Las confesiones de Marta (3)
Bukkake: Bukkake es un género pornográfico y una práctica de sexo en grupo, donde una serie de hombres toman turnos para eyacular sobre una persona, ya sea hombre o mujer. La práctica tiene fuertes connotaciones de humillación sexual. Por lo general, al finalizar la persona sobre quien se eyaculó se traga el semen, vaciado previamente en un vaso u otro elemento similar. También es muy frecuente que eyaculen en su rostro.
"Bukkake: Bukkake es un género pornográfico y una práctica de sexo en grupo, donde una serie de hombres toman turnos para eyacular sobre una persona, ya sea hombre o mujer. La práctica tiene fuertes connotaciones de humillación sexual. Por lo general, al finalizar la persona sobre quien se eyaculó se traga el semen, vaciado previamente en un vaso u otro elemento similar. También es muy frecuente que eyaculen en su rostro".
El más famoso buscador de Internet me ofrecía una información sobre el nick de Marco que me dejó incrédula. Era como la cola de la panadería, pero para expulsar su semen de forma masiva sobre una persona. Todo lleno de humillación. Un vaso o recipiente. Tragar. Leche. Semen. Lefa. ¡Qué fuerte!
No salía de mi propio asombro. Con los minutos, investigué que se trataba de un género muy habitual, que había crecido mucho en los últimos años, con origen en Japón. Vi 10, 12, 15 vídeos de bukkakes. En ellos, una o dos chicas engullía, de forma forzada o de forma gustosa, todas y cada una de las pollas de chicos apetecibles, con miembros de locura. Había saliva, lágrimas, incluso violencia en el pelo, y mucho, mucho semen, que se iba confundiendo los de uno con los de los otros. En otras ocasiones, el semen iba a una especie de bol, que después la chica tragaba, no sin asco, aunque algunas con auténtico deleite. No había penetración, no había juegos, no había estimulación. Al grano. Incluso cuando había dos chicas como receptoras, estás compartían posteriormente el semen de una a la otra, comiéndose la boca. Supe que aquello se llamaba el beso blanco.
Se abría, por tanto, un mundo desconocido ante mí. Supe, incluso, que había actrices especializadas en ello, que había una página que se autocongratulaba de haber sido la primera española en hacerlo, incluso se organizaban previo pago. Los había profesionales, de productoras, y los había caseros ¿Habría participado Marco en alguno de ellos? ¿Habría derramado su semen en la cara de alguna de aquellas chicas, fundiéndose con el de su anterior compañero? ¿Le habría follado salvajemente la boca? ¿Le habría hecho que se le saltaran las lágrimas? Ni idea. Lo único que notaba era una atracción por aquello que acababa de descubrir y un desequilibrio mental que derivaba en mis manos sudadas, la dureza de mis pezones y la lubricación de mi vagina. Era demasiado en tan pocos días y mi cuerpo respondió de forma inesperada. Y alcancé un orgasmo brutal durante una de las visiones de aquella especie de congregación de pollas que luchaban porque su semen fuera más abundante, y saliera mejor disparado, en dirección al rostro y pelo de aquella chica. No me reconocía. No es que el semen me hubiera dado asco anteriormente. Es que ni me lo había planteado, aunque sí era cierto que en mis tiempos de novia con Enrique, aquellos en los que apenas teníamos sexo salvo las pajas que le realizaba, sí me gustaba que su cantidad de leche fuera abundante. Pero no sé por qué.
Antes de acostarme rechacé una propuesta de Enrique por hacer el amor. Tenía la cabeza demasiado ocupada y eso me preocupó. Mi angelito bueno volvió a mí y decidí parar. Tomé la determinación de que al día siguiente no acudiría a la cita. Aquello era una chiquillada, aparte de una locura.
Dí mil y una vueltas a la cama. Me dormí cuando empezó a amanecer, minutos antes de que Enrique se levantara. En ese par de horas, soñé que estaba en un lugar paradisíaco, caribeño. Allí, con un bikini demasiado estrecho para mis formas, me relajaba en una hamaca, como una reina. La playa frente a mí, un ron bien fresco con cola y limón, sol. Advertí que disponía de una especie de séquito a mis órdenes. Pero lo que me llamó la atención es que no tenía que hablarles. Me leían la mente. Si al beber notaba que la copa estaba caliente, me servían otra. Si me notaba acalorada, el chico negro que me abanicaba agudizaba el ritmo. Si me apetecía un masaje de pies, dos chicos de color se dedicaban a ellos. Si tenía ganas de evadirme, sonaba una música chill out. El resto del sueño fue inesperado. Uno de los chicos negros se dirigió hacia mí, se agachó, apartó mi tanga hacia el interior de mi muslo izquierdo e inició una sublime comida de coño con la que me corrí tres veces. Mientras, el resto, 8 o 10 chicos fibrados y de raza, me rodeaban, con sus gigantes y erectos penes, ofreciéndome lo que mi mente pedía. Trozos de carne joven y caliente que devorar con mi boca, mi lengua, mis labios. Su semen iba se disparaba contra mí. Eran ingentes cantidades de copioso líquido blanquecino que me embadurnaban la boca, los párpados, las tetas, el pelo, los muslos, el vientre y hasta las orejas. Yo era una mujer cubierta de semen y ellos mis siervos. Yo era una reina. Una especie de reina de la lascivia. Cuando desperté, me estaba masturbando, y tenía mis dedos corazón e índice dentro de mí, absolutamente regados de mis flujos. Y entonces comprendí que me había convertido en una esclava de mi mente y de mi deseo.
Bajo la ducha me di mi tiempo. Intenté reflexionar, pero me di cuenta de que sufría una lucha interna que me causaba estragos. Interna y externamente. No me había masturbado tanto en mi vida y mi clítoris estaba irritado.
Decidí que Marco me viera insinuante, elegante, pero no provocadora. Tomé del armario un vestido de verano blanco, ajustado después de las descansadas vacaciones que me había tomado en un hotel-spa de Estepona, famoso por las imágenes de televisión. Tenía un escote interpretable. Es decir, que insinuaba, pero no dejaba ver. Que permitía fantasear, pero no ir más allá. Mi talla 100, a veces, da ese juego. Debajo, opté por un tanga fino, también blanco, que se introducía por mi trasero. La redondez de mis formas hacía que, al estar tan ajustado, también me separara los labios de mi vagina. Maquillada y perfumada, calcé unos zapatos rojos de tacón, a juego con el bolso y el carmín de mis labios, y salí de casa.
Tomé el coche y en el trayecto hasta Lebrija vacilé no menos de una decena de veces en dar la vuelta. Mi lucha interna seguía. Pero esta vez ganó el ángel malo. En la radio sonaba Nada que perder, de Conchita. Superé un cartel que decía: "Bienvenidos a Lebrija".