Las emociones de una mañana cualquiera

Las emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias.

LAS EMOCIONES DE UNA MAÑANA CUALQUIERA

—Ginés Linares—

Las emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias.

François Pipellion se repetía esta premisa con fervorosa adicción mientras se estiraba los calcetines sentado en la cama y con las perneras de sus pantalones de pinza arremangadas hasta la espinilla. Delante de él, un espejo de cuerpo entero montado sobre un caballete mostraba el reflejo de un hombre aún en la apacible treintena; unas entradas disimuladas con un peinado meticuloso y un bigotito recortado terminaban de crear la ilusión en François de que su juventud aún no había terminado. Su traje entallado escondía unas formas aún ajenas al abandono de la cuarentena. De vez en cuando, le gustaba mirar su perfil desnudo en el espejo, contemplando el torso fibroso (escondiendo la tripa que comenzaba a crecer, inevitable).

—Cariño, vas a llegar tarde —dijo Colette, apareciendo en el dormitorio con un cesto de mimbre donde sus manos, con movimientos veloces y letales como las mordidas de una cobra furiosa, iban recogiendo las prendas interiores usadas en el día anterior.

—No voy a llegar tarde, Colette, yo nunca…

—Nunca llegas tardes —terminó su mujer la frase preferida de François para luego soltar una media carcajada burlona.

François la siguió con la mirada por el dormitorio. Chasqueó la lengua irritado ante la costumbre de Colette por terminar sus frases. Enfundada en una gruesa bata descolorida que escondía sus bellezas femeninas excepto su precioso cabello azabache, la hermosa Colette mordió y atrapó con sus manos bragas y calzoncillos, calcetines y medias, pijamas y sujetadores para luego, a paso vivo, dejar de nuevo solo a François y a su reflejo en el espejo.

Las emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias, se repitió de nuevo para sí François. Si tuviese que aplicar esas palabras a su rutina matrimonial, sonarían mordaces. François se calzó los zapatos de charol y se anudó los cordones mientras repetía su mantra.

Por fin, con un largo suspiro, se levantó, repasó su ropa impecable y, cogiendo el abrigo y el maletín, caminó hasta el pasillo donde enfiló con un exacto giro de tobillo hacia la puerta principal.

—Cariño, marcho a trabajar —se despidió con voz seca.

—Adiós —sonó la voz de su mujer desde la cocina, más seca aún.

Y tras esta escueta despedida, François Pipellion salió de su casa y cerró la puerta tras de sí.


Mientras esperaba que el ascensor se detuviese en su planta, François no pudo evitar fijarse en la mirilla de la puerta de sus vecinos, los Pousien. Un ligero parpadeo en la mirilla fue el signo inequívoco de que Sophie Pousien no le quitaba ojo, como de costumbre, a todos y cada uno de sus movimientos. François Pipellion esbozó una media sonrisa y, con calculada familiaridad, deslizó una mano hacia su pantalón para recolocar el interior de sus calzoncillos, demorándose con exagerados aspavientos en aquel gratificante alivio. Poco antes de llegar el ascensor, avivó sus malabares dentro del pantalón, mordiéndose el labio inferior.

Pulsó el botón del sótano y aguardó inmóvil la bajada del ascensor hasta las profundidades. Un nuevo y exacto giro de tobillo lo alejó del aparcamiento subterráneo y dirigió su caminar hacia la zona de los trasteros. Abrió la puerta del suyo, encendió la luz y cerró tras de sí.

Disponía del tiempo justo, de modo que François comenzó a desvestirse con habilidad, colocando su abrigo y chaqueta en un gabán situado junto a la estantería donde se apilaban los cartones de leche. Apoyó el maletín sobre varias cajas de cereales. Aflojó su corbata, desabotonó su camisa y colocó ambas prendas en una percha situada en un gancho de la pared. También se deshizo de sus pantalones, demorándose un rato largo en impedir que ninguna arruga apareciese cuando también los colocó en la percha. Se quitó los calcetines y también los calzoncillos holgados, con los cuales tuvo igual cuidado, situándolos sobre los zapatos de charol.

Una bolsa de plástico de la basura contenía sus nuevas ropas. Calzoncillos de algodón, usados y con manchas oscuras en las zonas más transitadas. Calcetines arrugados, camiseta de manga corta con cercos de sudor bajo las axilas. El pantalón azul oscuro estaba también bastante maltratado por el descuidado almacenaje. La camisa amarillo chillón lucía el logotipo postal bordado sobre el bolsillo izquierdo. Botas descoloridas y arañadas en la puntera fueron su calzado. Completó su disfraz con una carpeta abultada donde las esquinas de varios sobres emergían de los extremos.

Las emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias, se repitió en voz baja.

François Pipellion salió del trastero, apagó la luz y cerró la puerta. Caminó hasta el ascensor que, oportunamente, continuaba esperándole y pulsó el botón.

—El bolígrafo —exclamó de repente, a mitad del trayecto. Se llevó una mano al bolsillo de la camisa y resopló aliviado al encontrarlo allí.


Salió del ascensor y se encaminó con paso titubeante hacia el pasillo de la planta. Abrió la carpeta y sacó uno de los numerosos sobres. François Pipellion se pasó la mano por su cabello, lo revolvió y, tras sorber por la nariz, se cercioró de que el remitente fuese el correcto y dirigió sus pasos hacia la puerta. Llamó al timbre y, mientras esperaba a que le abriesen, sacó también de la carpeta un impreso de recepción de certificado urgente.

Colette abrió la puerta y miró con gesto contrariado al cartero. Acababa de llenar una lavadora y estaba eligiendo el programa de lavado.

—Buenos días, madame. Certificado urgente para Nicolette Pipellion.

—Soy yo. ¿Qué es?

—Una multa de tráfico, madame. Hoy en día no se puede correr, te cazan en cualquier sitio. Escriba sus datos y firme aquí, por favor.

Colette torció el gesto ante el comentario del cartero, tomó el bolígrafo que le tendía y escribió su nombre hasta que se detuvo ante el apartado que solicitaba el número de carte d'identité. No se lo sabía de memoria. Su marido se le recordaba cada vez que lo necesitaba, recitándoselo de memoria.

—No me sé el número. Espere, que voy a buscar la cartera. Entre, por favor, no se me quede en el pasillo.

François entró y dejó entornada la puerta. A solas, contempló la escritura de la mujer. Eran letras largas, exuberantes. Juntas formaban una imaginaria ascensión que el recuadro que pretendía encerrarlas ni las doblegó ni las encerró.

Colette no encontró su bolso allí donde esperaba y, por eso, se alegró de haber dejado pasar al cartero. No solía permitir el acceso a su casa a cualquiera y menos en bata. El cartero esperando miserablemente encima del felpudo, qué vergüenza. Cuando por fin encontró el bolso, tirado sobre el sofá del salón, sonrió al fin. Sacó su cartera y extrajo la tarjeta. Al levantar la vista, vio como el cartero había abandonado su pasiva espera en el pasillo y la contemplaba desde la puerta del salón. Sus miradas se cruzaron y, tras unos segundos de confrontación, Colette bajó la suya con una sonrisa a la vez que se llevaba un mechón de su cabello azabache detrás de la oreja.

—Es usted muy guapa —murmuró el cartero mientras Colette escribía el número de su carte d'identité en el impreso. La mujer alzó la vista y se vio sorprendida por la arrebatadora mirada del hombre. Sonrió, algo azorada, mientras terminaba de escribir, ahora con letra menos firme.

—Ya está —dijo al fin, cuando terminó. Respiraba con dificultad, sintiendo como la bata le constreñía el pecho y elevaba con exagerada intensidad su temperatura corporal. La mirada desprovista de educación de aquel cartero sugería un fervor inusual. Cuando el hombre le tendió el sobre, sus manos rozaron las suyas y el contacto inflamó las mejillas de ambos hasta que Colette sintió como hervía de deseo.

—Es usted tan hermosa, madame —repitió el cartero, estrechando el espacio que los separaba.

Colette dejó escapar una bocanada de aire por sus labios, sofocada por un repentino golpe de calor. Llevó hasta su pecho la carta y la apretó contra sí.

El abrazo del cartero fue violento, igual que su beso. Los labios de Colette acogieron la lengua y permitieron el acceso hasta su boca. El bigotito se le clavó en el labio superior y las mejillas. Ya sin poder desoír los impulsos que dominaban su cuerpo, correspondió al abrazo pasional.

Las manos de François revolvieron el cabello azabache de Colette y, tras despeinarla, se deslizaron por la bata y apretaron con exquisita meticulosidad sus curvas de mujer para, investidas de una urgencia vital, desanudar el cordón y abrir la prenda.

El cuerpo desnudo de Coletee emergió de la bata henchido de luminosidad, cegando al cartero. Cayó arrodillado a sus pies, disfrutando de una epifanía. Colette tomó la nuca de François y atrajo su rostro hacia su entrepierna, inclinando la pelvis hacia la boca. Una risa jovial salió de sus labios al sentir la boca succionar su sexo. La risa se tornó en gemido y el gemido en jadeo. Sus piernas temblaron y sus pechos vibraron reflejando los estremecimientos de su respiración.

Solo cuando François la alzó en el aire, sujetándola ingrávida de las nalgas, chilló entusiasmada. El cartero la tendió sobre el sofá, se internó entre sus muslos abiertos y, abriéndose el pantalón, la penetró con un certero martillazo. Colette se vio sumida en un baile en el que su cuerpo era ferozmente devorado y sus miembros zarandeados con una pasión desacostumbrada. El clímax la envolvió de sudor y la hizo gritar alborozada. François se vino sobre su vientre, dibujando largos cordones nacarados sobre las curvas de su tripa.

—Un placer, madame —masculló el cartero mientras escondía su miembro dentro del pantalón. Recogió su carpeta tirada en el suelo y comprobó que el impreso estuviese correctamente rellenado. Por último, dedicó una sonrisa de gratitud hacia una Colette aún abierta sobre el sofá—. Buenos días.


Las emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal que no permitan ser objeto de la razón ni de las consecuencias, repitió para sí François Pipellion en el trastero mientras terminaba de anudarse los zapatos de charol. Guardó la ropa que había usado en la bolsa de basura de nuevo y salió del trastero, tras apagar la luz.

—¡El maletín! —exclamó de repente mientras el ascensor le llevaba hasta su domicilio. Sonrió aliviado al encontrarlo junto a sus pies. Lo cogió del asa y suspiró.

Salió del ascensor y caminó con andar firme y sosegado.

—Monsieur Pipellion.

François se giró y contempló a Sophie Pousien recortada bajo el marco de la puerta.

—Quiero hablarle sobre ciertos hechos que he presenciado frente a mi puerta.

François tragó saliva, apretó las mandíbulas. Se acercó hasta la puerta y se detuvo sobre el felpudo.

—¿Qué hechos, madame Pousien?

La mano de Sophie atenazó el contenido entre las piernas de François aprovechando que el hombre la miraba con inquietud. No todos los días Sophie Pousien salía a la puerta vestida con ropa interior transparente.

Una sonrisa pícara endulzó el rostro juvenil de Sophie mientras tiraba de François hacia el interior. Entre sus dedos, el contenido de los calzoncillos se hinchaba imparable. El hombre cerró la puerta tras de sí, sin saber todavía si los virtuosos dedos de Sophie hurgando dentro de su pantalón con exagerados aspavientos procedían de la realidad o la fantasía. Cuando los dientes apresaron el extremo de su miembro no le quedó más remedio al estupefacto François que admitir que su vecina era muy real, al igual que el intenso gemido que salió de sus gargantas. Su maletín cayó al suelo.

Sophie degustó el intenso sabor de la dureza, siguiendo con la lengua los vericuetos venosos que la rodeaban. Rugió poderosa al sentir como flaqueaban las rodillas de François, se irguió y tirando del hombre, lo obligó a tumbarse sobre el suelo del pasillo para, tras despojarse del tanga, montarse encima.

Sophie gozaba entusiasmada con su papel dominador y disgregó sus rizos al aire, lo que enardeció su cabalgadura, sin importar que las garras de François vapulearan sus pechos y pellizcaran sin delicadeza sus bulbosos pezones. Los dorados cabellos se agitaron y revolvieron como regueros de oro envejecido azotando sus hombros y espalda. Gritó extasiada cuando el clímax la poseyó y su chillido estridente reverberó en el aire.

Hizo arrodillarse a un François completamente sumiso y, acomodando su cabeza entre las piernas, agitó el miembro con sus manos hasta que el contenido salpicó su cara y se mezcló entre sus rizos. Los quejidos lastimosos de su vecino no hicieron sino confirmar su indudable superioridad sobre el hombre que se deshacía sobre ella.

—Discutiremos esos hechos… cuando usted desee —titubeó François mientras recomponía su traje y su dignidad ante una Sophie Pousien sentada en el sofá, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo.

—Sin duda —asintió ella.


Tres metros separaban las puertas de los domicilios de los Pipellion y los Pousien.

Y fue en esos tres metros donde coincidieron François Pipellion y René Pousien, cada uno saliendo del domicilio ajeno, dirigiéndose al propio.

—Hoy es domingo, François —dijo René al ver el traje de su vecino.

—Lo mismo digo, René —contestó al ver el mono de albañil de su vecino.

René chasqueó la lengua. François, sin embargo, recitó en voz baja su frase favorita:

Las emociones crecen inconmensurables si son vividas en un estado de sorpresa tal que…

—¡El maletín!