Las Coniupuyara

Es el comentario que hace cierto investigador sobre un curioso manuscrito que cayó en sus manos y que habla de un hombre entre muchas mujeres.

LAS CONIUPUYARA

Si hablo aquí de fechas y lugares es por dar una idea vaga de lo histórico. A mis manos llegó un manuscrito en lengua castellana propia del siglo XVI, sin una firma clara, pero por lo que entiendo su autor fue uno de los expedicionarios militares que acompañó Francisco de Orellana en una expedición a lo largo del Amazonas. El mencionado Orellana fue lugarteniente de Gonzalo Pizarro, que capitaneó la expedición que en 1540 descendería el Amazonas, o Río Grande, hacia su desembocadura, dirección a el oriente. Expedición que componía 350 españoles y 4000 indios, 150 caballos, numerosos perros y abundantes provisiones. Fue un viaje aventurado y atroz, por la rigurosidad del clima, la difícil navegación, la lucha con los indígenas, etc. Aquel desierto verde no parecía conducir a ninguna parte, pero llegaron hasta el río Coca, donde se hallaron en el dilema de avanzar o retroceder. La expedición se dividió en dos y Orellana, a bordo de una barcaza siguió adelante el 26 de diciembre de 1541 descendiendo el coca hasta el Napo, en compañía de 56 hombres, entre ellos fray Gaspar de Carvajal, dominico y cronista de la epopeya. Entre ellos obviamente se habría de encontrar el autor del manuscrito.

Llegaron al río Grande, también llamado "río de Orellana". Descenso fácil y cómodo en cuanto al esfuerzo físico, pero de calor aberrante, de mucha humedad, mosquitos y hostigamiento continuo de los indígenas, que no presentaban nunca batalla abierta. Atravesaron el país de los omaguas, cuyo cacique los encandiló con la promesa de que hallarían riquezas, pero avanzando más lejos. Este cacique también le hablo de la existencia de unas mujeres guerreras, las coniupuyara que significa "grandes señoras". En efecto, tras pasar por la bocas de caudalosos afluentes, llegaron al "señorío de las Amazonas", donde fueron atacados por un gran número de indígenas dirigido por mujeres que, según Gaspar de Carvajal, eran "muy blancas y altas […], y andan desnudas […], con arcos y flechas […], haciendo tanta guerra cada una como diez indios juntos". Esa descripción recuerda a los mitos que siempre hubo en el viejo Mundo. Por un indio que habían apresado, supieron que éstas vivían lejos del cauce fluvial, a siete jornadas, y conocieron ciertos pormenores de su organización social – como el hecho de no vivir cotidianamente con hombres y dar distinto trato a hijas e hijos – y también algunos de sus usos y costumbres, como los relativos a la construcción de viviendas y a la confección de enseres y herramientas. A raíz de este encuentro denominaron "Río Grande de las Amazonas" al curso fluvial por el que navegaban. La expedición llegó al Atlántico el 26 de Agosto de 1542. Fue el mayor descubrimiento continental habido hasta entonces.

Todo ello se conoce por la crónica de Gaspar de Carvajal, pero este manuscrito que yo hallé podría arrojar algo más sobre el asunto de las Amazonas o las Coniupuyara. Carvajal habla de 56 hombres, pero es posible que se refiera a los que llegaron finalmente al Atlántico y no de los que quedaron atrás, muertos o desaparecidos. El autor del manuscrito menciona como su esposa a una tal doña Inés de Montealto, toledana e hija de Alfonso de Montealto, de oficio comerciante de paños. En el Archivo Histórico Provincial de Toledo encontré a un tal Alfonso del Monte del Salto, hidalgo con ganado ovino en propiedad y metido en el negocio de las lanas. No encontré a ningún Alfonso de Montealto y si a un Alonso de mismo apellido, pero que era clérigo. Tras ciertas indagaciones en distintas parroquias toledanas y teniendo en cuenta las fechas, encontré en los registros parroquiales bautizada el 5 de julio de 1518 a una tal María Inés de las Virtudes de Montealto y Arganda, hija de Alfonso y Maximiliana. Seguí su rastro en los registros de nupcias, tarea ardua que me llevó unos meses y finalmente encuentro en una parroquia de Talavera de la Reina, ciudad cercana a Toledo, que doña Inés de Montealto y Arganda, viuda de don Juan Crisóstomo de Requena, casó con don Vicente Vaqueriza y Orestes, en segundas nupcias, en fecha de 22 de septiembre de 15… Y sorprendentemente no aparece la totalidad del año. Los registros que anteceden y siguen a este no aclaran mucho al respecto porque aparecen fechas dispares. Entonces tenía dos posibles candidatos.

De nuevo tuve que empezar a indagar sobre uno de aquellos nombres y era posible que Vaqueriza y Orestes fuese vecino de Talavera, como de hecho constaté fácilmente porque fue bautizado también en la misma parroquia donde casó con Inés. Siguiendo el rastro y con ayuda de algunos colaboradores, dimos en mirar en registros militares y de guerra, donde hallamos a un caballero oficial castellano don Vicente de Orestes y Vaqueriza. Los apellidos estaban invertidos y eso me despistó. Podía ser él el autor del manuscrito, pero bien podía ser también militar el tal Juan Crisóstomo Requena. Estaba dando por imposible la búsqueda, porque los registros de defunción de las parroquias toledanas tampoco arrojaron luz sobre sus personas. Barajé la posibilidad de que Vaqueriza y Orestes fuese el sujeto al que buscaba, ya que había casado con una viuda, lo que era reconocer el fallecimiento cierto de su primer esposo. Pero no era muy fiable pensar así. Carvajal en su crónica no menciona ninguno de esos nombres, sólo a un tal Vaqueriza, de nombre Julián, que sí llega hasta el Atlántico, por lo que dicha circunstancia anula la posibilidad de que fuese el autor del manuscrito.

No obstante decidí seguir la pista del tal Julián, que me llevó a hallarle en unos registros de defunción de una parroquia de la ciudad de Ávila e indagando más encontré unos anexos referentes a unas actas testamentarias que le pertenecían y que daban detalle de su última voluntad. Este es el extracto que definitivamente me ayudó a finalmente determinar la identidad del autor del manuscrito. Así decían unas líneas del testamento de Julián Vaqueriza, fechado en 10 de enero de 1549: " es mi deseo que tras mi muerte, la cual vendrá motivada por estas fiebres que padezco y que ni con la ayuda de Dios se ven frenadas en su avance, bauticen a mi hijo póstumo si nace varón con el nombre del que fue mi hermano, el muy valiente caballero don Vicente Baqueriza, conocido en el campo de batalla como Orestes, al igual que el hijo del legendario rey Agamenón, y que dejé atrás en la muy peligrosa empresa de Indias que nos llevó a recorrer el río grande a las órdenes del muy noble y valiente caballero don Francisco de Orellana.Otra voluntad mía es que la espada que perteneció a mi hermano, ahora en mi poder, le sea legada a su viuda, la muy ilustre señora doña Inés de Montealto…" Por curiosidad busqué después por si habían bautizado a un niño con ese nombre, pero no lo hallé, quizá naciese niña. Así que el hombre al que buscaba era don Vicente Vaqueriza (que a veces aparece con B) y la historia concuerda, porque en el manuscrito menciona una espada que dejó en la barcaza o bergantín. El manuscrito tiene características de estar incompleto y mal conservado, falta un pequeño fragmento inicial en el que falta por supuesto un nombre, y faltan fragmentos a lo largo de su redacción, por otra parte corta. Ignoro de donde obtuvo el papel y el recado para escribir y como llegó al país centroeuropeo en el que lo hallé. Sobre esa larga historia, sobre la cual tengo varias hipótesis y suposiciones, no hablaré. Iré directamente a su lectura, que he amoldado sobre todo en grafías actuales.

"[…] de modo que como no he sido muy ducho en el arte de las letras, pues no sé si estas cosas las diré bien, aunque me da tristeza pensar que quizá no sean leídas nunca por un cristiano".

"[…] y eso es algo que me producía gran congoja, porque además de ser voces muy feroces no entendía su lengua. Ahora entiendo ciertos vocablos, pero me es obligado callar pues en esta sociedad carezco de derechos de expresión y no hablo con nadie. La última vez que usé la lengua de Castilla lo hice para despedirme de don Francisco de Orellana, que desde el bergantín nos decía que volviésemos sanos y salvos y con la mayor cantidad de provisiones que nos fuera dado posible. Don Hernando de Bastida, don Pedro Muñiz, don Martín de Bazán y otros cuatro subordinados me acompañaban, pues yo dirigía la tal expedición de aprovisionamiento".

"[…] tal era la información de ese indio, ridícula para algunos de nosotros pues no creíamos en historias de tribus mujeriles y de eso bromeábamos, que el que más se reía era don Pedro Muñiz que dezía que toda esa cantidad de mujeres no sería otra cosa que el paraíso divino donde un hombre andaría todo el santo día con la espada en alto, refiriéndose sin duda al trozo de carne que nos cuelga entre las piernas, y todos reíamos con sus ocurrencias y conveníamos en verdad que mucha suerte sería sin duda que un grupo de ocho hombres acertásemos encontrar tanta mujer, lo que se nos antojaría algo semejante al harén del moro."

"[…] que cada uno sacó una conclusión en el bergantín, pues tras pasar la tierra de los omaguas, nos dimos con algo parecido a lo que su rey dezía que no era otra cosa que una tribu de mujeres, aunque eran seres de cabellos largos que bien podrían ser hombres esbeltos a los que confundimos con mujeres, de modo que más jerigonzas hacía Muñiz, que era de los que pensaban lo último y llamaba amanerado y bujarrón al que tuviese a esos indios con greñas por mujeres, y en fin todos reíamos."

"[…] y creo que fue cosa del destino que yo estuviese pensando en mi señora doña Inés de Montealto, allá en Castilla, esperándome para formar una gran familia de hijos, cuando algunos de los hombres que andábamos por la selva en busca de provisiones oímos un zumbido de flecha o dardo tras el cual don Hernando de Bastida cayó abatido al suelo. Murió en el acto pues el dardo se le hinco bien profundo en las sienes. Era el más viejo de nosotros. Intentamos ponernos a cubierto y yo lamenté de nuevo haber dejado mi espada olvidada en el bergantín […] oímos un grito de horror que daba cuenta de la muerte terrible de otro de nosotros, posiblemente uno de los subordinados que quedó rezagado unos instantes. Otro de estos, al que llamábamos Pablito tomó determinación de salir corriendo cobardemente lo que supuso un error ya que una lanza le atravesó de parte a parte el costado. Es entonces que quedábamos cinco agrupados y cubiertos tras los arbustos. Con su arcabuz don Martín de Bazán alcanzó con puntería a uno de los atacantes, pero cayó muerto lejos y no pudimos verle bien. Continuaron acechándonos hasta el atardecer y comprendimos que en cuanto oscureciese estaríamos perdidos y se echarían sobre nosotros. No nos equivocamos y en un ataque súbito se plantaron ante nosotros entre quince y veinte figuras que nos costó vislumbrar con nitidez y de las cuales cayeron varias con nuestros disparos y cuchilladas, pero que finalmente dieron muerte a uno de los soldados y al desafortunado don Martín de Bazán que había luchado valientemente. Don Pedro Muñiz, el soldado Ruperto y yo nos vimos detenidos y maniatados. Muñiz blasfemaba y porfiaba con los enemigos, Ruperto rezaba y yo hacía ambas cosas."

"[…] pero lo que más me dolía era la quijada por la fuerte puñada que recibí, imagino que para que cerrase la boca y dejase de gritar. Abrí los ojos más tras despertarme y me hallé en una especie de celda en la que apenas había luz, solo la que se filtraba tras un techo de cañas, lo que indicaba que había pasado toda una noche. Nombré a Muñiz y éste respondió, al igual que Ruperto, ya que estaban los dos a mi lado. Aún estábamos maniatados y ninguno sabíamos quienes nos habían traído a aquel lugar. El silencio reinaba en el exterior pues era la hora del alba, pero pronto se escucharon las primeras voces que para nuestra sorpresa sonaban en su mayoría femeninas […] nos sacaron bruscamente de la choza y nos expusieron al sol, el cual nos deslumbraba la vista hecha a la oscuridad, pero pronto Muñiz dijo que no se había equivocado con el oído y que se trataba de un poblado de mujeres, y aunque yo tenía pocas ganas de reír pensé que él que era el que más había negado su existencia parecía que era el único que había sostenido todo lo contrario. Aunque en mí residía el sentimiento de miedo por nuestro futuro incierto, reconozco que miré con gula a tanta mujer desnuda y hermosa, que ni mi Inés se había mostrado ante mí tan deshonesta. Había hombres allí, aparte de todas las mujeres, pero se veía a las claras que lo hacían casi en exclusiva condición de esclavos. Cuatro de ellos portaban unas andas o litera en la que portaban a una majestuosa dama sentada sobre un lujoso trono. Parecía ser una reina o princesa de aquella tribu, muy hermosa y con ricos atavíos. Con un extraño grito que sonó como ¡tujanducú! los hombres la hicieron descender y se arrimó a nosotros tres. Muñiz sonreía y cuando la mujer se le acercó a él se le ocurrió llamarla preciosa o algo así, por lo que ella le cruzó la cara de una bofetada que le tiró al suelo, tal era su fuerza. El resto de las mujeres lo celebraron y a Muñiz esa humillación casi le hizo llorar. No creí que entendiesen nuestra lengua, pero me di cuenta de que no querían que hablásemos y más en un tono meloso como el que usó mi compañero, por eso lo castigó.

La mujer, que con el tiempo comprendí y supe que se llamaba Papiní, nos inspeccionó de arriba abajo sorprendida por nuestros rasgos castellanos. Su cultura les hacía vernos diferentes y su gesto fue de repulsión, por lo que comprobé que no les parecíamos hermosos. Sin embargo en Castilla las mujeres enloquecían por mí y a esas alturas de la vida yo era ya consciente de mi propia apostura y gallardía, por lo que sentí decepción. Todas ellas si me parecían bellas a mí, pero el primer sentimiento fue de odio como se odia al enemigo […] Papiní ordenó a seis mujeres que por parejas se arrodillasen ante cada uno de nosotros. El poblado entero de hembras permanecía expectante. No sabíamos que se proponían pero no tardamos en tener ocasión de poder comprobarlo. Ante mí, al igual que como les sucedió a mis compañeros, se arrodillaron dos hermosas mujeres de cabellos oscuros, como lo eran todas las moradoras de aquella república. Desnudas, su piel no era del color de todos los indios que llevábamos vistos, sino blanca, como las europeas y españolas, como cualquier cristiana. A una orden que sonó según entendí ¡pitumcu yayabo! las mujeres arrodilladas nos bajaron las calzas en clara búsqueda de nuestro ariete, y un rumor general se extendió el cual no sabía a qué venía hasta que no giré la cabeza y observé lo que escondía Ruperto entre las piernas. Las dos mujeres que lo atendían descubrieron aquel trozo de carne monstruoso como si se tratase del más valioso tesoro […] se mostraba muy nervioso porque su lanza masculina era la única que no se ponía en pie. Mi verga, si bien no era ni la tercera parte de la de Ruperto, adquirió una dimensión que satisfacía las bocas de las dos indígenas. Estas cosas no ocurrían en Castilla, no imaginaba a mi doña Inés utilizar la boca y la lengua para darme placer carnal; ni las rameras de la corte eran tan atrevidas. Aquello pues fue una comprobación de nuestra virilidad, y como he dicho, Muñiz dio muestra de ser inservible. No tardaron en venir otras seis mujeres y agarrarlo fuerte para llevárselo entre los gritos y protestas de él. Nunca lo volvimos a ver. Ignoró si lo dejaron libre o lo ejecutaron; si fue esto último quiere decir que su incapacidad le salió cara, él que se las daba de muy hombre, o puede que los nervios ante aquellas mozas le jugaran adversos. No merecía la muerte al fin y al cabo un hombre que era bravo en el campo de batalla […] por tanto Papiní, o Omuja Papiní, como la llamaban las de casta guerrera y que hacía ver que existía una ordenación jerárquica, eligió llevarse a Ruperto y no me dio otra sensación que se lo llevaba para ponerlo al servicio de sí misma. El caso es que no lo volvería a ver hasta pasado unos días".

"[…] fue la única mujer que entró a mi bohío durante los primeros seis o siete días de mi estancia en aquella ciudad mujeril, otras me facilitaban el sustento, ricos alimentos por cierto consistentes en carnes de aves y huevos, sobre todo y leche de algún que otro mamífero autóctono. No mantenía ningún contacto con estas, pero a la cuarta visita de Yatroniqui, exigió de forma sensual y delicada cierto trato de mi parte que yo intenté corresponder por no incurrir en falta, no fuese que tuviese mal fin mi destino. Yatroniqui me desproveyó de mis pocas ropas y me hizo yacer en las mullidas pieles que extendidas estaban a lo largo de la choza que yo ocupaba. No me libró de las ligaduras que me trababan los pies ni del collar que me cogía del cuello y que me ataba a través de una maroma de cuerda gruesa a una enorme piedra que quedaba fuera de mi alcance. No impidió mi prisión que me aposentara cómodo en el piso, pues así dormía esas noches. La hembra si me libró de las ligaduras de las manos e hízome una amenaza velada apuntando con una daga a mi pecho y con lo que me indicaba que si me propasaba en audacia podría costarme la vida, entonces ella se arrodilló y se aproximó a mi ariete como otrora lo hicieran aquellas dos primeras mujeres, y se lo metió en la boca".

"[…] haciéndome grata la estancia de aquellas primeras jornadas, por lo que al contacto carnal se refería. Tenía eso sí, ganas de salir al exterior y como advirtieran las coniupuyara que perdía color y poníame pálido, me dejaron salir a tomar el sol una mañana que parecía festiva pues parecían las mujeres estar de buen humor. Pude sentarme en mitad de lo que parecía una plazoleta y allí solazarme un rato y observar y tomar las primeras conclusiones de esta sociedad mujeril, en la que los únicos varones que parecían gozar de más libertad y atenciones eran los niños, los cuales eran numerosos, pero ese número descendía en edades superiores y su estancia en la población era para desempeñar las tareas más gravosas o acaso para engrosar las filas militares. Sentí alegría al ver a Ruperto, que como a mí, dejaron salir a solazarse. Como quiera que nos dejaran sentados en la plazoleta y con la posibilidad de intercambiar unas palabras, le interrogué acerca de su paradero y su suerte, no queriendo yo anticipar mis venturas por avergonzarme la posibilidad de tener que reconocer que mi única y exclusiva actividad fue la de fornicar con Yatroniqui. Tuvo a bien explicarme Ruperto, tratándome con el debido respeto aún por ser su mando superior, cómo le iba y cómo era su vida desde que llegamos al poblado. Me relató todo pormenorizadamente y me dijo que Papiní era algo así como una ministra dentro de aquella república, pero nada de princesa o reina. Ésta mujer, al parecer se encaprichó con él y con su enorme rabo y retuvo al soldado para someterlo a su servicio, cosa que no le resultaba a él penosa, sino todo lo contrario, placentera hasta creer encontrarse en el paraíso, y la verdad es que la vida como soldado al servicio del rey de Castilla era muy dura y llena de privaciones de todo tipo. Y así Ruperto me dijo muy serio que aunque viniesen a rescatarnos los ejércitos imperiales, él se negaría a marchar con ellos, teniendo claramente decidido establecerse ya junto a las coniupuyara. Entendí en cierto modo a Ruperto y acordeme de mi Inés y su belleza de hembra toledana, pero pronto mi mente fue a buscar a Yatroniqui y a su forma de hacerme disfrutar."

"[…] continuó hablando Ruperto, con una sonrisa de oreja a oreja a pesar de poseer una marca en la carne a causa del collar de su pescuezo. Omuja Papiní le hizo llevar a otra personalidad política de aquesta república, esta de más altura, pero elegida entre iguales, pues era un mandato elegido democráticamente una vez pasadas veintisiete lunas. Aquella gran soberana era llamada Doowta y su cargo se distinguía por ser la única mujer adulta del poblado que llevaba sus partes genitales rapadas. Ruperto aseguró no haber visto una mujer tan hermosa y bella jamás, y deseé verla, cosa que días después tuve ocasión y me ayudó a certificar las palabras del soldado. Me habló más de su encuentro. Lo que le sorprendió sobremanera es que junto a Doowta estaba sentado un hombre, el cual parecía ser consorte, pero que mantenía una pose de inferioridad. Pues bien aquel hombre poseía la verga más larga y gruesa que nunca hubiéramos visto. Sentado casi le llegaba al suelo. Doowta dio una orden (¡pitumcu yayabo!) y dos mujeres se inclinaron ante Ruperto imaginando el soldado a qué venían.

Papiní permanecía de pie junto a él y pronto las hembras empezaron a remover, lamer y chupar el ariete de Ruperto, que según él nunca sentía hartazgo ni cansancio, e inmediatamente se le levantó y notó inmenso placer. Explicaré haciendo un aparte que en el tiempo que transcurrió de nuestra vida allí, pusimos gran interés en aprender su lengua, por lo que ahora en este mi escrito, tengo la oportunidad de explicar más de una cosa. Pues bien, aquellas dos mujeres que estaban arrodilladas ante el mástil de Ruperto tenían una función concreta dentro de su pueblo y era el de camanaras, palabra que significaba más o menos ordeñadoras. Y es claro lo que ordeñaban. En una población de alrededor de treinta mil mujeres, habría unas veinte o veinticinco camanaras. En fin, Ruperto llegaba al fin de su placer y eso se demostraba echando leche de hombre, para lo que las camanaras colocaron un cuenco donde él se derramó depositando una buena cantidad de caldo. Una de las camanaras se lo dio a Doowta y esta lo llevó ceremoniosamente a sus labios para beberlo, lo que hizo sin sentir asco o repugnancia. Lo engulló todo, pero dejó una gran porción en su boca para dirigirse a Papiní y besarla en sus labios traspasando parte del caldo de una boca a otra. Ruperto estaba asombrado de lo que veía. Esta ceremonia, según supimos después no significaba otra cosa que la gran Doowta aprobaba que Ruperto fuese exclusivamente de Papiní."

"[…] poco a poco Yatroniqui se acostumbró a mí y yo a ella y aunque las reglas eran estrictas en sus leyes de convivencia con los hombres, ella y yo gozábamos de intimidad suficiente como para yo dar rienda suelta a mi doma particular de la salvaje. Intenté transmitirle ciertas costumbres de alcoba castellana y empleé las maneras que más gustaban y hacían encenderse a mi Inés, tales como las caricias en sitios recónditos de su cuerpo, besos en sus orejas y cuello, cosa que allí no tenían por uso y la hembra se acostumbró tanto a esto que sus visitas a mi bohío, cada vez eran más frecuentes, por lo que las superiores la llamaron al orden. El día que ella y yo tuvimos que presentarnos ante Doowta supuse que caminaría para la prueba misma a la que sometieron a Ruperto, y no me equivoqué. Recuerdo que Yatroniqui tuvo unas náuseas y vómitos ese día, antes de presentarse ante la soberana. Las camanaras hicieron su trabajo con mi ariete y se repitió la escena que me describiera tiempo antes Ruperto, sólo que esta vez Doowta se zampó toda mi leche, sin dar ni un poco a Yatroniqui. Era el fin de nuestra relación. Yo lo sentí, pero ella no; me acarició el ariete desfallecido a modo de despedida. Días después supe que estaba embarazada".

"[…] pocas semanas fueron aburridas y desesperantes, porque me había acostumbrado a los asuntos de la carne y en ese campo estaba a pan y agua. Sabía que el embarazo de Yatroniqui, la que consideraba "mi esposa indígena", estaba muy avanzado. Tenía la ocasión de vez en cuando de hablar con Ruperto, quien sorprendentemente aprendía con rapidez la lengua coniupuyara y podía contarme más cosas de las que yo podía captar por mi cuenta. Omuja Papiní le daba toda la felicidad deseable, y allí no existían celos. Ruperto era aprovechado por otras mujeres, sobre todo maduras que estaban fuera del tiempo para la procreación. Ruperto me contó que tenía grandes posibilidades de ocupar algún día el puesto del primer ministro consorte y ser el que yaciese con Doowta, por lo que le felicité, pues esa era la dicha que él esperaba sin duda. Ello llegó a ocurrir justo un día después del parto de Yatroniqui, pero no de cualquier forma, que por cierto, dio a luz una niña. El acceso de Ruperto al consorcio tuvo lugar como consecuencia de la muerte por asesinato del anterior consorte, un hombre inmerso en la ancianidad. Desde luego aquello parecía más una estratagema política con vistas a la reelección de Doowta como alta mandataria. De modo que Ruperto marchó con Doowta colmando sus aspiraciones personales y adoptando el nombre coniupuyara de "Resevodeg" u Hombre blanco apetecible. Así se comprende que estas mujeres a pesar de tener a los hombres marginados sí rendían culto al falo, al igual que esas historias legendarias de los pueblos de oriente que a Castilla llegaban".

"…que desde luego Resevodeg puso empeño en doblegar la voluntad de Doowta, para que ella consiguiese algunos privilegios para mí. Yo, en el tiempo militar había sido noble y caballero con el soldado que Ruperto era, y así me lo agradecía él ahora, pues de bien nacidos es ser agradecidos, según el refrán. Los privilegios consistían en más tiempo al aire libre para practicar ejercicios de espada y tiro, un bohío más espacioso y compartir cenas en compañía de Doowta y Resevodeg. Las cenas privadas de las coniupuyara eran una forma de liturgia que se iniciaban con las viandas y concluían en un festín orgiástico de la carne de hembra y varón en contacto. No dudaban Doowta y Resevodeg en iniciar sus encuentros amorosos en mi presencia, plantándose ante mí totalmente en cueros y como les echase su madre al mundo. Pronto crecía el mástil del varón y el mío, como invitado, bajo mis calzas. Doowta, al parecer nunca había experimentado el que le lamiesen su tajo, sólo hasta que Resevodeg apareció en su vida, y eso le encantaba pues arrastraba del cabello al hombre para que hundiese la boca en su entrepierna. Entretanto la princesa me miraba fijamente a los ojos, como exigiendo de mí alguna actitud, y no era su mirada feroz ni inquisitiva, por lo que yo entendía más bien era una invitación, y así en la primera de las ocasiones en que cené con ellos, saqué mi sable bajo las ropas y di comienzo un zarandeo cual estuviese en mi época de mozo en Castilla, como cuando soñaba con meter las manos bajo las enaguas de la Pascuala, la talluda matrona que trabajaba al servicio de mi señor padre. Y viendo a Doowta gemir y a Resevodeg porfiar cuando el mástil entraba en el tajo, yo me iba por los prados del goce y saltaba de la punta de mi estilete el néctar de la vida.

Así esto se repetía a lo largo de las noches y entonces pedí a mi amigo por que viese como poner a una hembra a mi servicio, que mi mano daba gusto, pero que más necesitaba carne de mujer. Entonces Resevodeg o el soldado Ruperto hubo de convencer de algún modo a su consorte y la otra noche cenando dos camanaras vinieron a menearme y chuparme el cipote, nada más que del gusto que sentía cogí a una de ellas, que era la más frágil y la de voluntad más torpe y la senté sobre mí, clavándole mi verga en su tajo y partiéndola casi en dos. No era lícito gozar con una camanara, pero al amparo de Doowta no se me castigo. Esta camanara, de nombre Sundudir, quedó preñada tras nuestra relación. Le obligaron por ello a abandonar su cargo como ordeñadora, lo que era una vergüenza en aquella su sociedad. Al cabo y mientras yo vivía como podía allí, Sundudir dio a luz a una niña. Fue así como, por instigación principalmente de Doowta y Resevodeg, se levantó una leyenda en torno a mí que me forjaba como un preñador eficaz que concebía nada más niñas, dado que Yatroniqui y Sunsudir habían parido hembras. Así me dieron un nombre que resumía esta mi facultad y que era Tentayaro.

Ese es el final del manuscrito, lo que deja con muchas intrigas. Pero yo creo que el protagonista vivió días felices entre aquel pueblo de mujeres.