Las desventuras de Virginia (2)

Se inicia este relato en la infancia de Virginia. Las cosas son como son y no pueden alterarse por respeto a los lectores.

  • ¡Salgan del agua! ¡Hay un banco de medusas!

El sol de julio se reflejaba en el megáfono que portaba uno de los socorristas; una marabunta de bañistas que jugueteaban en la orilla o que nadaban cerca de la costa empezó a salir, como si de pronto el agua del mar hubiese sido envenenada. Gritos, chillidos, carreras…, el caos se apoderó de aquel sector de la playa. Virginia chapoteaba torpemente, intentando impulsarse con sus manguitos; un anciano desconsiderado, en su huida, le dio tal codazo en un ojo que vio el firmamento entero y que la detuvo en su voluntariosa natación hacia el lugar de donde venían los sonidos del megáfono. Cuando se recuperó, prácticamente estaba sola en el agua

  • ¡Que alguien ayude a esa niña! – chilló de nuevo el socorrista, antes de partir corriendo a ayudar a alguien que había perdido el conocimiento. Un par de hombres se adentraron valientemente en el mar y, tras coger de los brazos a la exhausta niña, consiguieron llevarla a la costa.

Virginia notaba un fuerte escozor en su nalguita derecha.

  • Uuuy… - exclamó, medio llorosa - ¡Cómo me pica aquí! -, añadió, señalándose el culo.

Uno de sus salvadores, sin miramientos, le arremangó el bañador y se lo incrustó en la rajita del trasero.

  • Vaya – dijo -. Esto es una picada de medusa. Más vale que vayas a la caseta de la Cruz Roja, y allí te curarán, guapita – le dio un cachete en el culito.

  • ¿Dónde están tus papás, niña? – terció una mujer cincuentona y rellena, cuyas carnes se desparramaban dentro de un bañador negro.

  • He… snifff… he venido con unos amigos – apenas un hálito de voz salió de la boca de Virginia. Estaba llorosa, porque el picor era insoportable. Iba a rascarse

  • ¡No hagas eso! – gritó aquella mujer, cogiéndole el brazo -. Sería mucho peor, monina. Ve con tus amiguitos y que te acompañen a la caseta.

El anciano desconsiderado, que por ahí andaba, al ver a la niña desamparada y lloriqueante, sintió algo en su entrepierna que hacía muchos años que no notaba… Se fijó mejor en ella mientras empezaba a babear: una ondulada medio melena castaña se movía a la par que los hipidos llorosos de la chiquilla; cuando entreabría el párpado sano (el otro ojo ya estaba totalmente a la funerala) observaba en el infantil rostro, que no desmerecía una afilada naricilla, un hermoso ojo verde; todavía babeó más cuando su mirada se recreó en aquel cuerpecillo que parecía moldeado por un bañador verde claro con volantitos amarillentos, un cuerpecillo que ya apuntaba formas, como aquel culito respingón que hizo que su pene reviviera aún más, como buscando juventudes perdidas

  • A ver, niña, - su voz salió ronca… muy ronca - ¿Cómo te llamas?

  • Vir…, sniff… Virginia

  • No se preocupen – dijo el anciano, dirigiéndose a los demás bañistas -. Ya me ocupo yo de ella

Su principal inquietud era que aquéllos no observasen el enorme bulto que se marcaba en su bañador y que a él mismo tenía maravillado.

Virginia lo miró, agradecida, entre inmensos picores:

  • Mu… muchas gracias.

Entre murmullos, el pequeño gentío que se había agolpado alrededor de la niña se fue deshaciendo, aceptando de buen grado no tener que hacerse cargo de aquel problema.

  • ¿Dónde están tus amiguitos? – le preguntó el viejo.

  • Hacia allí – respondió Virginia, señalando en una dirección inconcreta.

-Bien… Vamos… Pero, escucha – la cogió por los hombros, obligándola a mirar, con el único ojo que ya se le abría, su rostro surcado de arrugas -. Es importante que notes calor en la zona de la picada… Si no te parece mal – su voz emitió un gallo – pondré la mano y así te escocerá menos.

  • Sí, por favor – el hecho de sentirse acompañada por un adulto aliviaba a Virginia -. ¡Me escuece muchooo!

Empezaron a andar, la mano del anciano en la nalguita de la niña; el movimiento del trasero excitaba aún más al viejo, que se sentía a punto de estallar.

  • Mi… mira – dijo, jadeante -. Cógete con tu manita aquí

A Virginia no le desagradó el tacto de aquella cosa medio dura en sus deditos. Siguieron andando. Esteban, que así se llamaba el viejo, babeaba sin cesar y se sentía en una ya olvidada gloria al notar los ligeros apretujones que la mano de la niña le daba en su falo a casi cada paso sobre la arena, pero no así disfrutaba Virginia, a la que el calor que le transmitía el anciano en la nalga o el singular tronquito que parecía tener vida propia entre sus dedos no la aliviaban del inmenso escozor, fruto de la picada, o del dolor que embargaba su ojo dañado.

De pronto, entre ligeros espasmos del viejo, una inesperada humedad invadió la mano que tenía en tan curioso lugar, a la vez que se crispó la de Esteban, apretándole intensamente el culo

  • ¡Aaaay! – chilló Virginia - ¡Me hace dañoooo!

  • Ooooh… Hostiaaas… - jadeó Esteban – Lo…, lo sientooo

Ella, en un movimiento inconsciente, sacó la mano de aquello ya fláccido y sin vida; el viejo hizo lo mismo, sacando la suya de su nalga.

  • ¿Le ocurre algo? – preguntó la niña, preocupada y dirigiendo, curiosa, su ojo sano al lugar donde había notado la humedad.

  • No…, no… - seguía jadeando, como muy cansado, Esteban – Aaaay…, niñita…, aaay…, qué bien…, bueno…, qué mal… - se llevó una mano al corazón.

  • ¿De veras se encuentra bien? – Virginia, olvidada de sus dolores, se estaba empezando a asustar.

  • No te preocupes, Natalia, yo

  • Virginia, me llamo Virginia.

  • Bueno, pues eso – el anciano ya sonreía -. Tengo muchos años, sesenta y ocho, mi pequeña. Y me canso con facilidad… ¿Están muy lejos tus amigos?

  • No… están allí – las direcciones que marcaba el bracito de la niña seguían siendo un misterio.

  • Bueno… Creo que ya podrás llegar sola, si no te importa.

  • Creo que sí, no se preocupe. Y muchas gracias.

  • De nada, chiquilla… de nada – y empezó a alejarse.

Virginia siguió adelante, preguntándose, mientras se lo permitían los diversos dolores a los que debía sumar la quemazón que una arena supercaliente transmitía a sus pies, por qué aquel anciano había tapado, con una toalla que llevaba encima, la mano con la que ella se había aguantado en aquel tronquito tan curioso

Llegó junto a sus amiguitos: Ángel, un chico musculado y moreno de catorce años, a quien las diferentes madres habían hecho responsable del grupo; Cristina, una niña regordeta de trece años, cuyos incipientes pechos pugnaban por saltar de un, a todas luces, bañador que correspondía a tallas muy inferiores, y Nacho, que compartía con Virginia la edad de once años, pelirrojo y con cara picarona. Se asustaron al ver tan lloriqueante a su amiga.

  • ¿Qué te pasa? – chilló Cristina.

  • Buaaaaa… ¡Me pica mucho aquí! – sollozó Virginia, mostrándole el trasero.

  • ¡Hostias! – gritó Nacho - ¡Tienes el culo muy rojo!

  • Buaaaa… - al saberse con sus amigos, la niña dio rienda suelta a sus lloriqueos.

  • ¡También son cojones! – se enfadó Ángel - ¡Un día que nos dejan salir y tú…, a joderme la marrana!

  • Buaaaa… Yo no tengo la culpa…, buaaaa – los reproches del chico aumentaron el volumen de sus lloros.

  • Y, mira – siguió terciando Nacho -. Tiene un ojo morado.

  • Pero…,¿qué te han hecho? – los chillidos de Cristina eran desagradables.

  • Bueno…, bueno… ¡Vale ya! – gritó Ángel - ¡Tranquilizaos! A ver… - acercó su cara a la nalga de Virginia – Ufff… Esto tiene mal aspecto… ¿Qué coño has hecho?

  • ¡Yo no he hecho nada! Buaaaa… - seguía llorando la niña.

Una mujer que estaba por allí se les acercó:

  • Mirad, niños. Lo del ojo es un golpe, pero eso que tiene ahí es una picada de medusa. Lo que debéis hacer es ir a la caseta de la Cruz Roja.

  • Eso…, snifff…, eso dijo el hombre… ¡Cómo escueceee! – sollozó Virginia.

  • Vale, vale… Gracias, señora. Venga, acompañémosla – ordenó Ángel.

Mientras recogían las cosas, Virginia notaba que el picor iba en aumento…, la nalga le escocía muchísimo y las lágrimas se agolpaban en un ojo…, pues el otro ya había tomado un color azulado de horrible apariencia.

  • Aaaaayy… ¡Cómo picaaaa! – sollozaba a cada momento.

  • ¡Mira! – se le volvió Ángel, enrojecido de furia - ¡Cállate ya! ¿Vale? Bastante has hecho con jodernos el día… ¡Aguanta ahora y cierra el puto pico!

Asustada por la actitud del chico, Virginia, a pesar de los insufribles escozores, no volvió a abrir boca.

Una vez recogido todo, se pusieron en camino; Nacho iba a su lado. La miró, sonriente:

  • Ya verás cómo te curan – le dijo. Virginia lo miró agradecida, pero no se atrevió a decirle nada.

Finalmente, llegaron a la caseta de la Cruz Roja; sentado en una silla de plástico delante de ella había un hombretón panzudo, de cara sonrojada, con barba desaliñada y cínica mirada vidriosa.

  • ¡Oiga! – llamó Ángel - ¿Es usted socorrista?

  • Puede… - su sonrisa beoda dejó entrever que le faltaban unos cuantos dientes.

  • Es que a esta niña – siguió Ángel – le ha picado una medusa… Mire

Virginia se giró, mostrándole su coloreada nalga.

  • Uuummmm – el hombre ni se inmutó -. Eso habrá que curarse.

  • Y usted, ¿no puede hacer nada? – chilló Cristina.

  • Tranquilos – se puso en pie inseguro -. Yo me encargo de esto. Niña, ven conmigo – ordenó.

Virginia le siguió mientras ascendía una escalera metálica; los demás iban a hacer lo mismo, cuando el socorrista los miró:

  • Sólo ella… Vosotros esperad aquí – dijo con una voz alcohólica que los niños no captaron.

El socorrista cerró la puerta después de que entrara Virginia. A su ojo se mostró una sala fría, compuesta de diversos armarios de plástico con medicamentos, una silla y una camilla metálica. Las paredes estaban desnudas, excepto un calendario que mostraba el mes en curso.

  • Bueno, bueno, bueno… A ver, pequeña…, ¿qué ha ocurrido? – inquirió el hombretón, a la vez que cogía una lata de cerveza.

  • Me ha picado una medusa – lloriqueó la niña.

  • Me refiero al ojo, chiquilla…, que eso ya lo sé – abrió la lata.

  • No sé…, me han dado un golpe… ¡Pero aquí me pica muchooo! – sollozó Virginia.

  • Tranquila – sorbo de cerveza -. Yo te diré lo que vamos a hacer… - otra sonrisa desdentada - ¿Serás valiente?

  • Sí – musitó la niña, llorosa.

  • Mira – siguió el socorrista -. Te tumbas en la camilla, pero de cara a la pared, apoyada con los pies en el suelo y mostrándome tu culito… - otro sorbo – Yo te daré un masaje que te aliviará mucho, pero…, luego, si quieres curarte, has de portarte muy bien…, ¿me lo juras?

  • Sí.

  • Ok. Ponte como te he dicho.

Virginia se acercó a la camilla y se puso en la posición que le habían dicho; sin embargo, sólo podía tocar de puntillas en el suelo

  • No llego – el escozor en la nalga era cada vez más horrible.

  • Lo siento – oyó a sus espaldas -. Pero la camilla no puede bajar más – un hedor a alcohol barato inundó su oído derecho -. Ahora te pondré la crema… Ya verás qué bien.

Virginia notó como le untaba la nalga con una especie de gel muy fresco; pronto sintió que el escozor remitía.

  • Oh, qué bien… - sonrió, alegre, mostrando a la desnuda pared unos dientecillos muy blancos - ¡Qué chuli, ya no pica!

  • Me alegro – oyó la voz del socorrista -. Bueno… Ahora ha llegado la hora de ser valiente, niña.

Ella hizo ademán de volver la cabeza.

  • ¡No debes volverte ni girarte! – casi gritó el hombre, obligándola a fijar la vista de nuevo en la pared.

  • Uy…, perdón.

  • Escúchame bien, si quieres curarte del todo, – oyó como encendía un cigarrillo. El aroma a tabaco envolvió todo el recinto – he de ponerte por el culito una medicina.

Virginia tosió un poco; le molestaba el humo:

  • ¿Dolerá mucho?

  • Si te he de ser sincero, un poco… Será como, como

  • ¿Un supositorio, como los que me pone mi mamá?

  • ¡Exacto! Más o menos

  • Si es necesario, aguantaré – acabó el picor, Virginia se había envalentonado. Notó que le apartaba la tira del bañador, mientras decía:

  • Te pondré un líquido lubrificante para que te duela menos.

  • Gracias – contestó dicharachera la niña, contenta de que parte de su tormento hubiese finalizado, pues el ojo le seguía doliendo. Unos dedos con una sustancia muy fresquita acariciaron los alrededores y el ojete de su ano, lo cual le provocó una risilla, pero con el humo se atragantó y tosió. Eso hizo que el dedo se introdujera de golpe, provocándole un leve dolor.

  • ¡Ay!

  • ¡Niña! – oyó la voz beoda del hombre - ¡Estate quieta, leches!

El dedo, o los dedos, eso no sabía distinguirlo, siguieron hurgándole el agujero del culo y refrescándoselo.

  • Vale…, ¡ya está! – siguió hablando el socorrista – Ahora, Virginia, recuerda que has de ser valiente y soportar tanto como puedas el dolorcito que sentirás… No olvides que es por tu bien. Compórtate como una mujercita, ¿vale?

  • Vale – Virginia se cogió con fuerza a la camilla y apretó sus labios, dispuesta a complacer a aquel hombre que la estaba curando… "Sé valiente: esto pasará y te curarás – se decía -. No des ni un chillido."

Pero fue lo primero que hizo cuando notó como un objeto duro y grueso pugnaba por introducirse en su ojete, produciéndole un terrible dolor.

  • ¡Aaaaay!

  • ¡Coño! ¡Aguanta un poco! – jadeó el hombre, que le había puesto una mano sobre su hombro - ¡Me has jurado que serías valiente!

De nuevo, aquel instrumento empezaba a entrar dilatándole de forma brutal el ano; borbotones de lágrimas se agolparon en su ojo sano a medida que aquello, cada vez más grueso, iba penetrando. Sus nudillos estaban blancos de apretar la camilla y no chillaba más porque mordía con desesperación la sábana. Instintivamente, como para ayudar a pasar el dolor, empezó a menear el trasero, pero, por desgracia, resbaló y la camilla se incrustó contra la pared machacándole los deditos y propinándole un potente golpe en la cabeza. A la vez, el socorrista cayó encima de ella y aquel terrible instrumento se asentó, de golpe, en su ojete, que multiplicó su diámetro haciéndole parecer que sería partida en dos.

  • Mmmmm…. Mmmmmm… - chillaba mordiendo bestialmente la sábana, humedecida por sus lágrimas…, y venga a menear el culo.

El socorrista separó el cuerpo de su castigada espalda, y eso la alivió un tanto, aunque el objeto de su curación, con crueldad, seguía entrando y saliendo, entrando y saliendo de su ya ensangrentado ojete

  • ¡Coño! ¡Mira qué has hecho! – jadeaba el hombre – Eres una niña muy mala

  • Mmmmm… mmmmmm – y venga y dale, y venga y dale, seguía la tortura dilatando su, hasta ese momento, virginal esfínter.

Las mejillas de la niña estaban rojas, el pelo se le pegaba de lo sudorosa que estaba y el dolor…, aquel dolor en el culo era terrible

  • Ahoraaaaaaa… - gimió a sus espaldas el socorrista; al mismo tiempo, sintió que un líquido inundaba sus entrañas y descendía con el anterior, que ignoraba que era sangre, hasta morir en su pequeño sexo. Le resultó curioso, dentro de su tormento, que aquel objeto que duplicaba en grosor a un supositorio, se fuese empequeñeciendo y permitiendo que su lacerado ojete recuperase, poco a poco, su diámetro normal… Pronto el hombre lo sacó de su ano, del cual espontáneamente salieron unos peditos que añadieron el rubor de la vergüenza al colorido infernal de su carita.

  • Bueno… Esto ya está – dijo el socorrista -. Has resultado ser muy valiente – redondeó dándole un sonoro cachete en la nalguita sana.

  • Uy… - lloriqueó Virginia – Pero…, ¡me sigue doliendo!

  • No te preocupes – terció el hombre -. Ahora mismo te alivio.

Sintió, en efecto, que le pasaba por la zona torturada algo así como una toallita húmeda, pero Virginia, muy obediente, aún no se atrevía a volverse.

  • Mira, escúchame bien – siguió aquél -. Te pondré una compresa que te aguantará el bañador. Sobre todo no te la quites hasta esta noche, ¿de acuerdo?

  • Sí – musitó la niña, cuyo culo seguía muy dolorido.

  • Bien, ya puedes levantarte.

Así lo hizo Virginia: su aspecto era desolador…; el pelo totalmente sudado y pegado a su carita, el ojo a la funerala, los dedos enrojecidos por el violento golpe… Andaba, sí, pero como si midiese los pasos, debido al terrible dolor que seguía dueño de su trasero.

  • No sé… snifff… si podré llegar a casa. Esto duele mucho – protestó lloriqueante.

  • ¡Va! No te preocupes… Tú ve andando, que ya verás cómo se te pasa – el socorrista la acompañó hasta la puerta. Antes de abrirla, le dejó otra toallita para que se limpiara los churretones que las lágrimas vertidas le habían dejado en las enrojecidas mejillas y le dijo – Esta tarde ve con tu mamá a la farmacia, para que te acaben de curar la picada, ¿vale?

Virginia asintió; salieron fuera, donde eran esperados por los demás niños.

  • ¡Chicos! Vuestra compañera ha sido muy valiente – dijo el socorrista.

  • ¡Un hurra por Virginia! – gritó Nacho.

  • ¡Hurra!

La niña se sintió halagada y, por primera vez desde la cura, sonrió agradecida.

  • Es que hemos oído algunos ruidos y chillidos…, y estábamos preocupados – terció Ángel.

  • Nada…, nada… De veras os digo que lo ha hecho muy bien – sonrió irónicamente el hombre -. Quien algo quiere… - pasó su brazo por encima de los hombros de la niña - … algo le cuesta – y la apretó contra sí -. Venga, ahora largaos ya, que vuestra amiguita necesita descanso.

Virginia lo miró, muy seria:

  • Se lo agradezco muchísimo.

  • No hay de qué, guapita. Hala, hala…, marchaos ya.

Era penoso ver cómo Virginia bajaba los escalones, y aún más verla andar, a trancas y barrancas, junto a sus compañeros.

Llegaron dos jóvenes a la caseta; uno de ellos dijo:

  • ¡Qué, Pepe! ¿Has guardado bien el puesto mientras estábamos de servicio?

  • Como siempre – sonrió el beodo.

  • Joder, tío – intervino el otro joven -. Ya vas borracho…, si es que no se te puede dejar solo.

  • ¡Anda! ¡Y ha fumado dentro, el muy…! – desde la puerta entreabierta le miraba uno de los dos socorristas -. ¿No te hemos dicho mil veces, cacho cabrón, que no fumes aquí?... ¡Hala! Y mira ahí…, cinco latas de cerveza, la camilla a tomar por culo… Pero, tío, ¿has hecho una fiesta o algo semejante?

  • Dejadme en paz, gilipollas. Ha sido una urgencia, ¿vale?

  • Pero…, ¡será hijoputa! ¡Si ha usado la crema de las quemaduras! – visiblemente enfadado, el socorrista que estaba dentro de la caseta se encaró con él - ¿No habrás usado esto para una picada de medusa, verdad, imbécil borracho?

  • ¡Que no! ¡Dejadme en paz! – con dos saltos bajó la escalerilla y empezó a alejarse - ¡Otra vez que os guarde vuestra puta madre el sitio!

  • ¡Será capullo! Bueno…, espero que no haya hecho ninguna desgracia

Debido al tratamiento aplicado, Virginia tuvo que pasarse tres meses en el hospital y, milagrosamente, conservó la piel en su nalguita. Sin pruebas, su madre no pudo poner denuncia alguna.