Las desventuras de Virginia (y 4)

Virginia se inicia en el mundo laboral...

  • Estoy muy nerviosa – dijo, mientras se ajustaba una cinta blanca en el cabello.

  • ¿Es tu primer trabajo?

  • Sí, la verdad es que sí – Virginia se volvió y sonrió a Sonia; era una de las monitoras más expertas, y le enorgullecía que le prestara atención y que se interesara por ella.

La otra, sentada en un banco del vestuario, le devolvió la sonrisa y siguió atándose los cordones de sus deportivas:

  • Tranquila; ya verás que no es para tanto.

Podría serlo o no podría serlo, pero sentía que su corazón ya palpitaba medio desbocado: quería quedar bien a toda costa, asegurarse ese trabajo y poder dedicarse a lo que más le gustaba… Sólo tenía 17 años y era su primera oportunidad…, y debía aprovecharla.

  • Quiero hacerlo bien y triunfar aquí – dijo Virginia en voz alta, mirándose en el sucio espejo de su taquilla.

Sonia levantó de nuevo su cabeza y dirigió su mirada a Virginia; "esta niña es tonta", se dijo. Su única ilusión era abandonar aquel lugar cuanto antes: las colonias con niños y niñas desarraigados, con problemas familiares y afectivos, no eran la meta de su vida. Aquella chica se volvió hacia ella y casi le gritó:

  • ¿Crees que daré el pego?

La sonrisa bobalicona que le mostraba le confirmó la sensación de que su nueva compañera era bastante estúpida; de todos modos, hizo un esfuerzo y se dignó a mirarla con calma: el bañador negro se aferraba a su cuerpo realzando las generosas curvas de sus caderas; el trasero era respingón, de nalgas exuberantes; por contra, sus pechos no eran abundantes, aunque no desmerecían su figura: seguramente, el nacimiento de sus tetas, cuyos grandes pezones insistían en marcar su forma, sería más que agradable a los ojos masculinos. La melena castaña, que caía en ondulaciones hasta el final de los tirantes del bañador, enmarcaba un bonito rostro desmerecido un poco por una nariz afilada, pero de ojos verdes y carnosos labios.

  • No te preocupes – contestó la pelirroja Sonia – Venga, ponte las deportivas y vamos a la reunión.

Virginia se apresuró a obedecer y siguió como una perrita a su compañera; de pronto, a medio camino, se cruzaron con un hombretón de horrible rostro deforme y elefantino, que emitió un gruñido como saludo. Virginia cogió del brazo a Sonia y le susurró al oído:

  • ¿Quién es ese monstruo? ¡Es horroroso!

  • Es Augusto – le respondió – Es algo retrasado y huraño, pero buena gente. Tuvo una enfermedad, no sé cuál, y de ahí su cara.

Virginia volvió la cabeza: de espaldas parecía un armario andante; sintió un escalofrío.

La reunión sirvió para señalar a monitores y monitoras el grupo del que debían hacerse cargo, y para concretar el objetivo del día: llegar a cierta colina siguiendo un plano topográfico; el primer grupo en llegar recibiría un premio. Virginia se veía ya triunfadora y alabada por todos, pero, cuando recibió una copia del plano, se quedó a cuadros: no entendía nada de lo que se representaba en él.

Si el plano la había desanimado un poco, la puntilla a su previo optimismo se la dio el grupo de chicos y chicas que le habían asignado: rondarían los 14 años, y parecían verdaderos delincuentes. Unos gritaban, otros fumaban, algunos se peleaban y los había que se besaban y toqueteaban, totalmente indiferentes a sus intentos de presentarse o llamar su atención. Desesperada, decidió hacer lo que le habían enseñado: coger un cabeza de turco y volcar en él todo su enfado; lamentablemente, escogió al líder del grupo. A pesar de que éste la miró con cierto desdén, consiguió que la situación se calmara y pudo transmitir las instrucciones, entre la indiferencia de todos ellos.

Con Virginia al frente, empezaron a andar; no se sentía muy segura, pero por el rabillo del ojo vio que la seguían y se tranquilizó, ajena a la conversación de José, el líder:

  • Ese culo gordo me las va a pagar.

  • Tiene un buen trasero, sí señor – respondió Julián, que iba a su lado.

  • Ésa es una vaca gorda – repitió José – Y le daré su merecido.

  • Pero si está muy buena, tío – insistió otro que le había oído – Aunque yo me apunto a joderla.

  • Sí, yo también – terció una chica con gafas – Es una creída; y tienes razón, José… Mucho culo y poco de aquí – añadió tocándose una más que respetable teta.

  • Bueno, chicos; dejadme pensar – guiñó un ojo José.

Y así fueron avanzando, entre risas y charlas de las que Virginia, aislada, no participaba; de vez en cuando, se detenían mientras ella observaba con desesperación el plano: por mucho que lo intentara, no sabía dónde estaban. A la tercera parada, se armó de valor y sonó por primera vez su voz, indecisa y algo chillona:

  • Perdonad, chicos… ¿Alguien podría ayudarme con el mapa?

Se hizo un silencio gélido; diversos pares de ojos, burlones y desdeñosos, se clavaron en ella; se sintió nerviosa y el corazón empezó a latirle con fuerza:

  • Bueno, ¿qué? – casi gritó.

  • Yo mismo, si no te importa.

Virginia miró agradecida a José, que se le acercó y tomó el plano, para mirarlo con gran seguridad.

  • Ahora es por ahí – dijo, señalando hacia un bosque a su izquierda.

  • Gra… gracias – sonrisa bobalicona - ¡Venga, adelante, que ganaremos!

Y empezó a menear su trasero en aquella dirección; José se apresuró a ponerse a su lado y entabló conversación: le preguntó su nombre completo, cosas de su vida, etc… A Virginia empezó a gustarle aquel chico e iba ganando confianza en sí misma; ahora le sabía mal haberle gritado, pero ya no había remedio…, aunque el muchacho parecía haberlo entendido. Llevarían unos diez minutos andando entre los árboles cuando José le dijo:

  • Parece que no caes muy bien en el grupo.

  • Ya lo sé – unos ojos verdes le miraron un instante -. Me gustaría que fuésemos como una piña, pero no sé cómo hacerlo – confesó.

  • Quizá yo lo sepa.

Virginia se detuvo:

  • ¡Alto! – alzó la voz – Vamos a descansar un poco.

No hubo protestas; inmediatamente, todos se sentaron o se echaron al suelo.

  • ¿Te sientas conmigo y me lo explicas? – imploró a José.

  • Claro – respondió aquél.

Se sentaron un poco aparte; Virginia, con los brazos cogiéndose las piernas y mostrando su poderoso muslamen, acercó su cabecita a José.

  • Dime

"Madre mía… Vaya puta la vaca ésta", pensó el chico, que dijo:

  • Tienes que ganarte su confianza.

  • Pero, ¿cómo? – insistió Virgi.

  • Son muy brutos… Sólo hay una manera – siguió muy serio José -. Te advierto que no es muy agradable y, aunque lo han hecho todos los monitores, no todos han superado la que llamamos "prueba de la confianza".

  • Sigue, sigue… - se interesó la chica, deseosa de triunfar.

  • Verás… La llamamos también la prueba del árbol… Va de que te dejas atar a un árbol y luego hacemos que nos vamos…, pero a los cinco minutos regresamos y te desatamos – la miraba fijamente; había sinceridad en sus ojos.

Virginia dudó:

  • Uy…, no sé

  • Ya te digo – continuó el chico -. No hay otra manera.

La chica apretó los labios para pensar: era cierto que le habían dicho que la confianza del grupo era un pilar para el éxito; dirigió su mirada hacia el chico y lo que le pareció ver fue decisión y franqueza.

  • De acuerdo – sonrió - ¿Seguro que funcionará?

El muchacho se animó:

  • ¡Al cien por cien! ¡Eres una chica valiente!

Virginia se sintió halagada; cuando vio que José se disponía a levantarse, lo cogió por un brazo y le dijo:

  • ¿No retrasará mucho nuestra misión?

  • No te preocupes – respondió ya de cuclillas, mirándola fijamente con sus ojos marrones -. Serán cinco minutos y, luego, perderán el culo por que lleguemos los primeros… Los conozco bien – ahora sonreía – y son los mejores… Has tenido suerte en tu primer día.

Suavemente se desasió de su mano y se puso de pie.

  • ¿Qué harás ahora? – inquirió una esperanzada Virginia, que se veía ya coronada como la mejor monitora del campamento.

  • Tranquila, déjame a mí – José la miraba sonriente desde lo alto -. Lo haremos en la próxima parada. Mientras, iré hablando con ellos y explicándoles tu valiente decisión. Con eso, ya muchos te admirarán, Virgi.

El hecho de que pronunciara su nombre le produjo una agradable impresión: era como un primer paso hacia lo que más deseaba, hacerse suyo el grupo. Muy animada, se pudo en pie y gritó:

  • Venga, chicas y chicos. ¡Adelante! ¡El triunfo es nuestro!

De nuevo se pusieron en marcha avanzando por entre la espesura, más o menos en línea recta. Virginia no cabía en sí de gozo y, obviando la prueba que debía pasar, sólo fantaseaba con la admiración que se granjearía entre sus compañeros. De vez en cuando echaba la vista atrás y veía a José hablando con éste o aquélla…, cumpliendo su promesa. "Soy única ganándome a los chavales. Será mi simpatía natural", se dijo repleta de orgullo.

Al cabo de un cuarto de hora, José se puso a su altura y le hizo una seña con las cejas, a la que ella contestó divertida; desesperado, el chico hizo unos aspavientos con los brazos que la descolocaron y la obligaron a mirarle interrogativamente

  • ¡Ya!, parémonos. Es el momento – masculló el muchacho.

  • Uy… ¡qué tonta soy! – susurró ella - ¡A ver! ¡A descansar!

Se fueron deteniendo, formando un círculo a su alrededor; José se adelantó y dijo:

  • Como os he dicho, nuestra monitora está dispuesta para la prueba.

Virginia dio un respingo: se había olvidado completamente de aquello; con una sonrisa forzada, añadió asintiendo:

  • Sí, chicos: estoy dispuesta. Confío en vosotros y espero que también

  • Ese árbol servirá – cortó su indecisa perorata el chico.

Las miradas se dirigieron hacia un árbol que tenía un par de ramas en forma de uve; se encaminaron hacia él, aunque Virginia no las tenía todas consigo:

  • ¿No me haréis daño, verdad?

  • ¿Ahora con remilgos? – José se había vuelto hacia ella – Queremos creer en ti.

"Sé valiente. Aquí te juegas tu futuro", y, algo nerviosa, se acercó al árbol.

Las acciones se sucedieron con sorprendente rapidez: dos chicos se habían encaramado a las ramas luciendo en sus manos unas gruesas sogas de esparto que, tras levantar Virginia los brazos a instancias de José, enrollaron alrededor de sus muñecas y aseguraron con fuertes nudos, dejándola de puntillas.

  • ¡Aaaay! ¡Esto duele! – protestó Virginia - ¡Estoy muy incómoda! ¡Ay! – se quejó meneando sus poderosas nalgas en busca de una mejor posición.

Los chicos de las ramas ya habían desaparecido: delante de sus ojos sólo había el rugoso y áspero tronco; oyó como los pasos de sus pupilos se alejaban entre risitas

  • ¡No tardéis mucho! – gritó, empezando a sudar - ¡Confío en vosotros!

Al cabo de un cuarto de hora, las cuerdas habían enrojecido de manera brutal sus muñecas; los brazos estaban entumecidos… Todo el cuerpo le dolía, pero no podía parar de moverse sobre sus puntillas; sudaba ya copiosamente y, aunque había intentado darse la vuelta, la distancia entre las ramas se lo impedía… En sus esfuerzos por acomodarse, se había dado ya varios golpes dolorosos contra el tronco y casi se había descoyuntado los hombros… La desesperación empezó a adueñarse de ella:

  • ¡Chicos! ¡Chicos! – chillaba ya como una loca - ¡Ya está bien! ¡Soltadme! ¡Socorro! ¡Socorro!

Pero nadie contestaba a sus lamentos: lágrimas mezcladas de rabia y de dolor acudieron a sus verdes pupilas: no sabía qué hacer y empezaba a intuir que quizá aquellos muchachos no regresarían… Pensó también en lo que significaría pasar la noche allí, en los animales, en los insectos

-¡Socorro! ¡Socorro! – con renovados esfuerzos, se meneaba intentando liberarse de las terribles cuerdas.

Oyó unos pasos a sus espaldas.

  • ¡Por fin! – respiró aliviada - ¡Soltadme, por favor! ¡Estoy destrozada!

Notó confundida que una mano le acariciaba los cabellos y le sacaba la cinta con suavidad…; luego, cómo la desgarraban.

  • ¿Qué…? – no pudo decir nada más; alguien le puso la cinta en la boca y se la apretó brutalmente para atársela en la nuca.

  • Mmmm…. mmm… - protestó, intentando girar la cabeza: los ojos se le llenaron de horror, de espanto; el corazón se le heló… Era el monstruo, el vigilante subnormal, el que la miraba con una horrible mueca:

  • Eres muy guapa – oyó que le decía con aquella voz de retrasado.

Empezó a moverse frenéticamente; pequeñas gotas de sangre salían de sus muñecas debido a la tirantez de las sogas. Augusto le acarició una mejilla:

  • No te asustes. Yo te quiero.

El terror se apoderó de Virginia; quería chillar, pero la cinta se lo impedía. Casi no podía ya moverse. Mientras, el monstruo había liberado su cipote: un miembro enorme, enhiesto, semejante a un grueso palo nudoso; se pegó a ella y le hizo notar el poderoso pene entre las nalgas, en la raja del culo. Friccionaba su cuerpo, se removía con una respiración entrecortada y babeante que retumbaba en los oídos de la dolorida Virginia.

  • Mmmm…, mmmm… - se debatía intentando librarse de aquella pesadilla, pero las fuerzas la iban abandonando. Alzó la cabeza, moviéndola a un lado y a otro para huir de los babosos besos que el horroroso ser daba en su cuello; a sus ojos, más ramas y pequeños regueros de sangre que descendían por sus brazos

Siguió restregándose en su trasero, empujándola contra el tronco; las poderosas manos del monstruo liberaron sus pechos del bañador y juguetearon con los pezones, pellizcándolos salvajemente y apretando sin compasión ni medida sus tetas. Era un tormento, un tormento añadido al que ya sufría por su forzada posición; las lágrimas manaban de sus pupilas. Aquella bestia seguía repitiendo:

  • Te quiero, te quiero.

De pronto, sacó sus manos y la empujó contra el árbol; el golpe fue brutal. Virginia notó que le estiraba el bañador, que se le clavaba en las caderas y se le hundía en el coño y que casi la levantaba del suelo. Todo el peso convergía en su cara y en sus tetas, que frotaban dolorosamente con el tronco. Un desgarrón, y el bañador quedó flotando al aire, partido en dos. Un fornido brazo la cogió por la cintura y la llevó hacia atrás… Sintió horrorizada que algo intentaba introducirse en su ano

  • Mmmm…, mmmm… - se debatió como pudo, meneando sus nalgas, que recibieron un espantoso y sonoro cachete.

  • No te muevas – resoplaba el monstruo -. Yo te quiero.

Y la agarró con tal fuerza de los cabellos que no pudo moverse más; el susurro de aquella voz anormal rozó sus oídos:

  • No quiero hacerte más daño.

El terror heló su corazón; quedó a su merced sin atreverse a hacer más movimientos. Notó como Augusto soltaba sus cabellos y como pasaba un brazo por su cintura y la agarraba con fuerza; sin duda, la otra mano dirigía el potente miembro de nuevo hacia su culo… ¡Dios! ¡Qué lacerante dolor le produjo cuando se empezó a introducir aquella descomunal verga! Torrentes de lágrimas anegaron sus ojos mientras venían a su mente recuerdos de infancia… Encajada la mitad del pene en aquel reducto, la mano, ya libre, se apresuró a magrear las tetas sin ningún tipo de delicadeza.

Aquel enorme instrumento se hundía y hundía en su antaño pequeño agujerito haciéndole olvidar cualquier dolor que no fuese el de su culo; ni los bestiales apretujones y pellizcos que sufrían sus tetas, ni las terribles rozaduras del tronco en sus mejillas conseguían alcanzar el tormento que padecía su ano.

Al final, el desmesurado falo, teñido ya de rojo, se acomodó entero en aquel lugar. Le pareció a Virginia que sufría entre dolores intensos, que la iba a atravesar, a partir en dos… Sus ojos giraban, enloquecidos, su pelo se le pegaba a la piel y a la cara, sus gemidos cada vez tenían menor intensidad. Era tal el sufrimiento que las muñecas prácticamente habían quedado en carne viva, en sus vanos intentos de huida.

Augusto inició un movimiento acompasado pero frenético, más propio de un animal que de un ser humano; las idas y venidas del descomunal aparato desgarraban las estrecheces traseras de Virginia, que manaban sangre… No pudo soportar más el peso de aquel ser bestial y uno de sus brazos, anegado de color rojo, se descoyuntó produciéndole tal dolor que perdió el sentido un poco antes de que el semen del monstruo inundara copiosamente su culo; la emisión fue acompañada de gemidos infrahumanos

Tardó aún Augusto en verter en su interior todo aquello que llevaba acumulado; una agitación de su cuerpo significó el final de aquel proceso. Extrajo su miembro, largo, enorme, pero ya fláccido, del ano de Virginia y se lo miró preocupado: estaba tintado de sangre. Torpemente, casi llorando, se lo limpió con un jirón del bañador, que colgaba a las espaldas de la chica, la cual, desmayada, mostraba su arañada cara al cielo.

  • Yo no quería… Lo siento, lo siento – intentaba levantarle la cabeza.

Puestos ya los pantalones y viendo que Virginia no reaccionaba, asustado, huyó de aquel lugar

  • ¡Dios mío! – chilló Sonia, a la vista de aquel guiñapo.

Virginia colgaba del árbol, con la cabeza echada hacia atrás y mirando al cielo; sus brazos, atados por poderosas cuerdas a las ramas, eran encarnados. El bañador volaba al viento, cubriéndole únicamente el cuello y, a veces, parte de la cara; innumerables rasguños nacían en su pelvis y ascendían por el torso y las tetas hasta alcanzar sus mejillas. El culo y sus muslos ensangrentados completaban la dantesca imagen.

Nada hubo que hacer: aunque en el hospital, en el que Virginia pasó dos meses, certificaron que había sufrido una violación anal, ella no quiso pasar por la vergüenza de enfrentarse a aquel monstruo en un juicio, ni reconocer que había sido él quien la había forzado. El dinero que recibió de la casa de colonias sirvió para pagar el tiempo de hospitalización… De todo ello, sólo le quedó una breve nota de despido:

"No supo ganarse la confianza de los chicos".