Las cuatro habitaciones (3)
En la tercera habitación había una ama vestida con cuero negro y un antifaz azotando a su esclavo que estaba de pie, desnudo, atado formando una cruz.....
Mi amo me dejó delante del sumiso, con las manos colocadas detrás de mi cuello y se retiró a la penumbra de la habitación, colocándose en algún punto a mis espaldas. Me sentí abandonada por él.
El ama no dejó de azotar a su sumiso con nuestra llegada, más bien pareció incrementar la fuerza de los azotes.
Yo temblaba imaginando ese látigo en mi espalda. Mi amo nunca lo ha usado conmigo aún y esa mujer parecía manejarlo con destreza.
Con detenimiento, observé al sumiso empezando desde los pies. Debía estar muy incómodo, pues apenas se apoyaba con la punta de los dedos. El pene, muy duro, tenía una pinza justo en la punta y dos más en sus huevos, unas pesas colgaban de su miembro lo que hacía que estuviera anormalmente hacia abajo. En los pezones le habían sido colocadas unas pinzas dentadas y los tenía ya morados, por lo que debía llevar ya mucho rato con ellas. Los brazos estaban tensos, mostrando unos buenos bíceps. Pero lo que más me llamaba la atención era su cara: tenía la frente perlada por el sudor, en sus ojos se podía leer la excitación que sentía y sus dientes mordían sus gruesos labios, no sé si para evitar gritar por el dolor o gemir por el placer.
Empecé a tener miedo. Era la primera vez que veía a un hombre así y la escena me parecía muy fuerte. Quería cerrar los ojos y sin embargo no podía apartar la vista. No, en realidad quería huir de allí. Mi amo estaba en algún punto de la habitación y me había abandonado en manos de esa ama que me parecía muy dura. Y lo peor era que junto al rechazo que sentía por todo lo que estaba viendo, notaba mi sexo húmedo.
De pronto el látigo dejó de oirse. El ama metió la empuñadura del látigo con forma de pene en la boca del sumiso, luego le quitó las pinzas y pellizcó sus pezones sin compasión. Le quitó las pesas. Con un pequeño látigo, desprendió las tres pinzas de sus genitales, de forma tan rápida y seca que el dolor lo sentí como propio. La verga del sumiso salió disparada hacia arriba, erguida. Usaba ese látigo para enrollarlo alrededor del pene y estirar de él. Me la quedé mirando incrédula. Ella se dio cuenta y se dirigió hacia mí con paso lento mientras se quitaba el antifaz, lo que hizo que empezara a temblar.
De repente, una bofetada me hizo girar la cabeza.
¿Qué modales son esos?, ¿cómo te atreves a mirarme a los ojos?
Perdón, Señora,- repliqué rápidamente agachando la mirada. (Estúpida, eso es lo que yo era, una estúpida por olvidar que no se puede mirar a un amo/a a los ojos. El que mi amo me lo permitiera, e incluso a veces me obligara a ello, no era excusa para olvidar una norma tan elemental).
Así que tu eres la sumisa de Javier ¿eh?
Sí Señora
Francamente, no sé que ha podido ver en ti, - me dijo empezando a dar vueltas a mi alrededor- Jajajajajajajajaja, mírate, no vales nada: poco culo, pecho pequeño y algo caido. Los pezones y ese clítoris enorme que tienes es lo único que se salva un poco, por que además, tampoco eres especialmente bonita y te olvidas de las normas con excesiva facilidad. ¿Quién te ha dado permiso para contemplar a mi sumiso como lo hacías antes?
Totalmente humillada, la voz se negaba a salir de mi garganta. Ella era una mujer espléndida: con poco más de 30 años, tenía unas esculturales y largas piernas bien torneadas, un culo redondo y firme, unos pechos perfectos, posiblemente una 95, sus ojos de un color verde intenso y su boca tenia unos labios carnosos y jugosos. Su negro cabello enmarcaba un rostro perfecto. Efectivamente, a su lado, físicamente yo no valía nada.
"Tranquila, María. Le gustas a tu amo. Él te ha escogido. Eso es lo único que debe importarte", me decía a mi misma intentando recuperar un poco de mi orgullo maltrecho.
Plaf, plaf. Esta vez fueron dos las bofetadas.
Contesta cuando se te pregunta, sumisa
Perdón, Señora. Nadie me dio permiso para mirar a su sumiso
¿Te gusta mi sumiso?
No Señora
Vaya, vaya, ¿quién te crees que eres? ¿cómo te permites despreciar a mi sumiso?
No lo hago Señora, solo soy sincera
mmmmmmmm, si no te gusta, no tendrás inconveniente en azotarlo ¿verdad?,- me dijo sacando el látigo de la boca de su sumiso y tendiéndomelo
Nunca he castigado a un hombre, Señora, no me gusta
Que te guste o no me importa poco, HAZLO
Con el látigo en la mano, temblando, me situé detrás del sumiso. Tenía la espalda completamente roja por los azotes que hacía poco había recibido. Intenté levantar el látigo, pero estaba paralizada, no podía hacerlo. Los segundos trascurrían lentamente y yo era incapaz de moverme. Miles de pensamientos se agolpaban en mi mente: tenía que obedecer y rápido; en la sumisión no se cuestionan las órdenes, se obedece y además se hace con rapidez; mi amo me estaba contemplando desde algún punto de la habitación y si no intervenía debía tener sus razones, razones que yo no alcanzaba a comprender. Las lágrimas amenazaban por escaparse de mis ojos.
No es tan difícil, perra sumisa, ¿A QUÉ ESPERAS?
No puedo, Señora, no puedo hacerlo, por favor no me obligue
No vales para nada, eres incapaz de obedecer una orden sencilla. HAZLO, PUTA O TU OCUPARÁS SU PUESTO
Esta vez, me giré desafiante, nadie puede llamarme perra o puta si no es mi amo. Sólo él tiene ese derecho. La miré a los ojos, aún sabiendo que estaba a punto de pronunciar las palabras que me llevarían a un duro castigo, pero lo sufriría por mi amo
Perdón, Señora, pero no puede llamarme así. Esos nombres solo puede emplearlos mi amo: soy SU PERRA, SU PUTA, pero de nadie más
Jajajajajajajajaja, eres lo que yo quiera que seas. Tu amo me está escuchando y no está haciendo nada, luego me está autorizando hacerlo. Tu rebeldía te va a costar muy cara, perra. Ponte de rodillas delante de mi sumiso y chupale la polla mientras lo preparo todo para tu castigo y más vale que le guste.
Sin otra alternativa, me arrodillé ante su sumiso, no sin antes percatarme de la sonrisa maliciosa que se dibujaba en su rostro. Tenía líquido preseminal en la punta y me dio náuseas. Yo, que tanto disfrutaba con la polla de mi amo en la boca, sentía rechazo ante la que me veía obligada a chupar.
El ama soltó a su sumiso, mientras yo intentaba darle el mayor placer posible.
Fui colocada en la misma posición que antes había tenido el sumiso. Atada con los brazos en alto y las piernas separadas. El sumiso estiró mis pezones todo lo que daban de sí con brutalidad, el ama colocó dos pinzas en ellos. Luego hicieron lo mismo con mi clítoris. Pasaron una cadena sujetando las tres pinzas y colocaron pesas de forma que tanto los pezones como el clítoris caían hacia abajo. El dolor era insoportable y no pude evitar gritar.
Calla, perra, o te amordazaré,- me dijo el ama
Lo intenté. Intenté no gritar. Pero mi amo nunca había sido tan duro conmigo y además el sumiso se divertía estirando de las pesas hacia abajo, con lo cual mi dolor se incrementaba. Y grité de nuevo, supliqué para que pararan. Y el ama me puso una bordaza con una bola.
Aterrorizada, el sumiso se acercó a mí de nuevo con una vela encendida. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Lentamente, empezó a llenar mis pechos, mis pezones y mi sexo con la cera. Gota a gota. Mis gritos quedaban apagados por la mordaza. Mi cuerpo se estremecia ante cada gota. Hasta que una capa blanca de cera no me cubrió, no paró. Intenté soltarme aun sabiendo que era imposible.
Me dieron unos segundos de respiro. Mi pecho subía y bajaba aceleradamente.
Entre las lágrimas, vi acercarse a mi amo. "Por fin, ahora cesará todo, mi amo pondrá fin a esto", pensé. ¡Qué equivocada estaba!.
Mi amo soltó las tres pinzas y sin previo aviso introdujo dos dedos en mi sexo. ¡No podía ser!, habían entrado sin dificultad. Con los ojos bien abiertos contemplé esos dedos que puso ante mi cara ¡estaban completamente mojados por mis jugos!. En ningún momento había sido consciente de que estuviera excitada. Me quitó la mordaza y me los puso en la boca para que se los limpiara. "Ya ha terminado todo, solo falta que me suelte. Suéltame amo", le pedí con la mirada.
En vez de eso, volvió a ponerme la mordaza. Escuché el restallar de un látigo. Lo sentí en mi espalda. El sumiso se había colocado detrás de mí y me castigaba sin compasión. Espalda, nalgas, pechos, sexo, piernas, muslos. Todo mi cuerpo recibía latigazos.
Mi amo ya no me prestaba atención. El ama y él fundidos en un abrazo, se besaban ajenos a mí.
En una increíble danza llena de sensualidad y erotismo ambos amos se desnudaban mutuamente. Acariciaban sus cuerpos.
Mi amo tomó en sus brazos al ama y la tumbó con suavidad en la cama, justo delante de mis ojos. Había mucha pasión en los movimientos de ambos. Ternura. Eran un hombre y una mujer amándose. En completa sintonía.
Celos, rabia, ira, todo se acumulaba en mi interior.
Yo no podía sentirme más humillada, o eso creía.
Mi amo disfrutando con otra mujer. Un sumiso castigándome brutalmente con un látigo. Mis pechos y mi sexo llenos de cera, cera que se iba desprendiendo cuando el látigo tocaba esas zonas, provocando un dolor semejante al de mil agujas clavándose en mí. Y por encima de todo la escena que estaba contemplando emanaba tal sensualidad que sentía mis jugos resbalando por mis piernas. Estaba excitada.
Justo cuando mi amo penetraba al ama, el pene del sumiso entró dentro de mí: "tu mayor humillación, mientras tu amo disfruta con otra mujer, un sumiso te folla. Te vas a correr. Yo me voy a correr. Pero el orgasmo te lo habré provocado yo y no tu amo. Será mi leche la que se quede dentro de ti, no la de tu amo", me decía el sumiso en cada embestida.
Lloraba y disfrutaba a la vez. El sumiso tenía razón. No podría volver a mirar a mi amo a los ojos. Me correría sin su permiso con una polla diferente a la de mi amo. Recibiría una leche diferente, mientras mi amo disfrutaba de otra mujer totalmente ajeno a mí.
La peor de las humillaciones para terminar la sesión.
P.D. Este relato SÍ es ficticio
En la cuarta habitación había una ama impresionante, vestida con un traje de cuero rojo brillante que golpeaba sus altísimas botas con una fusta mientras se paseaba impaciente y que a pesar de su belleza daba miedo.