Las decisiones de Rocío - Parte 20.

Regresé a mi mesa y me quedé sentado un rato largo, pensando en todo lo que acababa de escuchar. Analizando cada una de las palabras que habían salido de esas bocas; cada acusación, cada declaración... No podía creer que yo fuera el protagonista principal de esa historia.

Miércoles, 15 de octubre del 2014 - 20:50 hs. - Benjamín.

Qué silencio, qué paz, qué tranquilidad, cuánta armonía en el aire... ¿Me había quedado sordo de repente? No, no era eso... ¿Se me habían taponado los oídos? Tranquilamente podía ser eso. ¿Debido a la presión, tal vez? También, también. La situación me había sobrepasado completamente. No descartaba que me diera un infarto ahí mismo.

—Sígueme la corriente, por favor... —me dijo entonces, rogándome, con los ojos humedecidos.

¿Seguirle la corriente? ¿Cómo? ¿De qué manera? ¿No era suficiente ya mi estatismo? ¿Qué más quería que hiciera? ¿Qué pretendía? ¿Por qué me estaba haciendo pasar por eso?

—Por favor, Benjamín... Es mi última oportunidad. Por favor... —volvió a suplicarme.

¿Última oportunidad para qué? ¿No era mi repentina presencia en aquella cena íntima suficiente para marcarle los tantos al muchacho? ¿En serio que no lo era? Pues no, parecía evidente que no. Sus lágrimas me confirmaban que no.

—Por favor... —repitió por última vez.

Ya no iba a volver a hablar, o al menos eso me contaba la situación. Pegó sus labios a los míos y colocó su mano derecha en mi nuca mientras su cuerpo se pegaba al mío. Yo permanecía inmóvil, incapaz de proceder de ninguna manera. Estaba completamente desbordado. Alcé la vista, Barrientos se acercaba despacio, pero sin haberse percatado de nuestra presencia. ¿Por qué tardaba tanto? Pues porque caminaba con la cabeza gacha, sin despegar la vista de su pequeño smartphone. No podía verle el gesto, estaba muy lejos. Mi impaciencia incrementaba con cada segundo que pasaba sin que nuestro jefe le pusiera fin a todo esa locura.

—No mires al frente... Se dará cuenta...

—Basta, Lu... ¿Por qué haces esto? —pregunté, dolido, aunque intentando no parecerlo.

—Por favor —insistió.

—No puedo, sabes que no puedo. Es poner en juego demasiadas cosas por algo que podría solucionarse de una forma mucho más simple.

—No hay otra manera, ya lo intenté todo —su voz se estaba quebrando—. No me hagas esto... Ayúdame...

—Lu...

Esa mirada... Esos ojos inundados en lágrimas... ¿Por qué estaba tan desesperada? Recién en ese momento, cuando sujeté sus manos para alejarla de mí, me di cuenta de que estaba temblando. No daba crédito, de verdad. «¿Por qué me tiene que pasar esto a mí?», me preguntaba. Así como también me preguntaba qué pasaría si la dejaba tirada en esa. Porque la estaría dejando tirada, ¿no? Me estaba muriendo por dentro, y el tiempo se me agotaba.

—Hazlo por mí... —volvió a la carga—. Sólo... sólo hazlo por mí...

La cabeza me estaba a punto de estallar. Sus preciosos ojos verdes fulminándome era algo demasiado fuerte como para que alguien como yo pudiera soportarlo. Sus manos sujetando mi chaqueta, la redondez de sus senos apretándose contra mi pecho, su boca tan cerca de la mía... Todo eso... Todo eso era tan...

—Hazlo por mí...

Una vez más, sin dudar apenas, se elevó esos pocos centímetros del suelo que la separaban de mi boca, y volvió a juntar sus labios con los míos. Iba a empujarla, mis sentidos me decían que la empujase, que la apartara de mí...

Justo en ese momento, el fuerte sonido de unos pasos retumbando y haciendo eco por todo el subsuelo, hizo que mis ojos se desviaran mínimamente hacia arriba, lo necesario para darme cuenta de que Barrientos estaba a punto de encontrarnos. El tiempo se había terminado.

Ya no había lugar para dudar. Era coger el revólver y disparar. O vendía a mi mentora, a mi jefa, a mi amiga, o me jugaba mi credibilidad delante de mi jefe. Y quién sabía cuántas cosas más.

—Hazlo...

Y disparé. Cerré los ojos, pasé ambos brazos por detrás de su espalda, aferré su cuerpo fuertemente contra el mío y... me entregué a ella.

Fue como saltar de un barco y comenzar a bucear en un gran océano. Ya no oía nada. Ya no sentía nada. El reloj de arena se había detenido para mí. Sabía que estaba besándome con ella, pero no quería ser consciente de nada más. No quería saber si Barrientos ya nos había localizado, no quería saber si su corazón se había hecho pedazos, no quería saber si venía hecho una furia a romperme la cara... No, no quería saber nada. Sólo rezaba para que en algún momento sonara el despertador y me rescatara de esa repentina pesadilla. Soñaba con abrir los ojos y ver a mi bella Rocío durmiendo plácidamente a mi lado.

Pero no, eso no iba a suceder, y yo lo sabía. Lulú lo sabía. Barrientos lo sabía. Por eso, sumido en una espiral de terror, seguí besándola; besándola como un novio besa a su novia, como un marido besa a su mujer, como el amante besa a su chica... No era lo que buscaba, pero la inercia había hecho todo el trabajo. Era inevitable. Ninguno de los dos sabía lo que estaba haciendo, pero somos animales, nuestros instintos nos manejan. Sólo basta con darle un leve empujoncito a nuestro cuerpo para que se ponga a funcionar, para que nos dicte el camino a seguir. Así fue como Lulú soltó mi chaqueta para atrapar mi cara, para atraerla hacia la suya, para hacer el beso mucho más intenso. Así fue como, gracias a la presión que ejercía una de mis manos en su cadera, hice que su cuerpo se encorvara hacia atrás, haciendo ver ese beso mucho más apasionado a los ojos de cualquiera. Incluidos a los de Barrientos...

No voy a decir que no me estaba gustando porque estaría mintiendo. Nadie en su sano juicio aborrecería un beso de esa mujer. Nadie con todos los patitos en fila hubiese dudado en explotar esa situación al máximo. Nadie con un mínimo de hombría no hubiese aprovechado para explorar cada centímetro de la boca de Lulú. Y yo no iba a ser el chiflado que quedaría en la historia, por supuesto que no.

Ya sin preocuparme por lo que sucedía a nuestro alrededor, de manera totalmente involuntaria, fui dando pequeños pasos sin dejar de saborear la dulce miel de los labios de mi jefa, hasta que nos topamos con una pared. Ahí, dejando salir mi lado más salvaje, la aprisioné contra el muro de hormigón y convertí ese beso en un morreo con todas las letras. Hasta ese momento yo casi no había hecho nada; la iniciativa había sido toda de ella desde el principio. Pero las cosas cambiaron cuando la sujeté por el montón con una mano y saqué a pasear mi lengua. Quería comérmela, quería sentirla como se merecía, quería demostrarle que yo no era ningún blandengue. Quería que viera el hombre que podía ser, quería que supiera que no iba a volver a dudar nunca más. Este Benjamín ya no volvería a pedir permiso para ponerle las manos encima, este Benjamín saltaría encima de ella cuando sus más bajos instintos despertaran, este Benjamín...

«Rocío...»

Abrí los ojos de pronto. Desperté del trance. Solté a Lulú, me alejé de ella unos diez pasos y miré a todas partes. Estábamos solos. No había rastro de Barrientos. Se había ido... El plan había sido un éxito.

Estaba perdido, era incapaz de analizar la situación con calma. No sabía qué decirle tampoco. Todo me daba vueltas, me dolía la cabeza, apenas tenía idea de dónde estaba parado.

—Ya se fue... —dije de pronto, dirigiéndome de nuevo a una completamente sofocada Lourdes, pronunciando lo primero que se me vino a la mente.

No me respondió, por supuesto que no. La pasión se había esfumado. Ahora reinaba la incomodidad. ¿Cómo hablar después de lo que acababa de suceder? ¿Cómo proceder después de haber cruzado esa línea con ella? Sí, ya con anterioridad había ocurrido algo entre nosotros, pero esta vez el alcohol no había dicho presente.

—Gracias... —dijo ella—. Creo que funcionó...

—Sí... Tal vez sí...

Era difícil continuar... Ya no sabía cómo hablarle. Ella tampoco parecía encontrar las palabras adecuadas. No me sentía bien dejando las cosas así, pero tampoco tenía sentido seguir prolongando ese momento.

—Bueno, supongo que ya no hace falta ir a cenar... —apuré.

—No, supongo que no...

—¿Quieres que te lleve a casa?

—¡No, no! Tranquilo... Tengo mi coche justo ahí...

—¡Ah! De acuerdo... Pues... hasta mañana.

—Hasta mañana, Benja. Y... gracias de nuevo —concluyó, justo antes de emprender el camino hacia su vehículo.

Me quedé en el mismo lugar, casi ausente, viéndola marchar por el sombrío y gélido aparcamiento. Tan recta y femenina como siempre, como si no hubiese pasado nada. Pero sí que había pasado, vaya que sí había pasado. Yo no podía darme la vuelta y hacer como que no. No, tenía que sacar conclusiones ya mismo, de otra forma, estaría cometiendo el mismo error de siempre. ¿Qué tipo de conclusiones? Pues más que nada el porqué de todo. ¿Por qué Lulú no se lo había sacado de encima como a todo aquél que la había abordado en el pasado? ¿Por qué le había contado toda su vida a un hombre con el que no quería saber nada? Y, por encima de todo, ¿por qué Barrientos no me terminaba de parecer lo exageradamente desesperado que ella lo pintaba? Es decir, toda esta historia estaba pésimamente hilada desde el principio, lo vieras como lo vieras, y, aún así, todo había salido como ella lo había predicho.

Me quedé un largo rato dándole vueltas a las cosas, hasta que decidí que podría aprovechar mejor ese tiempo al lado de mi querida novia, que seguramente estaba esperándome ansiosa en casa.

Miércoles, 15 de octubre del 2014 - 21:15 hs. - Alejo.

—¿No te parece una mierda que todas las semanas nominen a Gabo? Para mí es el que mejor canta.

—Hmm...

—¿Qué?

—¡Hmm...!

—Ah, sí. Bueno, aunque Leo tampoco canta mal. Me daría pena que lo nominaran a él también. ¿A vos cuál era el que te gustaba?

—Hmm...

—No entiendo nada...

—Hmmmm...

—¿Jaimito? ¿Quién?

—¡Hmm...! ¡Ángel es mi favorito, joder! ¡No puedo hacer esto y hablar contigo al mismo tiempo!

—Sos una golosa...

—Cállate.

Qué peligroso se estaba poniendo la cosa. Me estaba empezando a acostumbrar a esa vida y sabía que eso no me convenía. Sí, todo era perfecto. Cualquier hombre firmaría que una diosa así le chupara la pija mientras él mira la televisión. Pero yo no estaba para tantos lujos. Por lo menos no mientras tuviera a una organización criminal vigilándome con lupa. Aunque, más allá de todo eso, sabía que no podía hacer nada hasta que el sorete de Amatista decidiera liberarme por completo.

—Quiero hacerlo... —me dijo.

—¿Ahora? Van a empezar a votar...

—No sé a qué hora va a volver Benjamín. Date prisa.

Me había agarrado por sorpresa la actitud de Rocío esa noche. Cuando terminamos de cenar y levantamos la mesa, me agarró de la mano y me llevó al sillón con ella. Me esperaba la típica la charla que a veces me daba después de una cogida, pero no, la yegüita se agachó adelante mío y ni me pidió permiso para empezar a sobarme la verga. Cabe destacar que yo no tenía ni la más puta idea de dónde estaba el cornudo en ese momento, por lo que tampoco tenía muy claro qué era lo que pretendía ella para esa noche.

—¿Adónde fue el tipo? —le pregunté.

—Está cenando con no sé qué zorra de su trabajo. Venga, quítate los pantalones.

—¿En serio? Mirá vos el Benja, ¿eh? Y parecía boludo cuando lo alquilamos —me reí.

—Que le den. ¿Sabes el tiempo que hace que no me lleva a cenar? Mira, paso. Date prisa te he dicho —continuó rezongando.

—Está bien, pero vos arriba, que a mí me duelen las piernas.

—Vale.

Me saqué los lompas, revoleé a la mierda los calzoncillos y apunté el glande hacia arriba esperando que esa tremenda hembra se ensartara sola.

—Aaahh... —jadeó—. Dios... Es como si... como si cada día la tuvieras más grande.

—No es eso, lo que pasa es que cada día me ponés más caliente.

—Fóllame.

—Vení para acá.

Recontra excitado, la abracé por la cintura e hice que se la clavara enterita. El grito que pegó lo escucharon en todo el edificio. Ya era evidente que a esa altura ya no le importaba una mierda nada. Después, como ya era costumbre, fue ella la que marcó el ritmo desde arriba. Ya era prácticamente una experta. Si al principio era yo el que tenía que guiarla, ahora era ella la que se sabía de memoria cómo darnos el máximo placer a ambos.

—Cómo te gusta la pija, nena, ¿eh? Y eso que al principio te resistías.

—C-Cállate ya y haz algo, que... que estás ahí como un muerto.

Sin pensárselo dos veces, se tironeó la remera y se quedó en tetas. Abajo no tenía nada. Eso de andar sin sostén también era algo que estaba empezando a practicar sin pudor.

—Ten, chupa aquí. A ver si así te callas un rato.

No puedo explicar en palabras, por más que lo intente, lo que me provocaba en el cuerpo cuando se hacía la dominatrix. Si pudiera expresar de alguna manera cómo me sentía cuando la veía tan descarada, tan suelta, tan puta... Era maravilloso todo eso para mí. Y estaba empezando a ver cerca el momento... El momento en el que terminaría de convertirla en mi mujer. Sólo faltaba el último paso...

—Ahh... Alejo... Me voy a volver loca —murmuraba, sin parar de saltar, sin despegar sus tetas de mi cara.

—Te voy a llenar de nuevo...

—No, espera... Todavía no... Aguanta...

—Me la estuviste chupando como media hora, no puedo más...

—Espera...

—No doy más te dije...

No podía más, era verdad. Estaba al borde de inundarla de vuelta. Y lo iba a hacer, como venía haciéndolo todo ese tiempo. Si se quedaba embarazada no iba a ser problema mío. En el lugar al que la iba a mandar había gustos para todos.

En fin, concentrándome para llenarle la cocina de humo estaba cuando escuchamos unas llaves entrar en la cerradura de la puerta.

—No...

Rocío se quedó helada, quieta, paralizada; como si le hubiese dado un ataque al corazón. No hizo nada por quitarse de encima. Igual, aunque lo hubiese hecho, no había tiempo. Nunca escuchamos el ascensor llegar tampoco. Era... ¿el fin?

—¿Hola? ¿Rocío?

Seguía congelada, con la mirada clavada al frente y sin aliento. Recién reaccionó cuando le hablé yo.

—Creo que te llaman a vos —le dije, en completa armonía.

—¿Hola? —repitió Benjamín—. ¿Hola?

Rocío volvió en sí y dirigió su mirada a la entrada de la casa. El color volvió a su cara cuando se dio cuenta de que la voz provenía del otro lado de la puerta. Después volvió a mirarme a mí.

—Menos mal que estoy yo acá... —susurré—. Si no querés tener visitas inesperadas, lo único que tenés que hacer es dejar las llaves en la cerradura.

—¿Hola? —volvió a llamar el tipo.

—No digas nada —salté yo, antes de que fuera a contestar—. Te dije que estoy al borde, ¿no?

Me quise hacer el canchero, pero en verdad sabía que me iba a mandar a la mierda para poder recibir al otro pelotudo. No era la primera vez que nos agarraban en offside y ya, más o menos, me las iba aprendiendo todas. O eso creía...

—Rápido... Por favor —me susurró, de vuelta, al oído.

—¿Qué?

—¡Termina ya! No sé cuánto tiempo va a aguantar ahí fuera.

Si me quedaba alguna duda sobre si poner en marcha el último paso de mi plan, aquél pequeño acto promovido por la puta sedienta de sexo que llevaba adentro, terminó de despejar todas mis dudas. Mi cara se iluminó con una sonrisa eterna; con una sonrisa que reflejaba todo lo que estaba sintiendo en ese momento. Por eso, con ella encima todavía, me paré y me fui hasta la puerta, donde del otro lado estaba parado el cornudo gritando y golpeando esperando que su noviecita fuera a abrirle. Ahí mismo, la di vuelta, hice que empinara el culo, y la empotré contra el gran  con todas mis fuerzas.

—¿Estás ahí, Rocío? ¿Qué fue ese ruido?

Me sentía fuera de mí, completamente desbordado por la euforia. Todo era tan perfecto que no me importaba una mierda aporrear esa puerta con su cuerpo una y otra vez y que el payaso que estaba del otro lado siguiera preguntando qué carajo estaba pasando.

—¡Rocío! —gritó entonces, ya claramente preocupado.

—¡N-No se abre! —atinó a contestar ella.

Yo seguía con lo mío. La visión de su cara aplastada contra la fría madera por arriba y mi poderosa garcha entrando y saliendo de su encharcada conchita por abajo me tenía hipnotizado. Ella, por el contrario, fue más inteligente que yo y se puso a jugar con la manija de la puerta; haciéndole creer al bobo que estaba intentando desatascar la cerradura. Todo esto al mismo tiempo que hacía esfuerzo no escritos para controlar el tono de su voz.

—La llave no entra. ¿Qué le hiciste a la puerta, Rocío?

—¡E-Espera! ¡Creo que ya lo... tengo!

Hubiese querido estar en esa situación el resto de la noche; pero, como ya había dicho, estaba al borde del lechazo.

—¿Rocío? ¿Te fuiste? ¿Llamo a un cerrajero?

—¡No!

La aparté de la puerta y la apoyé en la pared de al lado, ahí la agarré de las tetas, me ajusté bien atrás de su culito, y me la seguí cogiendo durante no más de 60 segundos hasta que le unté las entrañas con mi juguito una vez más. Acallé mis inminentes aullidos mordiéndole la oreja. No sé qué tan violento fui, pero era lo que necesitaba en ese momento. Tres, cuatro, cinco, hasta seis salvajes chorros llegué a contar. Todos impactando directamente contra la entrada de su útero. Desafiando cada uno de ellos aquellas leyes de nuestra sociedad que dictan que una mujer sólo puede ser impregnada por un hombre, preferiblemente por su pareja. Y ella lo recibía con todo el gozo del mundo, sin oponer ninguna resistencia, mordiéndome los dedos que se encontraban tapando su boca en un torpe intento de evitar cualquier tipo de gemido que pudiera comprometernos.

Quedé agotado, pero infinitamente satisfecho. Finalmente creía que no haber hecho demasiado escándalo y confiaba en que el idiota se hubiera apartado un poco de la puerta en esa larga espera a la que lo habíamos sometido. Podía sospechar, claro, porque no era normal una situación como la que se le había presentado. Pero, en fin, si no había dudado de la puta de su novia con todas las cosas que habían pasado antes, menos lo iba a hacer ahora.

Como siempre, Rocío me mandó a encerrarme en mi cuarto y ella se metió en el baño para, supongo, arreglarse un poco antes de recibir al corneta. Más o menos a los 10 minutos escuché la puerta de la calle abrirse. Traté de no hacer un solo ruido durante los siguientes segundos, esperando escuchar algún grito de reproche o algo que me indicara que la cosa se había complicado, pero no. Una conversación tranquila que no fui capaz de escuchar y un par de puertas abriéndose y cerrándose con normalidad me dieron a entender que no tenía nada de lo que preocuparme. Rocío ya tenía práctica en inventarse excusas para engañar al inútil.

Jueves, 16 de octubre del 2014 - 17:15 hs. - Rocío.

Tantos días sin aparecer por esa casa, tantas cosas vividas de por medio, tantos sentimientos nuevos encontrados entre una fecha y otra... No olvidaba lo que había pasado la última vez que había pisado esa casa, y ahí radicaba el miedo que sentía de volver a presionar ese timbre.

—¡Rocío, vida mía! —me saludó Mariela con su jovialidad de siempre—. ¡Pasa, anda!

Una vez dentro, no pude evitar mirar a todos lados buscando al perpetrador de mis preocupaciones. No estaba, por suerte. Me lo iba a tener que cruzar de todos modos, era obvio; Mariela no me había llamado ahí sólo para conversar conmigo. Pero me relajó un poco no encontrármelo a las primeras de cambio.

—¿Y? ¿Cómo te va la vida, chiquilla? —preguntó, una vez nos acomodamos en el salón.

—Bien, supongo. No puedo quejarme —respondí, con mi timidez habitual.

—Me alegro mucho, bonita. Ojalá pudiera decir lo mismo del cabeza dura que tengo ahí arriba... Lleva unos días que ni quiero contarte.

—¿Sí? ¿Por qué? —me interesé. Lo sabía mejor que nadie yo, pero informarme un poco sobre lo que iba a encontrarme ahí arriba no estaba de más.

—Pues no lo sé. Ya sabes lo cerrado que es el crío. Lo que sí te puedo decir es que ha estado comiendo poco y apenas saliendo de su habitación cuando viene del insti. Vamos, como antes de conocerte a ti.

—Cielos...

Evidentemente el chiquillo se había quedado con ganas de más y esa era la única forma que sabía de expresar sus malestares. El dilema para mí era otro: ¿cómo continuar a partir de ahí? ¿Cómo decirle que habíamos ido demasiado lejos y que teníamos que dejar las cosas así?

—¿Y los estudios? ¿Cómo siguen las notas? —pregunté.

—¡No! ¡Eso va estupendamente! Ahí has encontrado petróleo, hija mía.

—Entonces... ¿la urgencia era por su estado de ánimo?

—Pues sí... Yo no sé lo que haces, pero cada vez que pasa tiempo contigo se convierte en otra persona.

—Ya... —dudé, y ella lo notó. No me hacía gracia tener que hace de madrina de Guillermo y me costaba ocultarlo.

—Puedo pagarte más si quieres... —dijo entonces.

—¿Qué? ¡No, no! ¡Faltaría, Mariela! —me alarmé, su cara de pena podía demasiado conmigo—. Lo que pasa es que no estoy del todo segura de cómo encarar este tipo de situaciones...

—Sólo sé con él como eres siempre. Ya te digo que tu mera compañía es suficiente para alegrarle el día.

—Pues...

Mariela me miraba como un mendigo mira a los transeúntes para pedirles monedas. Parecía tener miedo de que de un momento a otro me levantara y me fuera. Eso no iba a suceder, pero sí que tenía la cabeza llena de dudas con respecto a lo que haría una vez estuviera cara a cara con Guillermo.

—¡Vamos allá! —me terminé de animar—. Lléveme con el enfermo —reí, pero enseguida me di cuenta de que había elegido la palabra incorrecta—. Con el paciente... quiero decir.

—Eres un amor —me sonrió ella— Ven.

Mientras subíamos las escaleras intenté trazar un plan de maniobra. Estaba completamente segura de que el chico se iba a mostrar inseguro y tímido cuando me viera, pero también creía que esa vergüenza se iría apagando conforme se fuera sintiendo más cómodo. Más allá de eso, me tranquilizaba que la madre se quedara en casa. Al menos así no intentaría nada si se llegase a armar de valor.

Llegamos a la puerta de la habitación de Guillermo y la madre ni se molestó en golpear antes de entrar.

—Oye, tú, Rocío ya está aquí —le dijo. Yo permanecí fuera.

—¡Me la suda! —gritó él, provocando que la madre diera un pequeño bote.

—¡¿Cómo dices, jov...?!

—¡Que te pires a la mierda de aquí! ¡Tienes todo el puto mapa para hacer tus gilipolleces, subnormal!

Mariela cerró la puerta y me miró muerta de vergüenza.

—Si vuelvo a entrar te juro que soy capaz de hacerle tragar la zapatilla —me juró. Yo me reí.

—¿Entonces...? —pregunté.

—Nada, yo me voy para abajo. A partir de aquí te encargas tú —dijo, de pronto, mientras se dirigía hacia las escaleras con la cara roja.

—Pero, Mariela, qué fue lo que...

—No te preocupes, está con sus estúpido jueguito de ordenador. Se debe estar peleando con algún amigo por micrófono. Tú hazle saber que estás ahí y vas a ver cómo corta todo. Nos vemos luego.

—¡Pero, Marie...!

Pues sí, me quedé sola ante el peligro. Había llegado el momento de enfrentar al chico con el que hacía unos días me había morreado y al que hace más tiempo le había dejado chuparme las tetas.

Toqué un par de veces, esperé y finalmente me adentré en esa habitación de la que no iba a volver a salir siendo la misma...

—¿Guille...?

Jueves, 16 de octubre del 2014 - 17:15 hs. - Benjamín.

Un día más en el trabajo. Un día más que en el que me presentaba como un zombi. Un día más que acudía sin las más mínimas ganas de hacer nada. La gente pasaba por al lado mío y ya ni me daba las buenas tardes. Debía desprender un aura de tipo antisocial, de tipo enfadado con el mundo. Y me estaba empezando a preocupar de que la gente se acostumbrada a tener por ahí a ese nuevo Benjamín. Con lo social que había sido yo siempre...

Echado hacia atrás en mi silla, con los ojos tapados por mi antebrazo y con ambas patas apoyadas en el escritorio, estaba dispuesto a pasar todo mi descanso, que, por alguna razón, aquel día era de una hora entera. Órdenes directas de Barrientos. Sí, casualmente el día después de haberme visto tonteando con "su chica", había decidido no mostrarse mucho por la oficina.

—¿Te vienes a tomar un café? —dijo una voz femenina de pronto.

—¡De acuerdo! —respondió la otra.

Se dirigían a Clara, obviamente. ¿Quién me iba a invitar a mí a ningún lado? Encima Sebastián y Luciano habían sido enviados en una "misión especial" a tratar no sé qué asuntos con una empresa cercana. Así que mi día se iba a presentar de esa manera, sin ningún tipo de compañía y con la incertidumbre desgarrándome por dentro debido al estúpido numerito que había montado hacía unas horas en el aparcamiento de ese mismo edificio. Encima Lourdes no había dado señales de vida en todo el día, al igual que nuestro jefe... No, no lo estaba pasando nada bien esa mañana.

—¿Te pasa algo? —me preguntó de golpe Clara, sacándome de mis penurias mentales—. Pareces un zombi.

—¿Tú crees? —respondí, sin quitarme el brazo de la cara.

—Yo y todos los que pasan por aquí. ¿Has tenido una mala mañana? —se interesó.

—No, Clara. Estoy un poco estresado nada más. No te preocupes.

—¿Un poco nada más? —insistió—. ¿Quieres venir con las chicas y conmigo? Te vendrá bien.

—¿Qué chicas?

—Esas.

Me giré y dirigí la mirada hacia donde apuntaba el dedo de Clara. Un grupo de cuatro mujeres vestidas completamente de morado esperaban en la puerta mientras fumaban y reían. Eran del sector de diseño gráfico, lo supe por el color de su uniforme. Más allá de eso, no las conocía de nada. Aunque sí que sabía que las empleadas de esa facción no eran de las más queridas de la empresa. Tenían fama de ser algo pedantes y antipáticas con todo el mundo.

—¿Vienes o no?

—¿Desde cuándo te llevas con las de Diseño? —pregunté, volviendo a la misma posición del principio.

—Desde anoche, je. Me las encontré en ese famoso bar que está a unas calles de aquí. Hicimos migas bastante rápido, la verdad.

—Joder, pues se dice por ahí que son unas cerdas que te cagas. Ten cuidado con quién te vas juntando —solté, sin pensarlo.

Me di cuenta de la burrada que acababa de decir e instantáneamente me quité el brazo de la cara para ver su reacción. No es que me importara mucho lo que fuera a decirme, pero...

—Benjamín...  —dijo, fulminándome con la mirada.

—¿Qué pasa? —respondí, desafiante.

—¡JAJAJAJAJAJA! —estalló—. ¡JAJAJAJAJAJA!

—¿Clara?

—¿Q-Quién eres tú y qué has hecho con Benjamín? ¡JAJAJAJA! ¡Vaya lengua esa! ¿Desde cuándo eres así?

—Meh...

Tenía razón. Yo no era de ir hablando así de mis compañeros de trabajo. En la vida había tenía un exabrupto de esa índole. Incluso Clara, que me conocía de hace muy poco, se había dado cuenta de que no pegaba para nada conmigo. El estrés de esas últimas semanas me estaba empezando a pasar factura de verdad...

—¡Pues decidido! ¡Vienes con nosotras! No te vas a quedar aquí cagándote en todo el mundo.

—¡E-Ey! ¡Oye! ¡Espera un mom...!

Tiró de mi brazo y me arrastró con ella a la fuerza. No me dio tiempo ni de apagar el ordenador.

No tenía ningún tipo de ganas de socializar en ese momento y mucho menos de interactuar con esas princesitas. ¡Si eran todas unas crías como Clara! Y, obvio, no había ninguna fea. No se manejaban de esa forma en mi empresa.

—¿Vamos? —dijo cuando llegamos a la puerta— Él es Benjamín, algo así como mi jefe. ¡Pórtense bien o ya saben!

—Hola... —atiné a decir, pareciendo un virgen de quince años que habla por primera vez con una mujer.

—Hola —respondieron tres de ellas. La cuarta me miró de arriba a abajo y luego siguió mirando su smartphone.

Como ya dije, no me hacía ninguna gracia el tener que pasar el descanso con esas mujeres, pero menos ganas tenía de quedarme solo y seguir comiéndome la cabeza. Por eso no rechisté y fui con ellas. Al parecer el destino era la misma cafetería donde Clara me había llevado la primera vez que almorzamos juntos.

Durante el camino, todas iban hablando y riendo a la vez, incluida mi compañera. Parecían un grupito de cheerleaders que acababan de salir del entrenamiento y se dirigían a ver a los jugadores del equipo de fútbol. Bueno, eso si tomamos como referencia a la típica película norteamericana. A mí simplemente me parecían un montón de niñas ruidosas con mucho tiempo por delante para madurar.

—Qué callado estás —me dijo una, la más alta de las tres.

—¿Eh? —contesté, sin ponerle mucha atención.

—Déjalo, debe estar pensando en el trabajo todavía. Últimamente nos tienen agobiadísimos con...

Dejé de escucharlas. No me interesaba en absoluto nada de lo que tuvieran para decir. Sus vocecitas chirriantes lo único que lograban era irritarme un poco más a cada paso que daba junto a ellas. Estaba a punto de darme la vuelta y huir sin poner ningún tipo de excusas. No sentía la necesidad de explicarme ante ese grupo de niñatas.

Pero no, no lo hice. Llegamos a la cafetería y nos ubicamos en una de las mesas con más asientos. Me quedé de pie esperando a que eligieran lugar ellas primero y luego me senté yo, en un extremo, con Clara a mi izquierda y la que era morena y bajita a mi derecha. Cada uno pidió lo suyo y la cháchara volvió una vez se fue el camarero. Yo no tenía ganas de participar, pero esos no eran los planes de ella...

—Bueno, ¿por qué no te presentas como es debido? —dijo Clara, dirigiéndose directamente a mí para que no hubieran dudas.

—Sí, preséntate como es debido, que no has dicho una palabra en todo el camino —la apoyó la morena bajita.

—Pues... ¿Qué quieren que les diga? Me llamo Benjamín, tengo 29 años, llevo dos años en la empresa y... eso.

Juro que intenté poner la mejor de mis caras y hablé con el mejor de mis ánimos, pero debía ser demasiado evidente que mis últimas 24 horas habían sido una mierda, porque Clara me metió una patada por debajo de la mesa que me hizo ver las estrellas.

—Ya les dije, está un poco borde por culpa del trabajo, pero les prometo que es un sol.

—Yo soy Lin. Mucho gusto —se presentó la morena bajita, la cual recién me daba cuenta que tenía rasgos asiáticos.

—¿Lin? ¿Es chino? —me interesé.

—Sí —sonrió—. Por parte de madre. Por parte de padre soy francesa.

—Vaya mezclas —rio Clara.

—Yo soy Teresa. Puedes llamarme 'Tere' —se presentó la alta que me había hablado antes.

—Encantado, Tere.

—¡Yo soy Olaia! —saludó la tercera, una chica blanquísima con el cabello color anaranjado—. ¡Encantada!

—Igualmente.

—Perdona si no te hicimos mucho caso en el camino hacia aquí, pero es que no parecías con muchas ganas de charla —añadió, enseñándonos a todos una amplia sonrisa.

—Pues... sí, para qué mentirles. No he tenido el mejor de mis días. ¡Pero, bueno, ¿qué mejor para reconducir una mala tarde que una compañía como ésta?! —mentí. Todas rieron y festejaron mi comentario al mismo tiempo. Bueno, todas no, había una que no.

—¿A que somos unos amores? Ella también, aunque no lo parezca —dijo Lin, señalando a la chica que estaba sentada en el otro extremo, la única que no se había presentado todavía—. Oye, deja el teléfono un rato, anda.

—¿Qué pasa? ¿El único que puede tener un mal día aquí es él? —habló al fin.

—¿Qué? ¿Has tenido un mal día? —intervino Olaia.

—No, pero podría haberlo tenido y vosotras no lo sabéis.

—Perdónala ahora tú a ella —dijo Lin, hablándome a mí—.  Sucede que la toma con nosotras cada vez que pasa más de una semana sin follar —sentenció. Todas menos la aludida rieron.

—"Ja, ja" —respondió burlonamente, levantando uno de sus dedos mayores en el proceso.

—Bien podrías usar ese dedito para bajarte un poco esos humos —contraatacó la chinita. Todas volvieron a reír. Victoria contundente de la más bajita del grupo.

—Tú no les hagas ni puto caso —dijo entonces la derrotada mirándome a mí— Hace unos meses lo dejé con mi novio y desde entonces no han dejado de presentarme tíos. ¿Cómo vamos, Olaia? ¿A uno por día ya?

—Pero si a Benjamín lo invitó Clara, que prácticamente la conocimos anoche, flipada. ¿Qué tío va a querer presentarte ella a ti? —se defendió la pelirroja en nombre de todas.

—Me los habéis querido colar de todas las formas. Yo ya no confío en ninguna de vosotras.

—Si te sirve de ayuda, eh... ¿cómo te llamas? —intervine yo, con la intención de calmar los ánimos.

—Cecilia.

—Vale, Cecilia... La que me invitó fue Clara, puedes quedarte tranquila. Además, tengo novia.

—¿Tienes novia? —saltó Olaia—. Qué lástima... Me habías caído bien... —añadió con un toque de picardía.

—Pues sí —asintió también Teresa—. Bueno, ahora que ya sabes que tiene novia, puedes dejar de comportarte como una autista y unirte a la conversación.

—O bien podría mandaros a todas a la mierda y seguir comportándome como una autista, ¿qué te parece?

—¡Oigan, que me van a espantar al muchacho! —las regañó Olaia.

—Por mí no se preocupen, yo voy a estar aquí diez minutos como mucho. Tengo mucho trabajo hoy... —aclaré lo más rápido que pude.

—¡Nooo! ¡Dile algo, Clara!

—El jefe aquí es él —rio ella.

—¡Joooo! ¿Tanto trabajo tienen?

—Lamentablemente sí... —contesté.

—¿Y de qué se trata exactamente?

Los diez minutos que me quedaban de descanso los terminamos invirtiendo Clara y yo explicando, de una forma que ellas lo pudieran entender, el trabajo que nos tocaba realizar a nosotros. Lin, Olaia y Tere se mostraron muy interesadas y participaron en la conversación cada vez que pudieron. Todo lo contrario de Cecilia, que seguía sin encontrar su sitio en esa mesa.

Finalmente, y a pesar de todo lo dicho anteriormente, me lo pasé muy bien con ellas y me hubiese quedado más tiempo de haberlo tenido. Logré olvidarme de todo lo que me estaba machacando el coco y encima logré ampliar un poco mi círculo de conocidos dentro de la empresa, por más que fueran cuatro niñatas con muchas tonterías en la cabeza.

—Bueno, yo me tengo que ir —dije entonces—. ¿Tú te quedas un rato más?

—¿Sobrevivirás sin mí? —contestó Clara.

—Tsss. Te faltan unos 100 años para que yo pueda depender de ti —afirmé. Las tres de siempre echaron a reír de nuevo.

—¡Vaya! Eso no es lo que me dices cuando estamos a solas... —contraatacó, con su toque coqueto y desinhibido de siempre. Se escuchó un gran "oooh" alrededor que me dejó en jaque.

—Porque en privado sólo te digo lo que tus dulces orejitas quieren escuchar —sentencié, provocando en ella una sonrisita de las suyas y que todas se quedaran boquiabiertas. No le di tiempo a retrucar, me di la vuelta y me fui por donde había llegado con un sonoro "Adiós".

No sé por qué, pero me hizo sentir bien conmigo mismo actuar tan altanero y poderoso con esas crías. No sé si era por la falta de confianza que había acumulado por culpa de todas las mujeres que me rodeaban, Clara incluida, pero, sentirme así de... macho, por decirlo de alguna manera, era como un soplo de aire de fresco.

Cuando iba saliendo de la cafetería, entre toda la multitud, casi de reojo, me pareció ver dos figuras que me resultaron conocidas. Me apresuré a salir del establecimiento y me paré en el centro del paseo para ver si eran quienes yo pensaba. Después de otear un rato, volví a ver esa nuca rubia que se movía al lado de otra cabeza que se alzaba unos centímetros por encima. Sí, eran Lulú y Barrientos.

—¿Qué cojones hacen esos dos juntos? —murmuré, completamente desconcertado.

Caminaban hombro a hombro, en dirección opuesta a donde estaba el trabajo. Conversaban, podía saberlo porque se iban mirando a la cara. ¿De qué? No lo sabía. Estaba muriéndome de la curiosidad. Por eso los seguí. Me daba igual dejar tirado el trabajo, tenía que saber qué diablos estaba sucediendo. Por supuesto, no pretendía hacer de espía y seguirlos sin que se dieran cuenta, mi intención era alcanzarlos y... a partir de ahí, improvisar. Joder, quería saber, tan sólo quería saber.

Apuré un poco y traté de ponerme detrás de ellos, pero había demasiada gente caminando por esa acera. No iba a gritarles desde tan lejos, quería que el encuentro fuera lo más casual posible. Pero se me iban alejando más y me estaba comenzando a desesperar. Aceleré el paso lo más que pude, abriéndome paso entre la multitud sin llegar a ser violento. Ellos seguían caminando muy cerca, sin dejar de comunicarse y soltando alguna que otra risa. ¡No lo entendía! ¿Acaso no nos había visto Barrientos besarnos? ¡Esa no era la actitud de alguien despechado! ¿Y por qué Lulú le seguía el rollo?

En un momento dado, Barrientos señala con el dedo un costado y ambos desviaron su trayectoria para seguir esa dirección. Se metieron en una especie de bar... pub, local... no sabía lo que era. Estaba iluminado con luces rojas y la gente que entraba y salía de allí iba considerablemente elegante.

—Me cago en mi vida... —volví a murmurar.

Esquivé a los pocos peatones que me quedaban y me posicioné de pie junto a la puerta del lugar. Me acomodé un poco la corbata, me limpié el sudor de la frente y luego me aventuré hacia lo desconocido. Una vez dentro, busqué con la mirada a mis objetivos. Se habían sentado casi al final del primero de varios pasillos que tenía el sitio. Un camarero los atendía y luego se iba con la bandeja en la mano. Caminé despacio, observando bien el lugar, empapándome con la tenue luz roja que bajaba desde el techo y acostumbrando mi vista a su escaso brillar. Me quedé quieto a unos pocos metros de ellos... Mi cabeza estaba nublada. Me había metido en ese local por un arranque repentino, pero ya no sabía qué hacer. ¿Debía abordarlos? ¿Preguntar qué estaba pasando? No... No lo veía claro. Quizás lo mejor hubiese sido darme la vuelta y esperar a cruzarme con alguno de ellos en el trabajo... No sabía qué hacer, hasta que, de pronto, una de las mesas que estaba situada relativamente cerca de la suya, se desocupó. Estaba ubicada justo detrás de una de las columnas que separaba los distintos pasillos. Decidí que esperaría sentado ahí hasta que pensara mejor qué hacer.

—¿Qué desea tomar, caballero? —me preguntó otro camarero apenas tomé asiento.

—Un café, por favor —casi que tartamudeé, rápido, para sacármelo de encima.

—¿Qué tipo de café, señor? Tenemos una carta especial de cafés, con una variedad bastante...

—Un latte macchiato, por favor —lo interrumpí, sonriendo amablemente justo después para bajar un poco el nivel de mala educación que estaba mostrando—. Uno de esos "dolce gusto".

—Entendido. Enseguida se lo traigo —respondió el hombre, sin perder las formas en ningún momento.

Una vez se fue, me acomodé en mi asiento e intenté concentrarme en los sonidos que me rodeaban. La música de ambiente sonaba a un volumen acorde a un sitio como aquél; sin destacar demasiado y lo suficientemente alto como para acompañar el relax que suponía pretendían buscar los clientes al entrar a un establecimiento de ese estilo. Las voces... Sí, las voces, lo que más me interesaba escuchar... Nada, no se oían. O sí, sí se oían, pero mezcladas; susurros entrelazados que no conseguían tener ningún sentido para mí. Era como si todos los ahí presentes buscaran guardar secretos del mundo que aguardaba fuera. Como si todos hubiesen acudido a ese lugar a esconderse.

—No soporto el olor a puro. Sentémonos aquí mejor.

—Tienes razón.

Me sobresalté de repente. Eran ellos. Se habían cambiado de mesa. Sentí miedo de darme la vuelta y mirar. Aunque era difícil que me hubieran visto, la columna detrás mío bloqueaba casi toda la visión de mi mesa desde la parte de atrás del recinto. Sea como fuere, agradecí al cielo que hicieran ese cambio, porque ahora podía oírlos con claridad.

—¿De qué conoces este sitio? Es tan... elegante —dijo Lulú.

—Soy algo así como el propietario de este lugar —le contestó Barrientos.

—¿Sí? Vaya, eres una caja de sorpresas.

—¿Caja de sorpresas? Deshuesar a tu ex mujer en el divorcio lo llamo yo —rio. Mi jefa lo acompañó con una leve carcajada.

—En fin... ¿Crees que estará bien que nos ausentemos tanto tiempo del trabajo? —preguntó ella.

—No, pero bueno. Yo soy el jefe y tú estás conmigo. ¿Quién nos va a decir nada?

—Ese tipo de abuso de poder no va conmigo.

—Venga, Lourditas, sabes bien que es necesario. Tienes que guardar un poco de distancia ahora. Y yo también debería...

El camarero se acercó a ellos y les preguntó si necesitaban algo más. Una vez abandonó su mesa, vino a la mía con mi latte macchiato. No retomaron la conversación hasta algunos segundos después.

—Yo sigo viendo muchísimas lagunas en todo esto... —continuó Barrientos—. Vale, os besasteis, ¿ahora qué? ¿Se supone que tiene que aflorar en él algún tipo de amor o deseo oculto por ti? —prosiguió. El corazón comenzó a latirme rápidamente, por fin estaban hablando de lo que había pasado.

—Je... eso no va a suceder, tranquilo. Sé cuánto quiere a su novia.

—¿Entonces?

—Paso a paso, Martín. No tengo por qué precipitarme.

—Sigo sin verlo claro...

Aparentemente Barrientos no se lo había tomado tan mal. Él seguía luchando desde su honesta posición y le pedía explicaciones. Lo que yo me esperaba era una reacción más infantil. Que dejara de hablarla y se enfadara tanto con ella como conmigo. Pero nada más lejos de la realidad. Me di cuenta de que estaba perdiendo mi tiempo con esa estúpida misión espía... Estaba a punto de levantarme y retirarme antes de que se dieran cuenta de que estaba ahí... Pero...

—Aquí estoy —dijo otra voz, de repente.

—Sí que has tardado, ¿dónde estabas? —la inquirió Barrientos.

—En el cuarto de baño. Vaya lujos que tenéis aquí dentro, ¿eh? —respondió. No necesité mucho más tiempo para reconocer esa voz: era Romina—. ¿Y bien? ¿Ya os habéis puesto al día?

—Lo estoy intentando... Pero es que ese plan vuestro no me termina de cerrar —dijo él, dubitativo como pocas veces lo había oído.

—¿Lo qué no te cierra? ¿Qué más quieres que te expliquemos? —devolvió Romina.

—Nada, si está todo claro. Lo que no entiendo es por qué no te le declaras y ya está. ¿Qué necesidad hay de todo este paripé? A fin de cuentas, el tío está en contra de traicionar a su novia tanto de una forma como de otra —sentenció.

Mis oídos cada vez estaban más atentos. Mi corazón latía cada vez más rápido. Pero en mi cabeza cada vez entendía menos. Las palabras "traicionar" y "paripé" no dejaban de resonar en mi interior.

—Mira, Santos... —comenzó Romina, luego dio un largo suspiro—. Benjamín es un poco gilipollas. Sí, Lu, te pongas como te pongas. Es lelo que te cagas. No se daría cuenta de las cosas ni aunque le hicieran un dibujito. Si hasta le contó en la puta cara cómo se enamoró de él y éste ni se enteró.

—¿Qué? Venga, ¿cómo se podría malinterpretar una declaración?

—Vamos a ver, no fue una declaración directa, ¿vale? Ella le contó la historia intentando obviar nombres y el capullo no se enteró de nada.

Parecía que el corazón se me iba a detener. No lo estaban diciendo directamente... Bueno, sí, lo estaban haciendo: Lulú estaba enamorada de mí y supuestamente me lo había dicho en la cara y yo no me había dado cuenta. ¿Cuándo? ¿En qué momento? ¿Cuál era esa historia con nombre obviados? La única historia que recordaba era...

—Joder... —susurré para mí...

Acababa de caer. Era yo... Era yo del que hablaba. Ese compañero que le habían asignado... era yo. Era yo el que la había conquistado en la oficina, el responsable de que casi no se casara con su actual marido, el chico del cual ella no se había podido olvidar... Era yo. Y me quería pegar un tiro.

—Pues... no sé. Yo os estoy ayudando porque nos conocemos de hace tiempo y no quiero dejaros tiradas, pero... yo creo que deberíais ir de frente y ser más sinceras con él.

Yo seguía escuchando, pero cada vez más abatido. Ya no me importaba que todo aquello del "acosador" Barrientos fuera una mentira. Tampoco me importaba que estuvieran haciendo todo eso para intentar juntarme con Lulú. Lo único que me importaba era que mi jefa estaba enamorada de mí, que me lo había querido hacer saber, y que yo la había ignorado como a la mierda.

—No... —dijo de pronto Lulú—. No, no, no y no. Esto no es por mí, es por él. Bueno, que también es por mí, pero más por él que por mí.

—Tranquilízate, Lu...

—¿Otra vez con eso? ¿Tienes pruebas? —preguntó Barrientos.

—¡Pero si él mismo es el que sospecha! Tú porque todavía no habías llegado, pero lo que nos contó de los condones fue... Joder, Martín, más claro agua. ¿No, Romi? —prosiguió, dejándome a mí más helado de lo que ya estaba.

—Ajá...

—Además, estos últimos días que me he estado reuniéndome con él, no dejé escapar ni una oportunidad para preguntarle por ella, y siempre me termina contando cosas que... no son nada normales.

—¿Como qué?

—Pues... que se encierra en el baño y comienza a hacer ruidos extraños. Que él va a preguntarle qué le pasa y ella no responde, y que le nota rara la voz... Un montón de cosas así que lleva notando desde que metieron a ese hombre en su casa.

—Yo insisto en que deberíais hablar con él y explicarle todo cómo lo veis vosotras.

—No nos hará ni puto caso, te estamos diciendo que está ciego de amor por esa guarra. La única forma de que se dé cuenta es pillándola con las manos en la masa... y eso ya se escapa de nuestras manos —cerró Romina.

No me podía creer nada de lo que estaba escuchando. Intenté recapitular varias veces e intentar entender todos y cada uno de los puntos que se habían tratado en esa reunión. Desde el falso acoso de Barrientos, pasando por el amor de Lulú hacia mí y terminando en... en los supuestos cuernos que Rocío me estaba metiendo. Esto último era lo que menos me preocupaba, porque todas sus suposiciones eran por cosas que yo mismo les había contado. Es decir, la fuente que tenían para asegurar que mi novia me estaba siendo infiel, era yo. Y yo, salvo por ese episodio de los condones, que al final había terminado entendiendo como una paja mental que me había montado, no había vuelto a tener ni una sola sospecha de ello... Pero, de todas formas, me preocupaba que hablaran con tanta seguridad, con tanta certeza de algo de lo que no tenían ni la más remota idea, porque eso después podría repercutirme directamente a mí en mi relación con Rocío. ¿Lo hacía Lulú desde el despecho? ¿Por saber que nunca dejaría a mi chica por ella? ¿Lo afirmaba Romina porque le gustaba el salseo? ¿O simplemente porque era impulsiva? Lo único que tenía claro de todo eso era que el pobre Barrientos no tenía culpa de nada de lo que estaba pasando...

—Creo que deberíamos ir yendo... —dijo entonces el mismo Barrientos—. ¿Qué vas a decirle a Benjamín cuando lo veas? ¿Cómo te piensas comportar?

—Pues... igual que siempre. Ya te dije que voy a ir paso a paso. No sé cómo voy a hacer, pero te puedo garantizar que no me voy a rendir.

—Joder... vale. No te entiendo en absoluto, pero bueno, seguiré apoyándote con todo este teatro. Aunque no sé qué voy a decirle cuando lo vea.

—Tú hazte el distraído. Supuestamente tú no sabes que él te vio llegar... Haz como que no pasó nada y ya luego pensaremos en algo.

—Genial, sí. Quedar como el subnormal al que le quitan la chica en la cara y no hace nada. Gran papel me otorgas, señora mía.

—Vámonos, anda.

Cuando escuché las sillas arrastrarse por el suelo, me di prisa y salí por el lado contrario de mi mesa, por donde la columna tapaba toda la visión. Los vi pagar y luego irse los tres juntos. Regresé a mi mesa y me quedé sentado un rato largo, pensando en todo lo que acababa de escuchar. Analizando cada una de las palabras que habían salido de esas bocas; cada acusación, cada declaración... No podía creer que yo fuera el protagonista principal de esa historia. No terminaba de entrarme en la cabeza.

A los pocos minutos, salí de aquel lugar y puse dirección hacia mi trabajo. No sabía qué iba a decirle a Lulú cuando me la cruzara, lo que sí sabía muy bien era que no iba a dejar que esta pequeña telenovela que se habían montado durara mucho más.

Jueves, 16 de octubre del 2014 - 17:35 hs. - Rocío.

—¿Guille...?

La habitación estaba muy desordenada: bolsas de aperitivos por todos lados, botellas vacías, pilas amontonadas de ropa encima de la cama... Un auténtico desastre. Además olía mal, muy mal. A encierro, a humanidad... Olía a hombre que echaba para atrás.

—¿Guillermo? —volví a llamarlo, esta vez tocándole un poco el hombro.

El chico giró un poco la cabeza y casi se cae de la silla del respingo que dio. Tal y como había anticipado la madre, cerró el juego, soltó el ratón y tiró los cascos encima de la mesa. No era la reacción que esperaba en un principio, pero de momento me servía.

—¿Qué haces aquí? Le dije a mi madre que no te llamara... —dijo, intentando mirarme a los ojos, pero sin éxito.

—Bueno, pero aquí estoy. Mariela me dijo que no estás muy bien, ¿es verdad? —le pregunté. No era que desconfiara en la palabra de su madre, pero así pretendía acercarme un poco mejor a él. Me senté en su cama y esperé su respuesta.

—Estoy igual que siempre. Gracias por preocuparte. Ya puedes irte —respondió, cortante.

—Oye, que sólo quiero ayudarte, ¿sabes? —me enfadé.

—¡Que no necesito ayuda, joder! Mira, ya que has venido hasta aquí, para que al menos puedas cobrar, ¿por qué no sacamos cuatro libros, los repasamos un rato y luego hacemos subir a mamá para que vea que ya estoy bien? Te prometo mostrarle la mejor de mis sonrisas —soltó, sin más, sin mirarme a los ojos todavía.

—Vamos a ver, chavalito, no me gusta que me hables de esa manera. Tampoco me gusta que te tomes así los intentos de tu madre por ayudarte, y...

—¿No me jodas que vas a volver a soltarme todo el rollo de mi madre otra vez? Mira, paso. Haz lo que quieras, yo sigo jugando... —finalizó, girando la silla de nuevo y poniéndose los auriculares de nuevo.

Me hartó. Me levanté de la cama, me puse detrás de él y le quité los cascos de un manotazo. Él volvió a girarse hacia mí y se quedó mirándome con seriedad.

—¿Qué haces? —me dijo.

—Te estás pasando de la raya. ¿Quieres que vaya a tu madre y le cuente toda la verdad detrás de tus primeras notas?

—Pss... Tú misma —contestó, y se dio la vuelta nuevamente dejándome otra vez con la palabra en la boca.

Me estaba comenzando a impacientar. No había forma de entrarle a ese chico. ¿Acaso ya se había hartado de mí? No podía ser, ¿si no a qué habían venido tantas pataletas esos últimos días? A no ser que no fueran por mí... Porque sí, yo ya había dado por hecho que su "mal estado de ánimo" era por mi culpa. ¿Y si no era así? Iba a tener que averiguarlo de todas formas.

—Guille, venga, vamos a hablar como dos adultos que somos.

—Yo no soy un adulto, tengo 17 años recién cumplidos.

—Para mí eres un adulto. Aunque te comportes como un crío, para mí eres un adulto.

—Que sí, que sí. ¿Qué quieres? ¿De qué quieres hablar?

—Sobre ti, sobre lo que te ha estado pasando últimamente. Yo soy tu amiga, Guille, puedes contarme lo que sea que te esté molestando.

Por alguna razón, sentí que por fin había llegado a su corazón. Mirándome a los ojos por primera vez, amagó un par de veces con comenzar a hablar, hasta que se atrevió por fin...

—No sé si es buen momento este para decírtelo... —dijo, intentando no levantar la voz.

—¿Por qué no? Dime —insistí, retomando ese tono materno que tan buenos resultados me había dado con él.

—Porque... no puedes solucionarlo. Por lo menos ahora...

—¿Y por qué no puedo? ¿De qué se trata? En serio quiero ayudarte, sólo dímelo.

—Porque está mamá abajo...

Estaba tan metida en mi papel que casi me olvido todo lo que había sucedido entre él y yo. ¿Qué era lo que iba a pedirme que "solucionara" que tenía miedo que su mamá pudiera ver? Más claro imposible....

—Entonces has estado mal por mi culpa, ¿eh? —dije, casi sin pensarlo.

—En parte sí, ¿para qué negarlo? Tú sabes perfectamente lo que me pasa contigo... Lo sabes, me das un poco de lo que quiero y luego desapareces como si nada hubiera pasado. Me haces sentir como una mierda...

Tenía razón, por primera vez tenía razón. Es lo que presentí aquél jueves cuando salí de su habitación dejándolo solo luego de lo que sucedió.

—Fue un error... Nunca debí haber llegado tan lejos. Me dejé llevar por... bueno, por... porque eres un chico muy atractivo, Guille... —logré decir, intentando controlar el tono de mi voz.

—Entonces fue un error... Todo lo que pasó entre nosotros fue un error, ¿entonces?

—Todo no... Yo creo que hicimos migas tú y yo, ¡mira la confianza con la que nos tratamos! —reí—.  Además, lo primero te lo ganaste, ¿recuerdas?

—Ya... Pero el beso sí que fue un error...

—El beso sí... —acepté, esquivándole esta vez yo la mirada.

—Si el beso fue un error, entonces no tiene sentido que te molestes en preguntarme qué me pasa —dijo, y volvió a girarse con su silla.

—¿Por qué no? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —insistí.

—¿Qué tan atractivo me encuentras, Rocío? —dijo de pronto, ignorando completamente mi pregunta.

—¿Eh? Pues... no sé. Eres un chico guapo, no sabría decirte más...

—O sea, que soy guapo para besarme y para dejarme jugar con tus tetas... ¿y qué más? —continuó. Sentí que la sangre se me subía a la cara al mismo tiempo que empecé a temer por el devenir de esa conversación.

—¿Cómo que y qué más?

—Sí... me consideras atractivo para besarme, para dejarme meterte mano en las tetas, ¿y para qué más?

Me dejó en un total y absoluto fuera de juego. La pregunta era clara. ¿Pero cómo debía responderla? O, mejor dicho, ¿qué esperaba que le respondiera? ¿Qué pretendía de mí? ¿Cuál era ese tema que quería que le solucionara? Me quedé callada; respiré y luego ahí hablé. No podía volver a cometer el mismo error.

—Y para nada más, Guille...

—Vale... —respondió, esta vez de forma dubitativa—. ¿Y si te pido que me beses de nuevo? Has dicho que para nada más... bueno, creo que me gustaría repetir la experiencia.

—No, Guillermo. Ya te he dicho que aquello fue un error y no puede volver a repetirse. Quiero dejarte claro desde ya que...

—Entonces mientes... Me dices que "y para nada más", pero la respuesta sería "ni para eso ni para lo otro".

—Tómalo así si quieres... No quiero hacerte daño, pero no puedo dejar que esta locura vaya más lejos.

—¿Por qué es una locura? Me haces sentir como si fuera un acosador. Dime una cosa, ¿acaso te llamo todos los días? ¿Te mensajeo cada hora? ¿Te voy a buscar a tu casa? ¿Te espío cuando sales a la calle? No, ¿verdad?

—Oye, que yo no he dicho...

—Escúchame, por favor. Si tú un día decides no venir más, yo tendré que joderme y seguir con mi vida. No haré ninguna de esas cosas que acabo de decir. ¿Tengo razón?

—Sí, pero...

—Entonces dime, ¿por qué es una locura? ¿Por qué es una locura hacer feliz a un chico que no tiene nada, que lo perdió todo? ¡Si es algo que no saldrá de aquí! Luego tú te irás y hasta quizás te sientas bien contigo misma por haber hecho una buena acción. Y no habrán secuelas, nadie se enterará, será un secreto entre tú y yo. Ahí termina la historia.

Sus argumentos eran sólidos como el hierro. No sé si tenía razón, pero que sabía exponer sus razones no había nadie que pudiera negarlo. Y ese era el problema, que yo tiraba de típicas como "fue un error", o "me dejé llevar", y él lograba rebatírmelas sin problema alguno. Pero yo no podía serle sincera y decirle que no quería nada con él, que ya estaba bien atendida en casa y no necesitaba que un chiquillo de 17 años me diera lo mío. En definitiva, me encontraba en una encrucijada.

—¿Ves? Me encanta esto... Me encanta ver la cara de la gente cuando tiro abajo sus putas excusas sólo hablando. Contigo lo acabo de hacer y me siento genial, aunque hayas resultado ser una puta mentirosa —dijo entonces, riéndose de forma irónica.

—Oye, que no hace falta insultarme....

—Te lo mereces, y te aseguro que me quedo cortísimo.

—Yo no soy ninguna mentirosa, yo he estado tratando de ayudarte desde el primer momento que puse un pie en esta casa, aguantando tu pésimo trato para con todo el mundo y tus sucias argucias para conseguirme ponerme las manos encima. No, aquí no eres víctima de nada, chaval...

Me había enfadado de verdad. Mi intención no era hacerlo sentir mal, pero tantas acusaciones juntas merecían respuesta. Y bien a gusto que me quedé. Iba a levantarme y a pirarme para no regresar jamás, pero entonces... bueno, sucedió algo.

—Rocío —dijo de pronto él, dejando su silla y poniéndose de pie frente a mí—. Veo que esto ya no tiene arreglo. Tú ya no me soportas pero necesitas el trabajo y yo sigo queriendo mi beso. Así que, ¿por qué no hacemos lo siguiente? Tú me das mi beso; o sea, un buen morreo, y yo no vuelvo a molestarte. No volveré a pedirte nada. Me portaré bien en casa, no preocuparé más a mi madre, y tú seguirás viniendo los lunes y los jueves a nada más y nada menos que darme clases. ¿Qué te parece?

Sentada, mirándolo desde abajo, lejos de la puerta y con él en frente mío tapándome todo el panorama... como que me sentía un poco intimidada. No podía pensar con claridad. Era una petición bastante precisa, pero no me terminaba de llegar del todo. Sabía que quería irme de esa casa y no regresar jamás, más por hartazgo que por otra cosa, pero... No, no quería perder el trabajo... Un trabajo que había encontrado para abstraerme de los problemas de casa. Que, bueno, tampoco es que estuviera ayudando mucho en ese sentido, porque tranquilidad lo que se dice tranquilidad, no me traía para nada. Aunque, en fin, era un trabajo que había encontrado para demostrarle a Benjamín que podía ser autosuficiente, para demostrarle que yo también podía llevar dinero a la casa... Ese era, probablemente, el punto que más me importaba mantener. No quería darle el gusto de que me dijera que no había durado nada en mi primer trabajo... No quería... Pero tampoco quería darle el gusto a ese mocoso que tenía adelante. Ese mocoso pedante, altanero, que creía que tenía el sartén por el mango.

—¿Y? ¿Qué me dices?

—No voy a besarte estando tu madre abajo... —dije al fin, largando lo primero que se me ocurrió. Como ya dije, me encontraba un poco aturdida. No estaba en condiciones de pensar las cosas antes de decirlas.

Y me equivoqué... Claramente me equivoqué.

Guillermo sonrió, cogió su teléfono del escritorio, se entretuvo un rato con él, y luego se giró hacia mí de nuevo. No volvió a articular palabra hasta que una musiquita sonó.

—Solucionado —dijo, enseñándome la pantalla de su smartphone.

"Mamá, ya me encuentro mucho mejor. La verdad es que Rocío es como mi hada madrina. Tenías razón. ¿Puedes ir al centro a comprarle un regalo? Me gustaría sorprenderla antes de que se vaya...", rezaba un mensaje escrito por él. Un poco más abajo, otro mensaje firmado por 'Mamá' decía: "¡Ya mismo salgo! Tú entretenla hasta que vuelva".

—Eres un pequeño hijo de la gran puta, ¿sabes? —le solté, salido directamente de lo más profundo de mi ser.

—Sí, lo sé, ¿para qué lo vamos a negar a estas alturas?

No sabía si seguir insultándolo o salir corriendo. Tenía varias opciones y ninguna la veía clara. En cambio, Guillermo sí que sabía qué hacer.

—Tenemos media hora como mucho.

Sin esperar más, tiró una de las pilas de ropa sucia que descansaba sobre su cama, se acomodó a mi lado y estiró el cuello cual pato para besarme en los labios. Mi primera reacción fue hacerle una cobra, pero él no se rindió y volvió a la carga. Al notarme reacia, se puso a darme besitos en la mejilla y fue deslizándose poco a poco para buscar mi boca. Yo seguía negándome, no directamente, pero sí tratando de evitar el contacto directo. Estuvimos así hasta que la paciencia de Guillermo se agotó.

—¿Tanto te cuesta darme un puto beso? Es que me cago en la puta... ¡Que no soy Shrek, joder!

—¡Y yo en ningún momento te dije que lo iba a hacer!

—Vamos a ver, Rocío, que tenías dos opciones nada más: besarme o pirarte. Y yo no veo que te hayas ido. ¿En qué quedamos entonces?

Otra vez tirando de autoridad verbal para desarmarme. Eso es lo que más me irritaba de él, que siempre tuviera lista la frase perfecta para hundirme en la miseria.

Mientras esperaba una respuesta, me callé un rato largo e intenté mentalizarme para la decisión que iba a tomar. Tenía razón en algo, era aceptar o largarme de ahí. Pero tirar de puerta también iba a significar el fin. El crío cabrón ya no iba a querer verme más... y adiós trabajo.

En fin, el tiempo jugaba en mi contra, y como siempre que el tiempo juega en mi contra, tomé la peor decisión que podía tomar:

—¡Vale! De acuerdo... Pero lo vamos a hacer a mi manera, ¿vale?

—Que sí, me la suda. Yo sólo quiero que me beses.

Me sorprendía verlo tan decidido cuando en nuestro último encuentro no había mostrado ni el más mínimo ápice de hombría. Me resultaba difícil tomarlo en serio cuando ni siquiera estaba segura de cuál era su verdadera cara.

Sea como fuere, limpié mi cerebro de pensamientos vanos y me preparé para cumplir con las exigencias de ese chico una vez más. Muy despacio, acerqué mi cara a la suya y no me detuve hasta que nuestros labios se juntaron. Froté mi nariz contra la suya y moví la boca muy suavemente indicándole el ritmo que íbamos a seguir. No quería apurarme. No quería que me metiera la lengua en la garganta y todo terminara ahí. No, ya que iba a tener que pasar por aquello, al menos iba a intentar disfrutarlo. Por eso, sin dejar de tocar su nariz, le di el primer piquito. Luego le di otro, haciendo una pausa larga entre el nuevo y el anterior. Luego otro, luego otro, luego otro. Hasta que, por inercia pura, ambos separamos los labios y comenzamos un beso mucho más regular. Sin lengua todavía, pero habíamos conseguido ponernos en marcha. Noté que sus manos estaban quietas entre su cuerpo y el mío, no parecía tener ninguna intención de tocarme. Era de agradecerse que adoptara esa posición sumisa luego de todo el show que había montado, pero, como ya he dicho, yo quería entonarme un poco y para eso iba a necesitar de su ayuda.

—Puedes tocarme —le dije, en un suave susurro—. Pero no te pases...

Él asintió, y le faltó tiempo para colocar su mano en mi cintura. Reanudamos el beso, pero esta vez con él algo más atrevido. Mientras movía las yemas de sus dedos por el costado de mi torso, aceleró por cuenta propia el ritmo provocándome el primer respingo de la noche. Él ni se inmutó. Por un momento creí que se había asustado, pero lejos estuvo de hacerlo. Es más, provocar esa reacción en mí debió envalentonarlo más, porque lo siguiente que hizo fue colocar su otra mano en la parte baja de mi espalda y tantear con la punta de los dedos el inicio de mis nalgas.

No sé por qué, pero, lejos de molestarme, sentí que había ganado en comodidad. Tanto, que no pude evitar abrir un poco más la boca, enviándole así una evidente señal de que podía llevar ese tierno beso al siguiente nivel. Y, de nuevo, no tardó ni dos segundos en aprovechar la oportunidad. Su lengua se abrió paso por toda mi cavidad bucal, transformando así el beso en morreo.

Me había dejado llevar por mis sensaciones nuevamente. Cada vez que mi cuerpo me pedía algo, yo se lo terminaba dando. Y así es como terminaban llegando todos los problemas para mí. No sabía cuándo decir basta, cuando poner el freno. Y lo iba a terminar pagando, vaya que si lo iba a terminar pagando. Aquella simple acción no era nada menos que el preludio de lo que terminaría llevándome a mi total y absoluta perdición.

—O-Oye, espera...

Me había entrado con tantas ganas que tuve que apartarlo de un pequeño empujón para poder dar una bocanada de aire. Una vez se recuperó él también, dio otro paso al frente y llevó las manos que hasta el momento habían permanecido en mi espalda, hasta mis pechos. Sin sin siquiera pararse a mirar mi reacción, sin echarme un mísero vistazo, echó la cara hacia delante y continuó comiéndome la boca, con tanta fuerza que caí de espaldas sobre el colchón, quedando él encima mío y con un panorama de mi pecho con el que en no habría soñado tener en su dichosa vida. Y aprovechó el momento, ¿por qué no iba a hacerlo? La primera mano fue por debajo de mi blusa mientras que la otra me afianzaba el cuerpo por la espalda. Todo esto no hacía más que ponerlo más y más cachondo, y lo pude sentir en carnes propias, porque la ferocidad del morreo no hacía más que aumentar. Mi resistencia empezó a mermar como siempre, y de un momento a otro perdí completamente el control de la situación.

—G-Guille, no...

Lejos de siquiera oírme, dejó de besarme y dirigió su boca a la teta que acababa de liberar su mano izquierda. Por cuenta propia, esta vez fue él el que la tomó, el que la saboreó, el que la mordió y gozó, repitiendo el mismo proceso con el otro pecho y volviendo al anterior cuando ya se cansaba de ese. En un momento dado, mis brazos comenzaron a estorbarle y decidió elevarlos por encima de mi cabeza con la fuerza de una única mano. Ya estaba totalmente expuesta para que él hiciese lo que quisiera conmigo. Solamente tenía que dar otro paso al frente y tomar lo que tanto deseaba...

—Guille...

Más allá de sentirme completamente derrotada. Más allá de saber que en cualquier momento me iba a terminar convirtiendo en el plato principal de esa velada. Más allá de la incertidumbre que me abrazaba el alma en ese momento. Más allá de todo... me sentía tranquila. Sí, relajada. A diferencia de mis otros encuentros primerizos... esta vez no sentía miedo de mi compañero. Me había sucedido con Benjamín y me había sucedido con Alejo... Por razones distintas, por contextos completamente diferentes, mis primeras experiencias anteriores se habían visto empañadas por pésimas sensaciones. Entre ellas el miedo. Pero no, con Guillermo estaba siendo distinto. Sí, estaba actuando con brusquedad; pero no estaba siendo violento, ni mucho menos. No me estaba dando ningún motivo para temer. Es más, estaba comenzando a acostumbrarme a estar rodeada por sus brazos. O apresada, lo que fuera. El morreo estaba siendo tan eficiente, tan incisivo, tan placentero, que me tenía en un estado de relax que sólo había sentido en mis mejores polvos con Alejo. Aunque, insisto, no había comparación. No me sentía presionada, no sentía que la cosa pudiera complicarse... ¿Sería porque no estaba en casa y no corría el riesgo de que Benjamín entrara por esa puerta? No lo descartaba. Ciertamente era un plus a favor el que no existiera ese miedo. ¿O... tal vez en contra?

—¡Ay!

Di un nuevo respingo, esta vez al sentir una dureza presionar mi muslo. ¿Era una botella vacía? ¿Un mando a distancia aparecido? ¿Su teléfono móvil? No, no era nada de eso... Sus manos habían vuelto a jugar con mis pechos desnudos y su lengua no abandonaba mi boca en ningún momento. Tenía todo la mitad de arriba de mi cuerpo ocupada, pero mis partes bajas ya estaban más que listas para comenzar a sentir también. Por eso, en un acto reflejo, casi sin pensarlo, estiré la mano derecha y la llevé hasta ese bulto que hacía presión en mi pierna. Abrí la palma y comencé a acariciar a conciencia toda su extensión. Quería conocer bien a mi oponente, estudiar su contorno, calcular su tamaño, medir la fuerza con la que luchaba por salir de su prisión... No, ya estaba empezando a ceder y empezaba a quedar claro que ya no había vuelta atrás. Así, confiada y resignada, decidí que quería sentirlo directamente. Ya nada iba a hacerme cambiar de opinión, ni siquiera su madre entrando por esa puerta. Con todos mis sentidos a flor de piel, desabroché su cinturón y metí la mano por dentro de su pantalón hasta llegar a él. Y me liberé. Era lo que necesitaba sentir. Liberación. Quería hacerlo y lo hice, no me importó nada. Guillermo no habló, no se sorprendió, no se inmutó. Nada, no hizo nada. No dejó de besarme en ningún momento ni de jugar con mis tetas. Pero yo quería que reaccionara de alguna manera...

—¡Aparta! —le dije de repente

Con un fuerte empujón a la altura del pecho, me aseguré que ahora fuera él el que quedaba de espaldas al colchón. Estaba agitadísima, sofocadísima. El beso había sido demasiado intenso, necesitaba recuperar el aire... Él me miraba con los ojos muy abiertos, expectante de nuevo, y con cierto temor también... Sí, me di cuenta de ello enseguida. Había comenzado a temer que me hubiera arrepentido, que hubiera recapacitado y que lo fuera a dejar así, abandonado como un cachorro bajo la lluvia. Pero no, eso no iba a suceder. Había llegado demasiado lejos y quería dejarme llevar. Error o no, arrepentimiento posterior o no, mi cuerpo me lo estaba pidiendo y yo se lo iba a dar. Por eso me arrojé sobre él y le bajé los pantalones. Por eso me situé sobre su entrepierna y le dediqué una mirada llena de intenciones. Por eso quedé cara a cara con su pequeño, no tan pequeño "amigo" todavía encerrado dentro de la tela del calzoncillo. No dejé de mirarlo, ni cuando volvía a palpar el contorno de su miembro ni cuando con mi mano libre busqué alguna zona sensible de mi cuerpo para poder subir un poco más mi propia temperatura. No rompí el contacto visual en ningún momento. Quería mantenerlo hipnotizado hasta que me decidiera a hacerlo. Hasta que encontrara el momento preciso para llevar a cabo mi cometido. Él no se movía, apenas parecía respirar. Esperaba el momento con suma pasividad, un momento con el que seguramente había estado soñando desde el primer día que me vio. Ese momento que estaba a segundos de llegar. Sólo un paso más y se convertiría en el hombre más feliz del mundo...

—Hazlo... —suplicó.

Y el momento llegó. Liberé su falo de su camisa de fuerza y comencé una mamada que no iba a olvidar en su vida.

Era grande, considerablemente grande para la edad que tenía. Pero era normal, ese cuerpo de macho tenía que tener una herramienta acorde a su tamaño. No era como la de Alejo, pero sí un poco más larga que la de Benjamín. Quizás más ancha que la de ambos. O quizás ese era el estado al que había llegado gracias a mí. Me ocupaba toda la boca, apenas podía con él por su grosor, pero eso no iba a impedir que la degustara como era debido. Desprendía un olor fuerte, como de varios días sin haber conocido agua y jabón, pero tampoco me importaba. Me excitaba. Era algo nuevo para mí, algo desconocido. Acostumbrada a tratar dos machos muy pulcros, toparme con la suciedad de este muchacho para mí era como probar un nuevo sabor de helado.

—Ah... Aaaaaah... —suspiró al fin el chico. Fue un largo suspiro. Como de alivio, como si llevara semanas acumulando ese aire.

El cosquilleo en mi entrepierna ya era insoportable. Me levanté la falta y con la mano que tenía libre comencé a masturbarme mientras le seguía saboreando el miembro a lengua viva. No podía parar. Ni siquiera me tomaba la molestia de sacármela de la boca y mimarla como me gustaba hacerlo con la de Alejo. No, ésta quería comérmela, tragármela y no soltarla hasta que él soltara lo suyo. Así me sentía. Y con muchas ganas de tocarme yo misma. Y de gritar, de gritar muy alto. Por eso comencé a gemir como una loba, como una perra en celo. Y en un momento dejé de chupársela unos segundos sólo para eso, para mirar mi entrepierna y berrear mientras los chorros de mi dulce agüita salían disparados hacia arriba.

—Basta... —dijo Guillermo—. Esto es demasiado para mí.

Quitándose de debajo mío, volvió a tomar la voz cantante en la posición y se colocó encima. Sujetándome por ambas piernas, tiró hacia arriba de mí y dejó todo mi culito a la altura de su cara. Estiró el cuello cual avestruz y hundió la boca en mi hendidura para luego absorber todos los fluidos que seguían saliendo gracias a esa maravillosa paja que me acababa de regalar. Semejante accionar lo único que consiguió fue seguir sacándome gritos, alaridos y peticiones de más, más y más. Lo único que consiguió fue que mentara a Dios y a todos los santos que conocía. Lo único que consiguió fue terminara de perder la cabeza. Lo único que consiguió fue... que pidiera su polla.

—Métemela ya, Guillermo. Hazlo de una vez.

Se habían terminado los juegos. Se había terminado la hora de la maestra dispuesta. Hasta ese momento había intentando de hacer cada experiencia única e irrepetible para él. En cada momento había pretendido enseñarle a hacer las cosas. Enseñarle a darle placer a una mujer, a darse placer a sí mismo mientras lo hacía. Pero no, ya se había terminado todo aquello. Quizás, si las cosas se hubiesen dado de manera distinta, le hubiese dado una primera vez como se merecía. Como había venido haciendo todo hasta ese preciso instante. Pero, repito, no, ya no. Mi cuerpo estaba ardiendo, estaba pidiéndome a gritos desgarradores que calmara esa picazón. Y yo, como siempre, como he repetido hasta el hartazgo, iba a darle lo que él necesitaba.

No hizo falta que se lo volviera a pedir. Él estaba tan ansioso como yo. Soltó mis piernas, que hasta ese momento habían permanecido colgadas sobre sus hombros, y me puso en posición para comenzar lo que hacía ya rato se sabía que iba a suceder. Antes de hacer nada, me miró a los ojos y buscó mi aprobación una vez más. Con una mirada llena de lujuria, llena de deseo, llena de locura, asentí. Él endureció el gesto y agachó la cabeza para mirar su objetivo. Con mucho cuidado, se acostó encima de mi pecho y luego llevó una mano a su pene para situarlo en la entrada de mi vagina. Con todo ya dispuesto, colocó una mano a cada lado del colchón y, así, dejó caer todo el peso de su torso encima mío mientras su pene se iba metiendo lentamente dentro de mí.

—S-Sin miedo... Hazlo sin miedo...

Entendía su inexperiencia, pero lo último que quería en ese momento era lidiar con otro patito temeroso. Necesitaba placer urgente y lo iba a obtener sea como fuere. Así que, sin más, lo agarré del cuello y estiré la cabeza para pegarle otro morreo. Una vez nos volvimos a enganchar lengua con lengua, llevé las manos a su espalda y presioné su cuerpo contra mí para hacerle entender cómo quería que fuera la cosa.

—Mmmm... Mmmm... —gemía con su boca todavía pegada a la mía—. Así... Así es como se hace...

Con un semblante muy serio, dejó de besar y luego agachó la cabeza, evitando cualquier tipo de contacto visual. No sabía si era por vergüenza o por qué, pero no me importaba. Más allá de eso, me hizo caso y comenzó a moverse muy despacio. A medida que tomaba confianza, más rápidos eran sus movimientos de cadera. Más firmes. Su determinación iba creciendo conforme sus estocadas ganaban en regularidad. No sé cuánto tiempo llevaríamos de esa manera, pero yo estaba muy cómoda. La penetración había acallado mis ansias de macho y ya estaba mucho más tranquila. Ahora gemía en voz baja, no gritaba, no le pedía más y más. Me sentía relajada y sabía que el momento cúspide llegaría una vez Guillermo terminara de acomodarse, de encontrarse a sí mismo, de decidir cuál era la forma de proceder que más placer le daba.

—Eres increíble... —dijo de pronto, parando en seco todo movimiento.

—¿E-Eh?

—No eres como las demás... En el fondo intentas serlo, pero no puedes, tu verdadero ser no te deja —continuó hablando, recobrando el aliento entre frase y frase, y esta vez mirándome directamente a los ojos.

—¿Qué...? ¿Qué quieres decir? —pregunté. No entendía por qué se había detenido—. No pares ahora, Guille...

—Primero fue una sobada de tetas... Una sobada de tetas que podrías haber evitado si te hubieses puesto un poco más firme. Luego... todavía no sé cómo terminamos así la última vez, pero, nuevamente, llegamos a una situación que podrías haber evitado de no haber... En fin. Y ahora... mira como terminamos por un simple beso.

—¿A dónde quieres llegar?

—Amo tu cuerpo, Rocío. Me vuelve loco. Cada noche deseaba con hacer mía cada una de tus curvas. Y más o menos te lo dejé claro la primera vez que hablamos cara a cara, sin máscaras, ¿no? En ese sentido, yo fui sincero contigo desde el primer momento. En cambio, tú... No, tú no eres sincera ni contigo misma. Yo a ti te caigo mal, prácticamente me aborreces, pero te gusta mi cuerpo. Y ahora te estás dando cuenta que te gusta mi polla también. ¿Entiendes lo que digo?

—Pues no, no entiendo... Guille, estás arruinándolo todo —me quejé. Tanta cháchara en ese momento... Iba a conseguir apagarme por esa estupidez.

—¿Arruinándolo todo? No, para nada. Observa.

De golpe, dejó caer todo el peso de su torso encima mío y me la ensartó entera de una sola empotrada. Ahogué un grito de dolor y cerré los ojos con mucha fuerza. A partir de ahí, todo lo que vino fue placer. Guillermo comenzó a moverse rápida y rítmicamente, muy distinto a como lo había venido haciendo. Y así me gustaba a mí, era como si me hubiese leído el pensamiento. Enterró su cara en mi cuello e inició una pequeña tortura a besitos y lametazos muy cerca de mi oreja. Me estaba inundando de placer. Empecé a gemir a los gritos igual que antes, a pedirle más, a llamar a deidades desconocidas... Me tenía a sus pies.

—¡Dios, sigue! ¡Por lo que más quieras, sigue!

—¿Te das cuenta? Todo a ti se resume en esto: en un buen pollazo.

No me dio derecho a réplica, se aferró a cada lado de la cama y continuó embistiéndome con mucha violencia. Yo me abracé a él y ni pensé en sus palabras, atrapé su culo con mis piernas y decidí que ya era de que me llevara a mi más que merecido orgasmo.

—Si te detienes ahora te juro que te arranco una oreja —le susurré al oído, justo antes de atraparle el lóbulo derecho con mis dientes.

Sonrió, sólo sonrió. Agachó la cabeza otra vez y se concentró en darme, en darme sin cambiar ese ritmo agresivo que estaba a punto de volverme loca. Estaba a punto de llevarme a mi primer clímax lejos de los brazos de Alejo y Benjamín.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Así, Guillermo! ¡Ya casi! ¡Ya casi, Guillermo!

—Cógete bien, porque no pienso parar hasta que te corras como una perra.

Y obedecí. Pero obedecí a mi manera. Todavía me quedaba un poco de cordura como para devolverle alguna de las que me había hecho. A duras penas, puesto que la cama era un terremoto viviente, llevé ambas manos a su espalda y me aferré a su piel con cada una de mis diez uñas.

—¡AAAAAAAAAAAAAAH!

El grito que soltó fue de ultratumba, pero no me importó. Así lo quería tener. Esa era mi forma de someter a ese tipo de machitos que se creían los amos del universo sólo por llevar a una mujer al orgasmo. Y este tan sólo tenía 17 años, por lo que mi lección venía más que a tiempo.

—¡Hija de la gran puta! —volvió a gritar.

—D-Dame lo mío... ¡Dámelo ya, maldito cabrón!

—¡Toma lo tuyo, estúpida guarra!

El terremoto de la cama se convirtió en una explosión interplanetaria. Todo lo que había encima de ese colchón terminó en el suelo y de milagro no lo hicimos nosotros también. Sus embestidas ya eran cosa de otro mundo. Toda esa fuerza adolescente estaba entrando y saliendo de mí de una forma absolutamente increíble. Ambos gritábamos, gemíamos y nos maldecíamos el uno al otro. La conexión era perfecta. No le podía pedir nada más a un polvo. Las gotas de sangre chorreaban de su espalda como si fueran géisers. Mis manos estaban rojas como el más bello de los atardeceres. Y mi cuevita estaba a nada de culminar el cantar más maravilloso de todos...

—¡AAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHH!

Ambos gritamos a la vez, pero la que se corrió fui sólo yo. El orgasmo me llegó en el mejor momento posible. No sé explicarlo, pero así fue. Aplastada por todo el peso de su cuerpo, sentí todo mi cuerpo convulsionar, revolverse por dentro y por fuera, regodearse por la explosión de sensaciones que acaba de tener lugar en una de sus entradas más bajas. Grité, grité mucho. Clavé más las uñas en su espalda si se podía. Mordí su oreja como una tigresa muerta de hambre, incumpliendo la promesa que había hecho. No sé si fueron 30 segundos, 20, 15 o 40, pero para mí fue como una eternidad. Porque a mí los orgasmos no se me hacían cortos como Noelia me había explicado que le pasaba a ella. No, a mí los orgasmos me duraban días. Así es como había aprendido a disfrutar del sexo yo.

Finalmente creo que fue un minuto, el mismo tiempo que tardó Guillermo en volver a la carga. No me habló, no me dijo nada. No me preguntó qué tal estaba ni se preocupó por el estado de mi cuerpo. Separó mis piernas con ambas manos y continuó taladrándome, quizás con algo menos de énfasis, pero con la misma fuerza y rapidez con la que lo había estado haciendo antes del primer parate.

—No te corras dentro... —alcancé a pedirle, en un extraño alarde de cordura.

Asintió, entendiendo lo delicado de la situación, y enseguida se salió de dentro mío. Dudó un segundo, pero se recompuso rápido y con una seña me pidió que me sentara en la cama. Cuando me tuvo como quería, comenzó a masturbarse frente a mí hasta que su semen caliente salió disparado directamente hacia mi cara. Varios chorros contundentes, acompañados de largos bufidos, pegaron en mis ojos, en mi frente, en mi nariz, en mi boca... Luego bajó la cabeza de su pene y dirigió los últimos coletazos del orgasmo a mis pechos. Antes de quedarse tranquilo, se cogió el miembro por la base y apuntó el resto a mi boca, esperando que yo hiciera la limpieza...

—Vaya con el crío... ¿Tú te piensas que es así como se debe comportar un chico en su primera vez? —lo regañé de forma traviesa, mientras cumplía su último deseo.

—¿Y quién te dijo a ti que yo era virgen? —respondió.

—Venga ya, Guille. A mí con esas no me...

Su mirada era seria de nuevo. Por alguna razón, había iniciado todo aquello con la certeza de que el chico era inexperto en la materia. Y así lo seguía creyendo, pero esa mirada...

—¿En serio?

—Yo te dije que no estoy interesado en las mujeres de mi edad, pero eso no significa que si se me presenta la posibilidad de echar un polvo, no lo eche.

Anonadada me quedé. Tantos esfuerzos de mi parte por enseñarle al tío a tratar a una mujer. De intentar dejar una imagen única en él. De tratar que cada momento quedara grabado en su memoria... Todo en vano. Había sido completamente engañada, una vez más, por ese adolescente no tan adolescente.

—Aunque... —prosiguió—. Es la primera vez que me intentan mutilar...

—¡Te lo mereces por mentiroso, traidor, capullo, escoria, falso...!

Cada insulto fue acompañado de la primera cosa que encontré cerca mío para tirarle. Él se reía a carcajada limpia mientras esquivaba a duras penas cada proyectil.

En eso estábamos cuando el teléfono de Guillermo comenzó a sonar. Ambos nos miramos con los ojos muy abiertos y comenzamos a vestirnos como almas que lleva el diablo. Ni tiempo tuve de asearme correctamente, ni tampoco él. Yo llena de semen y él cubierto de sangre. La escena era tan nefasta que no hubiese habido explicación posible de haber sido pillados.

—Eh... —dijo después de mirar la pantalla del teléfono—. Dijo que el centro comercial está lleno de gente y que va a tardar un rato más...

—¡Me cago en la puta!

Ninguno de los dos pudimos evitar comenzar a reírnos como niños. Como tampoco pudimos evitar abalanzarnos el uno encima del otro y comenzar a besarnos con una pasión que hasta el momento había sido prácticamente inexistente entre nosotros dos...

—¿Alguna vez te has duchado con una mujer que no sea tu madre? —le pregunté.

—Vaya, creo que tampoco —respondió, con una sonrisa que le ocupaba toda la cara.

—Pues ya va siendo hora.

Así tal cual estaba, lo cogí de la mano y me lo llevé para el cuarto de baño. ¿Por qué no? Pensé. Ya que estaba, iba a terminar de regalarle a ese pequeño cabroncete el mejor día de su vida.