Las Cuartetas

Un jovencito encuentra un extraño libro.

Saludos, lectores. Dicen que Nostradamus y sus cuartetas son verdaderos versos que predicen el futuro. Aunque ha sido comprobado científicamente que no es así, algunos insisten con tonterías de hace 500 años, tratando de hacer encajar vagas frases y divagando al igual que su autor. En cambio, estas cuartetas si ilustran una verdad evidente para la mitad del mundo, y para la otra mitad también…

En un tiempo muy diferente al nuestro, no tan lejano, sin smartphones como los conocemos hoy en día, un joven llamado Iñigo pasaba el día trabajando para una pareja acaudalada de su pueblo. No era exactamente un empleado como tal, el chico había empezado haciendo simples favores que luego fueron siendo más frecuentes hasta que, luego de obtener el permiso de su madre, iba todos los días a la propiedad y ayudaba en lo que podía.

Así estuvo durante todo un año, incluso reemplazando a varios de los trabajadores de la casa (jardinero, entre otros) y pasando la mayor parte del tiempo atendiendo distintas tareas. Iñigo era un jovencito blanco, cabello negro corto y ojos café grandes, no era muy alto y de complexión delgada aunque ligeramente ejercitada por el trabajo diario para los vecinos. Era como cualquier otro chaval, no obstante; lleno de mucha curiosidad y un poco entrometido.

Lo único que hasta ese punto no había hecho Iñigo era el trabajo de casa, propiamente dicho. Algunas veces, cuando las encargadas de la cocina o limpieza estaban libres, conversaba un rato con ellas y luego se o2cupaba de otra cosa que necesitaba atención. Fuera de eso, no pasaba mucho tiempo dentro de la casa y rara vez veía a sus vecinos excepto cuando era hora de regresar a casa.

El esposo no era nada del otro mundo, un hombre amable y un poco más alto que Iñigo, debía tener más de 40 años y físicamente no estaba mal pero era obvio que su mejor momento ya estaba pasando lentamente pero sin pausa. En cambio, su esposa Irene era unos cuantos años menor, tenía 28 años y era un portento de mujer, más alta que su marido (1,81m), cabello castaño claro largo y lacio, rostro de hermosas y delicadas facciones, piel blanca bien cuidada, senos medianos y firmes, además de una figura envidiable que terminaba en unas largas piernas sensuales y un culo redondo y firme, fruto de muchas horas de ejercicio.

Irene amaba en especial caminar por la casa y sus alrededores cuando no estaba trabajando con su esposo, ya que disfrutaba atraer las miradas de los trabajadores, que dicho sea de paso; la devoraban con la mirada. Aquello la hacia sentirse muy bien, ser el centro de las miradas lujuriosas de esos hombres (y también mujeres) que la miraban con deseo. Iñigo no era la excepción, el chico no había visto a una mujer más hermosa que ella en su vida y en varias oportunidades tuvo que poner sus manos en su ingle para disimular su erección, aunque ello no incomodaba a Irene en absoluto, pues algunas veces dejaba escapar una risita pícara y pensaba en los chavales y sus hormonas alborotadas.

Por las noches y en la privacidad de su habitación, Iñigo dedicaba varias pajas en honor a Irene. En sus fantasías era lo más cercano que podría llegar a estar con una mujer como ella y descargar sus jóvenes huevos una y otra vez. Debía tener mucho cuidado de no dejar evidencia pues su madre no apoyaba tales placeres autoindulgentes pero no pocas veces soportaba sus reproches cuando lavaba sus calzoncillos o las sábanas.

El tiempo transcurrió sin nada especialmente interesante para él, hasta que una mañana llegó a la casa para ocuparse de cualquier tarea cuando se cruzó de improviso con Irene. Iñigo pudo sentir sus pechos firmes contra su cara y rápidamente se alejó de ella, que vestía una blusa azul escotada y falda por encima de las rodillas. Los tacones de aguja que llevaba hacían ver al chico mucho más pequeño e insignificante ante esa bella mujer.

“Lo siento, no te vi venir, estas bien?” preguntó Irene con una sonrisa y apoyando su mano en el hombro del muchacho.

“Claro… muy bien, señora,” respondió él con mucha educación e instintivamente se llevó una mano al paquete, de nuevo le estaba sucediendo.

“No me cansaré de deciros, no me digáis señora. No soy tan mayor,” dijo Irene, que notó la mano del chico en su entrepierna.

“Es solo por educación,” se excusó Iñigo, que se sonrojó un poco al ver que ella veía su intento de cubrir su erección.

“No hace falta, Iñigo. Solo llámame Irene, no es tan difícil.”

Asintiendo, Irene le sonrió y siguió su camino y el jovencito pudo respirar más tranquilo. Pero ella se detuvo en seco y se giró para ver al chaval.

“Iñigo, esperad,” dijo ella.

“Necesita algo?”

“De hecho si. Olvide el móvil en mi habitación, podrías traerlo mientras pongo el coche en marcha?” pidió ella.

“Por supuesto,” contestó el muchacho y subió a la habitación de Irene.

Al entrar, Iñigo contempló su alrededor por unos segundos. Era una habitación muy amplia y bellamente decorada. Buscó el móvil de Irene con la mirada y lo encontró sobre una mesita en una de las esquinas, estaba sobre un libro abierto.

Cogiendo el móvil, se dispuso a salir pero se percató que aparentemente no era un libro impreso sino manuscrito. Creyendo que se podía tratar de un diario o algo así, la curiosidad le pudo e Iñigo se sentó y le echó una ojeada al libro. Sabía que no era correcto espiar los pensamientos de otras personas o conocer sus planes, el chico comenzó a leer pero lo que leyó le dejó perplejo.

“De alguna manera u otra, no se puede negar tan evidente verdad. Tanto hombres como mujeres, disfrutan de una buena tortilla.”

El jovencito no entendió que quería decir eso, sin duda alguna pensó que había un significado oculto en aquellas palabras. Ojeando otras páginas y leyendo algunas frases, encontró otra que le llamó la atención.

“Incluso las gentes del oriente, tan diferentes y distantes, no pueden entender el porqué de tan extraña fascinación. El árabe tiene cerdo, el judío cordero y tú tendrás tortilla aquí y en China.”

“Pero que coño es esto? Parece escrito por un subnormal,” se dijo Iñigo en voz alta.

A pesar de lo extraño y confuso del texto, había algo en esos versos sin sentido lógico que le mantenía sentado. Lo otro que llamó su atención era los hermosos trazos, delicados e impecables. Pronto encontró otro par de versos que le intrigaron.

“Aun si las mujeres no están de acuerdo en muchas cosas, la naturaleza sabia y caprichosa da razones de reconciliación. Pues sin importar el cabello corto, largo, tetazas o planas, todas saben que los huevos son mejores en tortilla.”

Y el otro verso.

“Léeme una y otra vez, tal vez no puedas entender. Pero yo sé que te gusta la tortilla y yo sé que lo sabes.”

Cada verso era más extraño y loco que el anterior. Solo tenían una cosa en común, huevos y tortillas, con lo que el chaval llegó a creer que era un peculiar libro de cocina. Carente de recetas…

Entre tanto, Irene estaba dentro del coche, algo impaciente por la tardanza de Iñigo en llevarle el móvil. Cansada de esperar, la mujer se bajó y volvió a entrar a la casa. Preguntando a las empleadas, no obtuvo respuesta acerca del muchacho así que se dirigió a su habitación para buscarlo ella misma, creyendo que el chico estaba afuera.

No obstante, Iñigo seguía hipnotizado leyendo el resto del contenido del libro. Irene abrió la puerta y sus ojos rápidamente se fijaron en el muchacho, sentado frente a la mesita y con el libro en sus manos y el móvil sobre la mesa.

“Iñigo! Pero que hacéis? Llevo esperando por el móvil más de 20 minutos,” repuso Irene.

“Doña Irene!!” exclamó el chico sobresaltado, soltando el libro y dándose vuelta en la silla.

“Vale, porque te quedaste aquí? Esta es mi habitación, y ese es mi libro personal,” dijo Irene.

“Su libro?” repitió Iñigo incrédulo. Irene asintió.

El chico cerró el libro con cuidado y lo dejó sobre la mesa. Irene se acercó y se sentó en el borde de la cama y miró fijamente al muchacho, que inclinó la cabeza, apenado. Aunque estaba algo molesta por la indiscreción de Iñigo y todo eso, le intrigaba una sola cosa.

“Y que os pareció?”

“De que habla?” preguntó el chico desconcertado.

“Mi libro. Yo lo escribí,” afirmó Irene.

Sin palabras, solo se limitó a mirarla, la expresión de la mujer se relajó y por primera vez sonrió. Era una sonrisa un tanto enigmática y poco usual en ella.

“Aún no me dices que te pareció,” insistió ella tras un momento de silencio.

“Confuso. La verdad… no entendí mucho… sin ofender,” contestó Iñigo algo nervioso.

“Te entiendo, pero supongo que te ha gustado de algún modo, pues seguías aquí,” dijo Irene.

“Es un tanto interesante, aunque parece que te fascinan las tortillas…”

Asintiendo, Irene se puso de pie y fue acercándose a Iñigo y cogió el móvil y el libro. Tal vez era la oportunidad que había esperado por largo tiempo, un poco de diversión fácil no le vendría mal antes de ir a trabajar.

“Sabes, no me refería a esa clase de tortillas.”

“Entonces a cual?” preguntó Iñigo con curiosidad infantil.

“Te lo explicare…” respondió Irene con una sonrisa. “Los huevos son frágiles, muy fáciles de romper y quedan bien en una tortilla,” añadió la mujer.

“Eso ya lo sabía, no se ofenda…” dijo el muchacho, a lo que ella aprovechó y extendiendo su mano, acarició suavemente su cabello. Iñigo se sonrojó un poco.

“Te lo repito, no hablaba de esa clase de huevos…”

“No?” repuso el chico con tono de duda.

“Creo que tengo algo de tiempo, podría deciros el significado de mis cuartetas,” comentó ella.

Agarrando el libro, Irene leyó varias frases que Iñigo no había leído y las dudas crecieron. Pero más que dudas, el chico comenzaba a creer que Irene debía tener alguna clase de problema u obsesión por las tortillas y los dichosos huevos. Para mala suerte del chaval, no caía en cuenta de lo que en verdad quería decir y el peligro aparente.

“Si quieres, puedes quedarte y te enseñaré todo,” musitó Irene.

Sin saber lo que realmente estaba a punto de suceder, el muchacho asintió e Irene le instó a ponerse de pie. Ella en cambio se puso de rodillas frente a él y tratando saliva, el rabo del chaval comenzó a despertar bajo su pantalón. Desde arriba, el escote de Irene se veía más provocador y claramente el joven pensaba con la cabeza de abajo.

Con mucha calma la mujer le bajó el pantalón y su calzoncillo, liberando su polla, que estaba tiesa. Por poco no le golpeó la cara al quitarle la ropa e Irene rió por lo bajo. Iñigo respiraba entrecortadamente y se relamía ante la posibilidad de su primera mamada, su vecina y jefa comenzó a pajear su polla con suavidad, al mismo tiempo sobaba sus colgantes amigos y con las uñas acariciaba la piel de su escroto con delicadeza, logrando que el chico tuviese un ligero escalofrío ante ese estímulo.

“Iñigo, Iñigo…” repitió ella con sensualidad. “De esto van las tortillas de mi libro,” añadió y su mano se cerró alrededor de la base del escroto del muchacho, aunque sin mucha fuerza.

“Oh joder…” suspiró Iñigo entrecortadamente, llevándose las manos a su paquete pero encontrando las de Irene en su lugar, y no precisamente para acariciarle.

“Tranquilo… shhh… solo relájate y respira, dolerá un poco pero ya debéis saberlo, los huevos son frágiles,” le recordó ella y apretó con más fuerza.

El muchacho gimió con voz ahogada y las piernas perdieron algo de soporte pero con la mano de Irene aferrándose fuertemente a su escroto, pudo mantenerse en pie, dolorosamente. La mirada del chico estaba llena de angustia y temor pero la de ella era de completa satisfacción, llevaba mucho tiempo sin jugar con un par de testículos y los de Iñigo estaban a su disposición.

“Esto se siente tan bien, la verdad no sé porque pasé tanto tiempo sin hacerlo,” repuso Irene en voz alta.

“Por fa-favor… mis huevos…” balbuceó Iñigo sin poder escapar de su agarre.

“Aclararé vuestras dudas, sería una mala escritora si no lo hago,” comentó con una sonrisa.

Sin soltar sus cojones, Irene lamió con mirada desquiciada sus huevos. A continuación, se los introdujo a la boca, el roce de sus dientes provocaba más escalofríos y espasmos a Iñigo, que a pesar de lo que estaba sucediendo, aun seguía tan duro como al principio. Irene hizo mayor presión con sus dientes y el chico dejó escapar otro gemido de dolor y trató de moverse lejos pero el agarre firme en su escroto impidió tal intentona y solo causó mayor molestia en tan sensible zona.

“Dejad de luchar y prometo ser amable, sino tendrás una tortilla en lugar de huevos,” advirtió Irene.

“Esta bien… lo… haré…” cedió Iñigo y con una sonrisa triunfante, la mujer volvió a morder sus huevos con mucho cuidado de no hacer mucha presión.

Quejándose, pronto se encontró con una página en blanco, arrancada del libro, dentro de su boca. Irene ató sus manos a la espalda con su propio cinturón y nuevamente pajeó un poco su polla, que recuperó la rigidez inicial. Luego palmeó sus testículos mientras continuaba masturbándole, el jovencito apretaba la mandíbula con fuerza, mirando desde arriba a Irene, que no dejaba de hablar consigo misma y de maltratar sus pelotas.

“Te voy a corromper. A partir de hoy serás un amante del ballbusting, disfrutaras que una mujer te machaque los huevos y algún día pedirás que te los casquen… solo para saber que se siente…” decía Irene con lujuria y sus labios rojos se curvaban en una fina sonrisa.

No sabia si era el efecto de esas palabras, la estimulación de su miembro o los golpes y apretones, Iñigo se sentía más excitado a cada segundo. También sentía dolor, aquello era innegable; pero esa extraña combinación de factores lo estaban desquiciando. El puño cerrado de Irene golpeaba sus testículos una y otra vez, el dolor subía por su bajo vientre y sus gritos de dolor amortiguador solo eran escuchados por la mujer, que no dejaba de masturbarlo y golpear sus huevos con la otra mano.

Ella estaba logrando su objetivo, que confundiese dolor con placer. O tal vez reconocer una mezcla de ambos, el rápido y fuerte puñetazo a sus partes blandas, combinado con el placer de una buena paja, equilibrándose hasta el punto que dudaba correrse fácilmente. El líquido preseminal brillaba en la punta del glande y lubricaba la mano de Irene, que esparcía el resto a lo largo de su polla, y no dejaba de sonreír y asentir, al ver el rostro de Iñigo alterado por el dolor y el placer, con ojos y boca firmemente cerrados y tratando de aguantar más.

“Mírame, Iñigo. Mírame y negadme que lo estas gozando, pervertido masoquista,” dijo Irene.

“Nnggnnhr…” balbuceó ininteligiblemente Iñigo.

“Te gusta esto?” preguntó la mujer y apretó su testículo derecho con mucha fuerza. Iñigo puso los ojos en blanco y asintió varias veces, ahogando un gemido.

La mujer rió y apretó el otro testículo, obteniendo la misma reacción. A Iñigo se le nubló la vista y lo único que pensaba en ese momento… era continuar. Aquello le sorprendió mucho, pues no creía poder soportar un golpe más, pero al mismo tiempo; tenía la sensación que quería más, necesitaba más…

Y por supuesto que Irene le daría más. Primero un pequeño respiro y la mujer se puso de pie, y dándole instrucciones, como pudo Iñigo flexionó las rodillas un poco; dejando sus irritados y golpeados cojones bien expuestos. Al hacerlo, el chico supo lo que iba a suceder e intentó calmarse un poco y prepararse para lo que sucedería.

Solo pudo ver como el pie calzado de Irene viajó a toda velocidad hacia su entrepierna. Impactó de lleno ambos testículos y se los aplastó contra el hueso púbico, Iñigo abrió los ojos, completamente desorbitados y se desplomó, cayendo sentado. Además de la patada, lo primero que sintió fue sus huevos aplastándose bajo su propio peso, al caer sobre ellos. El dolor viajaba salvajemente de sus huevos al resto de su cuerpo, Irene apoyó su rodilla sobre su polla y lamió su mejilla lentamente.

“Gnnngfff…” volvió a balbucear el chico.

“Como habréis leído… te gusta la tortilla y yo sé que te gusta,” le recordó Irene.

Ayudándole a ponerse de pie, Iñigo tardó un momento en poder hacerlo solo. Le temblaban las piernas como nunca y sentía los huevos más grandes que antes, también más pesados y vapuleados. Irene los palpó y apretó un poco, haciendo que él cerrase los ojos y respirase de manera errática.

De nuevo volvió a asumir la posición con las piernas flexionadas y separadas. Esta vez Irene no tardó mucho tiempo para patear sus cojones, impactando ambos con precisión milimétrica y haciendo que Iñigo se levantase un poco antes de desplomarse una vez más. El chico volvió a sentir más nauseas y ganas de vomitar al igual que los huevos en la garganta y dificultad para respirar pero, algo que Irene notó enseguida consiguió que ella le diese un beso en la mejilla.

“Vaya, vaya, pero si aun sigues empalmado.”

Revisando sus testículos, estaban del tamaño de pequeñas manzanas y seguían hinchándose. Considerando que había soportado bien su primera vez, le dejó descansar en el suelo en posición fetal, aunque no podía agarrarse los huevos, ya que aún tenía las manos atadas con el cinturón.

“Menudos huevos tienes. Ahora que no tenéis dudas, no olvides que los huevos son mejores en tortilla,” aseguró Irene con una sonrisa y acarició el rostro del jovencito, sumido entre el dolor y el placer y poco consciente de lo que sucedía. Ya nada iba a ser igual…