Las enfermeras festeras
Unas enfermeras que llegan de fiesta y un paciente acojonado que disfruta de un preoperatorio inusual.
Pedro se sentía asustado en aquella sobria cama de hospital, y no tenía ninguna intención de ocultarlo ni ánimos para evitarlo. Solo había accedido a operarse de la maldita hernia porque su novia llevaba meses insistiéndole que eso no podía seguir así, debía de verle un médico urgentemente.
Se sentía ridículo con aquel simulacro de camisón verde transparente que era incapaz de hacer que le ocultase el culo. La enfermera que le dio las primeras instrucciones aclaró que tan solo podía bajar al quirófano con esa prenda, nada más. A su novia le parecía algo muy sexi, pero él se negaba a ir con su peludo culo al aire. No iría a ninguna parte sin sus calzoncillos puestos.
—No sé para qué tanta urgencia en operarme la hernia si ahora me tienen aquí esperando en la habitación —no hacía más que repetirlo desde que pasó la hora de la intervención, a veces en su pensamiento y otras en voz más o menos audible—. Me aburro y tengo hambre.
Lo tenían en ayunas desde el día anterior y se preveía, según la hora tardía, que no comería hasta la noche o incluso hasta el día siguiente.
Lucía ya hacía tiempo que también se había aburrido de escuchar la impaciencia de su novio y andaba sumergida en el contenido de la pantalla de su iPad, aunque tampoco es que le hiciera mucha falta el dispositivo, ella solía ausentarse mentalmente en cualquier lugar y situación.
Irene y Rosa salían del ascensor a toda prisa, esa noche tampoco habían pasado por casa ni siquiera para cambiarse de ropa.
—Tía, nosotras ya no estamos para estas cosas, nuestra etapa de fiestas universitarias ya pasó. —A Irene claramente le faltaba el aire mientras hablaba al mismo tiempo que trotaba por los pasillos de la planta del hospital donde hacía ya un rato que deberían de estar trabajando.
—No me seas sosa Iri, la noche ha sido espectacular, incluso aunque no haya follado.
Los tacones de ambas amigas retumbaban por los silenciosos pasillos de la planta del hospital, acercándose hacia su jefa de enfermería que les esperaba tras el mostrador con una cara algo indescriptible, pero claramente nada amistosa.
—Este mes ya habéis llegado dos veces tarde, y seguro que sin dormir otra vez. Quitaros esa ropa de pilinguis y daros prisa que tenéis que preparar a un paciente para una intervención de hernia inguinal.
En menos de diez minutos entraban en la habitación 422 ataviadas con el carrito que portaba lo necesario para rasurar a Pedro.
—Pedro, venimos a afeitarte —comentaba alegremente Rosa en su camino desde la puerta hasta el cabezal de la cama.
Irene, sin mucha energía ni ánimo para enfrentarse a una larga jornada de trabajo tras la desgastadora fiesta prefirió no decir nada viendo como el paciente parecía asustado tapado en su totalidad por la sábana y la mujer de éste ni siquiera levantó la cara del iPad a su llegada. Disimuló un bostezo mientras hacía como que comprobaba el contenido del carrito que habían llevado con los utensilios de rasurar.
—Pero, ya me he afeitado esta mañana antes de venir. —Pedro se tocaba la cara contrariado.
—Me refiero a la zona donde te van a intervenir.
—¿Eh?... ¡Ah!, vale, te refieres a la ingle…
Ninguna de las dos enfermeras hizo ningún tipo de amago en contestar a la obviedad, aunque Irene igualmente seguía sin energía para desprenderse de muchas palabras. Pedro entendió el silencio y la observación de las dos enfermeras notablemente esperando a ambos lados de la cama y se destapó subiéndose hasta el pecho el ridículo camisón sexi, o lo que sea.
—¿todavía sigues con los calzoncillos puestos?, al quirófano solo puedes ir con el camisón, nada más... —El tono de Rosa rozaba la burla.
Pedro presentía que esa enfermera era excesivamente risueña, por lo menos con el acojone que llevaba él encima para ese evento. Miró a su novia que seguía de cuerpo presente y mente ausente, y miró también a la otra enfermera callada como deben de ser las enfermeras cuando tienen que tratar con las partes nobles de cualquier individuo masculino.
—Entonces, ¿me tengo que quitar los calzoncillos?
Hasta incluso a él mismo le pareció una pregunta excesivamente estúpida, la enfermera alegre se limitó a apretar los labios en una mueca mientras que la callada parecía estar entornando los ojos por momentos.
Armándose de valor, básicamente porque parecía no tener más remedio, levantó el culo y se desprendió de los calzoncillos y de la seguridad que le daba teniéndolos puestos. Sin saber qué hacer con ellos en la mano, echó un vistazo a la mesilla a su lado y, pretendiendo retrasar lo inevitable, dobló meticulosamente la prenda y la depositó allí con sumo cuidado.
—¡Uh que grande! —quizá a Rosa le salió un tono algo alto con el comentario.
A Pedro se le puso cara de interrogante aunque le quedaba bastante claro que la enfermera no se refería al tamaño de su arrugadísimo y acobardado pene, Irene abrió los ojos algo más de lo que le permitían las fuerzas y la novia de Pedro simplemente no parecía estar.
Estaba claro que Rosa se refería al tamaño de la hernia que no había parado de aumentar en los últimos años, haciendo que pareciera que tenía un melocotón en el lugar del testículo derecho.
Se había negado a operarse por el pánico que le daban los quirófanos, pero aquello ya había pasado todos los límites aceptables. El cirujano le había dejado claro que era muy posible que le estuviera obstruyendo parte del intestino y si lo dejaba más tiempo podría ocasionarle la muerte.
Irene tuvo que tomar la iniciativa de empezar a rasurar, o más bien fue la orden en cubierta que le hizo Rosa quedándose pasiva e indicándole con una mirada burlona bastante expresiva.
No era la primera vez que rasuraba esa zona, pero el amuermamiento que llevaba encima de la fiesta pasada le hacía parecer torpe. Le tranquilizaba que el paciente no estuviera observando lo que hacía, pero aun así no controlaba muy bien la cuchilla, mientras intentaba tapar con una toalla pequeña el resto de las partes íntimas que no rasuraba en ese momento.
—Sigue tú por tu parte que desde aquí no llego bien.
La mirada que le echó Rosa dejaba claro que se había notado que solo pretendía escaquearse de la faena, pero aun así le tomó el relevo, quizá demasiado gustosa.
—Pero… tened cuidado no me cortéis —Pedro se iba acojonando más por momentos.
—¡Claro, te lo vamos a cortar todo!
Las bromas de Rosa no ayudaban a que Pedro se tranquilizase. Básicamente no le hacía ninguna gracia.
La enfermera rasuraba con delicadeza, mucha delicadeza, a Pedro le parecía que incluso demasiada.
¿Y qué estaba haciendo con la otra mano?. No tenía claro si le estaba cogiendo descaradamente el pene con la mano libre o eran las alucinaciones del hambre que tenía que le hacían fantasear…
Llegó a la conclusión que no eran fantasías suyas cuando se fijó en la cara de susto de la otra enfermera que alternaba miradas entre la faena de su compañera y la novia de Pedro que seguía ausente.
No podía negar que lo estaba haciendo muy bien… ambas cosas, tanto el rasuramiento suavecito como el meneo que ya claramente le estaba haciendo a su ahora despierto pene.
Pedro no tenía muy claro donde mirar: ¿a su novia?, ¿a la cara de susto de una de las enfermeras y la de vicio de la otra?, ¿a sus partes ya totalmente rasuradas con su miembro que parecía estar más grande que de costumbre?. Optó por lo más obvio, o lo que le pareció en ese momento lo más acertado. Decidió mirar la cara viciosa que tanto gusto le estaba dando meneándole el pene sin pudor ni disimulo y que ahora le devolvía la mirada sonriéndole.
El orgasmo fue inevitable cuando la enfermera picarona se deshizo de la cuchilla y se puso a acariciar el escroto al mismo tiempo que seguía masturbándole con la otra mano.
Irene no tuvo más remedio que reaccionar raudamente cuando aquel miembro empezó a echar chorros de semen. Su amiga le había dejado colapsado el medio dormido cerebro cuando se puso a masturbar al paciente. Con la toalla que antes había usado para tapar las partes íntimas del hombre, ahora limpiaba los afortunadamente escasos regueros de semen que muy acertadamente Rosa había dirigido hacia la barriga desnuda del paciente.
—Pues esto ya está, solo falta ponerte un poquito de loción desinfectante y listo —Rosa miraba a Pedro mientras se untaba las manos con un líquido que contenía uno de los recipientes del carrito que habían traído— al final no te hemos cortado nada, ¿eh?
—Sí, digo no… parece que se ha quedado bien.
Las caricias de propina que le regaló la enfermera a la bolsa escrotal de Pedro mientras le untaba la loción no tenían nada que envidiar a la masturbación previa, pero todo tiene un final y fue irremediable que aquello se acabase.
Rosa sonrió a Pedro como despedida y tomó la iniciativa de arrastrar el carrito hacia la salida seguida de su compañera que no terminaba de reaccionar.
Una vez fuera de la habitación, Rosa se echó a reír viéndole la cara de susto de Irene.
—Al final parece que sí he conseguido acabar la fiestecita de esta noche con algo de sexo. Y tú parece que ya por fin te has despertado, ya no tienes los ojos tan cerrados.