Las experiencias (1)

Primeros ocho relatos de la novela erótica que narra el despertar sexual y moral de una muchacha de quince años

PARTE PRIMERA

EL DESPERTAR DE LA CURIOSIDAD

I – Sueños y jugos

Con un sigilo escalofriante, conmovedor, casi como si viajara sobre una nube, apoya los pies envueltos en una onírica majestuosidad de bailarina, y se desliza paulatinamente por el lóbrego pasillo. No la puedes oír, no es la primera vez que lo hace. No pretende despertar a nadie, es muy tarde ya, sus padres duermen. Los pliegues de su pijama no bailotean cual vestido de boda, sus cabellos no ondean cual princesa de cuento, la medianoche bajo techo tiene poco de poético. Se desplaza como un Ninja lo haría al caminar sobre seda, silenciosa y cautelosamente hasta alcanzar el umbral del baño, que permanece con la puerta entreabierta. Una vez dentro la cierra, enciende la luz, se avista en el espejo. Se contempla, la contemplamos. Su semblante yace desaforado, rojo y encendido cual atardecer en Túnez, se nota tensa, no puede evitarlo. Escruta su cara. Su dulce y mansa carita de pomelo. Un rostro redondeado y tierno, rostro de chiquilla, aunque de facciones quizás algo más desarrolladas. Unos formidables ojos saltones de color mar, herencia búlgara, yacen deslumbrantes, fulgentes, exuberantes y fastuosos. Envueltos en esos exquisitos oleajes negros tan bien cuidados, esas múltiples pestañas como arañas de patas abiertas cual vulgar puta. Parecen comerte con la mirada, desearte y anhelarte, desnudarte y patearte. Una naricita redondeada, pequeña, curiosa como la de una niña. Pareciera que un escultor hubiera tomado una uva con dos garbanzos a los lados y hubiera cubierto su obra de una capa de arcilla con barniz. Los dos silenciosos y tímidos agujeritos yacen tranquilos y protegidos mirando a sus vecinos del primer piso, esos labios. Joder. Tienes que echarles una ojeada a estos dos muchachos. Acércate, ven. No puedes hacerte a la idea de la lascivia que habita en esos lechos de tocino, ese paraíso sexual. Tan carnosos, tan jugosos, tan rollizos y pulposos. Se delinean en una exquisita silueta. Voluptuosos y suculentos, con un contorno retocado por el mejor de los dibujantes, tiernos y palpitantes como un corazón en carne viva. Lúcidos y flamantes cual rubíes a la luz artificial de la vieja bombilla del lavabo. Colosales, magníficos, dibujados por la mano de un Dios superior al que conocemos. Reflejan el erotismo y la pasión oculta que irradia la tímida mente de la joven. Los sonrosados y lozanos mofletes, son tan suaves y sensibles al tacto como el interior de una perla, trazados con delicadeza. Comparables a los de un bebé, calientes por los nervios, acalorados y encendidos por la tensión adolescente de medianoche, esa siniestra y escondida lujuria que se impone en su confusa cabeza en pleno desarrollo sexual. No te sabría concretar el porqué, pero su semblante parece de catorce años. Tiene quince. Su piel, esa tez albina y bulbosa, rezumante de vida. Lisa, llana y sublime, poblada de millares de pecas. Hermosas, frescas y frondosas pequitas que se multiplican sobre las mejillas, en torno a los ojos, sobre la nariz, anidándose en la frente. Contempla bien las constelaciones que se forman en el rostro de la chiquilla, es como mirar la noche clara, un cielo lechoso. Tal magnitud de belleza no puede sino ser sujeta por un cuello de igual excelencia. Un cuello de esos que podrían doblegarse eternamente en una misma dirección. Un cogote blanco y puro, fino, interminable, coronado con una garganta inexistente. La sutileza de esos tendones elásticos y sugestivos desprende olor a mujer, olor a sexualidad marginada en lo profundo de un corazón, cerrada bajo llave. El sedoso flequillo rubicundo se divide en dos flecos que serpentean sobre su frente, ocultando la mitad de sus finas y delineadas cejas cuales pinceladas de Miguel Ángel. Voltea en ondas, se riza y huye hacia los costados ocultándose tras las orejas, pétalos blanquecinos. La larga y autoritaria trenza rubia danza sobre su hombro, nenúfar en un lago de amarillenta seda, y lo rodea. Una trenza prensada cual cuello de ajusticiado medieval, oscila sensualmente y se pierde tras la espalda con holgura, finalizando a un escaso palmo de la cadera. Una coleta aprisiona esos desorbitadamente dorados cabellos, los ata con una fuerza represora, mas nada ata la sexualidad de su portadora. Radiante y puro, honroso e íntegro, su pelo afirma su origen. Alba se inspecciona pausada y delicadamente, cavila en lo ocurrido. “¿Qué me pasa?”, se pregunta. Pero intuye lo que pasa. Conoce el remedio, pero se espanta, se avergüenza, se acobarda. Es una niña aún, una criatura. Sus compañeras de curso le han hablado sobre ello. Está al tanto de todo, se sabe al dedillo cómo cada una de ellas goza de sí misma. Marina, su mejor amiga de la infancia –de la cual tendremos tiempo de hablar y situaciones que recordar junto a su presencia –, le cuenta cada detalle de sus experiencias; ellas se cuentan todo, así son las mujeres. Alba finge indiferencia ante sus relatos, despreocupación, pero siempre, con una curiosidad que aparenta inocencia, quiere que le cuenten más. Desconoce el porqué, quizás nosotros lo conocemos, pero le gusta verse en el espejo, colorada cual niña con fiebre.

Un metro setenta de pura perfección, dulce y encantadora, tierna y cautivadora, tentadora y letal. Se siente una maravillosa seductora del cine hollywoodiense, una fiera salvaje sin domar. Sólo es una criatura, una niña distante y con cara tímida. Bajo sus clavículas de aguja, apenas el pijama deja entrever más carne. Esa blancuzca pero vivaz carne, de apariencia macilenta, pero enérgica y rebosante de fuerza. La tela atesora los inimaginables senos de la joven, los oculta bajo la tela, sin embargo no dejan de estar ahí. Yacen pacientes, esperando a que se les de el pitido de salida y respirar aire puro. Parecen saltar, vibrar y hablar por sí solos. Quizá estén enojados el uno con el otro y se peleen en silencio, se odien. No son grandes, pero son bellos. Aún no han crecido, son jovencitos, niños quizás. Dos niños juguetones y traviesos que adoran divertirse, pero nunca los sacan de paseo. Dos niños tristes, pues. Yacen envueltos en el pijama, contémplalos como yo lo hago, no hay palabras que los describan. Espera un segundo, ¿Te la he presentado? ¿No? Mierda, no sé donde tengo la cabeza –quizás en algún punto de la historia que no he llegado a narrar, mas ya empieza a provocarme ciertos ardores en la zona varonil –. Lo siento, creo que debimos hablar antes de ella. Sabes que se llama Alba, sí, te lo he dicho. Su apellido no. Es Alba Kirsanova, española aunque no te lo creas. Mallorquina más bien. Sus padres son búlgaros, ella es búlgara de pies a cabeza. Se mudaron a Mallorca hace tiempo. La madre de Alba estaba divorciada, conoció a un español, andaluz, buen talante. Tuvieron a Elena, así la llamaron. Hermanastra de Alba por parte de madre. Se llevan bien, bastante bien, pero tienen sus riñas, como todas. Una oscura e intrincada rivalidad las enfrentaba de niñas por la atención de su madre, y las enfrenta ahora por la atención de los hombres. Demasiado común como para considerar a estas dos muchachas hermanas fuera de lo normal –de momento –. Las muchachas, junto a su madre y a Ricardo –quien suele ausentarse en viajes empresariales a Andalucía –, viven en el barrio del Amanecer. Cerca del cine Ocimax, aquel que construyeron hace ya una década, al lado del Carrefour. ¿Lo conoces? No importa. Ahí tiene su casa, una casa grande de cojones, como todas las del barrio. No un piso, una casa, y bien amueblada, debo añadir. Las jóvenes y alborozadas chiquillas acuden al instituto Medina Mayurqa, donde pese a que circula el rumor de que son como una gran familia, todo aquel que entra, sale asqueado. Un poco hijos de puta, sí. La mejor amiga de Alba es Marina. De hecho, es su única amiga. Marina es una pantera, pero ya hablaremos de ella más adelante. Tenla en cuenta de todas formas, acuérdate de ella porque quien la ve no la olvida. Una pantera roja, una utópica materialización de tu mayor fantasía. Ahora quizás conozcas mejor a la búlgara rubiecita. Una adolescente tímida e informal que está descubriendo nuevas cosas sobre sí misma y el entorno que la rodea. Una muchacha quizás de mente conservadora y pensamiento elitista –ahora –, mas sus ansias de explorar y descubrir nuevas experiencias cual Amadís de Gaula la tornarán, sino de pronto, por lo menos de aquí a poco tiempo, en una joven de nueva y sagaz mentalidad. Se siente aterrada, cohibida, pero le gusta. Le gusta aquello que está prohibido, condenado, aquello de lo que uno no se siente a hablar con sus padres. El tabú, aquello que sonroja si se menciona en el momento o el lugar equivocado. Eso es lo que lo vuelve divertido, atrayente, acariciar lo prohibido, caer en la tentación, en la perversión. Alba tiene una salvaje faceta que no ha visto la luz aún, pero lo hará con más prontitud de la que crees, y estaremos ahí para verlo. Proseguiré con mi relato. Alba deja caer el pijama hasta las rodillas con gran esbeltez. Tiene elegancia hasta para un hecho tan erótico, es jodidamente atípico y apasionado. Alba ama lo que ve, aunque nosotros más aún. Esas sublimes y maravillosas piernas, esos fantásticos muslos manjar de Cristo. Esa piel sensual y fogosa que apenas en contacto con el sol se sonroja, que apenas en contacto con el amor transpira, se empapa en un sudor nacido en el grial de los templarios. Dulce, suave, voluminosa, efusiva. Reposa sardónica y con orgullo sobre un podio de vanidad. Ha desplegado ya las alas de la pubertad, transformando sus caderas de niña en las caderas de una mujer. Eso puede verse. Hasta quizás te diría que puedo olerlo, puedo escuchar su transformación y lo que piensa al respecto. Ya no es una criatura. Sus piernas están erguidas, firmes como dos soldados rusos. Disciplinados cual japonés, pero de fondo vulnerable, sensible y débil cual franchute; mas aparentan fuerza, parecen defenderse bien. Qué belleza. Porta unas braguitas rojas, a juego con sus carnosos labios ya mencionados. Están mojadas, ella lo sabe. Por eso estamos aquí. No sabe qué ha ocurrido, o intenta creer que así es. Ha tenido un extraño y placentero sueño, pero comenzaré por el principio.

Esa película que pasaban por televisión, tan aburrida. Un fallido intento de Jodorowsky de convertirse en célebre director de cine. Nada interesante quedaba ya en la televisión, salvo algunos oscuros canales que la gente que hace zapping en horario nocturno suele saltar apresuradamente. Esos canales donde o bien mujeres ancianas de mirada cansada leen las cartas del Tarot a gente sin más esperanzas de tomar sus propias decisiones, o bien se suceden anuncios para concertar citas en los márgenes de vídeos pornográficos. Y resulta que en uno de ellos, una mujer desnuda recorría su cuerpo con el dedo y se embadurnaba de aceite mirando a la cámara de manera sensual. Sus enormes pechos caían sobre la cama sin dejar ver los pezones. Un número aparecía en la pantalla y la zorra decía “Llámame”. Alba miró unos minutos cómo la mujer de la televisión se masajeaba los senos y balanceaba su lengua; y sin poder explicar por qué, sintió un dulce cosquilleo en su estómago, que bajó hasta su zona íntima como un burbujeo espumoso y calenturiento. La bella hendidura donde sus muslos se unían en uno estaba caliente, suplicaba atención, gritaba desaforada, tensa. Alba se sintió como si padeciera fiebre, pero se encontraba bien. Estaba cohibida, necesitaba algo, pero no quería hacerlo. “Sólo los pervertidos se tocan”, se dijo. Algo afligida, apagó la tele para acostarse. En la cama le costó dormirse, dio vueltas continuamente, recordaba a la mujer de la televisión, y no quería hacerlo. No entendió por qué aquello la excitaba, ella era mujer, no le excitaban las mujeres. Ningún hombre en especial la atraía, pero a ella le gustaban los hombres, siempre había sido así. No supo qué había hecho aquel canal que le gustara tanto, y supuso que sería el simple hecho del erotismo lo que la había calentado –tan poco acostumbrada a ver tales cosas –. Resistió la tentación como buena doncella. No quiso ser una puerca como las otras chicas de la clase. Se quedó dormida al cabo de un rato, pero su cerebro no descansó del todo. Por eso estamos aquí. Soñó que estaba en su cama, sentada tranquilamente. De pronto aparecía la mujer de la tele. Estaba desnuda, exuberante, bella hasta el límite. Una luz blanca y cegadora la iluminaba, era un ángel. Una puta angelical. Irradiaba sexualidad por cada poro, observaba con ignominia, con desdén. Se relamía, chasqueaba la lengua despacio y se daba la vuelta. Recorría su cintura con el dedo índice hacia arriba, llegaba a su enorme seno. Rodeaba su rosado y carnoso pezón con la uña, lo cogía, lo estrujaba con el índice y el pulgar. Se amasaba el pecho entero, sonreía, gemía. Su ardiente cuerpo desnudo parecía incitar a Alba a algo, y no quiso pensarlo. “¿Por qué te resistes, Alba? ¿No hay nada de mí que te guste?”, dijo la mujer. Alba despertó entonces, asustada, su cabeza hervía. Estaba caliente y sobresaltada, pero algo más le preocupaba. Notó un dulce aroma, un fuerte olor impregnaba la habitación, la recorría incesantemente y se aparecía en cada inspiración. Un aroma a miel, a fresas con nata, a un candil consumido por la humedad, al aliento de un caballito de mar. La cama estaba mojada, notaba algo húmedo en su entrepierna, y temió que se hubiera orinado. Pero no era orina lo que había, y se preocupó más entonces, absorta aún en el eco del sueño. “¿No hay nada de mí que te guste?”, repetía dubitativa en su cabeza. Decidió ir al baño y ver cuánto se había mojado, lavarse la cara, aclararse a sí misma dónde estaba el truco. Tras abrir la ventana para que se evacuara el olor, aquel rico aroma prohibido, abrió la puerta cuidadosamente y se escurrió por ella para salir al pasillo.

Y aquí la acechamos ahora, palpando horrorizada sus braguitas húmedas, y observando una gota viscosa que cae por su pierna izquierda y se deposita lentamente en su pijama, para ser absorbida por el algodón y desaparecer. Ojala así hubieran desaparecido todos los jugos, pero no. Los fluidos impregnan su ropa interior como las manchas de sangre de una víctima de la dictadura, y desprenden ese afrodisíaco y persistente aroma que ahora invade el cuarto de baño. Sin indiferencia, avergonzada de sí misma, se quita las braguitas con cuidado de no mancharse más aún, dejando al aire su más preciada joya, su singular abertura al exterior, su pozo de la desvergüenza, aquel por el que hombres de cualquier raza y nacionalidad se matarían los unos a los otros. Pulcro, galán, sutil, tentador, magistral, sencillamente perfecto. La piel que desciende del ombligo hacia abajo yace tensa, pero a la vez relajada. Suave, delicada, firme y resbaladiza. La tierna carne de su pubis se halla intacta, mórbida y bella, lubricada por esos jugos. Sensible, esponjosa y abultada como cualquier chochete de niña. Dos serpientes anchas y voluminosas que parecen recorrer todos los oscuros parajes que se hallan en la tenebrosa brecha cual garganta de Gilead. Observa con qué gentileza se postran ante su diosa, la reverencian. Ellos son los dioses según se mire. Un Dios, el omnipotente. Él lo controla todo, es un rey, un icono. Los poros que lo recorren parecen pequeñas pecas, las casi invisibles franjas de cabello rubio que lo coronan lo transforman definitivamente en el Dios coño, ese que todos anhelamos. Todos fingimos ser cristianos, o musulmanes, o judíos, o ateos. Pero realmente la única religión que gobierna a los hombres es el coñismo, el rey chocho. O quizás la reina, la sagrada reina de labios verticales por la que nos consumimos y nos humillamos, esa diosa perversa y juguetona que se materializa en hilos que controlan nuestros movimientos. Somos las marionetas de la reina vagina. Ahora, contempla esta rajita de colegiala, joven e intocable, que yace quieta y hermosa bajo los amarillentos e invisibles pelillos de bambú. Completamente empapada, la entrepierna de la joven posee una forma triangular perfecta, el canon de los chochos si Da Vinci se hubiera tomado la molestia de dibujar uno. Si acariciaras la tierna piel que hay allí, completamente embadurnada en almíbar, notarías como si estuvieras acariciando la cabeza de un delfín. ¿Alguna vez has acariciado uno? Da igual, pero se parece mucho. Esponjoso y compacto a la vez, virgen como una rosa, bañado en los jugos del amor. Es algo realmente maravilloso, obsérvalo bien, quizás no veas otro igual jamás. No parece humano, parece más bien de un ser lejano a nuestra dimensión, un portal entre mundos, un dios Elfo en una selva sin descubrir. Es nuestro rey, definitivamente, por eso estamos aquí. Alabémoslo, pues, démosle la bienvenida que merece con nuestras respectivas pollas en la mano –sin ánimo de ofender a lectoras femeninas –. Te saludamos, oh inmortal dueño de nuestras almas, y te suplicamos el perdón, nuestra majestad. Alba se lo seca con la toalla instintivamente, y ahí queda la toalla. Te gustaría ser esa toalla, y saborear esos jugos. A mí también, lo admito, quisiera ver más de cerca esa hermosa rajita infantil que se pierde en la oscuridad dirección a su trasero. Quisiera ser toalla y absorber con mi algodón los dulces y sabrosos jugos de la niña que observo guardar la braguita en el bolsillo del pijama. Se sube el pantalón del susodicho, aún acalorada. Has de ver ahora como se lava la cara, sintiendo el contacto de sus frías manos en su excesivamente caliente rostro. Vuelve a contemplarse en el espejo, aún acalorada. Sus penetrantes ojos azules la escrutan con intensidad como un crítico lo haría con un cuadro. Se ve hermosa, se desea. Lo sabe –lo sabemos –. Le gusta –nos gusta –. ¿La ves? ¿La hueles? ¿La sientes? Imposible no hacerlo, ¿verdad? Regresa a su habitación con tanto sigilo como lo tuvo para salir, y vuelve a acostarse intentando abandonar los sucios pensamientos que caracterizan a toda quinceañera. “Aquí no ha pasado nada”, piensa, y vuelve a quedarse dormida con inquietante facilidad. No tiene ni idea de que la contemplamos conciliar el sueño. No sabe que la observamos, que vemos cómo duerme, tan tierna y mortífera, tan bella y tan fiera, arropada y desnuda a la vez.

Por eso estamos aquí.

II – Íntimas conversaciones

El Sábado hace su aparición. Alba despierta con una indiferencia tan cotidiana, que no cualquiera adivinaría los siniestros pensamientos que anoche cruzaron fugazmente su inocente cabecita. Demasiada luz. Los primeros rayos de sol en su habitación son como la aparición de una virgen entre cien paneles solares. Cierra los ojos, dolorida por la incandescente iluminación que azota la estancia.

-Joder –musita en un jadeo inaudible mientras se aferra a las sábanas como si pudiera ser atraída por un huracán.

El despiadado calor la atrapa como extrañas sombras bajo la sábana. Transpirada, abochornada ante tal cuantía de grados, decide levantarse con pesadumbre. No se cambia, simplemente desciende las escaleras. Qué bello hogar. Dos pisos, infinidad de muebles, muchas habitaciones, tres mujeres. Ricardo está fuera, la cocina limpia –todo está limpio –. Erika –la madre de Alba, mujer entrada en años – pertenece a la estirpe de mujeres que lo quieren todo cuando toca, como toca y donde toca. Su manía por la limpieza raya en lo obsesivo, una de tantas mujeres que limpian las neveras por detrás, los microondas por dentro y que acumulan tanta mierda en su propia cabeza, que cuando les da por ponerse a limpiar allí –el único lugar que, en mi opinión, deberían mantener ordenado –, acaban sucumbiendo ante el pánico y recurriendo a los medicamentos relajantes. Pero eso sí, Erika está en contra de los porros. Elena, su segunda hija, se encuentra entre esa clase de chicas que lo quiere todo cuando no se puede, como no se puede y donde no se puede. Alba ya es otro asunto. Tiene altibajos, no lo negaré, pero dentro de todo suele ser estable. Parece mantener una cierta constancia general, ciertos patrones repetitivos de comportamiento. Al menos hasta ahora. Observa bien, pues la muchacha baja las escaleras y se encuentra con su hermana. Finge que ayer no se eyaculó en sueños. No sabe fingir. Ahí se encuentra Elena, recostada en el sillón. Es hermosa también, a su manera. Su rostro es inconfundible. Andaluza de pies a cabeza, creo que lo he dicho ya. Esa clase de chicas que no te cansas de contemplar estupefacto, que te resultan simpáticas a primera vista, aunque te escupan y te miren con ignominia. Esa clase de muchachas que se hacen desear, que saben lo que quieren, que son sencillas y oscuramente complicadas. Alegre y optimista, juguetona, muy decidida. Siempre sabe lo que quiere, siempre sabe como conseguirlo, siempre lo hace. Sus propósitos oscilan entre sus bienes y los bienes de los demás, como cualquier otro estúpido progresista que pretende demostrarle al mundo lo buena persona que es –diría Stirner –. Es una joven sincera, con la verdad por delante –al menos con los demás, pues hacia sus adentros, como cualquier otra persona, tiene sus propios demonios –, y siempre con una sonrisa extraordinaria en su majestuoso rostro. No te sabría decir porqué, pero cuando la observo sonreír con fuerza, mostrando dos hileras de perfectas perlas marinas, siento como si me desnudara con la mirada y me soltara a la cara un discurso sobre mi trayectoria vital. Parece saber más sobre mí que yo mismo, parece dominar cada situación, parece tener el poder sobre todo lo que la rodea, un poder nocivo pero usado para el bien. Una superheroína de la vida real. Brusca al hablar, tiene “la chispa de Cádiz”, como dice elocuentemente su padre. Ese sexy acento al hablar que nos vuelve locos a los acostumbrados al pobre y hosco mallorquín. Que exótico resulta el andaluz aún estando tan cerca. Esas dulces “eses” en lugar de las grotescas “zetas”, ondean el aire y te susurran al oído sensualmente. Adoro el andaluz. Elena tiene esa gracia, esa chispa, ese inconfundible acento que al sorprenderse no dice “¡ostia!”, dice “otsia”, y ríe. Y su risa es como la partida de un otoño, te diría si fuera un poeta. Pero más bien es algo así como si te cogieran los testículos, los bañaran en una fuente de miel tibia y te los masajearan lentamente. Es una sensación agradable, aunque parezca violenta. ¿Qué me dices? No sé cual es el equivalente en una mujer, supongo que con los pezones, esos botoncitos lindos y arrugados. Tendrán mucha sensibilidad. Podría ser que masajearlos con miel diera resultado, y más si hablan con acento andaluz, con “la chispa de Cádiz”. Observa. Elena cruza las piernas, me parece ver en su gesto una imitación del egocentrismo de Paula, su amiga. O una de ellas. Las mejores amigas de Elena son Paula y Eva, Alba las conoce bien. Eva ha hablado con ella varias veces, se llevan bien, se preocupa por ella. Paula es otro tema, que ya trataremos en otro momento. Erika deja un bol con cereales sobre la mesita de cristal cuidadosamente adornada. Cereales con leche, una cuchara reposa ahí. La cuchara reposa encantada, como en un jacuzzi, como lo hace Elena en el sofá, observando el desayuno. Alba se sienta a tomar el suyo con parsimonia; ha dado los buenos días débilmente, aún dormida. No recuerda nada de anoche, o no quiere hacerlo. Más bien lo segundo. No se preocupa. Pero de pronto lo hace, y recuerda algo. Se levanta y pone las braguitas ya secas en el cesto de la ropa sucia, sabiendo que su majestad ha quedado solo ahí abajo. Se sienta con cuidado de que la tela del pijama se pliegue en el lugar exacto para tapar ciertas siluetas. Ella es así, no es como Elena. Ambas se miran, y la andaluza aguarda a que su madre suba las escaleras para hablar.

-Ayer te vi, perrilla –dice sonriente

-¿De qué hablas? –responde la rubia aparentando no inmutarse, como si no tuviera ni idea del tema.

-Fuitse ar baño anoshe, ¿a que sí?

-Sí, ¿y qué? –responde inmediatamente, impaciente por el motivo de la conversación.

-¿Sabes que las babosas dehan un ratsro vihcoso cuando andan?

-¿Qué tiene eso que ver?

-Illa parese huna babosa.

Elena se levanta y sube las escaleras hacia su cuarto, sonriendo. Nada la contenta más que dejar a medias una conversación en el apogeo de la situación, sabiendo que el otro se queda con ganas de escuchar más. Pero Alba no quiere escuchar más. Está horrorizada. Sube apresurada las escaleras y entra en el cuarto de su hermana de pronto, deseosa de saber algo.

Elena está sin sujetador, de espaldas a ella.

-Joé, ¿no sabes llamar?

-Perdona, es que tengo una duda –susurra la joven bajando la mirada.

-Que no rubica, que no vah a ir ar infierno por hincarle er deo a la almeha, no te preocupe.

-¡Eh! Que yo no hago esas cosas, solamente me mojé.

-Eso por beber tanta hagua después de la sena –sonríe la niña.

-¿Mamá lo vio?

-No, yo me levanté anteh y le pasé un trapillo.

-Gracias, menos mal.

Alba se dispone a marcharse, pero de pronto Elena se da la vuelta, tapándose los senos con los antebrazos, y le da un consejo a su hermanita.

-Rubia, lo que hagas o lo que dehes de haser no es mi problema; pero hahme un favó y no te avergüense desas cosas, que ya tenemo hedá.

Alba asiente, pero no había prestado atención a eso. Se había quedado absorta observando la silueta de los senos de su hermana. Son grandes, más grandes que los suyos, lo sabe. Bonitos, carnosos. Los brazos los aprietan y se aplastan contra el torso, agrandando la frontera que los separa, ese dulce canalillo que despierta la locura entre los machos. Alba se marcha asqueada de sí misma, cierra la puerta y piensa en lo sucedido. Su hermana apenas un año y medio menor que ella, le ha dado un consejo sobre sexo. “Que no me avergüence”, piensa, “como si supiera de qué habla”. Con catorces años se toca, Alba lo sabe. Seguramente se tocará mucho, y no parece sentirse afectada, realmente parece alegre, no le preocupa. “Quizás no sea peligroso, quizá no sea indecoroso ni repugnante y los demás lo consideren normal”, piensa. Evoca entonces el recuerdo de su mejor amiga, Marina. Marina es algo más que una amiga en el fondo. Yo lo sé, pero Alba no. Por lo menos no es consciente de ella, o no quiere serlo. Sus sentimientos románticos hacia Marina han sido reprimidos y castigados desde que apenas tenían once y trece años. Pero lo peor que puedes hacer ante un deseo tan fuerte es reprimirlo, porque un día saldrá a la superficie con una fuerza tan brutal, que sentirás el descontrol en tus propios pensamientos, y prontamente en tus actos. Cuanto más haya sido castigado y reprimido, con más brutalidad aflorará. Por eso hemos venido a contar su historia ahora. Por eso coge el teléfono. Por eso estamos aquí. Están ambas jóvenes sentadas en el parque que hay junto al conservatorio, allí donde siempre llevan a los perros. Es un lugar muy tranquilo, sin mucha gente. Algún yonqui durmiendo en algún banco. Algún anciano con una vida que contar paseando a su perro y recogiendo sus cacas con una mano envuelta en plástico. Las muchachas, benditas sean, glorifican el paisaje. Sentadas con sencillez, con una belleza exageradamente agradable, resultan tan llamativas como una flor de azahar creciendo en un charco de mierda. Marina está hermosa, se vista como se vista. Es una muchacha sorprendente. Y no sorprendente como descubrir que el perfume de la algalia se obtiene del ojete de un gato llamado “civeta”. Sorprendente como ganar la lotería, como descubrir que no habías suspendido todas las materias, como encontrarte a un viejo colega y que te invite a unos canutos. Sobre su magnífico cuello de cisne se sostiene un semblante de niña buena, aunque quizás no sea la mejor palabra para describirla. Es más alta que Alba, tiene casi diecisiete años, los cumplirá dentro de dos días. Su melena es un universo por explorar. Su pelo es una endiablada mata de hiedras naranjas, más bien rojas. Su cabellera es literalmente como la de un león, roja y de un volumen despampanante. Pareciere un seto silvestre al atardecer. Parece una estrella del rock, un David Bowie recién levantado, un Michael Monroe histérico. Una coleta corta e inservible yace en la enmarañada selva roja que es su cabeza, tan salvaje por fuera como por dentro. A Alba la resulta cómica, aunque la verdadera intención es algo más oscura. A todos nos gustan las coletas. Alba la observa. Su hermosa piel tan semblante a la suya, aunque algo más pálida, si cabe. De un tono extremadamente blanquecino, tan irlandés como una borrachera con gaitas de fondo. Nacida en Mallorca, quizás con raíces diversas. Al igual que Alba, posee nidos de pecas en torno a sus pestañas, sobre su puente nasal. Un rostro celta donde los haya, tan imparcial como Suecia, tan holandés como un belga, tan salvaje y tan dulce como Pocoyó en una cata de anfetaminas. Es realmente excitante. Rebosa una energía casi palpable, resplandece en una alegría audible, una muchacha extrovertida. De carácter semblante a Elena, aunque ciertamente más salvaje. Todo lo contrario de nuestra joven rubia, su futura aprendiz. Lleva varios pendientes en cada oreja, uno en el lado izquierdo de la respingona nariz, otro bajo su labio, y uno nuevo en la lengua. “Está loca”, piensa Alba, “es repugnante”. Se peina las pestañas a dos centímetros de largo, es impresionante lo que pueden llegar a alcanzar si se trabajan día sí día también. Sus ojos de caramelo delatan rebeldía, brío, fuerza vital. Dice estar en contra de la sociedad, de la política, de la religión, en contra de todo. Siempre habla de sexo abiertamente, a veces pone a Alba en situaciones tensas frente a su familia, pero no parece percatarse. Se conocen desde niñas, Alba vio su evolución, cómo una niña traviesa se convirtió en una adolescente rebelde. Se conocieron en el colegio Manjón, ya desde chiquitas tiraban hacia lo que son ahora, aunque quizás Alba empieza a mostrarnos ocultas facetas de sí misma. Ya de pequeñas quedaban solas, celebraron todos sus cumpleaños juntas, siempre. Salían a jugar con cinco años, a explorar con ocho, a travesear con once, y entonces cada una desvarió hacia su mundo. Marina sale a ligar, sale de conciertos, de marcha, conversa con gente sobre política, lee, se toma algo por ahí, sale al parque sin motivo, se fuma un canuto cada tanto. Alba siente pánico a los canutos, los considera peligrosos. Considera peligrosas todas las cosas que desconoce, y realmente no sabe lo que se pierde. Digo yo, quizás esté loco. Quizás esta historia fuera al grano más rápidamente si fumara más canutos. Sin embargo, como ya he dicho, la muchacha rubia siente cierta admiración por la pelirroja, cierto deseo. El deseo es un buen amigo si lo tienes de tu parte, pero si lo reprimes te puede volver todo del revés. Puede joderte vivo, doy fe. Y sabemos todos, que Alba ama a Marina desde siempre, que su amor es puro desde que tiene uso de la razón, y de que cuanto más intente negarlo, más saldrá a flote la evidencia. ¡Cómo no enamorarse! Contempla a nuestra pantera. Hermosa, realmente excelente. Su contorneada boca, siempre matizada de algún extraño color, parece incitarte a que te acerques, a que la contemples, pero no te permitirá besarla, porque ella tiene el poder. Ella te acepta o te rechaza, pero es difícil que te acepte, no es una cualquiera, ella es María Marina Martín Márquez, una curiosa coincidencia lingüística que resulto su pesadilla en la infancia. Hoy nadie se ríe. Aunque no es de extrañar que le reproche a sus padres la ocurrencia. La pantera porta una minifalda de “jean” vieja, sucia y rota. Apenas cubre algo cuando se sienta en el banco. Quisiera ser uno de esos perros que todo lo acechan para ver lo que se esconde ahí abajo. Olfatearlo. Debe oler mejor que el culo de otro perro, eso seguro. Medias. Medias elásticas de color rosa, un rosa fuerte, impactante, como la imagen general de Marina. Las medias poseen agujeros curiosamente ubicados en ciertas zonas. Dejan ver carne. Dejan ver carne pálida enrojecida por el sol, dulce y tierna, fuerte y sensible a la vez. Todos los hombres se giran para ver esa minifalda y esas medias desde una perspectiva más curiosa. Las medias huyen, se escapan y se esconden bajo las altas botas. Esos borceguíes estropeados y poblados de cordones que se ajustan a sus piernas como las deportivas de un futbolista. Están rotos y desgastados, eso los hace sexys, increíblemente sexys. Caminan con estilo, con lujuria. Los cortos tacos resuenan en los oídos de quien los ve pasar, y los que llevan auriculares detienen la música unos segundos para oír sus pasos alejarse con dulzura. Lo que hay de la cintura para arriba, lo tapa una enorme chupa de cuero repleta de polvo y de chapas con símbolos anarquistas e imágenes de cantantes como Syd Vicious. Una vieja rasta azulada cae con fuerza sobre la chupa, marcando el territorio. Diciendo, “soy una rockera, cuidadito conmigo”. Es realmente sensual para alguien como yo, tiene una carga jodidamente erótica cada rasgo de dureza de esa chica, te juro. Simplemente tienes que observarla. Fíjate bien en ella, en sus bonitos y erguidos senos. Son más grandes de lo que te parece, la chupa de cuero engaña. Contempla su delicada mirada y su rudo rostro, segura de sí misma, sexy a la vez que masculina. Así es Marina. ¿Comprendes ahora porqué la llamo pantera roja? Pues imagínatela ahora, sentada al lado de Alba, la una tan salvaje y la otra tan empequeñecida. Se fuman un cigarrillo a medias. Aunque a Alba no le gustaría fumar, desea sentirse mujer, desea ser una Marina, pero no lo es. Solo es Alba, una rubiecita tímida que tiene una hermana que está buena y una amiga que está loca. Así la conocen.

-¿Y qué salía en la pantalla? –pregunta Marina tras escuchar el relato de Alba, que deseaba contarle sobre su sueño.

-Oh, nada importante.

-¿Seguro? ¿Era un hombre?

-Sí -asegura rápida y firmemente la joven.

-¿En qué canal? –insiste Marina

-No lo recuerdo.

Es fácil detectar el grado de mentira en sus palabras, pero Marina no quiere insistir. Sabe que esos programas están protagonizados por mujeres, pero no lo dirá. Supone que si Alba no quiere hablar más de la cuenta es por algo. Ambas se miran, se conocen. Conocen cada puto rasgo de su personalidad, siempre ha sido así. No debería suceder un incómodo silencio. Las veo confusas, y observan a la gente que pasa con curiosidad.

-Alba… -empieza de repente la joven rockera –…si vas a engañarme hazlo, pero no te engañes a ti misma –la rubia abre la boca para decir algo, pero la cierra inmediatamente. La pantera habla, y el mundo debe callar – Escúchame. Si te ponen las mujeres, o descubres que estás caliente por el motivo que sea, debes masturbarte.

-Eso no está bien.

-Claro que está bien, es lo más normal del mundo. Todo el mundo se masturba, hasta tu madre seguramente, cuando Ricardo se ausenta. Y tu hermana, y yo, y la chica que te gusta, si te gusta alguna.

-¡No me gustan las chicas! –inquiere de pronto algo ofendida.

-Lo que sea. Si el cuerpo te pide que lo hagas, hazlo. No es nada malo, y aunque lo fuera, nadie tiene por qué enterarse. Lo que hagas tú con tu coño, queda entre tú y tu coño, y si a ti no te molesta no le molesta a nadie. A no ser que seas como esos enfermos que creen que el diablo habita en el sexo.

-No lo soy.

-¿Crees en la castidad?

-No. Pero no quiero ser una guarra.

-¡Por Dios, rubia! –blasfema la muchacha. –Una tía que se saca los mocos y se los come es una guarra. Tocarse es algo natural y hermoso, te dará placer y bienestar. No podrás seguir viviendo con naturalidad reprimiendo un instinto tan fuerte. Acabará consumiéndote, y lo sabes.

-Ya –asiente la joven, embriagada ante sus palabras.

-Pues no sé a qué estás esperando.

Yo tampoco”, piensa Alba, y piensa en regresar a casa, pues ha tomado una decisión.

-¿Quieres que te cuente algo? –dice Marina de pronto, y Alba asiente –Esto no lo sabe nadie, y nadie debe saberlo. Por favor, prométemelo.

-¿Es algo que no me has contado ya?

-Me sucedió hace un tiempo, y me dio vergüenza contarlo. Pero ahora que te hablo de esto, me doy cuenta de que es una gilipollez ocultártelo. Ibas a enterarte de todos modos. Prefiero que sea hoy, aquí. –La rubia calla, Marina parece tensa, está triste, molesta. No es la de siempre, la búlgara teme que cuente alguna anécdota sexual. Y efectivamente, así es

Un día iba de camino a casa después de quedar con unas amigas, tú creo que estabas. Tenía trece años, era de noche. ¿Sabes el descampado que hay detrás del conservatorio? –Alba asiente nerviosa, se espera lo peor –Pues ese día había alguien ahí, y de pronto apareció y me tapó la boca con la mano, haciéndome fuerte presión –Alba empieza a sentirse incómoda, no sabe de qué va todo, pero intuye dónde puede acabar –Me hacía daño, me cogió del cuello. Escuché risas cercanas. Me arrastró con fuerza y brutalidad hasta una zona donde no veía nada, y me pareció distinguir la silueta de bastante gente ahí, riéndose de mí. Se me fue la preocupación, pues parecían jóvenes. Sentí como si fuera una broma, creí que de pronto iban a salir a la luz y resultarían ser mis amigos, pero no ocurrió así. Uno de los chicos sacó una navaja larga y afilada y me la puso al cuello, me dijo que si gritaba o me resistía me rebanaba la cabeza. Yo era una niña, tenía miedo, y obedecí. Uno de ellos se sacó la polla –Alba hunde la cabeza entre las manos y se siente a punto de estallar, no quiere seguir oyendo ¿O quizás sí? –y empezó a pajearse delante de mí –Marina solloza -En fin –susurra entre tartamudeos, mientras las lágrimas brotan de sus hermosos y entristecidos ojos -puedes imaginarte lo demás. Solamente me hicieron chupársela a varios más, no me violaron, no sé porqué. No te daré detalles, aunque te pueda la curiosidad –Marina ríe entonces, y Alba se enoja, pues ha insinuado algo ciertamente siniestro, y ciertamente real.

-¿Cuál es la conclusión de esta charla? –dice de pronto Alba, que hasta entonces había estado callada y no había dicho nada, mas las dudas la corroen, se ve a la legua.

-No tengo ni idea, perdí el hilo de la conversación hace rato –ríen juntas entonces, pero Marina sigue afligida un buen rato por haber recordado aquel día.

Alba se queda pensando en el desarrollo de la conversación, no entiende a qué venía todo; no halla una moraleja, esto parece divertir a la pantera. Se despiden con naturalidad, Alba regresa a su casa, pero no deja de pensar en el relato de su amiga.

Lo que le hicieron le parece terrible, cruel, espantoso. Es algo que no debería permitirse. Sin embargo. Ciertos calores en su zona íntima le demuestran lo contrario. Quizás forzar sexualmente a alguien sea terrible, cruel y espantoso, pero puede ser sumamente excitante. Lo es, de hecho. Por lo menos para Alba. Por lo menos para Alba y para mí. Le gusta. Le gusta más de lo que quisiera admitir. Por eso se despide y marcha a su casa con una sola idea en su cabeza. Por eso apura el paso, sin poder aguantar las ganas de desflorarse. Por eso, a cada paso pierde uno de los conceptos que le han inculcado en su casa y en la escuela. Por eso con cada zancada manda a la mierda un prejuicio. Respeto, ética, moral, dignidad, orgullo, entereza, educación… Por eso los va sustituyendo con otras palabras; quizás placer, quizás amor propio, quizás en un rincón de su mente siente miedo, terror ante lo que pretende hacer. Pero Elena tiene razón, Marina tiene razón. El placer es el placer. Por eso corre.

Por eso estamos aquí.

III – El rostro del deseo

Mírala como corre, qué prisas lleva, cualquiera que la viera se daría cuenta. Elena ríe, sabe lo que ocurrirá como si fueran una misma persona. Se ha criado con ella, la ha visto crecer como una cría tímida, una gatita frustrada, retraída y vergonzosa, de miradas turbias y distantes, de palabras invisibles. Ahora la ve saltar, evolucionar, dar el paso, desplegar las alas. Metamorfoseando cual Kafka, toma decisiones lejos de poder asimilarlas y se adentra en su habitación sin detenerse a saludar; y Elena comprende. Y ríe. Alba se echa sobre la cama, extiende sus extremidades, yace boca arriba, perpleja, no se desnudará, no hace falta. Palpa su delicado rostro con ambas manos, arde como el tercer y el cuarto infierno del Dante, como una bruja en la Edad Media, y las lenguas de fuego devoran sus pupilas del color de un ágata colgando del cuello de una puta. Sabe porqué. Sabe cómo remediarlo. Sabe que lo hará, por eso estamos aquí. El sueño de la noche anterior aún resuena en su cabeza, sin embargo ya no le causa tanto agravio. Reposa tranquila y excitada, realmente excitada, no tan tranquila. Abre su portátil. Escribe “Geinoh Yamashirogumi – Requiem”, y se acuesta en la cama, quizás pensativa, quizás no. Su mente es un atolladero, un bullir de pensamientos que van y vienen. Empieza a pensar, a meditar, a buscarle la vuelta, el sentido, pero no lo encuentra. Debería tomar una decisión. Debería decidir si masturbarse, o reprimir su “perversidad”. ¿Cómo decidirlo? Evidentemente, la razón no la lleva a ninguna conclusión lógica. Normal, la razón suele llegar a sus propias conclusiones. Pero hay algo por encima de la razón, por encima de los pensamientos y las conclusiones. Por encima incluso de las emociones, de los estúpidos sentimientos. Un instinto de placer sobrehumano que nos corroe a todos. Unos lo reprimen, siendo unos desgraciados. Otros se dejan llevar por él, siendo unos asesinos o pedófilos. Otros lo utilizan de manera provechosa, siendo cirujanos o curas. Pero Alba, sin saber hacia dónde llevar su mente, decide dejar tal decisión a la simple intuición. Decide dejar que su instinto la lleve por donde quiera, enterrando el intelecto en la papelera de reciclaje que todos tenemos en nuestra cabeza. Se para a escuchar y… ¿Qué le dice el instinto? “Marina, Marina, Marina”

Lo escucha con atención. Profundiza. ¿Qué más dice?

Marina con trece años y la boca llena de penes”

¡No!” grita Alba interiormente, luchando consigo misma.

Marina llorando mientras la obligan a zamparse una enorme po…”

¡No! ¡Es inmoral! Sucia pecadora, atentas contra la dignidad humana. Atentas contra la integridad de las personas. Estás faltándole el respeto a tu mejor amiga, burlándote de sus penas”

Penes”

Arrepiéntete”

Marina” Cuando quiere darse cuenta, el instinto ya ha ganado, pues su mano izquierda –es zurda, sí, y no debería sorprenderte –ya bailotea a través de su vientre, acercándose al inigualable, al magistral… Alba contempla la escena en su inocente cabecita con lucidez. No quisiera hacerlo, pero su instinto es más fuerte que ella, no le otorga la opción de alternar de pensamiento. La razón ha sucumbido, furiosa. “Ya te arrepentirás, zorra”. La rubia, cuyas hebras doradas descienden en picado sobre su clavícula, imagina a Marina con un enorme rabo palpitante entre los labios, evoca el rostro de la inocente muchacha pecosa de trece años, bañado en lágrimas por entereza, con una expresión de sufrimiento y terror en la mirada; y entonces, un extraño y agradable burbujeo la recorre. Qué bella escena, ¿cierto? Imagina los gimoteos y llantos entrelazados con atragantamientos y toses. Ojala hubiéramos estado ahí, te lo hubiera contado con detalle, pero hace mucho de eso. Lo que la rubia ha oído esta tarde la escandaliza. Es terrible. “Me gusta”. Es denigrante. “Me gusta”. Es cruel. “Mejor aún”. Por eso lo ama. Por eso se sucumbe al deseo y al placer. La situación que está viviendo es estrambótica, chocante. Es como si hubiera cambiado de opinión de un día para el otro. Realmente, no ha cambiado de opinión. Simplemente ha puesto por encima su propio interés al a ética común. Ahora no es momento de pensar en los demás, sino en sí misma. Y no sabe cuánta razón tiene, aunque pueda sentirse culpable. Simplemente obedece sus instintos, hace bien, así debe ser. No te sabría explicar porqué, pero pareciera que advierte en el aire ese olor dulzón que se aposenta en la estancia no por primera vez, el aroma que precede al bocado, y se siente una diosa. Sabemos que lo es. Sabemos que de haber descendencia de Hera, ésta debe haber llevado inexorablemente hacia la rubia. Ese conjunto de carnes, huesos y articulaciones esculpidos con la maestría de un Miguel Ángel que se hace llamar cuerpo de Alba, reposa fogoso y abrasado, mas sus manos de porcelana yacen frías. No sabe porqué; yo tampoco. Le gusta, por esta vez juega a su favor, pues rápidamente conduce la plataforma de sus uñas intrínsecamente bajo las braguitas, esas braguitas de seda fina color rojo pasión, tan ardientes como el rubí de un viejo tesoro de la Edad Hyboria. Las uñas, finas, afiladas y peligrosas cual alfanje de sultán, se topan con la alfombra del recibidor, donde debería estar la palabra “Bienvenido”. En cambio encuentra una hirsuta y mullida capa de pelaje hosco y rebelde, anárquico y enmarañado como la melena de Janis Joplin un Enero de los sesenta. Percibe con furor el contacto de sus dedos gélidos al hurgar en la piel carnosa y latiente, donde dos caminos hechos de edredones enrollados son pellizcados, y no por la curiosidad. Siente el filo de sus uñas clavarse y arder, siente su coño clamar a gritos algo de atención. Está empapado, no le asquea, no recula. Su instinto sexual se materializa en su joven mente en forma de gárgola, contorsionando su rostro de una manera oscuramente diabólica. Fíjate cómo la muchacha se acaricia la superficie vaginal, mimando su tesoro con el mismo cariño que le daría a un bebé de Nenuco. Sabes en qué está pensando, ¿verdad? Sí que lo sabes, tú pensabas en lo mismo. La rubiecita distante que se esconde tras esa humilde trenza deshecha, visualiza a una Marina, agazapada en el sucio cemento con un gran falo en sus manos. Se imagina cómo sufre, como se atraganta debido a su inexperiencia y el violador le lleva el ritmo asiéndola de la melena. Cuando ella tose él empuja más, atraviesa la garganta y empala su libertad. Es un hijo de puta, pero no olvides que esto lo está imaginando Alba. Quizás sea algo más retorcida de lo que creías, más sucia de lo que quisiera creer. No te sorprendas, aún no has visto nada. Se imagina a Marina sollozando, su rostro repleto de pecas embadurnado en lágrimas saladas, el maquillaje recorriendo sus mofletes a causa de las mismas. La garganta henchida y atiborrada, inundada por un mar de blancura. Ese oleaje denso y espumoso que horada a su paso y se despeña por el esófago.

De pronto deja de acariciarse, se incorpora. “Soy una cerda”, piensa. Se siente asqueada, no puede evitarlo. Tiene miedo de que le gusten las mujeres, de que le guste Marina, de que le guste cómo la hacen sufrir. Sabe que lo pasó mal, no quiere pensar en ese momento como algo de lo que jactarse. En realidad tiene miedo de dejarse llevar por el deseo al placer por encima de la moral, a la sumisión al sexo como vía de la iluminación, miedo a la belleza que habita en la crueldad, el amor del hecho más indecoroso. No puede soportarlo, es repugnante. Pero entonces imagina a ese tremendo hijo de puta desparramando sus lácteos prohibidos sobre las nobles e inocentes fauces de su mejor amiga, y un escalofrío recorre a Alba desde detrás de las orejas hasta la raja de las monedas. “Hazlo, sucia puta, no puedes resistirte y lo sabes. Debes sucumbir, no puedes vivir reprimiendo tu deseo”. Se sobrecalienta, su majestad chorrea, no puede evitarlo. No piensa evitarlo, vuelve a acostarse, lo hará de todas formas. Acerca el dedo a su zona más íntima, y presiona ligeramente, con delicadeza. No sabe qué encontrará. Está realmente nerviosa, se da cuenta, pero no le importa. Ya no le importa nada, se ha acabado la música, no quiere que la oigan. Se levanta y pone “Winds Over Neo-Tokyo”. “Tetsuo” la seguirá, y Alba acabará antes que las dos canciones, quizás. Roza su carne, se percata de su dulzura, la suculencia, a punto de reventar. Quiere estallar, hacerse oír, que le presten atención. Alba no lo puede evitar, no quiere, oprime con sus dedos, frota con fuerza, los fluidos empiezan a manar lentamente. Se expanden como lo haría el magma de un volcán, para como el mismo secarse. Ella sigue. Tras un rato parece decidida, eso quiero creer, me muero de impaciencia. Parece que va a hacerlo. Sí, lo hace. Está nerviosa, pero muy excitada. Marina es el centro de su pensamiento, el foco de su deseo. El foco de todo.

Imagínate a la pantera, ahí, en su casa. Con su nariz respingona, su vieja minifalda y su rasta colgando, sin saber que está siendo la fantasía sexual de su mejor amiga. Aunque quizás lo sospeche, no lo negaré. Quizás ella imite la maniobra en su habitación, pensando en Alba. Alba, la búlgara de la trenza híspida, se siente pervertida, mas no le importa. Inclina un dedo, lo acerca a su bello tesoro. Ha presentar sus respetos, no puede ser descortés. Alba se acaricia, está empapada en los jugos de la reina, lo nota. El dedo patina, y nota entonces la húmeda y oscura rajita dentro del pantalón. No puede verla, pero está ahí. Oculta, oscura, mojada, rebosante de poder. En su morada, nadie puede verla, salvo nosotros. Esa dulce grieta de mantequilla que se expande debido a la presión del índice, y éste hurga dentro de ella, introduciéndose pausadamente. Apenas ha metido hasta el final de la uña, ya está extasiada. Se siente soberbia, fastuosa, su mente únicamente urge continuar. Le encanta, ama este momento, ¿lo notas? Degusta con la yema de su dedo las húmedas paredes oscuras del interior de su coño, ¿te imaginas cómo debe saber? Debe estar rico, sí. Quizás lo pruebes, si te la cruzas. Quizás ella lo pruebe, ¿te lo imaginas? Sería hermoso. Siente un dolor. Intentando empujar más, desgarra el himen. Sangre. Sale burbujeante, caliente y líquida como la lava, se desparrama como tal, impregnando su mano, que la siente cual aceite tibio embadurnándola. No siente asco. No siente dolor. No siente manchar las sábanas. Si se pone a sentir, solamente siente placer, lujuria. Siente en sus sienes la imagen de su amada siendo bucalmente empalada con veloces estocadas quedando horrorizada. Y ahora, cuando el ligero ardor ha pasado, y el hermoso y dulce líquido carmesí ha hecho aparición cual película japonesa, la muchacha rubia prosigue su tarea, mientras contemplamos. Ahora medio dedo descansa en su interior, lo hunde lentamente, le gusta oír las burbujitas de aire que fluyen de su agujero lentamente por la presión. “Dentro no cabe nadie más”, dicen, y salen a empujones. El dedo prosigue, se abre paso, pide permiso y saluda cordialmente, es educado. No ha entrado bruscamente en la cueva como un bárbaro ladrón, no. Vestido con un bello frac, ha llamado a la puerta educadamente, ha saludado con una reverencia y, tras ser bien recibido, se ha limpiado los zapato en la alfombra y ha entrado lentamente, contemplando el hall sin apuros. Ahora yace en el salón, explora el interior. Quiere comprobar algo que ya sabía, pero que nunca había visto. Quiere ver el interior de ese mágico lugar que siempre estuvo ahí. Al fin siente que ha llegado el día, está eufórico. Lo contempla todo encantado, lo toca todo por primera vez. Da vueltas en la estancia loco de alegría, palpando las paredes. Esponjosas, bulbosas y espumosas, rollizas y mantecosas. Perfectas, sencillamente hermosas. Brillarían mucho si hubiera luz, lo sé. Pero están oscuras. El dedo no ve, solamente siente. La vista es el sentido menos erótico, ¿sabías? Quizás por eso debas oler la cueva por dentro, respirar las incesantes olas del tierno aroma que desprende el devorador. Quizás por eso debas sentir las apretaditas paredes de gominola que te arropan como la cama durante el invierno, que te atrapan y se cierran sobre ti como las paredes con pinchos de las películas. Quizás por eso debas oír el chasquido que hace el dedo al entrar, la vibración que se oye del aire que sale por la presión, los jugos que se derraman. El dedo no ve, solamente siente. Pero siente más que un par de ojos, lo aseguro. Quiere entrar al fondo de la casa, quiere explorarlo todo. El pasillo es largo, observa la cocina. Sigue entrando, observando el baño del fondo. Alba está eufórica, con un dedo dentro, y ya se siente en la gloria. No quiere sacar el dedo, no quiere volver a sacarlo nunca más. Le da la impresión de que el lugar del dedo está ahí. Quizás el dedo no sirva para nada sin el coño, el coño y el dedo sean uno. Estaban juntos, se separaron, se extrañan. Ha sido como reencontrar a un hijo y a su padre, como un judío que encuentra a su padre, superviviente del holocausto. Se abrazan, se aman. El dedo no quiere salir, es más, invita a sus compañeros. Son atrevidos, no es algo que pueda ocurrir todos los días. Llama a su amigo de la derecha, el dedo central. “Únete”, le dice, le guiña un ojo. Ambos empiezan a entrar a la vez, despacio, deben ser precavidos. Alba gime, no lo soporta. Su mente es un bullicioso escándalo de cientos de colores y sonidos. Sigue empujando, le duele. Y entonces recuerda a Marina, la imagina chupando una polla, se la imagina con la boca llena de lefa. No lo puede evitar, está completamente loca por Marina, fascinada por su enigmática atracción. Desea poseerla, aunque se siente indecorosa y repugnante. Desearía escuchar cómo Marina se atraganta cuando la enorme verga le atraviesa la campanilla de la garganta. “¿Estaré loca?”, piensa Alba, pero nosotros sabemos que no. Todos sentimos lo mismo que ella. Anhelamos verlo todo, y disfrutarlo. Hace fuerza, mete ambos dedos hasta la mitad, realmente excitada. Fíjate en su cara, fíjate bien. Roja. Roja rojísima, cual finés colgando boca abajo. Cual Lenin lanzando un discurso en Moscú. Le transpira el rostro, los muslos, los tobillos, las ingles, el vientre, los pezones, y apenas ha hecho nada. Joder, hace calor, y está caliente. Muy caliente, pero no es el calor. Los dedos se abren paso, entran con dificultad, han de empujar las paredes hacia los lados, hacer fuerza. Todo es muy pequeño, pero pronto habrá reformas. Pronto echarán abajo paredes y todo será más grande y más bonito. Es momento de arreglar el asunto, Alba los hace rotar. Los dedos giran, salen, entran, vuelven a salir, siguen girando. Zig-zag, slurt slurt. No puedo explicarlo mejor, se oye como si apretaras el tubo de la pasta de dientes sin abrirlo, hasta que esté a punto de estallar, y de pronto desenroscaras la tapa. O más bien como si llenaras un bote de mermelada, pusieras más de la que cabe y cuando estuviera a punto de reventar, metieras todo el puño en el bote y la mermelada se rebalsara por los costados. Realmente excitante, ¿lo oyes? Escucha el sonido del aire al entrar en la cueva junto a los dedos. Está mojado allí, es agradable. Alba nota algo, un olor, muy fuerte. Levanta las sábanas ligeramente, sigue vestida, pero el olor traspasa todo. Mezcla de sangre y esperma. Ha impregnado la habitación, lo sabe, no importa, no va a parar. No sacará los dedos, no del todo. Los mueve, empuja, con fuerza, los siente dentro de ella. “Mi coño y yo somos uno”, repite para sí misma, “Marina, Marina, Marina…”. Está empezando a entrar en una nueva etapa de su vida sexual, va a estallar en gemidos, se acerca algo grande. Jadea, su boca tiembla, sus dedos aumentan la intensidad involuntariamente, las estrellas cobran vida y la contemplan, el aire pesa con fuerza. Se masturba con la velocidad de una turbina, como la rueda de un hámster. Si conectara sus dedos a un generador eléctrico, tendrían una semana entera de electricidad gratis en toda la casa. Alba se marea, siente el mundo dar vueltas, se retuerce en la cama, arquea la espalda, gime. Gime con fuerza, y se arquea más aún. Es la primera vez que siente algo así, una oleada de sensaciones tan poderosas que intentar explicarlas siquiera es un suicidio.

-Ah –musita con un hilo de voz -, jod…der.

Sus dedos entran, salen, parecen mineros, están trabajando, hacen un buen trabajo, un trabajo rápido y bien hecho. Dan vueltas, cogen fuerzas, vuelven a entrar, ahora con más fuerzas, sienten que algo se avecina. Oyen al fondo del túnel un sonido distante, como líquido, un fragor de batalla, algo se acerca. Alba se retuerce, lo hace con fuerza. Sin saber cómo, acaba en una postura similar al pino-puente, ese que hacían las niñas en la primaria al jugar. Pero no es una niña de primaria jugando. O quizás sí, según la niña. Se siente eufórica y colmada de placer, voltea en su cama, pero no quiere parar, va a estallar. Quiere estallar, se muere de ganas por oír el estallido, por oírse gemir. Se imagina a Marina junto a ella, dándole besos, acariciándola y poseyéndola. Se la imagina alrededor de sus caderas, recorriendo su dulce y suave cuerpo de niña con el dedo. Es una buena amiga, quizás nada más, pero la ama. La ama con locura y lo sabe. Oníricas y neblinosas ondas de placer recorren su cerebro como circuitos eléctricos, produciéndole exagerados espasmos, como poseída por algún demonio de leyenda. Alba grita. No quería hacerlo, pero lo hace. Grita con fuerza, un gemido muy sensual, se siente realmente bien. La evacuación se aproxima, el manantial se humedece, siente el chorro acercarse. Una nube de olor invade toda la estancia de manera abrumadora, si alguien entrara se asfixiaría. Me excita el olor, si esa era tu pregunta. Alba se retuerce, se agarra a las sábanas con fuerza, como si fuera a caerse. El cerebro le da vueltas, se siente en el mismo Edén de la mano de Adán. Alba entorna los ojos. “MA…” Relaja los párpados.

RI…”

Refleja esa expresión que todos ponemos segundos antes de estornudar. “…NA” Se retuerce, algo se aproxima, llega ya, está cerca, siéntelo, mira como se acerca, ya viene, ya viene, ya viene… Amor, huele a amor…

-¡Ostia puta!

No quería hacerlo, pero lo hizo. Gritó, y fuerte. El mundo da un vuelco en este momento, todo es de colores. Enferma de éxtasis, no piensa con claridad. Se siente al borde del desmayo, en un portal entre dimensiones. Aúlla y las flores le responden. Parece que va a dormirse, todo es confuso, nota algo mojado. Sus nalgas sienten el contacto de las sábanas mojadas, un extraño líquido le sirve de cojín en las caderas. Las sábanas mojadas, el chocho mojado, el dedo chorreando –mojado –. Satisfecha, gloriosa, se siente mujer. Al fin lo ha hecho, está orgullosa, le gustaría haberse contemplado en un espejo mientras lo hacía, le encantaría hacerlo. Lo hará la próxima vez. Todo está impregnado en sus jugos, pero no le importa. Ya se secará, le da igual, alguien lo lavará. No quiere joder ese hermoso momento, está a punto de dormirse, es el momento ideal para hacerlo, así arropadita, aún mojada. Y sin embargo. Alguien golpea a la puerta de pronto, Alba se sobresalta. No lo puede creer. “Hay que ser gilipollas”, piensa. Su hermana está al otro lado, pide permiso. Parece que conoce la situación, eso es lo que jode a Alba. La ha oído ¿Por qué va a molestar entonces? Ahí la respuesta, no va a molestar. Elena entra y su hermana le pregunta qué quiere, mostrándose algo ofendida, como si estuviera ocupada.

-Etso te va ayudá, fíhate –dice Elena con su seductor e inconfundible andaluz, y siento un escalofrío, como cuando te soplan la oreja.

Elena saca algo de su bolsillo, se lo entrega a Alba. La rubia está furiosa, no considera eso nada más que insultante, vergonzoso.

Se lo lanza por la cabeza, enojada.

-¡Yo no quiero esas cerdadas, vete!

Elena no se ha ofendido, sabe que Alba se ha comportado como una estúpida, y no comprende el porqué de que no asimile lo que hace. Es sano, bueno, bello, no hay fealdad ni negatividad.

Ambas son muy diferentes, es lo que hay, pero hubo buena intención por parte de la andaluza, no lo negaré. Así va el día, algo extraño, lo admitiré, pero es curioso. Tras la cena Alba se va a dormir, cansada, contenta, dudosa. Ha hecho algo que le encanta, pero no deja de pensar en Marina, y en lo terrible que era su fantasía. “No debo pensar así sobre mi amiga. No debo obrar con tal ordinariez. Soy una puerca”. Pero sabe que es mentira. Sabe que todo se repetirá. Todos lo sabemos. Sigue pensando en su pantera; qué guapa estaba hoy. Cualquiera lo vería en su mirada, sus ojos poseen esa extraña luz. Elena la contempla divertida y hace gestos obscenos con los dedos a la hora de la cena cuando su madre no mira. Alba la mira desatada, furiosa. Elena ríe, pues nada es más divertido que picarse con su hermana, y la búlgara recuerda su ofrecimiento. Aquel estúpido pene de goma. “¿A quién se le ocurre, semejante aparato?”, piensa. Sin embargo, la imagen de su amada, de su musa, retorna a su mente como un espíritu, sin dejarse advertir. Aparece sigilosamente y se postra en sus sueños mientras duerme. Por lo menos ha dado un paso de ayer a hoy. Ha admitido algo, aunque finja arrepentimiento. Por eso ahora, puede dormir como no dormía hacía años. Por eso estamos aquí.

IV – En compañía del aseo

Se arrepiente. ¿Por qué? No te lo sabría decir, pero era de esperar. Se siente mal, avergonzada de sí misma. “Como pude rebajarme tanto, comportarme de tal modo”, piensa. Aunque quizás Marina crea que cuando uno se rebaja saca lo que lleva dentro, y lo que lleva dentro es lo único auténtico, Alba se siente furiosa consigo misma. No quiere sucumbir al placer, a las tinieblas de lo maligno. Se detesta por pensar en Marina de aquella manera. En una violación. Qué horror. Quizás para nosotros no sea tanto, pero ella no lo sabe. No sabe que la espiamos. Y fíjate, ahora le da por llorar. Tristeza, gran refugio de los débiles y los cobardes. Se aferra a las lágrimas, pensando en lo terrible de la situación que vivió su compañera de andanzas, pensando en lo horroroso que es deleitarse en el dolor ajeno. Aunque en realidad, quizás no debamos creer que es tan terrible, quizás no debamos tenerle tanto miedo a nuestro instinto natural. ¿Acaso no nos reímos cuando alguien se cae? Incluso si un amigo se hace daño, nos estallan las carcajadas. ¿Acaso es peor masturbarse pensando en una violación real? ¿Acaso sería peor atar a alguien y torturarlo durante horas? Al juicio de Alba, sí. De hecho, llora con fuerza. Da bastante lástima. Observa la mancha de sangre y esperma en sus sábanas. Ya no se pueden lavar, así que toma un mechero y las prende fuego por un extremo, apagándolas rápidamente. Podrá decir que se le cayó una vela y se quemaron un poco. Podrá tirarlas sin que nadie vea la sangre. Tales cosas apartan su pensamiento de Marina unos instantes. Pero entonces, pensando en no dejar rastro, piensa si la habrá oído su madre –pues su hermana lo hizo, seguramente –.

Aunque sabe que no, y eso la tranquiliza, hay un siniestro y recóndito lugar de su cabeza que desearía con gran fuerza que la hayan oído todos. No lo reconoce. No lo hará. Ni siquiera se reconoce a sí misma que le gustó lo que hizo, que quiere repetirlo, y que lo hará. Se promete que no es así, mas de estar tan seguros no seguiríamos espiando. Queremos que se repita, ¿cierto? Contémplala. Debe ducharse, pues los jugos secos impregnan sus muslos. Una pringosa capa de miel endurecida cubre la esponjosa y tierna carne de su entrepierna. Debe lavarla. Corre al baño rápidamente, antes de que a alguien le dé por subir a preguntar el porqué del olor a quemado, y observe su extraña mirada, mezcla de culpabilidad y placer, de ojos llorosos y a la vez saciados. Entra en la ducha, su ropa cae con la sutileza de una paloma muerta en pleno vuelo y como tal se desploma, más sexy de lo que parece a simple vista. No solamente su rostro evidencia la sutileza y la gracilidad que posee la niña, hay más. Mucho más. Fíjate en su cuerpo, por Cristo, es grandioso. No he visto ser de tal magnitud en años. La belleza reside en su inocencia, en su pureza. Parece una niña, y una tigresa. De curvas perfectas. No lleva las costillas dibujadas como algunas, ni le cuelga chica como a otras. Es el camino exacto entre una niña gordita y una mujer delgada, el cruce entre una diosa y una mortal. Ella lo es todo, obsérvala. Esa piel, tan suave y tan blanda, tan delicada como una mosca de seda. Quisiera atraparla, manosearla, sentirla bajos mis dedos y arañar, apretar con fuerza. Pero no lo hago. En parte porque entorpecería el argumento del relato, y en parte porque el narrador debe mantener ciertos modales. Observa. Siente. Aún está triste, se siente culpable, mas la ducha cura las inquietudes, purifica más que las mismas llamas benditas de la Inquisición. Eso es bueno. Realmente bueno. Por lo menos para nosotros. Contempla sus senos, pues es una de esas cosas tan bellas que uno, al recordarlas, apenas puede evocarlas en su mente con toda la pureza con la que fueron observadas. No son grandes, no serán pequeñas. Aún no han crecido, pero doy fe que lo harán. Dos bultos bellos e inocentes, puros en toda su esencia. Cabrían en una mano, y apenas comprendo cómo puede ser que una sola palabra los englobe a todos. Y hablando de globos. Se los podría apretar y masajear con fuerza sin desplegar todos los dedos. Tan duros y esponjosos a la vez, como una esponja envuelta en arcilla que nunca termina de secarse. Podrían deshacerse en tu mano o noquearte de un golpe. Podrían hacer lo que quisieran. Hacen lo que quieren, de hecho. Son las tetas perfectas, los bustos de Shiva, de Hera, de Sophie… Tan bonitas que, como escritor novel, me da cosa hablar de ellas. Poseen esa forma exacta del seno que aún no ha terminado de crecer, cual teta de maniquí. Y contempla pues, sin dejar de admirarte, la dulzura de unos pezones a la altura de las glándulas mamarias que los portan. No me atrevo a describírtelos, no hay palabras adecuadas. Quizás en otro idioma, quizás un tailandés te lo podría explicar, el castellano es una mierda. Son rosados, claritos, búlgaros por entereza. Anchos, y a la vez pequeños. Te susurran que los beses, pero se esconden luego, tan tímidos. No como esos pezones de señora mayor, que parecen una bolsa de basura en el balcón, como una porción de sandía vieja y podrida. Los pezones de Alba son como un castillito de arena –castles made of sand –, como una torre de arena mejor dicho. Claritos, de color rosa, suaves, sin una arruga, hermosos, anchos y a la vez finos, redondeados y a la vez puntiagudos. Perfectos. Tímidos. Tienen miedo al exterior, ¿sabes? Imagínate esos juegos de las salas recreativas. ¿Te acuerdas de esa máquina con agujeros y un martillo de goma? Tenías que coger el martillo y cuando saliera un topo golpearlo. Pues los pezones de Alba parecen dos topos en esa máquina. Aparecen de pronto, escurridizos, graciosos, los quieres atrapar, pero se escapan. Huyen con pudor.

La muchacha rubia, búlgara arrepentida, jovial reprimida, se despoja de la ropa con sencillez, y es entonces cuando vemos sus magistrales curvas. Sinuosas caderas de grácil contorno y tierna materia que se mueve al compás de Strangers in the night. Mírala, observa cómo sus braguitas descienden poco a poco, de espaldas a ti, y ves entonces tan hermosa hendedura, tan dulce y frágil grieta, tan soberbio culo, señor de todas las divinidades. Celestial como sólo puede serlo un culo de ascendencia turca y húngara a partes iguales. Joder. He deseado ver ese culo desde que encontré a Alba por primera vez. Y ahí está, tan bello como pueda serlo una puesta de sol vista desde el mundo de El principito. Tan tierno, sabroso y exquisito como un asado argentino, tan puro y sencillo como el tofu japonés, tan salvaje y excitante como la comida india. Glorioso cual combate de Mike Tyson, peligroso como el mismo. Es la puta encarnación de Zaratustra. Un culo albo como un monarca danés. Dos hermosas nalgas mullidas y sonrosadas como las mejillas de un bebé gigante. Dos caparazones de tortuga. Las dos mitades de un huevo kinder. Tan sorprendentes como el surrealismo tzarista, una escultura griega. Esa granja que la separa, el límite de ambos reinos, la línea que indica hacia dónde partir… La costura de los legin´s, el puente de tus deseos, el camino de Aman a Eriador. Ahí está, oscura y hermosa. Desea poseer, desea comer; desea ser poseída, desea ser poesía. Qué juego de palabras. Cómo jugaría con ese culo. Y tú también. No lo niegues, embustero y vil mortal, pues ambos sabemos lo que darías por amasarlo, atarlo y torturarlo, dejando la roja huella de tu mano sobre su nalga blanca y joven. Esa nalga que no conoce el pudor ni la crueldad, tatuada con cinco colorados dedos sobre su pálida superficie. Por los Dioses egipcios, ese culo ha estado ahí siempre, y nunca ha servido para el goce de alguien. Una pena. Aunque eso tiene pronta solución. Fíjate ahora, como la joven muchacha se da la vuelta, jugando con los pies, mostrándonos ese bailecito que aprendió de niña en las clases de ballet. Lo practica ahora junto al espejo, y se ve como una bailarina profesional. A decir verdad, yo la veo como una gogó de cabaret, aunque quizás mi perturbada mente masculina manipule la imagen a su manera. Y volvemos a ver, aunque sin menor pasión que la primera de ellas, a su tesoro, su cofre, su divinidad, su magnificencia, su majestad. Largos días y placenteras noches, dirían en la baronía de Mejis. Contémplalo. Virgen como una rosa. Ya te lo he descrito, aunque de por sí solo se merece un libro. Sí, quizás escriba uno. Una precuela titulada “El chocho de Alba”. La luz del foco del lavabo vuelve a reflejarse alrededor su refulgente borde, sombreándolo cual retrato en sepia. Ojalá pudiera retratarlo, aunque quizás describírtelo baste. Tan bello, rechoncho y bribón. Una oronda masa espumosa, tenue y sabrosa. Su ilustrísima, deberíamos llamarla. Una magnífica joya, objeto de preciado valor para cualquier persona que como tal merezca ser llamada.  Cual tesoro guardado por duendes irlandeses, se encuentra oculto en la grieta de un gran tronco de árbol. Contempla bien esa rajita, cual autopista para hormiguitas. Si así fuera, la hormiguita reina tendría su castillo arriba del todo, en el punto norte, allí donde la gran selva, un lugar curioso. Sin embargo, las hormigas son comunistas, no tienen reina. Es posible que se sienta una perra indecente, pero quiere observarlo, quiere contemplar su magnificencia en todo su esplendor. Nosotros también, ¿cierto? Escucha, suena Lullaby. Un buen momento para tal aparición. Un buen momento para observar el interior del coño de Alba. Imagínate el cuarto de baño, visualiza el tuyo. Piensa en tu baño, en el espejo que hay en él, ese gran espejo, recréate en él, y contempla entonces a la joven Alba, tal como la he mencionado, desnuda y abierta de piernas sobre el lavabo donde te lavas los dientes. Es como una niña pequeña que se ha quedado despierta hasta tarde para abrir sus regalos de Navidad. Santa Claus le ha dejado algo, un regalo muy especial. La envuelve la curiosidad, aunque ya sabe qué es. Solamente pidió una cosa, y se la han dado, pero le gusta creer que no sabe lo que hay para poder sorprenderse al verlo, para abrirlo desesperada de deseo. Eufórica lo toma, lo abraza, ella y el regalo son puros e inocentes; pero hablamos de una metáfora, lo sabes. Sigamos, pues debe abrir su regalo. Ha de quitar el envoltorio, así lo hará. Primero tendrá que quitar el lacito, eso lo hará con cuidado, con placer. Después romperá el papel pinocho con fuerza, mas el lacito se quita despacio, eso forma parte del juego. Imagínatela apresándose los labios vaginales. Esas tiernas serpientes de la obscenidad, esas cuevas de la indecencia, las amo. Alba las ama, tú las amas. Las acaricia, las toma entre sus uñas, las estira. Las abre, dentro hay más. Arrugaditas, tiernas, parecen dos cortinas de una ventana corridas hacia los costados dejando ver su interior. Han estado ociosas durante mucho tiempo y hace poco gozaron del placer, pero aún son la caja del regalo, aún no se ve el interior, queda desarmar la caja. Quiere ver dentro, quiere observar la cueva, el túnel prohibido, el sótano de los fantasmas de esa película de terror que vio de niña. Virgen como una rosa, se abre con dificultad. La caja se ha desarmado. Alba explora el interior, tan bonito como el exterior, pero algo más húmedo. Su color oscila entre el rosa claro, el rojo de cerca, y el fondo oscuro, borroso. Las sombras cubren esa parte, se apoderan de la entrada, allí donde los ojos no llegan. Solamente algo llega, algo hecho para llegar, pero Alba no quiere eso. Alba querría que Marina metiera ahí su lengua, como si un pescadito le abofeteara el coño con la cola, asfixiándose. Alba querría que Marina se abriera junto a ella y restregaran sus indecencias como dos medusas en una pelea a muerte. Observa su botoncito dulce y rosa. Parece un saco de boxeo colgando en un gimnasio oscuro y vacío, antes de abrir. Parece el saco de monedas de oro de los vaqueros de las películas, aunque muchos escogerían el coño antes que al oro. Cuelga inocentemente y se columpia desde lo alto observándose en el espejo, y ríe. Quiere que jueguen con él, quiere ser saboreado. Las paredes están intactas, inexperimentadas, ociosas y lánguidas en su oscura morada, esperando algo con lo que jugar, algo que comer. Quieren comida, quieren devorar, atrapar, y no se les presenta la ocasión, una verdadera lástima. La oscuridad sigue después, mi relato acaba pues, el agujero termina, no hay nada más, salvo sombras. Las sombras del deseo, las sombras de la lujuria, quieren una golosina, tienen hambre. Ese coño es un mundo nuevo por explorar, y debe ser explorado, y lo será a su debido momento, por eso estamos aquí. Lo mejor viene en frascos pequeños, eso dicen siempre, en este caso es verdad. Lo bueno si breve dos veces bueno, aunque lo breve si dos veces, más bueno también, hablando de sexo claro está. Pero yo no hablaba de sexo, yo hablaba de su regalo de Navidad. Como ya he dicho, ella lo pidió hace un mes, ella ya sabía lo que iba a encontrar, pero le encanta como si no lo hubiera sabido. Está encantada con su regalo, lo observa, se acerca a él, lo respira. Siente el dulce aroma que desprende, como tú te acercas a los libros nuevos al empezar el año escolar para oler sus páginas. O te acercas a la ropa limpia para oler su perfume, porque sabes que ese aromatizante huele genial. O te hueles las manos después de lavártelas con jabón, porque ese jabón huele bien, tiene un aroma agradable, te alegra el momento. Alba huele su chocho. Así se siente, pues, al sentir el fuerte aroma que la impregna y la recorre, como si se asomara a oler un guiso en el fuego. Le pudo la curiosidad, pero no se arrepiente. Cierra su regalo, ya lo ha visto, ya sabe lo que hay, pero no jugará ahora. No es divertido, porque jugar sola no le apetece, lo divertido es estrenar el regalo con una amiga. Salir corriendo al cole con tu nuevo juguete y mostrárselo a tu mejor amiga, compartirlo con ella, desplegar sus articulaciones juntas, ver sus lucecitas, sus complementos, que tiene muchos. Hacerlo sola no es lo mismo. Lo bonito es compartirlo, y ella lo quiere compartir con Marina. Lo sabe aunque no dice nada. No lo piensa, no, nunca lo hará, pero su subconsciente lo recuerda. Mírala ahora, pues se baja de la pileta donde te lavas los dientes. Ahora cuando te laves los dientes, la observarás, y te fijarás en su lóbrega cueva. Está ahí, siempre lo ha estado, pero no la habías visto. Es hermosa ¿verdad? Yo también deseo poseerla, pero nunca nos dejará, eso nos hace desearla más. Si tienes oro a tus pies, y plata colgando del techo, buscarás una escalera para subir, es ley de vida. Deseas a Alba tanto como puedes desear ser millonario, o volver a ver a esa persona que perdiste. Cuando se va a abrir, estás tan nervioso y eufórico como cuando esperas los resultados de tu examen, o esperas a que ese restaurante se fije en tu currículum. Mejor aún, es como ver una tarta caliente en la ventana, se está enfriando. Quieres comerla ahora, pero no se puede. Tu abuela te regaña, te echa, no puedes comértela ahora, no es el momento. Tendrás que esperar, pero la espera se hace eterna, y cada vez parece estar más caliente. Entonces Alba se quita la trenza, la desarma –nos desarma –la melena se libera, despliega sus alas y se lanza como una bandada de gorriones. Cae ondulante sobre su espalda, esa hermosa y suave espalda que querrías lamer en dirección sur hasta que el olor de sus indecencias te impregnara. Alba entra en la ducha, abre el grifo, espera a que el agua se caliente, y mientras lo hace tiene frío, y tiembla. Se cruza de brazos desnuda, temblando con impaciencia. Al cruzarse de brazos lo hace bajo sus senos, haciendo que éstos se alcen con fuerza sobre sus antebrazos. Ahora se ven poderosos, como un rey en su trono, protegido de la maldad, de la perversión. Sin embargo están tiritando, pues tienen frío. Fíjate en la piel de sus pezoncitos, acércate más si no te has fijado aún. La piel se le ha puesto de gallina, los rubios pelos de los brazos se le han erizado, aunque apenas se ven, y en los botoncitos del amor se pueden ver numerosas montañitas rosas. Están hinchadas, como las bolitas de un balón de basket o de la lengua de un gato. ¿Alguna vez un gato te ha lamido la mano? ¿Recuerdas lo áspero que es? No lo compararé con el pezón, pero si ese bultito mojado te acariciara los dedos con ternura sentirías algo parecido, aunque más suave. Quizás…

Entonces el agua sale caliente al fin, y Alba abre ligeramente el agua fría y se mezclan, y el agua tibia la baña al completo. Elena no puede entender cómo se ducha con agua tibia en verano. El verano en Mallorca es terrible, lo admito. Elena se ducha con agua fría, la mayoría de la gente lo hace. Alba no, Alba es de costumbres, no puede cambiar el chip durante una estación, aunque por lo menos no se ducha con agua caliente. Siente las gotas recorrer la carne de sus muslos y su entrepierna, llegando desde el ombligo, y nota como entibiecen su deseo, su amor. Coge la esponja y empieza a lavarse, frotándose las nalgas con fuerza, se imagina que es Marina quien la frota con la esponja, mientras lame su nuca y le susurra porquerías al oído. Perdida en la fantasía, Alba acerca la esponja a su rincón secreto lentamente, y sigue frotando. Entonces, la mente de Alba vuelve a rebelarse contra sus hipócritas principios, vuelve a ocurrírsele atroz idea. “El tiempo es un rostro en el agua”, leyó en algún lugar, y se encuentra tan indiferente a aquello que la perturba, que empieza a revolverle la entrepierna esa sensación que vivió hace tan poco. Esa sensación por la cual se rebajó a convertirse en una muchacha vulgar. Recuerda cuando, apenas hace un día, traicionó sus principios por disfrutar del placer. Recuerda la sensación de arrepentimiento. Y entonces reflexiona: “¿Eliminar el placer, o eliminar el arrepentimiento?”. La decisión resulta más rápido de que lo que creí en un principio. Quizás por los calores que empieza a experimentar su magnificencia, quizás porque los pecados duelen menos tras la primera vez. Tanto da el motivo. La cuestión es que, Alba decidió masturbarse una vez, gozó, y lloró. Ahora, ha decidido eliminar el llanto posterior, pero no dejará que las ideas que ha venido arrastrando sin saber porqué, interfieran en el camino de su placer. Una dulce decisión, tomada de golpe gracias a la influencia de la pantera punk. Es de agradecer, joven Marina. El jabón se ha acabado, mejor así. Se frota con fuerza, empieza a gustarle. Se siente genial, le encanta. La gruesa piel de su coño se estira por un extremo mientras del otro se arruga, se comprime, se aplasta. Después al revés, y se tensa del otro extremo, y la pequeña mata de pelo rubio desciende un centímetro, estirada por la piel, como atraída hacia las puertas del cielo. Siente los poros de su clítoris crecer y endurecerse, irguiéndose. ¿Has oído que los árboles crecen para coger la luz del sol y no quedarse entre sombras? ¿Y que algunos crecen muy alto? Así crece el clítoris, deseando la lujuria. Crece, fuerte y sano como una cría de perrito. Alba es un perrito, una sucia perra –no tan sucia, si tenemos en cuenta que se está duchando, no se supone que lo hace –. Sigue frotando, ahora más fuerte. La esponja es suave, pero las rozaduras empiezan a escocerle. No le importa, ahora no puede parar. Ha soltado el freno de mano cuesta abajo y solamente cabe esperar, no puede hacer otra cosa. Esperará hasta que acabe, y solamente hay un final. Intenta pisar el freno, quiere bajarse del automóvil, pero eso es imposible y ella lo sabe. El pestillo está cerrado, el espejo retrovisor torcido de manera que apenas puede mirar atrás. El cinturón aprisiona su vientre. No saldrá, no frenará, no hay vuelta atrás, las ruedas solo pueden girar, ¿qué otra cosa sino? No queda otra que rodar. Solamente tiene una opción, y es dejar que el coche prosiga su viaje. Quizás no sea tan peligroso. Alba rueda, frota con tanta fuerza que se hace daño, su raja está colorada, arde y grita. Pero quiere más. El frenético movimiento es incontrolable, enérgico hasta el límite cual motor de avioneta. Colérico, su coño estalla en locura, en placer, y empieza a gritar. Alba se estremece, se lleva un dedo a la boca, no sabe qué hacer. Enloquece por momentos, el éxtasis se aproxima. Le flaquean las piernas, empieza a notar algo extraño. No puede tenerse en pie. Intenta hacerlo, pero no puede. El orgasmo nubla sus sentidos y hace temblar sus rodillas mientras sigue frotando. Y es entonces cuando resbala, cayendo al suelo de la bañera con un ruido sordo. Lo cómico es que sigue masturbándose. No lo hubiera creído, pero apenas se queja. Le resulta incluso excitante, la caída forma parte de la escena, es erótica. Sigue frotando, raspando, se tumba en la bañera. El agua de la ducha cae sobre sus piernas, no le impide arquear la espalda como la noche anterior y mirar hacia el techo del baño. Gime, se revuelca. El frenético movimiento de su muñeca se vuelve más rápido. ¿Oyes eso? Ese chapoteo ensordecedor, como si un niño saltara en un charco siguiendo un ritmo. Son las mágicas nalgas de Alba chocando con el centímetro de agua que cubre el suelo de la bañera. Salpica a todos lados, envuelta en una hoguera sexual, una pura manifestación de humanidad. La lujuria la recorre, la locura la ata. Se le nubla la vista y gime, sintiendo otra vez esa hermosa sensación orgásmica, consumiéndose junto a la esponja en su chocho eufórico, palpitante, hipnotizado, suspendido en un portal entre dimensiones, el nexo entre mundos, y se consume entre espasmos delirantes, poseída. Con una exhalación, Alba finaliza su orgasmo. No ha sido tan maravilloso como el anterior, quizás porque ya lo ha vivido, quizás porque la esponja no posee tanta sexualidad como te he querido hacer creer. Se tiende entonces bajo la ducha, y yace ahí, acostada en el suelo de la bañera, empapada y caliente. Extendida sobre el charco, observa de pronto algo que le resulta asqueroso y divertido a la vez. Observa una nube, como una humareda blanca, flotando en el agua alrededor de sus caderas. Parece una medusa muerta que flota en la superficie, como la espuma de una ola, y yace en el agua, expectante. Se podría confundir con la pasta de dientes que escupe al lavárselos. Mas esta pasta es diferente, más espesa, y con su propio y encendido olor. Alba observa su semen bailotear en el chapoteo de las gotas de la ducha cayendo sobre ella, y casi a punto de quedarse dormida se levanta y termina de lavarse. Esta vez no se arrepentirá, no señor. Está contenta por lo que ha hecho, no se siente culpable. “Que le follen a la decencia”, piensa. “Nada que me guste tanto puede ser malo”, se dice a sí misma. Y me alegro de que lo asuma, pues ya empezaba a impacientarme. Quizás dé algún otro pasito, su despertar sexual acaba de empezar, y empieza a asumir que su amor por Marina supera los límites del entrelazamiento de manos. Ella quiere entrelazar las piernas, y lo quiere ya, pero aún es muy pronto, se siente algo agobiada. Ha habido poco tiempo y muchos pensamientos, muchas dudas. Aún duda, y lo sabemos. Aún tiene miedo. No es miedo al Estado, cual delincuente, ni miedo a sus profesores, cual mal estudiante. No es miedo a sus padres, cual hijo desobediente. Es mucho peor, es un miedo más terrible que todos los anteriores juntos, porque es un miedo del que uno no se puede librar más que luchando consigo mismo. Es el miedo a la conciencia. Es el miedo que le provoca su mortificación interna, su moral. Tiene miedo de juzgarse y odiarse, pero parece que ha descubierto que quizás lo malo no sea tan malo, lo bueno no sea tan bueno, y juzgarse a uno mismo no sea tan decente como uno cree. Quizás deba darse tiempo, pero sabe que, tarde o temprano, se fundirá junto a su mejor amiga, y no está lejos el instante en que lo podamos contemplar.

Por eso estamos aquí.

V – Un masaje indecente

Las pecas bailan. Brincan unas sobre otras, danzan insondables ante el espejo, poblando las mejillas de Alba; sus “cachetes” dirían en Sudamérica, aunque en España nos sueña más a nalga que a otra cosa. Fíjate como el lenguaje juega con el significado.

Fíjate como Alba juega con nuestras miradas. Esos mofletes blancos y agraciados con millares de estrellas, al igual que su nariz. Las pecas inundan el jovencito rostro de la muchacha, zozobran junto a un barco hundido sumidas en el más profundo caos. Pero no es eso lo que Alba observa, no señor. La niña contempla algo violeta, un bordado purpúreo, redondo y grande como uno de sus bellos ojos azules. Descansa con aires de derrota sobre su nalga izquierda, y le ha surgido compañía en la derecha, aunque menos reconocible. Alba observa los dos moratones en el espejo con muecas de dolor, palpando la gruesa carne de su trasero. Siente la masa rolliza ceder bajo su tacto; pero no es momento de hablar así, porque aún duele. Es de cuando se cayó de la bañera, ¿Recuerdas? Su madre la oyó, pero no quiso molestarla y esperó a que saliera para preguntar si estaba bien. Alba dijo que sí, pero tiene dos moratones, y le duelen ambos. Acaricia ligeramente la huella de su golpe y se estremece de un escalofrío. Le duele, pero sigue siendo su culo, sigue teniendo morbo. ¿O no? Juguetea con esa gran masa corpórea tan firme y manipulable a la vez. Pareciera que habla por sí misma, que quiere comunicar algo. Podría interpretar su mensaje, está pidiendo a gritos que alguien juegue con ella, que alguien le de vida, y Alba lo desea, pero no lo dice, ni tan sólo lo piensa... cree. También le duele el tesoro, su majestad, como la llamé en una ocasión. Las rozaduras que se hizo con la esponja no se notaban en el momento que tanto te gustó, sin embargo ahora sí duelen; escuecen, mejor dicho. Han dejado marca también. Alba separa ligeramente las rodillas y contempla las franjas de tonalidad colorada que bordean su ricura. Está completamente enrojecido, es realmente doloroso contemplarlo, no podría tocarlo siquiera sin reprimir una mueca de dolor. Ahora se sube los pantalones de nuevo, confusa, se abrocha los botones de la tan apreciada entrepierna y oye la llamada de su madre. “Seguro que ahora querrá darme alguna crema para el golpe del culo”, piensa frustrada, pero no es así. Dice que han llamado por teléfono, que es para ella. Alba atiende sin imaginarse quién puede ser, pues poca gente tiene su teléfono, sin contar a la familia. Es, como bien sabes, la joven y descocada Marina.

Oh, dios mío”. Alba está nerviosa. Marina le dice que la disculpe por ponerse así de melancólica el día anterior, que no es su estilo, que solamente intentaba quitarse de encima un feo recuerdo. Alba la perdona, le dice que no se preocupe, que para eso están las amigas. En el fondo está nerviosa, fíjate en su mano derecha, con la que aguanta el teléfono. Está temblando, ¿Has visto? Mira hacia un lado y a otro, no sabe llevar la conversación. Son amigas desde hace mucho tiempo, desde que tienen uso de la razón prácticamente. Se han visto miles de veces, siempre hablan juntas, siempre se cuentan todo, sin embargo ahora ha descubierto un extraño deseo hacia Marina, y no sabe qué hacer para no quedar como una estúpida por teléfono. Marina le ofrece ir a su casa, así, de pronto. Alba no se lo esperaba, no sabe cómo la conversación ha llegado hasta ahí, no estaba pendiente de las palabras, sino de lo que  hay más allá de las palabras. Las palabras nunca expresan lo que alguien quiere decir, sino lo que uno quiere que el otro oiga, le guste o no. Lo que uno quiere decir está en lo demás; en los gestos, en la dirección de la mirada, en la velocidad y la tonalidad de las palabras, en la cantidad de parpadeos, en la respiración, en la reacción del vello, el cruce de piernas, el golpeteo de un dedo indiscreto, las facciones del rostro... Por teléfono es difícil que Alba vea con qué intención quiere Marina ir a su casa, aunque ya haya ido miles de veces. Va varias veces a la semana, no es nada extraño, pero sigue causándole conmoción. Alba se contiene de decirle que no, que no está preparada, pero no quiere parecer una loca, hará como si fuera un día normal. Un Domingo normal, así son todos. Marina cuelga, pronto llegará, y Alba corre a su habitación tras avisarle a su madre.

-¿Se va a quedar a almorzar?

-¡No lo sé! –responde Alba subiendo las escaleras.

-¿Y no se te ocurrió preguntárselo? ¿En qué andas últimamente, hija? Te veo en las nubes. ¿Te has mirado el golpe?

-Sí, mamá. Estoy bien, no te preocupes, fue una caída tonta.

Alba llega a su habitación, por el pasillo se encuentra con Elena, quien la mira con esa sugestividad zorruna que parece decirle con los ojos, “Sé que lo deseas, sé que te gustaría tenerlo hoy”. Alba, ofendida, esquiva su mirada y encuentra refugio en su habitación. No sabe por qué, pero empieza a probarse ropa, como si viniera un chico. Antes siempre había recibido a Marina como a cualquiera. Pero ahora es algo más, necesita sentirse hermosa para recibir a Marina. Marina. Ahora su nombre tiene un sabor dulzón. Alba se pone una falda por las rodillas, una falda rosa con briznas de flores y plantas, completamente asexual, de vieja. Se prueba unos vaqueros ajustados, se los calza con dificultad, los usaba de niña. Le quedan bonitos, pero le sientan mal, le aprietan la barriga, le quedan cortos, apenas cierran. Se los quita, ve la marca que le han dejado en la delicada y sensible piel, una franja roja bajo el ombligo. Los tira sobre la cama. “Ya los donaré a la Cruz Roja o algo”, piensa. Entonces tiene una idea, o eso me parece, se le ha iluminado la cara. Observa bien, es muy graciosa. Corre a la habitación de su hermana, entra en ella. Observa los pósters de hombres que tiene, y se fija con curiosidad en uno de una mujer. “Qué grotesco”, piensa. Abre su armario. Coge la primera prenda que ve, una falda a la altura de los muslos, cortita y ajustada. Ajustada para Elena. Alba se tendrá que ayudar de un cinturón rosa que ha encontrado por ahí para que no se le caiga. Quizás algo cursi, pero también mejor que su ropa. Escucha los pasos de alguien subir por la escalera, y sale corriendo de la habitación. Mientras se dirige a la suya observa que es Ricardo quien sube.

-¡Hola nena! ¿Cómo etsá? –dice él sonriendo.

-¡No tengo tiempo! –responde Alba apurada y corre a su habitación dejando pasmado al andaluz. En su cuarto se pone una camiseta corta, de tirantes, que acaba sobre su ombligo, dejando ver la tripa. El escote es pronunciado, y le gustaría haber elegido mejor, pero entonces suena el timbre de abajo.

Alba baja corriendo, nerviosa, y su madre la observa desde el salón.

-¿Por qué te has cambiado?

-¡Ésa es mi falda! –dice Elena con asombro, y entonces una mirada de “ahora lo entiendo todo” ilumina su rostro. Alza una ceja y muestra una media sonrisa picarona. Comprende la situación, y por eso calla. Alba se lo agradecerá más tarde.

Abre la puerta. Aparece el cartero, un hombre alto y moreno, con bigote. Observa a la hermosa y dulce Alba detenidamente, mirándola de arriba abajo con expresión ensoñadora. Se queda boquiabierto, esto sí que es gracioso, es realmente cómico. Tendrías que ver la cara que se le ha quedado a Alba. El hombre no deja de mirarla embobado sin poder hablar, perdiendo su mirada en los pliegues de la camiseta y la falda. Pronto llega Erika, y la joven sube a su habitación avergonzada.

¿Qué he hecho? Soy una puta, una cerda vulgar” Se siente asqueada de sí misma, arreglándose así. Entonces se quita la falda, se quita la camiseta, y se queda delante del espejo en ropa interior, sintiéndose abochornada por la situación que acaba de vivir. Observa la curva griega que bailotea sobre el contorno de su cadera de avispa. Canaliza su energía en el ombligo discreto que yace dubitativo sobre su abdomen atleta, ese pequeño y alargado muchacho oscuro que la contempla con curiosidad en el espejo. La niña avista una vieja legaña matinal adormecida en el lacrimal. La espanta con la uña y observa las débiles ojeras que arropan el párpado. El iris se destiñe atacado por la excesiva luz provinente de la ventana que propaga el brillo sobre el rostro inocente de la muchacha que se observa con preocupación. Observa sus jóvenes senos de niña esconderse bajo la carencia de madurez y suspirar avergonzados. Los pezones no delatan su presencia, se ocultan bajo la tela al igual que el secreto vello del pubis. Una vez más ladea la cabeza y recapacita. Y de pronto, sin ningún aviso, sin que haya oído un segundo timbre, alguien toca la puerta de su habitación una sola vez y la abre sin esperar respuesta. Alba se asusta, se da la vuelta, y no es otra que la joven y descocada Marina. Allí está ahora la dulce pelirroja, con su chupa de cuero a treinta grados y sus botas enormes, tan duras y tan sensibles a la vez. La joven rockera sonríe con picardía más despeinada que el día anterior. Sin embargo está aun más hermosa, si cabe. Su enorme melena, su mata de pelo rojo como una leona al más puro estilo Glam cubre esa frente pálida salpicada de pecas, y resalta bajo el flequillo sus ojos negros y exorbitantes; esos que irradian una energía que hasta tú puedes percibir. Esos ojos color miel que te atraviesan como una estaca, te clavan en la pared y te violan con un gesto. Con ese brillo, ese brillo que Alba contempla bien. Marina no está sorprendida de ver a su mejor amiga en ropa interior, claro que no. La ha visto mil veces, y de pequeñas se han duchado juntas, pero ahora es diferente. No porque hayan crecido, sino porque Alba es diferente. Ahora su deseo está materializado en nerviosismo, y no se siente igual. Marina se sienta junto a ella y ambas empiezan a conversar tranquilamente sobre interés popular, aunque hay cierta tensión, y la pantera lo nota. Marina no es de esa clase de chicas que parlotea sobre la tensión sin inmutarse, ni de esa otra clase de chicas que se contagian de ella e improvisan un argumento rápidamente. Hay entre ella y Alba cierta confianza como para decir según qué cosas, y la pantera no se reprime, nunca lo hace.

-¿Por qué me miras como si fuera a dispararte de un momento a otro? –inquiere de pronto, y Alba se detiene frente a sus ojos firmemente sin apartarle la vista, nerviosa pero relajada por dentro, pues la pantera da seguridad con sus palabras.

-Solamente estoy un poco cansada.

-¿Hay algo que me quieras contar? –larga con soltura, sonriendo.

-No –dice Alba a secas, y se levanta a buscar algo para vestirse, roja como un tomate.

Pero entonces Marina observa el gran moretón de su trasero y su rostro se convierte de pronto con una oleada de furia y sorpresa, que estallan con rabia sin importarle alzar la voz.

-¡Ya sé! ¡Ricardo te ha pegado!

-¿Qué? –Ahora sí que la ha cagado, Alba se siente estúpida -¡No digas eso, qué gilipollez! Me caí de la bañera.

-Todas dicen eso. Alba, sé que es difícil, pero conozco gente que puede ayud...

-Que te calles, mi madre me oyó caerme, y Ricardo ha estado fuera mucho tiempo, él no me ha hecho nada. Me caí. Estoy nerviosa porque me tiene turbada lo que me contaste de tu infancia. Ala, ¡ya está!

Ala, como si fuera tan fácil deshacerse de la mirada inquisitiva de la pantera, que intuye que hay algo más. Pero calla, es paciente, y nosotros también.

-Anda, perdóname. Es que tenía que contárselo a alguien. Una vez fui al psicólogo del instituto, pero obviamente no dije nada. Necesitaba hablarlo con alguien, te elegí a ti.

-No pasa nada, hiciste bien. Me encantó que confiaras en mí; simplemente, es fuerte.

Marina se levanta mirando a Alba como si de una hermana se tratase y la abraza. Hay mucho amor entre ellas, aunque por parte de Alba es un amor diferente. Quizás por parte de la pelirroja también. Muchos quizases para una edad muy temprana de la historia. Yo también siento amor hacia ellas, y observo cómo se prolonga interminablemente este abrazo y Alba reposa la cabeza sobre el cálido hombro de su amiga, sintiéndose arropada en la mejor de las compañías. Marina observa el moratón del trasero.

-Dios mío, está horrible. ¿Te acuerdas del campamento de verano que hice con Ariadna? –no espera a ver como Alba asiente y prosigue ininterrumpidamente con su relato –Pues allí nos enseñaron masajes para lesiones leves –Marina sonríe de manera picarona –. Lesiones como esta.

Un brillo fugaz cruza por su mirada, se siente una diosa, y Alba no recula, estallando con bravura.

-Hazlo.

No sabe cómo lo ha hecho, no tiene ni la más mínima idea de porqué ha respondido tan rápido, pero ya está dicho, y no hay manera de pensarlo. Así es como tenía que ser. Alba empieza a sonrojarse y a tensarse por momentos, hasta que su yugular  alcanza un tamaño considerable y se le hace un nudo en la garganta.

-Voy a preguntarle a tu madre a ver si tiene aceite.

Marina baja las escaleras tan tranquila, como si nada ocurriera. Alba está tensa como el arco de un centauro y más roja que la Unión Soviética. Pero la pantera parece muy relajada, cómoda, como en su casa. Sube con un lubricante vaginal, Alba se sobresalta al verlo, no es nada oportuno. “¿Por qué coño viene con eso, se lo ha dado mi madre?”, piensa.

-Me lo ha dado Elena, la mar de simpática. Me dijo que no tenía ningún aceite pero esto es lo mismo.

Alba se hunde entre los cojines de la cama.

-Qué buen rollo tu hermana, a ver si me la presentas que usa una buena marca.

Marina ríe, pero a la rubia no le causa gracia. Su hermana está jugando con ella, como si fuera a hacerle algo más que un simple masaje para aliviar el dolor del moratón.

La pelirroja le pide ahora que se tumbe, y Alba se recuesta boca abajo sobre la cama. Está muy nerviosa, no sabe lo que va a ocurrir, nosotros menos aún, por eso estamos aquí. Mira como yace ahí, acostada con la cara entre los brazos, conteniendo las ganas de temblar. Sus bragas tapan casi todo el trasero, pero en ellas se desdibuja la mágica línea del pecado. Marina se sube a la cama, se posiciona tras el culo de Alba con una rodilla a cada lado y destapa el bote de lubricante.

-Tú relájate y no pienses en ná, que esto te va a encantar.

Antes de nada, la pantera coge la tela de las braguitas de la rubia, la estira, la enrolla y la hunde un poco en la profunda concavidad.

-Mejor así, que sino no tengo sitio.

Mejor así, ni yo lo hubiera expresado mejor. Ahora podemos ver casi todas las bellas nalgas de la búlgara, blanquitas y salpicadas de dos feos morados. Las bragas están acurrucadas al medio a forma de tanga, pero ahí es suficiente, ahí es donde podemos dejar volar la imaginación. Marina se unta las manos en lubricante, se embadurna los dedos con él al completo. Coloca el bote sobre el trasero de su amiga y en él gotea bastante líquido. Tras esto, deja el artefacto en el suelo y vuelve a masajearse las manos. Suspira y cambia el bote de lugar para no patearlo en un descuido. Alba no puede más, “¿Quieres poner las putas manos en mi culo?”, piensa para sus adentros. Nosotros también lo pensamos. Así lo hace. Contempla, presta atención, porque esto es indescriptible. En mi vida creí ver algo así. El movimiento de esas suaves manos esparciéndose suavemente por la lisa superficie de ese perfecto culo ya descrito como un huevo kinder partido al medio, es curiosamente parecido a la preparación un pa amb oli, si sabes de qué hablo. Para alguien de fuera de Mallorca como yo, se puede comparar a un cuchillo de untar repartiendo mermelada por una rebanada de pan, aunque no hay nada como un pa amb oli. No hay nada como ese culo. Fíjate, ahora ya no es blanquito, ahora es dorado. El lubricante lo embadurna al completo, y las perfectas manos de Marina espolvorean cada gota por toda la superficie de ambas nalgas, permitiendo que la fuente de luz de la estancia se refleje con vigor sobre la superficie. Alba está en el paraíso, no puede creerlo aún. Esas manos moviéndose en círculos sobre sus nalgas, las manos de su amada en su trasero. ¿Conoces al hombre de hielo, ese de los cómics? Más o menos así brilla el culo de Alba. Quizás más aún, infinitamente mejor. Yo no me follaría al hombre de hielo –no sobrio, por lo menos –. Observa ahora como Marina hunde sus manos en la blanda carne de la niña, aferrándolas como si tirara de la chaqueta de alguien para impedir que escapara. Creo que ambas chicas han olvidado ya el moratón, excitadas por la situación. Te diría que Marina hace un masaje, pero veo en su mirada que observa ese trasero con deseo, con lujuria. La muchacha mitad turca mitad húngara se ha vuelto completamente sumisa bajo sus manos, ahora es una esclava. Las manos son su Dios, y no se moverá ni hablará hasta que no acaben. La pantera roja aprieta con fuerza, mueve de acá para allá, vuelve a untarse las manos y frota con fuerza la hendedura de la muchacha. Coge la masa corpórea entre sus manos y la conduce hacia arriba, después hacia abajo, y hacia un lado, y hacia el otro... En círculos hacia adentro, en círculos hacia fuera, las nalgas bailan como marionetas, y a Marina le brillan los ojos. Desea algo, y lo desea ya, pero no quiere apresurarse. Jugando con la piel en sus manos, sus dedos se encuentran bajo el hilo de braga arrugada en el centro, y ésta se tensa, se estira y bailotea sobre su uña. La pelirroja quita las manos del centro intentando no poner a Alba histérica, pero le molesta la tela. Sigue masajeando, estira los dedos y aprieta, observa la carne que sobresale entre dedo y dedo, como si aplastara un globo viejo que no se revienta porque apenas le queda aire. Esos globos se agrietan, pero no Alba. La rubia posee un trasero tan firme y suave que ni una sola arruga hay en él, tan sólo se deja llevar. Juega como una niña, disfruta como una mujer y goza como una perra. Querría ladrar, querría ponerse una correa y un bozal mientras Marina le mete extraños objetos en extraños orificios. De pronto abandona este pensamiento. “Joder, estoy enferma”, piensa. Pero no lo está, es normal. Cualquier mente sucumbiría ante los juguetones dedos de Marina, la pantera que sigue frotando la piel con dulzura, con fuerza, con agresividad, con pasividad. Ama esas nalgas, y quiere destrozarlas por ello. Las ama demasiado como para tratarlas bien. Tiene toda la lógica del mundo. La tela de las bragas se le vuelve a enganchar en los dedos, y la pantera decide dar ese paso que ambas desean con voracidad.

-Joder, ya me tiene hasta el coño –dice con un tono alegre -¿Te importa si te quito las bragas? Es que no puedo masajear bien, me molestan.

Alba se pone tensa y nerviosa, no sabe qué decir, la sangre se le sube a la cabeza y no le salen las palabras, aunque solamente quiere decir sí. Sin embargo, Marina ignora su silencio y coge las braguitas, las baja. No en el sentido literal de la palabra, teniendo en cuenta la horizontalidad del cuerpo de la niña.

Fíjate bien en esto porque no tiene precio. Ver a la pelirroja quitarle las braguitas a la búlgara dejándole las hermosas y doradas nalgas brillantes al aire, es algo por lo que muchos pagarían. Alba está desnuda. ¡Alba está desnuda! Ostia puta, el corazón le bombea sangre como para mantener vivo a un camello en el Polo Norte. Se siente mareada, la situación le puede. Tener el culo al aire delante de la cara de la descarriada Marina es algo que aún no puede asumir, mas al sentir el cálido tacto de sus manos otra vez sobre ella, vuelve al mundo físico. Piensa que sólo es un masaje, pero sabe que no es así. Ambas lo saben. No es sólo un masaje. Marina simula normalidad, pero no veía ese perfecto culo desde que tenía ocho años, y está realmente cambiado, doy fe. Ahora está masajeándolo. ¡Está masajeando ese culo! Dios mío, contempla esto. Mira como le vuelve a untar lubricante vaginal y profana su trasero con las manos, arañándolo y saboreándolo con las yemas de los dedos, comiéndose y uniéndose al culo en cuerpo y alma. Podría dejar marcadas las huellas dactilares de por vida. Lo más divertido de esta clase de situaciones, es que ambas fingen que no hay sexualidad de por medio, cuando saben que están excitadas, y saben que la otra sabe que están excitadas. Es divertido, realmente divertido. Observa. Amasa las nalgas como un italiano amasaría su pizza, con el mismo amor, con la misma pasión, con la misma lujuria. Quiero comerme una pizza, quiero comerme a Alba. Pero antes quiero que Marina lo haga, quiero que Marina haga algo más. De momento no lo hace, simplemente aplasta la carne con más fuerza; parece controlar la situación, aunque quizás sea controlada por ella. Si estuviera fregando el suelo lo hubiera atravesado, saludando con el mocho a los vecinos de abajo. Alba cree gemir, aunque no sabe si lo ha hecho en voz alta o no. Se poner más nerviosa aún, bien podría haber gemido en voz alta. Ambas son conscientes de la fuerte connotación sexual de lo que hacen, y hasta Marina está nerviosa entonces. Ella, la fiera, la pantera roja, la salvaje. También ella está nerviosa, porque no sabe si seguir. Alba le da rienda suelta, pero aún piensa si quizás sean imaginaciones suyas. Observa a Alba… “Es una niña”, piensa.  No sabe si proceder como desearía, no sabe qué hacer, se siente apresada, debe tomar una decisión. Está jugando, observa sus dedos. Sus manos se mueven en círculos, empujan, oprimen, estrujan el huevo kinder. Círculos hacia afuera, así lleva un buen rato, cada vez más despacio y con más énfasis. Alba se estremece, respira entrecortadamente, lo disfruta como si se la follara un caballo. Quizás no sea más que un simple masaje de culo, pero sabe que no es así. El moratón le duele el doble que antes pero no lo recuerda, está absorta, nada puede dolerle ahora. Marina se acerca más a su rajita con su masaje, las manos van acercándose y los círculos van haciéndose más pequeños. Llegado el momento, ambas manos están frotando con vigor el centro de ambas nalgas, algo más abajo, cercano a ese lugar que tú y yo conocemos y que queremos ver. No lo puede evitar, no quiere hacerlo, pero una mano se le escapa y atraviesa la franja de norte a sur como la tarjeta de un cajero automático.

Alba gime, se agarra a las sábanas de su cama, no puede creer lo que siente, está en el puto cielo; o en el infierno, no te lo sabría decir. Se siente en un mundo mágico, como si se hubiera metido un LSD. Los dedos masajean el interior del lugar, y de pronto Marina coge las nalgas con ambas manos y las separa para observar el interior… ¡Joder! Una araña, eso es lo que parece. Un hermoso agujerito de múltiples patas, tan dulce e inocente como un caramelo, tan goloso como un norteamericano obeso. Yace impaciente y nervioso, esperando algo. Alba también espera algo, y contiene la respiración, y el tiempo se detiene, y el mundo calla, y las observamos. Pasan varios segundos sin que hagan ni digan nada, ni siquiera se las oye respirar. Marina acerca un dedo al hermoso agujero, rodeado de misterio. Siente la yema de su dedo hundirse en los poros que rodean la cueva. Roza la superficie del hoyo del amor con el dedo índice y siente que éste se estremece, se comprime. A la rubia le va a dar un chungo, ya verás. No puede reaccionar, no puede decir que no, ni que sí, ni nada. No puede…

-Joder –dice Alba de pronto, consumida por la tensión, el placer, el éxtasis y la perfección del momento, y entonces todo acaba.

La joven y descocada Marina se levanta y se va, tras secarse las manos en la falda.

-Lo siento –dice.

Sí, yo también me he quedado pasmado, pensando por qué diablos pasa esto. Pero las mujeres son así, en ello reside su belleza. La pantera parece aturdida, molesta. No quería pervertir a su amiga, alguien a quien ha considerado su única persona de confianza durante toda la vida. No quiere corromper esa amistad, ese vínculo emocional… Al menos de momento.

Por eso estamos aquí.

VI – Juegos infantiles

Alba, Albita de mi corazón. Pobre jovencita aturdida y aún ensimismada en el rítmico y jactancioso jugar de las manos de su amada. Evoca el momento con tristeza, con alegría, con amor. ¿Qué crees? Todo quizás, o nada. Se viste, llora, se siente extraña; pero no pervertida, si eso creías. Esos recovecos de su mente que antes permanecían ocultos ahora se desvelan, salen a la luz para mostrar fascinación ante el recuerdo del masaje. No dudó en acostarse, no dudó en dejar que la desnudaran, no se quejó cuando sintió las huellas dactilares de la pantera en contacto con su superficie anal. Gozó y se sintió como una perra al sentir que como tal la abrían, y no parece causarle grave inquietud. Cautivada, sabe que quiere más. Quiere seguir con el juego, terminarlo, o continuarlo eternamente. De pronto un pensamiento le asola la mente; quizás Marina juegue con ella. No.

Son amigas, desde niñas, se comprenden, se quieren, y ahora quizás se deseen. Debo añadir que no es especialmente fácil que la rubia admita que se empieza a enamorar de su mejor amiga, la gran pantera roja. Sin embargo, el no hacerlo implicaría el fin de estos textos, y doy fe de que no es así. De lo contrario no estaríamos aquí. Seguramente se le dará otra ocasión de repetir los acontecimientos, de inclusive, sobrepasar el límite hoy establecido. Mas de momento se conformará con dejar pasar la tarde sin dejar de pensar en ella. Observa la ventana, pone música, siente su olor aún en la habitación; le da la impresión de estar olvidada, como si se hubieran cansado de ella, pero ama ese momento. Al acostarse en la cama siente su propio sudor frío en la almohada y se deja embriagar por él, empapa su rostro en las sábanas embadurnadas en fluidos hace pocas horas, se deja envolver por sus aromas; una cámara oculta podría decirte que se está follando las sábanas. Por segunda vez, alguien llama a la puerta y entra sin esperar respuesta. Alba se tapa inmediatamente, fingiendo encontrarse dormida, pero observa por el rabillo del ojo a Elena, que apenas puede contener la risa.

-¿Qué pasa? –pregunta la búlgara hoscamente, fingiendo estar ofendida por lo del lubricante, aunque en realidad desearía agradecérselo.

-En un ratillo van a vení una hamiga mía, t´aviso pa´ que te vitsa si t´apetese.

-Vale –susurra Alba dándole la espalda, hasta que escucha la puerta cerrarse.

Lo que faltaba, necesita estar sola y lo único que recibe es más visita. Seguramente serán Paula y Eva, sus dos amigas inseparables. La puta y el ángel, que curioso. Se viste sin ganas, se seca las lágrimas, baja al salón, las chicas ya están allí.

Paula, la noble y dulce puta. Así al menos la ve Alba. Quizás la envidia que la búlgara siente influya en su veredicto, pero sigue siendo esa clase de chica que putearías encantado. ¿Me equivoco? Visualízala. Vanidosa, egocéntrica y pedante. Se cree el centro del universo, no es más que un pegote seco de mierda en el inodoro que no se puede quitar con la espátula. Siempre procura ser el centro de atención de todos, la diva, la popular, la “superstar”, y en el fondo se siente tan sola como un ternero al que separan de su madre y atan las patas para degollarlo. Todos quieren degollarla, va dejando corazones rotos por aquí y por allá por pura diversión, es la máxima entidad de belleza, o eso cree. Es rubia, pero se tiñe de negro, dice que siendo rubia todos se le tiran encima. Lo sé, dan ganas de desnucarla contra el borde de la bañera y violarla antes de que se enfríe; pero eso es lo obscenamente erótico, que está buena. Su cuerpo es como una de esas modelos que se pasean por la pasarela y miran con ignominia, petulantes y presumidas. En el fondo están vacías, y no solo de estómago. Son eso, una mierda seca y olvidada en un baño antiguo y subterráneo que ya nadie utiliza. Un objeto inútil al que la gente ha dejado de querer, ya no da ni lástima. Eso es lo peor, la indiferencia. Y cuando sea detenida por conducir borracha en mitad de una depresión, su puta madre no querrá acudir a la comisaría a pagar la fianza, dejará que se pudra tras los barrotes, consumiéndose más, y más. Paula tiene la jodida suerte de tener unas berzas que podrían servirte de almohada, de airbag. Y una cabeza que podría servirte de tiro al blanco, pero en el fondo es guapa. Es jodidamente guapa y eso cabrea, porque aunque la conozcas y no quieras acercarte a ella, cuando te sonríe asquerosamente y se insinúa ante ti, el rey que te gobierna se endereza automáticamente sin consultarte, él dicta tus movimientos, tus palabras. La furcia y vulgar Paula hace que los hombres la mimen, la halaguen y la deseen para después plantarlos a todos. Ella es una diosa, una reina, una diva. Todos le dan por culo, sin embargo nadie le da cariño. En el fondo de su podrido corazón sabe que está sola como un perro al que atan a un poste para no regresar, como una pelota que se cuela en un tejado y nadie quiere subir a por ella. Como un juguete roto que nadie arreglará, porque no sirve, porque nadie lo quiere, y acabará en la basura, de donde vino. Quizás me haya pasado de cruel, sin embargo he de advertirte que bajo las dos cortas coletas de pelo morocho teñido de esa zorra macabra, hay un cuerpo demoledor, unas tetas tan bellas como corruptoras, y un culo firme y hermoso, aunque probablemente esté irritado y lleno de varices. ¿Lo visualizas? ¿Era ésta la idea de un relato erótico que tenías en tu cabeza? Puedo suponer que no, sin embargo aún no ha empezado. Está pronto, eso sí. Falta una cosa, aún no te he presentado a Eva. Oh, mi querida Eva, esa sí que es una gran chica; aunque sea bajita y delgada, aunque sus senos no hayan empezado a desarrollarse, aunque su coño apenas tenga pelos. Es una chica hermosa, he de admitirlo, muy tierna, sí. No tierna como Alba, que en su ternura puede excitarte de un momento a otro, sino tierna como un bebé, como un gatito. Sin embargo yo no me follaría a un gatito. ¿Es una niña? Sí, pero fíjate qué clase de niña. Calza un vestidito que podría ser de comunión, como si de una Barbie se tratara, y sin embargo te observa con una lujuria y un deseo irrefrenables. Parece comerte la polla con la mirada, es algo despampanante. Tiene unos ojos tan grandes que no sé cómo le entran en la cara, esa dulce cara de niña. ¿Te he dicho su edad? Trece años. Trece jodidos años. Su mirada esconde una fogosidad y una sexualidad de otro mundo. Pero no una sexualidad como la de Paula, vacía, desgastada y podrida. Una sexualidad inexperimentada, joven, ambiciosa, deseosa de vida. Dan ganas de cogerla y violarla sin compasión, abofetearla tras tomar el té. En el contraste reside su belleza. Podría darte un piquito a la salida del cine, y después podría ponerse una máscara de cuero y azotarte con un látigo mientras introduce un pepinillo en su cueva de la impureza. ¿Te lo imaginas? Eva tiene el pelo oscuro como el Cañón de la Armella. Tan lacio como el alisado japonés, quizás se lo haya hecho. Con ese flequillo horizontal sobre sus ojos perfectamente recortado por la mejor peluquera del barrio. Su pelo brilla con pureza, con inocencia, parece la cabellera de un poney de Disney, realmente sobrecogedor. Y la muy cerda te mira con una sagacidad abrumadora, te destapa y te contempla desnudo a la luz de la luna. Te patea con asco y después te relames del gusto junto al dolor del golpe; adoras que una mujer como Eva te patee, pero asquearías si una mujer como Paula te besara. ¿Por qué? No lo sé. Lo que menos puedo comprender es cómo la alegre y risueña Elena puede juntarse con dos niñas tan diferentes entre sí. No entiendo como pueden soportarse. Elena es así, ella podría montarse un trío con Cristo y Satán, de ellos no saldría. Quizás lo hayan hecho, ella lo puede todo. Elena es tan jodidamente alegre y simpática que hasta puedes preveer que te encantará sin haberla visto, sin haberla olido. ¿La hueles? El triste olor a perfume barato de Paula lo tapa un poco, pero puedes sentir el aroma andaluz de Elena si eres buen observador. Fíjate bien, es realmente cojonudo. Las tres niñas saludan a Alba al verla, cada una a su manera, el trabajo de imaginártelas es tuyo. La cena pronto estará lista, y la rubia decide no entrometerse en la conversación de las demás. Sin embargo, Eva se levanta y se acerca a ella sin decir nada.

-¿Estás bien? –susurra, y Alba asiente sonriendo –Te veo rara.

-Estoy bien, solamente cansada.

Eva sabe que no es así, tiene una extraña capacidad para contemplar el alma de la gente, y sabe ver la tristeza oculta de Alba, aunque decide no insistir. Hablan desinteresadamente un breve instante sobre algunos temas irrelevantes, y pronto se sientan todas a cenar. Miradas quizás algo tensas se cruzan entre Alba y Paula. No se soportan, pero hacen caso omiso de ello y acaban su comida. Erika parece animada, las insta a conversar y llama la atención en un patético intento de ser graciosa, hecho que provoca la carcajada limpia y pura de Elena. Si te soy sincero, me alegro de no haber nacido en Andalucía para poder deleitarme con el exotismo que una mujer andaluza me provoca. Perdón, quise decir erotismo. Es hechizante, no puedo evitarlo, su risa llama a las puertas del palacio de San Pedro y los ángeles se masturban con fervor. Y hablando de escaleras, contempla ahora como las cuatro niñas las ascienden para ir a sus respectivas habitaciones. Alba entra en su cuarto. La tierna y conmovedora Eva y la furcia y vulgar Paula dormirán con Elena en la habitación contigua, aún teniendo una habitación para invitados. Qué extraño. Alba nota lo extraño que es, además su hermana no la ha invitado a ir un rato con ellas, es sospechoso. De pronto piensa, de pronto pensamos, ¿Y si…? La imaginación de la rubia con la que nos hemos ido familiarizando empieza a volar cual bandada de pelícanos y la niña sale de su habitación en silencio. Mírala, allí está ahora. Parecía tímida, y sin embargo ahí está ahora, enfrente de la habitación de su hermana menor, y oye las voces de las chicas que conversan, y se siente tentada. La tentación, la dulce e inevitable tentación llama a la puerta de su alborotada mente adolescente, pero Alba no sabe si abrir. No está segura de que deba hacerlo, profanar la intimidad de su hermana, espiar a sus amigas, ni tan siquiera sabe lo que busca con ello. Aún recuerda las manos de su mejor amiga masajeando sus nalgas, aún las siente rodear su ano, aún le duelen los moratones de la caída. Sin embargo, no puede evitar la irresistible tentación de observar con sus ojos lo que su hermana ha de conversar con sus amigas, de ver qué hacen, de ver cómo se miran. Alba asoma un ojo por la herradura de la puerta, ha olvidado el pudor, la vergüenza, lo ha olvidado todo, simplemente obedece a su curiosidad. La cerradura no deja ver gran cosa, pero es suficiente, o pareciera ser suficiente. La andaluza está sentada en la cama junto a sus dos amigas, todas de piernas cruzadas y en círculo. Hay una botella en medio. Alba no parece distinguir mucho más. Se siente algo incómoda en esta pose, apenas sostenida sobre los pies. Se tambalea un poco, esto parece incluso divertirla, y sigue espiando, sintiéndose una ninja. No es la primera vez que la comparamos como tal, ¿verdad? Siempre ha sido un poco fantasiosa, esta pícara y tímida Alba. Joder. Sigue espiando, las chicas no parecen hacer nada interesante, más que decir gilipolleces. Alba contempla la belleza de Eva con una lujuria guardada bajo llave, aunque no se puede ni comparar a la pulcra hermosura de Marina. Observa la delicadeza en su mirada, en sus palabras. Pareciera que en el fondo oculta algo tenebroso, sin embargo es tan dulce que al lado de Paula es prácticamente un ángel caído del cielo. Alba sigue observando, tiene paciencia. De pronto Elena dice algo, pero no se entiende bien, pues todas están riendo. La puta de Paula hace rodar la botella, que da vueltas hasta desembocar en la hermana mayor de nuestra joven protagonista, que contempla asombrada.

-¿Beso, verdad o atrevimiento? –pregunta Eva de repente, mientras Elena la contempla con expresión jovial.

-Verdad –responde rápidamente. Siempre se escoge verdad, qué cobardía. Aunque quizás en este caso no resulte del todo ingrato.

-¿Te pone tu hermana? –pregunta Paula de repente.

La situación es tensa. Más de lo que alcanzas a creer. El cerebro de Alba se divide en dos mitades. Una le dice “tienes que irte, es inmoral estar aquí”. La otra, aún con más intensidad, replica “tienes tantas ganas de oír esa respuesta que te pasarás por el forro la moral, como vienes haciendo estos últimos días”. Alba decide quedarse. Sigue sintiéndose molesta, pues su raciocinio continúa molestando, pero confía en que con el tiempo aprenda a callar. También nosotros, ¿cierto?

-No voy a contestar a eso –responde, casi con irritación. Parece que Paula conoce esa respuesta, y que prefieren no tocar más el tema.

-Pues quítate prenda. Y no valen los zapatos, los calcetines o los complementos.

Alba se ruboriza, Elena ríe, y su risa hace que los murciélagos de fuera se aferren a su ventana para observarla anonadados. Su risa es celestial, y más aún cuando la acompaña la caída de dos calcetines. Alba observa los dos pies hermosos de su hermana. Los ha visto miles de veces, pero el morbo está en mirarlos a través de la cerradura. La prenda es la camiseta, y Elena se la quita lentamente mientras Eva la observa abochornada y lujuriosa a la vez. La bella y dulce Alba empieza a sentir envidia. Quisiera estar ahí, aunque desentonara con su hermana. Podría no mirarla, y disfrutar de la compañía de Eva. Observa entonces el torso de su hermana, descubierto y bello. Moreno, casi pareciera dorarse a la luz artificial, y brillar con una magia interior escondida en los libros prohibidos. Sus clavículas se delinean en una silueta apabullante. Perpendicularmente a ellas, los tirantes del sujetador caen en precipicio al lado de las esponjosas axilas de la niña y desembocan en los crecidos y bellos senos que allí se aposentan. Qué carisma, qué belleza, qué desenvoltura. Son grandes, jodidamente grandes, ¿sabes? La rubia no comprende por qué crecen más rápido que los suyos, pues Elena apenas tiene catorce años y medio. Es una cría, en realidad, aunque sus senos son de mujer. Ella es como una mujer, en realidad, pero de catorce años. Hermosa y sensual, aunque su hermana mayor procure no mirarla y aparte obscenos pensamientos de su cabeza que contengan a la andaluza como protagonista. Le resulta impúdico seguir observando, sin embargo no lo puede evitar; ha olvidado sus miedos ya, sólo resta seguir espiando. Siguen jugando, y le toca a Paula, que escoge verdad. Al preguntarle una verdad a Paula, hay que formular una pregunta cuya respuesta alguien conozca. Ella es de esa clase de mujeres que mienten como quien prepara una ensalada.

-¿Te cae bien mi hermana? –pregunta la andaluza.

Sin decir nada, la furcia y vulgar Paula se quita la falda, dando a entender que la respuesta es afirmativa. “Zorra. Puta” piensa la joven muchacha de ojos azules. A decir verdad, tiene bonitas piernas, no lo negaré. Morenas y rebosantes de frialdad.

Siguen jugando, y entonces Eva se quita la camiseta. Observa ahora ese cuerpo hermoso e inocente, intocable, bello como un bosque virgen, vulnerable como una especie en extinción. Clavículas de aguja que se unen en el puente del deseo, precediendo ese pecho puro y bello. Hombros que resplandecen como nenúfares en lagos élficos, piel blanca y carente de desperfecciones. Una masa de carne pura e intensa como el flash de una fotografía, cubierta por un sujetador blanco y pequeño que cubre esas pequeñísimas protuberancias de niña. Te recuerdo que tiene trece años, es una criatura, sin embargo contiene la sexualidad de una diosa griega. ¿O romana? No te lo sabría decir, pero fíjate ahora en su vientre plano y atlético, en el cual reposa ese solitario y egocéntrico ombligo oscuro y hermoso. Elena se quita el pantalón, podemos ver ahora sus braguitas sexys y sugerentes ocultando a su majestad. El rostro de Alba se torna del color de la pasión, como el carmesí de los labios de Paula, que ahora vuelve a girar la botella. Y así, de un modo lento y quizás aburrido para el lector ocioso, con palabras estúpidas y excusas baratas que sirven de disfraz a la gran lujuria que estas tres intrépidas zorras ocultan, el juego se desarrolla con pasividad. Y Paula se quita la camisa, el sujetador –observa esas enormes ubres que caen con pesadez sobre su torso pardusco. Jodidamente grandes y carnosas, una masa que parece carne rellena de tocino. Aureolas marrones en las cuales yacen dos anchos y agrietados pezones de mujer –, y así vuelan lentamente varias prendas, con algunas preguntas respondidas, tan poco relevantes para el desarrollo del juego como crees, y así vuelan los pensamientos de la joven albina, que empieza a excitarse contra su voluntad. Cuando empezó a espiar por la mirilla, fue atraída por un instinto ajeno a ella, por un impulso fugaz de perversión, por el simple hecho de contemplar aquello que ha sido declarado como prohibido. Un impulso que la Alba que conocimos no se atrevía a seguir, y que la muchacha que no dudará en volver a masturbarse empieza a encontrar suculento. Un impulso que la llevó a espiar por diversión, y que, por alguna extraña razón, ahora parece llevarla las paradisíacas tierras de la voluptuosa sexualidad. Las muchachas ríen y juegan con benevolencia, recordándome al cuadro de Miguel Ángel, si tal hubiera sido representado con tres niñas menudas y risueñas. Qué alegría, que bella instantánea. Quién las hubiera encontrado desprevenidas en una de las dulces historias de Sade. Y de pronto, la botella desemboca en Eva, quien elige beso, y al volver a girar, desemboca en Paula. ¿Divertido? Yo lo encuentro un tanto grotesco. El carácter de las muchachas se repele como si estuviera dominado por una fuerza electromagnética, mas quizás esto lo vuelva más excitante. Por lo menos para Eva. Obsérvala. Ambos sabemos que está cachonda, pero ella no. Mejor así.

La tierna y conmovedora Eva, cuyo rostro podría protagonizar una de esas telenovelas infantiles para niños cuyos padres no pueden darle a sus hijos la suficiente atención, se acerca con parsimonia a su rival. Ambas se miran sin deseo. No se gustan, no se llevan bien, pero cada una quiere tirarse –quizás por su cuenta, quizás a la vez –a Elena, y seguirán las reglas del juego. La hermosa y dulce rubia lleva –con una velocidad casi inaudita en la muchacha –una mano a su tesoro y le propina notables y jugosas caricias, aplicando una enérgica presión sobre él. Da la ligera impresión de que empieza a olvidar los principios bajo los que se ha criado. Da la impresión de que, hasta ha olvidado cómo Marina le masajeaba las nalgas hace tan poco tiempo. Lo ha olvidado todo, porque su cerebro, demasiado concentrado en mantenerse en equilibrio en tan difícil posición, demasiado atento a los movimientos de las jóvenes, y demasiado agobiado ante la posibilidad de ser descubierto, no está pendiente de lo que sucede en ese estúpido rincón del cerebro llamado “moral”. No, no es momento para estar pendiente de tal cosa, y todos lo sabemos. Rostros morenos, mallorquines en estado puro, de ascendencia visigoda por un lado, morisca por otro, con algún que otro judío prontamente desterrado del árbol genealógico. Eva; tan puro, inocente, virgen cual montaña sueca. Paula; cerda corrompida, tan vulgar y peligrosa como las cuatro de la mañana en un suburbio de Boston. Eva; ojos caramelo. Paula; verdes cual océano, esmeraldas profundas y viciosas. Se observan, acercan sus rostros, sintiendo la frágil respiración de su adversaria. Eva respira entrecortadamente, nerviosa, ansiosa. A Paula, evidentemente, le es bastante indiferente –se la trae más bien floja, en lenguaje coloquial –. Se aproximan más, a un centímetro de distancia, sintiendo sus mutuos olores –unos más agradables que otros –invadiendo sus fosas nasales. Eva cierra los ojos, extiende los labios, y es entonces cuando siente sus carnosos sobres de mantequilla oprimirse contra los de la furcia y vulgar Paula. Y es justo en ese instante –ni antes ni después –cuando la búlgara deja caer un dedo en su agujero privado. Contempla con una lujuria brutalmente encarcelada durante su ofuscada vida, cómo dos niñas diferentes y a su vez sensuales se besan; una con ternura, la otra con aversión, y de banda sonora, “

She’s

so fine”.

La joven y dulce flor parece gemir para sus adentros mientras siente sus labios estrujarse contra la aborrecible Paula. Se la ve quizás apasionada, jugando con la lengua embelesada. Paula parece golpear con su lengua a un lado y a otro con completa indiferencia, atacando las inocentes fauces de la criatura con agresividad, con rivalidad nada disimulada. La niña del flequillo alza su mano para posarla –para intentar posarla –sobre el Paula mientras el fructífero beso se prolonga interminablemente, pero la vulgar muchacha aparta su mano con un gesto agresivo. El beso concluye, y cierta muchacha se aparta sin erotismo, mientras la otra joven apenas puede asimilar su vivencia. No del todo ajena, la joven andaluza disfruta de la imagen –no tanto como la disfruta su hermana, quien empieza a sumirse en un oscuro e interminable pozo –con un extraño brillo en la mirada. Sabe que domina la situación, sabe que controla a las muchachas. Quizás no pretenda aprovecharse de tal poder, pues su conciencia puede castigarla en un futuro. Sin embargo, el simple hecho de tener las riendas en sus manos le quita importancia a todo lo demás.

La búlgara ha contemplado con un deseo irrefrenable, sustentado por los más oscuros y recónditos rincones de su sucia mente adolescente, e introduce ahora la mano bajo su pijama, bajando los pliegues de sus bragas. Escucha las voces de algo llamado razón, que gritan en la lejanía “¡Inmoral! ¡Impúdica! ¡Enferma! Deberías avergonzarte”… Pero lejos ya de tales críticas, la muchacha decide dar rienda suelta a sus pretensiones, dejando que sus deseos sensoriales la lleven por donde más les convenga. Sabia decisión, joven de ascendencia turca y húngara a partes iguales. Pronto te lo agradeceremos. Empieza a frotarse la superficie vaginal con fructuoso anhelo, mientras observa a la pequeña e inocente Eva relamerse del gusto tras el beso que aún hace mella en su mirada. Un extraño olor recorre e impregna la habitación. Debe de ser realmente fuerte, porque hasta Alba lo ha notado. Un olor extraño, quizás familiar, aunque no parece ser ninguna sustancia que pueda entrar en la categoría de fluido sexual –al menos no de momento, la perversión empieza más tarde –. La rubia parece ver una mancha de humedad expandirse en la sábana que se halla bajo Eva. La niña se sonroja súbitamente, mira hacia un lado, a otro, y en su mente aún resuena el eco de su beso –quizás hasta en su lengua aún permanezca intacto el sabor de la humedad ajena –. Nerviosa, tensa. No describo a una ni a dos, sino a las tres jóvenes, que son contempladas con impaciencia por Alba –y por nosotros, evidentemente, cosa que tampoco saben –. Elena ríe para amilanar la situación. Esa clase de risas que parecen disipar las nieblas de la desconfianza, sumiendo a sus oyentes en la más cálida brisa de la familiaridad. Todo vuelve a la normalidad. Siguen jugando, casi indiferentes a lo que acaba de suceder. Mientras, nuestra joven búlgara prosigue su tarea, masturbándose cada vez con más fuerza y más velocidad. No puede evitarlo, por mucho que las voces de sus tutores sigan diciendo banalidades en su mente. No, no puede, y no lo hará. Afortunadamente, tampoco tenemos intención de que lo haga. Siente su hermoso coño arder, y quiere seguir viendo, y observa entonces como la botella señala a su hermana, y todo es realmente bello y gozoso… Debe realizar un atrevimiento, y a Paula, dulce y noble puta, se le ocurre algo divertido con lo que fastidiar a su acérrima enemiga, pues ha descubierto su escape.

-Se me ocurre uno –escupe las palabras con acento fútil y barriobajero –. Las tres nos quitamos las bragas, las ponemos en medio y las tienes que identificar por el olor.

¡Zas! No te lo esperabas. Eva tampoco, y la muchacha se acongoja como si se le viniera el mundo encima. La andaluza ríe, la perra también, la tierna muchacha se intimida, empequeñeciéndose, y Alba introduce un segundo dedo en su cavidad. Fíjate lo excitada que está. Su imaginación evoca decenas de obscenas escenas, si se me permite el juego de palabras. Transpira con fuerza, arrodillada. Siente las piernas entumecidas, acalambradas, ceder bajo su peso. Pero no va a moverse. No, no ahora. No es el momento, y todos lo sabemos. Siente el cálido sudor de sus piernas amalgamarse en sus poros, dulcificarse en una esencia bella y sabrosa. Observa a su hermana menor quitarse las braguitas, y la joven búlgara hace caso a su “sentido común” apartando la vista para no ver la hendidura secreta de la muchacha. En parte se avergüenza por espiarlas, y en parte –en una parte algo más escondida que será trabajosa sacar a flote –desearía ver más. Elena deposita sus bragas en el centro del círculo, escondiendo sus indecencias bajo las manos –qué bellas manos –. Paula, la noble y joven perra, se quita las suyas, apenas un hilo elástico poco sugerente. Alba alcanza a ver –al igual que nosotros –el chocho moreno y rasurado de la joven. Amplio y vasto, abierto y descomunal, se podría dibujar un rostro en él solamente con arrugar esa fina piel que lo envuelve. Una pielcilla que cuelga sin estilo en la raja, cual flor marchita colgando de una abertura desértica y agrietada. Llega aquello que todos esperábamos. El turno de Eva. Parece vacilar, da la impresión de que no se atreverá. No sé qué le ocurre, pero pareciera que oculta algo. La rubia observa expectante, deseando ver el fruto de la niña con más deseo que ninguna otra cosa –quizás sí se haya olvidado de Marina, su fiel amor –. Tras la insistencia de sus amigas, y los típicos y desgastados argumentos de “venga, que sólo es un juego”, la joven empieza a bajarse las braguitas con dificultad –dificultad emocional, entiéndase –, y Alba se fija en la sublime franja blanca que ha sido desprovista de luz solar. Flexiona una pierna, y sigue bajando sus braguitas rojas –nada sexys, a decir verdad –que se tornan ahora de un extraño color. Las termina de extraer y las deposita sobre el suelo. Es curioso, pero al caer sobre la baldosa, ha sonado una extraña especie de “plof”. Eva sigue tensa, todos sabemos ya porqué. Alba contempla apenas la mitad de su magnificencia, sin embargo con ello parece bastar. Una hermosa masa de carne lechosa y embalsamada en un aura de divinidad reposa entre esas piernas repletas de ternura.

El reluciente coño de la criatura parece la lejana playa virgen de algún recóndito lugar del mapa aún inexplorado. Tiene el color de la arena sin pisar, apenas bañada por el agua de mar y cubierta de una fina capa de sal. Hay un pequeño bosque sobre ella, o quizás apenas una franja de matojos oscuros. Parece mojado, lubricado al completo. La búlgara no está segura de qué ha provocado esto. Quizás la situación en general. Aunque la sustancia que cubre la vanidosa joya parece tener una consistencia algo menos viscosa. Paula le tapa los ojos a Elena con las manos, situándose tras ella, mientras la tierna chiquilla mezcla las braguitas. Alba introduce y extrae rápidamente sus dedos del orifico mágico, sintiendo sus deliciosos jugos recorrerle la mano y gotear en el suelo, impregnando sus tobillos y salpicando sobre los talones –qué grotesca visión –. La joven de ascendencia turca y húngara a partes iguales empieza a notar un fuerte dolor en las rodillas, pero hace caso omiso de él y sigue contemplando la situación con lujuria. La andaluza toma una de las braguitas, la acerca a su rostro; Alba se masturba con más velocidad, disfrutando cada instante de la efímera situación. La lascivia con la que observa los acontecimientos es sobrecogedora, el vicio se refleja en sus ojos, es más poderoso que ella. Escucha sus jugos salpicar el piso. No le importa. Elena sonríe, tranquila, y aproxima las braguitas a su nariz. Sus orificios nasales se dilatan, sus labios se agrietan. La tela de la ropa interior de alguna de sus amigas le roza la naricita de chiquilla española, y siente el fuerte aroma que esta desprende. No pone cara de asco, como todos esperábamos. Incluso parece disfrutarlo. Se acerca más las braguitas a su inocente rostro. Las huele con parsimonia, siente cada átomo de ese aroma aposentarse en su interior y completarla. Pareciera que se restriega la embrollada braga en la esponjosa carita. Sonríe, y Alba continúa su ejercicio con más fuerza, si cabe. Toma el tímido clítoris entre sus dedos y le da el placer que se merece, envolviéndolo con sus uñas y acariciándolo con suavidad, galardonándolo con extraña maestría.

-Es la mía. Sentiría mi olor a un kilómetro de distancia –afirma Elena, y todas admiten que es cierto.

La muchacha toma otra de las prendas, y ésta parece algo más húmeda. Hasta yo siento su olor. La andaluza acerca la braguita hasta su aparentemente inocente rostro, y entonces algo parece gotear. La prenda emana un hilo de líquido que se postra sobre la infantil naricita de la joven, para seguir desfilando por ella hasta salpicar su labio superior. Elena extrae su lengua para devorar a la intrusa que parece llamar a las puertas de su garganta. La deja pasar, no sin cierta extrañeza. Una fuerte acidez la corroe, como un fuerte licor. Un extraño y no del todo agradable licor.

-¿Qué coño es esto? –inquiere de pronto, sintiendo el siniestro sabor.

-Joder, lo siento –Eva parece atemorizada, se disculpa –. Es que no aguantaba más, se me ha escapado un hilillo de pis.

A Alba le impacta la noticia, pero las demás chicas empiezan a reír a carcajadas –especialmente Paula. Oh, noble y dulce puta, te has salido con la tuya –.

-¿Por qué no avisaste? –pregunta Elena mientras se limpia las gotas del rostro con las sábanas, aún entre risas, embriagada por lo divertido de la situación.

-No quería gafar el momento, la estábamos pasando bien –admite avergonzada. Sin embargo Elena oculta muchas cosas, al igual que Alba, y no parece molestarle haber sentido una gota de la orina de su amiga recorrer su paladar. A nosotros tampoco nos molesta, ¿cierto? Vuelven a reír, y el juego prosigue. Todo vuelve a la normalidad, si es que a tres muchachas de trece, catorce y quince años semidesnudas oliéndose las braguitas se le puede llamar normalidad. Alba no sabía las cosas a las que jugaban cuando nadie miraba. Ahora lo sabe, y le gusta. Y sigue expectante. El calambre aumenta, no le importa. Y entonces, cuando menos lo esperábamos, sucede pues, que la andaluza se acerca a la muchacha cuya orina ha tenido el placer de saborear, y la observa con pasión. Sus ojos se cruzan en un tiroteo romántico, y se contemplan, y sus miradas se cruzan efímeras durante un instante. Alba observa, Paula no. Sin que el juego lo ordene, las dos muchachas acercan sus bien dotados rostros hasta sentir la pausada y dinámica respiración de su miaga. Se desean. Lo saben. Lo sabemos. La rubia prosigue con su frenética masturbación, oyendo el chapotea de sus dedos y volcando toda su fogosidad en una incómoda postura. Eva extiende sus labios por segunda vez, Elena abre la boca, ambas se acercan y despliegan sus lenguas. Las jóvenes amigas se unen en un apasionado, húmedo y fructuoso beso que se extiende más allá de nuestra imaginación. Alba las contempla asombrada, masturbándose con asombrosa majestuosidad, y siente esa mágica oleada de intensos vapores recorrerle el vientre y descender hasta su majestad. Calores inundan su cerebro. Bien podría estar en una sauna; el sudor la empapa, la embadurna, impregna su cuello. La rubia observa el beso, lo siente rodear sus pezones; los tobillos le flaquean, empieza a marearse, a retorcerse. Siente un orgasmo acercarse, y piensa hacerlo allí mismo, agachada en la puerta de la habitación y sin apartar el ojo de la cerradura. Se acerca, está por aquí. Dará un pequeño rodeo antes de dejarse caer. Prontamente empieza a notarse su presencia. La muchacha se agarra al margen de la puerta para no caer, escuchando el palmoteo de sus dedos lubricados en su magnificencia. Contempla el prolongado beso de Eva y Elena, observa a su hermana con pasión por primera vez. Se consume en una marejada de placer y sometimiento. La situación excede los límites del placer terrenal para la joven e inexperimentada chiquilla, que siente una ola de calores ascender en su interior, como si fuera a explotar de un momento a otro. Como un refresco que lleva demasiado tiempo en el congelador. Si alguien no lo saca pronto, estallará. Sigue masturbándose, cierra los ojos. Siente que va a desmayarse. La cabeza le da vueltas, le da la impresión que se va a caer. El beso entre su hermanastra y la muchacha cuyo coño se confunde con una playa se prolonga hasta la saciedad. El esperado orgasmo está aquí, empieza, ya llegó, y de pronto. ¡Pasos! ¡Alguien sube la escalera! Inoportuno, ¿verdad? Alba se levanta y echa a correr a su habitación mientras el orgasmo recorre su cuerpo y la sobrecalienta. Casi cae de bruces de camino. Entre el calambre y los ardores de la eyaculación apenas consigue mantener el equilibrio, y se tambalea varias veces antes de llegar a su cuarto. Abre la puerta y entra en su estancia, mareada, golpeándose contra los muebles, mientras su rostro completamente colorado enfatiza su corrida. Ha vuelto a dejar rastro, lo sabe, como las babosas. No le importa, ya nada le importa. Simplemente se sienta en su cama. Acerca a su boca el dedo que antes hurgaba su mágica hendidura, aún regocijándose en los últimos espasmos de placer mientras se tapa con las sábanas. Escucha a su madre hablar con las chicas en la habitación contigua, pidiéndoles que frieguen lo que sea que hayan derramado y tengan cuidado si suben bebida. Alba ríe. Sin saber porqué –quizás por la adrenalina de lo sucedido, quizás por el orgullo de no haber sido descubierta –, ríe a carcajadas. Es realmente divertido romper las normas, ¿verdad, joven rubia? Sí, lo sabes perfectamente, zorra.

Por eso estamos aquí.

VII – La peluquería

Tras virar con esbeltez allende su nuca, la trenza surca el cálido aire del ambiente ruidoso en el que se encuentra, y se deposita dulcemente sobre el hombro de Alba. Una ricura. Pareciere una diosa que utilizara su trenza para recibir las peticiones y deseos de los mortales. Una trenza jodidamente poderosa. Se merece un primer plano, he de reconocerlo. Lunes, primer día de clase. La clase es un caos que hasta Alba, la joven sin queja alguna ante el mundo, aborrece. Los timbres suenan, las horas vuelan con una lentitud densa y agobiante, y la muchacha suspira a cada minuto, esperando la llegada del patio. Llega educación física, y con ello la tediosa frustración de la joven se amilana ligeramente. Quizás porque contempla, en la lejanía, a la pantera que yace en el otro extremo del patio, con su propia clase. La joven y descocada Marina la observa entre las cabezas de la gente. Se escrutan sin disimulo, aunque con cierta extrañeza mientras la profesora habla en voz alta. Nadie la escucha, todos lo saben, pero ella se conforma con contentar su conciencia fingiendo interés por el aprendizaje de los muchachos. Las niñas no se han saludado hoy, y se miran intentando pedir perdón con la mirada. Se lanzan esa mirada de complicidad, como si quisieran expresar con los ojos el “luego hablamos” de toda la vida.

-¡Alba! –la profesora le llama la atención. –¿Sigues en el mundo?

La muchacha se sobresalta, nerviosa e inquieta, sin prestar atención a las palabras de su tutora.

-Sí, no… ¡Sí! –responde.

Sus compañeros ríen. No es para menos. Ríen observando a la joven de apariencia estúpida. Si todas las muchachas monas de semblante idiota ocultaran experiencias como las de Alba, quizás el mundo sería más interesante. La intrépida adolescente los mira, pero no los ve. Solamente ve a Marina. La ve allá donde dirija las pupilas, como esa mancha violeta que observamos tras mirar fijamente alguna fuente de luz. Y sin embargo, pronto la visión se desvanece y es capaz de observar, apenas durante unos instantes, a la jovencita que anoche protagonizó una divertida escena junto a Paula y Elena. Allí está otra vez, con su rostro de niña buena e inocente, saboreando en sus labios el exquisito sabor de la hermana de nuestra protagonista –aquella que posee “la chispa de Cádiz” –. Seguramente, en estos instantes la andaluza se hallará recordando las gotitas de su orina deslizándose con sigilo sobre su delicada naricita de hada. Alba lo recuerda también, y cruza las piernas por si alguien nota el calor que se exterioriza desde allí, expandiéndose en ondas y ráfagas cálidas con aroma a juventud. Paula, la furcia y vulgar Paula, siente ese conocido aroma y sonríe con la comisura izquierda, como la auténtica señora de la vanidad. Ignorándola con igual egocentrismo, la rubia vuelve a intercambiar rápidas y ruborizadas miradas con Marina, esa mujercita mezcla de humana y pantera, esa punky de barrios bajos que hace poco amasó su trasero. Ambas saben que deberían hablar de lo sucedido, pero no quieren hacerlo. Ambas han disfrutado, sí. Marina recuerda aún el pequeño y humilde pozo de la vergüenza que observó al abrir las nalgas con fervor, y lo recuerda con una lujuria cuasi audible. Tras la fastidiosa clase, llega el recreo, y ambas corren al encuentro de la otra, aún jadeantes y sudorosas. Se sonríen y caminan juntas hasta ese rincón bajo el árbol que ambas frecuentan con asiduidad. Marina se enciende un cigarrillo.

-Por cierto, feliz cumple –comienza la rubia, despreocupada, como si olvidara el tema que tenían que tratar. Es la primera frase que le dice desde que su amada le masajeó las nalgas con furor.

-Gracias –contesta con indiferencia la muchacha de diecisiete años.

La pantera celebró el cumpleaños el Sábado, en esa clase de fiestas que sabe que a Alba no la dejan acudir. Allí donde hay drogas y sexo. A la búlgara le gustaría que Marina le contara qué ocurrió allí, qué sucias indecencias vivió junto a sus amiguitas pervertidas bajo los efectos de algún estupefaciente. Pero no lo hará. Quizás no es el momento de volver a tocar ciertos temas. Alba siente el humo entrar en su boca y visitar sus pulmones para salir en ráfagas blancas. Un humo hermoso, como una niebla aromática. No está enfadada con Marina por no haberla invitado, sabe que no la dejan acudir, pero tiene otra cosa preparada para la tarde.

-Si quieres podemos celebrarlo esta tarde –sugiere la muchacha de ojos verdes.

-¿Con quién?

-Tú y yo. Lo celebraremos a nuestro modo, si quieres. Te tengo preparada una sorpresa que te va a gustar.

-¿Una sorpresa con lubricante?

-Puede.

Ya está. Todo está dicho. Así como quien no quiere la cosa, la pantera se lanza, invitando a su amiga a una posible cita erótica, y la muchacha rubia lo recibe casi sin nervios. Empieza a sentirse totalmente diferente de la joven que conocimos. No sé porqué, cuando de hecho no ha cambiado tanto ni ha pasado apenas algo de tiempo. Sin embargo, el vicio ha llamado a la puerta de la joven “conservadora” y “moralista”, quien le ha abierto la puerta y lo ha invitado a tomar el té si preguntarle apenas de dónde viene o cuál es su propósito. Tal es su situación, y no es realmente provechosa.

-Quedamos en el Escorxador a las seis, ¿vale? Iremos a mi casa.

La pelirroja habla con esa seguridad de quien sabe lo que hace a la perfección. No duda. No dice, “iremos a mi casa, si te viene bien”, o “si te apetece”. Dice “iremos a mi casa” como una sentencia, porque sabe que ambas quieren y que, si le da la rubia la opción de elegir, puede que la muchacha haga caso omiso a sus deseos y siga sus convicciones cívicas. Por eso no hay opción. Por eso estamos aquí. Por eso Marina le dirige esa enigmática y decisiva mirada que creo que debería patentar. Esa mirada que te aplasta la cabeza contra la pared, te escupe en el rostro y te provoca el mayor de los placeres. Podría cobrar por mirar así a la gente. Esos ojos de película, de revista de moda. Qué jodida fascinación me turba al contemplarla. La pantera roja. La heroína, dueña de tu alma y de tus movimientos. Cuando las horas de clase, aburridas y absurdas en su punto más álgido, tocan su fin, la muchacha emprende el camino hacia su casa con determinación. Sin embargo, no saluda a sus compañeras. No esquiva las miradas de los chulos que intentan alardear de sus motos o sus bíceps. No observa el coche que casi la atropella, ni al anciano que despotrica contra ella desde entro. Simplemente piensa. Todos sabemos en qué. Los ojos la delatan. La ansiedad. Se siente martirizada, empieza a transpirar, necesita llegar a casa y evaporarse del mundo. Siente una opresión en el pecho, quiere que sean las putas seis de la tarde ya mismo. Desgraciadamente no lo son. Llega a su casa y almuerza intentando aclararse la mente. Se mira al espejo, se acaricia la larga trenza dorada, observando su flequillo enmarañado, cubriendo sus pestañas largas como despedidas en aeropuertos. Quiere cortarse el flequillo, y las puntas, y debe estar lista para las seis. Te diría que es imposible, pero yo soy hombre, ella mujer, y hace cosas que no comprendo. En dos horas irá a la peluquería, se cortará el pelo, regresará para ducharse, vestirse y estar en el Escorxador a tiempo. Será admirable si lo logra, he de admitirlo. Fíjate con qué presteza corre ahora, y su único pensamiento –y el nuestro, quizás –es Marina, y sus zapatos viejos trotan con soltura. Los chavales del barrio la observan al pasar, le gritan gilipolleces, ella los ignora. Le asquean. Sigue corriendo, su trenza ondea y suspira con impaciencia. Suerte, la peluquería tiene un lugar desocupado, y Alba se sienta. No conoce a la peluquera, parece ser nueva. Sus rasgos son ligeramente similares a la dueña de la peluquería, una vieja impertinente. Podría ser su hija. Tiene unos veinte años, y es esa clase de tías que ves pasar y no dejas de observarlas hasta perderlas de vista. Lleva el pelo cortito, un centímetro con suerte, de color escarlata. A Alba le parece horrible, pero sonríe con amabilidad, aún fatigada por la corta carrera. Respira con dificultad, el pecho le va a estallar, ha corrido demasiado rápido.

-¿Qué quieres que te haga? –muchos chistes se le ocurren a Alba, pero calla.

-Alisado y flequillo horizontal –responde concretamente la niña.

La joven peluquera sonríe, enciende la radio y empieza a tararear una canción de Ska-P en sus buenos tiempos. Lleva una camiseta de Metallica, piercings por doquier y enormes tatuajes. Alba observa con curiosidad las calaveras, las llamas y las rosas que constituyen la obra de arte de sus brazos, junto a psicodélicos tribales que acarician su cuello. Observa con algo de repugnancia y admiración a la vez, la enorme dilatación que la joven lleva en la oreja. Como un agujero negro, un vacío existencial, es realmente bella.

-Saco un papelillo me preparo un cigarrillo y una china pal canuto de hachís… ¡Ha-chís! –canta la pelirroja con ganas mientras empieza a peinar a la rubiecita que observa con mal disimulada perplejidad. Siente cierta envidia por la soltura con la que la chica se desenvuelve, tan lejana de la timidez de nuestra protagonista. También despiertan ciertos celos sus exageradamente grandes senos, que se desbordan sin cuidado sobre sus costillas. Alba observa con curiosidad infantil cómo los anchos pezones de la muchacha se destacan en su negra camiseta, no muy lejos del límite del profundo escote. La rubiecita parece observar con deseo, y de pronto se contiene. Se observa en el espejo, siente con tranquilidad cómo la rockera le peina la melena con paciencia y empieza a cortarle las puntas a gran velocidad. La rubia se sume en una profunda meditación, y empieza a pensar en lo que le está sucediendo –todos sabemos lo bello que es meditar en la peluquería, aunque tan sólo hallamos ido una o dos veces –. Piensa en lo que tan rápido ha sucedido, pues debe replantearse ciertas cosas. Quizás se sienta sucia por masturbarse, pero le gusta. Ya no sabe qué pensar. Reflexiona acerca de las enseñanzas que ha adquirido durante su vida por parte materna, y sabe que frente a sus expectativas vitales, tales dogmas se reducen a nada. Una joven tan retrógrada, tan anticuada, tan pura, virgen e intocable, tocándose las impurezas con obscenidad. Quizás empiece a comprender que le han dado una educación realmente opresiva. ¿Por qué a Elena apenas le ha afectado? ¿Quizás porque sigue los pasos de su padre? Pero Ricardo jamás da charlas constructivas, jamás conversa sobre moral, jamás hace nada que no sea ir y venir del trabajo, al igual que la mitad de los españoles –la mitad que tiene trabajo –. La rubia se siente estúpida. Quizás debería haberlo hecho antes. Lo sabe. Le encanta la sensación que ha experimentado, le hace sentirse mujer. Los placeres del sexo y las conversaciones con Marina, acompañadas de ráfagas de delicioso humo de tabaco, convierten a la criatura en una hermosa mujercita. Al empezar la historia, Alba era una niña de quince años educada en la represión, tímida y oprimida, callada y sumisa. Una leona criada en cautiverio, que tan sólo se veía cual gatito quejumbroso. Ahora, quisiera ser una adolescente de quince años, volcada en la libertad, la alegría y la única sumisión auténtica, la sumisión al placer. Quisiera ser una leona que destroza los barrotes y huye, rugiendo por vez primera. Peor aún no lo ha hecho. Aún falta. Aún es joven, inmadura, inexperta. Y por mucho que así lo desee, no es una Marina. Sigue siendo una rubiecita que no ha probado el órgano de la fertilidad –aún –. Sin embargo, te puedo asegurar que al acabar la historia de sus experiencias, Alba será una leona fiera y mortal que cenará carne cada día. Se pregunta ahora, el porqué de la moral. Sabe que ha sido implantada con el objetivo de facilitar la convivencia de los individuos. Sin embargo, parece que lo único que hace es condicionarla, modificarla y pintarla de modo absurdo, creando patrones de comportamiento inútiles e innecesarios, que no hacen más que quitarle a la gente lo poco que le queda de humana. Se siente presa de estas normas de convivencia, y un fuerte egoísmo le apresa el corazón. “¿Qué mierda importa la convivencia?”, se plantea. “Que cada cual haga de su culo lo que quiera, y al que no le guste que no mire”, relincha. Es un gran paso, lo sé, aunque puede que más adelante tales reflexiones se tornen más radicales, hasta llegar a ciertos puntos bastante peligrosos. Pero la rubia no lo sabe, no. No sabe que esos terroristas que ahora odia, esos pederastas y secuestradores psicópatas que tanto teme, quizás no sean tan malos, y que esos médicos, profesores, abogados y policías, no sean quizás tan buenos. Y que quizás el bien y el mal se confundan y se entremezclen, formando una extraña esencia llamada “existencia”, tan simple como uno cree que es. Y quizás –y tan sólo quizás –, pronto Alba descubra que en tal esencia, llamada por algunos Dios, por otros Alá, Yahvé, Jehová, etc. no distingue entre bien o mal. Sin embargo, es aún demasiado pronto para tales pensamientos. Demasiado pronto para todo. Mírala ahora, sentada en la silla de la peluquera, cubierta de ese grotesco mantel que la protege de los pelos que caen como hojas de otoño.  ¡Coño! Aún se ha había dando cuenta de… Sí, ahora sí. Observa en el espejo. Observamos. Hasta ahora había estado mirándose a ella, profundizando en sus vacilaciones interiores, mas ahora contempla otra cosa… Otra cosa. La peluquera se inclina para limpiar con un cepillo los pelos caídos sobre las piernas de la búlgara. La rubia siente la gran ubre en su hombro, rozándole la oreja con comicidad. Siente el calor que desprende, y observa de pronto en el espejo –oh, cuán bello descubrimiento – algo que jamás olvidará. El escote es grande, más de lo que la peluquera quisiera –¿o quizás no?-, y deja ver la enorme masa gelatinosa que es la teta de la pelirroja. La muchacha sigue cantando, sin percatarse. Alba se tensa visiblemente. Observa la gran aureola rosa que rodea el ancho y desmesurado pezón. Ese amiguete al que hemos tomado por topo, grano de café y Dios sabe cuántas gilipolleces más. No haré más comparaciones estúpidas ni metáforas que no vengan a cuento, pero fíjate en… Joder. Fíjate en ese delicioso pezón completamente ovalado, y mira la lujuria con la que Alba lo contempla, sumisa en una visión celestial. De pronto alza la vista, y al hacerlo se encuentra en el espejo con la pícara mirada de la peluquera, que está contemplándola estupefacta. Alba se sonroja inmediatamente, se tensa hasta el límite, sus pecas se tornan invisibles en el rojo de sus esponjosas mejillas, y su mirada se desdibuja en la silueta de la vergüenza. Querría ser tragada por la tierra, pero la peluquera le acaricia el cogote lentamente, en un gesto de confianza, y le sonríe a través del espejo, contemplándola con un cariño casi maternal.

-Tranquila, yo también te miraba a ti.

Tras este comentario echa a reír, aunque no estoy seguro de si es una broma o no. Alba tampoco. Sonríe débilmente, consumida por los nervios. Por unos instantes, vuelve a ser una leona criada en cautiverio, un gatito indefenso ante un espejo traicionero.

Intenta deshacerse de tales visiones, mirar hacia otro lado, hacer como que no ha ocurrido nada. Observa entonces como la peluquera peina su flequillo y lo corta a la altura de las cejas mientras canta “la mosca cojonera”. Alba no conoce la canción, pero la soltura con la que la joven pelirroja de enormes ubres tararea las estrofas que no ha memorizado, le parece realmente excitante. Sonríe. Cantaría si conociera al grupo. Se mira al espejo, observando la hermosa cortina horizontal recorrerle la frente de lado a lado, dejando entrever apenas las finas y delineadas cejas. Se siente hermosa. “A Marina le encantará”, piensa. Su mirada alegre vuelve a cruzarse con la de la peluquera, que le sonríe con fuerza y vitalidad. Quisiera comérsela ahí mismo. Contempla sus ojos azules y profundos como el océano, parece haber en ellos más vida que en muchas generaciones de humanos. Entonces la pelirroja toma el rostro de la niña con mucha delicadeza, y Alba siente sus dedos enlazarse en su garganta, y es entonces cuando su cabeza se calienta. Acaba de sumergirla en agua caliente para lavarle el pelo. “Claro, ¿qué otra cosa iba a hacer?, piensa la búlgara. Se siente en un puto paraíso. El agua caliente sondea en su cabeza, interrumpiendo sus efímeros pensamientos. Interrumpiéndolo todo. Tan solo siente los dedos de la pelirroja bañados en shampoo, masajeando con ternura y bastante profesionalidad sus sedosos cabellos sumergidos en aguas de deseo. Recuerda el discreto y hermoso pezón de la peluquera, mientras ésta frota su nuevo flequillo, su cogote… Incluso le da la impresión de que frota tímidamente los músculos de su cuello. Tras el relax del lavado, comparable a una sesión de fitness con acabado en jacuzzi, la chica le seca la cabeza. Alba debe apresurarse si no quiere llegar tarde, pues el tiempo es oro. Echa a andar vuelta a su casa, procurando no despeinarse el bello “look” que estrena. No tiene ojos para el mundo, pues tan sólo desea que los preparativos –a saber, depilarse, ducharse, peinarse, arreglarse… -concluyan pronto para poder ver a su amada. Sin embargo, caminando por las cortas y despobladas calles, observa en la esquina de enfrente un muchacho extraño y de apariencia peligrosa. Un joven de estatura media, aparentemente delgado, de mandíbulas cuadradas, pómulos varoniles, mirada ensombrecida –¡por dios, qué ojeras! –, la contempla. El muchacho porta una chupa similar a la de la pantera, con algunas chapas mal puestas; pantalones ajustados que podrían cortarle la circulación de las piernas, y unas botas que bien podrían haber sido usadas por Neil Armstrong para darse un paseo por la Luna. El joven lleva rapada una cresta punk sucia, de color oscuro, que ondea al viento de una manera cómica. El chico la observa detenidamente, con una mirada fría y oscura, como si pretendiera congelar el tiempo con los ojos para ir y violarla lentamente. Alba lo ignora. “Es la clase de gilipollas con los que no hay que juntarse”, piensa, y prosigue su camino. De todas formas, el joven ha llamado su atención. Le recuerda vagamente a Marina.

Olvidándolo, piensa en el tiempo que le queda por delante. El día es prometedor, todo apunta a que algo serio ocurrirá esta tarde, o quizás a la noche, no te lo sabría especificar. Tarde o temprano, todo acabará ahí, no hay otra salida, no hay otra solución. El amor que Alba siente por Marina no conoce el límite ni el pudor, y desea con un fervor palpable estar ya misma junto a ella en el mullido sofá de su casa. Desea sentir su olor, yo también. La pantera está en algún lugar de Palma, preparando la casa para una visita muy especial. Se aproxima el final del despertar sexual de Alba, que dará comienzo a las verdaderas aventuras.

Cosas serias ocurrirán hoy, o quizás no.

Por eso estamos aquí.

III – Bella tentación

Ahí están, caminan juntas por s´Escorxador, observando a los niños jugar en la plaza, los borrachos darse la vuelta y volver a dormirse en el banco; los muros las contemplan pasar, nosotros también. Alba se siente nerviosa, tímida, como si no conociera a Marina de nada. Realmente, la conoce como a la palma de su mano. Se sabe al dedillo cada palabra que dirá y puede imaginar su mirada antes de realizarla; sin embargo, se sorprende cuando la recibe. Se sorprende de cada cosa que dice, y desea dormirse abrazada a su espalda mientras observa sus pulmones inflarse de aire al respirar, y sus labios brillar a la luz de la mañana. Caminan, y sus pasos son como un martilleo rítmico y apasionado, impaciente, y a la vez tranquilo. Ninguna de las dos tiene nada que decir, y sin sentirse incómodas por ello, dejan paso al silencio y le permiten aposentarse y sellar sus labios. No hay nada que decir, las cartas están echadas, todo está escrito, ambas saben lo que va a ocurrir, aunque tengan diferentes versiones –realmente diferentes, de hecho –. El cielo les sonríe. Hasta él puede predecir en sus miradas lo que ocurrirá. Alba observa sin disimulo las hermosas piernas de Marina, que camina con esa gracia de tía buena que la rubia no consigue imitar. Se sienten observadas. Lo están. La búlgara no es la única que ha acudido a la peluquería. Marina sigue portando una melena amorfa y gigantesca, tan salvaje como bella, pero en el lado izquierdo se ha pasado una maquinilla de rapar al uno. Alba dice que es horrible, pero sus ojos dicen otra cosa. Le encanta ese rapado antisistema, le encanta la sexualidad abierta que desprende, le encanta todo lo que hace Marina. Le encanta Marina. Llegan a un portal, cerca de Blanquerna, ese lugar donde los tétricos árboles se entrelazan sobre la calle y te escupen al pasar. Entran en una casa desconocida –el piso de la pelirroja se encuentra más cerca de General Riera que de Blanquerna –. La rubia pregunta qué lugar es ese, Marina no responde. Solamente sonríe, y su sonrisa es la respuesta correcta a cualquier pregunta, la solución definitiva a cualquier problema, la joya perdida, el Silmaril de Fëanor. Alba está preparada para cualquier cosa, cree, pero no sabe qué encontrará ahí. Entran. Contémplala. Vuelve a estar nerviosa. Me encanta. Su corazón palpita con crudeza, quiere saltar de locura, quiere gritar de alegría, golpear de furia. La casa es bonita, está a oscuras.; las persianas cerradas, la luz proviene de un foco lejano y velas, cirios, inciensos. Alba sabe lo que ocurrirá, y el pánico se desata en ella, aunque le guste lo que va a ocurrir. No puede creerlo, pero lo desea, lo desea con fervor. Después de tanto tiempo, al fin. Destapan champagne. Alba no bebe, solamente espera. Yo espero. Marina se fuma un cigarrillo, le da otro a Alba, que se lo fuma rápidamente como si fuera el último de su vida. El humo entra, saluda y se va sin dar las gracias, desvaneciéndose apurado en el aire y la tensión. Los inciensos convierten el lugar en una habitación ocupada por hippies, los almohadones por doquier parecen comunicar algo que Alba sabía, tú también, sin embargo es excitante. Están ahí por algún motivo, ¿Me sigues? Están ahí porque desean sentir el olor del sudor de alguna nalga distraída sobre ellos, y absorber los jugos que estallen sobre la tela. El lugar es realmente acogedor, no hace mucho calor, las persianas han estado cerradas todo el día y el sol no ha calentado la casa. Estaba todo previsto desde la mañana. A Alba le gusta eso, le hace sentirse deseada.

-Sobre lo de ayer –comienza Marina sin dejar de sonreír.

-Tranquila tía, no hay drama –una respuesta sencilla, concreta. De todas formas, estaba claro. Ambas se miran, se observan con lujuria. Los ojos de dos muchachas que irradian un brillo especial, un deseo amoroso. Sus respiraciones se enlazan y chocan en el aire cubierto de vapores y silencios atronadores. La joven de ascendencia turca y húngara a partes iguales observa a su amiga, su amor, su vida. Sus pupilas color mermelada radioactiva resplandecen ante la llama de una tímida vela solitaria. Se contraen al observar con ternura a la esperada visita, saben que ha llegado el momento. Alba ha visto esos ojos desde que tenían apenas seis años, sin embargo ahora los observa con otro tipo de cariño. Se contemplan silenciosas. Marina fuma con pasividad, y los grises empapan el ambiente apareciendo con fuerza desde sus orificios nasales. El sillón se hunde bajo el peso de sus traseros, las nalgas se aplastan contra el algodón. Marina se arrastra sobre él, no parece dudar, Alba sí. Dentro de todo son amigas, y pueden… reitero, deben confiar la una en la otra. Sin embargo, una extraña sensación se apodera de ambas. Alba se recuesta sobre Marina, apoya la nuca en su omóplato, y la suave piel del hombro agradece el gesto. Ahí se acomoda, ahí se encuentra ahora. Ahí está como en casa, como si su único hogar fuera Marina. Siente ahora su aliento erizando los invisibles pelos de su brazo. La dulce respiración de la pantera le llega por ráfagas, se siente arropada por ellas. Como un cachorrito con su mamá. Se miran con cariño. Mucho han vivido juntas, para mal o para bien. Son como hermanitas, y el cariño que se tienen se ha forjado tras muchos años de risas y lágrimas. Se observan ahora con un cariño diferente, un amor particular. Marina le acaricia el cabello, ambas ahora relajadas. La pantera toma los mechones de pelo entre sus dedos, juega con ellos, masajeándole la cabeza a su amiga; el cuello, el hombro… Alba siente la suave yema de sus dedos recorriendo los músculos de su cuello, su clavícula, su barbilla, sus nenúfares. El incienso torna a Alba más tranquila por momentos, infinitamente menos tensa que el día anterior, ¿Te acuerdas? El masaje se vuelve continuo, sensual. Jimmi y su “may this be love” se deja caer en el aire por arte de magia, susurrándoles palabras románticas y melancólicas al oído, volviendo el ambiente más bohemio aún. Marina acaricia la oreja de Alba con ternura, desciende la mano, acariciándole el cuerpo. Palpa su pálido bracito de nena, su codo, su mano. Ambas manos se encuentran al final de la caricia, donde Marina atrapa los dedos de la rubia con los suyos, entrelazándolos, y cerrándolos cual caracola. El amor se hace visible, la energía sexual que desprenden esas tiernas amigas de la infancia se refleja en el brillo de sus retinas. La pantera toma el mechón de pelo que crece sobre la patilla derecha de Alba, cayendo descalzo sobre su pecho, y lo arrastra tras la oreja, desnudando la cálida mejilla. Contrae sus labios, tensa los músculos de su garganta, respira con dificultad, y Alba siente el aire salir de su naricita respingona y recorrer los oscuros huecos de su oreja. Le da un beso en esa hermosa playa. La mejilla se hunde bajo el tacto de los carnosos labios, y Alba se siente amada y protegida por las canciones que jamás escuchó. Se han besado cientos de veces en las mejillas, incluso se han dado picos jugando, pero en este momento el hacerlo o pensarlo siquiera, implica una carga sexual difícil de asumir para ambas, y para nosotros. ¡Joder! El “chuik” con el que esos carnosos y dulces labios se desprenden de la carne facial de la niña me recorre las entrañas y me pone de punta la pelusa de los huevos. Ambas se abrazan, se unifican, se aman con locura, las amamos con locura. Observa ahora a Marina, pues se levanta y se acerca a una vieja radio cubierta de polvo. Pulsa un botón, algún viejo CD empieza a dar vueltas a gran velocidad, y suena esa hermosa canción de Janis Joplin… Summertime. Escucha como el sonido de sus maullidos surcan el aire mientras Marina toma una brazada de tela carmesí. Tras sentarse tras su amada, le rodea los bellos ojos con seda fina y anuda la misma con suavidad. Alba empieza a tensarse. Sabe que Marina quiere jugar, pero su mente necesita librarse de una pesada carga, y empieza a transpirar. Se supone que Marina también se ha vendado los ojos, pero Alba no sabe si lo ha hecho, no puede verlo, nosotros sí… La rubia siente inseguridad al no ver nada, aunque quizás la oscuridad sea excitante, ¿qué crees? Summertime suena mejor con una venda en los ojos y olor a incienso en el ambiente. El tacto, el olor, el oído, todo es más intenso ahora. No rechista. La pantera roja la conduce, ella tiene las riendas de la situación. La lleva a la alfombra del suelo, donde ambas se arrodillan. Alba siente el pelaje de la alfombra persa en su masa glútea. El ligero picor le resulta un incordio, aunque a la vez le parece divertido. Alba siente el incienso, el olor a tabaco, el lejano aroma de la marihuana oculta en algún rincón. El olor de la estancia es acogedor, delicioso. El olor a Marina, inconfundible. Ella no usa perfumes, no usa desodorantes, van en contra de sus principios. Ella considera el olor humano parte de la sensualidad, parte de la vida, del sexo, no se puede borrar. Ninguna puta colonia es más rica que el sudor de Marina, doy fe. Huele como una jodida pantera, su melena desprende electricidad, a Alba se le erizan los pelos de la nuca. Escucha los pies de Marina frotarse contra la alfombra. Un sonido hogareño, campechano. Hasta le parece ver una chimenea en su imaginación. La oscuridad es bella, impenetrable, y entonces Alba siente algo. Marina yace junto a ella, ambas sentadas, y la pantera deposita sus zarpas sobre los muslos de Alba. Acaricia con suavidad, propinando tiernos mimos sobre la blanda y tersa carne. La rubia toma las manos de su amiga entre las suyas y las conduce por sus caderas, su vientre, su ombligo, sus hombros, su cuello, su rostro... Marina pasea sus dedos sobre la barbilla de Alba, sus mejillas, su nariz, redondeada y pecosa. Acaricia su flequillo, desliza las uñas sobre las finas cejas rubias provocando escalofríos a su compañera de andanzas. Alza el nuevo flequillo con la mano, como si la protegiera del sol, y besa su frente desnuda. Alba se estremece, lo vive intensamente. Ambas se abrazan, y entonces la pantera se sienta sobre las piernas de Alba, que está arrodillada sobre sus pies. En esta posición, Marina la abraza con fuerza y la rubia siente su respiración en la espalda, profundamente emocionada.

-Te quiero –alcanza a decir, y aunque Alba no sabe interpretar qué clase de “te quiero” es, puede hacerse a la idea. Marina le da un beso en la clavícula, le araña la espalda, toma los cabellos dorados entre sus dedos, observa como ondean, ella no se ha vendado los ojos. Alba lo sabe, siente las pestañas de la pelirroja batiéndose en duelo con sus orejas; pero no dice nada, no, el juego es realmente excitante. Marina continúa besuqueando el brazo de Alba, sus manos, su mentón, su cuello… Nota el piercing del labio aplastar su piel con delicadeza, el besuqueo se prolonga. Cada vez que Alba escucha el sonido de un beso en alguna parte de su cuerpo su mente se sobrecoge y su corazón palpita histérico. Cuando sus labios entran en contacto con la barbilla de Alba, la joven rubia se siente aturdida hasta el punto de transpirar. El deseo que la consume es devastador, desea ese beso más que nadie, pero la pelirroja desea seguir jugando. Besa su nariz, su entrecejo, su frente, sus mejillas. Alba está desesperada, no ve nada y no sabe en qué momento recibirá el beso en la boca. Va a estallar de un momento a otro, y la intriga la consume como los cirios que las iluminan con debilidad. De pronto Marina despega sus labios y de ellos florece una lengua, jugosa, roja, húmeda, porosa. Parece una sirena de cuento saliendo de una piscina roja, una diosa de aguas dulces, rodeada de esa capa de glucosa transparente. Sin embargo, si fuera una sirena, tendría una estaca en el pecho. Un largo piercing brillante y llamativo reposa en esa bella lengua, atravesándola de arriba abajo con furia. Parece la muerte de un vampiro, es realmente tentador arrancárselo de un mordisco, ¿Me equivoco? La joven y descocada Marina desliza suavemente su lengua por la barbilla de la rubia, lame su mentón, su cuello. El soldadito húmedo recorre en círculos su nuez, su clavícula, el largo de su hombro derecho. Entonces toma el rostro albino entre sus manos, y la niña siente los dedos hundirse en sus mofletes, ruborizándose. La lengua se acerca, surca el espacio que las separa, y Alba siente la superficie redonda y metálica del piercing en contacto con su labio inferior, aunque la lengua no entra en contacto con la piel. Como una ola, regresa a su cueva, la rubiecita está sobreexcitada, mojada. Marina lame su nariz. Siente el sudor descendiendo sobre las pecas. La excitación sobrepasa con creces los límites que ambas esperaban alcanzar. La búlgara nota que la pantera se aleja un momento, escucha como si se quitara la ropa y ella, sin saber porqué, hace lo mismo. Se quita la camisa, quedando en sujetador. Se despoja de los vaqueros, quedando en braguitas. Sabe que están empapadas, pero no le importa que las vea. Forma parte del juego. El olor de su zona vital impregna la estancia, ocultando el incienso. La niña nota esto, y no le causa molestia alguna. La descocada pantera deja caer “on the road again” en el tocadiscos. Contempla, acompañada de Canned Heat, a su joven tesoro. “Está realmente excitada”, piensa. Los pequeños pero uniformes senos de Alba están cubiertos por un fino sujetador que la pantera se ve deseosa de arrancar de un bocado. Pero aún no es el momento, no. Debe esperar, debe jugar. El juego es lo más importante, no hay que saltarse las normas. Hay que seguir tirando los dados para avanzar lentamente, y así será más divertido llegar, aunque haya que pasar pruebas. Todo lo que sea más lento será mejor. Marina danza alrededor de su amiga, acariciándola, y la recorre con su lengua… Le acaricia el vientre, dando mimos en círculos alrededor de su ombligo, y la búlgara ronronea como una gatita. Entonces, sin saber porqué, Alba toma con fuerza las manos de su amiga. Ambas se sorprenden por esto. Hasta yo me sorprendo. Las conduce rápidamente a sus tetas, haciendo que su amada las amase y las estruje con fuerza. Las aplasta, las oprime, las saborea con las uñas, la pantera no se priva de nada. La espera se torna insoportable. “Hazlo ya”, piensa Alba, aunque en el fondo le gusta sentirse impaciente, le hace desear más aún su trofeo. Entonces parece llegar, Alba oye pasos, Marina se aproxima a ella y le susurra en la oreja.

-Abre la boca…

La hermosa y dulce Alba obedece con una rapidez sorprendente, despegando un labio de otro y formando una “o” con esa preciosa forma europea de hacerlo. Marina la observa con vicio, imaginando lo que va a ocurrir. Algo se acerca a Alba, a su boca. Irradia calor, energía. La rubiecita lo siente, lo huele al llegar. Tiene un extraño olor, aunque no dice nada. No parece inspirarle confianza; se siente extraña, no sabe qué ocurrirá, pero le da la impresión de que algo no va como creía. El coño de Marina no huele a Marina, aunque la muchacha no cierra la boca. Siente que algo se acerca a ella y se deposita suavemente sobre su labio inferior, como buscando reposo. Alba saca la lengua y lo palpa lenta y cuidadosamente, sintiendo su tacto. Debe ser prudente, no quiere apurarse. Siente una extraña masa demasiado cerca de su boca, y se cohíbe. Lame una porción del extraño artilugio de su boca, sintiendo un extraño sabor, y éste crece y se introduce ligeramente en ella. Desearía quitarse la estúpida venda, siente que algo no va como debería, ¿Qué coño tiene en la boca? El objeto le toca los dientes, los atraviesa ligeramente hasta alcanzar las muelas. La rubia tiene una gran cosa entre las fauces, caliente y rezumante de vida. De pronto comprende, pero ya es demasiado tarde. Intenta librarse, pero alguien la sujeta de los pelos y le introduce una enorme Frankfurt en la boca. El miembro reposa en su estancia completamente cómodo, como si estuviera hecha para él. La humedad de la habitación es acogedora, se siente a sus anchas. Explora el interior, pero con cuidado, despacio, y sin profundidad. Entra hasta la mitad la mitad, aproximadamente, pero Alba intenta gritar asustada y se revuelve. Se siente repugnada, ultrajada, violada y humillada. Siente repulsión hacia el miembro masculino que tiene en la boca, intenta suplicar, zafarse, solloza.

-Déjala, no quiere –ordena inmediatamente Marina, y enseguida le quita la venda.

-¿Estás loca? –la reprende la rubia, completamente ofendida y escupiendo sobre la alfombra el asqueroso sabor de esa cosa masculina y repugnante.

-Perdona, creí que te gustaría. Quería sorprenderte, pensé que querías perder la virginidad. No sabía que no te gustaban los hombres –Alba piensa entonces en esto.

-Sí que me gust… -calla un momento, manteniendo la calma, y sin poder librarse aún del siniestro sabor de aquel mastodonte.

¿Realmente no me gustan los hombres?”, piensa. “¿Sólo me gustan las mujeres?, eso no puede ser, es antinatural”.

No puede responder en ese momento, así que la búlgara se limita a alejarse y sentarse en el sofá.

-¿Quieres ver cómo lo hacemos? A ver si así luego te animas –propone Marina, dubitativa.

-Quizás –Alba parece seguir ofendida, pero desea con fuerza ver a ese hombre tirarse a su mejor amiga, aunque quizás sienta celos. Muchos celos. Aún siente el repugnante sabor de esa cosa sucia en su boca. Se siente como si le hubiesen pegado. No siente la más mínima curiosidad de que algo tan pueril se introduzca en ella, y menos aún en sus jóvenes fauces. Se sirve algo de champagne y lo traga con avidez para quitarse el mal sabor. Está realmente defraudada. No es esto lo que ella quería, pero no hay nada que hacer. Ahora Marina, salvaje como una pantera, se alza y empieza a besar al hombre que está ahí de pie. Alba apenas lo ha mirado; le asquea su presencia, no te sabría decir porqué. Es alto, atlético, quizás guapo, pelo castaño. Pero nada de eso atrae a la inocente rubiecita, quizás menos inocente, que los observa besarse deseando únicamente la boca de su pelirroja. Está profundamente celosa, y no puede observar cómo se dan mutuo amor sin sentirse estúpida. Aparta la vista para observar el humo del incienso, que se pierde involuntariamente en la inmensidad del espacio. Ahora su aroma no tiene tanto encanto, y la marihuana sabe amarga. La pantera se pone de rodillas y sostiene el duro miembro en sus manos como una cantante lo haría con su micrófono. Parece encantada, aunque algo decepcionada por la reacción de su amiga. Lame la punta, la besa lentamente, se excita, parece que tiene experiencia, aunque no tanto como la que quisiera; en el fondo sigue siendo una niña oculta en el cuerpo de una mujer. Es como una criatura con su helado, contemplando su tesoro, sintiendo su aroma… Lo besa de nuevo fortuitamente, le encanta hacerlo. Nos encanta que lo haga, de hecho. Y es entonces cuando el gran viajero se aventura en la cueva que es la boca de Marina. Casi entra al completo, pero no. La muchacha emite un quejido, tose. Pareciere que le ha rozado la campanilla, se ha atragantado, pero aguanta como una campeona y prosigue su tarea. La búlgara se excita con el asunto –sería de extrañar que no lo hiciera –.  Cual llave en una cerradura, el señor pene ha entrado en la boca de la pelirroja, abriendo la puerta a la lujuria, al vicio eterno. La rubia apura el última trago de su copa, sintiéndolo recorrer su garganta y calentarle cada célula del cuerpo. Esconde una mano bajo su ropa interior, no sin procurar ser disimulada, y se acaricia las intimidades con ternura y prudencia, como si acariciara la cabeza de un gatito peligroso. Marina hace un gran trabajo, el señor Frankfurt entra y sale de su casa sin quitarse los zapatos, completamente hasta el fondo, se siente como en casa. La boca de la joven es perfecta, sus labios dulces cual aroma de una churrería. Parecen hechos para comer miembros fálicos. El rítmico movimiento de su cuello es realmente fuerte y agotador. Pareciera que baila al son del hip-hop; a veces rápido, a veces lento. Quizás una paloma caminando por las ramblas, buscando algún trozo de pan que llevarse a la boca, la garganta sube y baja como una polea. ¿Oyes los sorbidos? Alba se masturba, primera lentamente, luego con firmeza, primero frotando con cuidado, luego introduciendo un tímido dedo. Lo hago con cariño, con parsimonia, deseando disfrutarlo bien. Ningún hombre salvaje de mente sucia desgarrará su melocotón. Perfora su agujero introduciendo el dedo entero, notando el lubricante que lo empapa, lo calienta, y fluye saliendo y entrando como el pene en la garganta de Marina, que posee esa mirada de diosa mientras efectúa su trabajo. Pareciere una hermosa actriz del cine porno, pero lo hace con gran honor. Parece más bien una reina, como si obligara a su esclavo a poner su miembro allí. El chico gime, disfrutándolo, se siente realmente bien. Marina extrae el presunto devorador de minas y lo masturba con precisión mientras saborea sus testículos. La rubia se impacienta. Observa cómo la joven vuelve a meterse el vigoroso miembro en la boca. Prosigue con su tarea, realmente encantadora. El chico –en una típicamente masculina pero inoportuna ocurrencia –, en un arrebato, la toma de los pelos para intentar llevar el ritmo, pero la joven y descocada pantera se desprende de su mano y le ordena que se esté quietecito. Ningún hombre puede llevarle el ritmo –salvo que la encuentre entre las sombras del descampado tras el conservatorio, mas eso ocurrió hace mucho ya –, ningún capullo la controlará. No de momento, no. Ella decide, ella marca las pautas. De pronto se plantea un desafío, quizás algo arriesgado para una muchacha que no tiene tanta experiencia fálica como la que quisiera. Toma aliento, contrae los músculos del cuello y introduce el pene entero dentro de sí, procurando realizar una buena garganta profunda. Oh, sí, gran y salvaje Marina. Aplasta su cara contra los abdominales del joven, la nariz se doblega en su vientre, los huevos se aplastan allende su barbilla. Alba escucha como el sorber de una taza de café demasiado caliente, mientras la boca de la fiera pelirroja engulle la bestia. Marina siente la punta del prepucio atravesarle la campanilla, doblegándola, y una gran arcada se apodera de ella. Atragantándose, el cuello se ensancha y la joven tose con ordinariez. Escupe en el suelo su propia saliva, la misma que cae débilmente por la comisura de sus labios, como un anciano demasiado débil como para retener sus fluidos bucales donde deben estar. Babea, extasiada, pero no lo volverá a probar. El muchacho jadea encantado –y quién no –. Marina tose, y sus ojos se enrojecen con bravura, como si acabara de llorar. Respira con dificultad. Es una imagen realmente tierna, en parte.

-¿Vais a follar ya? –inquiere la búlgara, algo malhumorada y repleta de celos. Mas no extrae el dedito mágico de su morada.

-Ya va, ¿tienes prisa?

Marina sabe el porqué de lo que ocurre. Sabe que Alba detesta ver a un hombre poseer a su amada, sabe que la desea a ella. Pero se hará de rogar, sí. La hará esperar. Es más divertido así, ella controla la situación. Sabe también que no dejará que siga. Ambas lo saben. El joven, ajeno a las retorcidas maquinaciones que sólo dos mujeres pueden desarrollar, coge a Marina, forzándola para alzarse y ponerla en una posición a su gusta. Mas la muchacha cuya mata de pelo es un matojo de hebras pardas al amanecer, le saca las manos de encima y se mueve sola, eligiendo ella la posición. “Sólo faltaría”, piensa. Ella conducirá la situación, siempre. Más le vale a ese gilipollas callarse y obedecer, que suficiente tiene con lo que le está sucediendo. Capullo con suerte. La pantera no deja ver sus dulces senos. Los mantendrá en el anonimato hasta que sea el momento adecuado. Despierta cierta impaciencia, y es precisamente eso lo que ella quiere. Se sienta en el mullido sofá junto a su amiga de la infancia, y abre las piernas con un movimiento ciertamente varonil. Y es entonces cuando Alba, por primera vez, ve el fruto de sus oraciones, de sus cavilaciones, de su amor. Ese hermoso coño al fresco.

Un sueño, un deseo, una flor, un portal. El portal a tus deseos, tan solo un sueño, materializado en un ramo de caricias en las pelotas. Un portal entre dimensiones, un nexo entre mundos, ¿Exagero? Y una mierda. Exageraría un físico cuántico si comparara la importancia del descubrimiento de la partícula subatómica con el coño de Marina. Un cerebro humano quizás no pueda comprender tal grado de hermosura. El Santo Grial de los templarios, el río de la inmortalidad, la gracia de los Valar, la manzana mordida por Eva. Imagina a Eva, la tierna y conmovedora Eva, dándole un bocado a esta majestuosidad como si de una manzana se tratara. Y lo mastica, y lo traga, y es desterrada del Edén. Las cuerdas de mermelada que surcan la autopista y se desbordan en un nido de mantequilla, coronadas por una ancha mata de selva rojiza, constituyen esa joya perdida que siempre has deseado. El fruto al esfuerzo de toda tu vida, el secreto de la perdición. Matarías por él, llorarías sin él, él lo es todo. Alba lo observa, y su rostro es el mismo que pondría si le implantaran un chip en el cerebro que le hiciera olvidar todo lo que sabe. Nada más lejos de la verdad. No puedes sino olvidar todo lo que sabes al observar ese... Ese coño, tan suculento, el paraíso de Alá, los clavos de Cristo, la cólera de Yahvé, la gracia de Jehová, la armonía de Zeus, la polla gorda y flácida de Buda... Grasientas serpientes de la perdición que descienden verticalmente hasta desvanecerse sigilosas y arropar a ese oscuro pozo de la ternura, la cueva de la pureza, tan oscura y recóndita. Allí, en lo más bajo del cuerpo humano, donde la dignidad no tiene poder, donde las ramas de la prudencia son degolladas por las vértebras del placer… Yace un ano. Pero no un ano cualquiera, sino el ano de Marina. Una hendedura joven y celestial, rodeada de una aurora colorada y poblada de múltiples patitas, como una araña boca arriba. Más bien, como un bicho bola y un ciempiés en uno, el fruto de su amor. ¿Te imaginas a un ciempiés follándose a un bicho bola? De ahí surge este ano, esta magnificencia, esta majestuosidad. Alba lo observa, y sus pupilas parecen dilatarse en el firmamento del tiempo, y una gota de saliva sondea su barbilla y cae sin permiso hasta derretirse en su rodilla, y Marina lo ve. La morbosidad que puede despertar ese culito visto desde esa perspectiva, esa piel dotada de un volumen exquisito, podría hacer caer al imperio estadounidense si se mostrara en el momento y el lugar adecuados. Alba contempla con un apetito palpable, cercano a la locura. Lo fulmina con la mirada, lo ama en toda su esencia, desea probar su sabor en este instante. Pero no. No ahora. No se atreve a dar ese paso, se siente fuera de lugar, como si no le estuviera permitido intervenir. El chico se acerca a la preciosa masa bulbosa que es el órgano reproductor de la pantera. Sin embargo, lo hace sin pasión, como solo un estúpido hombre con dos testículos colgando puede hacerlo. Es realmente patético. Sin delicadeza, sin carisma, acerca su bien dotado miembro y empieza a restregarlo con la carne húmeda que encuentra a su paso. Tensa los labios verticales, esos que no hablan y lo dicen todo. Marina mira a la pasmada rubia, le sonríe, le guiña un ojo... La muchacha no parece aceptar ese guiño como unas disculpas, y un fuerte ataque de celos empieza a corroerla. No quiere que esa bestia inmunda toque a su princesa, no puede permitirlo. No podría ver como ese payaso profana el tesoro de su mejor amiga. Quiere hacerlo ella. No quiere ver una penetración, o al menos no la de la pantera. El chico empieza a empujar, va introduciendo lentamente el capullo en los recovecos oscuros, y entonces Alba estalla con furia. No se puede controlar, es así, aún en su timidez, y con una sonrisa recordará este día. Recordaremos este día.

-¡No! –grita… Marina sonríe. Ella sabía perfectamente que iba a ocurrir. Todo formaba parte de su estrambótico plan –No la metas. Si vas a follar, fóllame a mí.

Marina se empieza a reír de manera descomunal, inundando la estancia con sus carcajadas sonoras y prolongadas, tan sinceras como el lamento de un perro que muere de hambre. Su risa recorre las mentes de los chicos, haciéndoles sentir que están en compañía de una verdadera diosa. La rubia se contagia de su risa, se empapa en su magia, y ambas ríen mientras el chaval las observa desilusionado. “Son gilipollas”, piensa. Se irrita. La indecisión de la niña le parece una tomadura de pelo, siente que ambas se ríen de él, y entonces se acerca a Alba y le empieza a bajar las bragas con rapidez. “Qué poco tacto”, piensa Alba. “Sólo un hombre puede bajarle las bragas a una con tan poca sensualidad, nada hacen bien”, se asquea. Pero no le importa. Prefiere ser desvirgada ahí mismo que ver como penetran a su amiga, aunque sepa que no sería la primera vez. Y sin embargo, de pronto empieza a ser consciente de lo que sucede, como si un cristal se rompiera en sus sienes, y recapacita, poniéndose seriamente nerviosa. “¿Dónde diablos me he metido?”, piensa. “¿Cómo he llegado a esto?” De pronto van a penetrarla, van a robarle su virginidad. Sin embargo ella no quiere eso, ella no quiere perder la virginidad con un hombre, ni con una mujer cualquiera, ¡Quiere a Marina! La pantera lo sabe, y se sienta detrás de ella, supuestamente para calmarla. Sabe que no se dejará, ha controlado la situación durante todo el tiempo. En apenas unos días ha vivido muchas cosas, y quiere ir a más, pero lo último que desea es una sucia polla –qué extraño tanta crítica contra los hombres, aún yo siéndolo. Supongo que Alba sufrió mucho con el abandono de su padre, y mezclado con su recién descubierto lesbianismo, se recrea es cierto rencor hacia el género masculino –. Repleta de dudas, observa como esa bestia inmunda acerca su repugnante falo a su bello y delicado tesoro. Asustada, le pide que la culee un rato, si se entiende la expresión. El joven, aún más impaciente que antes, la toma de las piernas e introduce su pene entre el trasero de Alba y el sofá, follándose el hueco que hay en él. La carne se tensa, se contrae, y se vuelve a tensar. Ambos se calientan. Me parece ver el vapor que emana la piel ardiente de los muchachos. Hasta creería oír las tuercas girar sobre su eje en el cerebro de la búlgara. El hermoso chocho de Alba, tan puro y tan bondadoso, está ahora muerto de miedo, de consternación. Aún mojado por la anterior masturbación, se siente turbado. Más aún, más turbado –qué patético intento de juego de palabras –. Alba empieza a retorcerse, ama la situación, pero sigue nerviosa, sigue sin gustarle. Marina reposa tras ella, la siente respirar, la huele. Ambas notan el sudor que desprende la fricción. Huele como una fiera en cautiverio, deseando despertar, salir, matar. Súbitamente, Marina empieza a masajearle los hombros. Le masajea el cuello, la acaricia con ternura. La abraza amorosamente y le da besos en las mejillas, con cariño, como si fuera un bebé. Pero de pronto toma los senos de la rubia en sus manos. Esto no se lo haría a un bebé –espero –. Le quita el sujetador y ve sus dulces pezoncitos por vez primera. Los toma entre los dedos, Alba siente las uñas dañarle la sensible piel de los botones, pero no dice nada. Marina los aprieta, juega con ellos. Se lleva una mano a la boca y se lame la palma entera, mojándola. Entonces apoya la palma sobre el pezón de Alba y empieza a frotar en círculos, impregnando los topos de Alba con su lubricante natural. Repite el gesto con ambas palmas, y de pronto Alba siente estar en el paraíso. El chico empieza a frotarle las nalgas con más fuerza, y siente el dolor de las rozaduras de su pubis en contacto con la verga. Pero no le importa, disfruta de ambos jóvenes. La rubia se encuentra ahora mismo en un estado de éxtasis absoluto, y es tan sumamente negativa, que aún en este momento está preocupada. Se pregunta si debería seguir, si debería huir; qué pensaría su madre, qué pensaría el mundo. De pronto, Marina se acerca a su oreja y empieza a besarla, a lamerla, a morderla, recorriendo su glóbulo con el piercing. Se acerca su rostro, y la búlgara siente los pezones endurecidos de la pantera aplastarse contra su espalda a través de la tela de la camisa. Ambas se miran. El joven ve el brillo en sus miradas, siente que sobra, que no debería estar ahí, que la cosa no va con él. Cabreado, empieza a meter el capullo en el orificio, aunque lo hace con delicadeza, no quiere lastimar. Marina empieza a frotar los pezones de su tierna amiga de la infancia con más velocidad, lame el cuello de Alba, le susurra porquerías al oído. Ambas están deseosas de poseerse. Ríen. El chico hace presión con su miembro, y Alba recuerda lo que va a ocurrir. Se prepara, se tensa, él mete un centímetro con cuidado, está bastante lubricado, pero es pequeño. Se fuerza. Marina está contenta, Alba asustadísima. No quiere que ocurra, pero ocurrirá. Debe decirle a Marina que pare, debe frenarlo todo. Marina aprieta más sus senos contra la desnuda espalda de Alba, y ésta siente como su corazón bombea sangre de una manera brutal mientras el joven tiene la mitad del capullo dentro de ella. La piel de su vagina se tensa por vez primera, Alba se siente morir, no quiere hacerlo, no quiere perder su inocencia junto a un sucio macho. Quiere amor, amor femenino, amor marino. Marina, excitada, contrae sus dulces labios carmesíes para besar la nuca de Alba. Le encantan los cuellos, aunque no sabe porqué. Le ha lamido el cuello y la nuca un buen rato, y ahora se propone darle un besito. No un pico, pero tampoco un morreo, lo besará como una madre besaría a su hijo al darle las buenas noches. Alba, aterrorizada, quiere avisar de que no quiere continuar, quiere frenarlo todo, el chico ha metido todo el capullo dentro de ella, le gusta, pero no quiere más. Está histérica, suplica con la mirada, él no comprende. Es un gilipollas, lo sé. Alba quiere avisarle a Marina, decirle que no quiere seguir, debe hacerlo ya. Va a hacerlo, el capullo entra, la rubia se da la vuelta.

-Dile que p… -“dile que pare”, quería decir, pero algo ha interrumpido la frase mientras la búlgara pronunciaba una sensual “p”, uniendo sus persianas bucales.

De pronto, por una puta y gloriosa casualidad, sus labios se purifican en un dulce encuentro con los de Marina, que iba a besar su nuca. La textura porosa e inflamada de esos lechos de tocino se aplasta y se unifica en una única esencia junto al inicio de “Boys don´t cry”. Es algo tan bello, mágico y puro como un lago de sirenas. Y como tales se besan, rodeadas de un aura de misticismo que el imbécil del joven de al lado mira con escepticismo, como si no le interesara. La pantera y la búlgara cierran los ojos, cerrando las cortinas de su portal emocional. No se mueven, no abren las bocas, no es necesario. El beso es simplemente el amor personificado, no hace falta comerse la boca para demostrar nada, aunque quizás más tarde lo hagan. Ambas se entrelazan en ese beso involuntario y tan deseado como la absolución de una condena de muerte. Ninguna se separa, no hacen el mínimo gesto de moverse. Sus respiraciones cesan, el tiempo parece detenerse, los mares callar. El mundo entero cesa su actividad cotidiana para contemplar el beso más bello de la historia –rubia, si exagero un poco me lo dices –. Lo han hecho, han unido sus labios al fin, han sellado su amor. Alba siente el dulce y aromático sabor de su boca, los poros calientes de los carnosos labios en contacto con los suyos, mezclándose en una eterna felicidad. Tienen un sabor agridulce, sabroso. Alba desearía comérselos –todos lo deseamos –. El chico las observa empanado. No sabe qué decir, parece tener miedo a cagar su única oportunidad de follar con dos hembras de tal magnitud. Qué digo hembras, ¡Diosas! Ningún mortal debería atreverse a soñar siquiera con ver ese beso, y sin embargo ese capullo con suerte ha tenido el privilegio de hacerlo. Y al igual que nosotros, ve ahora como las bocas se separan, tímidas, conservando la esencia de su amiga de la infancia. Es la primera vez que Alba besa. Es la primera vez que Marina besa con tal amor, con tal fervor a una mujer, y juro sobre la causa sofista que no va a ser la última. La búlgara sigue observando a la pantera con los ojos abiertos de par en par, y entonces vuelve a besarla. Estaba a punto de extraer la lengua, dar paso a algo más, y entonces el chico empieza a empujar de golpe y le introduce medio pene en el interior de su amado tesoro. Se siente en el paraíso, siendo desvirgada por un beso y por un duro miembro masculino. Sin embargo, no sabemos porqué, se levanta, se viste, se va. “Here, there and everywhere” suena tras su partida. Mientras baja las escaleras, una lágrima cae por su rostro, pero no es la única gota que surca un camino suave y acalorado. Desde que Alba tuvo un húmedo sueño y decidió hablarlo con su mejor amiga, han sucedido algunas cosas extrañas que parecen señalar hacia un mismo punto. Todo parece conducirla hacia la evidente conclusión, mas parece mostrarse temerosamente reticente. El despertar sexual de Alba culmina aquí, y es ahora cuando empiezan las verdaderas aventuras.

Por eso estaremos allí.