Las dos caras de Frank

El mal humor de mi padre cambió mi vida para siempre.

Las dos caras de Frank

1 – Emancipado

Hablé aquella tarde con Elton y me decía nervioso y feliz que estaría toda la tarde y toda la noche solo en su casa. Me invitó a irme con él, pero sabía que tenía que enfrentarme a unas normas que me iban a prohibir pasar con mi niño querido toda la noche.

Aún así, me duché, me vestí y me puse guapo para él; lo que pasara cuando bajase las escaleras sólo podría obligarme a subir otra vez a mi dormitorio y dejar toda aquella ropa nueva en su sitio, hacerme una paja pensando en mi niño y meterme en la cama a llorar sin cenar.

Al bajar el primer peldaño, me costó trabajo tomar aire; me asfixiaba. El temor que le tenía a mi padre era muy superior al que cualquiera pueda imaginarse pero mi amor por Elton podía más que todo eso.

  • ¡Eh, gusano! – oí detrás de mí - ¿Adónde coño te crees que vas?

  • ¡No, no, papá! – disimulé -; quiero sentarme un poco en el jardín a respirar ¡El asma me va a matar!

  • ¿El asma? – sacó su sarcasmo - ¿Desde cuándo te preparas tan bien para salir a tomar aire? ¡Evidentemente, me crees gilipollas!

No pude soportar aquellas frases. Aunque siempre solucionaba estas cosas con algunas palabras pero siempre acababa obedeciendo órdenes, saqué de dentro lo que nunca había mostrado: mi propio yo.

  • ¡Voy a dar una vuelta! – le alcé la voz - ¿Tampoco puedo respirar aire limpio dando un paseo?

  • Dando un paseo y para ligar, ¡embustero! – no levantó la vista de la revista - ¡No te quiero por ahí dando vueltas para ligarte a una puta asquerosa!

  • ¿Sabes una cosa, papá? – me acerqué despacio - ¡Ya soy mayor de edad! No tengo por qué darte explicaciones. Sólo voy a decirte una cosa; ni voy a ligarme a una puta ni voy a llegar tarde, si es eso lo que tanto te preocupa ¡No vas a perder a tu único hijo!

  • ¡Está bien! – contestó sin expresión - ¡Eres mayor de edad!

Hubo un silencio largo y me quedé pasmado mirándolo. Estaba acostumbrado a que después de esas meditaciones venían los disparos.

  • Eres mayor, Dean; ¡es cierto! – sonrió - ¡Los dieciocho años te dan derecho a tomar tus propias decisiones! Pero ocurre una cosa… ¡Ocurre que mientras estés viviendo debajo de mi techo y comiendo de mi trabajo, aquí las órdenes las doy yo! ¡Si sales por esa puerta ahora, sales para siempre! ¡Eres mayor de edad! ¡Búscate ya tu propia vida!

Primero pensé en arreglar las cosas. Como siempre, tendría que bajarme los pantalones: «¡Sí, papá!». Y nunca iba a conseguir estar junto a Elton más de media hora. Mi otro yo volvió a salir y cambié mi futuro para siempre. Me volví despacio, caminé hasta la puerta de salida y, ya abierta, le dije en voz alta: «¡Adiós, papá; hasta nunca!».

2 – Desde cero

Al cerrar la puerta y salir de la casa, me volví para darle un último vistazo. Tenía algo de dinero, mi documentación, el teléfono y lo puesto. Estaba seguro de que si volvía haciéndome el arrepentido no iba a conseguir sino unas órdenes más severas. Pero… ¿cómo iba a buscarme la vida?

Caminé por la acera despacio. Hasta la casa de Elton había que andar más de dos kilómetros y atravesar un parque nada seguro. Apreté el paso para no cruzar entre la arboleda al anochecer y tuve que detenerme a sacar mi aspirador.

  • ¡Oh, no, joder! – gemí - ¡El Ventolín! ¡Lo he dejado en casa! ¡Me asfixio!

Me senté muy despacio en un banco bajo un árbol y traté de calmarme.

«¡Ya lo sabes Dean! Siempre que tengas esos síntomas usa el aspirador, pero procura siempre relajarte ¡Procura relajarte casi hasta dormirte!»

Me dejé caer despacio en el banco y encogí mis piernas. Mi respiración tardó mucho en normalizarse. Tenía que incorporarme y seguir andando despacio para no caer en otra crisis. Muy asustado, casi sin vida, salí por la verja de los jardines, pero aún tenía que andar un kilómetro más. No llevaba dinero bastante para comprar Ventolín e imaginé que ninguna farmacia me iba a vender aquello sin receta, así que, como pude, seguí caminando.

Al volver la esquina que da a una plazoleta peatonal, ya casi de noche, oí un ruido extraño que salía de detrás de unos arbustos. Alguien lloraba sin consuelo. Miré a todos lados y no vi a nadie ¡Podía estar pasando algo! ¿Pero cómo iba yo a solucionar nada con el problema (o los problemas) que ya llevaba encima? No lo pensé. Fui dando pasos lentamente acercándome a los matojos y alargando mi cuello para ver sin ser visto. Tras aquellos arbustos, sentado en el suelo terrizo, había un hombre maduro de buen aspecto que lloraba desesperadamente y trataba de taparse la cara con sus manos, con el brazo o con la chaqueta.

Lo miré asustado y no decía nada. Sólo hacía gestos para taparse; para que no le viese la cara; como si me dijera que le dejase en paz. No podía hacer eso.

  • ¡Señor! – casi no podía hablar - ¡Puedo ayudarle!

  • ¡No! – susurró entre llantos - ¡No puedes ayudarme! ¡Vete a casa, hijo!

  • No puedo irme a mi casa, señor – le dije -, pero sí puedo ayudarlo ¡Dígame si puedo hacer algo por usted!

Entonces ocurrió algo que no esperaba. Aquel hombre, conteniendo un poco su angustia, fue bajando poco a poco su chaqueta y pude verle los ojos casi en la oscuridad ¡Era un hombre guapísimo! Parecía una persona educada y de dinero ¿Qué hacía allí escondido y llorando como un pordiosero?

Cuando me vine a dar cuenta, estaba apoyándose en la tierra para levantarse.

  • ¡Le echaré una mano! – me acerqué a él - ¡Puedo ayudarle!

  • ¡No, no, muchacho! – dijo - ¡No puedes solucionar mi problema! Pero no esperaba nunca que alguien se preocupase por mí ¡Menos un chico como tú! ¿Qué haces por aquí solo a estas horas? ¡No hay nadie! ¡Corre! ¡Por aquí hay mucho peligro!

  • No me voy a ir sin usted, señor – le dije -; por lo menos déjeme acompañarle a algún sitio… algún sitio

No podía seguir hablando y me caía asfixiado. Aquel hombre se acercó a mí corriendo y me cogió por la cintura.

  • ¡Tranquilo, chaval, tranquilo! – dijo asustado - ¡Me parece que el que necesitas ayuda eres tú! ¡Vamos a sentarnos en aquel banco!

No podía hablar y le decía por gestos que me asfixiaba. Apretó mi cabeza a su pecho y me llevó hasta el asiento.

  • ¡Mi problema puede esperar! – dijo - ¡Esto no! ¡Dime qué hago! ¿Qué te pasa?

Saqué de mi bolsillo un papel y escribí como pude: Ventolín.

  • ¡Oh, no, Dios mío! – parecía buscar algún lugar - ¡Vamos, chico! ¡Ven conmigo! ¡Siéntate donde yo estaba y relájate! No hagas ruido; no llames a nadie ¡Vuelvo enseguida!

No sé el tiempo que pasó, sólo sé que sentía aquello de siempre: se me iba la vida y no tenía mi medicina. Aún había algo de luz cuando vi unos pies con zapatos muy lujosos ¡Era aquel hombre! Se agachó, tomó mi cabeza y me incorporó. En la otra mano traía un bote de Ventolín.

  • ¡Vamos, hijo, vamos! – se asfixiaba de correr - ¡Aspira, aspira!

3 - Entonces fuimos dos

Iba respirando con más normalidad cuando me ayudó a levantarme y, disimulando su pena, me llevó cogido por la cintura y andando despacio.

  • ¡Lo primero es lo primero, chico! – me decía - ¡Mi problema no deja de ser grave, pero primero hay que solucionar esto! ¡Mira!

De su bolsillo sacó una caja de Urbason ¿De dónde y cómo había obtenido aquel hombre mis medicinas?

Entramos en una casa (ya cerca de donde vivía Elton) y un hombre mayor nos dejó pasar y me preparó un sitio rápidamente.

  • Soy médico, chico – dijo -; no temas que no va a pasarte nada. En cuanto oí tu voz supe lo que te pasaba. Voy a inyectarte esto. Cuando estés mejor, puedes volver a casa, pero no cruces por ese lugar.

  • ¡No voy a casa, señor! – le dije - ¡Mi amigo vive aquí cerca!

  • Yo te acompañaré ¡No vas ir solo!

  • Voy a ayudarle y acaba usted ayudándome a mí – sonreí - ¡No entiendo esto!

Por su mirada, supe que mi nuevo amigo no quería que hablase de su problema allí. En cuanto estuve mejor, le dio las gracias a aquel señor mayor y nos despedimos en la puerta.

  • Iba hacia allá – le señalé la calle -, pero le dejo acompañarme si me dice qué le pasaba y me deja ayudarle.

  • Mi problema no tiene solución, chico – pensó en voz alta -; lo tuyo no era nada más que una crisis que yo podía solucionar.

  • Nadie tan elegante como usted – le dije – se tira en el suelo como un perro a llorar detrás de unos arbustos ¡Cuénteme lo que le pasa! ¿Usted sabe si tal vez yo tengo una solución a eso que usted no se la ve?

  • Me llamo Frank – se paró y extendió su mano - ¿Cómo te llamas?

  • Dean, señor – agaché mi vista -; iba a casa de un amigo, quise ayudarle y

  • ¡Vamos, vamos, guapo! – me sonrió -; sigue a casa de tu amigo y pásalo bien ¡Cuídate y lleva siempre encima eso! Cuando yo haya llorado y pataleado a solas varias veces, iré olvidando mi problema ¡Se solucionará solo!

  • ¿Va a su casa?

  • ¡No! – fue escueto - ¡Mi casa está muy lejos!

  • Pues esta es la casa de mi amigo – le señalé la puerta - ¿Quiere pasar un poco y tomar algo? ¡No me gustaría que se fuese así! Si no puedo ayudarle, al menos lo he sacado de aquel escondrijo, pero… ¡es que me ha ayudado usted a mí! ¡Pase y tome algo con nosotros, por favor!

  • ¡Mira, Dean! – pensó -; voy a entrar y tomar algo con vosotros, pero no quiero que se hable de ningún problema: ni del mío ni del tuyo ¡No le digas a tu amigo que te ha dado una crisis en la calle, que yo te he ayudado o que tengo problemas! ¡Tomemos esa copa!

Lo abracé por instinto y sus manos recorrieron mi espalda. Conocía muy bien aquellas caricias ¡No eran ni las de un abrazo corriente ni las de alguien que quiere aprovecharse del abrazo! Llamé al timbre y abrió la puerta Elton con su bata.

  • ¡Oh, lo siento! – exclamó - ¡No sabía que traías visita! ¡Me pondré algo!

  • ¡No hace falta Elton! – le grité -; abre la verja que es un amigo de confianza.

Mientras abría la verja, en voz baja y rápidamente, Frank me miró sonriente.

  • Os gustaría ser pareja, ¿verdad? ¡Sois tan jóvenes!

  • ¿Cómo sabe eso? – lo miré asustado - ¿Quién es usted?

  • No soy «usted» - dijo -, soy «tú» ¿De acuerdo?

  • ¡Sí! ¡Entremos!

4 – Y llegó el tercero

  • Os he dicho que no me molesta nada – dijo Elton reluciente -; además, Dean, no me traes estas cosas todos los días

Frank nos miró un tanto extrañado, pero no comentó nada; y yo sabía lo que pensaba.

  • ¿Es guapo, verdad? – le pregunté - ¡Es médico!

  • No hablemos ahora de mi trabajo, chicos – dijo con paciencia - ¡Yo no hablo de vuestros estudios!

  • Somos unos jóvenes inexpertos, Frank – le dijo Elton con segundas - ¡Perdona nuestra necedad!

  • ¡Sois muy guapos! – parecía feliz - ¡Quién tuviera ahora vuestra edad y fuera así de necio! Pero ya que me he tomado la copa a la que me ha invitado Dean, mi olfato me dice que os gustaría estar solos – se levantó - ¡Os agradezco mucho este rato tan ameno! ¡Nunca lo olvidaré!

  • Me parece, Frank – me arriesgué -, que el necio estás siendo tú ahora.

  • ¿Yo? ¿Os molesta lo que os digo?

  • Nos molesta que te vayas así… ¡sin más! Tú mismo has recorrido mi espalda como no todo el mundo sabe hacerlo; tú mismo reconoces que somos guapos; tú mismo dices que te gustaría ser otra vez joven como nosotros. Sinceramente: nos vamos a la cama un rato, ¿te vienes?

  • ¡Chaval, eres directo! – bajó la vista - ¡No puedo negar que casi me lees el pensamiento!, pero no pienso meterme donde no me llaman.

  • ¡Pues te estamos llamando los dos, Frank! – dijo Elton sensualmente - ¡Quédate sólo un ratito más con nosotros! ¡Tenemos luego toda la noche! Hoy no hay nadie aquí y vamos a pasar la noche juntos. Esto de vivir con los padres nos mata.

Asintió sólo levantando la vista, mirándonos y sonriéndonos. Ya que estaba levantado, se acercó a nosotros, echó un brazo por encima de cada uno de nosotros y puso su cabeza en medio para hablarnos en voz baja.

  • Sois más listos de lo que yo pensaba. Me voy a la cama un rato con vosotros, pero luego tengo que marcharme ¿Se acepta?

  • ¡Claro! – lo miramos alucinados - ¡Vamos arriba! ¡Déjanos quitarte ese traje! ¡Déjanos descubrir poco a poco tu cuerpo!

  • Vosotros dais las órdenes, amigos – nos apretó los hombros -; ¡estoy en vuestra casa!

Subimos muy ilusionados al dormitorio y Frank estaba siempre entre nosotros y nos besaba a uno y a otro ¡Nos dejó desnudarlo! Conforme íbamos viendo su cuerpo, nos íbamos dando cuenta de que era el cuerpo que merecía aquel rostro maduro y bellísimo. Nos sentamos en la cama en silencio y ya en calzoncillos. Los tres estábamos visiblemente empalmados; las telas abultadas nos delataban.

De pronto, después de mirarnos pícaramente, nos empujó hacia atrás y comenzamos un ataque furioso contra él. Tirábamos de sus calzoncillos para quitárselos, le pellizcábamos la polla mientras reía y lo empujamos hasta ponerlo boca arriba.

  • ¿Me vais a martirizar?

Comenzamos a besarlo desesperadamente y acabamos besándonos los tres mientras nos bajábamos, como podíamos, los calzoncillos. Los tiramos por los aires y, sin acuerdo ninguno, me senté sobre su polla dura buscando la punta ¿Dónde estaba? ¡La quería dentro!

El fresco de Elton también se buscó su sitio. Me daba la espalda sentado en su pecho de poco vello. Su polla (lo veía a veces con dificultad bajo sus piernas) caía sobre su boca. Cuando noté que entraba en mí, se incorporó un poco Elton y puso su vientre sobre su cara. Frank abrió la boca, se la cogió con suavidad y comenzó a chupar. No duró demasiado aquel carrusel; los tres estábamos demasiado salidos. Nos corrimos entre estertores. Simplemente, poniendo mi mano sobre la espalda de mi amorcito, me hice una paja de pocos segundos ¡Nos pusimos perdidos!

  • ¿Me dejaréis ducharme, no? – nos acariciaba Frank - ¡No voy a vestirme así de pringoso!

  • Te daré una toalla y lo que necesites – le dijo Elton -, pero de aquí no sales sin decirnos, por lo menos, tu teléfono.

  • ¡Mejor aún! – nos dijo yendo al baño - ¡Os voy a confesar un secreto, pero necesito que me hagáis un favor!

  • ¿Por qué no? – nos miramos - ¿A que le haremos todos los favores que nos pida, Elton?

  • Voy a ducharme solo, chicos – dijo antes de cerrar -; esperadme en el dormitorio ¡Os ayudaré a ser felices!

5 – El tercero se nos fue

Mientras se duchaba, echados desnudos en la cama y haciéndonos suaves caricias, le dije a Elton lo que me había pasado en casa, pero no le conté cómo encontré a Frank ni cómo me ayudó ¡Sé cumplir mis promesas!

  • Esta noche estaremos juntos, amor – me dijo mi niño -, pero mañana, después del almuerzo vuelven mis padres ¿Qué vamos a hacer? ¡Podríamos pedirle ayuda a Frank!

  • ¡No, no! – me asusté - ¡No le digas a Frank nada! No quiero ponerlo en compromisos

  • Pensaremos

Poco después, entraba Frank sonriente (aún se le notaban los ojos rojizos y bastante hinchados) y comenzó a contarnos cosas muy divertidas hasta que tocó un tema que nos dejó mudos.

  • ¿Qué importancia tiene que seáis tan jóvenes? ¡Molesta vivir con los padres! Si ellos hubieran estado aquí, yo no hubiera sido tan feliz; todavía lo soy. Esto os lo debo. Con dinero podríais vivir juntos y sin aguantar a nadie.

Cuando se puso la chaqueta, sacó del bolsillo una cartera, la abrió y nos dio una tarjeta.

«Frank Gousse, Jr.» Efectivamente era doctor y supuse que la dirección era la de su consulta. Entonces volvió a hablar.

  • Ahora voy a pediros el favor que os dije, amigos. Entre las tres y las cuatro de la mañana tenéis que ir a esa dirección; ¡sí, sí, a esa que pone en la tarjeta! ¡Toma, Dean! – me tiró unas llaves - ¡Tú abres, coges un maletín bastante grande que hay sobre el sofá de la entrada y os lo traéis aquí! ¡Y tú, Elton, serás el tesorero! ¡Toma bastante dinero suelto para ir hasta ese lugar en taxi! Dile al taxista que os espere; dale algo a cuenta si fuese necesario. En cuanto tengáis el maletín volvéis a casa. Aquí, en la mesilla, os dejo esta clave. Cuando lleguéis, la ponéis en la cerradura del maletín ¿Prometido?

  • ¡Lo que digas, Frank! – dijo Elton un poco extrañado -, pero vamos a quedar para mañana.

  • Ahí está mi teléfono – señaló la tarjeta sonriendo -; ¡llamadme! Y… ¡sed muy felices! ¡Os dejo ahora!

  • ¡Te acompañamos abajo!

Nos besamos bastante antes de abrir la puerta y, cuando se volvió después de salir, ya iba llorando otra vez. A Elton le extrañó bastante; me lo dijo luego, que le había notado en los ojos que había estado llorando.

  • ¿Y ahora que hacemos, amorcito? – pellizqué a Elton - ¡Tenemos que salir a las tres de la madrugada!

  • ¡Coño! – contestó seguro - ¡Follamos hasta las tres, vamos a por ese maletín, vemos lo que tiene y seguimos follando! ¿Qué?

  • ¡Que acepto!

Ni que decir tiene que ya era tarde, así que sólo nos dio tiempo a echar un buen polvo. Era curioso ¡Echábamos de menos a Frank!

Nos duchamos juntos y muertos de risa, nos vestimos, nos abrigamos y salimos a buscar un taxi. En la esquina había varios. Era una parada. Tomamos uno, le advertimos al conductor que debería esperarnos y (nos vería caras de buenos) nos dijo que esperaría con gusto.

La casa y la consulta eran muy lujosas. Tal como nos dijo, en un sofá de la entrada había un maletín que, no sólo era un poco grande, sino que pesaba un quintal. Volvimos a la casa mirándolo y extrañados.

  • ¿No será una bomba? – me dijo Elton asustado al oído.

  • ¡Fantasioso!

Subimos a por la clave en vez de subir el maletín y pusimos los números en la cerradura. Cuando se abrió, tuve que sacar el Ventolín y aspirar agarrado a Elton.

Dentro del maletín había una enorme cantidad de dinero y, encima de éste, había una metralleta pequeña.

  • ¡Con razón pesaba! ¡Hay un papel escrito; yo no lo cojo, que hay que tocar el arma!

Tomé el papel con cuidado y comencé a leer algo con dificultad. Era su letra; la letra de un médico, claro.

«Tenéis vuestra vida resuelta. Esconded el arma».

Cuando desperté por la mañana, me llamaba Elton a gritos.

  • ¡Corre, Dean, corre a ver esto!

En la pantalla del ordenador se veía la foto de Frank.

«Como se esperaba, el doctor Gousse apareció anoche muerto. Se desconoce el paradero del dinero y de la mafia que quería hacerle chantaje»