Las edades de Cristina
Los años no pasan en balde, eso es común a todo el mundo. Lo que cambia es el modo en el que cada persona se lo toma. Concretamente, Cris no lo lleva muy bien.
LAS EDADES DE CRISTINA
La presente historia comienza hace muchos años, dieciocho concretamente. Por aquel entonces Cristina tenía 23 años y empezó a salir con un chico de 18. Nunca le importó lo que la gente pensase de ello, ella era feliz. Además su novio parecía mayor, por lo que la diferencia de edad que había entre ellos era aparentemente inapreciable. Los años fueron pasando y la cosa continuaba hacia delante, aunque Cris nunca olvidaba los cinco años que le sacaba. No es que se sintiese incómoda por eso, todo lo contrario, pero intentaba cuidarse lo más posible. Tenía algo de miedo a dejar de ser atractiva, a que los años la castigasen más de la cuenta.
Cuando ella cumplió 30 (él no había cumplido aún los 25) se fueron a vivir juntos. No se plantearon casarse, la verdad no hacía falta. A fin de cuentas una buena hipoteca a medias une más que un contrato matrimonial. Y se querían, claro. Ella seguía conservándose atractiva, aunque el paso de los años iba cambiando algo su cuerpo. Cada vez le era más difícil perder esos kilitos de más que las mujeres tienden a ganar en ciertas épocas. Sus formas se habían redondeado algo, síntoma inevitable de que ya había dejado atrás su adolescencia. En cambio su novio seguía pareciendo joven, además de serlo. Cada vez con más frecuencia le preguntaba si la encontraba atractiva, si la deseaba, si se fijaba en chicas más jóvenes. Él era sincero cuando decía que no tenía ojos para otras.
Tenían una vida sexual plena y satisfactoria y ella siempre trataba de encontrar algo nuevo, intentando que la monotonía no saliera victoriosa.
El tiempo, implacable, iba transcurriendo poco a poco. Los mismos cinco años seguían separándoles, pero a Cris le parecía que esa brecha iba aumentando. No sabía por qué, pero a los 35 se sentía mucho mayor que él. Cada vez miraba con más envidia a las chicas veinteañeras, envidiando sus cuerpos jóvenes y flexibles. Aunque cualquier observador imparcial diría que no tenía nada que envidiar a esas jovencitas, ella no lo veía así. Si bien no tenía motivos para pensarlo, estaba convencida de que su chico también las miraba. Y, posiblemente, las deseaba. Fue en esa época cuando empezó a torturarse con la idea de que cualquier día una de ellas se cruzara en el camino de su novio. Tenía confianza en él, pero sabía como eran los tíos. Por esa causa siempre estaba pendiente de complacer todos sus deseos, de cualquier tipo. Sin embargo, pese a sus recelos, él nunca le había dado motivos para desconfiar.
Cuando pasó de los 38 aquella obsesión empezó a preocuparla. Más aún cuando conoció a las nuevas compañeras de trabajo de él. Ninguna llegaba a los 30. Ninguna era fea. Todas eran delgaditas y altas. Seguía luchando contra el paso de los años, con bastante éxito. Pero Cris no lo veía así. Sus estupendos pechos empezaban a acusar la ley de la gravedad y ya no se atrevía a salir nunca sin sujetador. Sus caderas se iban ampliando, tal y como correspondía a su edad, pero ella las veía exageradas. Solo pesaba cuatro kilos más que cuando empezó con él, quince años atrás, pero a ella le parecían muchísimos. Y eso a costa de machacarse en el gimnasio, de controlarse con la comida y de pasarse tres días a la semana por la piscina.
El día que cumplió los 40 fue terrible. Ya era una cuarentona. No había vuelta atrás. En la fiesta que su chico le preparó no disfrutó lo más mínimo. Estaba triste, aunque se esforzaba en disimularlo. Cada felicitación que recibía era una verdadera puñalada. Muchos de sus amigos le decían que estaba estupenda, cosa que no dejaba de ser verdad, pero ella no les creía. Seguramente les daba pena y por eso tantos elogios. No quitaba ojo a Sergio (así se llamaba su novio) y siempre que hablaba con alguna chica joven tenía la sensación de que coqueteaba descaradamente con ella. Al final de la fiesta recibió el regalo de él. Era un precioso colgante de oro, con forma de corazón. Cris llegó a emocionarse por ese bonito detalle, pero cuando vio lo que estaba grabado en el reverso, su cara se crispó. Allí ponía Cristina, seguido de su fecha de nacimiento. ¿Era necesario que se lo recordase otra vez? En ese mismo momento decidió que nunca se iba a poner aquel colgante.
Conocía muy bien a su novio, nunca le hubiese creído capaz de hacer eso, pero ahora estaba llamándola vieja. No podía significar otra cosa. Aquella sensación la enloquecía, hasta el punto que tuvo que guardar aquel estúpido corazón en el fondo de un cajón, deseando con toda su alma no volver a verlo. Pero lo cierto es que Sergio estaba con ella igual que el primer día. Atento, complaciente, enamorado, coladito por sus huesos, por viejos que estos fuesen. Eso era incuestionable. Hasta que dos meses después llegó aquel fatídico día...
Una ligera gripe hizo que su jefe le diera permiso para irse a casa tres horas antes de que acabase su jornada laboral. Ella se fue, maldiciendo el hecho de que cuando era joven nunca estaba enferma. Otro síntoma inequívoco de que su edad era la que era. En fin, lo mejor sería tomar una aspirina con leche caliente y meterse en la cama, pensó, mientras abría la puerta de su casa. Cuando llegó a su habitación vio con horror que la cama ya estaba ocupada. Sergio retozaba con una vecinita. Cris no sabía la edad exacta de ella, pero considerando que no era más que una mocosa cuando ellos empezaron a vivir allí, no debía tener más de 21 o 22 años. Así que todo lo que ella sospechaba era verdad. No supo si estuvo viendo aquello unos minutos o unos segundos, el tiempo parecía haberse detenido en aquella habitación. Hasta que la niñata aquella reparó en su presencia, puso cara de espanto y se tapó con el edredón.
Aunque nada comparado con la cara que puso él. En su mirada había una expresión de disculpa, pero también podía leerse en su rostro el típico "la he cagado". Su amiguita no decía nada, acurrucada en la cama, con cara de miedo, tapándose hasta el cuello. La verdad es que las palabras sobraban. Lo único que Cris agradeció en ese momento fue que él, al menos, no dijo aquello de "cariño, esto no es lo que parece". Tratando de aparentar serenidad dijo:
En cinco minutos os quiero fuera de esta casa, a los dos.
Se dirigió a la cocina, calentó la leche, cogió las aspirinas y se sentó. Tenía unas terribles ganas de llorar, pero no pensaba hacerlo, no les iba a dar ese gustazo. De los cinco minutos debieron sobrarles tres, aunque ella no miró hacia el pasillo, solo oyó pasos apresurados y la puerta de la calle abrirse y cerrarse. Furiosa, sin contener el llanto, fue a aquella habitación. Sacó un cajón de la mesita, lo volcó sobre la alfombra y cogió el precioso corazón de oro. Sin vacilar abrió la ventana y lo arrojó con rabia desde el sexto piso, justo al centro de la calle. Cinco segundos más tarde pasó un camión. Con un poco de suerte habría aplastado aquel maldito objeto, lo mismo que Sergio acababa de aplastar su corazón minutos antes. Después lloró, hasta quedarse dormida.
En los siete días siguientes recibió muchas llamadas de él. Solo contestó a una, dándole un plazo para que fuese a recoger sus cosas, cuando ella no estuviese en casa. Después ella cambiaría las cerraduras. Él lo hizo así, pero siguió llamándola, aunque nunca obtuvo respuesta. No la obtuvo porque Cris se dedicó a indagar cosas. Las informaciones que obtuvo acabaron con las pocas esperanzas que le quedaban de que las cosas podrían arreglarse. Como ella se temía esa vez no había sido la primera, ni mucho menos. Al menos hacía cinco años que tenía escarceos con muchachas jóvenes. Muchos de sus amigos comunes se lo confirmaron y con todas esas informaciones ella logró componer un terrible rompecabezas.
¿Qué iba a ser ahora de su vida? Cuarentona, ya sin los atractivos de la juventud, sin ilusiones por nada, resentida y triste. Muchas noches, en la soledad de la habitación de invitados (ella no había vuelto a dormir en su habitación desde aquel día) lloraba durante horas, acordándose de todo lo que había entregado a cambio de nada. En realidad había consumido lo mejor de su vida para nada. Ahora ya era tarde para lamentarse, ningún hombre podría considerar atractiva a una cuarentona amargada.
(*)
Sentado desnudo en una silla de oficina, encendí un cigarrillo, llené de humo mis pulmones y miré detenidamente el cuerpo totalmente descubierto que yacía boca abajo en mi cama. En realidad era algo digno de admirar. Tenía la piel blanca, muy blanca, de una suavidad que yo nunca había conocido. Las piernas bien torneadas. El culo firme, duro, no muy grande. La cintura sin un gramo de grasa. Las caderas sensuales y voluptuosas. Los pechos, realmente juveniles, se aplastaban con gracia sobre la cama. Su pelo leonado resbalaba elegante sobre uno de sus omóplatos.
Ella no prestaba atención a mis miradas, muy ocupada leyendo unas hojas. Sujetaba la barbilla con las dos manos, sin apartar los ojos de aquellos papeles, mientras sus pies oscilaban sobre sus nalgas. Pero yo no me cansaba nunca de mirar a aquella deliciosa mujer. Para sus 41 años estaba estupendamente bien conservada. Además tenía el plus añadido de haber sido mi primera relación seria desde que obtuve el divorcio hace un año. Yo tenía 43 y, desde luego, no la cambiaría a ella por dos de 20. Tenía ese toque de madurez y experiencia que las adolescentes no tienen. Y físicamente podía competir con ellas sin ningún problema, al menos para mí. Pese a que habíamos tenido una buena sesión de sexo un rato antes, no podía evitar excitarme al verla.
Acabó de leer las hojas con las que estaba. Las apartó a un lado, giró ligeramente su cuerpo hacia mí, apoyó la cabeza en una de sus manos y me miró con aquellos ojos oscuros, pequeños y expresivos.
¿Te ha gustado? quise saber.
No. No me ha gustado nada.
¿Por qué?
Porque no. Está bien escrito, pero me cabrea recordar estas cosas.
Pero si fuiste tú la que te empeñaste en que lo escribiera protesté.
Ya lo sé, creí que me gustaría leerlo, pero no. Sigo queriendo a Sergio. Y le querré siempre.
Entonces ¿para qué insististe tanto en que escribiese esa historia?
No lo sé, me apetecía. Pero no ha sido buena idea añadió, sentándose en la cama, frente a mí.
Su naricilla chata apuntó hacia mí, mientras yo bajaba la vista por toda su apetecible anatomía. Me detuve en sus pechos, redondos, blancos, aún firmes, con unos increíbles pezones rosados, poco más oscuros que el resto de su piel. Más abajo su abdomen, plano, sin ninguna irregularidad. Se puso de pie, lo cual aproveché para recrearme la vista con sus prietos muslos, que iban a juntarse en el triángulo de vello negro que cubría su sexo. Cogió una toalla del armario y dijo:
Ya está decidido.
¿El qué has decidido?
Que tengo que intentar volver con él. Voy a ducharme y le llamo, tal vez aún no sea tarde.
Como quieras respondí.
Se encaminó a la ducha, con un sensual balanceo de caderas que hizo que los ojos se me fueran detrás de aquel elástico cuerpo. Encendí otro cigarrilo, mientras sonreía. Durante los seis meses que llevaba con ella me había dicho eso unas veinte veces. Pero al final nunca le llamaba. Imagino que no quería volver a pasar otra vez por lo mismo, o tal vez fuera que aún estaba dolida, o vayan a saber lo que sería, la mente de una mujer tiene demasiados recovecos. Desde luego, mejor que no le llamase, porque donde hubo fuego, siempre quedan rescoldos y allí había ardido mucha leña. Sería una pena que aquella atractiva mujer se me escapase ahora.
Por mi cabeza pasó el día en que nos conocimos. Ella estaba hecha polvo, con pocas ganas de vivir. Pero a los pocos días acabamos cruzando la línea. Me sorprendió ver transformarse a aquella mujer seria y pesimista en una fiera. Era un torbellino en la cama, con un apetito sexual insaciable. Estaba hambrienta, de eso no cabe duda, y, por qué no reconocerlo, yo también lo estaba. Después me contó su historia. Y tras leer alguna cosa mía quiso que lo relatase. Me resistí todo lo posible, pero al final tuve que claudicar. Sabía por experiencia propia que revolver el pasado no suele ser bueno, pero no me quedó más remedio. Así que, pasara lo que pasara, lo hice. En realidad yo ya estaba de vuelta de todo, pocas cosas en esta vida podrían sorprenderme.
Escuché el chapoteo de la ducha, haciéndome una representación mental del agua resbalando por su estupendo cuerpo. En ese momento escuché la voz de ella:
Cariño, ¿te apetece venir a frotarme un poco la espalda?
Claro que sí, encantado respondí, encaminándome sonriente hacia el baño.
En fin, que aquella vez tampoco iba a llamar. La iba conociendo y sabía que unas caricias eran el mejor remedio para que se le pasase. Aunque siempre me quedará una duda: ¿en qué demonios estaría pensando el tal Sergio cuándo empezó a liarse con otras? Pregunta sin respuesta, aunque no me importaba demasiado. Lo importante es que en cuestión de minutos los dos estaríamos retorciéndonos bajo el agua de la ducha.