Las desventuras de Virginia (3)

De cómo Virginia perdió su... virginidad.

"¡Maldita sea! ¿Dónde estará?"; una atareada Virginia rebuscaba en unos cajones de la mesita de su habitación; agachada, su poderoso trasero se meneaba y sólo permitía adivinar un brevísimo tanga negro cuya tira, hundida en la raja de su culo, se ensanchaba allí donde apuntaba su sexo.

Dejó de buscar, levantó la cabeza y una sonrisa iluminó sus verdes pupilas:

"¡Ya lo sé! ¡Estarán en el cuarto de mamá, estoy segura!", y, decidida, se encaminó hacia allí.

Atravesaba el salón una adolescente de catorce años, de ondulada melena castaña, cubierta sólo con aquella braguita en la que podía leerse en caracteres rojos "Love me tender", y cuyo cuerpo, si bien se mantenía en línea, dejaba entender cierta tendencia a adquirir mayor volumen; ahora bien, la desproporción era clara: a un culo de nalgas carnosas y grandes se oponían unas tetitas que bamboleaban entre las tallas 85 y 90, mucho más cerca de la primera, pero que, en contrapartida, ofrecían unos buenos pezones sonrosados.

Como si su afilada nariz la hubiese guiado hasta allí, revolvió sin dudarlo en un montón de ropa que su madre había dejado sobre una silla; una sonrisa triunfal entreabrió sus hermosos labios a la vez que exhibía un sujetador: "¡Por fin!".

Se apresuró a ponérselo frente a la luna del armario y se observó, complacida: ciertamente daba un mayor volumen al nacimiento de sus pechos. Regresó a su habitación y acabó de vestirse con una escotada camiseta de tirantes, de color naranja, y una minifalda vaquera, que a duras penas llegaba a medio muslo; se sentó ante un espejo de pared para ponerse unas sandalias también naranjas, y dedicó cierto tiempo a examinar diversas posturas para evitar que en algún momento se ofreciese algo que debía permanecer oculto a miradas indiscretas.

Satisfecha, se dirigió al baño para peinarse y pintarse los labios; sólo le faltaba un detalle: el bolso. Decidida, cogió uno pequeño, de tela tejana, en el que puso el móvil, las llaves, todo el dinero que le quedaba para acabar el mes – unos 55 euros -, y un botecito de colonia. Unos pendientes largos, de fina plata con detalles anaranjados, completaron aquel proceso.

Salió de casa y apresuró el paso para bajar lo más rápidamente posible las escaleras; faltaban diez minutos para las siete de la tarde, hora en la que había quedado con Pedro, tres años mayor que ella.

  • Caramba, Virginia…, vas muy guapa – oyó a la portera.

  • Gracias, Loli – sonrió -. ¿Cómo va?

  • Bueno, ir tirando – respondió la mujer, que rozaba la cincuentena -. Deberías conocer a mi hijo Ricardo. Es un chico muy guapo.

  • Seguro, Loli, seguro – un ligero rubor cubrió sus mejillas -. Ya sabe, cuando usted quiera.

  • Muy bien, bonita. Hala, a pasarlo bien.

  • Hasta luego – "Vaya con la Loli, siempre echándome los tejos con su famoso hijo" iba pensando Virginia mientras se dirigía hacia el parque en el que la esperaba Pedro, "la verdad es que ya tengo curiosidad por conocerlo".

Pasaba aproximadamente un cuarto de hora de las siete cuando vio a Pedro: "¡Dios mío! ¡Qué guapo es!", se dijo mientras lo saludaba con la mano. El chico, delgado pero musculoso y vestido con una camisa a cuadros y unos tejanos, le devolvió el saludo. Cuando llegó junto a él, se abrazaron y se besaron; un cosquilleo muy agradable recorrió el interior de Virginia al sentir sus fuertes brazos, y aumentó cuando la lengua de él se introdujo en su boca; ella hizo lo mismo.

  • Siento haberte hecho esperar – le dijo al oído.

  • No te preocupes, Virgi – susurró él. Se apartaron un poco - ¿Vamos a pasear?

  • Como quieras – contestó mirándole -. "¡Vaya pedazo de tío!", pensó. Pedro era bastante más alto que ella, pues debía de medir 1,85 mientras que Virginia a duras penas rozaba el 1,65.

Estuvieron paseando y charlando de cosas intrascendentes un buen rato; cuando iba anocheciendo, decidieron sentarse en un banco de piedra algo apartado y semioculto por unos árboles y arbustos. Virginia cruzó las piernas y notó cómo el brazo de Pedro le pasaba por encima de los hombros y una mano se ponía en su cintura.

  • Eres muy guapa, Virgi – le dijo, mirándola fijamente.

  • Gracias; tú también lo eres.

La besó y la acarició; ella se dejó hacer, notando cierta humedad en su coño y los pezones como bayonetas. Sin embargo, se azoró un poco cuando una de las manos de Pedro empezó a pasearse, suave y cariñosa, por uno de sus pechos, duros como piedras; a la vez, supo con sus dedos, por encima del sujetador y de la camiseta, juguetear con el pezón erecto. Era delicioso el placer que experimentaba Virginia, la cual, no obstante, apartó sus labios de los del chico para susurrar, mirándole con ojos enamorados:

  • Aquí, Pedro… nos puede ver alguien.

Éste sonrió:

  • No seas bobita; es ya de noche y no hay nadie por aquí – su voz se dulcificó – Mira: dame una mano.

Obediente, dejó que el joven la llevara a su entrepierna: el tacto tan duro y a la vez tan vivo de aquel pene provocó que casi se derritiese por dentro.

  • Uy, Pedro – medio jadeó con una risilla nerviosa – Vaya cosas gastas.

El chico la volvió a besar con firmeza, hundiendo la lengua en su boca y magreando con mayor decisión su teta; Virginia no sabía qué hacer con la mano; de vez en cuando daba pequeños apretones a aquella especie de roca que reaccionaba agradablemente a sus toquecitos: estaba tan excitada que notaba mojado el tanga. De repente, la mano de Pedro se introdujo en su camiseta y en su sujetador y toqueteó ágil la teta y el pezón… Inconscientemente, Virginia separó las piernas. No sabía si era feliz o no lo era, no sabía dónde estaba ni le importaba…, todo a su alrededor no existía, sólo el placer, el placer intenso que le procuraban aquellas caricias, aquel cosquilleo en la entrepierna, en su sexo

No eran conscientes del tiempo que había transcurrido, cuando oyeron a sus espaldas:

  • Vaya con la parejita.

Fue tal el susto que Pedro sacó rápidamente la mano de la camiseta de Virginia, quedando la teta al aire… y ella ni se enteró: su atención estaba concentrada en tres hombres jóvenes, de aspecto agitanado, que sonreían desagradablemente. Sin dejar de hacerlo, se les pusieron delante.

Virginia miró a Pedro, que no apartaba la vista de aquellos hombres: se le veía asustado y nervioso; ella misma sintió que el corazón empezaba a desbocársele cuando dirigió sus verdes pupilas a aquellos rostros, medio difuminados en la oscuridad, pero que no presagiaban nada bueno. Uno de los hombres se les acercó, sonriendo burlonamente: Virginia enrojeció cuando se dio cuenta de adónde dirigía sus ojos, y ocultó su teta con movimientos torpes, hijos del miedo.

  • Sentimos la interrupción, tortolitos – dijo el más alto, que parecía también liderar el grupo -, pero éstas no son horas para estar por aquí, haciendo guarradas – sus ojos se posaron en Virginia - ¿Qué dirá tu mamá, nena? ¿Sabrá que eres una putita?

Se hizo un breve silencio: sólo lo rompía el apresurado latir de su corazón. Apretó sus piernas con firmeza.

El trío se les acercó: ahora podían distinguir sus caras, de rasgos brutales que denotaban, sin duda, una vida condenada al presidio y un desprecio total por los que no pertenecían a su mundo.

  • A ver qué llevamos – siguió el más alto -. Cartera y bolso – ordenó con sequedad.

Así lo hicieron.

  • Vaya mierda, chaval – exclamó el que había recibido la cartera -. Diez euros. Sí que te sale barata esta tía.

Virginia vio, horrorizada, cómo el otro esparcía todo el contenido del bolso por el suelo:

  • Bueno… Aquí hay más, y un móvil.

  • ¡El móvil, cabrón! – gritó el más alto a Pedro.

  • Nnnno… No ten… tengo – sollozó el muchacho. Virginia se sintió desamparada: su chico estaba realmente muy asustado.

  • ¡Levántate, hijo de puta!

Pedro se levantó temblando y recibió tal puñetazo que volvió a caer como un muñeco al lado de una Virginia que empezó a sollozar: la humedad de su coño tenía ahora otro origen; entre lágrimas, veía la sangre que moteaba el rostro de Pedro.

-Registradlo – siguió ordenando el más alto. Mientras así lo hacían, se acercó a la chica, y la envolvió en un pestilente aroma a alcohol cuando le dijo:

  • Tú y nosotros lo vamos a pasar muy bien, puta.

Seguía sollozando; ni una palabra era capaz de ascender a su boca; aunque notaba el peligro que la acechaba, era incapaz de moverse o de unir pensamientos: estaba bloqueada.

  • Está limpio, tío – oyó la voz de uno de ellos.

  • Pues, que se largue.

Incrédula, vio que Pedro, su amor, se alejaba tambaleante; aterrada, consiguió articular su nombre en un chillido distorsionado:

  • ¡Pedro!

  • No te preocupes, niña, que no te dejará – el más bajito había aparecido ahí, a su lado, con la rama desgajada de un árbol. La escena transcurrió con rapidez: se acercó a Pedro por la espalda y, de un golpe brutal, lo dejó sin sentido en el suelo.

  • ¡Venga!, vamos a divertirnos. ¡Levántate, puta!

Como una autómata, hizo lo que le habían ordenado.

  • ¡Desnúdate!

¿Quién se lo decía? Qué más daba:

  • Por favor

Un feroz bofetón con anillo incluido: la tierra la recibió; el pelo enmarañado, los tirantes de la camiseta caídos, la falda arremangada; no hay vestigio de ser humano, es una posesión

Uno está ahí, de cuclillas a su lado:

  • O te desnudas o te jodemos vestida.

¿Por qué obedecer? El instinto vital, la vida…, conservar la vida. "Soy una muñeca, impotente, no puedo hacer nada… No puedo defender mi virginidad." Se levanta como puede, el gusto a sangre llega a su boca. Tres rostros enviciados la miran.

"Conserva la dignidad, la calma…, aunque este corazón…, Dios mío, ayúdame".

Virginia se quita la camiseta: los pechos bambolean un instante: cae la falda, y sus poderosas nalgas empequeñecen aún más el tanga que cubre su sexo… "Love me tender".

El alto coge la tira del sujetador y la atrae hacia sí; mete brutalmente su mano en el tanga:

  • Está mojado esto, ¿eh, furcia?...

Una navaja reluciente y, de corte limpio, parte en dos el sujetador; se remueven libres las tetas; un empujón sin miramientos y… al suelo, de espaldas… Desde ahí, entre lágrimas, ve cómo saca su poderosa arma, erecta, que la amenaza. Se echa encima de ella, la obliga a abrir las piernas… El olor a alcohol envuelve el proceso; el tanga es arrancado. "¡Dios! ¡Qué dolor!", empieza a penetrar, resopla, cae saliva sobre su cara en la que intenta mantener los ojos cerrados. No le toca nada más, todo su interés está en hundirle la verga. No puede resistirse, pronto el himen cede

  • ¡Aaaayyyy!

Empieza un vaivén loco pero continuo…, ahora la besa, pero como un animal, siente sus mordiscos, sus picotazos…, las piedrecillas del suelo aumentan su tortura. Una y otra vez aquello entra y sale, entra y sale…, hasta que "¡Aaaaaaahh!", un flujo se desparrama por su interior mientras que, babeando, cae sobre ella hundiéndola aún más en los guijarros

  • ¡Muy bien, puta! – oye el jadeo en sus oídos – Eras virgen, ¡Dios!

Se eleva apoyándose en sus hombros, aplastándola contra el suelo: su corazón está resquebrajado, su alma rota y llora, llora copiosamente.

  • ¡Eh, tíos! ¡Esta zorra era virgen! – las palabras orgullosas, engreídas, le llegan de muy lejos; el pene abandona su coño y la sangre del sacrificio asiste muda a su desesperación; mientras su violador sigue ufanándose, Virginia se lleva las manos al sexo, como si rezara, y vuelve la castigada espalda a aquellos hombres, totalmente inconsciente de que sus sollozos activan el meneo de sus hermosas nalgas, marcadas por las piedrecillas. Eso excita más a los otros dos, que ya se apresuran a sacar sus vergas relucientes y duras. El más bajito coge sus ropas, sus despojos, y las tiende en el suelo; después, se tumba encima de ellas con el instrumento al aire. Dice:

  • Alan…, pónmela encima.

Una mano la coge del brazo y se siente levantada de forma brutal; intenta aún cubrirse su sexo mancillado, pero es imposible: nada puede hacer ante la fuerza de aquél que le retuerce los brazos hacia atrás.

El cabello no es más que una maraña informe, las verdes pupilas arrasadas de lágrimas, la mejilla herida destilando sangre que se une al carmín de sus labios, los pechitos que bambolean como buscando un sujetador que baila y cuelga aún de sus hombros, las curvas de sus caderas, de su trasero, que destacan al paso forzado, inseguro

Casi ni nota cómo entre dos la abren de piernas y que una mano en la cabeza la obliga a descender; con certeza, el pene del tumbado se introduce en su sexo, esta vez con mayor facilidad…, entra y entra hasta el fondo.

  • ¡Muévete, coño! – le dice aquel tipo desde ahí abajo…, pero no entiende nada, es como si no existiera, como si todo aquello formase parte de una pesadilla de la que ella era mera observadora.

Alan vio que la chica no reaccionaba, y se dispuso a hacer algo; una rama en el suelo, repleta de hojas puntiagudas, le dio una idea… La cogió:

  • ¡Muévete, puta de mierda! – y, con decisión, azotó sus nalgas.

Un grito desgarrador; al tercer golpe, los ronchones destilaban sangre.

"¡Dios mío! ¡Qué dolor! ¡Qué tormento!", quiere huir de ahí, acabar con todo, largarse adónde sea, y mueve y menea el trasero para evitar esos terribles golpes…, pero no puede levantarse, unas manos en la cintura se lo impiden.

  • Ooooohhh… sigue así… ooohhh – jadea el del suelo.

La agarran del cabello y se ve obligada a girar la cabeza a su derecha; Virginia boquea en busca de aire, pero lo que entra es un miembro rugoso y duro, que debe chupar y mordisquear ya que su cabeza es atraída y alejada, atraída y alejada sin miramientos; a un compás semejante, grotesco, la mueve el que está en el suelo: ya no es necesaria la rama espinosa, ya es una ridícula muñeca a merced de aquellos hombres.

Alan estaba nervioso, y no dejaba de observar a Pedro, que parecía muerto:

  • ¡Daos prisa, cabrones! – gritó.

La orden surtió efecto: eyacularon casi al mismo tiempo, magreando uno el culo de la chica, hundiendo sus dedos el otro entre el pelo de Virginia.

Nota la emulsión de semen en el coño e, inmediatamente, un líquido pastoso, con gusto a leche agria riega e inunda su boca; la presión en la cabeza es terrible y dolorosa y la obliga, si quiere respirar, a tragar todo aquello que navega por su lengua, por sus dientes. A la sensación de vergüenza, de impotencia, de desear ni siquiera haber nacido, se une ahora la de profundo asco, pero no puede apartarse y el semen fluye a su garganta sin remisión. Lentamente, las vergas van ablandándose y echan sus últimos flujos…, cede la presión en su cabeza y en sus nalgas, uno saca el pene de su boca y lo menea ahí, de tal modo que gotas sueltas pintean su rostro, el otro la saca de encima con rudeza y la empuja al suelo.

Queda ahí tendida, de lado, como un guiñapo, llorando desconsoladamente; los tres hombres tienen prisa:

  • Larguémonos ya – dice uno de ellos. Y desaparecen entre los árboles. Poco a poco, Virginia abre los ojos: tiene la mente en blanco; se siente muy sucia. Le visitan arcadas e intenta arrojar apoyada en sus manos, ya medio incorporada, pero no sale nada. Como puede se acerca hasta su ropa, curioso tálamo de su deshonra. Siente necesidad de cubrirse, y así lo hace: la ropa está muy arrugada, como si se avergonzase de su dueña; además, un tirante de la camiseta está roto y no hay más remedio que dejar una teta al aire

  • Pedro… - atina a pensar.

El guardia del parque no podía dar crédito a lo que veían sus ojos: una niña medio desnuda, arrodillada, sostenía sobre su falda la cabeza de un chico que parecía dormido… Más tarde supo que ella había sido salvajemente violada y que él se había recuperado de una fuerte conmoción cerebral. Sin embargo, Virginia no supo nunca más nada de Pedro