Las confesiones de un hombre que fué invisible

Revisión de la historia del hombre que consigue la invisibilidad y sabe como aprovecharla.

LAS CONFESIONES DE UN HOMBRE

QUE FUE INVISIBLE

Podría jurar ante lo más sagrado o ante lo más honorable que el relato que se extiende a continuación ocurrió realmente, para indescriptible deleite mío. Sin embargo, no albergo demasiadas esperanzas de que nadie sensato y razonable pueda conceder algún crédito a esta inverosímil historia, pues su punto de partida es lo suficientemente insólito como para que sea considerado una tomadura de pelo de muy mal gusto.

Un brebaje denso y de color verdoso que había preparado en el laboratorio donde trabajaba, tuvo la asombrosa virtud de hacer a mí y a mi ropa invisibles a ojos de los demás. Para elaborarlo me había visto obligado a seguir al pie de la letra las instrucciones contenidas en un enigmático pergamino que me había vendido a un precio abusivo, un anciano de rostro cadavérico y aliento apestoso, en un tenderete de un zoco turco.

—Por el módico precio de veinte mil piastras, puede hacerse con el hallazgo supremo de la Alquimia: la invisibilidad —me dijo el mercader en un español más que aceptable, mientras curioseaba entre sus cachivaches, dejándome helado.

Lo que más me sorprendió no fue la audacia implícita en la declaración, sino el hecho de que hubiera adivinado mi procedencia sin que yo hubiera abierto la boca. Quizá fue esta extraordinaria intuición la que me indujo a adquirir como recuerdo un artículo que no me parecía nada vistoso. A mi regreso a España, acudí a un traductor de altos honorarios (no me lo dijo, pero supuse que estaba ahorrando para comprarse un jet privado como el que posee John Travolta), gracias al que descubrí las instrucciones de una pócima exigente en cuanto a su minuciosa elaboración, pero que mereció con creces mi esfuerzo.

Me bebí de un trago el líquido verdoso, que estaba contenido en un vaso de precipitados, y esperé, sin alimentar muchas esperanzas, a que me hiciera efecto. Acababa de entrar en los urinarios de caballeros cuando noté una especie de descarga eléctrica que me recorrió todo el cuerpo. No tardé mucho en advertir consternado (no voy a entrar en los escatológicos y vergonzosos detalles por culpa de los cuales me di cuenta de mi nueva realidad) que la gente era incapaz de verme.

Esta nueva condición hubiera representado una desgracia mayúscula, equiparable a la esclavitud de los seres inmortales, o quizá, a la dependencia de sangre por parte de los vampiros, de no ser por que mi cuerpo no experimentó cambio alguno. No me había convertido en un ser etéreo y vaporoso como los espíritus, pues seguía siendo tangible, al igual que mi ropaje. El único efecto que había tenido en mí la extraña sustancia, había sido el de hacerme completamente invisible a ojos de los demás, que no a los míos. Era posible oír mi voz, olerme, degustarme, sentirme, tocarme pero no verme, lo que me concedería un sinfín de ventajas en este mundo de falsas apariencias.

En cuanto cobré conciencia de mi excepcional situación, me fui zumbando a la calle. A mis espaldas, uno de mis superiores reclamaba mi presencia a voz en grito, pero yo no estaba dispuesto a desperdiciar mi condición de sujeto invisible en tareas convencionales, entre otras cosas porque desconocía el tiempo durante el que se mantendría activo el singular bebedizo (en el manuscrito no figuraba esta información accesoria), y quería hacer de aquel curioso estado algo memorable.

En la calle, una pastelería me tentó en primer lugar, con sus aromáticas y coloridas delicias colocadas con esmero en unas estanterías que daban al escaparate. Barajé la posibilidad de entrar e hincharme de dulces manjares, desembarazado del riesgo de que pudieran grabarme "in fraganti" o echarme el guante. También podría dedicar mi tiempo a enriquecerme cometiendo diversos golpes en las joyerías más distinguidas de la ciudad.

Sin embargo, una despampanante rubia que cruzó junto a mí, dejando a su paso un aura intensa de perfume afrutado (si olía así de bien, cómo sabría) me hizo llegar a la conclusión de que concedería prioridad a atender otros apetitos más lascivos. Cuidando de que ningún transeúnte se chocara contra mí —ser invisible tiene serios inconvenientes—, fui cayendo en la cuenta de que el abanico de posibilidades que se desplegaba ante mí era más grande que un arco iris. Hasta entonces, mi actividad sexual había sido escasa, reprimida, frustrante en un grado superlativo debido a lo remilgado de mi carácter y al miedo generalizado a comprometerme sin posibilidad de retorno, pero en aquel momento me propuse colmar de una vez mis fantasías más peregrinas durante unas horas desenfrenadas. Siempre había soñado con traspasar las páginas de las revistas licenciosas que ocasionalmente me prestaba mi amigo David y también con atravesar el frío cristal del televisor cuando emitían una de esas películas de guión pobre, pero colmadas de imágenes sobradamente expresivas. Sin embargo, tanto el papel como el cristal de la pantalla eran obstáculos insalvables. Ahora tendría la ventaja de que no tendría que cargar con el lastre de la vergüenza, una rémora que coarta a los tipos un tanto apocados como yo.

Me acerqué a una parada de autobús en la que una joven de pelo teñido de rubio y peinado en rastas, que vestía unos ajustados vaqueros azul claro y un "top" blanco con el que exhibía el ombligo y una porción de su espalda, aguardaba a la llegada del medio de transporte. Su culo, ceñido al pantalón, tenía ese delicioso punto de voluptuosa gordura que precede a la celulitis. El anhelo de mi entrepierna aumentaba por momentos. Con objeto de acallar los inoportunos avisos de mi conciencia inquisitorial, me dije que, probablemente la chica era una cachonda, que no se incomodaría ni un ápice si la tocaba, pues de lo contrario no se habría embutido en aquella prenda tan provocativa. Aún con el ingrato peso de la culpabilidad sobre mis hombros alargué lentamente la palma de mi mano y la puse en contacto con el bolsillo trasero de su pantalón, como si fuera un carterista tanteando el interior. Confieso que apenas sentí placer. La chica se volvió bruscamente, con una mueca de desprecio dibujada en su cara, que era bastante agraciada, en busca del depravado que se había atrevido a magrear a plena luz del día su hermoso trasero. Pero como no vio a nadie sospechoso a su espalda, su gesto de desprecio se quedó congelado y acabó por transformarse en una expresión desconcertada. Sé que era algo enfermizo, pero su respiración anhelosa y sus ojos alertados, en busca de alguien contra el que arremeter, me excitaron más si cabe y el anhelo se transformó en deseo. Reparé en que tenía unos senos respingones y con forma de campana. La atracción que despertó en mí fue tan intensa, que busqué una oportunidad mejor de saciar mi desbocada libido.

Entonces llegó un atestado autobús urbano a la parada y, siguiendo de cerca a la chica, a la que llamaré Andrea (es un nombre de niña bien y yo siempre he querido pasarme de la raya con una de ellas), me monté en él sin pagar. Las puertas se cerraron con un sonido neumático. Andrea avanzó penosamente entre una abigarrada agrupación de gente apretujada, hasta alcanzar la parte de atrás del autobús —la zona más despejada—, donde se aferró a una barra pintada de rojo, con la vista puesta en el trasiego incesante de la calle. A duras penas, conseguí situarme junto a ella y cuando llegué, la examiné con descaro. Calculé que no tendría ni veinte años. Su rostro estaba cubierto de un maquillaje nada sutil, que sobraba en aquel rostro terso.

Tratando de apaciguar nuevamente mi infernal sensación de culpabilidad, la estreché contra mí, depositando mis manos en sus nalgas, tan apretadas por los vaqueros (ojalá hubieran sido Levi’s, pero eran de una marca ordinaria) que debían de dificultarle la circulación sanguínea. Andrea soltó un alarido breve y cortante. Al instante, trató de desasirse con creciente nerviosismo del muerto de hambre invisible que la abrazaba con una lujuria rayana en la desesperación. Inmovilizándola con mi cuerpo contra la ventanilla, acerté a desabrocharle con presteza el botón de los rebosantes tejanos (por suerte no llevaba uno de esos cinturones provistos de una hebilla aparatosa con forma de margarita) y, por debajo de sus elásticas braguitas de encaje, deslicé mi mano con fruición por la suave raja de su cebado culo resuelto a disfrutar de aquella increíble violación. Andrea, empezó a chillar y a resistirse como una descosida. De sus ojos afloraban unas lágrimas de rabia que hicieron correrse al maquillaje, confiriéndole una apariencia muy deslucida.

—¿Le ocurre algo, señorita?

Un individuo barbudo y de mediana edad había reparado en la inquietud de la que era presa Andrea. El entrometido debía de estar contemplando a una chica que pugnaba contra un enemigo imaginario que parecía sujetarla. Caí en la cuenta de que cualquier observador debía de estar interpretando la escena como la morbosa actuación de un mimo. Aunque quizá la desnudez incipiente representada por unas bragas blancas que asomaban ligeramente, fuera lo que más atrajera la atención del indeseable. Abandonando mis reprobables quehaceres, me fijé de reojo en que a casi ninguno de los pasajeros más próximos les había pasado desapercibida la extravagante escena. La mayor parte de los hombres contemplaban a Andrea embobados, mientras que las mujeres apartaban la vista en un clarísimo gesto de repulsa o vergüenza.

Ajena a los mirones, la digna fémina, revelando nervio y fortaleza, se debatía frenéticamente contra lo desconocido en un arrebato de coraje y ardor que para sí hubiera querido más de un soldado en el frente. Me aporreó en el pecho repetidas veces y me clavó las uñas en los antebrazos. Al fin me decidí a dejar en paz a la chica. Me aparté de ella y me preparé para apearme en la siguiente parada, disputándole un sitio a un caballero esmirriado que nunca sabría quién demonios pretendía adelantársele. Girando la cabeza, observé que Andrea se había subido la cremallera y se estaba abrochando los pantalones, mientras trataba de recuperar la calma. Se atusaba el cabello y se sorbía los mocos ruidosamente, con la cara cubierta de lágrimas, mientras algunas personas se interesaban por lo que había motivado aquella especie de ataque epiléptico y trataban de consolar a la, aparentemente, joven exhibicionista. Pero ella se resistía a ofrecer unas explicaciones que los usuarios podrían haberse tomado con sorna.

Una vez me hallé en tierra firme, me dediqué a pellizcar o a dar un cachete en el culo impunemente, a cuantas viandantes me apeteció. Las víctimas a las que le aplicaba el innecesario correctivo se detenían en seco y se volvían con cara de malas pulgas, pero al no detectar la presencia del caradura no les quedaba otro remedio que reanudar resignadamente su camino. Aunque no todas se comportaban de la misma manera desdeñosa: algunas se giraban con una media sonrisa que indicaba que se habían sentido halagadas. El tacto de la chicas en cortas mallas negras de ciclista fue uno de los que me aportó mayor regocijo, no obstante, no le hice ascos a prácticamente ninguna retaguardia que se me puso a tiro.

Inhalando aire, alcé la vista al cielo con una sonrisa en los labios. El firmamento estaba teñido de un azul eléctrico que se me antojó más prometedor que nunca.

Harto de aquella diablura infantil, localicé a una pareja cuyos componentes frisarían la treintena cargando con unas bolsas de un supermercado, y, resuelto a gozar de mi invisibilidad en unas condiciones más sosegadas que el concupiscente escarceo del autobús, los seguí. Mientras caminaba en su pos iba forjándome un plan tan endiabladamente ilusionante que me hizo quedar boquiabierto.

Me colé furtivamente en el espacioso ascensor de su edificio residencial, y procurando no hacer el más leve ruido, presté oído a su charla.

—Estoy deseando llegar a casa, tumbarme en el sofá y beberme unas latas de cerveza helada mientras veo el partido de fútbol de la selección —declaraba el hombre desapasionadamente sin percatarse de que la mujer le estaba contemplando con ojos melosos que denotaban voluntad para acostarse con él. Era tripudo, bastante alopécico para su edad y tenía los dientes amarillentos.

—Yo me voy a pegar un baño de aquí te espero porque estoy muy acalorada —repuso la mujer al rato, pasándose una mano sugerente por su cuello: corto y bañado en sudor. El distraído cónyuge (me imagino que formarían un matrimonio venido a menos) no captó la indirecta, pero a mí no me pasó inadvertida tan tórrida proposición.

Entré de rondón en su piso y me aposté en el pasillo, cerca del cuarto de baño, a la espera. Vi cómo el fulano salía de la cocina cargando con un "pack" de latas de cerveza tal como había anunciado, oí cómo encendía el televisor de salón y cómo se desplomaba aparatosamente sobre el sofá, dejando a su compañera con la tarea de poner en orden el contenido de las bolsas del supermercado.

Cuando la mujer hubo concluido con sus ocupaciones domésticas se encaminó al servicio, estancia donde yo la esperaba babeando como un perro rabioso. Se dirigió al retrete, se subió la falda y, con sus lisas bragas de color canela a la altura de las rodillas, orinó con un estrepitoso chorro. Cuando terminó, se limpió únicamente con papel higiénico, accionó la cisterna y bajó la tapa de la taza de porcelana.

Después de efectuar la ablución, sacó una mullida toalla de baño de un armario y la depositó al lado de la bañera, que era moderna y bastante alargada. Yo me senté sobre la tapa del inodoro dispuesto a disfrutar, desde mi privilegiada posición, de un desnudo integral que presumía poco ceremonioso y excitante, algo así como la antítesis de un ensayado "striptease". La señora cuya intimidad invadía, a la que asignaré al azar el nombre de Julia, descorrió de golpe la cortina de la bañera, puso un tapón de plástico en el agujero del desagüe y abrió el grifo del agua caliente. Después cerró la puerta del baño sin echar el pestillo.

Mientras el depósito se llenaba y la habitación se iba inundando de unos vapores que me hicieron pensar en las calderas del averno, Julia fue despojándose de la ropa. Primeramente, se quitó los zapatos y las medias negras, dejando al descubierto unos pies pequeños, con las uñas pintadas de color carmesí. Luego, con una soltura antierótica, se despojó de la blusa y del sostén cuyo enganche apenas se resistió ante sus manos hábiles. Aparecieron unos senos, abultados y lechosos que contrastaban con sus extremidades de una tonalidad más tostada. Sus contraídos pezones estaban rodeados por una amplia corona sonrosada y unos cuantos pelitos ínfimos que sólo una vista aguzada (o alguien examinando sus pezones a una distancia muy reducida) podría haber captado.

Me desprendí deprisa de la ropa que exclusivamente yo podía ver, hice un revoltijo que dejé en un rincón, y, en silencio, puse el pestillo para que el televidente no interfiriera en el obsceno plan que había tramado. Cuando me volví hacia Julia, observé que se había desprendido de la falda y de las bragas. Estaba completamente en cueros. La espiada era bajita y le sobraban bastantes kilos acumulados, sobre todo, en las caderas, pero estaba convencido de que iba a disfrutar al máximo del proyectado conocimiento bíblico de su cuerpo. Tenía unas cejas en forma de coma y una mandíbula poco pronunciada que nada tenía que ver con las mandíbulas cuadradas de las modelos de los anuncios de champús, pero no eran precisamente sus genes lo que me interesaba de ella. Se había inclinado sobre el grifos de agua caliente, momento que aproveché para agacharme y entrever fugazmente la sombra púbica que rodeaba su vulva. Me fijé en que su triángulo púbico estaba rodeado por un sector irritado que demostraba que se lo había depilado recientemente, para alegrarle la vida al individuo que, por lo visto, prefería contemplar los escasos goles que se marcaban en una puerta con dos postes y un larguero.

La mujer acosada visualmente se introdujo en la bañera y justo entonces apagué los fluorescentes del techo, dejando la estancia más oscura que una refugio subterráneo abandonado.

—¿Carlos? —preguntó Julia con un tembloroso asomo de confusión en su voz.

Caminando hacia la bañera, emití el sibilante y tranquilizador susurro que se usa para acallar a un interlocutor que está hablando más de la cuenta. Si hubiera hablado se habría enterado de que yo no era precisamente su cónyuge.

—Sabía que no me dejarías sola —murmuró al cabo en un tono que reflejaba calidez y entusiasmo, cumpliéndose así lo que había previsto.

Con una erección tan plena que empezaba a causarme dolor, me dirigí a tientas hacia lo que se había transformado en el marmóreo receptáculo de la perversión. Me puse encima de Julia, que me recibió con los brazos abiertos sin saber que yo no era su compañero, y, acto seguido, quité el tapón de la bañera desbaratando el baño que planeaba darse.

La manoseé y la besé urgido por una avidez sexual de náufrago. Luego la abracé dejando que el calor que irradiaba su húmedo cuerpo penetrara en mí. A ella parecía satisfacerle tanto como a mí aquella tempestuosa fantasía, pues gemía suavemente a cada momento y se mostraba muy receptiva. Sintiendo un cosquilleo en mis piernas, oí un sonido obsceno de succión que probaba que el agua de la bañera estaba formando un remolino y no tardaría en vaciarse totalmente.

Después de los preliminares la di la vuelta delicadamente y sujetando el poderoso estandarte de mi virilidad con una mano, lo deslicé arriba y abajo por la hendidura de su carnoso nalgatorio, desde la vulva hasta la rabadilla. Aquel acto improvisado pareció gustarle sobremanera pues se dejó hacer sin oponer resistencia. Mi glande surcaba su rendija con una cadencia lenta, parsimoniosa. Luego apreté sus voluminosos glúteos hacia el centro, de forma que por un momento mi falo quedó completamente oculto por la resbaladiza y fláccida carne de sus nalgas.

Por el creciente ritmo de sus jadeos, supe a ciencia cierta que su conducto genital ya estaba bastante lubricado, aunque puede que el agua también hubiera contribuido engañosamente a mojarlo. Así que la puse boca arriba sobre la bañera e introduje mi tieso pene en su suculenta vagina. Tardamos muy poco en adoptar el indecente movimiento que más placer nos reportó a ambos, pues ella colaboraba con gran maestría arqueándose y acoplándose atinadamente al compás que yo había establecido. La complacencia del contacto sexual me hizo entrar en un creciente estado de éxtasis durante el coito. Julia se quejaba vagamente de algo sin mucha convicción. Tal vez mi impetuoso movimiento la estuviera infligiendo algún leve daño, sin embargo no opuso la menor resistencia a mis voraces acometidas de cintura. Gracias al tacto de mis dedos, que recorrieron durante un momento su cara, me di cuenta de que su boca estaba abierta en una mueca constante de gozo que me estimuló más si cabe. Al rato advertí que mi orgasmo se acercaba, sin embargo decidí no correrme en su interior, sino sobre sus blanquecinos senos. Durante la penetración había notado como ella experimentaba varios orgasmos, así que no me sentí demasiado culpable de aquella violación permitida. Extraje mi transgresor pene de la gruta en la que estaba encajado y no tardé en eyacular una cantidad abundante de esperma, y desperdigarlo sobre los pliegues de su vientre y sobre sus desparramados pechos. Desde hacía un rato, ella aullaba (qué diría el vecindario) o imploraba palabras ininteligibles embargada por el placer cegador de un postrero orgasmo, mientras yo me dedicaba frotar mi viscoso y cálido cadalso contra su carnosa anatomía, como si fuera el aceite de un masajista. Hablando entre dientes me suplicó que continuara, pero el desenfreno había hecho que a mis testículos no les quedaran reservas. Muy a pesar mío, tenía que reconocer que las mujeres suelen tener más resistencia sexual que los hombres.

De repente, aporrearon la puerta con los nudillos.

—¿Se puede saber a que viene ese alboroto? ¡Ábreme la puerta! —vociferaba el tipo llamado Carlos desde el exterior de la habitación. Como telón de fondo se oía la parla de los comentaristas del partido balompédico.

Antes de que Julia pudiera reaccionar, abandoné su lecho con precipitación y busqué la toalla a tientas. Me sequé lo justo para no chorrear agua y dada la imposibilidad de encontrar la ropa a oscuras, encendí la luz.

Julia, que se había incorporado debía de estar sumamente perpleja a causa de los fenómenos paranormales de los que estaba siendo testigo, porque ni gritó, ni hizo ademán de ponerse en pie, ni dio una respuesta convincente a su esposo. Creo que la había dejado sumida en un estado catatónico.

Afuera, Carlos se impacientaba, alentado quizá por la posibilidad de que un vecino descarado pudiera estar poniéndole los cuernos delante de sus propias narices.

—¡O me abres o tiro la puerta abajo, hostia!

Escuchando el ultimátum del enojado marido y más acongojado de lo que me gustaría admitir, terminé de vestirme y giré el picaporte de la puerta. Supongo que Julia tuvo que quedarse de piedra al ver cómo el pestillo se movía y la puerta giraba sobre la bisagra sin que nadie la manipulara. Carlos entró en el cuarto de baño como una exhalación y se dirigió a la bañera donde lo esperaba su paralizada esposa, mientras yo salía al pasillo.

Nunca sabré con certeza si Julia notó que yo no era su marido. Probablemente lo notó (me cuesta creer que no reparara en cualquier menudencia que diferenciara a su marido de mí), pero opino que se dejó llevar por el extravío erótico del momento. En cualquier caso, puede que con semejante experiencia la mujer hubiera quedado traumatizada y creyera que un fantasma o un extraterrestre incorpóreo la habían poseído.

En el rellano de aquella misma planta, con el hato de mis prendas entre mis brazos, hice balance de mis aventuras como hombre invisible. De momento había abusado ligeramente de la joven Andrea en el autobús urbano y había copulado con gran provecho recíproco con Julia en mi incursión más exitosa. De momento, no me podía quejar de mis desahogos venéreos. Sin embargo, mi codicia sexual me exigía mucho más. Mi pene, permanentemente recubierto de líquido preseminal, me recordaba que sólo ahora podría acceder a los placeres supremos y artes amatorias reservados únicamente para los multimillonarios más promiscuos y libertinos.

Yo siempre había soñado con participar en una alocada orgía, de esas que sólo alguien muy adinerado puede organizar en fechas muy señaladas. El problema de tomar parte en una de ellas, estribaba en que ignoraba dónde se celebraban. Llegué a la conclusión de que tendría que probar suerte en una mansión o un palacete en el que estuvieran celebrando una refrescante fiesta veraniega que pudiera derivar hacia otros derroteros.

Así que, ni corto ni perezoso, me vestí y me dirigí hacia la parada de un autobús que me acercaría hasta una urbanización muy selecta, colmada de ricos y también de ricachones amantes del lujo y de la buena vida, ubicada en las afueras de la ciudad.

Una hora después deambulaba por las anchas calles de la urbanización, unas calles bordeadas por árboles frondosos, cuidados setos y automóviles de precios elevados con carrocerías de colores metalizados. Al fin llegué a una mansión, cercada por una tapia coronada con una valla electrificada, donde parecían estar celebrando una animada fiesta. O al menos eso era lo que podían inferirse del melodioso sonido proveniente de unos altavoces y de un murmullo salpicado de risas. Un par de fornidos guardias de seguridad de rostros graves vigilaban la cancela de la mansión. Sin mayores complicaciones, pasé por debajo de la barra y me encaminé hacía el jardín de atrás, que era el lugar de donde procedía el jolgorio.

Me senté a la sombra de un chopo y observé el panorama. Había una piscina de medidas olímpicas en la que chapoteaban y reían una decena de esbeltas jóvenes de belleza indiferenciada y cuerpos intercambiables, ataviadas con bikinis de diseño. Sobre una franja de césped contigua, había unas hileras de tumbonas a rayas rojas ocupadas por una legión de tipos barrigudos en bermudas que charlaban entre sí tomando el sol. Varios camareros trajinaban de aquí para allá, portando copas de champán en grandes bandejas plateadas. Tras una improvisada barra decorada con unas anclas de latón, un barman robusto con un diminuto pendiente de aro en la oreja, agitaba una coctelera con brío.

Devorando con la vista al ejército de concubinas en bikini, me acerqué a una de las tumbonas. Me hubiera encantado pegarme un revolcón con cualquiera de ellas, pero no quería asustarlas a plena luz del día, al igual que había hecho con Andrea en el autobús.

Un individuo regordete, calvo, de mirada jovial con aspecto de ser el anfitrión de la fiesta, que conversaba con alguien a través de un teléfono móvil, acaparó toda mi atención.

—¿A qué hora vendrán?

Hizo una pausa para que respondiera el interlocutor, durante la que se le iluminaron los ojos de forma gradual hasta quedarle un gesto de bobalicón.

—Espléndido, Alán, sabía que no me fallarías en esta ocasión tan especial —dijo dando por concluido el diálogo.

Me froté las manos mentalmente. Tenía el presentimiento de que mi buena estrella perduraría, al menos, durante aquella noche.

La noche veraniega cayó como una sucesión de velos que iban filtrando cada vez menos luz ambiental. Las bañistas se habían retirado hacía mucho rato para acicalarse convenientemente.

En grupos reducidos iba llegando un heterogéneo grupo de individuos de ambos sexos que servirían para saciar los apetitos más inconfesables de los invitados a la juerga. Había hermosas jóvenes de raza negra que se contoneaban en demasía al caminar; menudas chicas orientales de senos oscilantes como flanes; mozas autóctonas muy pintarrajeadas (el término emperifolladas me parece demasiado anticuado pero quizá sería el más adecuado en esta situación), ataviadas con transparencias —a nadie le ha podido pasar desapercibido que se ha dado un brusco salto de la época de la insinuación a la del muestreo más descarado— o mallas tirantes o escotes más vertiginosos que abismos; prostitutas de andares elegantes y porte altanero, que fumaban rezumando desprecio; nórdicas estiradas con mandíbulas prominentes y piernas kilométricas enfundadas en medias de seda; jóvenes musculosos de sonrisa nacarada y torso lampiño; muchachas adolescentes pintadas con un maquillaje brillante y sofisticado, que taconeaban con estrépito; y, por último, auténticas rarezas de la cirugía con miras pornográficas que se comportaban procazmente.

Todos nos encaminamos hacia el interior de un salón de techo alto, suelo de parqué y equipado con aire acondicionado. Al fondo había una preciosa mesa de billar americano, en la que un par de tipos con camisetas que consentían el lucimiento de sus brazos curtidos, jugaban un mano a mano.

Un potente equipo de alta fidelidad, con altavoces distribuidos por la enorme sala, creando una atmósfera envolvente, un ambiente que nada tenía que envidiar al de una discoteca. Sólo faltaba las intermitentes luces psicodélicas. Del sensacional equipo estereofónico fueron saliendo canciones muy marchosas interpretadas por los daneses Aqua, por la italiana Gala, por el venezolano Ricky Martin o por los estadounidenses The Offspring que hicieron vibrar a la entregada concurrencia. También acerté a identificar la versión "dance" del "Corazón Partío" de Alejandro Sanz y la canción del mariachi Antonio Banderas en el filme Desperado.

La galería de personajes de la improvisada pista de baile era tan variopinta como cabía esperar en una fiesta tan concurrida como la que estaba celebrándose. No pude resistirme a la tentación de fijarme con detenimiento en la bulliciosa fauna masculina que se había dejado caer por allí para echar una cana al aire. Allí estaba el gracioso de turno que, con una sonrisa de oreja a oreja, agita los puños como si fueran unas maracas delante de todos y cada uno de los sufridos invitados; el infalible semoviente que va de acá para allá agachado en una imitación de Groucho Marx; el pulpo humanoide que aprovecha cualquier distracción de su ocasional pareja de baile (o cualquier otro ser vivo que entre en su círculo de influencia) para propasarse; los dúos de hombres inmaduros que repiten con un empecinamiento infantil el mismo paso de baile, que, con frecuencia, no suele ir más allá de un movimiento coordinado con ambos brazos, a la manera de los árbitros de fútbol australiano, que suele arrancarles a ambos una contagiosa carcajada impregnada del aliento cálido de la camaradería.

Con una sonrisa en los labios, seleccioné con la mirada a las más jovencitas (nínfulas las llamaba Vladimir Nabokov), las cuales, eran claramente menores de edad. Ignoro si serían vírgenes, pero en vista del atrevimiento y el desparpajo con el que bailaban puedo asegurar que tenían muy poco de santas. Una de ellas, una chica más pintada que un lienzo y con un "piercing" atravesándole el labio inferior, ostentaba unos senos tan firmes que sin duda habría podido prescindir de su transparentado sujetador violeta. Llevaba una ínfima minifalda —prometo que bastante más corta que algunos cinturones que he visto— de corchetes, me imagino que para no retardar un destape que estaba al caer. Contemplando a otra con una rebelde mecha de color verde, a la que se le transparentaba la grieta de la entrepierna debido a su ajustadísimo atuendo, tracé en mi mente un símil consistente en considerar que la rendija femenina era la ranura dineraria de una máquina tragaperras en la que más de un desvergonzado habría insertado una moneda con la que tentar el bombo rotatorio de un embarazo inoportuno —no hace falta ser un experto en nutrición para saber que los "bombones" engordan al menor descuido—. Sé de sobras que aquel no era el momento de dejarme llevar por el paternalismo, pero no me gustaba un pelo la idea de que hubiera tantas mujeres precoces reunidas allí. La frigidez podía ser motivada por un prematuro contacto sexual completo, y, aunque estrictamente no fuera un asunto de mi incumbencia, no me hacía gracia que hubiera tantas compatriotas inmunes al placer.

Los modelitos de las descocadas mujeres del antiquísimo gremio (se dice que desempeñan el oficio más antiguo, pero yo me sigo inclinando por considerar que antes hubo legiones de cazadores y recolectores) eran impactantes. Vi a una buscona que se había ataviado con un vestido de un tejido idéntico a un visillo y que permitía que cualquier observador pudiera observar libremente sus reducidas y amoratadas aureolas y su coqueto y bien recortado pelo púbico. Otra, en su parte superior, llevaba dos tiras rojas cruzadas con las que cubría sus pezones y sujetaba parcialmente sus senos. Me quedé un rato mirando ensimismado a otra que iba ataviada con un vestido muy vanguardista que dejaba al descubierto su espalda. Había otra, un poco rellenita y con una ligera papada, pero no exenta de encantos, que a nadie mínimamente atento pudo pasarle inadvertida. Llevaba un vestido de noche, de esos de lentejuelas que parecen concentrar mil enjambres estelares, con unos tirantes muy finos y holgados y, de cuando en cuando, sin el menor sentido del decoro, dejaba al descubierto un seno que saltaba sin concierto, tal vez para que su primera pareja fuera haciendo boca y pudiera imaginarse lo que se avecinaba. Reparé también en una curvilínea rubia platino, con una boquita de piñón que era un beso eterno y un lunar a lo Cindy Crawford junto a las comisuras de los labios que no me pareció auténtico sino postizo o pintado con un lápiz perfilador. En constantes arrebatos de provocación, se levantaba simultáneamente unos senos de una esfericidad exquisita, inspirando la sensación momentánea de que llevaba puesto un "wanderbra". Confieso que no sé a qué venía tanto flirteo por parte de unas chicas de alterne que ya debían de haber sido pagadas para el dispendio sexual venidero. No eran mujeres salientes (que no salidas) necesitadas de engatusar a un hombre que supiera hacerlas más felices que un impersonal consolador de plástico. Me da la sensación de que tan sólo debían esperar a un desconocido que las echara el ojo. Como deformación profesional, posiblemente procuraban mostrar el "escaparate" o la "mercancía" de la que estaban dotadas, lo que nunca me ha parecido una denominación acertada.

En este punto quiero hacer una reflexión personal. Suponiendo que las prostitutas fueran unas empresarias autónomas, lo más apropiado sería designar a sus atributos con el nombre de maquinaria. Su cuerpo era su herramienta de trabajo y tenía una vida útil (como todo el iniciado en los rudimentos de la Contabilidad sabrá), un desgaste del Inmovilizado móvil —qué paradoja— motivado por la fricción, una depreciación física a causa del deterioro que causa el envejecimiento para la que sería necesario dotar la correspondiente amortización, una depreciación funcional en función de las horas trabajadas, etc. Estrictamente, con el amor mercenario —que diría Juan Manuel de Prada— no tenía lugar una venta de mercaderías, sino un alquiler temporal de la máquina más perfecta que existe.

Pero no todos los invitados se dedicaban a mover el esqueleto. Había quienes preferían entonarse con los efluvios dionisiacos del alcohol. Situado tras la barra de un mueble-bar muy bien surtido, el mismo barman que había visto aquella tarde atendido el puesto instalado en el jardín servía con ligereza en vasos de plástico tubulares, sangría, whisky escocés, ron caribeño, batida de coco, vodka ruso, licor de fresa o lo que se terciara, acompañados de tintineantes cubitos de hielo que no dejaban de brindar por una velada que prometía estar colmada de vicio y perdición. No obstante, me fijé en que ninguno de los parroquianos se excedía en la ingesta de consumiciones, pues una borrachera no es compatible con las actividades de la alcoba o del ascensor o del coche o del pajar. De modo que no se veía a nadie renqueando, dando traspiés o sumido en un exagerado estado de euforia. Se respiraba en el ambiente que todos tenían en mente reservar fuerzas para lo que les deparara la noche.

Una hora después, cuando parecía que todo el mundo había entrado en calor, el tipo cuya conversación había escuchado unas horas atrás, y que era el dueño de la mansión, se subió trabajosamente a la mesa de billar y pidió un momento de silencio. Alguien apagó la música y cuando el murmullo de voces se fue extinguiendo, el orador tomó la palabra:

—Amigos: Espero que disfrutéis de la juerga que he preparado con motivo del éxito que ha supuesto la OPA de exclusión contra nuestros más acérrimos competidores. Os invito a que no os conforméis con un polvo convencional con la primera chica que pilléis. Dentro de cuatro días mal contados estaremos metiditos en un ataúd, así que dad rienda suelta a vuestros deseos más inconfesables, con quien os plazca y donde os plazca, pues a estos mozalbetes a los que hemos contratado no tendréis que insistirles para que hagan lo que os parezca. No os preocupéis por el dinero, pues es ésta una cuestión de la que me he ocupado personalmente. No hace falta que uséis preservativo, pues a todos los muchachos les hemos hecho los análisis médicos pertinentes. Si alguna se queda embarazada, se paga un aborto y santas pascuas. —Concluyó fingiendo que se lavaba las manos emulando a Poncio Pilatos.

Estas palabras fueron el banderazo de salida de una bacanal, cuyos componentes se dispersaron por todas los rincones de la casa. Unas parejas practicaban exóticas posturas extraídas del kamasutra, y otros se entregaban al goce ultramarino de una sabrosona masturbación el estilo cubano o a una sodomía. El pudor no parecía haber recibido una invitación para la desmadrada francachela.

Notando un bulto pujante en mi entrepierna, comencé a caminar por la sala posando mi vista aquí y allá, como si yo fuera una cámara efectuando un travelín cinematográfico. Agachada frente a un sofá de cuero marrón había una prostituta, vestida únicamente con unas medias de color negro y una combinación del mismo tono, coronada por unas picudas copas con un diafragma en relieve, que cubrían sus senos. Advertí con sorpresa que se había metido en su enorme boca, a la vez, los miembros de dos sinvergüenzas. Lamía a destajo y, por mi parte, fantaseé con la posibilidad de que la fila afilada superior de sus dientes se convirtiera en la hoja de una afilada guillotina que seccionara de un feroz tajo ambos apéndices.

En un rincón alfombrado había tendida una mujer con el pelo rizado ataviada con unas medias de color rojo adornadas con filigranas, unos ligueros y un vestido ceñido de una sola pieza del mismo color, subido y arrugado a la altura del ombligo. Un tipo enjuto, con el cabello entrecano y con la bragueta abierta, la estaba penetrando por delante con bastante vehemencia, a juzgar por los gritos entrecortados que soltaba la fulana a cada empellón. La urgencia del fogoso tipo (¿un adúltero padre de familia que se había visto obligado por las circunstancias a quedarse a trabajar un poco más tarde de lo habitual cariño, tal vez?) debía de haberlo impulsado a prescindir del excitante rito de la desvestidura mutua.

Descubrí que el anfitrión de la pecaminosa orgía se lo estaba montando con una mujer morena y de cara estrecha, con el pelo recogido en una cola de caballo, que ostentaba los senos más voluminosos que jamás he visto. Eran descomunalmente grandes, del tamaño de sandías, aunque colgaban desparramados, carentes de una deseable turgescencia. Parecían muy lustrosos, pero se me antojaron más manoseados que el pomo de unos lavabos de mujeres. A mi juicio, la introducción de silicona la había hecho un flaco favor. Del cuello de la tetona colgaba un gargantilla de reflejos dorados. Se me ocurrió que tal vez fuera un regalo que le acabara de entregar el hombre con el que se había emparejado. El magnate le lamía alternativamente ambos pezones con una glotonería sin parangón. También sopesaba e hundía las yemas de los dedos, aplastando la elástica y amorfa masa pectoral. Por último, vi cómo ella lograba que la cabeza del tipo buscara cobijo en el desfiladero (ya sé que es exagerado, pero me niego en rotundo a hablar de canalillo) de su busto desproporcionado y poco afrodisiaco, haciéndola a la operada sonreír con una placidez genuina.

Sentada al borde de la mesa de billar, con las piernas bien separadas, había una mujer melenuda que, en vista de sus arrugas faciales rondaría la cuarentena. Dentro de ella (todo lo razonablemente dentro de una fémina que se puede estar sin constituir el menú de una antropófaga) había un joven exhibiendo su pálida y peluda anatomía que fornicaba con el ahínco de cualquier mamífero en celo. La sincronía sexual que estaba presenciando fue óptima y el ancestral gemido les sobrevino simultáneamente. El chaval se retiró resollando como si acabara de cubrir un maratón, y, sin dejar que la libido de la mujer disminuyera, fue sustituido por un rubio espigado, que sin mediar palabra, le incrustó su fino miembro y empezó a imitar (sin necesidad de hacer vibrar ni una cuerda vocal) al elocuente e inmortal Elvis Prestley. Me sorprendió tanta presteza para un segundo asalto, así que me volví extrañado. Ocupando el asiento y los reposabrazos de un sillón, había otros tres jóvenes jugueteando en solitario con sus atributos para mantener en alza sus respectivas erecciones.

Era evidente que se trataba de una ninfómana, que por lo visto, no iba a echar en falta un pedazo de carne dura entre sus piernas, al menos durante aquella noche. Sin embargo, me hago cargo de lo complicado que tiene que resultar para estas mujeres satisfacer sus necesidades sexuales. O se las arreglan para ligar con media docena de tipos dispuestos a compartir a la misma mujer durante una madrugada, o bien, se las componen para convivir con un león. Soy consciente de que esto parece un comentario gratuito, pero he oído decir que los reyes de la selva son capaces de copular varias decenas de veces al día. Estoy convencido de que con un poco de voluntad por parte de la fiera, hasta una relación zoofílica tan peculiar podría salir adelante. Aunque eso sí, estaría totalmente en contra de que la ninfómana procreara, en el supuesto de que llegara a existir cierta compatibilidad sexual entre distintas especies. No me gustaría ver pululando por ahí a pesadillescos engendros híbridos, extraídos de la isla del doctor Moreau.

En fin, mi herramienta estaba a punto de caramelo y a mí no me quedaba otro remedio que descargar mi energía sexual a cualquier precio para que no se disparase el pistolón, pero como no quería provocar un escándalo de índole esotérica en aquel salón excesivamente iluminado, decidí probar suerte en una habitación más reducida donde pudiera regular mis querencias luminosas, y satisfacer mi libidinosidad.

Subí por unas escaleras que había junto a una majestuosa balaustrada y exploré la planta de arriba. En un amplio dormitorio de matrimonio encontré un grupo considerablemente numeroso, desperdigado por el suelo o sobre la cama. Había dos gemebundas parejas practicando posturas sexuales inusuales más propias de contorsionistas que de parejas ordinarias, con las que debían de retardar considerablemente el orgasmo, en el supuesto de que acabaran alcanzándolo. La única luz ambiental era la de una lámpara de pie cuya luz había sido atenuada con una gasa roja.

Por fin localicé a una joven inactiva. Su tez era de un moreno uniforme (no me cabe duda de que o bien visitaba asiduamente una playa nudista o se sometía a largas sesiones de rayos ultravioleta a lo largo del año), estaba en pelota picada y ostentaba el cuerpo más musculoso que he visto en una mujer. Debía de pasarse la vida contando centenas en el gimnasio. Tenía abultadas muchas venas de los brazos, los tendones de las sobresalientes corvas a lo largo del fibroso muslamen y, en general, tenía bien marcados todos los músculos, incluidos los abdominales, que eran perfectas onzas de una tableta de chocolate. Tenía los pómulos marcados con una destacada prominencia y unos labios finos y duros. Según mi amigo David, tanto desarrollo muscular en una mujer desvirtúa su femineidad. Y, en efecto, sus pechos no eran mucho mayores que los de un hombre, no obstante, era ésta una característica a la que no concedí demasiada importancia. Sus facciones no eran ni desproporcionadas ni horrendas, aunque, en conjunto, no podía calificarse como guapa, pero no era el momento de ser exigente. Me acerqué a la lámpara y tiré del cordel. Quedó una penumbra próxima a la oscuridad que me permitía distinguir ligeramente los contornos de su sólida figura de lanzadora de jabalina.

Al instante, me apreté contra ella, para que sintiera contra su cuerpo de cocodrilo la dureza casi diamantina de mi caliente miembro. Hizo que me tumbara en la cama y empezó a besuquearme reiteradamente por todas partes con una prodigiosa celeridad, en mis párpados, en los lóbulos de mis orejas, en mis pezones planos, en la piel arrugada de mi escroto. Sentía un grato hormigueo recorriéndome todas las terminales nerviosas de mi ser. Luego me chupó el pene con tanto esmero que no pude contener unos primitivos alaridos de gozo. El roce de sus dientes me hacía sentir un agradable cosquilleo y los pelos del cogote se me erizaban. No obstante, ser el receptor de una felación me hacía sentirme vulnerable. Mi permanentemente desbocada imaginación me hizo temer, durante un angustioso segundo, que me iba a pegar una dentellada en los testículos, el punto débil de cualquier hombre. Mis temores no se vieron cumplidos, pero la sensación de vulnerabilidad no se esfumó del todo.

Al rato, percibí la inminencia del estallido orgásmico, y dirigí mi manguera contra su boca. El caliente esperma salió expelido, de la misma forma que de un géiser sale a presión el agua a altas temperaturas, y, a fuerza de escudriñar en la negrura pude ver cómo la deportista ingería con fruición el líquido fértil que había ido a parar a su conducto oral. Después la hinqué las puntas de mis dedos en sus nalgas endurecidas a base de ejercicio físico, y obtuve como recompensa una gratificante sensación que me recorrió la médula. Al cabo, introduje el dedo índice de mi mano derecha, hasta el fondo en su dilatado ano y hurgué en su cálido conducto rectal, sin mucho criterio. Con la otra me dedicaba a repasar (trazando movimientos concéntricos desde el ombligo) el cautivador relieve de su fibroso y casi acorazado vientre.

—No seas machista y cómeme el coño —me increpó la atlética mujer con una voz débil y ronca, mientras se sentaba e inclinaba la cabeza hacia atrás.

Aunque soy un profano en la materia no me lo pensé dos veces. Nunca había hecho una felación a una mujer, pues siempre lo había considerado algo antihigiénico y malsano, pero hoy estaba dispuesto a aprender, siguiendo sus indicaciones, como un alumno muy aplicado.

Pasé la punta de la lengua por su vulva con más voluntad que acierto, sintiendo de cuando en cuando el rasposo contacto con el musgoso pelo de su pubis. Ella protestó amablemente, haciéndome ver que no estaba obrando con destreza amatoria.

—No, así no, búscame el clítoris; es un apéndice muy pequeño, que tengo dentro —me aleccionaba mi monitora, entre jadeos, tras la intentona.

Me soliviantó que hubiera detectado mi inexperencia hasta el punto de explicarme qué era el clítoris, pues la verdad siempre incomoda. En fin, separando los apretados labios de su vulva con los dedos metí mi lengua en su membranosa caverna como un intrépido espeleólogo y tanteé con la sin hueso en busca del apéndice en cuestión: un pene en miniatura. Una vez lo hube encontrado lo sacudí con la lengua como si fuera una campanilla que fuera a tintinear de un momento a otro. La maciza concubina, por su parte, parecía estar hiperventilándose con objeto de zambullirse en una piscina y aguantar un rato sumergida. Persistí con mayor rapidez y la aparente hiperventilación se tornó en unos gritos agudos y cortantes de soprano ajustando el tono de su voz. Percibí el gusto acre de sus jugos vaginales gracias a las papilas gustativas de mi lengua y noté como parte de su néctar se deslizaba por las comisuras de mis lascivos labios, con los que libaba con la desmedida ansiedad del que ve llegar el fin del mundo en la forma de un gigantesco asteroide.

Al rato me decidí a cambiar de pareja de baile y para ello me escabullí de sopetón (no me apeteció invertir más tiempo en la mujer cuadrada) y me puse a curiosear por todas las estancias de la planta en la que me hallaba hasta que descubrí un lujoso baño atestado de gente. Al principio, las piernas me flaqueaban a causa del desgaste al que me había sometido la culturista, sin embargo, no me concedí ni un breve descanso.

Me apeteció hacer de "voyeur" para ver en detalle en qué se entretenían concretamente los demás. En el interior de un burbujeante "jacuzzi" (ya sé que lo mío es fijación, pero el burbujeo me hizo evocar otra vez las calderas del infierno) había una pareja fornicando enérgicamente en horizontal. Uno de los componentes estaba obligado a sumergirse por completo en el agua, lo que le forzaba a aguantar la respiración. Se turnaban cada minuto alterando su postura, con el fin de que el de abajo pudiera tomar generosas bocanadas de aire en el momento en que no le correspondía estar inmerso en el medio líquido. Aprecié la desbordante originalidad de su cópula acuática y les habría concedido una medallita a cada uno si yo hubiera sido un juez y lo que se llevaban entre manos, un concurso.

Sentada sobre el lavabo había una meretriz negra (que sólo llevaba puestos unas medias blancas y unos zapatos de aguja) cuyo abultado culo ocupaba prácticamente toda la cavidad del lavabo. Las oscuras aureolas que rodeaban sus pezones eran aún más grandes que las de mi inolvidable Julia. Tenía el potorro bien depilado y unos senos desmadejados que temblaban con cada acometida del afortunado con quien se apareaba, que estaba de pie y exhibía un culo tan fofo como las inconsistentes glándulas mamarias de su accidental acompañante. Los juguetones dedos de la sensual mujer de color, que eran como las patas de una araña venenosa, recorrían distraídamente la vellosa espalda del varón, que había cerrado los ojos a causa de tanto regocijo. El contraste radical que me brindaban los cuerpos me pareció que no tenía desperdicio y seguro que podría haberse utilizado en una campaña antixenofoba. Me acerqué e hice algo que siempre había deseado fervientemente. Era un capricho ridículo, pero nadie me pediría cuentas en un juzgado de guardia. La maniobra consistió en aplicarle mi golosa lengua a una de sus esparcidas mamas de un tono caoba, con el fin de comprobar si sabía a chocolate, o tal vez a cacao amargo. Hecha la prueba comprobé que su piel tenía un regusto tirando a salado. La ramera, que soltaba despreocupados gemidos guturales, no hizo ningún gesto de extrañeza que denotara que había notado el fugaz contacto de mi lengua.

Mientras buscaba una pareja que se amoldara a mis querencias sexuales, quise seguir gorroneando visualmente en aquella residencia de la dispersión y los placeres corporales. Resueltamente, me colé por un hueco de la puerta corrediza de la ducha —una cabina de vidrio esmerilado que insinuaba móviles cuerpos distorsionados que guardaban cierta semejanza con las codificaciones que me reservaba el Canal Plus al no estar abonado, con la salvedad de que eran en color y el sonido era más claro— en la que un trío estaba manteniendo relaciones. En el centro estaba una nórdica lozana y genuinamente rubia, ya que tenía el pelo del pubis de color pajizo. A su espalda, un caballero alto, flaco y de pene corto y grueso, al que se le marcaban algunas costillas y la columna vertebral, impulsaba con un vigoroso vaivén su miembro hacia las entrañas rectales de la mujer. La penetración heterosexual corría a cargo de un joven imberbe y de tez bronceada que fornicaba con un comedimiento impropio de su edad. A juzgar por los jadeos involuntarios que estaba emitía la estática extranjera, debía de estar sacándole provecho a aquella peculiar experiencia a dos bandas.

De improviso y con ánimo de incordiar, se me ocurrió hacer una travesura, amparado en mi inestimable condición de invisible, que me procurara cierto divertimento. Preparado para retirarme, giré de golpe el grifo del agua fría, de modo que de la alcachofa del techo brotó una lluvia de agua a toda presión sobre el trío. Los sorprendidos jóvenes soltaron un grito al unísono, que tuvo un efecto hilarante en mí. A través de la rendija del compartimento pude ver cómo uno de los chicos cerraba el grifo sin comprender quién habría sido el gamberro que había saboteado sus indecentes intimidades delante de sus narices. No me quedé a comprobar si podían reanudar el instintivo frotamiento, pero una serie de improperios que prefiero no reproducir para no herir la sensibilidad del lector, me hicieron saber que, al menos, uno de los empalmes habían quedado cabizbajo.

Decidí buscar a una amante en otro de los muchos cuartos de aquella enorme mansión a la que había entrado con medios ilícitos. Accedí al interior de un dormitorio suntuosamente decorado con un acuario y unos pesados cortinajes de bella factura.

Sobre la monumental cama provista de un colchón de agua había un par de mujeres masturbándose recíprocamente con unas lenguas tan rápidas y tan afiladas que parecían bífidas; estaban situadas según la archiconocida postura del sesenta y nueve, aunque entre féminas. Me encapriché a primera vista con la de arriba y el mástil de la atracción sexual se irguió como accionado por un mágico resorte. También podría decir, no sin cierta mojigatería, que Cupido flechó mi corazón en cuanto vi a la esplendorosa chica. Rondaría los veinticinco años de edad, como mucho. Su abundante pelo de color castaño estaba suelto y despeinado. Tenía sendas matas de pelo en los sobacos, y la zona pélvica sin depilar, con unos pelos enmarañados y enroscados (tuve que agarrar durante un instante por los cabellos a su compañera de chupeteo para averiguarlo) que a un tiquismiquis le habrían fastidiado, pero a mí, su insignificante abandono estético no me importaba en absoluto. Por lo demás, sus pechos eran unos montículos que constituían una obra cumbre de la naturaleza.

Corría el razonable riesgo de que fuera una lesbiana y me repeliera, pero mi apéndice eréctil me exigía el indeclinable alivio que le permitiría un coito. Debía aprovechar para observarla a fondo, pues sólo podría intercambiar fluidos sin dejarla enloquecida o sumida en el desconcierto más absoluto, estando a oscuras. Siendo invisible necesitaba de la oscuridad tanto como los vampiros, aunque por distintas razones. Con estas ideas revoloteando en mi cabeza, me desvestí con gran ansiedad.

Apagué la luz y le apreté posesivamente por las compactas caderas. Lejos de rechazarme, la hermosura se avino a corresponderme, con complacencia, en el lecho. Se tumbó sumisamente sobre el colchón, que se bamboleaba sugestivamente, y yo me acosté sobre ella y empecé con suavidad la penetración. A juzgar por la pericia con la que ella se encorvaba y me facilitaba el acceso, no me cupo ninguna duda de que era una profesional del sexo. Al principio, me daba la sensación de encontrarme en medio de una mar encrespado, tirándome a una bella sirena que se había pasado de hospitalaria. Nunca antes había practicado el ensamblaje en una vagina tan acogedora y tan bien lubrificada: era como una puerta a otra dimensión. Algo mundano, pero celestial al mismo tiempo. Antes de empezar a fornicar, tenía planeado contenerme y no desperdiciar todo mi semen en la misma gruta, pero el magnetismo de su vagina era verdaderamente irresistible. Dicen los astrofísicos que los agujeros negros ejercen tal atracción que de su influencia no puede escapar ningún cuerpo, ni siquiera la luz; pues bien, estoy convencido de que ningún hombre en su sano juicio habría tenido fuerza de voluntad suficiente para abandonar tan absorvente agujero negro. Si es cierto eso que aseguran de que la belleza está en el interior, puedo dar fe de que la manceba a la que me estaba cepillando, era bella en un grado superlativo. La furcia, a la que bautizaré con el nombre provisional de Mónica (no, mejor Monique, pues lo francés tiene mucho más gancho en este terreno exótico del erotismo), también parecía estar compartiendo mi inconmensurable placer. Se agitaba bajo mi cuerpo con ese rapto inconsciente de las mujeres multiorgásmicas. Sobreponiéndose a la subyugadora oleada de placer primigenio del que debía de ser presa mi hermosa Monique, consiguió asentar sus manos en mis posaderas, lo que me hizo sentirme aún más excitado de lo que ya estaba. Francamente creía que la afluencia de sangre a los tejidos cavernosos de mi miembro, ya había cesado por saturación desde hacía unos inolvidables minutos, sin embargo, mi miembro aún se endureció más. La frecuencia del gratificante meneo mutuo fue a más. Los gritos de mi pareja, que estaba enfebrecida por el abrasador calor interno, ganaban en potencia. Comprendí que las loas más pretenciosas acerca del incontenible goce sexual que se habían escrito, se quedaban cortas ante la indescriptible reminiscencia de nacimiento y omnipresencia que estaba experimentando en el paraíso al que había ido a parar ilícitamente. Los viajes astrales a otra galaxia cobraban sentido en el templo matricial que tanto me estaba exaltando. Sentía que la gravedad había desaparecido y mi medio era el gaseoso. La llegada del orgasmo, que prometía emular la cascada agreste de un río en su curso de alta montaña, era inminente. Una fracción de segundo antes de correrme, se me saltaron las lágrimas. Tanto el tiempo como las percepciones sensoriales perdieron su significado. Conforme le inyectaba a Monique el fluido que probaba mi hombría, quise soldarme a ella y prolongar ese placer rabioso que sólo puede llegar a alcanzar una categoría sobrehumana si la pareja se entrega a fondo y no está cohibida por preocupaciones. La fusión carnal fue impecable y según me llegaba mi insuperable orgasmo, que me guió hasta altísimas cotas de gozo, coincidimos la francesa y yo en un grito salvaje y desinhibido.

En ese preciso instante alguien encendió la luz. Monique, bañada en una película de sudor, comprobó que todavía estaba en contacto con alguien que no podía ver, pero que sí podía sentir y tocar. Su expresión de espanto fue el preludio de un horrorizado alarido femenino que hizo que mis tímpanos se resintiesen. Luego, respirando ruidosamente como aquejada de asma, manifestó como si yo no existiera:

—Ha sido la experiencia más extraordinaria de mi vida —dijo con voz queda (lástima que no fuera con acento gabacho), mirando con ojos vidriosos a través de mí—. He follado con políticos, con cantantes de "rock", con cirujanos a los que he hecho que les temblara el pulso, con economistas y hasta con algún que otro religioso calentorro, sin embargo, nunca antes me había trincado una divinidad.

Me aparté a un lado, advirtiendo cómo mi falo se relajaba y adoptaba gradualmente su leve curvatura original. Monique miraba hacia el techo ausente, con la boca abierta y los ojos perdidos. Parecía sufrir un profundo alucinamiento. Todavía no se había recobrado del espléndido y divino ayuntamiento, pero estaba convencido de que superaría el mal trago enseguida.

Sin molestarme en recoger mi ropa, por una cuestión de comodidad, bajé desnudo a la planta inferior. Accedí por una puerta entreabierta al salón principal, que aunque era, con diferencia, el lugar más concurrido, su actividad había remitido notablemente. Aún así, el festival de gritos, jadeos y gemidos tenía un aire primitivo, casi zoológico.

Sentado en un sillón de orejas concedí una tregua a mi miembro, que por ahora no era sino un colgajo desgarbado. Delante de mí, en el suelo, se acababa de aposentar un tándem heterosexual. El hombre era joven, membrudo y tenía unas entradas notablemente pronunciadas. La mujer era una mulata exuberante, con un cuerpo con forma de violonchelo. Ostentaba unas caderas tan curvadas que su visión hubiera causado un repentino infarto de miocardio a un bailarín de danza clásica y unas piernas que, sin bien no eran tan musculosas como las de mi adorada culturista, estaban francamente bien torneadas. Lo único que llevaba puesto era un "top" de licra que el tipo le arrancó sin contemplaciones, dejando al descubierto unos senos ejemplares, de una natural textura gelatinosa que bailotearon un momento. El sujeto le restregó los pechos hasta que los pezones de la moza se pusieron rígidos y después, los mordisqueó cuidadosamente, con la delectación del sibarita que saborea su manjar predilecto. La mestiza no dejaba de esbozar una sonrisa de oreja a oreja, que demostraba lo que le estaba gustando la tierna actividad de su acompañante temporal. Sin embargo, la sonrisa se borró cuando el individuo, en un arrebato de sadismo, comenzó a estrujarle los delicados senos. La fulana aulló de dolor entremezclado con un placer enfermizo, y su grito se confundió en el maremagno sonoro de la estancia. El individuo agarró a la zorra por la cintura y la puso boca abajo, con los brazos estirados y apoyados contra el suelo, de manera que quedó postrada en la misma posición que hubiera empleado para reverenciar a un aclamado líder espiritual.

Luego, el marrano, arrodillado detrás de la mujer, introdujo con denuedo su palo mayor en el orificio trasero de la mulata (el desgraciado no se molestó en lubricarla con vaselina o con saliva para mitigar la fricción) y comenzó a embestirla sin mucho tacto. El rígido y enrojecido cetro del vicio irrumpía en el sucio conducto de la escultural mujer con un suave sonido de succión que capté a fuerza de acercarme y afinar mi oído al máximo. De cuando en cuando el tipo le propinaba a la mujerzuela una palmada en el culo que resonaba como el restallar del legendario látigo de siete colas. La mujer gritaba agónicamente, estremecida por el dolor agudo y lacerante de la estregadura (aunque puede que también experimentara una pizca de placer). El clímax no tardó en alcanzar al macho, que se relajó y abandonó el momentáneo centro del universo, dejando alrededor del ano de la mulata unos rastros del semen que el tipo acababa de bombear con sumo deleite. La pelandusca —víctima del mal de ojo— estaba agotada y tal vez resentida después de la lavativa láctea, y no hizo ademán de levantarse para satisfacer las apetencias de otro cliente.

Resuelto a animarla, me incliné sobre ella, la giré y eché un vistazo a su parte delantera. Por suerte, con un antebrazo se cubría los ojos, lo que, naturalmente, me evitaría un desquiciador escándalo. Ella, muy sumisa, al notar mi contacto abría las piernas despacio, suponiendo lo que se avecinaba, pero yo ni quería ni podía copular en aquel preciso momento. Me limité a husmear su vulva de casi un palmo y luego a asentar dócilmente mi mejilla contra el vello de su negro sector pélvico depilado en forma rectangular, en torno al introito del edén. Rocé suavemente mi pómulo contra su centro, que era de una textura tan aterciopelada como un precioso tigre de peluche que tuve de niño. La mulata, agradecida por mi inocente trato, me recompensó acariciándome cansinamente el cabello con el brazo libre, con un afecto casi maternal.

Un poco más allá había un mueble-bar en cuyo mostrador se había sentado una mujer con el cabello liso y teñido de color zanahoria, ataviada con un anticuado corsé que realzaba unas redondeces femeninas por las que más de uno hubiera suspirado (o jadeado) y un breve tanga de color azul celeste. Dejé a la hermosa mulata tomándose un respiro y me incorporé sin prisa.

Para llegar hasta allí tuve que pasar por encima de una pareja compuesta por un caballero famélico, y una preciosa chica pelirroja, pecosa y de piel clara con unos ojos de un verde tan resplandeciente, que más que globos oculares parecían gemas engarzadas por un joyero aficionado a la cirugía oftalmológica. El hombre, que estaba muy bien dotado y tenía unas clavículas afiladas como cornisas, se había tumbado boca arriba dejando que su miembro viril se alzara orgulloso y enhiesto como un menhir. La muchacha, sentada sobre la vertical barra fija, tenía unos pechos pequeños y puntiagudos que oscilaban ligeramente al balancearse de arriba abajo. Al tipo la unión parecía estar reportándole un placer puro, sin paliativos, porque babeaba y se removía como el que sufre una pesadilla. La furcia también parecía entregada al delirio de la carne, pues inhalaba aire y se estremecía con el desgarro de una parturienta.

Cuando llegué ante la mujer sentada en el mostrador pude comprobar que poseía unos labios salientes de un grosor tan antinatural y aberrante que verla habría resultado muy ofensivo para un alma puritana. Me pareció contrario al buen gusto que una mujer pasara por un quirófano para hacerse una aberración así en los labios, pero debo de ser muy anticuado. Sinceramente y sin ánimo de insultar, garantizo que tenía la estrafalaria apariencia de un monstruo circense. La eché otra mirada y conjeturé que debía de ser una actriz porno en busca de un sobresueldo, aunque, como es obvio, no tenía medios para comprobarlo fehacientemente. Mientras la contemplaba, vi como se pasaba la lengua por los morros con una lascivia que se me antojó impostada. Decidido a probar todo lo que pudiera, entré en el mueble-bar y la tapé los ojos con una mano. Acto seguido, la atrajé hacia mí y besé esos labios artificiales y sobresalientes como hocicos. La supuesta actriz no presentó resistencia a mi requerimiento (la obediencia era la tónica general en aquella fiesta) y me correspondió con una lengua que se extendió con la misma presteza con la que un camaleón lanza la suya. Su aliento olía a eucalipto. Disfruté moderadamente de un prolongado beso de tornillo que no me ocasionó ni un ligero hormigueo en el estómago. Con la mano libre me entretenía sobando fríamente los costados de mi acompañante temporal, de la misma manera que un policía cachea a un sospechoso callejero.

Cuando el ósculo (impregnado de un dinamismo oculto al observador pero no a los participantes) concluyó y nos separamos, al instante, su cara reflejó el desconcierto absoluto y la turbación a la que me estaba empezando a acostumbrar. Di media vuelta dispuesto a recrearme con el disfrute de los demás en otra sala. Un carillón provisto de una esfera de números romanos me recordó que gran parte de la noche ya se había consumido.

Tras un breve paseo fui a parar a la biblioteca de la mansión. Pasé ante una armadura medieval, impasible y firme ante tanta degeneración terrena.

La sala estaba cubierta de estanterías hasta el techo. Tumbados encima de divanes forrados de cuero verde o sobre el suelo enmoquetado había enredadas varias parejas en porretas. Me llamó especialmente la atención una heterosexual de mancebos que practicaban una postura sexual inusitada. El integrante masculino era un tipo musculoso, bien parecido que se encontraba de pie, sujetando en vilo a la chica, situada junto a él en una postura invertida, es decir, con su cabeza a la altura de las rodillas varoniles. Ella tenía la cara congestionada por culpa de la incomodidad de la postura que había adoptado, sin embargo él, a juzgar por cómo le chorreaba el sudor, aún acusaba más el esfuerzo. El tipo tenía una nalgas pétreas que eran como placas tectónicas y que me hicieron sentir un inconfesable ramalazo de atracción homosexual. Aunque también me fascinó sobremanera el inabarcable culo de la joven, un culo trapezoidal y protuberante pero nada adiposo, que sólo una patinadora veterana puede conseguir a base de ejercitarse con tesón. La chica, en su pecho tenía la marca nítida y pálida de la parte superior de un bikini, lo que me pareció una gran incoherencia. Viendo la guarrada que estaba protagonizando, me cuesta mucho creer que semejante golfa fuera recatada y pudorosa a la hora de tomar el sol y no lo hiciera en "topless". No es asunto mío, pero convendrá conmigo el lector en que carece de sentido.

Reparé en que por la cara interna de los muslos de la joven resbalaba un líquido translúcido. De súbito, el hombre, en un alarde de resistencia, aceleró el ritmo para consumar su orgasmo; se movía con tanta rapidez que dejaba una trepidante estela de color a su paso. En el momento álgido profirió un bramido triunfal y se escurrió al máximo aminorando progresivamente la marcha en las entrañas de su compañera, que soltaba gemidos sofocados. Cuando el otrora témpano ardiente del hombre, abandonó la dilatada cavidad y el semental depositó a su compañera en el suelo con delicadeza, salí de la cuna del saber de aquella residencia.

La cocina, que era grande como la de un restaurante de cinco tenedores y tenía un suelo de mármol gris con vetas blancas impoluto, había sido el sitio escogido por una oriental para tener relaciones en privado. Me la quedé mirando con arrobo, pues nunca había visto a una en acción, al natural. Quise hacerme a la idea de que era una geisha, pues la palabra suena muy bien, aunque ignoraba si hubiera sabido servir el té o desenvolverse en el arte de la conversación. El tipo que se la iba a beneficiar era un hombre alto, fondón y con un tupido mostacho. La oriental presentaba un aspecto puro, virginal, casi desamparado, pero no se ruborizó mientras el obeso la desposeía con presura de un kimono plateado bajo el que no llevaba puesta ninguna otra prenda, ni siquiera lencería. Daba la sensación de que el tipo estaba quitando el envoltorio de un regalo navideño. La extranjera era muy menuda, de contextura frágil y contaba con un inmaculado y angelical cutis que le confería una apariencia de muñeca de porcelana. Lucía unas cejas finísimas que guardaban cierta semejanza con un par de paréntesis tumbados y unos ojos oscuros y rasgados. Sus senos no eran mayores que un par de pomelos, pero eran firmes y apetecibles.

Ahorrándose molestos preámbulos, el bigotudo la levantó en volandas y la sentó en una encimera de mármol. Desde hacía un rato tenía la jeringuilla lista para que empezara el traqueteo. La asiática tenía una vulva encarnada con el pelo púbico rapado que me recordó un capullo de rosa. El afortunado pasó a atravesar la esclusa, mientras que la mujer favorecía el ajuste meciéndose pausadamente, con sabiduría oriental. El individuo intercalaba la inmemorial oscilación pendular, con unas fugaces palpadas en los gelatinosos pechos y unos gruñidos que gradualmente adquirían intensidad.

Al ver el llamativo coito interracial el ave fénix que pendía entre mi piernas resurgió de las cenizas del decaimiento y levantó el vuelo. La erección que experimenté fue tan brusca e ingobernable que mi miembro me pareció el brazo de una catapulta en funcionamiento, a cámara lenta.

Opté por no interrumpirles y proseguí mi itinerante paseo por la mansión. De nuevo, mis pasos me guiaron hasta el salón principal. Allí se había formado un grueso corro de personas (en su mayoría ataviadas con el nuevo traje del emperador) que jaleaban con aplausos a alguien que ocupaba el interior. Entre el público, vi a la pechugona, antecedida por esas ubres transplantadas de las que parecía sentirse muy orgullosa. Me pregunté si la operación —no sé exactamente si de cirugía estética o de bricolage— la habría dejado alguna secuela como no poder segregar leche materna en un hipotético papel de matrona, fácilmente imaginable por otra parte.

El caso es que, azuzado por la curiosidad, me puse a cuatro patas y me interné en el apretado bosque de piernas para ver qué se cocía. Mi estatura me hubiera impedido ver qué acontecía en el centro. Gateando como un bebé, accedí a primera línea y me acurruqué bajo las piernas de una mujer que tenía el pubis pegajoso de nutritiva leche condensada y del que, de cuando en cuando, caía una gota sobre mi espalda. La muy guarra no se había molestado en lavarse en el bidé después del reconfortante acto. Si hubiera intentado cerrar las piernas se habría percatado de mi presencia perruna, pero no lo hizo, pues tal vez quisiera airear bien esa zona céntrica después de la concurrida y ajetreada "hora punta".

En el centro de la agrupación había un hombre moreno y delgado, con el falo más desproporcionadamente grande que había visto. En estado de reposo, el pene colgaba con tanta gracia como una trompa de elefante. No me cupo duda de que la longitud que la soga alcanzaría al empinarse sería extraordinaria. Me fijé en que el purpúreo glande, cubierto de momento por el prepucio, era tan protuberante como un sombrero hongo.

Enfrente de él una adolescente de engañoso rostro angelical, con apenas una pelusa de vello en el pubis, que dejaba entrever una ranura que no me pareció muy practicable, agarró obedientemente la viril prolongación como si fuera la manga de un bombero en plena faena y trató de enderezarla metiéndosela en la boca. El pene fue adquiriendo de forma progresiva la rigidez leñosa de un tronco. Daba la impresión de estar inflándolo a través del conducto deferente. La sangre se aglomeraba en el monolito en forma de venas caudalosas con objeto de que el bien dotado propietario, pudiera disfrutar. Calculé que en tensión, el grotesco pene mediría medio metro, quizá hasta algunos centímetros más. A una indicación del interesado, dos colaboradores robustos salieron de la multitud y flanquearon a la jovencita inmovilizándola para favorecer la inusual penetración. El individuo clavó a la muchacha el descomunal miembro, con el que podría haberla ensartado de habérselo propuesto. La jovencita respiraba con agitación, mientras se ensalivaba los labios con frenesí. La distancia que los separaba dificultaba el resto de los contacto físicos secundarios, no obstante, el sortudo estiraba los brazos para apoyar sus dedos en las recias ancas de la chica. El ritmo del lúdico apareamiento se intensificó. Conforme a la fulanita se le dilataba el sexo, el glande ganaba en intrepidez y exploraba a mayor profundidad. De repente, la chica prorrumpió en gritos, lo que sirvió de acicate para el tipo, a quien debía de importarle un rábano lastimarla. La chica se revolvía como una fiera indómita con el fin de zafarse, pero la fortaleza de sus aprehensores aplacaba de sobra sus convulsos movimientos. El hombre embestía con una contundencia brutal. Entonces un aullido horrísono y prolongado se escapó de la garganta de la muchacha, que no tuvo la fortuna de caer en el alivio insensible del desmayo. Observé que la penetración se había convertido en una perforación terebrante, pues el inaudito cirio alcanzaba niveles de profundidad desconocidos. Creo que la muchacha se habría desplomado a causa del inmenso suplicio, si no hubiera estado atenazada por los brazos dominadores de los cómplices del abuso. La concurrencia jaleaba al hombre, sin mostrar el menor atisbo de empatía hacia la torturada. Al fin, con el estremecedor miembro fuera del órgano genital femenino se produjo una torrencial rociada de esperma que embadurnó a los compinches y a la manceba. Durante la expulsión paulatina de semen, el macho soltó un alarido de estremecimiento. Luego, la muchacha se derrumbó agotada y retorciéndose, con una mueca de dolor dibujada en la cara. Puede que los fuertes embites hubieran dañado sus ovarios o su matriz.

Después del apoteósico coito, la concurrencia se dispersó y yo me quedé a solas. Mis ganas de intimar en privado con cualquier desconocida, habían menguado notablemente, pero una ocasión tan propicia para fornicar no se me volvería a presentar en la vida. Así que me incorporé de nuevo para ver en qué podría invertir los últimos coletazos de aquella gloriosa noche.

En aquel momento noté un dolor sordo en una mano, que me hizo intuir que el chollo de ser invisible estaba a punto de terminarse y debía alterar mis planes. Corrí hacia el piso de arriba en busca de mi ropa, con mi pendón natural flagelándome levemente los testículos; daba la sensación de que estaba cumpliendo una penitencia más que merecida. Por desgracia, no recordaba en qué habitación había abandonado mi ropa, así que busqué frenéticamente en el primer armario que encontré algo que ponerme, aunque fuera una hoja de parra que hiciera las veces de taparrabos.

Saqué unos pantalones de algodón del armario ropero, una camisa de pana que me abotoné a medias y unos zapatos que me molesté en atar con lazadas por una cuestión de seguridad dental y salí de la casa zumbando. Una especie de latidos provenientes de mi interior, me recordaban que los efectos de la pócima caducaban. Mientras bajaba las escaleras a toda pastilla (a pesar de que tenía molestias en los tobillos y en otras articulaciones) pensé que alguien se fijaría en mí y trataría de atraparme por polizón terrestre, pero conseguí abandonar la mansión en la que me había infiltrado, sin que nadie osara ponerme las manos encima.

Vagabundeé por las calles. Miradas disimuladas pero llenas de displicencia me estigmatizaban psicológicamente a mi paso. No era para menos. Un espejo me reveló que tenía unas ojeras de estudioso y el aspecto desaliñado y transnochado de un idealista. Lo único que me alegraba de las miradas acusadoras de la gente era el hecho de que volvía a ser visible. Estaba claro que la resaca de una noche de disipación y despilfarro carnal siempre pasa la correspondiente factura. Para colmo, notaba espaciadas y suaves punzadas en mi miembro, que colgaba más libre que de costumbre, pues carecía de la sujeción de un calzoncillo.

Me sentía satisfecho por haber entrado en el mundo del sexo por la puerta grande, con un harén de putas de bandera a mi entera disposición. Cualquiera se sentiría exultante después de un día tan plácido, pero yo, curiosamente, experimentaba un sentimiento de desazón.

Los poderes extrasensoriales son la simiente de los sueños. Y sin ánimo de endiosarme, considero que por encima del inspirador vuelo de Supermán, por delante de la fuerza inigualable del mítico semidiós Hércules, superando con creces los dones consistentes en dominar la mente o detener el tiempo con la precisión abrumadora de una cámara digital, estuvo la magnífica jornada que con tantísima rapidez había transcurrido. Estuve muy de acuerdo con Isaac Asimov en que el tiempo es una cuestión meramente psicológica. De súbito, un dolor terebrante alcanzó mis sienes. De inmediato, caí en un abismo de negrura.

Me hallaba recostado contra la pared acristalada de cierta sucursal bancaria, junto a un cajero automático externo. En mi despertar hubo una visión borrosa de alguien que gradualmente fue adquiriendo nitidez hasta que pude enfocarla. Era una chica con el pelo corto, hasta el cuello. Estaba acuclillada delante de mí y me abofeteaba suavemente (¿o me acariciaba con contundencia? Admito que no supe hacer esta distinción) tratando de que recobrara el consciencia, que no el conocimiento, pues bastantes imbecilidades había hecho el día anterior.

—He visto cómo te desmayabas, pero antes de llamar a una ambulancia he preferido concederte un margen para ver si te recuperabas. ¿Quieres que la llame de todas formas?

—No, no hace falta. —Mi voz había salido estropajosa de mi garganta, como el graznido de un cuervo.

Me fijé en su cara. Sus ojos eran grandes y de color avellana y estaban realzados por unas pestañas largas y espesas. Tenía algunas pecas en las mejillas y una sonrisa cálida, fácil y amistosa, en la que mostraba sus encías y unos dientes pequeños y tirando a amarillentos. No era una sonrisa de anuncio de dentífrico, pero eran rasgos, sus rasgos personales, perfectas imperfecciones que hacen que nos distingamos los unos a los otros.

—¿Seguro que no quieres que llame a una ambulancia? Igual has tenido un bajón en el nivel de glúcidos y por eso te has desmayado. A una amiga también le pasaba eso y le recetaron una medicina que le fue de maravilla. Aunque puede que la causa de tu desmayo no haya tenido nada que ver. Quizá deberías ir directamente a un hospital, a ver que te dicen...

Hablaba con esa desenvoltura verbal —encantadora, pero un pelín excesiva— que caracteriza a las chicas que no hacen de lo superficial (marcas y otras vanalidades por el estilo) su razón de ser. Su voz resultaba reconfortante. Era aguda y un poco destemplada, pero me supuso un bálsamo reparador después de tanta grosería cavernícola.

—...pierdes nada por hacer una consulta en tu médico de cabecera. Ya sabes: más vale prevenir que curar —concluyó un rato después.

—No, no, te agradezco las molestias, pero estoy como nuevo —repuse incorporándome y sacudiéndome la suciedad de los pantalones para demostrar la veracidad de mis palabras.

—No ha sido nada —sonrió.

En ese momento me di cuenta de que la chica estaba acompañada por un joven, de patillas anchas y piernas zancudas metidas en unos estrechos "jeans" azules que aguardaba pacientemente a mi salvadora. Pasándole el joven —contra el que sentí un resentimiento injustificado—, un brazo posesivo alrededor de los hombros, la pareja se marchó. Ella caminaba con delicadeza, como si estuviera desfilando por una pasarela.

El examen introspectivo que mi mente estaba llevando a cabo sin mi permiso seguía martirizándome. Cuánto amor al alcance de la mano menospreciado, con el burdo pretexto interior de reservar mi corazón a una ninfa de ensueño de esas compuestas de píxels que aparecen, ocultas e inaccesibles, tras las pantallas de los televisores.

El caso es que, bastante deshecho, me acerqué al escaparate de unos grandes almacenes. Tras la luna había unos frascos de colonia sobre unas telas onduladas, y un televisor de muchas pulgadas y de pantalla extraplana que exhibía reiteradamente el mismo anuncio, el cual versaba sobre una fragancia femenina. En él, una modelo de muy buen ver (y presumo que de un mejor catar) cuyo cuerpo cumplía los virtuosos cánones de la moda, buceaba con una gracilidad inexplicable, en un mar gélido rodeado de un terreno yermo, cubierto de hielo y nieve. Me pareció desconcertante que la visión de un paraje tan gélido, pudiera subir tanto la temperatura, pero así fue. La explicación a la aparente contradicción era muy simple. La mujer estaba más desnuda que en esa época prenatal en la que estuvo rodeada del líquido amniótico del útero de su progenitora, pues hasta su hermoso ombligo quedaba al descubierto. En cualquier caso, era innegable que la modelo simbolizaba el frescor absoluto y tampoco podía negarse que se trataba de un reclamo publicitario, que debía de surtir un efecto casi hipnótico (de encantador de serpientes, por poner un eufemismo con talante cómico) para los hombres, compradores principales de los aromas femeninos como regalo.

Delante del televisor había un quinceañero contemplando a la modelo con un ensimismamiento inconfundible. Era delgado, pelo crespo, algo más bajo que yo, y llevaba un traje holgado de un equipo de la NBA de escaso renombre. Apoyaba contra su cadera un balón tricolor de baloncesto, suave de tan desgastado.

—¿Está rica, eh? —lo abordé intentando ser amistoso.

—Jodo... —musitó sin perder de vista la pantalla del televisor con la que se había quedado embobado.

—¿Te imaginas a esa tía encima de ti dos, tres, cuatro horas, no teniendo tú ninguna traba para hacer lo que te apeteciera? —continué para ponerle los dientes largos.

El muchacho, que debía de estar componiendo mentalmente mi sugerencia, sopló levemente con una especie de añoranza. No parecía tener un carácter hosco (quizá contribuyera el hecho de que yo también era bastante joven) así que proseguí el diálogo.

—¿Tienes novia?

Meditó la respuesta durante un instante.

—Sí —afirmó sin mucha convicción, mientras se rascaba un brazo—, algo de eso hay.

—¿Cómo se llama?

—Susana. —Tardó un segundo en meditar el resto de la respuesta. El muchacho se iba soltando en un terreno que siempre parece ser pantanoso o tabú, más todavía con un perfecto desconocido—. No está mal la Susi, pero te puedo asegurar que no tiene esos melones.

Me fijé en los senos de aquel cuerpo modélico. Algunos filósofos incrédulos se habrían llevado una sorpresa mayúscula al comprobar que el arquetipo de perfección existía y estaba representado en esos pechos sublimes, rematados con un par de pezones que eran las guindas de los pasteles. Ninguno de los espectadores nos cansábamos de mirar la primorosa belleza de la modelo. En un primer plano del final del consejo publicitario podían observarse su dentadura, dos hileras de piezas dentarias muy bien colocadas una al lado de otra, con unas cisuras casi imperceptibles entre ellas. Ni que decir tiene que su rostro era bello, refinado, sin mácula.

—Todo el día está igual. —Apenas tardé un segundo en percatarme de que mi interlocutor se refería a la mencionada Susana—. Venga a pedirme que le dé besos, pero de ahí no salimos ni a la de tres. El sábado pasado estábamos en el cine viendo el tostón romántico que ella había escogido sin dejarme decir ni mu. Pues bien, para qué contarte el follón que me montó por que se me ocurrió tocarle las tetas por fuera de la camiseta, en una secuencia de la película que me pareció apropiada. No se cortó un pelo la pava: me dijo que era un cerdo, un bastardo, que me podía meter la mano donde ella me dijera y qué sé yo cuantas cosas más. Intenté pedirla perdón, pero desde entonces me ignora por completo. La verdad es que no sé si quiero seguir con ella: es... es una estrecha, joder. Pero esa tía —prosiguió señalando con el índice la imagen del anuncio emitido de forma ininterrumpida—, esa tía seguro que no tiene nada de estrecha.

—Estrecheces las que pasarías tú si te vieras obligado a conservar ese monumento.

—¡Hombre, no me jodas! —repuso impetuosamente con una sonrisa, volviéndose hacia mí—. Ya sé estar con un tía así me costaría un huevo; hablo suponiendo que me tocaran las quinielas y tuviera pelas por un tubo. —Hizo una pausa—. Joder, ¡es que está como un copón! —concluyó en un tono agudo próximo a la histeria.

Asentí despacio sin dejar de mirar al televisor. Aquella mañana me sentía más viejo que nunca, y quise compartir mi recientemente adquirida sabiduría con el muchachete.

—Con frecuencia, lo que se presenta a los ojos como algo cautivador y emocionante te acaba jugando malas pasadas y te hace pegarte unos batacazos de aupa. En cambio, quien crees que te va a dejar abocado a una vida más sacrificada y más desprovista de alicientes, es quien más te conviene, de largo. La vida está cargada de vicisitudes y perrerías, de modo que es fundamental encontrar una cómplice auténtica, que te inspire tranquilidad y, ante todo, que destile sinceridad por los cuatro costados. El regalo es más importante que el envoltorio.

El chaval parecía estar planteándose si debía sobre su anunciada ruptura con la tal Susana. Aunque quizá sólo fueran ocurrencias mías.

—Pero si es que a mí la Susana me cae bien, lo que pasa es que tiene más mala leche...

—Mira, eso es precisamente lo que, digamos lo que digamos, buscamos todos: una dosis de mala leche y de disciplina. La permisividad absoluta no conduce a buen puerto a ninguna pareja.

—Es que no es sólo eso. El Jose ya se ha estrenado con su vecina, que le saca tres años, pero yo todavía estoy a dos velas.

—Ya llegará el momento —lo tranquilicé—. Si yo te contara las atrocidades que se pueden llegar a cometer por zambullirse en la piscina sin asegurarse de que hay agua suficiente...

—Y es que además está un poco plana para su edad —siguió diciendo en un tono reflexivo—. Por ejemplo, la Merche tiene unas perolas que no caben en ningún sujetador, pero la Susana...

—Si yo te contara las barbaridades quirúrgicas que pueden llegar a poner en práctica nuestras compañeras de viaje, para tratar de acaparar nuestra atención. Desgraciadamente, somos tan obtusos que, a menudo, no sabemos lo que nos conviene.

Empezaba a aburrirme el dichoso anuncio. Probaba a cerraba los ojos y el anuncio seguía proyectándose en mi mente como una sueño recurrente. Al rato, me percaté de que el adoctrinado baloncestista se había largado sin despedirse, más sigiloso que un "ninja".

Me dirigía por un paseo arbolado hacia mi casa. Una morena de rompe y rasga (la típica deportista a cuyo paso se dispara el índice de transeúntes accidentados a causa de choques "fortuitos" contra el mobiliario urbano) con el pelo largo y suelto pasó junto a mí, andando en sentido contrario. Vislumbré unas gafas de sol, unas mallas largas de color violeta y una bolsa de deporte negra de la que sobresalía el mango de color verde fosforescente de una raqueta de tenis. Conjeturé, sin mucho mérito por mi parte, que iba camino de la piscina.

Me planteé volverme —como haría todo viejo verde que se preciara de serlo— para contemplar con total libertad el meneo sincronizado de su tonificada retaguardia, pero me contuve. En aquel preciso instante acababa de entender a qué se debía mi sensación de vacío: faltaba el amor, ese cúmulo de sensaciones aún por descubrir en mí, entre las que debe de predominar la de que haya alguien a tu lado que se desvive para que estés a gusto en un mundo en el que te dan tantos palos que no te dejan levantar cabeza.

Pensé que ya era hora de darle al sexo una dimensión meramente fisiológica rayana en la grosería y que ya estaba bien de aplicar la socorrida consigna: "culito veo, culito quiero". Me arriesgaría a abandonar el hedonismo del frotamiento indiscriminado y buscaría con empeño a una chica con la que estuviera bien compenetrado (y no me parecería nada apropiado que habiendo tomado la historia un cariz tan emotivo, el lector malpensado se dedicara a malinterpretarme). En fin, tanto la tenista, como la nadadora del anuncio eran vulgares espejismos que al seguir caminando desaparecerían sin dejar rastro.