Las dos por uno son las dos

Cuando por un por tres no son trio

Las dos por uno son las dos

1.

Aquí sabe llover. Agua abundante, pero caída en largos lapsos de tiempo, sin que haga daño. Y no solo llover, también nieva bien, sin invadirlo todo. Lo único que no sabe es hacer calor intenso, pero el sol radiante sí sabe salir, aquel sol que combina tan bien con el aire fresco. Esta tierra conoce la distinción entre una primavera y un verano, sin tampoco confundir otoño e invierno. En esas cosas pensaba Alicia, viendo como se iba empapando la tierra del camino y la hierba del jardín, recostada en el dintel de la ventana. Bajo la lluvia suave, distinguió el coche de Regina, como pasaba ante su casa y aparcaba unos metros más allá, ante la suya.

Regina bajó del coche abriendo el paraguas. Hasta una maniobra tan forzada la hacía con gracia, delicadamente. Alicia seguía sus movimientos con la fascinación que siempre le despertaba la agilidad y señorío de su vecina. Dejó pasar un rato, para no ser inoportuna y cuando supuso que ya no molestaría, cogió los papeles que tenía en su mesa de trabajo y se dispuso a salir de casa. Regina le había pedido su parecer sobre el contenido de una escritura, quería que le interpretara el sentido de cada elemento de un negocio complejo.

La vecina había encendido el hogar. Mientras la leña se consumía y crepitaba, la profesora de derecho civil explicaba a la joven contable las intrincadas relaciones jurídicas, los derechos y obligaciones de cada interviniente. La contable tomaba nota y apuntaba en el margen derecho las cifras bajo el clásico esquema en forma de "T".

Regina levantó la vista del papel y se quedó mirando el perfil del rostro de Alicia. Sentada a su lado en el sofá, atendía el movimiento de los labios de la profesora, que, con la cabeza algo inclinada sobre la escritura, se esforzaba en explicarse con claridad. Con un gesto suave, Regina le retiró el mechón de pelo que le tapaba parte del lado izquierdo de la cara, y se lo recogió tras la oreja. Alicia se giró con una sonrisa agradecida por el detalle y Regina la besó suavemente en los labios. Fue un beso fugaz, pero explícito. Alicia, inmóvil y sorprendida, no se apartó. Regina la volvió a besar, esta vez de forma más intensa y prolongada, percibiendo en sus labios como los labios de Alicia le devolvían el beso tímidamente. Reciprocidad que aprovechó Regina para acariciarle el pecho por encima del gersey de lana.

Cuando Alicia notó la ligera presión de los dedos de Regina en su seno, se separó repentina con gesto inquieto. Su rostro mostraba su gran turbación.

¿Qué te pasa? ¿No te gusta? – preguntó Regina con dulzura.

Es que… - balbuceó Alicia sin acertar en dar una respuesta.

¿No te gusto?

¡Oh! Sí,… Pero es que yo ….. – intentó responder Alicia tapándose la cara con las dos manos.

Hetero, es eso, ¿no?

Sí, es eso – confirmó Alicia sintiéndose aliviada al no tenerlo que explicitar ella misma.

No te atraen las mujeres…, pero yo sí.

Alicia se levantó y se enfundó el anorac. Debía irse, era tarde, dijo.

Fuera aún lloviznaba. Tomó el camino que atravesaba el valle de punta a punta, serpenteando casi como el rio, circundado de árboles altos que movían sus hojas con orgullo. Dejaba tras de sí el conjunto de casas que formaban el agregado. Unas pocas casas habitadas por algunos lugareños que ya no tenían edad para emigrar a la ciudad, algunos jubilados que a su edad ya se habían cansado del trajín urbano, algunos artistas en busca del silencio que envolvía sus obras y, sobre todo, gente 2.0 que había conseguido trabajar deslocalizada, inmersa en la nueva tecnología y el viejo arcaísmo de la naturaleza.

Gente como Regina que podía hacer su trabajo de contable para varias empresas a decenas de kilómetros de sus sedes sociales. O como Alicia y Jorge, ella como profesora de la UOC y él como analista financiero. De vez en cuando, todos ellos habían de bajar al llano, pero podían hacer perfectamente su trabajo en la montaña, a través de la pantalla. Jorge estaba aquel día en una convención de la empresa para la que trabajaba y no iba a volver hasta el día siguiente, domingo, por la tarde.

Alicia se alegró de que no estuviera; sin duda no habría dado con una cara adecuada que ponerse. Pero también tuvo un sentimiento de soledad, de añoranza. De repente, no solo había distancia geográfica entre su marido y ella, también lo percibía lejos como tras un catalejo al revés.

Anduvo una hora camino arriba, dejando que la suave lluvia fuese empapando sus cabellos, sin ponerse la capucha que colgaba sobre sus hombros, y sintiendo el frescor del aire cortando su cara mojada. El frío y la distancia recorrida la aliviaban. Y no pensaba en nada. Y no quería pensar en nada. Tampoco podía. Solo sentía que era otoño y que le estaba agradecida por serlo.

Confusa aún, pero más tranquila, dio media vuelta y, camino abajo, inicio el regreso. Ya empezaba a oscurecer cuando llegó ante la verja de su jardín. Miró la casa, sombría, sin luz alguna. Miró la casa de al lado y estaba iluminado el jardín y salía luz por las ventanas. Sin que nunca en adelante acertase con una explicación razonable –tampoco la buscó jamás-, Alicia no entró en su casa, sino que caminando unos metros más, cruzó el jardín de Regina y llamó a su puerta.

Las dos mujeres se quedaron frente a frente, quietas, mirándose unos instantes, leyéndose mutuamente los ojos. Se abrazaron, se besaron, se acariciaron los rostros. Y sin dejar de cubrirse de besos y sin dejar de acariciarse, poco a poco la ropa de abrigo fue cubriendo el suelo, hasta que cayeron también bragas y sujetadores. Alicia se dejaba llevar y Regina la llevó hasta su habitación, estirándola en la cama, recostándose a su lado. El cuerpo pequeño y delicado de Regina se fundió con el cuerpo hecho y sensual de Alicia. Ambas mujeres se tocaron, se susurraron, se lamieron y se disfrutaron.

En silencio, una al lado de la otra, Alicia boca arriba, Regina de costado hacía su amante, cogidas de la mano, se notaban mutuamente la respiración y el pálpito ya tranquilo del corazón.

Te quedas esta noche, ¿verdad?

Sí.

Volvió a reinar el silencio durante un buen rato.

¡Dios! – suspiró entonces Alicia.

Nunca antes… - empezó a decir Regina.

No, jamás.

¿Ni siquiera en fantasía?

No, que va… Bueno, sí, tal vez sí… Una vez. Con Jorge.

¿En un trío?

Sí…, bueno no. No exactamente. Fue con una chica que conocimos en una discoteca, estaba sola, hablamos, bebimos, bailamos.

Y, ¿qué pasó?

Nada. Luego, con Jorge, en la cama, fantaseamos unos días.

Y, ¿no era en un trío?

No. Quien tenía sexo con ella era yo. Jorge lo introdujo y yo lo seguí, y me excitaba mucho, mucho, la chica me gustaba.

Y Jorge, ¿qué pintaba? ¿Solo voyeur…?

Bueno…, él es…., él se excitaba con esa fantasía, también le atraía mucho la chica y que yo

Y nunca participaba en nada, solo miraba

No, no. Sí que participaba, pero de otra manera.

¿Cómo?

Él…, él era nuestro esclavo… Jorge es masoquista – consiguió al fin decir Alicia, avergonzada, como quien confiesa un pecado impronunciable.

Alicia calló. Se sentía mal. Jamás había salido nada de esto de las cuatro paredes de su habitación. No debía haber rebelado una cosa así. Regina lo notó.

Nunca saldrá de aquí, no te preocupes. Pero, ¿te entiendes con él?

No… En esto no; pero nos hemos acoplado con los años. Es una relación un poco rara.

Alicia explicó como lo que ellos llamaban follar consistía en realidad en una masturbación mutua sucesiva. Los intentos de hacer actos que a él le estimulasen, habían fracasado, y si él verbalizaba lo que sentía entonces ella no se excitaba como para disfrutar del orgasmo. Así que, poco a poco, habían llegado a que primero él se dedicaba a ella, usando la mano o la lengua, y cuando ella quedaba satisfecha, entonces él con palabras y algún hecho conseguía llegar a la eyaculación, estimulada con su propia mano o con la de ella.

¿No te penetra?

No. Hace muchos años que no lo hace.

¿Lo echas en falta?

Un poco, pero me he acostumbrado. Hay que decir que Jorge me conoce muy bien y lo hace maravillosamente. Se entrega totalmente.

Tendremos que comprar un vibrador, porque conmigo tampoco…. – las dos mujeres rieron con ganas, relajadamente -. Y, ¿nunca te has aprovechado de esas tendencias…? Fuera de la cama me refiero.

Alicia explicó como Jorge se lo había suplicado durante años. Ahora ya lo había abandonado; pese a que buscaba con ansia vivirlo, no se permitía seguir importunándola con sus cosas. La verdad es que al principio de casados había usado la debilidad de su marido unas pocas veces, solo para doblar su voluntad en alguna cosa, pero nada más. Siempre le había dado la sensación que no era jugar limpio proyectar en la cama sus deseos cotidianos para llevarse el gato al agua, fuera de ella. ¿Deslealtad?

Pero, ¿te manifestó él alguna vez su disgustó después de….?

No, que va, al contrario… Pero no sé, me veía como una aprovechada. Que a él le guste no justificaba mi actitud, me ensuciaba.

Y si ahora, si se enterase de lo nuestro… - apuntó Regina con cierta malicia en el tono.

Ufff, no, no

¿Cómo reaccionaría?

No lo sé, la verdad – dijo Alicia quedándose pensativa y callada unos instantes, para luego añadir: - Seguramente lo integraría en su esclavitud, que dice él…, sí, creo que le excitaría mucho y consentiría, al menos de entrada.

Espartaco podía soñar con la libertad; Jorge no puede, su libertad es imposible. Si consiente de entrada, consiente de salida.

Tal vez sí.

De nuevo otro silencio inundó la habitación. Regina y Alicia se acariciaron y volvieron a entrecruzar los dedos de las manos mientras los de los pies se rozaban unos con otros.

¿En qué piensas? – preguntó Alicia cariñosamente.

En lo mismo que tu.

¡Ah! Y, ¿en qué pienso yo? – preguntó con un muestra de ironía.

En ser felices. En vivir. En sentir. En ser libres. En gozarnos. ¿No lo deseas?

Sí, claro – afirmó Alicia besando a su amante en el rostro.

Tu y yo vamos a vivir nuestra pasión… Y Jorge la suya. ¿Por qué no?

¿Hasta a dónde apuntas?

Hasta donde dé de sí – sentenció contundente Regina mientras salía de la cama.

Era tarde y tenía hambre.

Al día siguiente por la mañana, tras el desayuno, la pareja volvió a hacer el amor con más pasión, acierto y tiempo que la tarde anterior. Y se dijeron cosas más comprometidas a la oreja. Comieron juntas y se sirvieron el café en el sofá.

Me excita la humillación del hombre, captar la inutilidad de su fuerza. Me excita cargarme más dos mil años de ‘pater familias’, más de diez mi años de jefe de tribu – confesó Regina de repente.

¿En serio?

Sí, mucho. No creo que tenga una raíz sexual, pero se vuelve. Tampoco sé si es vivible, pero me atrae.

Alicia la besó, pero cambió de tema. No asimilaba bien la presencia de Jorge entre Regina y ella. Sentía inquietud, zozobra. ¿Culpabilidad?

2.

Jorge no advirtió nada; era muy normal que Alicia pasase horas en casa de Regina. Desde el principio de estar en la nueva casa, su mujer y la vecina se llevaban muy bien y a él esa relación le encantaba porque él también opinaba, como Alicia, que Regina era un encanto.

Además, el apetito sexual de Alicia no había menguando en absoluto, al contrario. La verdad es que el sistema que seguía la pareja para sus desahogos favorecía que Alicia tuviera la mente ocupada en el cuerpo femenino de su amante mientras Jorge se aplicaba con dedicación y precisión a estimular su clítoris. Ahora ya eran los dos los que vivían satisfactoriamente el divorcio entre el pensamiento y la realidad física que vivían. Como siempre, ella primero, él después.

Era ya invierno franco y riguroso, cuando aquel sábado, tras la comida, Alicia condujo a Jorge a la habitación y se pegó a su cuerpo bajo la sábana, la manta y el edredón.

Jorge le acariciaba los muslos, los brazos, el cuello, los pechos como a ella le gustaba. Y la besaba, la besaba repetidamente, lamiendo y chupando su lengua, tocándole el culo, y los pies, como le gustaba a él, subiendo su mano por la pierna hasta que comenzaba a palparle la vulva, primero con toques suaves y entrecortados.

¿Quién eres? Dime, ¿quién eres? – preguntó con un susurro Alicia.

Tu esclavo – respondió Jorge también susurrando.

¡Ah!, ¿sí…? Eres mi esclavo… Pero te miras mucho a la vecina, ¡eh!

¿Sabes? Un día la invitaré a comer y tu nos servirás la comida… Desnudo.

Sí, seré vuestro criado, os serviré – respondió descriptivo Jorge agarrándose como una lapa a la sugerencia de su mujer.

De rodillas, lo harás de arrodillas… Y esperarás entre plato y plato bajo la mesa, a nuestros pies.

Sí. Como un perro.

Y luego nos servirás el café en el sofá y tu estarás desnudo y postrado ante nosotras y verás como nos besamos y nos tocamos el coño y las tetas

Sí, siiiiiii.

Y tu nada. Tu solo eres un esclavo de mierda que le lamerás los pies a ella mientras yo me la follo

Alicia dejó de hablar porque estaba a punto de acabar. Jorge lo intuyó y se esmeró más con los dos dedos de la mano que tenía en su vagina; pinzándole el clítoris, acompasó la fricción al jadeo de su esposa, quien aumentó la frecuencia hasta que se convirtieron en pequeños gritos de placer. Cuando Alicia se recuperó, reaccionó con rapidez y cogió entre sus manos el pene y los testículos de Jorge. Le clavó las uñas de los dedos de la mano izquierda en el escroto, mientras la derecha se agitaba arriba y abajo del miembro erecto de su marido.

Regina vivirá con nosotros, ella y yo seremos amantes – prosiguió Alicia rozando con sus labios la oreja de Jorge mientras lo masturbaba -, y tu serás nuestro esclavo, nos obedecerás en todo. Serás el marido imbécil y cornudo.

Con esas palabras de Alicia, Jorge se corrió. Se corrió como un poseso.

Igual que se corrieron las dos mujeres cuando durante la tarde del domingo Alicia compartía con Regina todas esas mismas fantasías, mientras se manipulaban recíprocamente sus vaginas ávidas de dedos finos y delicados. Regina iba apostillando las fantasías con imágenes de cosecha propia, arrastrando a Alicia a seguir otros vericuetos que se apartaban paulatinamente del original para hacerse recreación vivida en aquel instante.

Todo este nuevo material sirvió a su vez para provocar nuevas sensaciones en los oídos de Jorge. Y así sucesivamente, convirtiendo la vida sexual de Alicia en un canal de comunicación de una cama a la otra, en un ir y venir exportador de un sinfín de mezclas y remezclas de las fantasías de Regina con las de Jorge y las de éste con aquélla. Cada nuevo elemento se unía a los anteriores acumulativamente, e inducían otros nuevos a los que les pasaba lo propio en reproducción exponencial.

Jorge, comedido, no iba mucho más allá de lo que Alicia le proponía. Pero Regina tensaba los límites y abría horizontes, introduciendo poco a poco el dolor, la degradación, la abstinencia, la exhibición… Alicia se mantenía en el lecho, Regina exploraba fuera y Jorge se encontraba y regodeaba con ambas.

El trasiego duró un par de semanas, tal vez más. Aquél ir y venir convenció a Alicia de que aquello no podía seguir así. Era sincera y transparente, no le gustaban las mentiras, los recovecos, los hermetismos, y la situación triangular que estaba viviendo era exactamente esto.

Esto no puede continuar así, Regina.

¿Qué pasa, Alicia? ¿Quieres dejarlo? – preguntó Regina con preocupación.

No, no. No es eso. De ninguna manera quiero dejarte, pero se lo tengo que a Jorge.

¿Estás segura? Preguntó Regina alertada.

Sí, totalmente.

Hay dos maneras de hacerlo.

Sí, hay dos. He pensado mucho en las dos, y solo una puede ser satisfactoria para todos. Durante todos estos últimos días lo he visto claro… Jorge está preparado, desde luego; quizá el problema soy más yo que él.

Así, estás decidida

Sí. Ha de estar presente en nuestra relación, no quiero dejarlo al margen… A su manera.

Regina dio dos palmadas de alegría y la besó en la mejilla, agradecida.

No sé cómo lo haré… Tendrás que ayudarme.

Bajo ningún concepto Jorge debía adivinar nada antes de hablarlo. Así que Alicia cortó en seco hacer de correa de transmisión, y cuando Jorge inició la fantasía, su mujer la reconvirtió sin violencia. Su amante, de un golpe, pasó a ser un imaginario compañero de universidad. Jorge se dejó llevar pasivamente, como hacía siempre que su mujer lideraba una iniciativa en la alcoba, acomodándose fácilmente al cambio de sexo y sin advertir cómo la fantasía había migrado significativamente de la fase de estimulación de Alicia a la fase en que era él el estimulado.

Jorge no lo advirtió, pero Alicia sí. En un primer momento se sorprendió a sí misma, para luego constatar lo que hacía tiempo ya sabía: a ella quien realmente le excitaba sexualmente era Regina y solo Regina. Y si ella no estaba físicamente presente o en la fantasía sonora, prefería que el silencio permitiese la imaginación silenciosa. Todo lo demás…, para Jorge.

3.

Durante un mes Alicia estuvo explotando la recreación con Jorge de su relación con el compañero de universidad. Pese a ser fantasía, Alicia fue dejando algún cabo suelto en la realidad de cada día. Cosas que careciesen de ningún significado hasta que una revelación se lo diera. Idas más frecuentes a la ciudad, llamadas y mensajes de móvil inexplicadas, algún que otro regalo recibido sin motivo sólido

Alicia sabía perfectamente cómo preparar a su marido. Lo había hecho miles de veces para intentar gozar sucesivamente de su extraña convención sexual. Y siempre de daba cuenta que la preparación llevaba a predisponer a Jorge para infinitamente más de lo que realmente acontecía. Hoy la realidad estaría a la altura.

Alicia se levantó de la mesa y sirvió el café en la mesita del tresillo. Puso un coñac a Jorge, se sirvió un chupito de whisky y se sentó pegada a su marido. Se descalzó, poniendo los pies desnudos en la mesita justo en la visual de marido. Éste se recostó en su hombro, acariciándola. Alicia lo conocía muy bien y sabía perfectamente que se estaba entonando; lo ayudó un poco más: se desabrochó un par de botones de la camisa y lo besó en los labios, dejando descansar la mano encima de la bragueta del pantalón.

Cuando estuvo segura, le ordenó arrodillarse. Jorge obedeció encantado. No era frecuente que Alicia atacase, y menos de forma tan directa, y menos aún fuera de la habitación y con actitudes dominantes. Todo un acontecimiento que no podía desaprovechar. Desnúdate, le ordenó después. Y Jorge más encantado todavía, se desnudó al instante.

Te quiero cornudo y esclavo.

Sí, sí, soy tu marido cornudo y esclavo.

Y de mi amante también lo serás.

Sí, mi dueña, también seré su esclavo.

Serás mi regalo.

Sí.

Jamás podrás desobedecer. Jamás, o serás castigado.

Nunca le desobedeceré, nunca. Le serviré como a ti, en todo, en todo.

Bien. Muy bien – dijo Alicia poniendo un pie en el suelo y cruzando la pierna de forma que su pie derecho quedase cerca del rostro de Jorge.

Jorge se inclinó y le besó el pie.

Ahora vendrá. Está esperando fuera.

Sí, mi dueña – afirmaba Jorge, relajadamente, babeante, dispuesto a proseguir la fantasía.

Estoy segura de que no te enteras… Te estoy diciendo que va a venir de verdad, Jorge. ¿Lo oyes bien? De v-e-r-d-a-d… Solo tengo que avisar por el móvil – el tono de Alicia dejó de ser insinuante, se había vuelto muy normal, con un toque formal, serio. Jorge lo notó y se turbó.

¿…? - Jorge no dijo nada, su rostro entre el escepticismo y la estupefacción, era un gran interrogarte.

Es en serio, Jorge, muy en serio. ¿Acaso no has notado nada? Mis ausencias, mi trajín con el móvil, los regalos.

Sí…., pero yo no…. – Jorge balbuceaba perplejo con una erección monumental, que no pasaba desapercibida a la mirada interesada de su esposa.

Tu no.. Claro que tu no… Solo eres un esclavo. Y los esclavos no se enteran de nada. Jorge, basta de charla. Te lo pregunto muy en serio. ¿Eres mi esclavo, ¿sí o no? ¿Sí o no?

Sí, Alicia, lo soy.

Yo puedo hacer lo que me dé la gana y tu no, ¿es así?

Sí, así es.

Yo puedo ponerte los cuernos y tu te aguantas, ¿verdad?

Sí, sí… Lo que tu

Jorge estaba absolutamente conmocionado. La situación lo superaba. Deseaba desesperadamente vivir lo que estaba viviendo, pero le resultaba totalmente increíble que Alicia plantease una situación así. Ella no era así, no lo era… Pero por muy aturdido, confundido y perplejo que estuviese, no podía más que rendirse a la evidencia…, y a su mujer…, y a su amante.

Vas a ser tu y vas a vivir tu vida – dijo Alicia marcando los dos "tus" de la frase, mientras le plantaba el pie en la cara, que Jorge besó repetidamente con devoción inusitada.

Alicia llamó por el móvil y luego condujo a su marido a la habitación de los invitados. Le colocó un antifaz de noche, asegurándose que no veía nada. Jorge quedó allí quieto, a cuatro patas, junto a la puerta, que Alicia cerró. La habitación de invitados daba al salón comedor, de tal forma que Jorge puedo escuchar, amortiguadamente pero con claridad, el sonido del timbre de la puerta, los saludos, los besos, los pasos, las risas… Oía perfectamente la voz de su mujer, agradeciendo los piropos y halagos que profería aquella otra voz llena, intensa, descaradamente masculina, ofensivamente varonil, que llenaba la estancia contigua y el cerebro de Jorge.

¡Oh! Gracias, es precioso, absolutamente impresionante… - oía Jorge como festejaba Alicia el regalo que recibía de su amante, un anillo le pareció entender -. Yo también tengo el regalito para ti….

Cuando Jorge oyó estás últimas palabras, percibió la elevación del tono y el retintín de su inflexión en la voz, y se ruborizó enfebrecidamente. Había seguido el juego de sonidos, tenso y excitado, pero desde cierta ajenidad; pero de repente se vio en el centro de la escena y se sofocó sin remedio, casi estaba en pleno ataque de ansiedad, que solo tranquilizó un poco la voz suave, cariñosa de pareció, de su mujer cuando abrió la puerta.

Ven, sal de ahí, que te voy a presentar.

Jorge caminó a cuatro patas guiado por el sonido de los pasos de Alicia, hasta que topó con las piernas de su amante.

Bésale los pies, esclavo. Dale la bienvenida – escuchó Jorge que decía Alicia con una voz algo quebrada, no sabiendo decir si era de emoción o de alegría.

Jorge tanteó con las manos hasta dar con unos zapatos enormes. Inclinó la cabeza y besó el cuero rígido de ambos zapatones. Alicia le ordenó ponerse en pie y dar un par de vueltas sobre sí mismo, para que su amante pudiera ver bien el regalo que iban a compartir. Jorge metido en su papel, pero torpe de gestos y de mente por la intensidad de la situación y la oscuridad de sus ojos, la obedeció avergonzado. Cuando acabó la exhibición, oyó como Alicia invitaba a su amante a sentarse en el sofá y como lo llamaba a él para que se colocase a los pies de ambos, cosa que consiguió sin dificultad pese a la ceguera.

Ahora dile quién es quién aquí y dile que ofreces, un regalo debe expresar todo su potencial.

Sí… Soy tu esclavo, Alicia; tu marido cornudo. Soy tu esclavo, señor. Os obedeceré siempre y en todo...

¿Señor…? ¿Quién ha hablado de señor…? – gritó Alicia sacándole el antifaz de golpe.

Jorge se quedó sin habla cuando vio que los enormes zapatos de cuero eran calzados por Regina. Las dos mujeres estallaron en una estrepitosa carcajada, aplaudiendo con gestos de alegría y victoria. Alicia apretó el botón de la grabadora y todos pudieron escuchar de nuevo las primeras palabras pronunciadas varonilmente por aquella voz inequívocamente masculina.

Jorge estaba allá, desnudo y arrodillado ante Regina y Alicia, escuchando también y, tras el susto inicial, se incorporó a la fiesta, riendo y aplaudiendo la broma, la gran mascarada que le habían montado. Me la habéis pegado bien, que brutas…, decía divertido y lleno de asombro, ladeando la cabeza una y otra vez, al tiempo que se incorporaba y se sentaba en el sillón, junto al sofá, y se cubría el regazo con un almodón en inconsciente acto reflejo de pudor.

¿Qué haces? – preguntó de repente Regina con el rostro serio y la voz con residuos de las anteriores risas. Ante el silencio y la evidente incomprensión del interpelado, prosiguió más seria: - ¿Que qué haces, te pregunto? ¿No oyes?

A Jorge se le asomaba una mueca en la cara. No tanto por la pregunta, sino por ver a las dos mujeres serías, mirándolo. De repente, rompió el silencio y la incomprensible situación.

Ha sido una broma impresionante… De verdad

¡Calla! Mira, Jorge, no nos toques las narices. No puedes ser tan estúpido. Aquí la única broma es el sexo del amante. Nada más. La amante soy yo y tu eres tanto o más cornudo que en la broma...

Hizo una pausa para acomodarse mejor en el sofá. Tomó aire, incorporó naturalidad y prosiguió su alegato tranquilamente.

Y desde luego tu únicamente eres un esclavo de mierda, nuestro esclavo de mierda. El regalo es auténtico, real y te aseguro que pienso disfrutarlo solidariamente con Alicia hasta el final… ¡Ponte inmediatamente de rodillas! Nadie te ha dado permiso para sentarte y taparte las vergüenzas.

Ahora sí que el nuevo giro dejó a Jorge absolutamente estupefacto y noqueado. Obedeció de inmediato y se postró ante Regina y ante Alicia. Ambas se lo miraron. Sácale esos zapatos, que deben molestarle, dijo con naturalidad Alicia, cogiendo la mano de Regina y llevándosela a la boca para cubrir de besos sus yemas. Jorge le sacó aquellos horribles zapatones y vio aparecer los dos piececitos delgados y pequeños de Regina enfundados en unos deliciosos calcetines anaranjados. Al punto, absorto en la forma que dibujaban sus deditos en la lana y notando el abrazo y el beso que se regalaban mutuamente las dos reinas, recobró el tono, se sintió ajenamente cornudo y recuperó la erección reoyendo en su mente el "eres un esclavo de mierda" con la que Regina lo había puesto en su lugar.

Regina había tomado las riendas de la situación. Sus palabras y su actitud la excitaban a ella misma y empalmaban a Jorge. ¿Y Alicia? Alicia también se excitaba al ver a su marido dominado y humillado por Regina, todo lo que no le excitaba hacerlo ella.

En un momento fundacional como este hay que dejar las cosas claras. Hablemos un momento de los derechos del esclavo, ¿te parece tesoro? – acabó preguntando a Alicia girándose hacía ella.

Sí, claro… ¿Cuáles son? – preguntó Alicia.

Ninguno – respondió contundente Regina -. Ninguno… Salvo…, bueno, a la vida y la integridad física… ¿No es así?

Así es – respondió con timidez Alicia, sorprendida por la naturalidad con la que Regina manejaba todo aquello.

¿No es así, esclavo? ¿Algo que alegar…?

No, no.

Me gusta que todo el mundo lo entienda a la primera… Pero no solo Alicia y yo hemos recibido regalos. El esclavo también los tiene. Tráeme aquel paquete de allá.

Jorge le acercó el paquete, pero Regina le dijo que lo abriese él mismo. Era su regalo. Jorge se volvió a arrodillar, rasgó el papel y extrajo otros tres paquetes envueltos en papel de fantasía. Empezó por el alargado y aparecieron dos fustas. Esas van a ser muy útiles para tu adiestramiento y refresco de memoria, dijo divertida Regina, mirando la cara de susto de Alicia.

Luego las probaremos, ahora sigue con los regalos.

El segundo paquete contenía un collar de perro y dos correas. Todo un símbolo del poder conjunto, se atrevió a apuntar irónicamente la jurista. Regina rió con gusto al ver la osadía recién estrenada de su compañera de lecho, y ensartó ambas correas, dándole el extremo de una a Alicia. Las dos mujeres tensaron a un tiempo las correas obligando a Jorge a inclinarse hacia delante. Regina había tirado con más fuerza y Jorge estaba a punto de tener que apoyarse en las rodillas de la muchacha. Regina, con un ágil movimiento, flexionó la pierna y poniéndole el pie en la cara, lo enderezó de un empujón.

El esclavo abrió el último regalo. Sacó el artilugio de la caja, tardando unos instantes en ver de lo que se trataba.

¿Qué es esto? – preguntó Alicia, intrigada.

¡Ah! Querida… El collar y las correas era el símbolo del poder compartido… Esto ya no es un símbolo, es exactamente la materialización del poder real.

A Jorge le costó un poco ponérselo, porque pese al tiempo en que llevaba con erección ésta no había remitido del todo. Regina entonces introdujo la llave en la cerradura encastada en el metra quilato y dio la vuelta. Colgó del cuello de su amante una cadenita de la que pendía otra llave idéntica e hizo lo mismo con la suya en su propio cuello.

Tan pronto sintió el esclavo su pene enjaulado y viendo las llavecitas luciendo en el pecho de sus dominadoras, su miembro pugnó, con renovado impulso e inútilmente, por sobrepasar los límites de la prisión. Regina captó el momento en la expresión del esclavo, al tiempo que percibía la excitación de su compañera y, sin pensárselo dos veces, se dispuso a remachar el clavo.

Se levantó, estiró de la correa hasta que el esclavo estuvo en medio de la estancia en el gran espacio que había entre el tresillo y la mesa del comedor. Se puso detrás del cuadrúpedo y blandiendo la fusta con arabescos en el aire la dejó caer con fuerza en las blancas nalgas del cordudo humillado. Una vez y otra vez y otra. Regina era menuda y delicada, pero tenía nervio y el gimnasio había fornido una buena musculatura, discreta pero potente, bajo aquella piel inocente. En pocos minutos le había propinado una buena azotaina.

El rostro delimitado por el collar, la polla dura y encorsetada y las nalgas enrojecidas, acusaban cada nuevo fustazo con una convulsión. Todo su cuerpo se estremecía cuando los golpes se solapaban sin descanso. Regina sudaba, pero no paró hasta que consideró que hacía ya algunos trallazos que el dolor era solo dolor y que pasaba por encima de la líbido. Intuía muy bien la paradoja de una excitación anulada, pese a lo cual su recuerdo mantenía abortada cualquier reacción de resistencia o rebelión, máxime si éste era aún fresco, inmediato. Ese era el proceso que deseaba provocar: la absoluta dependencia del esclavo a su propia excitación, presente o en rememoración cada vez más distante. Era el punto omega, sin retorno, que las liberaría a ellas de estar pendientes de él. El esclavo tenía que interiorizarlo, hacerlo carne de su carne.

Regina invitó a Alicia con la mirada. Ésta se levantó, cogió su fusta y se colocó en el lado opuesto del postrado, frente a Regina. Atízale, tesoro, atízale sin miedo. Lo cierto es que Alicia no habría hecho nunca algo así sin tener ante sí aquella chica deliciosa que la instaba a hacerlo. Verla allí, tan poderosa frente a su marido, tan degradado por ella, le estimuló lo suficiente para que se fundiera con su amada, propinándole un fustazo en el culo de Jorge. Y aún otro.., y otro más. No pasó de tres, ni fueron excesivamente intensos, pero Regina los celebró como si lo estuviera desollando vivo.

Regina arrojó la fusta, tomó la mano de Alicia, la besó largamente en la boca, siendo generosamente correspondida por ésta y recogiendo la correa del suelo, tiró de ella haciendo que el esclavo las siguiera hasta la habitación de matrimonio. Le sujetó las manos a la espalda con la correa de perro y le ordenó quedarse de rodillas a los pies de la cama, justo en medio.

Ambas mujeres se desnudaron, una a la otra, ante los ojos fuera de sí del esclavo. Se introdujeron bajo la sábana y la gruesa manta de lana, y Regina con un golpe de pie las soltó por el fondo de la cama de forma que los cuatro pies femeninos quedaron a la vista del esclavo, justo a la altura de su pecho.

Lámelos, esclavo. Lámelos cuanto puedas – dijo Regina metiendo su cabeza bajo la sábana y refugiando su rostro en el pecho de Alicia, quien la abrazó apasionadamente, besándole el cabello que inundaba su cara.

Como el perro que se lanza a pillar al vuelo los huesos descarnados que caen de la mesa opípara de sus amos e invitados, como el perro que con fauces atentas y ensalivadas espera los desechos de los manjares del festín ajeno…, así estaba Jorge, el esclavo, pendiente del más mínimo movimiento de los pies de las amantes, para poder cazar con su lengua lacaya un talón, un arco, la punta de un dedo, y poder rendirle el tributo servil de un lametazo efímero e incompleto, interruptus, por el constante aleteo de las extremidades a las que ponían punto final con tanta precisión y sensualidad. Lamidas escasamente húmedas y absolutamente ignoradas por sus receptoras, recíprocamente absortas en ellas mismas, en su amor, en su pasión, en la presión de sus dedos, en su placer, totalmente ajenas al perro que intentaba recoger con gula frenética las migajas.

Justo cuando el jadeo perdía intensidad y los cuerpos de Alicia y Regina se distendían, dejando sus piernas relajadas, estiradas y en reposo; justo cuando el perro tenía a su merced aquellas dos parejas de apetecibles falos y se disponía a cumplir su función, aquella para la que llevaba toda una vida preparándose, la voz natural y dulce de Regina dejó sin objetivo la poca saliva que quedaba en la boca del famélico desdichado. Vete, déjanos solas… y cierra la puerta, oyó el esclavo como le ordenaban sin piedad.

Jorge, como un muñeco accionado por un resorte mecánico, sin pensamiento alguno ni atisbo voluntad, obedeció al instante, contradiciendo la plenitud de su deseo, abandonando la habitación que hasta hoy era la de su matrimonio, con los pasitos cortos de sus castigadas rodillas, balanceado con torpeza su torso, con los brazos tensos unidos en su espalda, notando la presión de la correa en sus muñecas, la del collar en su cuerpo y el intenso dolor de su miembro viril enjaulado y el de la frustración de sus atributos masculinos.

Como pudo cerró la puerta bajando la maneta con la boca, quedándose desnudo en el exilio, mientras oía los susurros y sonrisitas de las dos mujeres desnudas que habitaban la patria de la que había sido expulsado.