá ser libre no sea espiar a una familiar en sus situaciones más comprometidas, sin embargo esto no parece incomodar a la muchacha, que vuelve a empujar con tres dedos dentro de sí y los hunde al completo en su amada raja celestial. De pronto observa a Elena agazaparse, con esa majestuosidad y gracilidad que caracteriza todos sus movimientos. Eva abre ligeramente las piernas… No parece nerviosa, no parece ser la primera ni la segunda ni la última vez que lo hagan. La chispa acerca su rostro al hermoso tesoro de la ninfa, a esa playa virgen repleta de caracolas. Lo olfatea, siente el aroma que desprende recorrer su cuerpo y las golondrinas aletean en su culo completamente liberadas. Es como frotar una lámpara mágica y ver a un genio salir de ella, Elena se siente un Aladín de la perversión. La rubia no ve más, pues desde su posición, únicamente puede contemplar la cabeza de su hermana hundida entre las piernas de su novia moviendo ligeramente el cuello a un ritmo indefinido. Observa las uñas de la andaluza hundirse en las piernas de ciclista y escucha el sonido que provoca la lengua de su hermana al entrar en contacto con la rígida piel de la playa. Sobrecogedor, auténtico como una nota de suicidio y morboso como una violación en un cuartel militar. Es algo que Alba no olvidará, y sin embargo no puede ver. Nosotros tampoco, ¿o quizás tú sí? No podemos verlo, sin embargo escucha ese sonido, como olas en la orilla. Son los poros de la lengua de Elena, semblantes a los de un balón de baloncesto, que se aplastan al introducirse ligeramente en la hermosa cavidad de lo prohibido, allí donde habitan las sombras. El rostro de Eva yace desaforado, suspendido en una tela de araña. Parece a punto de echar a reír, y está tan colorada como una nalga azotada de sol a sol. Sus mejillas de nena obediente arden de placer mientras sus ojos parecen evocar una mirada perdida de lujuria perversa. No hay nada en su mirada que recuerde a la anterior carita de niña buena. Los lengüetazos de la nena suenan más fuertes aún. Imagínate a un perro bebiendo agua de su plato, con esa lengua interminable que apenas alcanza para transportar unas gotitas. Pues ese es el sonido de Elena comiendo un coño, que se mezcla ahora con el turbulento sonido de los dedos de Alba al desaparecer en la oscuridad. El olor a coño impregna la habitación, aunque no se sabe de quién es. No abren las ventanas, quizá lo prefieran así, sin embargo Alba prefiere que las abran, va a asfixiarse dentro del armario. Quizás no sea un olor desagradable, más bien sumamente excitante, sin embargo es demasiado consistente, casi sólido. Joder, se podría concentrar ese aroma en una funda para almohadas y golpear a alguien hasta matarlo, ¿me sigues? Es demoledor, Eva lo aspira con ansias, le encanta. Está realmente enamorada, enamorada como sólo las niñas de trece años pueden estarlo. A pesar de sentir un inmenso placer, no se somete a él, sino que él es parte del encanto de la situación. Está viviendo su amor por Elena, está admitiéndose a sí misma que es lesbiana y que no le importa, y está pensando en contárselo a sus padres nada más llegar a casa. La búlgara no sabe lo que pasa, pero de pronto el sonido de las lamidas se vuelve más rápido y más fuerte. La ninfa empieza a retorcerse mientras jadea eufórica. Intenta contener los gemidos, no le gustaría que la oyeran, mas no puede evitarlo. Se le escapan, no puede cerrarles el paso.
-Ooh –Se van –Dios mío –se están yendo, podrían oírla -¡Me cago en la puta! –quizás se esté pasando, y Elena lo sabe –todos lo sabemos –.
-¡Joder!
Elena para de lamer, Eva para de retorcerse, aún jadeando. Ese “joder” no ha sido de ellas. Alba se saca los dedos, los limpia en su camiseta, puede imaginar lo que ocurrirá. Se siente estúpida, se reprime a sí misma. Se le ha escapado un gemido algo sonoro y va a llevarle a la vergüenza eterna. No podrá volver a mirar a su hermana a la cara. Elena se levanta. Su novia está cabreada de interrumpir la sesión poco antes del clímax, pero está asustada también.
-¿Qué pasa? –pregunta, pero Elena no responde.
-Alba, sar dahí –dice la andaluza, y no parece haber ningún atisbo de enfado o decepción, más bien parece estar divertida.
-¡¿Alba está aquí?! –acusa Eva perdiendo los nervios, no imaginaba algo así.
-Sí, está aquí y yo lo sabía desde el principio.
Lo sabía, lo sabía desde el principio y no había dicho nada. Joder, esto sí que es una sorpresa. No parece preocupada; parece no importarle lo más mínimo, de hecho. La búlgara desearía ser tragada por la tierra. La tierna y conmovedora ninfa está ligeramente molesta, pero sonríe cuando no la miran. La alegre y risueña andaluza ríe a carcajadas.
-Lo hice a propósito para que te olvidaras de Marina un poco y jugaras tú solita.
-¿Qué? ¿Estás loca? ¿Qué sabes de Marina? ¿Qué sabes de mí? ¿Cómo se te ocurre que yo quería espiarte? –Alba no parece comprender nada.
-Marina y yo hablamos más de lo que crees, y me contó a medias lo que pasó. Mamá me llamó y me dijo que estabas fingiendo estar enferma para no ir al instituto y que te había oído llorar, así que me pidió que te alegrara. Por eso traje a Eva.
-¡Me has utilizado! –ruge de pronto Eva, que no ha dicho nada hasta ahora.
-Solamen…
-Sucia perra, ¿te crees que soy un juguete? ¿Hacías todo esto para poner cachonda a tu hermana?
La chispa de Cádiz quiere explicar que no es así, la joven de ascendencia turca y húngara a partes iguales quiere irse cagando leches, y la ninfa tan solo mira con profunda tristeza y se marcha. Es una situación realmente jodida. Alba siente tremendos deseos de echar a correr y olvidarse de todo. No cree que pueda volver a mirar a su hermana a la cara, y sin embargo… Elena sonríe.
-Marina me ha dicho que te esperará en Ses Estacions a las seis.
No dice nada más, simplemente le señala la puerta sin dejar de sonreír, y Alba se va sin poder asimilar todo lo que ha ocurrido.
Sin embargo, una chispa le corroe las entrañas. Sabe que se muere de ganas de ver otra vez a Marina. Sabe que no le queda otra opción que acudir a la cita. Sabe que no ama a nadie más que a su pantera, y desea verla aunque se muestre distante. Marina también desea verla, aunque desea algo más. Ambas lo saben, todos lo sabemos, sabemos lo que ocurrirá, podemos presentirlo. Se huele, ¿verdad? Es por eso, es por eso que estamos aquí.
X - La extinción del pudor
Ahí están, tan bellas como dos jazmines ociosos sobre un árido desierto, tan dulces como dos cucharadas de helado recién sacado del refrigerador. Tan sutiles como un guiño desde la otra manzana, y tan salvajes como una nalgada propinada con una guadaña. Exuberantes, maravillosas, misteriosas como un pérfido forastero del Western. Dos niñas de quince y diecisiete años sentadas en el césped del parque Ses Estacions, aquel que hay frente a la Plaza España. Aquel donde hay ancianos, niños y hembras con perros que pasean olisqueando las nubes, allí donde
los ciclistas esquivan a los oficinistas de maletín. Allí reposan las niñas, Alba y Marina, allí comen pipas. Las toman de la bolsa, las llevan a sus muelas y crujen como una astilla bajo el peso de un tornado. Muerden, tragan, escupen, y las cáscaras caen como la autoestima de un niño maltratado en la escuela. El suelo está repleto de cáscaras; si cada tres de ellas hubiera una gota de agua quizás las niñas tendrían algunos litros para saciar la sed provocada por las pipas. Jodido vicio. Han hablado sobre lo ocurrido, todo parece estar aclarado. Alba no está distante, Marina no está ofendida. Yo estoy contento. Sonríen, se alegran de estar como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, en el fondo saben lo que ha ocurrido. Alba lo sabe, Marina lo sabe, yo lo sé, tú lo sabes, el anciano que las observa desde el banco de enfrente podría intuirlo. Lo llevan escrito en la cara, “han vivido una situación incómoda”. Ahora el silencio se adueña de ambas, la pantera odia esos momentos. Sabe que no debe decir algo para quedar bien, que no pasa nada, que son amigas, que tienen confianza la una en la otra. Sin embargo siente una fuerte opresión en el pecho y sabe que es porque ninguna dice nada y si siguen así van a estallar.
-¿Te gustó besarme? –Wow, qué improvisación. Marina estalla repentinamente sin pensar sus palabras, completamente efímera y segura de sí misma.
Alba recorre el parque con sus pupilas, calla, su corazón se acelera, después calma, y vuelve a mirar a la pantera.
-Sí.
Quizás cuatro días atrás no hubiera dicho algo así, pero en cuatro días las cosas pueden cambiar mucho. No hemos empezado a conocer a Alba y ya vemos un enorme cambio en ella, algo ha empezado a girar. Como una bola de nieve, gira y gira y gira y cada vez se hace más grande. Sin embargo no puede girar eternamente, ¿o sí? Siguen comiendo pipas, la bolsa cada vez pesa menos hasta que nada queda en ella salvo la visión de las manos de las dos niñas rozándose inevitablemente al intentar coger la última pipa. No hay última pipa, pero no quitan las manos de allí, simplemente esperan, pero no saben el qué.
Marina observa a lo lejos, sonríe.
-¿Ves ese capullo de ahí? ¿El de la gorra de lado que se cree un gángster de Los Ángeles?
-Sí –responde Alba sin prestarle atención.
-Es mi ex.
-El diez por ciento de los chicos de Palma de Mallorca son tus ex.
-Te equivocas, el once.
La pantera ríe, sin embargo no quiere terminar la conversación sin haber sacado el tema, quiere llegar a un punto.
-Es un gilipollas –Alba la mira, no sabe qué responder a esto.
-El once por ciento de los chicos de Palma de Mallorca son gilipollas.
-Te equivocas, el diez –Marina ríe nuevamente, y sus dedos vuelven a entrelazarse con los de su amiga dentro de la bolsa de pipas completamente vacía, con apenas algunas motitas de sal que se filtran en sus uñas y se aglomeran allí.
-¿Sabes por qué me dejó? –Alba la contempla ensimismada como respuesta –Dijo que no besaba con pasión. Y quiero demostrarle que no es así, quiero volverle loco de celos –dice la pantera, y tú y yo sabemos que eso solamente puede acabar en un lugar.
-¿Cómo?
Marina no responde, sencillamente tira la bolsa al suelo, se acerca a Alba arrastrándose sobre el banco y toma su rostro entre las dos manos. Alba siente su aliento, cree morir. Al fin, después de tanto tiempo siendo amigas, después de cuatro días enamorada, después de sus cinco primeras masturbaciones presenciadas por nosotros. Ahí está la boca de la pantera, y se acerca, y el túnel se ensancha al acercarse.
-¡Eh, tío! –dice uno de los gilipollas -¿Ésa no es tu ex?
El de la gorra de lado mira.
–
Me cago en la puta, es bollera.
-Tío, ¿tan mal te la follabas que se ha pasado al otro lado?
-Que te den por culo.
Está anonadado, al igual que nosotros. Contempla esta imagen porque ningún puto anuncio de compresas puede ofrecerte algo más hermoso que esto. El túnel, el bendito túnel. Dos océanos gigantes. Océanos colosales, repletos de materia, poderosos, pero separados. Llevan milenios separados por el poder de Noé, y de pronto éste cesa. Y entonces los océanos vuelven a unirse, chocan y estallan en una eufórica explosión de espuma que es la creación de un nuevo mar, la desaparición de un estrecho. Ya no hay paso salvo la vía marítima, los océanos se han unido, son uno. Los lechos de tocino, esos sacos de manteca hervida modelados con arte griego sobre los rostros de esas princesas de cuento, Lúthien e Idril en los bosques de Lothlórien. No hay nada que se compare a esas caritas de nena. Alba la tímida, Marina la salvaje. La rubia callada, la búlgara sumisa; la pelirroja altiva, la mallorquina independiente. Dos almas diferentes, creadas para ser una, no había otra opción. No había otra salida. Se unen, así es como debe ser. Las bocas se unen, se abrazan intensamente, sienten el aire encerrarse y padecer claustrofobia en las lóbregas estancias que ahora se cubren de fluidos que navegan de un lugar a otro. Impregnan cada rincón, y éstos son explorados y arrasados rápidamente por el contacto de dos interminables serpientes rojas y porosas que se entrelazan y se ahorcan entre sí, enzarzándose en una lucha de gladiadores a muerte, mientras los espectadores de las tribunas son los dientes. Esos solados firmes y trabajadores que no rechistan, que obedecen, que yacen ahí para embellecer las sonrisas de la niña, y que ahora entrechocan con los de la pantera peleando para coger los mejores asientos en el púlpito. Aplauden, ríen, las lenguas siguen luchando, están agotadas, no les importa. Alba recapacita en lo que ocurre, de pronto comprende, pero ya es demasiado tarde, la lucha ya ha comenzado y no parará hasta que muera. Hasta que muera la ilusión. Su lengua palpita, la saliva burbujeante recorre las praderas rosadas de ambas bocas y son aplastadas por algún accidental lametazo. Alba siente el piercing de la boca de Marina en su boca, chocar con sus dientes, golpearlos, bucear en su boca, enroscarse junto a su compañero el del labio. Juntos acuchillan a la niña, pero esto le gusta. Por fin, ¿verdad? Después de tanto tiempo, de tanto amor. Al fin saborea esos labios, y no quiere dejarlos partir nunca más, no piensa hacerlo. Siente el sabor agridulce de su paladar, la espuma que se aglomera en sus comisuras, la saliva transportada por los lechosos labios que se aplastan contra sí y se hunden como botas en el cieno, y nada queda de su consistencia salvo el hinchazón de los morros y el palpitar de sus corazones. La pantera abraza fuertemente a su nueva amante, y ésta siente sus manos frías en el cuello haciéndole cosquillas y ríe levemente sin despegar su boca de su diosa. Marina siente los pulgares de Alba tensando sus patillas hacia arriba al acariciarla, sus palmas aplastarse en sus mofletes. La rubia no querría cambiar ese instante por nada del mundo. Siente la respiración de Marina junto a la suya, ambas naricitas de muñeca de Playschool arrojan ráfagas de aire caliente provinente de sus cuerpos, que se entrelazan sobre sus labios superiores y regresan por donde vinieron. El sonido de los labios al besar de uno y otro lado es sobrecogedor, demoledor, parece escucharse en todo el parque. La gente que pasa observa un par de segundos y sigue su camino atormentada por la visión. Un niño mira continuamente. “Mira mamá, esas chicas se…” empieza a decir, pero su madre… La gilipollas de su madre le tapa los ojos y se lo lleva a la fuerza. Porque en su descerebrada mente cree que un beso entre dos niñas es más violento que el tirón de brazo que le ha dado a su hijo de cuatro años. A ese paso el niño se rascará la rodilla con el brazo izquierdo sin inclinarlo. Y hablando de inclinar, fíjate como los cuellos de las jóvenes e inocentes, aunque no tan inocentes jóvenes, se inclinan levemente para sumirse en un profundo beso fugaz y colosal como una pirámide construida en medio siglo. Qué coño, ¿recuerdas cuando Dios dijo
“
hágase la luz”? ¿Y la luz se hizo, y a Dios le gustó? Pues cuando Dios dijo “hágase el amor”, nació el beso entre Alba y Marina, ese beso de más de seis minutos. Y a Dios le gustó, y apuesto a que ahora se está pajeando como tú mientras lee. Porque no hay nada mejor que la imaginación, ¿cierto? Qué ricura. Qué nenas tan dulces, parecieran dos ángeles. La unión de sus almas es como la explosión de una supernova, como la inexistente constatación de la teoría de cuerdas, como un neutrón que gira y gira alrededor del átomo, y gira tan rápido que empieza a follarse al electrón, y el protón los mira y dice, “¿Qué coño hacéis?”. Algo así.
Algo así es la unión de estos dos ángeles, y esto es lo que contempló la gente que pasó en el parque de Ses Estacions el 7 de Junio a las siete menos cuarto de la tarde. Y los más atentos pueden escuchar el sonido de las lenguas batiéndose en un duelo final, apuñalándose por última vez. Hilos de saliva finos como los de coser, pringosos como el queso derretido, burbujeantes como aceite hirviendo y transparente como un yonki sin su dosis. Son como carreteras, que transportan fluidos bucales de un lugar a otro, algunos caen sobre la barbilla, no les importa. Alba no está cohibida, da rienda suelta, no le importa. La lengua es un músculo, está cansado, pero ella se ha cansado de cansarse. ¿Me explico? Su timidez se ha evaporado como un pedo en un jacuzzi, como si nadie se percatara de ello. Marina besa con una pasión desenfrenada, su lengua recorre los labios de la rubia, su barbilla, vuelve a abrazar a su contrincante y a enfrentarla, relame las hileras de dientes para volver a notar el frescor de Colgate. Cierran sus bocas, un pico final, un pico de niñas, un pico de gatitas recién nacidas. Y entonces, como una leona criada en cautiverio, como una furia escondida en una pelota de plástico para jugar al voley-playa; se abalanza sobre el labio inferior de su probablemente novia y lo aprisiona entre sus perlas, lo muerde con vigor, con ternura. Vuelven a contemplarse, vuelven a besarse, un anciano las mira a tan solo dos metros aunque sabe que su mujer lo ve, no le importa. Si algo queda de su envejecida polla puede que se haya empalmado, la mía lo estaría.
Las niñas siguen abrazadas, la bolsa de pipas las observa desde el suelo. No se ha movido de ahí porque no hay una puta brisa en este verano de mierda que eleve las bolsas de donde están. Para entonces han olvidado a quién querían darle celos, han olvidado que están en mitad de un parque, Alba acaba de recordarlo, y enseguida suelta el abrazo y vuelve a sentarse con los brazos cruzados y el rostro enrojecido. Marina tan sólo ríe, y ríe por un solo motivo. Ha vivido muchas cosas, ha probado muchas drogas, ha tenido mucho sexo, ha ido a muchos conciertos. Sin embargo, es el puto día más feliz de su vida, y recordará ese mágico beso como el más hermoso de todos los tiempos, y tú lo harás también. Y Dios, que aún observa con el rabo en la mano, expectante de ver cómo sigue todo.
-Oye, Toni, una pregunta –empieza el gilipollas -¿por qué coño la dejaste? –dice al observar el fin del beso.
Tras una prolongada pausa que parece interminable, en la cual las niñas se contemplan cautivadas por sus respectivas miradas, Toni contesta.
-Es que… Es que me puso los cuernos.
Lo admito, en su lugar yo hubiera hecho lo mismo antes de aguantar las burlas de todo el mundo a lo largo del día. Así de patéticos somos los hombres, zarandeando nuestro ego y nuestra polla. Las niñas se contemplan, fascinadas por la fogosidad de lo que acaba de ocurrir. Aún sienten el sabor ajeno en sus bocas, aún poseen impregnado el olor de sus alientos en sus barbillas, aún se contemplan embelesadas en sus propios rostros, rememorando cada instante que han pasado juntas. Tras tantos años de amistad, por fin el amor decide ir más allá, se han besado. Por fin. Después de tanto tiempo, tanto deseo, tanta lujuria, Alba aún lo está asimilando. Y mientras lo hace nota su vejiga henchirse y vibrar ruidosamente.
-Joder, me estoy meando –musita, y tras ello alza la vista en busca de algún bareto donde pueda hacer uso del servicio.
Sin embargo Marina ríe, y entonces la observa detenidamente y dice algo que Alba siempre recordará.
-Deja de preocuparte por lo que los demás piensan de ti, porque los demás están preocupados por lo que piensas tú de ellos.
Alba no parece comprender, y tras su inexpresiva cara que oculta una compleja enredadera de neuronas intentando comprender, la pantera continúa, y su voz es la de un elfo leyendo un diccionario.
-Me refiero, Alba, a que dejes de ser tan jodidamente tímida; te he visto crecer y siempre has sido así, sin embargo se supone que ahora las cosas cambian, ¿cierto? Al fin te he visto despertar, salir de ese ensueño y meterte dos dedos en el chocho…
-Tres –puntualiza la búlgara con una pícara sonrisa sin saber porqué lo hace. Marina sonríe encantada con el comentario.
-Y espero que pronto sean cuatro –sus ojos reflejan el brillo del sol cayendo tras los árboles en sus últimos intentos de sobrevivir al destino –. Lo que te quiero decir, rubia pervertida, es que siempre has sido muy introvertida, y que es tu momento de desplegar las alas y demostrarte a ti misma de lo que eres capaz, mandando a la mierda las costumbres sociales establecidas por este puto mundo. ¿Me sigues? Es como la canción de Bebe –y tras esto empieza a cantar la famosa canción - Hoy vas a ser la mujer, que te dé la gana de ser… Hoy te vas a querer como nadie, te ha sabido querer… –Marina empezó a cantar cada vez más alto, hasta que la gente que pasaba la observaba inquieta, algunos reían, otros bajaban la vista hasta el suelo. Estúpidos, ignorantes, no saben cómo reaccionar ante una simple muestra de felicidad, y Alba estaba colorada y nerviosa –…Hoy vas a tirar pa´ adelante, que pa´ atrás, ya de doy yo bastante… Una mujer valiente, una mujer sonriente… -No sabe bien qué, pero Alba, aún ruborizada, empieza a perder el miedo, lo rompe de un portazo, manda a la mierda las caras de los imbéciles que las observan estupefactos, como si no comprendieran que hay dos niñas cantando con ganas; y entonces la rubia hace algo que siempre recordará como uno de los momento más felices de su vida, y empieza a cantar a gritos.
-…¡Hoy vas a descubrir, que el mundo es solo para ti! ¡Que nadie puede hacerte daño! ¡¡Nadie puede hacerte daño!! –gritan cada vez con más fuerza al unísono y sus voces se alzan sobre todas las conversaciones telefónicas carentes de sentido -¡Hoy vas a comprender que el miedo, se puede romper con un solo portazoo…! ¡Uoo! –La gente observaba atónita, las ancianas se indignaban, un par de canis empezaron a reírse divertidos, sin saber que jamás en su triste vida se atreverían a mostrar felicidad sin tener que molestar a alguien.
Tras terminar de cantar, Alba se siente al fin liberada de esa carga, salvaje y feroz. Nada puede pararla, nada lo hará jamás. Quiere explotar, mostrarles a todos que pasa de las normas.
-Vale, estoy preparada, a tomar por culo las reglas.
-Bien, así me gusta. Ahora empezarás a vivir de verdad –ríe la pantera.
-Quiero hacer algo raro, pero no sé qué.
-Más adelante yo te sacaré para que vivas como te mereces, de momento puedes mear tras un matojo, y si alguien te ve, cojonudo –ambas ríen, y sus risas son como ganar la lotería, como ir a una boda y que el ramo caiga en tus manos, como conducir una moto por primera vez. Quienes las oyen creen sentirse bien durante el instante que pasan a su lado, sintiéndose ajenos al estrés mundial que corroe este mundo con prisas.
Alba no duda ni un instante, aunque nos pareciera que lo haría. En pocos pasos se encuentra al lado de unos matojos de hierbas, justo detrás del gran cubículo blanco que parece de plástico y cristal a la vez. Detrás de él no pueden verle los que pasean por el parque, pero pueden verle desde la calle, que tan sólo está a unos metros, tras las rejas. Pueden verla desde un edificio, puede verla cualquiera que se asome. Intentando no pensar en ello, como si lo único que quisiera Alba fuera cantar y mear en el suelo, se agazapa oculta tras Marina. La pose en la que se halla le recuerda cómicamente a cuando espió a su hermanastra por primera vez tras la cerradura de la puerta y se masturbó. Está en el mismo incómodo equilibrio; sin embargo junto a Marina, el amor de su vida, nada es incómodo. Alba está realmente cortada, no se siente capaz de hacerlo, pero de pronto olvida que está viendo a tres muchachos caminar tras las rejas sin verla y se baja las braguitas decidida, sin hacer lo mismo con su falda.
Dos cosas ocurren en ese instante. La primera es que Alba siente una brisita campestre azotarle la ciertamente lubricada pielcita de bebé. Siente un frescor desconocido para ella en su rincón más profundo, frescor que ningún puto gel de Johnson&Johnson podría simular jamás. Un frescor que sólo han vivo las mujeres que han dejado sus intimidades al descubierto en mitad de una granja. Alba siente un profundo bienestar, es realmente grato. La segunda cosa que ocurre es que el fuerte aroma de chocho encerrado y desesperado por salir impregna el aire cálido de verano y por casualidad, la brisa lo atrae hasta los altaneros orificios nasales de la pantera roja. Alba ya no piensa en nada, sabe que una nueva etapa de su vida va a empezar ahora, y el disparo de salida será su manantial de orina. La niña aprieta su esfínter, empuja con el estómago, Marina la observa desde arriba conteniendo una risa, y entonces llega el señor amarillo. Es un cobarde. Lleva ahí escondido todo el día y ahora sale lo más rápido que puede sin saludar. Aparece fugaz y estalla contra el embrollado césped, desperdigándose en todas direcciones como si quisiera huir de algo. Que descortés, aparecer así de pronto y manchar la falda de la joven búlgara, impregnar sus piernas con discretas gotitas que bajan recorriendo sus muslos hasta caer en sus tobillos. Alba aprieta más, la hermosa fuente del color del sol detrás de las nubes, como un amarillo desteñido tras muchos lavados, golpea contra el zócalo de cemento que precede al cubículo y diminutas gotas de orina agreden invisibles el trasero de la inocente niña. El chorro cesa y tras él queda un suave gorgoteo, como un grifo a medio cerrar, después no queda nada, salvo la última sobreviviente que salta sin esperanzas. Todo ha acabado, un charco vertical semblante a una mancha de humedad parece actuar de sombra detrás de Alba en el cemento. Parece un graffiti mal hecho con decenas de partículas de pintura cayendo por la pared. La rubia se ha manchado bastante, Marina no para de reír.
-He visto mear a docenas de chicas borrachas y nunca he visto a una hacerlo con tanta torpeza –se burla.
Alba no contesta, simplemente la observa desde el suelo. “Sin embargo, me siento liberada”, piensa, y sonríe. Tan solo dice.
-¿Tienes algo para limpiarme? Me he empapado.
La pantera continúa su carcajada y se percata de que la gente la observa al pasar tras el enrejado, no le importa, Alba no se ha dado cuenta. La pelirroja le cede una toallita mojada, de esas que se usan para limpiarles el culo a los bebés.
-Tiene más utilidades de las que crees –y entonces la rubia sabe qué limpia Marina con esas toallitas aparte de la orina.
Alba intenta cogerla pero se le cae, pues necesita de sus manos para mantenerse en equilibrio, y Marina la recoge y suelta de improviso.
-Anda deja que te limpio yo.
Alba se pone nerviosa, otra vez esa sensación que ha tenido toda su vida. “¡Olvídala!”, se dice a sí misma. “¡Hoy vas a comprender que el miedoo…
-Se puede romper, con un solo portazooo… -de pronto se percata que está cantando en voz alta, y ríe.
No le importa, Marina sabe lo que ocurre, por eso quiere limpiarla ella. Acerca sus dedos cubiertos por la toallita y palpa delicadamente la piel de la niña, sintiendo como se hunde bajo su tacto, tan esponjosa e inocente. Es como tocar a un pulpo, si alguna vez has tocado uno. Yo no he tocado ninguno, pero me imagino que será algo así. Alba está sonrojada, pero no le importa, desearía olvidarse de sus antiguos pensamientos cerrados y represivos, tan típicos de Mallorca. Marina frota con suavidad y cariño la masa tierna y carnosa que es la superficie del tesoro de nuestra protagonista. Lo hace con dulzura, con cariño, con amor, porque ama ese momento, porque ama a nuestra protagonista, al igual que nosotros. De pronto, y sin previo aviso, sin comentar nada al respecto, como si siguiera un impulso que va más allá de su cerebro, un instinto aprendido en la selva; Marina alza su dedo índice y lo introduce lo más hondo que puede entre las cavidades de su mejor amiga, aún cubierto por la fina capa de tela con fragancia.
-Joder –dice Alba sin esperar algo así, pero no parece quejarse.
Marina empieza a hurgar lentamente en el agujero de su amiga, sin masturbarlo. Simplemente lo explora. El dedo es como un explorador, uno de esos boy scout de las películas americanas. Tiene muchas medallas, ya es un experto explorando, pero está explorando algo completamente nuevo, y parece reconocer la perfección de lo que palpa. Porque su única manera de recibir la belleza de esa magistral joya es el tacto. No oído, ni olor, ni vista, ni gusto. Únicamente tacto. Te asombrarías si supieras lo que se puede percibir a través del tacto si uno sabe cómo. Ese dedo es mágico, y examina tanteando las inestables paredes repletas de jugos que van de un lado a otro como si fueran empresarios con importantes cosas que hacer. La uña bucea en ese mar transparente oculto en la penumbra y la tela empieza a rasgarse debido a su filo. La toallita está realmente tensada, la uña rompe, desgarra, Alba gime, ama este momento. Se ha olvidado que son las siete de la tarde y está a pocos metros de la acera y otros tantos del parque. Le importa una mierda todo eso.
Simplemente siente los hilos de la toallita desprenderse y romperse completamente para dar paso al largo y electrizante dedo que se adentra en la oscuridad para sentir en carne viva la fogosidad de esa carne oculta. La toallita cuelga de su mano atravesada por el índice como si fuera un donut o un CD, Alba se siente en el paraíso jamás escrito por Tolkien, notando el mágico dedo recorrer sus entrañas y arroparse con sus flujos.
De pronto empieza a perder el equilibrio, su cuerpo se tambalea mientras Marina hurga despistada en sus profundos pensamientos y cae al suelo sobre el charco color oriental.
Ambas niñas ríen a carcajadas, no les importa si alguien las observa, ni se preocupan en ellas. Por primera vez, Alba se siente tan libre y extrovertida como Marina. Sin embargo ella no es Marina, ella no quiere ser Marina. Ella es Alba, una chica jodidamente diferente de Marina, y eso la vuelve encantadora, porque Alba es libre ahora, y las cosas han cambiado. Y observa ahora como ambas niñas se contemplan. La rubia no se ha dado cuenta de que su falda está completamente empapada, o no parece importarle, y observa a Marina alzar su dedo aún impregnado en las mágicas sustancias de su interior.
-Este dedo ha estado dentro de ti –susurra con la voz más sexy que se ha oído sobre este mundo y todos los cercanos a él, y todas las flores cercanas dejan de parlotear para entornar la vista hacia la boca de la pantera. ¿Por qué? Pues porque la abre lentamente despegando un labio de otro como en un anuncio de helados, e introduce a cámara lenta el dedo empapado en amor dentro de ella. Alba la observa engullir a su boy scout con una mirada de perra viciosa en el rostro. Sabe que está saboreando su esencia, sintiendo su pureza, su amor por ella. La pelirroja continúa limpiando acicalando su explorador con la larga y protuberante lengua que se ensalza como una reina ante sus súbditos. La reina roja, como en Alicia en el País de las maravillas. Podríamos haber llamado a esta historia Alba en el país de las maravillas, ¿no? Obsérvala, la reina roja. Su lengua. Envuelve una y otra vez el dedo dejándolo límpido y exento de fluido alguno. No están ahí, están ahora repartidos en los poros de la reina. La lengua se arquea y regresa a su base, desaparece lentamente, con ella ciertas sustancias, que sabemos que no reposarán ahí por mucho tiempo. Sabemos que ahora rozan su campanilla y caen en picado por su garganta, mientras la pantera siente su dulce y pringoso sabor a gelatina sin azúcar, y sonríe.
-Delicioso –susurra, y sus pestañas parecen estirarte hasta el infinito.
Vuelven a acercarse, sus pupilas se encuentran en un efímero instante inigualable, inimaginable.
-¿Me amas? –pregunta una de ellas.
-Te amo –responde la otra.
-Yo también –continúa la primera, y se enzarzan en un duelo boca contra boca que se extiende varios minutos más.
Y es entonces cuando lo recuerdo. Cuando lo entiendo. Cuando me reafirmo el porqué de espiar a la joven rubia. Por eso. Por eso estamos aquí.
XI – Ventajas de perder la virginidad en el retrete de un centro comercial
Alba se acostó en una de esas noches en las que los pocos segundos que creíste dormir los ocupó el bendito sueño en que aparecía tu musa. La escasez de descanso tornó sus nevados glóbulos oculares en nieve colorada, manchada por la sangre. Marina no parece advertirlo, o no parece importarle, o quizás sabe qué lo ha causado. Sin embargo, al observarlos ve en ellos el amor, el cariño y la pasión que una tímida niña búlgara había estado reservando durante toda su vida para otorgarlo con doble fuerza a su amada. La mirada que cruza fugaz por sus rostros irradia la ferocidad con la que desearían comerse. La rubia no parece saber cómo reaccionar, probablemente haya muchos ojos desviados de su imagen rutinaria que se volteen para observar la sensualidad de sus párpados entrecerrados. O quizás para deleitarse con esa trenza de joven sol naciente que resalta el flequillo ajaponesado del color de una armadura romana. Muchos ojos despistados no pueden evitar contemplar el mágico momento en el que Marina abraza los labios de Alba con los suyos, y la niña vuelve a sentir esa dulce sensación de calor que la recorre hasta la punta de los dedos de los pies. La pantera nota en el sabor de sus carnosos labios que la rubia no se ha lavado los dientes, pues parte de su propio pintalabios yace ahí aún, impregnando las comisuras de su boca. Le encanta, pues significa que realmente le ha dado importancia. Sabe que para Alba significa mucho. Esto no quiere decir que desee hacerlo delante de todo el instituto, y enseguida corta el beso.
-¿Qué haces? Aquí no –Marina suponía esto, pero ya es tarde.
Acaba de desencadenar una ola de rumores y comentarios que precederán la llegada del patio, en la cual las van a acosar a preguntas estúpidas. Alba lo sabe, y su primera reacción es ponerse colorada hasta la garganta. Hace como si nada hubiera ocurrido. Un profesor de unos cuarenta años observa detrás de una columna sin atreverse a salir, y Marina no puede evitar reírse al ver su zapato sobresalir de ella. Todo parece decidido, están saliendo y la pantera piensa hacerlo público. Lo que quizás no sabe es que si quiere que todo salga bien va a tener que dejar de verse con chicos y de forzar a la rubia a acercarse a ellos. Ella no parece verlo así, incluso me atrevería a decir que tiene algo preparado para esta tarde, quizás alguna morbosa idea que quiera protagonizar con su nueva pareja. Ambas se miran con la complicidad de quien realmente ha conocido al amor de su vida, y aunque en el fondo saben que todo ha sido muy precipitado, les da la impresión de que estaban predestinadas a gustarse desde un primer momento. No saben porqué, pero entonces recuerdan todos los momentos que han vivido juntas. Sus travesuras, sus conversaciones telefónicas, sus juegos. Nunca imaginaron algo así. Siempre se habían visto bonitas, pero no de aquel modo. Nunca se habían deseado con lujuria, o quizás Marina sí. Se toman de la mano al salir de la escuela, atolondradas por los cuchicheos de las putitas y encantadas por las miradas incansables de los gilipollas. La niña se sube en el caño horizontal de la bicicleta de la pantera, pues Marina suele subirla al barrio antes de ir a su casa. Pero hoy es diferente. Hoy el caño es mágico, hoy los pelos salvajes y amotinados de la rockera son una bendición del cielo. Caen anárquicos para entremezclarse con la trenza dorada y mecerla a la vez que hacen cosquillas a la niña. La pantera roja pedalea charlando. Todo parece normal, pero sus corazones laten quizás algo más rápido. Marina pedalea más despacio, así quizás estén juntas más tiempo, y entonces se miran y perciben la perfección de la situación. Nacieron para estar juntas. Se despiden con un beso amoroso, volviendo a batir en duelo las lenguas bajo la atenta escolta del portero automático. La rubia –nuestra rubia, a estas alturas –siente unos irrefrenables deseos de abrazarla, de sentir su chupa rugir mientras la aprisiona bajo sus manos y siente el olor de su cuello, respirando el aroma de sus pelos alborotados. La pantera propina un besito cariñoso en el cuello de su nueva novia, quizás una palabra demasiado corta y demasiado estúpida para una relación de tantos años. Sin embargo, cuando Alba la ve partir en su bicicleta, sabe que ningún beso ha significado más para ella que el del día anterior, y ese, y todos los que le seguirán… y entonces siente que ya empieza a echarla de menos. Ha admitido para sí misma que le pueden gustar “algunas mujeres”, sin embargo no parece preparada como para contárselo a alguien más. Imagina que algún día su madre se enterará, que quizás se ponga furiosa, que quizás se sienta asqueada de tener una hija perversa. Sin embargo sonríe y esconde el cuello entre las clavículas al entrar en su casa y sentir el cambio de temperatura provocado por la alta refrigeración. No le importaría que su madre se ofendiera, nada podría alterar su estado de alegría. Saborea la esencia de su amada al relamerse los labios y enseña todos los dientes en una fructuosa sonrisa al ver a Ricardo. No hace lo mismo al ver a su hermana, imaginando la clase de gilipollez que dirá. Elena se acerca a ella silenciosa y sin cambiar su semblante alegre.
-Hueles a ella –susurra.
-Déjame en paz –ruge la muchacha.
Detesta que su hermana pequeña bromee sobre esas cosas, detesta que sepa más sobre su vida que ella misma, detesta que tenga razón. La andaluza ríe encantada, pues sabe que no le quedará otra opción que asimilar lo que le ocurre y tratarlo con normalidad. El día transcurre como una película de suspense que debería haberse quedado en cortometraje. Demasiado largo, demasiado angustioso. No deja de pensar en ella, y apenas ha terminado la primera frase de sus ejercicios de Lengua Castellana, cuando vuelve su mirada al teléfono esperando la esperada llamada, que se hace de esperar. La rubia se impacienta, sin poder pensar. Observa la ventana. Desde ella, la anciana de la casa de enfrente la observa silenciosa, con una palabra adecuada para definir la situación aferrada a los labios. No saldrá. Alba no quiere oírla, no quiere ver a esa puta vieja a dos pasos de la tumba. El teléfono suena, Alba contesta, Marina habla, Alba sonríe, yo la imito. Tanto tú como yo sabemos lo que esa sonrisa puede significar. Quizás una quedada, quizás ello implique algo más. Tan sólo quizás. Comprobémoslo. Aquí está ahora la rubia fogosa que ha interpretado tantas escenas para nosotros; tan sublime y tan pulcra, con la cabeza dando vueltas e intentando acostumbrarse a saludar con un beso en la boca. La multitud la observa, la abruma, pareciera que quisieran acosarla a preguntas. “¿Por qué lo haces? ¿No sabes que es antinatural? Dios te castigará”. Quizá hace un tiempo se hubiera sentido mal,
mas ahora solamente desea escupir a todo el mundo y caminar desnuda saludando con el dedo del medio a los viejos curiosos. Ya no le da tanto miedo contemplar a esos muchachos de largas melenas y ropas oscuras sentados en el barómetro. Ya no le da asco contemplar a dos muchachos –de indumentarias punk y hippies a partes iguales –que caminan descalzos por la acera, por el simple hecho de que llevar zapatos es de tener sentido común. Ya no le dan pena los yonquis ni envidia los hombres de corbata. Ahora mismo nada le importa, más que la pelirroja que espera en la parada del tren, apenas a unos metros de la estación de autobuses. Echan a caminar avenida abajo, viendo pasar el Zara y las marionetas que entran vacías y salen llenas de bolsas, pero más vacías aún. Observa las caras de hipocresía y las sonrisas de abogado recorrer las calles con cuidado de no quedar mal, de no parecer extraños, de no mostrar sus emociones o sus verdaderas palabras. Todo lo contrario de estos dos ángeles de la corte imperial que hacen resonar sus pasos en los oídos de los curiosos, que se percatan de sus dedos entrelazados en un suspiro incauto. Una niña china observa con curiosidad cómo la mano de la pantera se esconde en un bolsillo trasero que no es el suyo. De pronto la búlgara se ve sorprendida, pues los pasos de su amada viran hacia la entrada del Corte Inglés.
-¿A dónde vas? ¿Tú no estabas fuera del círculo de consumismo? –Solamente quiero mostrarte una cosa. Ven.
-Joder nena, un día de estos te veo aparecer con corbata.
Bajan los escalones dando tumbos y propinando risotadas. Sus voces resuenan en las paredes y llegan a oídos de los egocéntricos y desgraciados empleados, que observan con desdén. “Oh, qué poca vergüenza”, piensan. La desaparición de la vergüenza es lo que lleva a Alba a correr en las escaleras mecánicas en dirección contraria, siguiendo a su novia. Ambas ríen en voz alta y se gritan de una punta a otra de las escaleras, corren, tocan todo lo que pueden. Recorren los pasillos de una punta a la otra, y de pronto la rubia –nuestra rubia –, contempla a alguien que le suena. El muchacho porta la cresta de un color exageradamente rubio, tanto que da una falsa sensación de limpieza. El chico, ataviado con la misma ropa del día anterior –o una muy similar, que al caso es lo mismo –, camina fingiendo buscar algo, mientras vigila a los tres dependientes que giran torno a él, vigilándole. Aprovechará cualquier ocasión para robar lo que tiene en mente, y doy fe de que no lo pillarán. Alba finge no haberlo visto, aunque le da la impresión de que debería decirle algo.
-¿Puedo ayudarlas en algo? –pregunta de pronto un jovencito encargado de la sección de deportes. Es bastante atractivo, un chico de culo prieto alto y bien plantado, quizás algo menos de veinte años. Sonríe como un idiota al que le han borrado la memoria y no recuerda cómo se llama. Marina –a decir verdad, ni siquiera sé cómo han llegado ahí – está observando unas pelotas de fútbol.
-Estaba buscando pelotas –responde con una media sonrisa diabólica y tentadora. El chico no parece captar la indirecta.
-Las que tienes ahí son de fútbol sala, si quieres las normales están de aquel lado. ¿Son para ti?
Marina se acerca en dos zancadas al chico tímido y le agarra algo que Alba no alcanza a ver, pero puede suponer. Observa al joven con su mirada de perra en celo, con esos párpados de diosa griega, con esas pupilas de color miel que secan mares.
-Yo quiero éstas pelotas –El chico la observa atónito, no sabe cómo reaccionar –, y, en respuesta a tu pregunta, son para mí y para mi amiga, si quiere.
El joven se asoma a través de la mata de pelo y observa a la niña tímida que se muerde la uña del índice sin saber de qué hablan.
-Estoy trabajando –susurra mientras intenta divisar a alguno de sus superiores por encima de las estanterías.
-O lo hacemos aquí, ahora, o no volverás a vernos.
-Vale, vale –el chico cede de inmediato. Su empleo le importa un carajo. Nunca en toda su vida volverá a tener la oportunidad de algo así. Probablemente está ante las más grandes bellezas de la ciudad, y apenas sabe responder. Tiene el miembro
completamente erecto antes de que lleguen a los lavabos, y entonces Alba se detiene en seco y los mira furiosa.
-No pienso participar.
Marina la toma de los hombros, estupefacta.
-¿Cómo que no? Pensaba que ya lo habías superado, ¿de verdad no te gusta ningún chico?
-Sí que me gusta, pero no quiero hacerlo aquí.
-Vamos rubia, aquí es más divertido. ¿No te da más morbo?
Ambas se observan, la búlgara sabe que llegaría al fin del mundo con ella. La contempla y su mirada es suficiente para silenciarla y conducir sus pasos tras la puerta del WC femenino. La puerta chirría y curiosea tras ella, al observar inesperadas visitas. Una rockera efusiva y viciosa, un empleado de la multinacional completamente confuso pero entregado, y una niña tímida que no sabe qué hace ahí. La pantera empieza a besar al joven, el chico lo disfruta, parece dar cariño. Sus lenguas se encuentran es una batalla de dos prófugos cautivados por la lujuria de unos focos atentos. La niña contempla ensimismada en las manos del muchacho, que se encuentran aferrando con fuerza las nalgas de la pelirroja. Inmediatamente, más rápido de lo que Alba hubiera querido, Marina baja el cierre del uniforme y un anhelante rabo de camionero aparece ante las atónitas miradas de las jóvenes.
-¿Dónde has estado toda mi vida, macho?
-¿Por qué no le das unos mimitos, corazón?
La pantera se arrodilla, el muchacho se sienta en el váter. En su uniforme luce una chapita metálica.
-Godofredo, ¿eh? –lee la pelirroja entre risitas –Qué nombrecito cariño.
“
Largo y feo, como lo que te vas a comer”, piensa Alba, pero no piensa en voz alta, pese a lo divertido que resultaría.
-Acércate, corazón –dice súbitamente la punk mientras acerca sus labios de emperatriz ante la sedienta manguera de lactosa.
Alba se acerca contra su propia voluntad, sintiendo el fuerte olor de aquel bicho infumable. Tras la cara de repulsión que inevitablemente pone, Marina se acerca y le da un beso de esos que se dan los amantes en un aeropuerto antes de despedirse hasta pasado un año. Marina aún no comprende la tozudez de la rubia, pero no cesa de rellenarle la boca con su lengua. Acaricia con su serpiente roja paladar y encías, y hasta juega con el frenillo de la lengua. Si pudiera le sacaría la lengua por las orejas, pero no alcanza. Continúa con el juego, besuqueando su barbilla, su naricita de Bratz. Muerde su labio inferior con una expresión felina, arrugando el puente nasal, alzando el contorno izquierdo de su labio superior. Su rostro logra una expresión de salvajismo que debería inmortalizarse, la imagen es de película. Estira el labio y lo masajea con la lengua dentro de su boca a la vez que lo contiene entre las hileras de sus dientes. Quizás no te enteres de nada. Lo que sí puedes observar es la cara de absoluta fascinación de Godof… Digámosle Fredo, mejor. ¿Recuerdas tu cara cuando abrías los regalos de Navidad? ¿La cara de esas mujeres de las películas cuando ven al asesino con un garfio ensangrentado? ¿La cara de Jesucristo al morir agonizante en la cruz romana? Mejor aún, ¿la cara de Jesucristo cuando le dio por poner un pie en el agua y se percató de que no se hundía? Pues esas caras son de póker comparadas con la alucinante fascinación que pone el cabrón de Fredo. Algunos tanto y otros tan poco ¡Señor! Fíjate cómo contempla esas diosas aferrando sus lenguas y mordiéndose el cuello como si hubieran olvidado que hay una polla cerca de ellas a punto de rebentar. ReBentar, sí, con “B” de brutal. Y es que no hay otra palabra para explicar cómo ese hilo de babas entremezcladas de las jóvenes cae ondulante y silencioso sobre la punta del capullo. Marina aprovecha la casualidad para masturbar el gran falo que se le ofrece, y lo hace quizás como una de esas profesionales del cine porno. Alba yace desaforada, perpleja aún por los juegos de la pantera. Sin saber porqué, sin que nadie la inste o la presione –como suele ocurrir –, alza una mano y rodea el vigoroso miembro con todos sus dedos, para empezar a hacerle una de esas pajas de las que ni yo mismo puedo presumir. Tal maestría no puede aprenderse con un consolador, y recordemos que Alba jamás tomó el de su hermana. Esto da que pensar. Pareciera como si tuviera un talento natural para hacerlo. Como si estuviera predestinada a masturbar engendros fálicos, y a la vez sintiera repulsión por los mismos. Aunque por un momento, le da la impresión de que quizás una polla no sea tan fea, ni tan desagradable. Por un momento disfruta y se embadurna en su aroma, pensando qué ocurriría si decidiera hacer algo más con ella, pero olvida y continúa la masturbación. La paja es larga, Fredo cierra los ojos y disfruta como un campeón. Marina observa impresionada, comprendiendo que la muchacha empieza a seguir sus impulsos sin pensarlo, olvidando su timidez. Sin embargo tiempo al tiempo, y más a una niña criada en la represión, en el pensamiento de “lo correcto”. Ahora piensa en su madre como una estúpida retrógrada, y empieza a sentir que ha sido una imbécil, que quizás en otras circunstancias podría disfrutar del sexo con tanta libertad como Marina. Pero Marina lo pasó muy mal en su vida, y sobretodo en su infancia, para poder convertirse en una chica independiente, inteligente y controladora. Y digo controladora en el sentido de que sabe lo que hace, no se arrepiente de nada, habla con sinceridad, la chupa con desfachatez, y folla para demostrarse que no necesita aferrarse a normas absurdas de comportamiento para formar parte de una sociedad burocrática y manipuladora. Ella es la puta anarquía en persona, lamiendo los cojones de un puto dependiente de una puta multinacional junto a una joven santa y exquisita que lo deleita con una puta prolongada paja al ritmo de “Light my fire” – The Doors –. El chico parece a punto de escupir las órbitas de sus ojos por la boca. Marina quiere empezar una gran felación, pero el joven replica que tiene poco tiempo.
-No es que no quiera pero es que puedo perder el curro, mejor una follada rápida y si eso otro día…
-No habrá otro día –responde Marina tan sublime como cruel –, o lo tomas o lo dejas corazón.
Fredo la observa alzar una ceja y sabe perfectamente que lo tomará. Entonces Marina sonríe, observa a su compañera.
-¿Lo hacemos las dos?
-Mejor pasemos de esto, la verdad es que no me hace mucha gracia.
-¿Y qué pasó con lo de “paso de las reglas” y no se qué? ¿No ibas a dejar a un lado esa mierda de timidez que te corroe?
-Ya, pero una cosa es ser más espontánea y otra cosa hacer algo que no me gusta. No me fuerces, por favor.
-Vale, pero no será la última vez que insista en el tema, por mis ovarios que haré que te comas una polla –comenta entre risas, y Fredo parece no comprender de qué cojones hablan.
Las niñas vuelven a besarse con amor. En realidad la rubia parece
dar poca o ninguna importancia a la presencia del muchacho. Más bien le importa un bledo, porque no tiene intención de hacer nada con él. Sin embargo, la concepción que tiene Marina de la situación quizás varíe, y quizás acabe todo donde no parecía acabar. ¿Cierto? Y es entonces cuando la pantera empieza a desnudarse, y la rubia ve por primera vez –desde que empezaron a crecer –esos hermosos y perfectos senos. Obsérvalos, contémplalos, deléitate. Dos medusas. Dos pulpos. Dos bolsas repletas de arena cubiertas de arcilla y una capa de barniz. Son tan grandes como las estabas imaginando, quizás un poco menos. Esa clase de tetas que te parecen hermosas al verlas cubiertas, y que al verlas destapadas… simplemente, en tu mente suena “Why can´t I be you”, y la realidad se desdibuja a tu alrededor. No hay alternativa, esos anchos y profundos pezones que se expanden en la masa gelatinosa apabullan a la niña que los observa. Marrones como cuando te pillan robando en un Carrefour, grandes como la bronca al llegar a casa, hermosos como esa sensación al salir del Carrefour habiendo robado y sin que nadie lo sepa –no soy un cleptómano, intento dar ideas –. Un largo y doloroso piercing bastante reciente atraviesa de sur a norte el soldadito izquierdo, dándole un toque salvaje, rebelde. Hermosos, dos esferas de chapa brillante y hermosa que agujerean la magnífica obra de arte que Dios creó con tanto esmero. Las puntas agrietadas como un desierto del último Superviviente yacen sobre ese garbanzo, ese grano de café sin moler que mola, que mola mucho –y muy mucho, debo añadir –. Se postra ante ti como un puto Dios, y no hay más que anhelo en cualquier sucia cabeza que ose imaginarlo. Y no hay más que deleite en la cara de gilipollas de Fredo, y no hay más que fascinación y maravilla en el hermoso rostro de Alba. Los ha observado cuatro segundos rápidos e incómodos y los ha asido con sus dos manos, estirando los dedos y todas sus articulaciones. Siente sus huellas dactilares impregnarse en las carnosidades de su novia, siente las yemas de los dedos hundirse y desaparecer bajo las masas de glucosa. Marina saca un Chupa Chup del bolsillo izquierdo de su pantalón –sugerente, ¿me equivoco? –. Su cara lo dice todo. Tras saborearlo lentamente y degustarlo, unta el caramelo en su pezón izquierdo, aquel coronado con un bello agujero relleno de metal. Lo hace lentamente, y la rubia contempla con sus ojos azules cómo el pegajoso caramelo se expande y la capa lubricante impregna el soldadito africano. Como si un instinto irrefrenable nacido en su mismísimo culo la instara a hacer todo lo que siempre creyó que no haría, la rubia acerca su carita de pomelo y siente el topo agrietado rozar la punta de sus labios. Lo recorre de abajo hacia arriba con su lengua doblegándolo, arrebatándole su dulce sabor, y el piercing se tuerce salvajemente. El Chupa Chup es de fresa, y la rubia siente entonces cómo sus sabores se entremezclan con los de su boca y el propio pezón, que se hunde tras la presión de su gran lengua de cuello de cisne. Tras esto, aprisiona al completo el dulce caramelo marrón con su boca, y la pantera siente sus dientes presionar ligeramente. Le saldrá un buen chupetón allí, ya lo creo. La búlgara muerde el piercing, hace que de vueltas y lo marea con la punta de su lengua dorada, retorciéndolo y masticándolo. Las niñas vuelven a mirarse con un deseo irrefutable, casi palpable. Entonces Marina termina de desnudarse, vuelve a mostrar la joya bendita de Fëanor, el Silmaril auténtico por el que Melkor moriría a manos de Ungoliant. Esa hermosa hendedura de matas rojas de pelaje altruista. Alba la observa con envidia. Ojalá tuviera tanto pelo, ojalá fuera tan mujer. El chico empieza a acariciarla, a manosearla, le lame los senos, la abraza y la recorre con sus dedos. Alba, marginándose cual judío en fiestas kazakhstaníes, se sienta en la esquina del lavabo escondiendo la mano bajo su pantalón. Observa como su novia vuelve a besarse con Fredo, cómo lamen el Chupa Chup absortos en el juego, y la rubia vuelve a sentirse como en el día del cumpleaños. Pero esta vez no lo detendrá, quiere ver cómo se la follan, quiere verlo y lo quiere ya. Sin embargo, de pronto la chica de sus sueños la levanta asiéndola de las axilas.
-Levanta chiquilla, ¿crees que te he traído aquí para que mires?
La rubia no parece comprender. Una vez la pantera la ha bajado la falda con rapidez, dejando las braguitas de Elena al descubierto, la muchacha asiente en su interior. Es el día. ¿Es el día? Fredo empieza a besarle el cuello, y entonces Alba reflexiona. Es el día –¿¡Es el día!? –, perderá su virginidad, es el momento, no hay otra salida. En el fondo no le apetece hacerlo, pero haría lo que fuera por Marina. Lo daría todo con tal de demostrarse a sí misma que confía en ella, y sabe que después de haberlo hecho una vez todo será más fácil. Olvida su timidez, recuerda la canción de Bebe, la canta para sus adentros, siente la lengua de Fredo recorriendo su nuca y sus dedos acariciándole las nalgas con ternura. No es tan tonto, el muchacho. Sabe que la niña es pura, sabe que tiene miedo aunque no lo aparente, y sabe que debe ser cuidadoso y darle cariño. Alba comprende, y simplemente se quita la camiseta, para desbrochar con un chasquido el sostén, que cae al suelo junto a su vergüenza. El muchacho sorbe sus dulces tetitas de nena de cuento mientras la pelirroja se encarga de bajarle las braguitas con suavidad. Alba se siente demasiado desnuda, y no hablamos de ropa. Se siente incómoda estando desvestida en un baño público junto a su novia y un desconocido; sin embargo, quizás haya algo de morbo en la situación, y empieza a disfrutarlo por primera vez desde que entró. Comprende que está ahí para eso, para disfrutar, que no habrá más oportunidades como ésa, que debe asumir ya que ha crecido, que debe romper el miedo de un solo portazo… Rápidamente y sin pensárselo dos veces, toma la perilla de Fredo y la acerca a sí. Empieza a besarlo con una extraña y dulce inseguridad, saboreando su lengua masculina repleta de orgullo y hombría, tan musculosa como la de un jabalí salvaje. El dependiente nota la inocencia de la lengua de la rubia, tan dulce e inexperimentada. Es mucho más suave y gelatinosa que la de Marina, quien ya ha usado la suya demasiado seguido. Una lengua virgen que no conoce el sabor de un chocho, algo que pronto cambiará. Fredo está sentado en el váter, y es entonces cuando Alba se sienta sobre sus peludas piernas de cara a él. Lo abraza con sus hermosos nenúfares, y ahora no hablo de los hombros. El muchacho olisquea los granitos de café que reposan sardónicos y rosados en el extremo de los senos. Atrapa los nórdicos y rosados glúteos de Alba con fuerza, los manosea y los aprieta con rudeza, haciéndolos suyos, marcando su territorio. Cinco franjas coloradas en la nalga lechosa dejan constancia de los dedos que la han aprisionado durante unos instantes. “Fredo estuvo aquí”, parece decir la palma roja en el gran culo. Una obra de arte, sin duda, que Marina contempla obsoleta y ensimismada en la hermosa rajita de colegiala. Alba toca el suelo con los pies a ambos lados del váter, siente la superficie de su joya rozar con el palpitante rabo de mr. Godofredo. Marina se sienta en el suelo y hunde un dedo en su hermoso coño de mujer, coronado por esa mata de hebras rojas. Alba, aún nerviosa pero algo más dispuesta, se propone cabalgarle como vio en algunas películas cuando era una cría, jugando con Marina. Recuerda habérselas quitado a Ricardo para ver qué eran, y asquearse al ver lo que había. Aún recuerda cómo una chica a la que llamaban Lucía cabalgaba a un hombre musculoso y bien dotado. Procura alejar esa imagen de su mente. No quiere pensar en la pornografía mientras cabalga. No quiere pensar en una mujer que se ganó el pan comiendo barras. No quiere pensar en algo tan indecoroso, sino recrearse en lo dulce y tierno que es el hecho de perder la virginidad en un centro comercial. Es un grito de guerra juvenil y orgásmico, bélico y poético. Observa a la pantera, arrinconada con dos dedos en su tesoro. Esta vez es Alba la que guiña un ojo, pues nada la detendrá; ya ha tomado la decisión, las cartas ya están echadas. Alba ha desplegado las alas. La punta del nabo yace grandiosa; el rey prepucio, el explorador en toda regla. Marina le alcanza un preservativo a Fredo, que se lo pone con dificultad, aún teniendo a la niña rubia encima. La contempla ensimismado, aún intentando asimilar que está a punto de desvirgar a una diosa. No saben si semejante miembro puede entrar en una cueva virgen, aunque Alba recuerda que ha metido ya tres dedos, y quizá no sea tanta la diferencia. Se equivoca. Joder que si se equivoca –que no que se equivoca si jode –. Contempla ahora como el rey prepucio se aplasta contra la piel carnosa y resbaladiza de los magníficos labios que abren las puertas al intruso. Tiene la entrada, está en la lista de invitados, podrá pasar, pero no sabemos ni entrará todo. Quizá sea demasiado prolongado, por decirlo de alguna manera, la sala es pequeña para alguien como él. Alba piensa continuamente en lo que está a punto de hacer; una vez que entre no habrá vuelta atrás. Recuerda jugar a los tazos con Marina, recuerda andar en bicicleta juntas, recuerda comprarse su primer sostén con ella, recuerda ir a la playa en autobús durante todo el verano. Y ahora están las dos en el baño del Corte Inglés, mientras Marina se masturba con fiereza contemplando la escena, encantada. Alba va a perder la virginidad con ella, esto es todo lo que necesitaba, todo lo que se puede pedir: que Marina estuviera presente.
Y hablando de entradas. Entra. Lentamente, pero entra. La niña sonríe, cierra los ojos; el muchacho sabe que debe tener cuidado, mete centímetro a centímetro con mucha delicadeza. Es todo un caballero, lo admito. Poco a poco, los centímetros van perforando su tesoro con mucho cuidado y van profundizando su exploración en la cueva, tomando nota de lo que ven cual inspector de sanidad. Alba se sumerge en un placer exquisito, notando como las paredes se tensan extremadamente para dejar pasar a semejante invitado. La cuesta, pero se abre. Por extraño que parezca, el himen aún no estaba roto. Entonces Alba siente un dolor terrible y aúlla en voz baja; Fredo la oye, y ve las gotas de sangre que serpentean por su pene. A mí me hubiera puesto más cachondo, pero él se siente culpable.
-¿Estás bien? ¿Quieres que paremos?
Alba no sabe porqué, pero este comentario la hace sentir una criatura estúpida, como si se compadecieran de ella. Y se enoja.
-¿Qué pasa, soy muy niña para tu polla de gigante? Déjate de mariconadas y fóllame, grandulón –las palabras salen de su boca tan rápido que su cerebro aún no las ha procesado del todo, pero Fredo no atiende a ello, y simplemente piensa: “se lo ha buscado”.
Marina ríe, sentada en el suelo, al escuchar la frase de la rubia; mas no ríe cuando ve la desmesurada polla –cada vez parece crecer más –internarse hasta la mitad en la inexplorada cueva.
Alba grita como si le hubieran arrancado el clítoris de un mordisco. El dolor que siente en insoportable, y por un momento se arrepiente de sus palabras. Pero aún entre todo el dolor, con la mente confusa, intentando recordar qué cojones hace allí, se siente inexplicablemente impulsada a seguir. Me recuerda a ese instinto de lucha del boxeador que, después de un golpe terrible, se levanta con más furia para proseguir. Como un jugador de rugby que recibe el peor placaje del partido, que es derribado y le aplastan las costillas… y sin embargo, se levanta riendo a carcajadas, corriendo de nuevo y gritando “¡MELÉ, MELÉ!” con el entusiasmo de una fiera. A veces, el dolor que aturde nuestros sentidos puede provocarnos irrefutables ganas de proseguir, de disfrutar del sufrimiento con bravura animal. El enorme rabo se ha internado con una rapidez inusual, curioseando en el interior de las mazmorras. Los jugos manan con soltura de ambos órganos, completamente extasiados y entregados. La combinación resulta hermosa, el verdadero sexo concebido por el Kamasutra. Alba muerde su labio inferior intercalando en su rostro expresiones de furia, de dolor y de placer. Al fin ha perdido lo que buscaba durante toda su vida, al fin el vigoroso glande de un gran falo ha podido darle el placer que se merece, aunque haya de sufrir gran dolor. Caen algunas gotas más de sangre, pero pronto terminan, y Marina las limpia con una de sus toallitas con cuidado de no molestarlos. Fredo agradece ese masaje en los testículos, sonríe y devora el abrupto seno de la joven que tiene subida a horcajadas. Sabe que Alba lo está pasando mal, a pesar de lo que diga, y continúa con cuidado. Empieza a meterla más adentro muy despacio; la rubia gime, es más grande y ancho de lo que parece. La perfora, la destroza, invade su intimidad, sufraga su placer. Siente la gloria bendita nacer en su órgano reproductor y ascender enroscándose en su cuerpo hasta nublar su mente, siente que el amor la consume, y entonces escucha a Marina gemir. Parece que está corriéndose, aunque esto no nos atañe. Don pene entra casi al completo. Aún sigue creciendo cuanto más entra, o esa es la impresión que le da a la receptora. La cueva se ensancha y recibe gozo por doquier, mientras Marina observa a la vez que eyacula sobre su mano con un gemido sordo. Contempla absorta al enorme miembro desaparecer lentamente e internarse en el agujero, que se ensancha y se arruga al contraerse en el esfuerzo. Lubricados por sus propias sustancias, los jóvenes no necesitan decir nada más, y la búlgara decide alzarse y dejarse caer estrepitosamente como si montara un caballo de carreras.
Se levanta apoyándose sobre los pies, sacando la polla casi al completo, pero no del todo. Siente que el aire vuelve a correr en su interior y suspira, sabiendo lo que va a hacer. Fredo lo sabe, Marina lo sabe. Todos lo sabemos. Se deja caer sobre los muslos del dependiente con una palmada fuerte y atronadora cual golpe de sierra, sintiendo los diecisiete centímetros y medio de rabo ibérico empalarla de sur a norte. El dolor que siente es devastador, tan solo superado por el inmenso placer que invade su mente y le obliga a sucumbir a él. Vuelve a alzarse y siente la piel de su coño rasgarse, tensa cual goma elástica que ya no da más de sí. Siente que su magnificencia está a punto de partirse en cuatro medios labios vaginales. Pero no le importa, quizás se subestime; sabe que puede hacerlo, aguanta el dolor, muerde sus labios y olvida que una lágrima cae por su mejilla… ¡Plaf! Vuelve a dejarse caer, y Fredo no puede evitar jadear con vigor. Alba recuerda el sabor del pezón de Marina en su boca; imagina entonces cómo debe saber su joya, y olvida todo lo que el mundo lógico de los mortales le puede ofrecer. Como si la rodeara una nube de colores –quizás el Arco Iris del Mago en algún cuando y donde –y Rosa Parks le susurrara cerdadas al oído, Alba empieza a galopar con lujuria sobre el enorme mástil que la atraviesa por completo. Siente los testículos de Fredo golpearse contra sus nalgas. Sabe que estarán tan coloradas como un tomate, sabe que Marina las observa mientras vuelve a masturbarse con fervor. La polla se introduce al completo dentro de ella y vuelve a salir, la gloria es máxima. Escucha música, pero no la de los altavoces del Corte Inglés. Escucha
a los Beatles, Got to get into my life,
hermosa
canción
.
¿Has visto a un jinete en una carrera? Así cabalga la niña de la trenza dorada, sobre su caballo, y siente el enorme nabo perderse en las tensas cavidades que reciben con flores al bienaventurado caballero. La sangre se aglomera en los rostros de los chicos, incluyendo el de Marina, y ambos empiezan a transpirar como si de una sauna se tratase el servicio público. Don polla entra, toca el timbre y sale corriendo, para reír la broma. Vuelve a hacerlo, y lo repite una y otra vez cual niño cansino que despierta la histeria del vecindario. Sin embargo el vecindario no parece quejarse –quizás los vecinos del primer piso, los jóvenes tríceps de las piernas, que ponen de zorra para abajo a la joven muchacha que se esfuerza en alzarse y dejarse caer con poderosos movimientos –. Las paredes del túnel sienten la fricción de la carne dura y lisa que entra y sale con caballerosidad y brutalidad a la vez. La mirada de la rubia se pierde tras sus párpados superiores, el sudor cae por su barbilla y se pierde en sus pezones, que cuelgan como dos vecinas gitanas gritándose de ventana a ventana. Fredo los toma y los saborea, mientras el índice, el corazón y el dedo central de la pantera se entretienen con la profunda hendidura de su preciado chochete. Ambas gozan, cada una a su manera, y la jinete sigue galopando con estilo, con una gracia y una sutileza que ya pasaron de moda. Cabalga cual Susan Delgado huyendo apresurada de los yacimientos de Citgo. Si la joven Alba fuera de madera cual pinocho en versión femenina, podría cabalgar con maestría sobre el caballo de Troya. Y hablando de pollas. No te sabría decir cómo ha hecho para acostumbrarse con tanta velocidad al coito, más aún con ese ritmo. Lo hace con profesionalidad cual Celia Blanco, con infantil belleza cual Carlie Angel. Siente el gran rabo azotarla, golpear en su interior, explorar y comérsela por dentro. La atraviesa, la perfora, si fuera un puñal estaría muerta. Sin poder abrir los ojos más de lo que le permite el cerebro –metáforas nihilistas aparte –, Alba rota sus caderas de modelo en círculos, como si llevara follando toda la vida. Fredo se sorprende y le sigue el juego, asiéndola de las nalgas y ayudándola a mantener el equilibrio y la velocidad. Se mueve en zigzag, arriba y abajo, parece una puta profesional. Marina observa encantada y vuelve a sentir una ola de sensaciones que le recorren el cerebro de este a oeste. Vuelve a correrse, gracias a sus técnicas, mas esta vez desea hacerlo mejor. Cuando pocos segundos le quedan, apoya la uña de su dedo mayor y hace presión en su ano. Ese hermoso y pequeño ano que aún no ha conocido la penetración, puro como los valar de Aman, oscuro como los pensamientos de un Testigo de Jehová, inescrutable como la cuenta bancaria de un diputado. Empieza a hacer presión, y aunque no es la primera vez que lo hace, le cuesta introducir el dedo. Mete lentamente el dedo en su culo, sintiéndolo más caliente que el otro agujero con el que ya se ha familiarizado. Realmente no ha explorado su ano todo lo que debería, y desea hacerlo ahora. Empuja con su dedo al tiempo que el esperma empieza a inundar su otra mano por segunda vez. El nudillo hace tope con la pared del recto y siente la uña rascar las profundidades ocultas de una extraña cueva sin habitar. Esta vez llega a un orgasmo más fuerte que el anterior, y suerte tiene de contener la orina que enseguida intenta salir despavorida.
El plas-plas de las nalgas de Alba al chocar con brutalidad en los muslos del muchacho no ha cesado en ningún momento. ¿Lo oyes?
Es como un aplauso –esos aplausos irónicos y bordes que usa la gente irónica y borde para burlarse de alguien –lento y devastador. El ombligo de la niña da vueltas mientras los senos bailan al son de Fito. El hermoso y sabroso trasero de Alba yace colorado como un pimiento y transpirado como un guiri en las costas mediterráneas. Esos paliduchos con papada de sapo y de semblante albino que se les cae la piel a tiras al primer rayo de sol para emborracharse en los bares de Mallorca y creer que se salen de su estúpida rutina. No hay rutina como la que ejerce ahora el señor polla, entrando y saliendo sin parar de la oficina con dos bolsas sospechosas e impregnando el baño público de un curioso aroma a arroz pasado. El chapoteo de unas piernas chocando contra otras no cesa al saber que una señora mayor entra en el servicio del al lado, ni tampoco los suspiros y jadeos de la niña de la trenza dorada, que no cierra la boca ni para tragar saliva. Sigue ejerciendo de jinete con más velocidad, empuja con ferocidad y siente el mástil entrar y salir con tanta fluidez que le da la impresión de que está hecho a su medida. Lo que no sabe es que pocas chicas han perdido la virginidad con semejante trasto, y que a partir de ahora todas le parecerán significativamente pequeñas. Continúa al galope mientras saborea el cuello del dependiente y recorre su oreja con su lengua de zafiro, explorando el aro que se columpia en ella. Cada vez jadea con más fuerza, Marina sigue arrinconada en el mismo lugar, degustando su última corrida y sacando lentamente el dedo de su pozo de la divinidad. De súbito se levanta y acerca su extrañado dedo central al rostro de la rubia. La niña no se percata de su presencia, pues tan sólo piensa en el traqueteo de sus caderas y el golpeteo de sus nalgas contra las musculosas piernas de Fredo. Él tampoco ha visto el dedo que se interpone entre sus rostros, y entonces Marina le susurra a su novia cerca de la oreja.
-Abre la boca.
Alba ya escuchó esta frase en una ocasión, y se llevó una fuerte decepción. Ahora no piensa obedecer, y abre los ojos para ver qué tiene delante. Observa el aparentemente intacto dedo de la pantera, tan tranquilo como los otros cuatro.
-¿Dónde ha estado? –pregunta la rubia, sin cesar en su ejercicio.
-En mi rincón secreto –susurra Marina misteriosa.
-¿El coño?
-Más secreto aún.
-¡Joder! Quítalo de aquí, qué asco.
Marina no hace caso del comentario, sabiendo que tarde o temprano sucumbirá a sus morbosidades. De momento lo mejor que puede hacer es seguir follando, que lo hace quizás demasiado bien para ser una niña virgen. La rubia está más roja que Lenin en una cata de tomates, y empieza a resultar exagerado. Pareciera que toda la sangre de su cuerpo se concentra en su cara, las pecas se han vuelto más claras que el resto de la piel, parece un cielo estrellado. Sus ojos no se vuelven a abrir; está realmente fatigada, exhausta. Pero no cesará, no, podría seguir eternamente –es ka –. Un fuerte amor por Fredo le inunda la cabeza, sin poder expresar con palabras lo que siente. Simplemente, no podría agradecerle al mundo que haya hombres en la tierra. La señora mayor refunfuña mientras se lava las manos, escuchando el constante golpeteo de la jinete y los constantes bufidos del caballo. Alba empieza a susurrar la decimoquinta letra del abecedario con una extraña continuidad –es la “o”, no te molestes en contar, idiota –, aumentando el grado de su voz a medida que siente una ola de felicidad desgarrar su vientre. Un escalofrío le recorre la nuca, sus caderas aceleran el movimiento, la pantera observa pasmada de ver a su novia sintiendo tanto placer y desearía poder compartirlo con ella. Fredo –si no puedes evitar leer Frodo, tú y yo nos llevaríamos bien –empieza a jadear con más fuerza también, suspirando y gimiendo con renovadas fuerzas –¡Las fuerzas de Rohan! –.
-Joder nena, me vas a matar –parece dormitar y hablar en sueños, Marina se levanta.
Alba no habla, simplemente sigue galopando, subiendo y bajando sus caderas, sintiendo el miembro erecto entrar y salir con fiereza. De pronto, sin que siquiera pueda esperarlo, la pelirroja empieza a besarla con fervor, como si le hubieran dicho que le quedan pocos minutos de vida. Recorre con su lengua cada rincón de su boca y se enzarzan en un duelo a muerte mientras la saliva corre apurada de un lado a otro cual gerente de empresa. El galope es cada vez más rápido, el coño parece estallar, Alba se estremece y gime sin importarle la presencia de alguien en los lavabos continuos. Se sumerge en una dimensión paralela, se eleva por el cielo de Amaterasu galopando sobre una nube. Siente millones de aromas surcar en forma de arco iris a su alrededor, flores cubriendo puentes del cielo a la tierra, She said she said sonando de banda sonora mientras la mirada infantil de un Kurt Cobain de once años sonríe tras unos arbustos. Es el momento más feliz de su vida; mejor aún que el beso con Marina, por mucho que le duela. Siente que viaja en el tiempo, en los cuándos y en los dóndes de dimensiones paralelas, atravesando las leyes físicas cual Wesley atravesando el andén nueve y tres cuartos. Observa la dinastía Zhou de China, con Confucio volando sobre un dragón. Lao Tse y Gengis Kan toman una extraña merienda homosexual en los valles repletos de melocotoneros de Kioto. Ha alcanzado el puto orgasmo más apoteósico de su vida –de momento –, y jamás olvidará lo que sintió mientras esas extrañas sustancias masculinas recorrían sus túneles secretos.
-¡Jodeeeeeeeeeer! ¡Puto Godofredoooo!
Sus gritos se hacen irrefrenables, la lengua de la pelirroja vuelve a surcar su boca, el pene palpita con bravura y su hendedura se ensancha con la holgura de la duda en mente cabezuda. El clítoris bombea sangre y se abalanza sobre su presa, danza de un lado a otro en el umbral de la puerta de la fantasía, reclamando un placer absoluto. Rezuma grandeza, se sobreexcita y grita con fiereza. Alba vuelve a retorcerse y mira al techo. El sudor le recorre el rostro colorado en el que las gotas de sudor surcan cada rincón de su rostro. Los ojos miran a todos lados a la vez, los senos bailan, rebotan y bailotean al igual que su pezón derecho como un brasilero en el carnaval de Río. Y como una brasilera gime Alba, por última vez desde que empezó la carrera. Marina juega con sus senos y los saborea, intentando formar parte de la escena. Fredo tan sólo gime y putea todo lo que le viene a la cabeza. “Me cago en la puta, me cago en dios, me cago en la leche, me cago en la ostia…” así interminablemente, mientras descarga encantado sus fluidos más personales en el interior del capuchón de un viejo condón. Pequeñas gotas de yogur caliente caen de la cueva al desprenderse de su invitado con un sonoro “plof”. El súbdito cae rendido ante su reina, viéndose satisfecho y halagado, y se retira completamente rendido.
-Joder –musita Fredo sin dejar de jadear tras joder el junco de jade que jode con maestría.
-¿Ya habéis acabado? Qué poco aguante –la vieja dice esto del váter contiguo, y Marina no puede evitar reír a carcajadas ante el comentario. Alba la imita, y juntas se funden en un beso comprometedor, mientras la pantera acaricia con ternura la fogosa y ardiente raja celestial de su pareja. Casi siente la mano quemarse y siente el impulso de hundirla; pero no lo hace, respeta el momento, no quiere que se pierda la magia. Siente el sudor que cae de las nalgas de la rubia, de su vientre, del canalillo de sus senos. Recorre la franja que separa las nalgas –conocida en algunas regiones como raja del culo –con su dedo índice y toma algo del sudor que corre en ella. Acerca el dedo a su boca y siente el sabor de la transpiración salada de Marina, siente su culo hervir, y entonces vuelven a besarse con pasión. Pareciera que no dejarán de intercambiar saliva en todo el día. La pantera muerde la lengua de su adversaria, aún exhausta pero no acabada. El muchacho se viste rápidamente. “Por fin”, piensa Alba, “He perdido la virginidad, me he corrido junto a un desconocido, y me siento genial”. “Aunque por otro lado…”. No, ya tendrá tiempo de discutir con su Yo moralista en otro momento. Ahora no debe preocuparse por él, está más enterrado que el talento de Axl Rose –lo siento, no pude resistirlo –. De pronto recuerda algo que quería hacer y no hizo. Entierra aún más profundo esas voces estúpidas en su mente. Abraza a su novia, ambas desnudas, transpiradas, malolientes. Agarra su culo y lo estruja, abriendo ambas nalgas con las manos, separándolas, y es entonces cuando la pantera siente el aire recorrer su agujero secreto, el más secreto. La niña de la trenza dorada acerca su dedo al pequeño y hermoso ano que reposa impasible entre la franja separadora. Hace ligera presión, y siente cómo enseguida se abre ante su dedo. Marina sonríe, encantada con el juego. Empiezan a besarse con fervor mientras la rubia atraviesa el ojete de su amada, hundiendo hasta la mitad del explorador como si se pusiera un anillo. Y es entonces cuando lo extrae, lo contempla, lo admira, y lo acerca ligeramente a la boca… Marina contempla con esa excitación mental de quien empalaría cualquier cosa que respirara con tal de calmar el dolor de sus testículos. Sin embargo, es ella la que recibe el dedo. ¿Qué me dices de eso? Alba y sus bromas, esto no me lo esperaba. Sin comerlo ni beberlo –quizás comerlo sí –, Marina se encuentra engullendo el mágico dedo rodeado de sus extraños e inexplorados aromas. La búlgara besuquea su cuello mientras la observa, acariciando su clítoris con la mano libre. El dependiente observa alucinado, sin poder creer lo que ve. La pelirroja saborea el dedo, siente su esencia, su poder, como si se chupara el forro del culo directamente. Creo que ya podemos decir que se acabó la represión, la timidez y la vergüenza. Se acabó todo… Alba es una auténtica pantera, y no parará hasta ser una leona, y la más salvaje de ellas. Sin embargo, algo interrumpe la hermosa situación que los chicos estaban viviendo, algo jodidamente estúpido e inoportuno, pero es lo que tiene follar en el servicio del Corte Inglés con un empleado menor de edad que trabaja en negro.
-¡Señor Godofredo! ¿Me puede explicar porqué veo seis pares de pies bajo la puerta del servicio femenino?
Por eso estamos aquí.
XII – Películas en la oscuridad
Otro día más, sí. ¡Arriba! ¡Arriba soldados! Inmundas parias de la clase media, mano de obra del acaudalado, objeto de burla del heredero, marionetas del influyente, ¡Alzaos y ocupad vuestros puestos, un nuevo día de vuestra vida de mierda ha comenzado!
El mundo espera. El mundo espera algo de ti, joven rubia, todos esperan cosas de ti. Todos quieren que te levantes, tomes una taza de café, vayas al instituto, obedezcas, estudies la mierda tergiversada que te muestran y te calles la puta boca como un cordero. Llevas haciéndolo toda la desdichada vida, joven búlgara. Has firmado un contrato, con apenas quince años, prometiendo acudir al mismo lugar a la misma hora con otros quinientos gilipollas durante la primera cuarta parte de tu vida, para aprender cosas tan absurdas como inútiles. Te has condenado a dar cada día los mismos pasos, a recorrer el mismo camino durante toda tu vida, funcionas como una máquina automática programada. No puedes contradecirlo, seguir tu instinto. No puedes mandar a tomar por culo las expectativas de la gente que espera que seas un cordero más, ¿o no quieres? Ahora lo comprendes, ¿verdad, jovencita? Ahora comprendes lo estúpidos que son. ¿No sientes unas ansias irreprimibles de acribillarlos como rata? Vale, no, ese soy yo. Joven Alba, quizás follar haya cambiado tu perspectiva de las cosas, quizás la sumisión al placer tenga efectos secundarios, quizás sea la influencia Marinista. Muchas cosas podrían ser el motivo del comienzo de tu despertar, sin embargo, ahora te hallas trotando alrededor del patio del instituto porque así lo ha ordenado tu profesora de educación física. Qué denigrante. Resulta que esa mujer cree poder decirte cómo, dónde y cuándo debes correr, porque ella lo ha “estudiado”. ¡Por las barbas de Merlín! Pero tranquilos, Alba sabe controlar su ira. Ella puede tragarse el odio, la frustración, ignorar la humillación que sufre bajo el látigo. Puede, por el simple hecho de que sabe que cuando vuelva a sus juegos de cama, todo se evaporará. Dando vueltas alrededor del patio, empieza a ver ciertas cosas. Imagina que la vida es como la clase de educación física. El pastor le dice a la manada que corra, y la manada corre. Una hora corriendo alrededor del patio; algunos se quejan, pero nadie se rebela. Nadie dice, “Que corra tu puta madre, yo tengo resaca”. Nadie es capaz de plantar cara a la autoridad. Y por el simple hecho de que le digan que tiene que correr, que se lo ordenen, a Alba se le quitan las ganas de correr pese a disfrutarlo en circunstancias normales. Sin embargo obedece. Obedece y corre, y la profesora de educación física mantiene a su puta familia y cotiza año tras año gracias a hacer correr a treinta gilipollas, en los que cabe destacar el típico gordito asmático que se sienta porque tiene un calambre. Alba ha decidido no ducharse después de las sesiones de sexo de cualquier tipo; quiere sentir el olor a chocho sucio al levantarse por la mañana, es realmente gratificante. Recuerda aquel enorme rabo dentro de sí mientras Marina le untaba la lengua con su saliva, y siente un espasmo mientras trota. La pantera pasa fugaz a su lado. Ella no es de la clase de amigas que corren a tu velocidad mientras hablan, sino esa clase de deportistas que le llevan diez vueltas a los demás y cada tanto te adelantan para saludarte. Cada vez que adelanta a Alba le palmea el trasero; es divertido, pero también peligroso. Las primeras veces parecía un gesto de amiga, pero la gente de la clase empieza a cuchichear, y el rumor sobre su beso ya se conoce. Los muchachos que dan clase en las aulas observan a los que corren y les gritan insultos, entretenidos. “¡Date prisa, chicha fofa, que te adelantan hasta las chicas!”, brama el más ingenioso. Pronto, dejan de trotar y se dedican a “juego libre”. Quince corderos varones al corral de fútbol, y quince hembras al corral de “mato”, acompañadas del típico afeminado que no puede faltar. Mientras, el clásico gordito con asma que finge calambres para disimular su incapacidad física los contempla con envidia desde una silla. Cuando termina el instructivo y dogmático entretenimiento, acuden a los vestuarios. ¡Oh, dioses, qué bello lugar! En estos momentos me alegro de ser el narrador, y poder aventurarme en lugares tan maravillosos como éste. Contempla, dichoso mortal, y pregúntale a tus ojos si han visto algo más dulce. Un recinto donde niñas de catorce a dieciséis años muestras sus indecencias sin pudor –salvo dos o tres, que se cambian en los baños con la puerta cerrada para que no se rían de los quilos que les sobran; esas jóvenes y graciosas niñas con poca autoestima que amenazan con quitarse la vida cuando se agotan las ediciones de lo último de su cantante favorito –. No se duchan, no. Las duchas llevan varios años inutilizables, y así continuarán, pues parece ser que el Ayuntamiento de Palma se encarga de invertir el presupuesto en las fiestas de moros y cristianos en vez de reparar desperfectos en las instalaciones públicas como los colegios –lo siento, hoy me he levantado sintiéndome un Stirner cualquiera –. El denso y atosigante olor a sudor, mezclado con el desagradable aroma de los desodorantes en masa, constituye ese extraño aroma de vestuario juvenil, que lo vuelve un momento del día bastante particular. Senos protuberantes, senos inexistentes, senos rollizos, senos firmes, culos flácidos, culos firmes, patas cortas y chatas, piernas estilizadas y largas como el discurso del abuelo… Carnes suaves, carnes pecosas, carnes con lunares, con heridas y moratones, depiladas y a medio depilar. Músculos, tendones, crujidos de rodillas… Pelos lacios, otros exorbitantemente despeinados y caóticos. Ojos azules, verdes, castaños, parduscos, oscuros, terrosos… Uñas largas, uñas mordidas, cuerpos flexibles, cuerpos fofos, chochos vírgenes, chochos que parecen ropa tendida… Catorce mujeres hablando sin parar, soltando una idiotez tras otra, riendo a carcajadas, discutiendo a los gritos, quejándose con furia, llorando con agonía fingida. Como una reunión de madres primerizas, pero con menos años y menos varices en las piernas. La rubia contempla a Eva, que se sienta para armarse dos trenzas, con toda la paciencia y la diplomacia de una embajadora palestina en Israel. Se trenza los cabellos cual irlandesa del siglo diecisiete, completamente ensimismada en su labor. No se inmuta cuando suena el timbre, como tampoco las dos jóvenes que permanecen con ella. Todas las muchachas se han marchado ya, y solamente quedan nuestras tres jovencitas. Qué grata situación, qué bella tarea contemplarlas. Obsérvalas como yo lo hago. Deléitate. Eva comienza la conversación con su usual indiferencia.
-Ya han empezado a hablar de vosotras –comenta.
-¿Qué dicen? –se interesa la pelirroja, mientras se pone la camiseta y se sienta, con pasividad. Llegará diez minutos tarde a la clase, y le importa tan poco como el resultado de las elecciones.
-Chorradas. Que si ahora Alba va de liberal y ese rollo para imitarte, que si queréis darle envidia a no se quién… ya sabes, esas cosas.
-Pues vaya –exclama Marina como si hubiera oído las predicciones meteorológicas.
- Siempre os han tenido envidia. Supongo que ya se acostumbrarán.
-Me la suda.
-Hey, cambiando de tema –salta la rubia, que permanecía a un lado, escuchando con pasividad –, me tienes que pasar los deberes del Martes, que no fui a clase por lo de… bueno,
eso… -eso –. ¿Me los vas a p…? ¿Qué coño haces?
Marina ha extraído una extraña loción, y se quita las bragas con rapidez. Se abre de piernas sobre los bancos, sonriendo, y Alba se percata de la novedad.
-Joder, ¿otro más?
-Es un vicio, si empiezas no paras.
La joven y descocada pantera sonríe con su usual rostro salvaje, Eva observa anonadada, y la rubia se sienta extraña. Un piercing de plata –para evitar infecciones –se columpia en el clítoris de la muchacha. El agujero es bastante impresionante. Debe de hacer dolido, sí. El clítoris está realmente dilatado, pero es parte del proceso, como el de la lengua. Durante unos días no podrá follar, y tendrá que lavárselo bien. Alba lo contempla medio asqueada y medio fascinada. Apenas sabe qué decir.
-Es…como, precioso –balbucea, absorta en el impacto de la imagen. La ninfa de las trenzas refleja admiración en sus ojos. Ella también quisiera tener uno –un piercing, no un ojo –.
Marina saca el alcohol, el jabón desinfectante o lo que coño sea, y lo bate unos segundos antes de usarlo. Alba observa a su amante alzando una ceja, y la rubia sabe lo que la pelirroja va a decir, segundos antes de que empiece la frase..
-Alba, corazón. Me da un poco de impresión tocármelo, no soy capaz. ¿Por qué no lo haces tú?
Sonrisa picarona, como quien no quiere la cosa, aunque hay algo más en su propuesta; Alba lo sabe, ella lo sabe, Eva lo sabe, y observa encantada con la situación, fingiendo que busca su ropa en la mochila. La niña de la trenza dorada unta su dedo de loción y empieza a masajear con muchísima suavidad el henchido clítoris de su novia. Lo hace con mucha delicadeza, contemplando el dolor en la mirada de Marina. Intenta que el jabón se introduzca en el agujero, pero se siente algo impresionada, le duele tan sólo de mirar.
-¿Por qué haces estas cosas tan raras?
-Si por mí fuera me agujerearía la cara entera.
-Si lo haces no me volverás a besar, que lo sepas.
Masajea con mucho cuidado la hermosa burbuja rosada, la aleta del coño, como se conoce en algún que otro argot. Eva termina de vestirse y está a punto de marcharse, pero Alba la retiene un momento.
-¿Aún sigues enfadada con mi hermana?
-No, ahora iré a hablar con ella. No hay nada mejor que las reconciliaciones, ¿verdad? –y se marcha dejando tras de sí ese rastro de hermosa sonrisa de niña angelical.
-Amor… –Marina habla susurrando, la rubia sabe lo que eso significa -…Méteme el dedo, en el culo. Me encanta.
-¿Ahora? ¿Aquí?
Alba se extraña mucho. Se ha decidido a hacerlo con normalidad, ha olvidado su vergüenza, pero no su sentido común. Algo le dice que no debería hacerlo en mitad de un vestuario. Sin embargo, recuerda que el día anterior hizo caso de Marina y todo salió bien, al menos para ellas. Acerca su dedo índice al ano irritado de la pantera por segunda vez. Hurga lentamente dentro de él, sintiendo la presión de las paredes. Introduce suavemente el dedo, y Marina se retuerce en el banco semidesnuda. Eva se ha marchado, pero alguien podría entrar en cualquier momento. La hermosa y dulce Alba continúa perforando la cueva, sintiendo las paredes apretarle la uña. Mete el dedo al completo, y entonces Marina la observa y sonríe.
-Mi dedo es más largo –dice, y ambas echan a reír -¿Ahora puedo hacértelo a ti? –tras la rápida negativa de la rubia, insiste con pesadez, como siempre –Venga va, no hay nadie.
-No pienso dejar que me hagas nada aquí. Hoy es viernes, ven a dormir a mi casa y por la noche hacemos todo lo que quieras.
Ambas se contemplan, la pantera solicita espacio en su agenda. Sabe que tiene todo el espacio del mundo para Alba, y asiente silenciosamente, sabiendo lo que la noche aguarda. Sabemos lo que la noche aguarda, ¿cierto? Por eso, volamos en el tiempo, saltándonos las aburridas horas de clase, el almuerzo, las ociosas horas de la rubia en su habitación, su ducha, etc. Nos detenemos en las diez y media de la noche de un viernes cualquiera.
Casualidades. En el mundo hay muchas casualidades. Son esos momentos en los que ocurren cosas cuando uno no las espera, o cuando no deberían ocurrir. Qué casualidad, qué coincidencia, que justamente Eva se quede a dormir hoy en casa de las chicas. Erika no tiene problemas, dentro de todo es bastante permisiva; no le importa hacer cena para seis –tampoco tiene nada mejor que hacer en su triste monotonía de ama de casa, salvo santiguarse y suspirar ante las malas noticias –. Dejará que las chicas vean una película en el salón. Comerán palomitas y harán cosas de chicas, en principio. Alba no está muy entusiasmada con la idea, pero Elena ha insistido mucho. Parece hacerle ilusión que las cuatro compartan el momento juntas. Lo complicado –hablo desde el conocimiento –es hacer que cuatro mujeres adolescentes se pongan de acuerdo para ver una película. Terminan eligiendo terror, cosa que a toda muchacha que se precie le encanta, y le da la excusa necesaria para aferrar con firmeza la mano de esa persona tan especial –dios mío, las cosas que dice uno cuando se mete demasiado en situación –. Sumado a los sobres de palomitas, litros y litros de y refrescos varios y un par de tarros de helado de chocolate, tenemos a cuatro niñas felices en una sesión de cine –y a un escritor novato echando por tierra su carrera literaria antes de haberla empezado, a no ser que suceda algo (que sucederá, doy fe) –. Han subido la televisión al piso de arriba para ver la película en la biblioteca, algo alejadas del dormitorio de Erika y Ricardo. Oscuridad, eso es lo mejor. Las cuatro niñas sentadas en un sofá en la penumbra, viendo una película de terror más triste que un niño con cáncer. Cada una junto a su respectiva pareja. No hay nada mejor que las reconciliaciones, os lo pongo por escrito –literalmente –. La tierna y conmovedora Eva y su pareja están enlazadas en un abrazo mortífero en un rincón del sillón, acariciándose el pelo en un gesto que la rubia procura no mirar. Alba y Marina están en el otro rincón. La niña de la trenza dorada reposa sobre el hombro de su pantera, quien la oye ronronear mientras le acaricia el vientre. La película es lo de menos. Compartir ese momento con su nueva pareja es algo que solamente en una muchacha adolescente de clase media puede reconocer como uno de los mejores instantes de su vida. Es reconocer y vivir una nueva parte de su recorrido junto a Marina. La pelirroja abraza a su pequeña, la mima y recorre su cuello con las uñas, masajeándole la pierna con la mano derecha. Con cada sobresalto de la película, se toman de las manos con fuerza y se sumen en un profundo beso, sin importarle que Elena pueda verlas. Alba ha comprende que tal cosa no importa, puesto que observa a Eva besar a su hermana con ternura. Por eso están ahí, no tenían otro objetivo que el de volver a estar juntas y mimarse. Si su madre las viera se caería de espaldas; dos hijas y las dos bolleras. Alba observa las escenas de la película sin entusiasmo. ¿Cómo se puede, en pleno siglo veintiuno, seguir explotando a los zombies en el cine? ¿Nadie se da cuenta de que son patéticos? Le importa una mierda si los matan a todos, solamente quiere alimentarse del aire que emana la nariz de su princesa roja, de respiración mansa. Siente sus dedos entrelazarse con los de su amante y se da cuenta que nada le importa más que compartir cada segundo de su vida con ella, que no hay nada más bonito que esto, y que lo único que desea es amar eternamente a su pelirroja –algún día me arrepentiré de haber dicho esto –. Sus manos se encuentran en el bol de palomitas y entonces se observan, se contemplan a la luz de la televisión y ríen. No se han percatado de que el hijo del protagonista de la película acaba de ser devorado por la bestia entre gritos de agonía. Les importa una mierda.
-Tengo los labios secos y cortados, la sal de las palomitas me hace mal –susurra Marina, y Alba sabe lo que quiere decir en realidad con este comentario.
-Yo te lo curo –musita delicadamente, y abalanza su lengua sobre los labios agrietados de la pantera –Están salados.
-Te lo dije.
Ambas echan a reír y siguen con su juego. Alba recorre poro a poro cada rincón de los labios de su amada con la lengua, humedeciéndolos por completo, saboreándolos y sintiendo el aroma a pintalabios. Toma la saliva que se almacena en sus comisuras y la absorbe, siente que los jugos de su boca la alimentan, la rejuvenecen. Sabe que no volverá a querer tanto a alguien en toda su vida, y vuelve a sumergirse en una ola de idas y venidas de flujos en un contundente beso que sella la situación. Contempla y se deleita con la imagen de Eva, al fondo del sillón. Esa niña, tan jovencita y tan salvaje. Trece años de pura codicia. Ese rostro angelical que besa con furor a su hermana. Por un momento, Alba se pregunta si la ninfa y ella tendrían algo de no ser por Marina. Extrae esta idea de su cabeza. “Es absurdo”, piensa. Desear a la novia de su hermana no le hará bien, y menos aún en ese momento, pero existen las coincidencias. Aprieta la mano de la pantera con fuerza y sonríe.
-Rubia –inquiere de pronto Elena, sin molestarse a poner la película en pausa de lo mala que es –, vamos a hacer más palomitas, que se han acabado.
-¿Por qué yo?
-No van a ir las invitadas, nena.
Alba se levanta de su paraíso en contra de su voluntad y empieza a preparar las palomitas y las bebidas junto a su hermana. Las miradas que se echan son realmente inquisitivas, como si ambas supieran todo y no dijeran nada. Súbitamente…
-Alba –empieza su hermanastra –. Sé lo que vas a hacer con Marina, y supongo que será la primera vez –observa la cara de enfado de la rubia, que esconde admiración por la sinceridad de sus palabras –. Si quieres te puedo prestar un vibrador, solamente si quieres.
Alba contempla a su hermana, sospesa la idea, y decide.
-De momento no, a lo mejor más adelante. Hoy quiero que sea bonito, quiero que sean sólo… -calla. Iba a decir “sólo nuestros cuerpos”, pero no son palabras que una muchacha que acaba de descubrirse a sí misma quiera compartir con su hermanastra.
-Vale, lo entiendo.
-Pero gracias de todas formas.
Elena sonríe. Sabe que ha ganado media batalla, que conseguirá que pronto su hermana confíe en ella al cien por cien. La niña de la trenza dorada regresa a su lugar en el sofá, se acurruca junto a su amada, la toma de las manos y vuelve a reposar su cabeza en su hombro. Lo nota más bajo, como si Marina se hubiera reclinado más. Empieza a hacerle mimos y a recibirlos, encantada. Desearía que la película no acabara jamás solamente para no dejar de sobarse con su novia. Entonces se alza y busca su boca con desesperación, como si necesitara un beso suyo inmediatamente. Se aferra a sus labios y lucha con su lengua dentro del recinto, encantada de saborear de nuevo los jugos de la pantera. Sin embargo, tiene una sensación muy rara. La pantera se ha quitado el piercing de la lengua, de pronto. De hecho, su lengua parece diferente sin él. Toda su boca parece diferente sin él. ¡Coño, no es su boca! Y aunque pueda resultar divertido, a Alba no se lo parece en absoluto.
-¡Eva! –grita, y ahora sabe lo que podría pasar si no saliera con Marina. Todos lo sabemos. Por eso estamos aquí.
XII – La auténtica sexualidad
Y hablando de llegadas, al fin llegó. Las experiencias de Alba, capítulo trece, número de mal augurio. En este caso haremos una excepción. No es la mala suerte lo que ha llevado a nuestra protagonista a invitar a su pareja a dormir con ella. Ahora yacen en la habitación de la niña de la trenza dorada, la niña de ascendencia turca y húngara a partes iguales. Han echado la llave, han cerrado la persiana, han puesto música. La música la ha elegido la pantera, está claro. Lullaby, de The Cure, merodeó el ambiente durante un rato. Ahora la lista de reproducción del Windows Media retrocede en el tiempo de a ratos. Recorre el mundo del rock empezando por Nirvana, siguiendo a través de los Sex Pistols, Iron Maiden, Cinderella, Black Sabbath, David Bowie, Jimmi Hendrix, the Who, the Beatles, Janis Joplin, los Rolling Stones, Elvis Presley, Chuck Berry, John Hurt. Llega a Frank Sinatra, y mientras Marina baila quitándose la ropa suena “New York, New York”. No creo que haya otra situación más acertada para esta canción. Un movimiento de caderas de esa diosa pelirroja semirapada, acompañado de su rasta salvaje teñida de verde, y los vientos cambian de dirección. Una teta fuera y las gradas prorrumpen en aplausos, estallan en vítores. Una palabra de esos abultados y esponjosos oleajes color laringe llamados labios, y la Luna ensordece, calla absorta. Todos callamos, callamos y oímos, oímos y olemos. Una prodigiosa fragancia se expande en la habitación en círculos como la caída de una piedra en el agua, sabor a miel. Se derrite y dulcifica los pezones al descubierto de la mujer leona, la pantera roja. Esa muchacha salida de una manifestación punk de Londres que no contempla el firmamento, pues el firmamento la contempla a ella. Esa criatura de dieciséis primaveras y un otoño cuya mirada es la perdición de los mortales, la envidia de las ninfas de los lagos. Ríe y su risa es como una paja con aceite de oliva. Como comer nata del coño de Mazu, la diosa china de los marineros. No exagero, caballero, no señor. Observa ese ombligo altanero y soberbio que irradia esa belleza y majestuosidad tan solo igualable por las caderas al son de Sinatra. Fatua figura, límpida e inmaculada enculada por la locura. Sutil belleza, grácil cual cereza y codiciada cual cerveza que endereza la aspereza de una cabeza sumida en la tristeza; qué proeza, oh Marina, vaciar por entereza mi mente canina que camina invadida de impurezas. Tornemos sin dilaciones al lugar donde se aposenta la dama de los pies que danzan, cuya mansa escasez de ropa estoca cual lanza y sintoniza en la emisora de la sonrisa que se divisa en lontananza. Observa ahora a la joven pelirroja que sonroja a los manzanos cuyas hojas enlazamos con dulces pajas de ritmo Becqueriano. Disculpen este lapsus, no pude evitarlo. Contémplala. ¡Admírala, diablos! Una diosa en un palco de caoba que zozobra a la orilla de un río de pétalos dedicados al contorno de su culo. Una capa de brillantez da forma a su silueta, y es entonces cuando Alba observa el baile y abre la boca para no volver a cerrarla. Si no estuviera harto de comparar a mis personajes con los del Silmarillion te diría que ahora mismo, Marina baila cual Lúthien en Lorien. Contempla la elegancia y sofistiquez con que la pantera de tus sueños baila de un lado a otro y termina de desnudarse. Y es entonces cuando lo vemos, y es entonces cuando agradecemos. De nuevo ese dulce tesoro vestido con alfombra roja que ha sido el principal objetivo de nuestra protagonista desde que se masturbó por primera vez. Ahora se suma ella al baile, y ambas danzan al ritmo de My way en un vals que nunca ha existido. Sus labios se encuentran por undécima y duodécima vez en lo que va de día, aunque el sol ya se ha ido. No podrá deleitarse con lo que sucederá ahora. ¿Has pensado en todo lo que se pierde el sol cuando se va? Todo lo que realmente importa sucede en su ausencia, debe ser terrible ser el sol. No importa, ahora nada importa salvo las lenguas de zafiro, cuarzo y ónice que se exploran unas a otras y desencadenan una ola de fluidos corporales que danzan al igual que sus portadoras. Marina observa entonces a la niña de la trenza dorada y la empuja sobre la cama, alza una ceja y la observa con esa cara de “se acabaron las gilipolleces, zorra, quiero poseerte”. La pelirroja se disfraza bajo una máscara de lascivia y se embadurna en la lujuria salvaje que libera su alma. Desata la trenza y los mechones de armónicos colores que custodian la columna vertebral. Ahora la cuerda dorada se deshace lentamente y las manos de la pantera desmoronan la rubia melena con ira. Despeinada y despojada de las cadenas que la atan a la superficialidad cosmopolita que invade el mundo vacío, Alba se lanza en la búsqueda de la auténtica sumisión divina y no se queja cuando la pelirroja araña su espalda y saborea el sudor que cae de sus pezones. Siente los poros de sus senos lubricados de aroma a leona al entrar en contacto con la barbilla de Marina, que atrapa al rosado morador de las colinas. Lo toma entre ambas hileras de dientes y lo mece en una cuna para no dejar que vuelva a dormirse. Corta por la mitad un limón previamente robado del cesto familiar de la fruta y su fuerte olor se desata imparablemente, llegando a cubrir los diversos aromas a transpiración y deseo. La niña cuya trenza dorada es ahora un indescriptible matojo color orina claro, introduce lenta y armoniosamente su tierno y rojizo pezón en ese imperial mundo amarillo –no, China no –, semblante al plano contrapuesto de una seta. La pelirroja exprime los jugos ácidos sobre el endurecido seno de la muchacha de tez pálida, y el pezón se contrae y rebosa rigidez ante la presencia de extrañas sustancias. Sin perder la intriga por el juego, la niña del matojo color orina toma la mano de la pantera, que a su vez toma el limón y provoca la caída de sus jugos sobre el cuerpo de la búlgara. Como si no estuviese ya suficientemente mojada, recibe las frescas gotas en la cálida piel y un escalofrío le recorre el vientre sin quererlo. Sin saber porqué, muerde con fuerza el limón y en su cara se dibuja una cómica expresión de asco ante la acidez del fruto. Divertida, la pantera indaga en su boca con su lengua, como si intentara averiguar la causa de su lapsus facial. Siente el sabor a limón en la boca de la niña de tez albina y casi te podría decir que una gota no provinente del limón, surca su sudorosa ingle balear. El juego continúa un buen rato mientras la música varía y se adentran en las diferentes épocas de apoteosis artística mundial. Quizá desees que te explique con detalle cómo las últimas gotas del agotado limón caen al vacío para adentrarse en las bocas de las niñas que juegan a intentar cazarlas al vuelo. Algunas desgraciadas caen en sus barbillas, en sus narices, y cada una se encarga de limpiar los jugos desperdiciados de la otra. Un fructuoso beso sella el momento, culmina el juego. La pantera saca un plátano de no sabemos dónde.
-¿Te has traído el frutero entero? –pregunta Alba sarcástica, aunque casi te podría asegurar que sí lo ha traído.
La niña de ascendencia turca y húngara a partes iguales se da cuenta demasiado tarde de lo que la pelirroja se propone hacer con el plátano, y sin que le de tiempo a quejarse, lo siente previamente pelado en su exuberante y hambriento pubis. A decir verdad, desde ayer no ha parado de sentir esa necesidad impetuosa de meter algo en su agujero de la depravación, casi como si la fuera a devorar por dentro. Ciertos jugos de seda recorren los filamentos pegadizos de la suculenta fruta que la pantera sostiene con cariño. Pareciera desear tanto el plátano como el coño en el que va a meterlo, y juega con la superficie antes de hacer nada. De pronto, la búlgara recuerda lo que está a punto de hacer y apenas alcanza a creerlo. Sin saber porqué, se halla de piernas abiertas frente a su mejor amiga, que ahora se dedica a besarla. Está a punto de hacer el amor con ella, lo sabe, si es un sueño no despertaría. El estribillo de Bebe aún resuena en su cabeza mientras siente la alargada fruta asomarse a su pubis como Steven Tyler lo haría con su grupie. Alba siente la superficie áspera y pastosa del plátano en contacto con la carne lozana y flamante. Del coño de la niña del matojo color orina, aparece la energía de la sexualidad concentrada en un hilo de espeso flujo de caramelo, que inunda el plátano como si de miel se tratase. Entonces Marina empieza a empujarlo suavemente. Alba gime y se retuerce en la cama, como si quisiera resistirse, y las costillas aumentan de volumen con los intentos de la pantera por lograr lo imposible. Es demasiado inconsistente y se hace papilla al estallar con la piel rígida y empapada de la rubia. Como si supiera lo que hace, quizás como si lo hubiera hecho ya, la pelirroja aguanta la banana con la boca, mordiéndola ligeramente. Sin un mínimo de compasión o comprensión por la juventud sexual de la rubia, Marina toma ambos labios vaginales y los estira con fuerza hacia el este y el oeste. La búlgara siente un escalofrío alrededor de sus caderas, quizá en algún lugar que aún no conoce, y el labio inferior le tiembla en un baile de sumisión. Deberíamos admirarla por su esfuerzo, por contener las ganas de echar a correr al recordar el hogar en el que se ha criado. No puede evitar imaginar a su madre avergonzada al observarlas, abriendo la puerta de improviso. Sabe que es imposible, que la cerradura es tan segura como que Marina está tensando demasiado su agujero secreto. Pareciera que está esperando a ver qué cede antes, el coño o sus muñecas. Alba intenta reprimir los ligeros dolores que la corroen al entregarse por completo a los espasmos de exagerado placer. Siente entonces el agujero ceder ante una fuerza, y se incorpora con dificultad para ver qué ocurre. Como quien ve al médico abrir su pierna en el quirófano, Alba contempla su agujero abierto y tenso, como una profunda cueva cuyo fin es la respuesta al sufrimiento. Por un segundo le da la impresión que podría caer eternamente en esa esfera estirada que desata nubes de oscuridad anudándose en torno a su garganta. Siente el olor a caverna que desprende la misma, y adora saber el placer que su novia siente ante tales aromas. Observa entonces las manos de la pelirroja tensar su tesoro y sus uñas clavarse en las tiras de fina y pálida piel. Marina tiene un enorme plátano en la boca y parece estar encantada con el juego. Lenta y armoniosamente, empieza a introducir el blando y destartalado extremo de la banana dentro de la joven cueva. Sin forzar el roce, empieza a empujar con la boca y siente los olores que desprende el pozo de los deseos al estar a escasos centímetros de sus fosas nasales. Observa su chiquito y discreto ano en calma, como si nada fuera con él. Observa hacia arriba divertido, intrigado por la escena pero nada deseoso de participar. Marina apenas le presta unos segundos de atención, y empieza a pensar cómo le gustaría jugar con él. Cuando la mitad de la fruta se halla dentro de la niña, ésta sonríe y suspira con fuerza, como si llevara conteniendo el aire una semana. Las pecas vuelven a tornarse invisibles tras el enrojecimiento de su sensible rostro, que desprende gotas de sudor por doquier. Juguetea un poco más introduciendo el plátano, y la nena ríe con fuerza al sentir las cosquillas de la fruta dentro de su cueva oscura y esponjosa. Entonces siente que algo falla, y se da la vuelta, y es entonces cuando observa a Marina con media banana en la boca, y es entonces cuando comprende que la otra media yace en su interior.
-Joder, joder y joder, ¿Y ahora cómo lo quitamos? –la búlgara parece asustada y divertida a la vez, aunque el placer es lo que la domina, y en realidad no se arrepiente de lo que ha metido en su cueva. Es más, lo volvería a hacer, y lo sabe.
-No sé, rubia. Empuja y ya caerá, ahí no se va a quedar –Marina ríe, pero hay algo en su tono despreocupado que desagrada a Alba.
-Hablas como mi hermana.
Tomándoselo como un cumplido, Marina acaricia y besa su vientre como si fuera un peluche de su infancia que lleva años sin ver. Lo toma entre sus manos y lo huele, lo amasa y lo recorre con su lengua, deseando evocar un pasado remoto ya perdido en la historia. Como si un impulso instintivo fuera de su control la atacase, Alba siente un fuerte burbujeo en el vientre y aprieta su vejiga, intentando extraer la fruta perdida de la única manera posible. El plátano saldrá, pero la fuerza no distingue entre lo que debe y lo que no debe salir. Los abdominales aprietan y la rubia siente el pis contenido surcar oscuros túneles en busca de la luz. Mientras recorren esos pasadizos, Marina acerca su boca a la joya bendita que se debate en un duelo contra sí misma, entre espasmos y zarandeos.
-¡Quítate! Me voy a mear –la búlgara intenta dar explicaciones, Marina asiente silenciosa; sin embargo Marina es una pantera roja, y las panteras son salvajes.
Las cortinas de voluptuosa carne sonrosada se abren para dejar entrever el plátano mordisqueado que aparece desde la lóbrega estancia. Parece un misionero, un superviviente que regresa de la guerra, y se asoma al aire para observar cómo la profunda boca de la pelirroja lo engulle a la par que va saliendo. Se deja caer con brusquedad sobre sus fauces abiertas, donde la niña lo mastica y saborea lo que lo cubre. Sin embargo, no viene solo, pues ciertos líquidos lo empujan, y al fin han salido del laberinto. Lo primero que observan al salir es una niña de apenas diecisiete años masticando una banana. No es muy normal para el señor meada, acostumbrado a caer sobre un inodoro, pero no está nada mal. La pelirroja esperaba unas gotas, pero parece haber algo más. Un fuerte chorro de orina aparece de improviso y le sacude el rostro antes de que pueda esquivarlo. Alba intentar contener los líquidos, pero ya es tarde, ambas lo saben. El pequeño bramido de la orina sale despedido y golpea con fuerza sobre el puente nasal de la pelirroja, que cierra los ojos para no observar como la salpicadura recorre su bello rostro. No hay peca que no saboree entonces el ácido líquido que cubre su cara al completo. El charco vertical desciende con rapidez por sus mejillas acampanadas y oscila sobre la nariz hasta acabar en su extremo. Una vez en ese punto, una gota cuelga unos segundos antes de dejarse caer, como si dudara si lanzarse o no. Finalmente se decide, y rebota con un sordo chasquido sobre el labio superior de Marina. Sus compañeras la siguen, mientras las demás se lanzan a un lejano vacío desde los diferentes acabamientos de la mandíbula. Ni tan solo el mentón consigue mantenerse ajeno a la visita del curioso chorro amarillo, que recorre lentamente la piel y escapa acobardado. La niña espera sin reaccionar, y Alba pide disculpas en voz baja, aunque no sabe que lo único que ha hecho ha sido aumentar más la excitación de la pantera. Como si no fuera la única cachonda por el juego, Marina y su rostro empapado de vergüenzas se acerca sin pudor a su novia y le propina un beso en plena boca.
-¡¿Qué coño haces?!
La rubia escupe y se limpia los labios con la sábana. No parecen gustarle las perversiones de su amiga, o no parece querer admitirlo. Me decanto más por lo segundo. Pero mírala, observa cómo la pelirroja se vuelve a acercarse y vuelve a besarla. Quizás Alba olvide sus principios, olvide la acidez que siente en su boca, olvide todo. Todo lo que sé es lo que veo, y es ambas niñas intercambiando los jugos gástricos de una de ellas, acompañados de una batalla de lenguas de cuya metáfora empiezo a abusar. Se besan. Se besan. Se besan, y lo hacen durante un tiempo que creo interminable. Observo sus bocas jugar y pelear, revolcarse en torno al pis que se rebalsa de sus bocas impregnando el suelo. Alba siente su sabor en la boca, y por un segundo se siente tan asqueada que casi ni se ve capaz de terminar el beso. Caliente. Muy caliente. Siente la orina arder en sus labios y atravesarle el paladar con ferocidad. La empalaga y golpea a la vez, inundándola. Siente las olas de su propia meada galopar de un lado a otro empujadas por la lengua de Marina, esa onda dorada que navega en círculos sobre el mar amarillo. Repugnada al sentir sus fluidos calientes en la boca, Alba escupe. Escupe en explosión, salpicando el cuerpo blanquecino de su compañera. Se contemplan. Se miran a los ojos y sonríen. Lo que han hecho es una locura, y les encanta. Observan el suelo manchado, sus cuerpos envueltos en los flujos del color del matojo de Alba. Marina posee el rostro embadurnado en los íntimos jugos de la rubia que aún los degusta en su boca y escupe en el suelo. Un hilo de saliva que no sabe si decidirse por el color amarillo o no, se desliza suavemente desde su barbilla hasta la clavícula, uniéndolas con un puente vertical y transparente. Muchos de estos hilos impregnan las fauces de la pantera roja, pero no le importan. Nada le importa.
-Dios, quiero quitarme este sabor asqueroso de la boca y no tengo con qué –dice Alba de pronto.
-¿Vamos a por agua?
-Claro. Hola mamá –bromea con un tono sarcástico -, íbamos a por un poco de agua para quitarme el sabor de meada de la boca.
Ambas ríen y se sientan en el suelo, sospesando posibilidades, aunque se internan en el cerebro de la otra a través de una mirada y saben inmediatamente lo que van a hacer.
-¿Por qué no acabamos lo que hemos empezado? –empieza la pantera, salvaje como ella sola.
-Igual así también me ayuda a quitarme este sabor.
-Puede ser –vuelven a reír y se abrazan, encantadas con las indecencias que han hecho.
Se sienten asquerosas, repugnantes, abrazándose sobre un charco de orina. Abren la ventana, sin subir la persiana, y encienden el ventilador, intentando alejar el terrible olor que desprenden los fluidos vitales de la niña. El aroma se aposenta en la estancia para quedarse, y lo saben. Vuelven a besarse, se acarician. Marina cambia la música. Let’s dance, éxito mundial. La niña cuya melena naranja se alza sobre su campo de visión, se acuesta sobre la cama boca arriba y respira serenándose. Observa el techo, blanco y puro. Casi me atrevería a decir que es lo único que no tiene gotitas minúsculas de pis ensuciando su pureza. Alba se acerca sobre su amada y extiende sus manos como arañas sobre las rodillas de la pelirroja. Separa las piernas flexionadas y contempla su ansiado tesoro, cuyo interior será hoy su postre. Se asoma a él como a un plato de arroz, y lo contempla como la fotografía ganadora de un concurso. Siente el aroma que desprende el interior de la bestia, cuyos labios vaginales parecen dos gusanos de gominola que se acaban de despertar en la misma cama, y uno de ellos dice “dime que no lo hemos hecho”. Qué grotesco. Esa cama, ese lecho. Esa esponjosa masa blanquecina debido a la falta de contacto con el sol, que yace hechizada bajo la mirada incesante de la búlgara. La niña absorbe los olores que recibe y se acomoda para no acalambrarse mucho tiempo en la misma postura. Acostada boca abajo a la altura de la entrepierna de la pantera, Alba acaricia con las uñas la vertiginosa superficie del chocho de su muchacha. Lleva mucho tiempo deseándola, pensando en ella, basando sus fantasías en su mirada. Al fin conocerá su sabor, sentirá su esencia en la boca, podrá fundirse eternamente en el amor absoluto. ¿Te has dado cuenta? Está nerviosa. Su corazón late con una fuerza tremenda, intentando escapar de un cuerpo que se le resiste. Después de todo lo que ha hecho, se siente nerviosa por lo que va a hacer, quizá porque ello implica algo más de lo que se ve. Comerle el coño a Marina será lo que marcará el antes y el después en su vida. Lo sabe. Se calma. Saborea el momento. Se acerca a la magnificencia. Un beso y la niña sonríe; otro algo húmedo y la mujer suspira; un leve mordisco y la pantera ruge. Marina se arquea y se revuelve lentamente mientras la lengua de la rubia viaja lentamente de sur a norte sobre la superficie pulida de la magistral obra. Anonadada por la belleza de su tesoro, la niña indaga levemente entre la fisura y siente los poros de su boca hundirse y ahogarse, junto al roce de esa piel sonrosada que podría haberse hecho pasar por reptil. Ambas superficies esponjosas y porosas se aferran y unen sus carnes en un beso de enamoramiento fraternal. Alba siente el delicioso y enigmático sabor de la muchacha, que pronto disipa la acidez de la orina. Siente esa dulzura amarga de una gelatina sin azúcar, ese sabor a carne cruda y sudorosa, salida con vigor de las mismas entrañas de su corazón. Se abre en flor hacia los gruesos y voluminosos labios búlgaros que la rodean y la miman con sus eternas caricias. La lengua baila al son de Ella Fitzgerald y recorre cada páramo de la vasta planicie de semblante árido, que se alza y se revuelve ante la visita. Marina suspira y ríe, entrecierra los párpados y cruza los dedos de los pies involuntariamente al sentir la maravillosa esencia de la abeja en su pétalo. Alba descansa la boca sobre el triángulo de las bermudas y aprisiona la carne tensa entre sus hileras de marfil. La rosa grita ante las caricias labiales de la búlgara, que tras darle el cariño necesario y acostumbrarse al aroma que desprende, sumerge sus fauces en la mágica entrepierna, inmortalizando el mejor día de su vida. El piercing del henchido clítoris acaricia su tabique nasal y se arrastra junto a ella –la pelirroja siente dolor, pero forma parte del juego –. Alba lo siente rezumante de vida, como si quisiera follársela por la nariz. Acaricia con las pestañas el rojizo matorral del norte, que yace expectante ante el rostro desconocido. La niña sumerge su lengua en el interior de la cueva y aspira los sabores que escucha sin abrir los ojos. Es entonces cuando le vienen a la memoria todos los buenos momentos que ha pasado junto a Marina. Todas las calles que patearon, todos los chicos que conocieron, todas las travesuras que hicieron juntas. Tanto tiempo como amigas, apenas unos días como novias, y ahora el rudo piercing que atraviesa el clítoris de Marina golpetea su nariz, mientras Alba mete el hocico en el suculento manjar. Siente el fuerte sabor que de allí emana, y nota lo mojado que se encuentra. Por la barbilla ya caen las primeras gotas transparentes que serpentean desde la hendidura. El sabor se torna más dulzón ahora, ácido, oscuro. Como el pincel de un bohemio pintor del siglo diecinueve, la lengua escarlata de la muchacha color marfil, ondea en la penumbra y palpa con exquisitez la sofocante penumbra color medusa que reposa al fondo del túnel. Hunde con fuerza su músculo bucal y siente la esencia vital de la pantera acariciando sus glándulas salivales. Marina jadea azuzada y espolea su propio goce, deleitándose con el vaivén del meticuloso zafiro que la recorre desde dentro hacia fuera. Un oleaje de vapores la envenena y la electriza, sus párpados tiemblan ante la zozobra de su espalda arqueada. La pelvis se alza literalmente y deja de sentir el reconfortante apoyo de las sábanas acariciar las nalgas. Apenas sostenida en un indefinible equilibrio sobre los pies y los codos, Marina suspira exhortada y enardecida, gozando del sofoco que le provoca la nueva experiencia. Alba se regocija entre la encendida carne que atrapa sus fauces y las rodillas que la aprisionan a la altura del cuello. En un exceso de exasperación, la pantera deja escapar el grito sordo de quien va a estallar, y entonces la rubia sabe que dispone de ella a su merced. Controlará sus jadeos, sabe hacerlo. Ostentando ante sí misma el merecido premio que ha ganado, saborea con furor el delicioso manjar tanto tiempo anhelado. Codiciando el mayor de los poderes, aprisiona la perla con sus dientes e introduce su serpiente carmesí en el misterioso mundo que habita en ese coño. La pelirroja exhala un hálito de ausencia sonora que intentó convertirse en un jadeo, y se deja caer con fuerza sobre la cama, sin poder aguantar más.
-Zorra, me vas a matar –dice respirando entrecortadamente, y a su comentario sigue la sonora carcajada de ambas, que se entremezcla con los aromas que desafían al ventilador.
-Voy a acabar lo que he empezado quieras o no –admite la búlgara, y ambas se miran con esa complicidad de compañeras de delito. Incapaz de volver a alzarse, Marina se acuesta y pregunta.
-¿Puedes jugar con tus dedos en mi agujero secreto?
Alba gime como gesto de afirmación, y observa sin vetos y al completo el discreto y escueto seto de ramificaciones del recto. Su ansiedad se ha evaporado, y ahora contempla ese oculto ojete que irradia ondas de perversión allende la estancia. Su vergüenza se desintegra, y su timidez da los últimos gritos de angustia antes de perecer aplastada por una maza gigantesca de deseo sexual irrefrenable. Antes de que pueda darse cuenta de lo que hace, la rubia ya tiene un dedo metido en la cueva de la depravación, y le da la impresión de que oscuras alimañas se esconden dentro del agujero para intentar devorarle el dedo.
-¡Otro!
Ahí va. Fugaz, volátil, efímero y brutal. Relampagueante como una patada en el culo, el mismo se ensancha para dar paso al señor dedo mayor. El ano emana gemidos de placer y se deja hacer. Sabe que le encanta, yo también. Los dedos empujan lentamente, Alba sonríe, Marina se agarra a las sábanas con una fuerza devastadora como otrora lo hizo la rubia. Emite vagos gritos de dolor que se evaporan en gemidos de goce, y apenas puede abrir los ojos, consumiéndose en un eterno fluir de los dedos que entran y salen sin sacarse el sombrero. Exploran las paredes del intestino, palpan todo, saborean y degustan el orificio, y éste agradece su visita invitándolos a tomar el té. Los nudillos chocan con el anillo del satélite, que se agrieta al expandirse más de lo que debería. La rubia vuelve a hundir sus vanidosos labios ya experimentados en la masa esponjosa y abultada llamada chocho, que ahora escupe palabras de agradecimiento que se desvanecen ante los insultos de su compañero del sur, que suplica compasión. Entre el sufrimiento del recto y el goce enamoradizo de ese singular chocho –odio la palabra vagina, es estúpida –, el cerebro de Marina se divide en dos, y uno pelea contra el otro, ganando siempre el del goce. Deleitándose en el mayor de los placeres, se revuelve inquieta y ociosa en la cama, como si quisiera agarrar a alguien del cogote, y entonces se incorpora en la cama de golpe, quedando casi sentada. Los dedos de Alba se ven obligados a retirarse momentáneamente para no quedar atrapados, y Alba desentierra su lengua de la superficie bulbosa y transpirada. Marina toma los derrotados dedos de la criatura a la que ha adoptado como alumna sexual, y los acerca a su instrumento engullidor. Con una perversión más allá de los límites que jamás se impuso, envuelve con su pétalo alimenticio –también llamado boca –ambos dedos, que se dejan abrazar, curiosos. Alba observa con los ojos como platos a su novia atrapar apasionadamente los dedos que apenas segundos antes exploraron su ano. Sintiendo el sabor de lo prohibido en la garganta, una mueca de asco precede a la retirada de los dedos, que nuevamente abandonan su hogar.
Escupe en el suelo y su rostro adopta la expresión de quien ha pisado mierda en la calle. Alba estalla en las carcajadas más sonoras que se han oído desde entonces, insonorizando la música que suena de los altavoces. Marina ríe también, aún asqueada y agazapada en el suelo, reprimiendo una arcada discreta que se extingue lentamente como si jamás hubiera existido. Sin que las sonoras risas de la rubia cesaran, la pantera vuelve a abrir sus piernas acostada boca arriba, contemplando la pasividad del techo, ajeno a lo que ocurre debajo de él. Dispuesta a terminar la faena de una vez por todas, Alba inserta tres anhelantes dedos dentro de la perla mágica de la pantera, que gime y se vuelve a retorcer en el colchón, que cede bajo el peso de las niñas. La rubia masturba el chocho con una pasión que no creía viva en ella, con una agresividad que no parece salir de su mente. Jamás la vi tan eufórica, y los fuertes gemidos vocálicos de su compañera de andanzas azotan sus despreocupados oídos, atentos ahora al menor indicio de jadeo. Marina deja escapar las “a” y las “o”, seguidas de un “joder”. Esa clase de inteligentes diálogos de las películas de pornografía, que se disputa entre la pantera y su mascota. La niña desplaza sus dedos por la cueva con una inusitada ferocidad contenida, casi con ira. Las gotas de sudor se desatan en sus sienes, bajo su flequillo y gotea del mentón cual gota de orina en el rostro de la pelirroja. Y entonces aparece, entonces se escucha, se huele, se siente, la piel se eriza, el corazón bombea con furia, el ano vibra, el coño explota. La pantera se muerde el labio inferior con tanta pasión que por poco sangra. Su rostro adquiere un tono bermellón intenso. El pelo pareciera parte del cuero cabelludo que se desata en movimientos amorfos. Aprieta un párpado contra el otro con tanta fuerza que las pestañas se enfrentan unas a otras y luchan en el aire. Deja escapar un hilo de voz que no te sabría decir qué letra es, pero casi seguro que en idiomas latinos no existe. Sus orejas arden con tanta intensidad que podrían carbonizar una hoja de papel si ésta osara acercarse. Sus dedos aprisionan la sábana con tanta agresividad que parece que va a dejar sus huellas digitales marcadas en ella de por vida. Sus pies se aferran al colchón con ira, se tensan y las caderas se contraen.
-¡Dios míoooooooooo! –Marina cede al intento de contener un grito de júbilo seguido de un espasmo, y lo deja escapar libre.
Los ovarios gritan y suplican, los jugos del grial de los templarios florecen y saltan de su prisión en un intento de alzar el vuelo.
Carentes de alas, las gotas caen presa de la gravedad y se desparraman sin temor sobre la lengua indiscreta de la niña cuya trenza es ahora un matojo color orina. Alba observa el semen aposentarse en la superficie de su serpiente de escarlata y acampar allí cual indignado del 15-M. El chocho grita y grita, aporreando el silencio con su bravura y atosigando el aliento del ventilador con brutalidad. El verano se expande desde el coño, y el otoño desaparece desde el ano. Qué jugosidad lingüística, que altruista casuística del sexo puro y duro, que sin apuro y en desmesura deja mudo a la duda, que corroe el oboe de Alba que se aparta ante las caras largas cual PSOE. Rimas con chistes políticos aparte, observemos pues cómo las partículas blanquecinas y jugosas se condensan en circunferencias densas y pegajosas que reptan lentamente hacia la garganta. Alba cierra los ojos, no quiere tragar sin haber saboreado, no es una comida de la que pueda presumir todas las noches. Degusta la viscosidad de su visitante, disfruta la pastosidad condensada de esa sustancia condenada al encarcelamiento. Tras repartirlo sobre sus dientes, encías y fusionarlo con sus jugos bucales, traga lentamente, sintiendo los líquidos apretujarse para atravesar la campanilla y dejarse caer rumbo al esófago. Después de eso, apenas queda un ligero sabor ya vivido y el recuerdo, que jamás abandonará su cerebro ni aún a causa de una amnesia contundente. Marina respira con mucha dificultad, y Alba observa su pecho alzarse y descender rápidamente. Los senos suben y bajan como los precios de un país en caos, los pezones transpiran como un rojo en un interrogatorio nazi. La rubia apaga el ventilador. Por una vez, quiere sufrir el calor, sentir que el corazón arde por una buena causa. Sin cerrar la ventana, se acuesta junto a Marina, que acaba de encender un cigarro y convida otro a la búlgara. Contémplalas. Son dos criaturas hermosas. La muchacha de ascendencia húngara y turca a partes iguales, aspira la calada de humo como si fuese el mayor placer del universo, y entonces observa la protuberante teta de la pantera, que yace despojada de la vergüenza junto a su hermana gemela. Ambas reposan con holgura sobre el pecho, que sigue exhausto y excitado. Sin saber porqué, la rubia se acomoda y recuesta la cara sobre el seno derecho de Marina, que sonríe y fuma –en ese orden –. Alba siente su mejilla izquierda expandirse como la masa de una pizza ante el rodillo. Su cara se aplasta y se acomoda en contacto con la blanda y consistente carne de su amada. Californication suena ahora, como última canción de la lista de reproducción. Tras la última calada, el cigarrillo resbala entre los dedos de la muchacha y cae al vacío, muriendo en el charco de orina joven. Con el solo del tercer minuto de la canción, la búlgara recién saciada le propina un besito de buenas noches en mitad del pecho a su amante, y se funden en un sueño eterno del que ni la mismísima bella durmiente podría presumir.
La paz inunda la estancia…
Por eso estamos aquí.
XIV – Canutos, penes y oscuridad
No ha sido fácil, pero después de un buen rato junto a la fregona y de mala gana, Alba consiguió dejar su habitación impecable. Lo que no fue tan sencillo fue que el hedor del tabaco mezclado con sus jugos gástricos desapareciera de la estancia, pero lo disimuló con algo de desodorante. Su madre podría percibir que algo extraño había sucedido –si extraño es la palabra adecuada –, pero no es esto lo que preocupa a la muchacha de la trenza dorada, que mantiene una curiosa conversación con la pantera. Parece asentir mirando al vacío, como siempre que habla por teléfono sin demasiado interés. Todo es aparentemente normal que menciona algo; algo extraño, y su liberación sexual encuentra límites por vez primera desde hace bastante.
-Tu hermana habló conmigo esta mañana, antes de irme –dice la pantera, conteniendo la risa.
-¿Qué te dijo? –Alba parece nerviosa, quizás tenga motivos.
-Le conté lo que hicimos anoche…
-¿¡Estás loca!?
-No le conté ciertas cosas, tranquila. Además, ella me contó lo que hizo con Eva, una pena que no las hayas vuelto a espiar.
La rubia se muerde el labio, y su semblante adopta ese tono bermellón intenso con el que tanto nos hemos familiarizado.
-Me dio una idea –muerde con más fuerza, aprieta el teléfono con la ira de la incertidumbre –, podríamos hacer un intercambio de parejas – Alba cree desmayarse y se enfurece de sobremanera -, o sea. Tú con Eva, y yo con tu hermana.
Cuelga. Adiós. Creo que eso es un no. La rubia se pregunta si Eva ha contado el beso erróneo que tuvieron en el silencio de la penumbra, aunque en el fondo sabe que sí. Por un momento siente una gran ira hacia su hermana; se pregunta porqué diablos se mete tanto en su vida sexual. ¿Cómo se le ocurre proponer algo así? Siente asco solamente de pensar en su hermana con su novia, aunque no al imaginarse a si misma junto a Eva. Recuerda a la niña discreta tragar sus flujos obtenidos del armario, recuerda su semblante mientras Elena la devoraba desde la entrepierna, y un cosquilleo desciende del ombligo y la hace temblar. Tras una prolongada ducha exenta de masturbaciones, contempla la pared desnuda y reflexiona sobre los acontecimientos de la noche anterior. Recuerda a Marina jugando con el plátano, con sus fluidos. Por un momento siente que va a estallar si no la llama ahora mismo y le pide disculpas, pero la pantera parece adelantarse y llama a la puerta de su casa. Tan pronto como la rubia termina de secarse en su habitación, la pelirroja entra en ella y la saluda con un beso en la boca que podría haber tumbado al suelo a quien no se lo esperase. Como si la conversación que tuvieron hace poco no se hubiese producido, Marina le propone a la búlgara de ir a una fiesta, de esas a las que no suele acudir.
-Sabes que mi madre no me deja.
-Ya he hablado con ella, la he convencido de que te vas a quedar a dormir a mi casa y que haremos los deberes juntas.
-Eres una perra –ríe la rubia, y se dejan caer sobre la cama enlazadas en un abrazo de oso que tensa sus costillas. Acariciando su mejilla pálida e inundada de estrellas, la pelirroja contempla a su amada con esa mirada feroz y dulce a la vez.
-Te lo pasarás de puta madre, ya lo verás.
Y lo vemos. Vaya si lo vemos. Es menester que ahora nos desplacemos –si no te molesta –en el tiempo y el espacio, para acudir directamente a una de las famosas fiestas donde la pantera suele pasar sus grandes noches. Es una fiesta tranquila, pero salvaje para Alba. Alba, oh joven, hermosa y dulce ninfa de los bosques, aquí te hallas, sin saber ni cómo ni porqué, tan lejos de tu hogar conservador y tradicional. Tan lejos de la ética que viene aplastándote toda la vida. Tan lejos de todo, sí. Ahí está.
Nubes de humo recorren las esquinas de la lóbrega estancia, en la que apenas se oye otra cosa que el retumbar de la música. Los bajos hacen vibrar el pecho de sobremanera, y la gente se ve obligada a gritar para comunicarse. Suena Pink Floyd, creo. La cerveza corre de un lado a otro, las cajas de pizza se amontonan sobre la mesita rodeada de butacas con gente que está más cachonda de lo que parece. Un muchacho que podría ser el padre de cualquiera de ellos esnifa cocaína en la mesita de la cocina como quien toma un café, y saluda con la mano a todo el desprevenido que cruza su mirada con él. Alba no suelta la mano de su pareja, como si temiera perderse entre el gentío. Probablemente la casa no sea más grande que cualquier otro chalet de verano, pero pareciera albergar más gente que un estadio. La piscina está repleta de gente que se lanza desde el primer piso bajo los efectos de cualquier estupefaciente o bebida alcohólica. El puto sueño de todo adolescente. La joven de ascendencia turca y húngara a partes iguales, se sienta sobre las rodillas de la pantera y se deja mimar a los ojos de los cerdos que la observan desperdiciando saliva. La rubia siente un extraño olor y observa a un muchacho de poco más de dieciséis años, masturbándose en el sofá mientras devora el pezón de una cerda vulgar. Se acurruca sobre la pelirroja para intentar que dejen de devorarla con la mirada, pero casi pareciera que fueran a violarla de un momento a otro. Marina conversa con unos y otros, tanto si los conoce como si no. El inconfundible aroma de la marihuana surca el ambiente como un intruso bien recibido. Tres canutos recorren el círculo de sillones y taburetes en dirección a las agujas del reloj, e inevitablemente uno de ellos llega a la pantera. Absorbe el humo y devora el peta con una y otra calada, hasta perder la cuenta. Siente la brasa quemarle el dedo y sigue fumando, como si le fuera la vida en ello. El canuto no pasa de ahí, y pronto arman otro. El siguiente porro llega a Alba, que lo rechaza con un gesto. Marina lo coge y le insiste.
-No hemos venido aquí para beber zumo y jugar al dominó, rubia.
Alba niega nuevamente, confundida entre el miedo y la represión de sus asustadizos e impresionables valores, y entonces la pantera dice algo que le hace recapacitar.
-De todas las cosas a las que te has negado has acabado sucumbiendo, y todas te han gustado. El miedo se volverá sobre ti si no te lo follas primero.
-Eso no significa que tenga que drogarte.
-La verdadera droga es la televisión y el dogma, corazón. No puedes saber que algo no te gusta si no lo pruebas. Además, esto no es una puta jeringuilla, joder, solamente dale un par de caladas, es una planta inofensiva.
Alba reflexiona. Por un momento, parece que va a decir nuevamente que no. Abre la boca, pero tan solo para volver a cerrarla sobre el filtro humeante hecho con cartón. Aspira con cuidado de no pasarse, y siente el humo llenarla, darle vueltas a la cabeza y descender sobre sus pulmones, acariciarla y susurrarle al oído, sonreírle y salir con esbeltez. El humo se bifurca en volutas azules que se iluminan a través de un foco viejo. Alba mira al techo y siente que una pluma pesaría más que ella.
-No siento nada –le comenta a la pelirroja, y ésta contesta no sin gran sabiduría.
-Vuelve a darle, un par de veces.
La rubia repite el gesto una y otra vez, aguantando el humo en su interior varios segundos antes de dejarlo escapar, encerrándolo en la prisión de su cuerpo. Las costillas son los barrotes, y en los pulmones entran y salen ráfagas de felicidad que pronto se agotan. Sin saber cómo, el canuto no es más que una chustra destartalada, y Alba descubre que ha perdido la noción del tiempo y que no sabe cuanto tiempo lleva fumando. Siguiendo el consejo de la gran fumadora roja, se mantiene en su butaca sin ingerir ningún líquido y espera pacientemente.
-Sigo sin sentir nada –dice pasados unos minutos.
-Espera un rato más y luego levántate.
Alba espera, y espera. Por un momento le da la impresión de que la marihuana está sobrevalorada, o que quizás a ella no le afecta por alguna ecuación química ajena a su conocimiento. Las tripas le rugen, pero la pantera le aconseja esperar. Debe dejar que el estómago se haga de rogar, después agradecerá algo de papeo. A fin de cuentas, la marihuana lo único que hace es bajar el nivel de azúcar; un poco de cola y desaparecerá todo efecto. Esperar. Esperar. Esperar. Esperar. ¿Y ahora qué? Arriba. Levanta. Así decide hacerlo. Cuando va a poner las manos sobre los posa brazos del butacón para alzarse, le da la impresión de que sus dedos se mueven demasiado rápido y no puede controlarlos. Un ligero picor le recorre los antebrazos, como si millones de hormigas recorrieran sus venas buscando una salida. Se levanta. ¡Coño! “¿Quién me susurra al oído?”, se pregunta, mientras observa a las paredes con detenimiento. De pronto parecen infinitamente más grandes, todo se torna de un color rojizo y verdoso a la vez. Las luces son más poderosas, la sombra más huidiza y terrible. Siente que alguien le sujeta los tobillos, pero al darse la vuelta observa que no hay nadie. Observa el techo y le da la impresión de que tiene seis esquinas. Es imposible. Siente que todo da vueltas, por muy tópico que suene. La música truena en su cabeza, el corazón late demasiado rápido incluso a comparación con su estado de nerviosismo. Intenta tragar pero no tiene saliva, tiene la boca seca y pastosa, la lengua pegada el paladar, los dientes están de sobra, casi le molestan. Los párpados se le caen sobre los ojos y la temperatura aumenta por segundos. Deja de escuchar las palabras de la pantera y se sumerge en un mundo de colores que viajan de dimensión en dimensión en autos viejos de carreras. Los segundos pasan con tanta lentitud que podría cogerlos y patearlos antes de perderlos de vista. Alguien le grita, no importa, el bajo de Metallica es más fuerte y sus piernas vibran como si un terremoto la atacara. De pronto siente que los dedos no le responden y se los lleva a la boca, mordiéndolos con avidez. Sin saber porqué, de pronto se encuentra mordiéndose las muñecas y las manos, marcando las hileras de perlas sobre su piel delicada y sensible. Marina ríe a carcajadas observándola, pero parece demasiado lejos como para verla. Todos están demasiado lejos. No le importa que la estén rodeando docenas de personas, es como si no se encontraran allí. Alba está sola, en mitad del limbo, perdida entre Master of Puppets, algún solo de Pink Floyd –o de The Doors, no lo recuerdo –… Viene a su mente Geinoh Yamashirogumi. Si sonara Dolls Polyphony o cualquier canción de la banda sonora de Akira, sería capaz de morderse hasta cortarse las venas. Ansiosa, intenta dar un paso, pero la escasez de equilibrio le causa risa y empieza a reír a carcajadas apoyándose sobre la pared. De pronto mira a un punto fijo en una esquina y deja de reír, adoptando un semblante serio. Sus ojos se abren como platos y en ellos se delinean los nervios rojos, acompañando a las ojeras moradas que enmarcan sus ojos azules. La boca se le cae de la cara y apenas cierra los ojos siente como si cayese por un barranco sin fin, como si algo la atravesara desde los pies hasta las orejas. Una mano le acaricia el rostro y la hace tornar a la realidad. Marina. Siente como si su mano estuviera tan caliente que pudiera atravesarle el cuerpo desintegrándola lentamente. Empieza a reír de nuevo y un beso de la pelirroja la calla. Vuelve a reír, vuelve a callar, y por un momento parece perder la memoria. No recuerda donde está ni de dónde vino, pero sabe que el mundo es ahora más pequeño e infinitamente nuevo, desconocido, todo parece sorprenderla. Observa su reflejo en un cristal y echa a reír sin saber qué tiene delante. Se sienta en algo mullido y cómodo y siente un enorme peso sobre ella. Cuando quiere darse cuenta, Marina está sobre ella y le ofrece una lata de cerveza. Apura la Steinburg como si no supiera que nunca le ha gustado el alcohol, y siente una necesidad apabullante de devorar algo comestible. Toma una porción de pizza y la engulle con avidez, olvidando las miradas que la observan y ríen. Todos se han colocado ya, pero los canutos siguen circulando y Marina sigue fumando, acostumbrada y sonriente. Sus ojos se tornan tan rojos como su pelo, pareciera un vampiro. La verdad es que siento mucha envidia, no hay nada mejor que el momento que están viviendo. No recuerdan cuando o porqué han empezado a reír, pero no paran. Sienten que están bajo una ducha de aire, les entra frío, vuelve a reír, cierran los ojos y caen por un barranco interminable. Se siente obligada a abrir los ojos, siente pánico ante el techo que se abalanza sobre ella de golpe, y da un grito breve que nadie oye. La música suena con más fuerza. Angus Young protagoniza el Thunderstruck más largo de la historia y los minutos enjaulan a la rubia en una nube de ardores y náuseas celestiales. Pierde la noción del tiempo y el espacio, se encuentra en todos los sitios a la vez, en todos los tiempos. Agamenón la saluda desde un platillo volante y E.T. se folla a Jesucristo en el jardín de un castillo de la Dinastía Zhou. Una katana rebana el cuello de Chuck Berry mientras una ballena magrebí le limpia los zapatos. Bart Simpson pasa feroz con su skate, apenas el suficiente tiempo como para que Alba lo vea durante medio segundo. El DJ de la noche decide dedicarle un homenaje a Dios, y empieza a pinchar al mismísimo Jimmi Hendrix. Suena Spanish Castle Magic, Who knows, 1983, Little wing… Se suceden tan rápido que a la rubia le da la sensación de estar viajando en el tiempo, y agoniza de pronto, sin saber de dónde proviene la existencia. Sus zapatos caminan solos sin decirle a dónde y, sin saber porqué, de pronto se encuentra sobre una cama matrimonial repleta de almohadones y en presencia de Marina. El cuarto está sumido en la oscuridad absoluta, y no parece haber nadie aparte de ellas dos. Algo ilumina la estancia, y observan dos hileras de dientes enormes y blancos en una esquina. Comprende que hay un negro con los ojos cerrados –o vendados –y empieza a reír a carcajadas. Pareciera no darse cuenta de que en realidad no la han llevado ahí para reír a carcajadas delante del hombre invisible, y la enorme polla que se alza lo corrobora. Un fuerte aroma prepucial inunda la estancia, y la muchacha cuya trenza posee el color de la orina, recuerda la primera vez que un rabo visitó su boca. Observa entonces cómo la pelirroja se agazapa frente al muchacho, que no deja de sonreír, y empieza a acariciarle el miembro con la lengua. La rubia vuelve a sentirse fuera de lugar, pero el colocón que la acompaña la incita a dejarse llevar. La oscuridad le transmite tranquilidad, pero no sueño. Confianza, una confianza ciega, realmente peligrosa para una niña tan deseada y tan débil físicamente. Marina atrapa el pene en sus fauces y lo devora con avidez, apenas pudiendo introducirlo entero en su boca. La mamada da su fruto y los gemidos del negro se desvanecen entre el sonido de la música. La pantera le hace un gesto a su amiga para que se acerque, y ésta no se lo piensa dos veces, arrodillándose a su lado. Sus rodillas agradecen la alfombra previamente preparada, y se acomoda como puede junto a su novia. Acerca su rostro al mástil y se deja embriagar por su olor, abriendo la boca sin saber cómo. Apenas puede ser consciente de nada, los efectos de la marihuana se intensifican en la penumbra. Apenas oye la música palpitar, y nada puede ver salvo la sonrisa del negro. Debe dejar, pues, que todas sus sensaciones y percepciones se limiten al tacto, al olor y al sabor. Especialmente el tacto, pero especialmente el olor –y el sabor –. Todo se torna más bello sin luz y con porros. La muchacha siente el falo nubio internarse en sus fauces, pero apenas es consciente de ello. Le da la impresión de que nada está sucediendo. “Es un sueño”, piensa, mientras saborea el exótico pene. El palpitante capullo golpea el paladar, y la lengua carmesí recorre el contorno venoso del aparato. El caballero entra en el castillo con furor, alzando el estandarte como un auténtico vencedor. La niña lo acicala y lo colma de honores, rodeándolo con su serpiente. Alba siente el fuerte sabor tan diferente al coño de su amada. Engulle el pene y se deja hacer, mientras Marina besuquea su cuello con ternura, tranquilizándola. Apoya la mano sobre la nuca de Alba y empuja, haciendo que la chiquilla sienta el rabo empalagarle la boca. Vuelve a encontrarse sin saliva, y araña con los dientes las venas que rodean el miembro. La situación es mayor que ella, pero no le importa. Por primera vez no duda ante nada y se deja llevar. Deja escapar el pene y respira hondamente, para volver a abalanzarse sobre él con velocidad. Una ligera pastosidad se forma en sus comisuras, inevitablemente, pero continúa el ejercicio con mucha lentitud, acostumbrándose con paciencia a la presencia del invitado. Su lengua queda atrapada y sobresale encima de su labio inferior intentando coger aire, como si estuviera ahogándose. Alba siente la punta rosada del prepucio acariciarle suavemente la campanilla, susurrándole a la boca del esófago. Reprime una discreta arcada y se extrae el instrumento de la boca, ligeramente apesadumbrada. Respira pausadamente y deja a su compañera proseguir. La muchacha cuya melena parece un seto silvestre al atardecer, toma el enorme falo moreno entre sus manos y vuelve devorarlo sin miramientos. Prosigue con una rítmica danza cervical en la que ejercita la lengua con regularidad. La deja escapar unos segundos, como si cogiera carrerilla, para lanzar su cabeza adelante y sentirse empalada por el miembro. Aplasta su rostro contra los musculosos abdominales del muchacho, y siente sus testículos deformarse en su barbilla. La nariz de la pantera se aplasta y el prepucio atraviesa la campanilla al completo, adentrándose en los oscuros, profundos y recónditos lugares de la garganta. Reprime la tos y aguanta en la posición, conteniendo la respiración con dificultad. Cuando el aire escasea y sabe que no puede seguir resistiendo, intenta desprenderse del miembro, pero una mano le empuja la cabeza. Tosiendo descontroladamente y asfixiándose, agonizante, Marina intenta librarse de la tenaza, zafarse de la mano que la tiene fuertemente asida, pero solamente consigue que empuje más, e intenta gritar. Sus ojos se tornan muy colorados, su sufrimiento se hace visible y Alba nota que está llorando. Deja de apretarla, y la pantera se suelta, libre al fin.
-¿¡Qué coño haces!? ¿Eres gilipollas? –grita enjuagándose las lágrimas y tomando aire a bocajarro.
Alba intenta pedir perdón, decir que no se había dado cuenta de que lo pasaba mal, pero las palabras no salen de su boca en el orden adecuado, y Marina empieza a reír a carcajadas. El muchacho no sabe donde meterse, y se siente tan extrañado como otrora lo estuvo Godofredo. Alba vuelve a meterse el pene en la boca y lo saborea, lo envuelve con su lengua y le propina ligeros mordiscos, haciendo al negro cuyo nombre desconocemos, retorcerse de placer. Las chicas, divertidas e ignorando lo que sucede a su alrededor, proceden a envolver el pene con ambas lenguas y embadurnarlo en saliva, cubrirlo de su cariño. Lo rodean con ganas y sus lenguas batallan con vigor contra la bestia, que se yergue omnipotente sobre ellas. Acicalan el mástil, y una de ellas recorre discretamente la piel muerta de los testículos. Alba toma el grueso falo y lo recorre con sus labios, cubriéndolo de besos como si tratárase de un niño. Lo besuquea y lo lame con fervor desde la punta hacia abajo, mientras Marina lo galardona con una mamada celestial, que hace al negro sumirse en un profundo paraíso. Las niñas siguen jugando, colocadas, como si estuvieran en otro mundo. No parecen recordar nada de lo que han hecho ni planificar lo que vayan a hacer. Alba no recuerda que hace apenas una semana –quizás más –, se sentía avergonzada de masturbarse ojeando un programa erótico en la televisión. Ahora devora y engulle continuamente el rabo como si le fuera la vida en ello, bajo los efectos del canuto –¡Oh, canutos, Dios os bendiga! –olvidando por completo lo que cree ser, lo que los demás creen que es, y lo que realmente es. Vuelve a aporrear el rojizo extremo del prepucio con su lengua carmesí, y siente el contacto de la carne irradiando energía. Su lengua se encuentra con la de Marina, que almuerza polla negra. Juntas recorren el miembro de norte a sur y devoran sus huevos a besos. Rodean el falo con las lenguas en círculos hasta que se encuentran y se devoran en un fructuoso beso que nace de pronto y desemboca en sus fauces. Abrazadas, permanecen algunos segundos besándose con fervor, completamente enamoradas. El negro se masturba con una velocidad descomunal, completamente absorto en el ir y venir de las lenguas de las muchachas sumidas en la oscuridad. Se turnan para devorarlo, para propinarle el máximo éxtasis que una mujer puede otorgar. Recorren con su lengua el aparato una y otra vez, rodeándolo y amasándolo, besándose entre ellas cuando la ocasión lo permite. Marina amontona saliva en su paladar y escupe sobre la punta del mástil oscuro, desparramando los fluidos por él. Alba, la búlgara rubia pálida y vergonzosa, contempla la saliva caliente y burbujeante desplazarse por el prepucio, y entonces deja escapar su lengua para sentir su cálida presencia. Siente el sabor inexistente de las babas de su amiga, toma saliva y la lleva a su boca como un elefante hace con su trompa, para tragarla. Los fluidos bucales de la pantera, calientes y vivos, recorren la ya acostumbrada garganta de la muchacha de la trenza dorada. Degusta los jugos y vuelve a envolver el nabo con sus labios, sintiéndolos comprimirse y expandirse a medida que succiona el miembro. Marina, ya aburrida del juego, necesita saciar su sed de perversidad, y acaricia las nalgas de la muchacha rubia, amasándolas y apretujándolas con furia. Las uñas se hunden ligeramente en la carne por un momento, hiriendo y desgarrando. El arañazo no detiene a la niña de la trenza, que continúa su ejercicio sin interrupción. La pantera acerca un dedo a su pozo secreto, el más secreto de todos. Por segunda vez, siente el ano de Alba bajo la yema de sus dedos, comprimiéndose y asustándose. La búlgara apenas parece percatarse de la presencia del dedo, ignorándolo al completo. Lo siente acariciar su superficie anal, recorrer las arrugas, las patitas que salen en todas direcciones del centro. Hundir ligeramente la uña, como si intentara abrir una brecha por la fuerza. El agujerito se prepara y se tensa, abriéndose ligeramente. La rubia sabe lo que le espera, pero no dice nada. Simplemente sigue con su felación y permanece atenta. El dedo empieza a hacer cierta presión, pero con sumo cuidado de no lastimar. La uña roza las paredes a medida que se expanden y las hiere, pero la rubia no protesta. Marina observa el hermoso agujero y sonríe, empujando seriamente con el dedo. Una zarigüeya discreta que cava en la seguridad de la penumbra, buscando ávidamente un refugio ante el invierno. Una lombriz que recorre apurada cada recoveco de una manzana. Mucho se puede comparar, pero no hay nada como contemplar el dedo perderse en los límites de la perversión, allí donde la moral no obstruye las corrientes de placer libertaria. Allí donde el amor no tiene fronteras, ni divisiones, ni etiquetas ni clausuras. El amor es puro y único para quien lo da y lo recibe. Y hablando de recibir, observa ahora el enrojecido rostro de la muchacha de la trenza dorada, despojado de toda vergüenza, conteniendo las ganas de echar a reír. El dedo que la explora parece abrirla por completo a las puertas de la perversión, desnudarla del todo, mostrarle a la pelirroja de qué pasta está hecha. Y hablando de pasta… Bueno, mejor no hablemos de pasta. Hablemos ahora de la sonrisa de Marina, que acerca su carita de pomelo a las nalgas germánicas y las abraza con los dientes, como si quisiera arrancarlas del mundo físico. Muerde el culo y empuja con su dedo, haciendo que la joven Albita se retuerza en un impulso de contener los gemidos.
-Uuuh –la muchacha de la trenza dorada susurra, pero ni siquiera ella se oye, y Coming back to life invade cada recoveco.
Casi la mitad del dedo se halla dentro del orificio, contemplando las paredes. Siente el bello tacto de la cueva y su textura. La pantera, excitada y turbada al completo, ejerce más fuerza y presiona con bravura, insertando casi todo el dedo dentro del tubo, y dejándolo reposar unos instantes. Alba suspira y sonríe, encantada con el juego. La uña hiere la superficie, moviéndose con velocidad, pero la búlgara hace caso omiso al dolor y se deja hacer, sin protestar. Vuelve a sumergir el pene del muchacho en su boca, a la vez que Marina extrae velozmente el dedo. El agujero vuelve a cerrarse, como un hormiguero que cierra sus puertas a los extranjeros. Pero Marina no pretende abandonar. ¡Nada más alejado de sus intenciones! Pretende acechar ese ojete cual castillo de Osaka, cual murallas de Troya. Dos largos y huesudos dedos tocan a las puertas del castillo, y el ano vuelve a abrirse ante su presencia. La entrada se abre más que antes, y los dedos entran con furor, ansiosos por descubrir los misterios del pozo de la vergüenza. Las paredes se tensan, la niña sonríe, los dedos indagan, la pantera empuja, el negro jadea, nosotros contemplamos. Marina deja sus dedos adentrarse libremente en las estancias, hasta donde puedan. Cuando llegan al máximo de sus capacidades, Alba decide dejar de darle placer al muchacho, y se sienta en un rincón. La pelirroja, dejando el antiguo juego, vuelve para terminar el trabajo, y devora su fruto mágico como si de un helado se tratara. Alba, sentada en un rincón con el cuerpo caído, agotado, la mente perdida, parece una yonqui de la avenida General Riera, con la mente en las nubes y las esperanzas bajo suelo. Sin embargo, en su caso solamente puede sentir felicidad. Apenas puede razonarla o etiquetarla, simplemente es feliz. La recorre un estado absoluto de inconsciencia, de despreocupación, de exorbitante pasotismo. Apenas se acuerda de respirar a intervalos regularles para no morirse, y ni fuerzas tiene para sonreír, cerrando los ojos con pesadez, aunque sin dormirse, y fundiéndose con la música que aporrea sus órganos internos. Y es entonces cuando lo inevitable acontece, justo cuando ninguna lo esperaba. El muchacho gime con pasión, se sostiene a los reposabrazos del sillón con ambas manos, como si de no hacerlo pudiera caerse, y sonríe iluminado la habitación. Los turbulentos ríos de jugos masculinos están próximos, y tras unos segundos de silencio y meditación, aparecen con prisa. ¡Zas! Un destello fugaz y blanco –quitando los dientes, lo único blanco del joven –vuela apenas unos centímetros, antes de estallar con un chasquido sobre el labio inferior de la muchacha de hebras rojas, cuyo piercing se embadurna en el dulce esperma. ¡Zum! Otro destello, y ahora es la lengua la que recibe el ataque, una vez la boca se halla abierta, dejando pasar al intruso. La extraña sustancia se adueña de la cueva y la recorre. La pelirroja la saborea por primera vez, el negro aún jadea, extasiado. Sin embargo, como dije en el capítulo cinco, un regalo no es nada sino es para compartir. Lo divertido es desplegar sus articulaciones con una amiga, ¿Verdad? sus lucecitas. Sin pensarlo dos veces, ahí va la pantera, feroz como ella sola, con la boca y la mente llena de impurezas. Alba no ha visto nada, no estaba atenta, permanecía absorta en sus propios placeres, encorvada en un rincón; colocada aún, supongo. No abre los ojos, pero sí la boca. No puede ver, pero sí saborear. Lo único que saborea es una sustancia extraña, quizás los jugos privados de Marina, quizás los suyos propios. No sabe porqué, pero de algún modo su boca se llena de un extraño líquido de curiosa consistencia, y entonces comprende, pero ya es muy tarde. Las olas lechosas de semen inundan sus fauces y completan su yo interno, casi como una experiencia espiritual; pero las experiencias de Alba, no son experiencias espirituales. Por eso escupe. Precisamente porque sabe que por muy colocada que esté, reconoce el sabor del esperma, y sabe también que no es de su amada. Repugnada, lo escupe débilmente y sin fuerzas; apenas puede articular palabra o abrir los ojos. Siente los hilos espesos de queso caer desde su barbilla y zozobrar sobre su vientre, desparramándose con incertidumbre. Siente que algo o alguien lame sus senos embadurnados en esperma y los saborea, pero está demasiado mareada para prestarle atención. Simplemente se deja embriagar por la lengua que recorre su cuerpo, y traga con dificultad algunas gotas viscosas que no pudo escupir. Agradece ingerir algo de líquido y apoya la pared contra una columna cuya presencia no había notado, la música se desvanece. Todo se desvanece…De pronto, sin saber cómo ha llegado hasta allí, se encuentra en la calle, caminando hacia su casa. Sola. No hay nadie en la calle, y no sabe dónde está. Reconoce una famosa franquicia de comida rápida. A lo lejos se distingue el paseo del Borne, y todo parece indicar que se encuentra a orillas de Jaime III. Sabe que le quedan muchos kilómetros por delante hasta su casa; sabe que lleva un colocón que no se tiene en pie, sabe que está sola, sabe que no llegará. Da dos pasos, nunca recordará en qué dirección. Todo lo que recuerda son dos luces en la noche oscura acercándose a ella velozmente. Siente una bocina, un frenazo, pero no lo suficientemente rápido. Alguien grita. Algo golpea su pierna y la arroja quizás un metro atrás, quizás dos metros, golpeándole la nuca contra el borde de la acera. Todo se desvanece, nuevamente, los gritos son suspiros, y el mundo muere…
XV – Reflexiones en una camilla
Limbo. No hay más que blancura y clareza, brillantez allá por donde se mire. Apenas abre los ojos, la niña contempla la habitación. Una camilla metálica yace en medio, y a su izquierda el soporte para el suero. Una televisión pequeña en algún rincón demasiado alto para verla con comodidad; revistas de moda en una mesita baja, junto a un sillón reclinable... Lo único que le llama la atención es una enorme y larga escayola que ocupa el lugar de su pierna. Cinco pequeños dedos blancos asoman al final, como si intentaran salir a tomar aire. La rubia intenta alzar la cabeza, y un terrible y agudo dolor le azota la nuca y la obliga a recostarse de nuevo. Apenas puede moverse, y siente magulladuras en el rostro y los brazos. Apenas recuerda el final de la noche pasada. Recuerda estar en alguna calle oscura, y un coche abalanzándose sobre ella. Luego oscuridad, y voces que gritan. Ahora se encuentra tumbada en la cama, como una inútil, sin saber qué hacer. Sabe que la bronca que recibirá de su madre no será nada agradable. Sabe que deberá inventar una larga mentira para explicar qué hacía en mitad de Jaime III a esas horas de la noche, cuando se suponía que estaba en casa de Marina. Sabe que el castigo será severo, y se enfurece. No se enfurece, como cualquier otra muchacha de su edad, por el simple hecho de recibir un simple castigo, no. Se enfurece por el motivo que lo ha causado. Qué digo, ¡por el concepto de castigo en sí! Demonios, su madre –una mujer como cualquier otra –va a reprenderla por buscar aventuras fuera de casa, por buscar saciarse con sexo y sustancias estupefacientes. ¿Por qué tiene ella que dar explicaciones? ¿Por qué debe dar excusas? ¿Acaso no es tan sencillo como hermoso, el que una joven quiera disfrutar de su cuerpo y de su pasión juvenil? ¿No es maravilloso que haya encontrado con quién compartir sus aventuras, y que se inicie en el placer carnal de la mano de una persona de confianza? No. No solamente no es maravilloso ni sencillo, para una mujer de cierta edad, que una de sus dos hijas se escape de noche, sino que encima es reprensible. La muchacha debe ser castigado. ¡La muchacha debe ser castigada! ¿No son las mismas palabras que diría un sacerdote en pleno siglo catorce antes de un acto de fe? Es realmente terrible, indignante, para la joven de antepasados dorios y aqueos, que en pleno siglo veintiuno la juventud sea instigada –incluso en boca de la propia juventud –a ser prudente con el tema de la sexualidad. ¡Prudencia! Qué tanto se ha deformado este concepto, hasta el punto de que un hombre que apenas cambia una letra en su vida, que da cada día los mismos pasos, que escucha y repite las mismas sandeces cada vez, sin atreverse a arriesgarse al más leve cambio, sea llamado prudente! Qué locura, ¿verdad, Albita? ¿No te sientes ofuscada, indignada, repelida por tus propios principios? Pero ya no. Ya no son sus principios, ya no lo serán jamás, porque Alba ha renacido. La joven y bella rubia comenzó hace poco su metamorfosis, su cambio. Empieza a transformarse, y lo hace a una velocidad atronadora. Y no para evitar que la historia tenga mil y no trescientas páginas –que también –, sino más bien para evitar perder más minutos de su vida. En el momento en que insertó, dichoso día, un dedo dentro de su magnificencia, comprendió que acababa de insertar el principio de su liberación en su mente. Las alas que le cortaron al firmar su partida de nacimiento, se desplegaron como si nunca hubieran sido cercenadas, y se expandieron con holgura. Y aquí está ahora la muchacha, aturdida y consternada, esperando impaciente que las respuestas empiecen a aparecer en su mente, y que pueda recordar algo de lo que le sucedió la noche pasada. ¿Cómo diablos llegó hasta el Borne? ¿De dónde diablos venía? Un chalet como en el que se encontraba anoche, no puede estar dentro ni en los alrededores del casco antiguo. Más bien en la zona turística, cerca del Paseo Marítimo, seguramente. Pero, ¿Quién la sacó? ¿Quién la acompañó? ¿Quién no la acompañó, y por qué? Observa un bolso sobre el sillón, por lo tanto alguien ha estado ahí. Probablemente sea su madre –“ojala no esté Elena”, piensa –. Pero no es de Erika ni de su hermana, sino de otra persona. La puerta de la habitación se abre y aparece Eva. Evi, Evita. La dulce amapola. De nuevo la joven ninfa que recorre los bosques repletos de duendecillos, aparece con su rostro infantil, su melena bien alisada y su mirada distante. Una marejada de pensamientos desbordan a la niña de la trenza dorada. Recuerda entonces a la criatura frente a su hermana, siendo devorada. Su tez blanquecina y pulida cual cimitarra de acero, refleja el brillo del sol que aporrea las ventanas, como si fuera un objeto metálico más en la estancia. Sus ojos escrutan, en un margen temporal de varios segundos, a la rubia que ha estado contemplando tantas horas ya. Se observan apenas un momento antes de que la chiquilla de pelo lacio y oscuro se siente a los pies de la rubia. Alba, la búlgara, que observa ahora a la novia de su hermana y recuerda el beso accidental durante aquella película. Pareciera algo totalmente lejano, cuando hace apenas tres días que sus labios sintieron el cálido tacto de los otros.
-¿Cómo estás? –la vocecita habla dulce y delicadamente, como una niña de cinco años. Sus pupilas no se detienen demasiado tiempo en el rostro de Alba, temiendo perderse en su magia.
-Lisiada –la muchacha de la larga trenza sonríen, y se contemplan apenas un instante antes de que Eva se acerque a ella. Se toman de la mano minuciosamente, intentando descifrar la mirada de la otra. Los dedos de la chiquilla morena sienten el contacto de la piel gélida de la rubia, que deja caer los párpados para fingir indiferencia ante el gesto. Nunca sabré qué quiso mostrar con este gesto. No fue superficialidad, pues ambas saben que el deseo que sienten la una por la otra va más allá de su mutua timidez. Son dos niñas, dos chiquillas, duendecillos encantados que se encuentran casualmente en la camilla de un hospital sin saber bien cómo reaccionar, maravillados por la belleza del momento. Alba no puede sentarse, pero no es necesario. Eva se abalanza sobre ella y la abraza con desmesurada fuerza, sin intentar recordar los motivos que la vuelven tan vergonzosa. Simplemente piensa en los interminables ojos azules de la búlgara y el poder que ejercen sobre ella, y se deja caer sobre sus senos. El abrazo es largo como el dormir en calle, tan cálido como la cocina de un kebab, y tan cariñoso como el encuentro de dos hojas que compartieron rama y se ven en un mismo charco, arrastradas por diferentes vientos. Alba siente la respiración de su amiga en la oreja, el atronador palpitar de su corazón, nervioso. Por una vez, desea ser ella la que da el paso en algo. Por una vez, Alba quiere demostrarse a sí misma que puede ser impulsiva, y arrastrar a la otra persona a serlo también. Por una vez, Alba llevará las riendas, para poder disfrutar de la carencia de ellas. Como quien se asoma a la ventana a saludar a un amigo, la rubia alarga el cuello buscando esos labios jóvenes, frutos de una gran inexperiencia. La tierna y conmovedora Eva yace inclinada sobre su amiga, y los mechones de pelo caen en ondas sobre ella, como una cortina que las oculta del mundo, de sus reglas y sus prejuicios. Dentro de las cortinas de pelo que las protegen, no son dos menores de edad poniéndole los cuernos a otras dos menores de edad con una relación lésbica. No hay etiquetas. Solamente son dos seres repletos de belleza que desean y pueden dar y recibir amor. Y lo dan. Y lo reciben. Y el amor inunda el espacio allende la cortina de pelo, cuando los cuatro labios se unen en uno para ahogar las respiraciones de los demonios. Espíritus de antepasados ya remotos observan desde el cielo, fantasmas olvidados. Son los únicos testigos presenciales del beso. Las masas carnosas de carne picada sin freír, se rocían en saliva y se sumergen en el paraíso mortífero del deseo. Se bañan en un lago de cisnes y resucitan, nacen por segunda vez. Parecen dos semidiosas en un podio del que se ve toda Mallorca. La Seu allá a lo lejos, contemplándolas con envidia. Bellver, las costas hermosas plagadas de sucios ingleses y el barrio viejo plagado de misterios sin resolver. Delicias del hombre de a pie. La fructífera unión de sus almas se desvanece prontamente con el ruidoso “chuík”, con el que una boca se desprende de otra. Empiezo a encariñarme de ese sonido. Las muchachas abren sus ojos, desplegando las pestañas hacia el norte y hacia el sur, y se contemplan aún encerradas en un zulo de cabellos. El dios coño, palpitante en su lejanía y refinado en su vulgaridad, suplica atención bajo las sábanas, y se retuerce apesadumbrado, como si no le hicieran suficiente caso. Una mano se acerca a él disimuladamente, como quien no quiere la cosa, y algo parece acariciarlo con una inusitada ternura. Los pequeños y pálidos dedos lagartos de Eva se deslizan susurrantes bajo la sábana de Son Llàtzer, y acarician la mullida superficie de la concha marina. Alba deja escapar un suspiro de afecto, que acompaña con una caricia sobre la oreja de la muchacha morena. No hay nada más que decir, y vuelven a sumirse en un trance bajo el sello del beso. Las largas y puntiagudas uñas rasgan la tela, atesoran el pequeño cofre. Los dedos titubeantes toman los hilos de la prenda y los arrastran, arrancando las bragas de donde no deberían estar. Un aire cálido del verano mallorquín atosiga la piel pulida y resplandeciente de la muchacha de la trenza dorada, que cierra los ojos para no ver como un dedo hurga en su interior con soltura. La uña desgarra sin compasión la hendidura de la niña, acariciando el interior de la perla. Siente el calor emanar del coño, una nube de vapores fluir descaradamente desde su interior. Eva deja caer la sábana, dejando el tesoro a la vista, y se acerca a él con lentitud, sin mirar siquiera a los ojos de la muchacha búlgara. No necesita su aprobación ni su consentimiento; simplemente desea dejarse llevar por la situación, dejarse arrastrar por el placer, por la ola de sentimientos que embargan su sentido común cuando observa ese triángulo de marfil. Esa carne humeante que contempla el techo y se regocija en la compañía de un dedo desconocido. Sumerge otro dedo en ella, y la raja se deja hacer. Las uñas se abren paso entre la humedad, el calor inunda los cerebros de las jóvenes, sus sienes palpitan y chillan. Eva se inclina hasta sentir el fructífero aroma del orificio, que se expande como un germen por la estancia, inundando cada átomo. El dulce olor la mantiene atada a la figura blanquecina de su joya, y le propina un beso de categoría conciliadora sobre la mullida superficie. Nada más hace, nada más necesita. Simplemente siente sus labios gruesos y apabullantes hundirse en ese lecho, en esa cama matrimonial dividida por una oscura frontera. Aplasta su nariz sobre el bosque de bambú dorado, siente los cortos pelos acariciarle los orificios nasales, y abre la boca para morder suavemente un trozo de su plato. Captura entre sus dientes una franja de piel fina y sencilla, mientras una ráfaga de vapores ardientes emana del interior de su manjar. Alba suspira y se retuerce, toma las sábanas y las estruja entre sus dedos, sintiendo el hueso bucal tensar su carne sedienta de pasión. No hay en sus mentes más que placer y ambición, deseo de ir a más. Simplemente desean que el mundo se pare y las normas desaparezcan por un instante celestial, para poder desvanecerse en un hálito de sexo puro y juvenil. Sus miradas se encuentran a través del espacio que las separa, sus sentimientos se enrolan como dos serpientes enamoradas, y entonces la muchacha morena cuyo flequillo enmarca sus enormes ojos avellanados, deja escapar una larga y húmeda lengua escarlata que emerge de sus labios como una fugitiva. La rubia olvida la culpabilidad que azota su mente, y justo en el momento en que el húmedo soldado carmesí se encuentra dispuesto a entrar en contacto con su gema, dos golpes resuenan en la puerta y la ninfa vuelve a cubrir rápidamente a su amiga con la sábana. La pantera, la pelirroja, la niña cuya pasión por el ojete búlgaro la convirtió en depravada a los ojos de Cristo, aparece tras la puerta con una enorme sonrisa angelical. No viene sola. Junto a ella aparece una muchacha algo más alta, algo más entrada en carnes, con unos senos capaces de rebalsar una piscina pública. Una joven esbelta y extrovertida, de pelo corto y rojo como el mismísimo averno, atravesada por numerosos piercings que la devoran. Dos en una ceja, dos bajo el labio inferior, un aro en su nariz semblante al de un toro, y múltiples y muy variados piercings de colores que parecen apoderarse de sus orejas. Tatuajes por doquier que se alimentan de la sangre de sus brazos, incluso su cuello. Calaveras y diamantes que se enrolan con un fondo infernal en su pecho; pistolas y ángeles confundidos en extraños tribales que acarician su garganta. Ojos verdes que escrutan la habitación con indiferencia, como quien acude a un hospital por obligación. Supongo que te suena, porque si no es así, debería hacerlo. Su nombre es Yaiza, la peluquera que apenas hace unos días dejó escapar un curioso pezón ante la atenta mirada de la rubia. Unas botas anchas y una chupa colmada de chapas y cremalleras constatan su vestuario, sobre una camisa de tirantes plagada de manchas de café y pantalones destrozados. Una imagen general de la muchacha no hace pensar que sea peluquera, pero su mirada escudriñadora y su semblante pasivo muestran una cara intelectual de la muchacha, que contempla a la rubia detenidamente, como si intentara recordar de qué la recuerda. Eva saluda y se va, con el rostro cubierto de un color bermellón intenso que no abandona sus mejillas. Las chicas saludan a la joven de ascendencia húngara y turca a partes iguales, que cruza las piernas para intentar exterminar la fuente del extraño olor que provoca muecas en el rostro de Yaiza. Se sientan en torno a ella y la observan como quien espera una respuesta exacta a algún acertijo sin formular. Las pelirrojas parecen reírse para sus adentros, como si en el interrogante de su comportamiento se encontrara la llave del misterio.
-Te presento a Yaiza –comienza la pantera –trabaja en la pelu…
-Sí, la conozco –la corta Alba, que sonríe desde su alcoba -¿Y eso que la has traído?
-Para que no te sientas tan sola, así podremos darte un poco de cariño. ¿No, Yai? –la muchacha asiente –Ella y yo somos amigas desde hace tiempo, y casualmente me habló de ti. Le dije que estábamos saliendo, me dijo que eras muy guapa. Por eso está aquí.
Reitero, por eso estamos aquí.
-¿Qué te pasó anoche? –pregunta la recién invitada.
-Eso le iba a preguntar a Marina.
-Te fuiste sin avisarme. Cuando terminé de follar con Yosué, vi que no estabas y pregunté por ti. Me dijeron que te habías ido corriendo, sin parar de reír, y no me atendiste las llamadas. Salí y te busqué, gritando, pero no te encontré. Al final llamé a tu madre, asustada, y me dijo que estabas en el hospital –tras la breve anécdota, Alba sonríe. Por fin ha vivido algo interesante que merece ser contado, y lo hará con orgullo –. Supongo que tendrás que familiarizarte con los canutos poco a poco.
-Guay –responde la rubia, contra las expectativas de todo el mundo, y le guiña un ojo a su pantera, como si nada ocurriera.
Marina se levanta entonces, se apoya sobre el respaldo del sillón, detrás de la peluquera, y como quien no quiere la cosa, posa sus manos sobre los desbordantes senos de la muchacha. Aprieta ligeramente, como otrora hizo con el trasero de la búlgara, y sus dedos desaparecen en los pliegues de la camisa, como si aplastara dos bolsas llenas de queso de cabra. Amasa los pechos como si preparara masa para pasta, y la carne de marfil, morena y retocada por tribales, se hunde bajo su presión y se modela bajo sus dedos, moldeándose a su gusto. La pantera agacha la cabeza y acaricia con su respiración el pelo corto y rojizo de Yaiza, que alza la mirada para contemplarla boca arriba. Se acercan y se contemplan del revés, observando el labio inferior al norte y el superior al sur. La nariz yace debajo de la boca en una cómica expresión, y entonces la pantera observa los gruesos y duros labios de Sheena la punk-rocker. Los besa, y el carmín de ambos se une, mezclando tonos y marcas de cosmética. El sabor de los pintalabios se mezcla y se vierte sobre los lechos de mantequilla. En algún lugar, un mono grita de terrible agonía, mientras la aplican diversos productos químicos en el interior del cuerpo para comprobar las reacciones del cerebro y poder ver la efectividad del pintalabios. Ajena a tal cosa, la búlgara contempla anonadada, mientras las muchachas juegan como si no estuviera allí. Yaiza extrae la lengua entonces, al igual que su compañera de andanzas, y como si hicieran un sesenta y nueve, sus lenguas se unen en una extraña posición, sorbiendo sus esencias ásperas. Alba protesta.
-¿Habéis venido aquí a ponerme celosa?
-No, hemos venido aquí a ponerte.
Y es entonces cuando –y es entonces cuando –, sin pensárselo dos veces, la peluquera pelirroja punk de múltiples piercings se levanta para acercarse a la rubia, y se postra a su lado para contemplarla con mirada avariciosa. Parece escrutarla y juzgarla, aunque en realidad lo único que hace es admirar su inigualable belleza. La niña de la trenza dorada observa detenidamente sin pestañear, maravillándose ante la aparente perfección facial de la dama. Entonces se acerca a ella, y la rubia siente el perfume que su cuello desprende. Una extraña mezcla de mandarina con un lejano ambiente a pino, una combinación que lleva a la lisiada Albita al paisaje de un lejano bosque nórdico visto desde los ojos de un halcón. Se pierde en los brillos destellantes de los ojos verdes de la peluquera, dos esmeraldas en carne viva que arden en el fuego de la pasión. Entonces se cruzan con la mirada de esas dos esferas marinas y profundas, y sus labios se despegan, y algo aparece de su interior. Desde el esófago, como una serpiente carmesí, aparece una bailarina lengua que se interna sin dudar en la cueva bucal de Alba. La rubia se impresiona, pero no lo impide, ni tan solo protesta. Simplemente cierra los ojos y se deja hacer, y siente entonces una nueva lengua surcar los recónditos y oscuros parajes de su boca. La saliva de la muchacha es más cálida de lo normal, pringosa y resbaladiza, y se interna entre diente y diente como si quisiera averiguarlo todo sobre su cuerpo. La lengua, incansable, juega con el frenillo que reposa bajo la lengua, acaricia el áspero paladar, y se interna en cada rincón. Los dientes de una y otra chocan y crujen en un golpe accidental, provocando un sonido sordo, y la peluquera de veinte años toma el rostro de la niña y muerde ambos labios. Abre la boca de la búlgara con crudeza y atrapa su lengua entre los dientes, apretándola con violencia. Una vez se ha apoderado de ella, la envuelve con su propia lengua dentro de su boca, y Alba se masturba lenta y disimuladamente, aunque nadie parece notarlo. La muchacha parece tener mucha experiencia, irradia una sexualidad diferente a las mujeres con las que Alba se ha besado. Parece llevar haciéndolo toda su vida, y cada lengüetazo o mordisco parece ser mejor que el anterior. Entonces aparece Marina, y le propina un fuerte beso mañanero a la rubia, para recordarle que ya está de vuelta. Se vuelve hacia Yaiza, y entonces las pelirrojas se unen en un apasionado intercambio de saliva que se prolonga mientras las agujas del reloj continúan su trayecto. La pantera y su acompañante –la pantera mayor, la leona – se acercan a Alba a la vez. Tres lenguas resbaladizas y esponjosas se acarician lentamente, como tres tentáculos de un pulpo que juega a piedra papel o tijera consigo mismo. Se baten en duelo unas contra otras, mordisco aquí mordisco allá. La muchacha de la trenza dorada sigue masturbándose, pero ahora una mano sujeta la suya, ayudándola y acompañándola. No sabe de quién es, tampoco le importa. A ti tampoco, ¿Verdad? Prosiguen con el juego entonces, aturdidas en ausencia de la enfermera. Alba ha olvidado ya que se encuentra en un hospital, que tiene la pierna escayolada y que su madre va a tener una seria charla con ella. Ha olvidado ya que se va a perder el verano, y ha olvidado o parece no darse cuenta de que la espiamos. Justo entonces, cuando la rubia contempla a su novia morder el cuello de Yaiza, recuerda a Eva, la joven ninfa. Recuerda su beso, su eterno beso y su tez cálida sobre ella; el romanticismo que desprendía, el cariño de sus labios. Recuerda la conversación que tuvo con Marina en el capítulo anterior. “Podríamos hacer un intercambio de parejas. O sea, tú con Eva, y yo con tu hermana”, sus palabras aún resuenan en su cabeza, y entonces decide. Aún no ha terminado de pensarlo cuando lo dice en voz alta, y entonces sabe que no hay vuelta atrás, que las cartas están echadas de nuevo, que todo lo que ha hecho hasta ahora es un jodido juego de niños –niñas, más bien –comparado con lo que piensa hacer. Sabe que sus juegos de adolescente llegan a su fin.
-Cariño –susurra de pronto, y la pantera cesa de atender sus menesteres para contemplarla unos instantes -, he tomado una decisión.
Un silencio sepulcral, y entonces…
-Hagamos el intercambio de parejas.
¡Es por eso, bienaventurado lector! ¡Es por eso que estamos aquí!
¡Ja, ja ja jáaa! ¡Viva el dadáaa!
XVI – Cuatro niñas y una hora por delante
Perversión. No hay otra palabra que se haya repetido tanto en la mente de la muchacha de la trenza dorada y la tez marfil, cuya ascendencia se remonta a las tribus indoeuropeas anteriores a Minos –¿Qué por qué tanta insistencia con las poblaciones y los linajes? Preguntadle a Tolkien –. Perversión. Va a hacer el amor con la novia de su hermana en su presencia, mientras la misma lo hará con su propia pareja. “Pervertida”, se dice. “Zorra, puta”. Camina sobre dos muletas de camino a su casa. Entre otras ventajas del miércoles, las clases acaban a la una y Erika trabaja hasta las tres. Tienen una hora para llegar y almorzar, y otra para jugar. Nadie sabe lo que ocurrirá hoy en apenas una hora. De hecho, aún la rubia intenta hacerse a la idea de lo que está a punto de suceder. No olvida que la idea fue de su hermana, pero sigue siendo aterrador. Marina no toca el tema durante el patio, ni siquiera parece importarle. Habla de temas insignificantes y el mundo no parece consciente de la orgía que presenciaremos.
Todos hablan con ella como si nada ocurriera, y su mente no puede dejar de pensar en lo que hará o en lo que dejará de hacer. A la salida; La pantera, la andaluza, la morena y la búlgara comienzan a caminar hacia El Amanecer, como si nada importara. Apenas conversan por el camino, conscientes de que ya nada puede hacerles cambiar de opinión, que todo está ya decidido. Van a hacer el amor las cuatro por decisión de la rubia y nadie podrá impedirlo. No hay dudas, pero sí remordimientos, temores. Elena habla y ríe con esa gracia inconfundible durante todo el trayecto, como si fuera un día como otro cualquiera. Si no supiéramos lo que va a ocurrir, basándonos en su comportamiento jamás podríamos adivinarlo. Lo mismo debo decir de la pantera, que sonríe y conversa atolondradamente como si no recordara a dónde se dirige y porqué. Alba y la ninfa cuyas trenzas vikingas ondean mientras anda, sí son conscientes de la importancia del asunto, del importante paso que están a punto de dar. El paso de Neil Armstrong en la Luna es una mierda como un pino escocés comparado con el de estas muchachas; ¡Esto sí que es un gran paso para la humanidad, malditos Yankees! Mientras calientan el almuerzo, miradas cómplices van y vienen a uno y otro lado de la mesa. Los nervios, obligan a Eva a bajar la mirada. La pequeña y desflorada niña termina su plato en silencio. Nadie intenta desviar la conversación hacia puntos inútiles, no hay tensión mayor que la libertad de expresión de la pelirroja.
-¿Por dónde os apetece empezar? El otro día Alba y yo jugamos con un plátano, si os apetece coger una…
-Cariño, por favor –interrumpe Alba -, espera que me acabe la salsa.
-Pa´ salsa la que te voy a hacer tragar.
La autora del comentario y la muchacha de la chispa de Cádiz estallan en carcajadas, mientras Alba corta otro trozo de pan y lo moja en los restos de tomate frito. “Ni puta gracia”, piensa la muchacha. Eva esconde su risa discreta bajo la muñeca y apura su vaso de zumo. La comida continúa como cualquier otro día, y no vuelven a tocar el tema, mas todas están deseosas de saber por dónde empezar. Un devastador silencio se apodera de la mesa y Elena lo rompe con otro comentario desafortunadamente molesto para la rubia de buenas costumbres.
-¿Queréi que vaya preparando un par de sarshicha?
Las risas vuelven a inundar el salón, y esta vez la niña del alisado japonés se une al griterío. Los chistes no cesan, y todos parecen ir dirigidos a la rubia. En el fondo sí que le hacen gracia, pero jamás lo demostrará. Jamás admitirá que le encantaría reírse de esa manera; prefiere cantar a Bebe por lo bajo, desviar la mirada y pensar con tranquilidad en su fuero interno.
-Yo lavo los platos –dice rápidamente al ver a su hermana acercarse al fregadero.
-Vale, pero que no se t´acalambren lah manos que lah vaha nesesitá –una mirada risueña y lasciva se refleja en Elena, y un silencio sepulcral recibe como respuesta por parte de Alba -Joé, rubia. A ver cuando cresemos un poquillo, ¿eh? –arroja.
La muchacha sube las escaleras junto a las demás, mientras la búlgara enjuaga los cubiertos y piensa en sus palabras. “Es la segunda vez que mi hermana me llama inmadura por ser demasiado introvertida”, se dice. “…Y la primera tuvo razón”.
Entonces coloca el último plato y se apoya sobre el fregadero, pensativa…“Se van a cagar”, se dice, y sube las escaleras al trote. Allí Están –¡Por las barbas de Merlín, allí están! –. Cuatro diosas vestidas para ceremonia, las Cuatro Jinetes del Apocalipsis, los cuatro elementos de Empédocles, las cuatro dinastías posteriores a la emperatriz Wu –“Son cinco” “¡Cállate, nadie tiene ni idea de dinastías de la antigua china, idiota!” –, los cuatro puntos cardinales… En fin. Simplemente, las Cuatro. Miradas clandestinas de júbilo y extrañeza a la vez, acompañan los rostros de las muchachas, que empiezan a desvestirse con elegancia. Casi parecen hacerlo con naturalidad, como si no les importara. En el fondo de sus corazones sienten una fuerte agonía, unos nervios tenaces que intentan salir a la superficie. Sienten el más profundo temor al contemplar a sus compañeras, como si no reconocieran en sí mismas lo que están a punto de hacer. Unas más, otras menos, se sonrojan y se avergüenzan por momentos. Las cuatro en la misma habitación, con la llave echada, desnudándose lentamente. Alba deja caer el pantalón con pasividad, se quita la ropa como una auténtica princesa rusa. La hija del zar. La persiana se cierra estrepitosamente y encienden la luz, se observan unas a otras… La joven y descocada Marina. La pantera. Tan salvaje, tan extrovertida y frágil a la vez. Aparenta esa seguridad que nos engaña a todos, muestra su cara más abierta, su lado sensual. Ella es la auténtica heroína, la jefa de la empresa. Lleva las riendas, lo lleva todo a su cauce. Todos y todas obedecen, porque es la discípula de la leona. La princesa punk, la vicepresidenta de la rebeldía que ostenta sus medallas cual militar galardonado. Su cuerpo estalla en mil pedazos ante tu mirada y te contempla él a ti en lugar de ser al revés, pues probablemente tenga más personalidad que todo lo que crees conocer. El simple hecho de la rebelión, de la lucha, de la desobediencia, la vuelve el arcángel del capitalismo, la patada en el culo al buen Adolfo y el sonrojado Stalin. Una mujer hecha a sí misma, dotada de una capacidad de expresión y liderazgo superior a cualquier otra conocida. Una mujer capaz de callar al más extenso de los argumentos con un dedo en los labios, y enamorar al más homosexual de los eunucos con el guiño de un ojo. La auténtica cara opuesta de la sumisión, el lado bello de la anarquía, una barrera inexistente que se cierra ante el paso de la vergüenza. No hay represión que valga, no hay moneda que la corrompa, no hay mierda que la salpique. Así es Marina. La pelirroja. La pantera de Mallorca… La tierna y conmovedora Eva.
La ninfa. Una niña, una criatura sin desarrollar. Ella es de esa clase de chiquillas simpáticas pero discretas cuya vergüenza suele dominar la mayoría de sus actos. Desvían la mirada ante el cruce con otros ojos, y pasean la vista hasta encontrar un lugar discreto. Discreción, prudencia; pasar desapercibido, en eso se rige su comportamiento. Pareciera un Ninja, una samurai que rebana las cabezas de sus enemigos con una katana de timidez que apenas envaina en compañía de sus amigas. Cruzarte con ella en un pasillo puede provocarle serias reacciones alérgicas en la piel. Se torna profundamente colorada, y desaparece del mundo de los mortales con la primera brisa que la lleva al andén de la impunidad. Intenta escapar de la realidad que la rodea, encerrarse en cuatro paredes de cariño familiar y desaparecer ante los ojos de la humanidad. Sin embargo, hay algo oscuro en ella, algo oscuro y terrible. Una sombra extraña nace de su vientre y recorre su cuello como una serpiente, susurrándole porquerías al oído. Algo en su joven cabecita le dice que debe despojarse de la ropa rápidamente y dejarse llevar. Algo controla sus movimientos en presencia de Elena, incluso de Alba. Algo consigue que se quite el disfraz de la vergüenza y se muestre tal y como está hecha, de esa sustancia tan magnífica tan sólo comparable a la luz del Telpërion –Si Tolkien viviera me demandaría –. Hay una especie de Tulkas en su corazón, un impulso fugaz, un instinto voraz de perversión y saciedad. Hay algo que la induce a la locura, una impetuosa necesidad oculta de despojarse de su armadura y sentir al fin la brisa acariciarle el cuerpo desnudo. Desnuda al fin. No por la ropa. Desnuda de prejuicios, desnuda de complejos, desnuda de conceptos sobre la existencia o teorías, desnuda de ideologías teóricas o prácticas tan absurdas como la vida misma. Vestida con el puro y sublime amor de la entrega a la sumisión, a la voluntad de su corazón palpitante y atronador. Vestida con una única palabra que desenvuelve cualquier pretensión o planificación burocrática para un futuro próximo, o un pasado lejano. La palabra “ahora”. Esa palabra tan subestimada que se pronuncia con facilidad y se vive demasiado poco. Esa franqueza de mandar a la mierda las teorías, las etiquetas y los contextos; el orden y la bondad, la maldad y la anarquía. No hay belleza ni fealdad cuando se despierta el ahora, solo hay ahora; y ya está… La alegre y risueña Elena. La “andalusa” cuyo acento despierta inusitadas cosquillas en la papada de las montañas, derrumbes en mi barriga y las suelas de mis pies. Ya nada importa cuando se menciona su nombre, pues él trae la risa, y la risa lo trae todo. La risa lo es todo. Elena lo sabe, y su continua carcajada sana como el vino y pura como los manantiales asciende desde el interior de los cráteres y despierta curiosidad en los metafísicos, pavor en los alquimistas, duda en los científicos. “¿Qué tendrá esa risa que nos hace olvidar lo tristes que somos?” Se preguntan, y no hay más respuesta que la risa. La risa eterna y fluida como el agua, que no cesa, simplemente cambia. Porque en algún lugar de nuestro cuerpo, de nuestras entrañas; en algún punto de nuestro cerebro, siempre hay una risa. A veces rebosante y henchida de fuerza, otras apagada y siseante, pero todos tenemos una Elena en el corazón que nos permite dar el siguiente paso con firmeza, sin temor. Elena tiene esa chispa sureña de quien ve pasar la vida desde un palco, fumándose un canuto y bebiendo una cerveza del Mercadona. Esa chispa de quien ha dormido en un banco y encuentra innecesaria la cama; de quien ha probado la locura y ahora la sensatez no le sabe a nada –y bien sé de ello –. Sin embargo ella no ha fumado canutos, no ha dormido en bancos. Tiene ese don natural para dirigir el foco de su pensamiento en algo irrelevante y estúpido que le permite el privilegio de olvidarse de las cosas importantes y terribles. Tiene ese talento magnífico de admirar la belleza de una flor que crece en un mar de mierda. Tiene esa magia en la mirada que te echa de espaldas de improviso y se abalanza sobre ti. La rebeldía, la lujuria y la risa, así es la andaluza… La hermosa y dulce Alba.
Bueno, creo que estoy abusando de vuestra confianza, así que dejaré de ametrallaros con tanta tontería. Alba, mi rubia, tu búlgara y aquella muchacha de la trenza dorada. No voy a decir nada sobre ella, porque ya la conocemos. Simplemente te relataré como se desata los cordones, deja caer su zapato y se extrae el calcetín con dificultad, mientras la escayola contempla la escena con envidia. Te relataré cómo se desabrocha el sostén con un chasquido, y el aire cálido y amalgamado se encarga de sacar brillo a los pezones tiernos y rosados que quedan en libertad. Elena y Marina ya se encuentran una sobre la otra, sobre la cama de la andaluza que se hunde bajo el peso de las muchachas. Ya ha empezado el juego, aunque nadie ha oído el pitido del árbitro. Alguien ha tirado los dados y las fichas empiezan a moverse sin ataduras. Cuando la pantera y su cómplice ya se revuelven en un atolondrado amasijo de besos y caricias reprimidas durante mucho tiempo, Eva termina de desnudarse. Contempla a la rubia, y ésta otorga una mirada simpática y feroz a la vez. Esas miradas enmarcables que hubieran servido de perfil perfecto para su Facebook. Se sientan sobre la cama con las piernas cruzadas como si fueran a unir sus manos y cerrar los ojos para intentar contactar con los muertos. La posición deja al aire demasiadas partes del cuerpo, casi tantas como desearías, y los ojos azules de la muchacha se desvían inevitablemente hasta la boca del metro que reposa entre los dos ombligos. Después alza la vista, y entonces su mirada se cristaliza al cruzarse con la de la ninfa, y sus ojos se evaporan en un hachazo a la vanidad. Se ven tan hermosas como las vemos nosotros, quizás algo más. Sus pecas danzan bailarinas con soltura, como si jugaran al pilla pilla en el patio marfil de sus rostros. Casi parecen intercambiarse unas por otras. Las pecas van de una nariz a la otra, saltando en ese puente fantástico, ese vínculo emocional que las une, ese cordón umbilical invisible que las ata y las unifica en un solo ser, en un solo ente producto del amor. Y es entonces cuando se devoran la una a la otra y se lanzan sin miramientos al pozo de los deseos, como dos verdaderas cerdas, adoradoras de la dulce y tentadora perversión –¿Dónde coño están los látigos y las ruedas de tortura? diría Sade si levantara la cabeza –. Las pasiones líquidas fluyen de boca en boca, dejando tras de sí ese maravilloso hálito del calor condensado. Entretejen telarañas de saliva una sobre la otra, devorándose con la lenguas, hiriéndose con los dientes, amándose con el encéfalo. Se abrazan sobre la cama, se envuelven y revolotean en el cielo de los músicos, entrelazadas como un Yin Yang. Juegan a ver cual puede abarcar más carne con sus fauces, a ver quien puede recorrer el cuello de la otra con la lengua a mayor velocidad. Eva desciende con su soldado escarlata sobre el cuello marfil de la muchacha de la trenza dorada. Envuelve su clavícula en jugos, devora su hombro, desciende hacia sus nenúfares, siente la vigorosidad de los altivos y exuberantes botoncitos rosados que armonizan con el ambiente y reposan sardónicos sobre dos colinas. La ninfa los olisquea, los encierra entre sus colmillos, los sorbe como una aspiradora. Los rodea con sus uñas, los toma y los masturba con dos dedos interminables como una pesadilla, blancos como los barcos de Alqualondë. Los sudores bañan los cuerpos, recorren las axilas, las ingles y los omóplatos. Los senos se acarician con la suavidad de dos pétalos franceses, con la fuerza de un tren de mercancías. Las gotas de transpiración recorren una naricita respingada de muchacha morena, que acaricia con las yemas de sus dedos el vientre nórdico de la rubia. Plano y desolado como una playa, color arena, con la consistencia de una cama elástica. Un ombligo solitario y especulador que se deja abrazar por una lengua atenta y apasionada. Las lenguas vuelven a encontrarse, fructuosas, y afloran en un paraíso desmedido que desemboca en sus bocas, se desenvuelve en sus corazones, se manifiesta en sus dedos. Un movimiento circular amordaza una discreta vagina, y los dedos acarician su superficie con la bravura de un toro mecánico. Un suspiro ocioso recorre la garganta de la búlgara, que se deja caer sobre los codos, sentada sobre la cama con las piernas separadas. El peso recae en sus clavículas, que se tensan como el mástil de un barco en una noche tormentosa. El peso del torso recae en los tríceps, inflados y rezumantes de vida. Sudorosos, no más que la fortaleza en la que la joven carnívora deja caer sus labios. Un beso de cariño maternal se aposenta sobre la mullida y hendida masa corpórea. Esa playa infinita cuyas costas son los polos. Allí donde el bosque de bambú occidental crece en abundancia, allí donde el sudor se aglomera y las pecas se multiplican. Allí donde una oscura franja separa el este del oeste, y se pierde hacia el pozo vanidoso donde otrora dos dedos surcaron profundidades inimaginables. Allí, en ese chocho búlgaro, la manifestación de tu más ansiado anhelo. Allí es donde el beso reposa, y justo entonces es cuando Eva abre su boca. Abre las dos bocas, para ser francos, y las entrelaza. Otro beso fructuoso se desarrolla ante nuestros incrédulos ojos; la nórdica boca del sur contra la mediterránea boca del norte. La lengua se hunde y se deja satisfacer, se deja abrazar por las cálidas paredes que invaden el aire de ese aroma ya tan familiar, ya tan nuestro. Ese olor tan conocido que recorre los orificios nasales de la ninfa, cuya lengua es arropada por masas carnosas. Y es ahora cuando la muchacha recorre de abajo arriba el límite vertical con su nariz, hasta llegar a ese bulto ya conocido como un saco de boxeo cortito y solitario. Ese clítoris colorado y a punto de estallar, que se columpia ajeno a la realidad que lo rodea mientras unos dientes lo toman rehén. La ninfa muerde, adora hacerlo. Muerde los cuatro labios sobre la pequeña costa. Muerde las ingles y un pie, lame el espacio entre dedo y dedo. Alba se retuerce en la cama, extasiada por el mayor de los placeres, sintiendo por primera vez una boca ajena en su tesoro. Su espalda se arquea y su cuello se curva hacia atrás, cuando su mirada se detiene sobre el techo. Disfruta entonces de ese estado de perfección que nada puede superar, ese momento de placer insustituible, ahora imprescindible en su día a día. Gime y jadea como un animal siendo embestido, como una bestia desaforada. Las pecas vuelven a desaparecer bajo el manto del atardecer que las cubre, pero mucho tardará en anochecer. Las pupilas azules se ocultan, las gotas de sudor se dejan ver. El flequillo, caído sobre esa frente roja cual gudari, jadea también ahora, y se revuelve impulsado por los bufidos de la muchacha, que lo desmarañan. La melena que ondea y cae furtivamente pendiente abajo, ahora parece estar tan caliente como el mismo centro de la acción. Nuestra rubia se deja hacer, goza ante la arremetida de los dedos de su amante, y ha olvidado que su hermana yace apenas a medio metro en su misma posición. Mientras Marina la devora con un salvajismo descomunal, la andaluza se retuerce y se contrae, sintiéndose un animal embrutecido. Se deja acorralar por la lengua de velocidad bífida, que aniquila todo resto de timidez a su paso como una demoledora de vergüenzas. Dos lenguas escarlatas surcan dos cofres repletos de joyas simultáneamente, dos almejas que protegen sueños, deseos. La andaluza y la búlgara, irónicamente nacidas en Mallorca, suspiran, y el aliento que exhalan es como el humo de una pipa que se alza en el espacio que las rodea sin ocupar volumen –ni dejar de hacerlo –. Bailotea en el aire y vuelve a sus bocas para ser absorbido, y las muchachas sonríen, aunque no te sabría especificar con qué boca. Paridas por la misma madre y ahora devoradas por un mismo órgano, consumidas por un mismo principio, por el mismo placer, la misma lujuria. Es la misma lascivia la que las conecta y las torna tan iguales siendo tan distintas –la que, de hecho, las conecta con nosotros –. Es la pasión desenfrenada la que las convierte de nuevo en hermanastras. Es ese destello fugaz en sus miradas y las respiraciones a un mismo compás, lo que hace que puedas ver en ellas parentesco alguno. Y es entonces cuando se miran. Elena observa a la rubia con esos ojos de “no veas lo bien que folla tu piva”. Alba responde sin devolverle la mirada, y entonces la morena, apenas a medio metro de distancia, alarga su mano para acariciar los dedos frágiles de su hermana. Ambas se miran entonces, se toman de la mano. No hay nada mejor que compartir el placer, supongo, y se sienten realmente como una familia. Observan las bocas de sus respectivas parejas trabajar con singularidad. Jadean al mismo ritmo y entrelazan los dedos, pero entonces Alba se siente mal. Acaba de comprender que no es buena idea darle la mano a su hermana en una situación tal, y se desprende de ella rápidamente, para no volver a girar la mirada. No importa, quizás sea mejor así. Hay límites para todo. ¿O no? Mientras la búlgara medita estas palabras e intenta recapacitar, una ola de calores burbujeantes comienzan a ascender con lentitud desde su vientre; y entonces sabe lo que se aproxima, y es estonces cuando sonríe. Marina deja de jugar, los preliminares han acabado. Pareciera saber que es hora del sexo, y a veces la lengua no es suficiente. Quizás dependa de la persona que lo otorga, y de la persona que lo recibe. En este caso es preferible no entrar en detalles. Simplemente observa cómo la andaluza extrae de su mochila escolar un enorme pene de goma que bailotea ante el zarandeo de su mano. Probablemente mida veinte centímetros, una medida innecesaria según nuestra joven Alba. Una vez más, la cueva de Cádiz, señora de la impunidad, abre sus glotonas puertas para dejar pasar al miembro de la realeza, aunque no sea del todo “real”. Es más bien un miembro falso, pero incluso es más útil que Yosué, Godofredo, o aquel muchacho cuyo nombre nunca supimos, que se quedó con las ganas de despojar a la búlgara de su virginidad –¡Que se joda! –. Fíjate con qué maestría lo toma la pelirroja entre sus dedos, lo aprisiona con la galantería de una dama de la alta aristocracia y lo hunde como si fuera goma espuma en un agujero de mermelada condensada. Con esa energía adolescente, insustituible como el cigarrillo entre clase y clase, la pantera desata su lujuria sobre la muñeca ligeramente acalambrada. ¡Zas! Ahí va. Inserta medio aparato en la cueva y un grito sordo se deja caer en la habitación. El juego prosigue con velocidad, pero nos hemos olvidado de algo. Hay alguien que lo está pasando mejor, una muchacha bastante conocida acababa de sentir burbujeantes sensaciones antes de interrumpirla. Ahí está. Alba, Albita. Muchas aventuras nos ha proporcionado ya, con su rostro pálido propenso al bermellón, sus pecas infinitas, sus ojos azules y profundos como un océano y su… Retortijones. Espasmos. Curvas y círculos de colores que se alzan desde el submundo para obstaculizar la luz, para impedir a la vista hacer su trabajo. Colores extraños y oscuros danzan a su alrededor al son de Jamiroquai mientras un retumbar palpitante le atraviesa el pecho y resuena en su cabeza con insistencia. La muchacha cuya trenza dorada es ahora una cortina color orina, yace completamente encorvada en una extraña posición casi inhumana, exhalando sus últimos suspiros antes de explotar en cientos de ondas expansivas. Se convulsiona y grita mientras una lengua la devora, y pierde la noción del tiempo y el espacio. Los segundos se hacen eternos, los minutos efímeros, la vida un dibujo. Simplemente ha olvidado que está sobre la cama. Ahora mismo se encuentra a varias millas del dormitorio, volando con la nube Kínton por los cielos de Zeus. Acaba de atravesar el puente que une la realidad de la ficción, de este a oeste, de sur a norte y de orilla a orilla. Ha nadado sobre el mar de la fascinación y se ha ahogado en su propia locura, hundiéndose más y más en una masa gelatinosa llamada orgasmo que la devora y se alimenta de sus entrañas. Millones de insectos entran en su cuerpo y empiezan a corretear sobre sus intestinos, sus músculos, sus pulmones apenas grisáceos y un corazón atómico. Las costillas deben tensarse cuando el pecho se expande y la niña respira, y expira, y respira, y expira, y el tiempo cesa. No hay tiempo. No hay nada, sólo Alba. Sólo placer. Sólo un chocho búlgaro cayendo rendido ante la juguetona lengua de alguna ninfa hija de Afrodita que se deshonra frente a su tesoro, que cae a sus pies. Ya no escucha los gemidos de su hermana siendo empalada por un trozo de goma. Ahora el orgasmo adquiere un color bermellón transparente, un paréntesis temporal. Ya no siente apoderarse de la habitación el olor a sudor y a sexo –por ese orden –. Ya no ve nada, ni tan sólo oscuridad. Muere durante un segundo en el que se sume en un estado de total magnificencia. Ha alcanzado el puto Nirvana con N mayúscula. Y entonces suena el final de “Where did you sleep last night”. Kurt Cobain, con su voz colérica, angustiosa y desesperada, grita “¡My girl!”, y el mundo estalla en mil fragmentos cristalizados que Alba esnifa con un suspiro y se coloca. Y entonces despierta. Y entonces grita.
-¡¡Dioooooooooooooooooos!! –aunque pueda parecerlo, no es la devoción por el catolicismo lo que la lleva a gritar al Señor. Se arquea más aún, prácticamente en un pino puente, y ni siquiera recuerda en qué momento dejó escapar sus fluidos. Ignora a dónde fueron a parar, aunque nosotros hemos visto unas extrañas gotas claras surcar el aire de un salto para aterrizar sobre el rostro de la ninfa. Quizás sean solo suposiciones mías, pero me da la impresión de verla tragar con una obscenidad totalmente infantil. Alba se deja caer sobre la clama, totalmente exhausta, y tan solo alcanza a decir.
-Quiero más…
Un beso acalla los últimos jadeos. Una mano acaricia su rostro, otra su vientre, Alba se deja mimar y sonríe, contemplando la indiferencia del techo. Observa a la ninfa, cuya lengua ha servido de instrumento perfecto para llevarla a las puertas del cielo de San Pedro, o el infierno del Dante. Jehová Dios acaba de recibirla en su seno, para volver a lanzarla al mundo de los vivos, y yace ahora tendida en la cama como un cadáver, pero ardiente y tan viva como un volcán en erupción. Sus palabras son apenas susurros inteligibles, pero en ellos se vislumbran algunas vocales. Parece decir algo. “Te amo”, creo. No. “Tu ano”. Eso. Se incorpora suavemente, como un ángel caído de la corte celestial; como una cenicienta que acaba de dormir cien años, como una Blancanieves despertada por el príncipe, rodeada de jilgueritos y gorriones que ululan en sus nidos. Y hablando de nidos, contempla ahora ese magnífico y recóndito lugar que muchos ignoran, otros anhelan, pero la indiferencia es invisible frente a él, quien deja volar la curiosidad tan lejos como sea posible y la atrapa entre sus manos. La cueva de la depravación, el foso de las obscenidades, allí donde la luz no llega, donde las sombras de Mordor se aglomeran. Ese pequeño agujerito tan poco considerado, que yace al norte del órgano sexual, al sur del final y el principio de la espalda. Al comienzo de todo deseo, al final de todo temor, está el ojete. Allí es donde Alba lleva su mirada, mas su mano elige otro camino. Toma el pene de goma con las manos, tan suave y resbaladizo. De color rosa, como si de una Barbie se tratara, como un juguete para niños, un mr. Potato de goma. La rubia lo contempla y por un momento un pensamiento asola su joven mente aturdida. “Lámelo, sí. Te encantaría hacerlo, y sentir el sabor de tu hermana. ¡Hazlo!” ¡NO! Intentando ignorar sus propios impulsos, lo aleja de su rostro, y Elena medio sonríe al observar en su mirada ese destello fugaz. “No puedo pensar así en Elena”, piensa, y entonces recuerda todos los momentos vividos con ella, siendo niñas. “Viviré esto como he compartido todas las demás experiencias con ella, y ya está”, se dice. Eso quisiera creer, ¿Cierto? Eso hará. Por ahora. Acerca el aparato a la cueva de las impurezas, al orificio oculto de Eva. La ninfa, la joven chiquilla inocente y vulnerable que destapa sus nalgas con la pasividad de quien abre una bolsa de galletas. Entonces ese bello lugar se ve con toda la luminosidad que cabe esperar de la bombilla de 50 Watts. Hermoso, ¿verdad? Entonces la búlgara, herramienta en mano, acerca el objeto hacia el vulnerable agujerito, y… Hay que joderse, odio describir una penetración. A decir verdad, odio las penetraciones, pero esta es especial. Es especial porque es Alba quien empuja, y es Eva quien se muerde el labio inferior, absorta en una nube de la que no podrá bajar en mucho tiempo. Es Elena la que contempla, es Marina la que se masturba, soy yo quien te lo cuenta. Es ese ojete chiquito y común el que se abre hacia fuera, como si una burbuja emanara de él, como una flor abriéndose. Los pétalos extendiéndose en los cuatro puntos cardinales mientras los granos de polen revolotean ante el constante aliento de la rubia de mirada impasible. Y es entonces cuando una enorme y elástica goma rosa empieza a surcar sus parajes, adentrándose en los oscuros límites que la ética ha establecido. La ética ha perdido la batalla, está claro; tiene los días contados, o así espero. Fíjate como ese precioso cilindro se adentra en los profundos recovecos de esa circunferencia malévola, esa aureola divina. El anillo de Sauron, la corona de Cristo. Una enorme esfera transparentada a través de la superficie brillante del aparato que se desvirga. Una niña que grita ahora, intentando contener el dolor. Dos centímetros de diámetro son suficientes para gritar, supongo, pero es incluso divertido contemplarla. Ya no está roja, ahora posee un extraño tono pálido en la piel, un blancuzco no del todo natural. Su cuerpo está tan caliente como sus manos frías, y las orejas parecen intentar desprenderse de su cabeza. No comprende cómo puede algo tan inocente desgarrarla de tal modo. Alba empuja ligeramente, adora ese momento. Observa la esfera tornarse más grande, las nalgas enrojecidas zumbar en su mente, los gemidos dolorosos de la muchacha en alguna lejana dimensión. Marina está llegando a su segundo orgasmo gracias a esta hermosa escena. Realmente sobrecogedor. Pavorosos temblores se apoderan de la muchacha que se sostiene sobre las los codos y rodillas, con la cabeza hundida bajo las clavículas, contemplando a la rubia boca abajo. Las gotas de sudor de su rostro se asoman al vacío cual niño en brazos de Michael Jackson, y el rostro de la niña se torna de sufrimiento y dolor cual Tina Turner aporreada por su marido. Un simbolismo algo distante de Baudelaire se ha apoderado de mí, pido disculpas. Pero debes observar ahora el rostro de la muchacha, que se hiere el labio inferior, presionándolo con los dientes. Cierra los ojos con tanta fuerza que podrían salirle agujetas en los párpados por la mañana. Expande tanto los orificios nasales que parecen oler el juguete de goma abriéndose paso en su intestino. Apenas cinco centímetros empiezan a devorarla con lentitud, cuando suplica que paren, y una lágrima discreta se lanza en picado intentando camuflarse entre la transpiración. Tal como ha entrado sale, y el pozo se vuelve a cerrar tal y como se abrió. Casi me ha parecido escuchar como se cerraba, con ese sonido de quien se lanza a la piscina de pie. Así yacen entonces, las cuatro mujeres responsables de que la habitación arda en una temperatura sofocante, de que las paredes no puedan controlar su erección. Ahora descansan, apenas unos segundos, pues Marina vuelve a ponerse de pie. Su rostro irradia entonces la ferocidad inconmensurable de la mayor de las fieras, de la más tenebrosa de las hechiceras. Contempla ahora el oscuro pozo de Alba, que yace boca abajo sobre la cama, buscando una postura en la que la escayola no moleste. Contempla ahora ese inmenso vacío sepulcral que separa la liberación de la perversión, y no hay deseo más poderoso que el de atravesarlo. Siente que si hay un límite, ella debe destruirlo, que si hay una ley ella debe romperla, y si hay una moral establecida ella será la zorra que escape del rebaño. Así lo hace, precisamente cuando se acerca a Alba y toma sus dos nalgas como si fueran dos globos enormes. Las amasa como hace apenas unos días lo hizo con un lubricante vaginal, intentando curar esos feos moratones. Ya no queda rastro de ellos, pero ya no se necesitan como excusa. Ahora es suficiente el deseo imparable de sexualidad que caracteriza a esta muchacha. Ahora no hay excusa necesaria, y tan solo debes ver, cómo las largas manos de la pelirroja destapan esas nalgas blandas y dóciles, que se dejan amaestrar con vulgaridad. Debes ver ahora ese foso arácnido que despliega sus patas para recibir la visita. ¿Y quienes son los invitados esta vez? Uno. Uno rojo. Rojo escarlata, quizás. Rojo carmesí, tal vez. Rojo rubí, rojo sesos vacunos, rojo sangre en el suelo corrupto de una iglesia. Rojo pasión, rojo amor, rojo Cuba. Húmedo, mojado y envuelto en una capa gelatinosa de saliva espesa y burbujeante. Esponjoso y blandito, mullido y áspero a la vez. Elástico y serpenteante como una lancha en movimiento, como un monje Shaolin imitando a las serpientes. Sedoso como las cortinas del siglo XIX que ondean ante la brisa matutina. Un soldadito rojo armado de gotas que resbalan sobre él. Caliente y ardoroso como un volcán, con vida propia, y se mueve en espasmos de un lado a otro con la fuerza de un alma en pena –vuelve a leer a partir de “Rojo escarlata” imaginando a un gatito despellejado vivo, y verás qué rápido se detiene el romanticismo –. Así es la lengua de Marina, apasionada y refulgente bajo el brillo de dos inquietas miradas. Obsérvala acercarse a ese mundo oscuro y palpitante, a ese ansiado ojal de hojalata, que parece ojear el hojaldre que se le avecina. Observa ahora ese ojete, ese magnífico ano de musa, concubina y qué se yo cuantas gilipolleces más. Observa las gotas de sudor serpentear en torno a él y descender con ignominia hasta derrocharse con parsimonia sobre la cama. Observa ahora dos labios que se cierran y se estrujan para chocar contra la pared intestinal de la rubia cuya trenza es ahora una cortina color orina. Hevia estalla con La música de los Dioses. El choque es como la colisión de dos meteoritos en pleno movimiento, como la explosión –o implosión –de dos dimensiones paralelas. Dos labios que se cierran y besan un pequeño agujero donde otrora cayó Alicia. Alba siente esa mullida y pulposa superficie cubierta de carmín al aplastarse contra su tesoro, devorarlo con el aliento y establecer un vínculo superior al amor con ese beso, ese pacto, el contrato de por vida. Los labios se desprenden con ese “chuík” ya tan familiar, ese sonido que nos aturde los oídos y retumba en los recovecos de la estancia, ensordeciendo a la ninfa. Nunca olvidarán esto, doy fe. Menos aún olvidarán cómo Marina abre la boca, extrae de nuevo su serpiente escarlata, la balancea en el aire y la deja caer con suavidad sobre ese cráter. Siente entonces su sabor perfumado, el aroma endulzado, y la visión la ensordece. El contacto de su órgano gustativo con la carne tersa y mansa del agujero, le proporcionan esas indescriptibles sensaciones solamente atribuibles al sexo. Vuelve a lamer, cumpliendo al fin su deseo, y siente el fuerte sabor del ano que se contrae bajo su calidez, que se retuerce, temeroso y álgido a la vez. En el cenit de su sexualidad, Alba sonríe con el rostro hundido en la almohada, intentando contener las ganas de meterse hasta el codo por el portal de la dulcificación. Siente la empapada y empalagosa lengua caliente arder sobre su agujerito, desparramando allí su saliva y salpicando sobre las sábanas con los jugos de la pasión. Siente su puente bajo el bosque de bambú gritar y aporrear los barrotes de su cárcel, pidiendo clemencia y suplicando la llegada de su turno. La lengua vuelve a arropar el tesoro, las niñas observan anonadadas. Han vuelto a lo suyo, tras observar el gesto de cariño de la pantera hacia su amada. Eva vuelve a lanzarse sobre Elena, y las parejas vuelven a estar como antes de empezar, aunque notablemente más liberadas. Saben entonces que toda tensión se ha desvanecido, que solamente el amor perdura en cada lamida. La pantera muerde y devora el pozo con la lujuria de una tigresa en celo, amando cada instante que pasa con él. Alba gime y muge como una gatita destetada tomando de un biberón, y hunde la cabeza entera en la almohada para ocultar sus jadeos. Adora este momento, adora este día; adoramos este día. Mira como vuelve a devorarle el culo, mordiendo las nalgas, recorriendo la franja septentrional con su lengua carmesí. Besa por doquier, no deja rincón de las caderas sin arañar. Parece contenerse de arrancarle la carne a mordiscos; y por poco no lo hace, marcando su dentadura en la nalga blanca y lustrosa de la muchacha. Tres dedos flacuchos se pierden de pronto en las inmensidades de la almeja profunda e interminable como el miedo a la muerte. Penetran en las profundidades de un pozo condenado al goce eterno. La búlgara ahoga sus gritos en la almohada y sonríe, sintiendo el rítmico movimiento de sus caderas al son de Sound and Vision. Bowie chilla tras las ventanas, Alba sobre la cama. Otro dedo es engullido por el devorador insaciable, ese bicho codicioso y babeante que desea más cuanto más tiene –¡No! No es el Papa –. Esa boca apabullante que parece devorar galaxias enteras con sus infinitos labios, que ahora rodean dedo tras dedo, y se cuentan ya cinco cuando el pulgar decide unirse a la fiesta. Los nudillos se aproximan a la boca del metro y un dolor desgarrador se apodera de la rubia, que se alza para gritar.
-¡Jodeeer! ¡Eso duele perra!
No nos importa, ¿verdad? A la pantera tampoco. Empuja con fuerza, y el cuerpo entero de Alba se ve impulsado por un bíceps fornido. La rubia es consumida por un fuerte dolor, pero algo la hace olvidarse del mismo. Dos dedos que separan la piel de su trasero, separando y tensando la carne a un extremo inalcanzable para su imaginación. El agujero de los desperdicios se abre entonces, y Marina lo contempla con ese irrevocable deseo de la más cerda de las mortales. Observa ese cráter expandido, que se abre para dejar ver su interior cual Bécquer en sus últimos sonetos. Cual flor en primavera, extiende sus extremidades para que la pantera pueda contemplarlo con detenimiento. Y es entonces –escucha atentamente –, cuando deja escapar su lengua para atraparla en el interior de esas oscuras paredes, sintiendo el profundo placer de la depravación, saciando su sed más tenebrosa, obteniendo la recompensa a su paciencia. Pocos centímetros hunde, quizás los suficientes, tal vez demasiados. Tantos como lágrimas se extinguen en el rostro de Alba, que siente el extremo de esa juguetona y húmeda amiga penetrarla con avidez por su callejón del no retorno. Siente la cálida embriaguez del palpitar de la lengua en su interior, la saliva esparcirse en su intestino y caer hasta los recónditos límites del túnel de evacuación. Marina siente entonces el sabor de la victoria en su boca, vuelve a empujar con su mano con toda la fuerza de la que se ve capaz, como si quisiera hundir la mano entera en el ya abatido y desmenuzado tesoro de la chiquilla. Los dedos desaparecen, y cuando los nudillos acarician la piel fina y suave de la muchacha, tensa en extremo; Alba echa a llorar, sin por ello sentir menor placer. Las lágrimas brotan de sus ojos en todas direcciones, como soldados que saltan en pedazos ante una bomba, como gotas de un charco pateado por un niño al jugar. Se derraman sobre su rostro infantil y macilento, que suplica el cese de la agonía; mas la perversidad de la pantera es superior, y continúa su ejercicio, sin dejar de luchar contra las leyes de la naturaleza para tensar al máximo los labios de la rubia. Cuando el llanto de Alba es superior a sus gemidos, se obliga a cesar, y entonces la búlgara echa a reír, entre lágrimas y gorgoteos bajos. Marina se contagia de su carcajada, y se funden en un beso nupcial. La pantera saborea las lágrimas que recorren el rostro de la chiquilla aún aturdida. Tienen un sabor salado, curioso –no tan curioso como el del ojete de Alba, pero curioso al fin y al cabo –. Pronto se encarga de acabar con todas las que atraviesan sus mejillas, recorriendo cada paraje de su rostro con la lengua, devorando cada mota de sudor y llanto. Observan entonces cómo Elena, la andaluza de humor incansable, devora el chocho de la ninfa de alas doradas como si del final de un plato de sopa se tratase. Eva se retuerce, se revuelve en la cama asolada por los lentos y profundos lengüetazos, tan pronto rápidos y desordenados. Aquí y allá, cada rincón de la superficie de ese hermoso paraje es devorado por la suculenta textura de esa lengua de Cádiz, tan propensa al griterío en lugar de a las palabras. ¡Cuánto adoro esa lengua! Justo entonces un escalofrío nace armoniosamente en el vientre de la ninfa de los prados magníficos de… Basta, a tomar por culo, que van muchas páginas.
Eva se va a correr, el orgasmo que precede a la explosión hace mella en su mirada y la andaluza lo sabe, y sonríe. Todas contemplan los dedos que entran y salen de la hendedura con una inusitada velocidad. Un clítoris que se zarandea ante el rápido palmoteo de otra mano juguetona que desea abarcar el límite de los límites. En estos momentos, la ola de flujos deben estar recorriendo los túneles que desembocarán en el suelo, supongo. No es esto lo que quiere Eva, curiosa hasta lo inimaginable. Y es entonces cuando toma a Alba de los pelos para arrastrarla hasta el manantial de los deseos, el sepulcro de Túrin Turambar. No hay tiempo para reaccionar, no hay tiempo para pensar, simplemente abre la boca. La fuente no parece ser lo que era. Salir sí que sale líquido, pero no sé yo si es lo que esperaban. La sustancia es quizás más cálida, más líquida, más amarillenta. No se lo esperaba, no. Caliente –me encanta –. Al principio parece incluso quemarle el rostro. La cuerda líquida que mana de la hermosa joya se desenvuelve en el aire con bastante naturalidad. El chorro nace y recorre una corta distancia hasta estallar sobre un rostro que lo contempla curioso. El primer impacto es sustancialmente un estallido. Las gotas colisionan literalmente sobre el principio y el fin de una nariz infantil, sobre una frente inundada de minúsculas pecas, sobre una boca que su dueña ha olvidado cerrar. Las gotas saltan en todas direcciones como huyendo del centro, intentando escapar hacia el primer camino visible. Recorren su rostro al completo, embadurnándolo en la más impura e indecente sustancia sobre el mundo de los hombres. No poco es lo que inunda sus fauces. Las gotas recorren diente por diente, desde las paletas hasta los colmillos, dejándose caer a las muelas. Sobre la lengua, bajo ella, haciendo bucear al frenillo blanco y elástico. Salpicando el paladar, las encías, quizás alguna que salta para agarrarse a la campanilla que cuelga inocentemente, y en ella se balancea sin dejar de aferrarse para no caer al vacío. Con una mueca de repugnancia absoluta, Alba siente la acidez en su boca. Pero no una acidez de limón, sino la acidez caliente y fétida de la enfermedad. Escupe apenas unos segundos antes de que las últimas gotas del coño se dejen caer sobre su flequillo, y entonces observa la saliva anidarse en hilos que descienden desde su labio inferior hasta el suelo. El suelo, es más bien ahora un charco amarillo cual costa Tailandesa. Las sonoras e incontrolables carcajadas de las tres chicas que no tienen el placer de saborear la orina de Eva, invaden la habitación rápidamente. Estallan en risas impasibles a la repugnancia de la rubia, que intenta reír, pero su garganta se encuentra ciertamente ocupada. Sentada sobre el suelo inundado el pis, con la cabeza recostada contra la puerta del armario y las babas cayendo de su boca, parece más bien una yonki con sobredosis de la avenida General Riera. Pero en su cómica postura y su situación tan “curiosa”, se vislumbra el espíritu de juventud eterna de la muchacha que conocimos recorriendo el pasillo hacia el baño. Bajo su rostro cubierto de lágrimas secas y orina, enrojecido por el calor y la pasión, podemos entrever ese rostro de muchacha encantadora y cordial que estudia sentada en su pupitre sin distraerse, que come sin encorvar la espalda y con la boca cerrada y que teme a lo desconocido. Aún se puede ver a esa jovencita que detestaba las drogas y la perversión, aún se puede observar esa inocencia bajo los labios que escupen saliva y pis a partes iguales, que balbucean palabras apenas entendibles. Bajo sus ojos azules semicerrados por el agotamiento, y enrojecidos por la lágrima viva, podemos vislumbrar esa brillantez pulcra y gentil de la niña de quince años que salta a la comba en un recreo cualquiera, con esa inocencia y desfachatez de quien no vivió una posguerra. Podemos contemplar entonces a esa rubia de genes nórdicos que vive con discreción, y piensa con claridad, para poder contradecirse con mayor eficacia. Esa niña tan sencilla y modesta, esa mujer tan compleja y oscura. La discípula de la pantera, a su vez aprendiz de la leona. ¿Qué será quizás? La gata, la búlgara gatuna de mirada marina. En este mismo instante, le importa una mierda el mundo. No le importa saber que su madre acaba de entrar en la casa y que debe vestirse, lavarse y fregar antes de que la descubra en su estado. No le importa saber que va a tener una seria y prolongada charla con su madre –pues fue Ricardo quien pasó a buscarla al hospital, y aún no se han visto –. Ya nada le importa. Ahora la vida carece de sentido. Ahora las clases carecen de sentido, las leyes carecen de sentido, las prohibiciones carecen de sentido, el miedo carece de sentido, el consumo carece de sentido. “California Dreaming” aparece de no se sabe dónde, invadiendo el corazón de la muchacha. Y es entonces cuando Alba sabe que el sexo podría alimentarla durante el resto de su vida si así se lo propusiera. Y es entonces cuando manda a tomar por culo la moral, el capitalismo y la represión psíquica que estos dos factores afectan sobre las masas ignorantes y dependientes. Es entonces cuando asume la responsabilidad sobre sí misma, cuando toma las riendas de su vida, cuando se pone al mando de su felicidad y decide lidiar con la carga que ello supone. Es entonces cuando decide dejar de llamarse búlgara, adolescente, estudiante, bisexual, mujer… Alba. Sin etiquetas ni prejuicios; es entonces cuando se siente humana, y más animal que la más sucia de las ratas.
Y entonces sonríe, y nada más.
Prepárate pues, porque su sonrisa es la señal de que solamente acaba de empezar, pues ahora comienzan las verdaderas exploraciones; hasta el final del alma y más allá.
Por eso estaremos allí.