Las colinas de Komor XXXVIII

—¡Talila! ¡No! ¡No te atrevas, sucio chacal o... Harto de los gritos de aquel payaso, cogió las bragas de la mujer y las metió en el fondo de la garganta del marido silenciándole.

XXXVIII

—Recoge el chiringuito, nos tenemos que ir. En un par de horas llegaran dos helicópteros para evacuarnos. —dijo dándole un beso y esperando inútilmente que aquella obstinada doctora no rechistase.

—¿Os llevaréis a los heridos que no puedan escapar por su propio pie?

—No, lo siento. Las órdenes de mis superiores son terminantes.

—Entonces no me voy.

—¿Cómo que no  te vas? —preguntó Ray intentando parecer sorprendido— Esos cabrones están a punto de llegar y cuando lo hagan no solo te matarán como al resto de los heridos, te lo harán pasar realmente mal antes de acabar contigo.

—¿Cuándo llegaran?

—No lo sé, hemos conseguido retrasarles derrumbando parte de la caverna por dónde venían, pero no sé cuánto tardarán. Un día...

—Una semana... un año... —le interrumpió Monique— Lo más probable es que esos mamones se den la vuelta al ver que no les esperan más que un puñado de enfermos y médicos desarmados.

—¿Apostarías tu vida en ello?

—Lo tienes muy fácil, solo tienes que cargar los helicópteros con mis pacientes. —replicó ella obstinada.

—Sabes perfectamente que no puedo, no hay espacio para ellos.

Monique cerró la boca y se cruzó de brazos. Aquella mujer era desesperante, le daban ganas de darle un golpe en la cabeza y llevarla a rastras al helicóptero. La doctora le miró con el rostro pétreo, no sabía cómo convencerla.

—Por favor, —suplicó— Ven con nosotros.

Ray la abrazó y le besó la frente recurriendo a su última bala, el chantaje emocional. La joven pegó su cuerpo contra él y suspiró, pero no cambió de opinión. Tenía un problema. Sin decir nada se separó y salió de la tienda sin mirar atrás. Fuera el viento seguía aullando y enviando puñados de tierra contra su cara, pero  estaba tan enfadado que no lo sentía. No podía pensar.

En cuánto llegó a su campamento se sentó dándole vueltas a la situación impotente, tenía que haberle dicho que los talibanes estaban a punto de llegar, pero él, confiando en el sentido común de la doctora le había contado la verdad.

En realidad sabía lo que ella estaba haciendo. Estaba aprovechándose de su debilidad por ella para presionarle y conseguir transporte para sus enfermos. Ahora solo podía esperar, si los primeros helicópteros se iban sin ella quizás se diese cuenta de que no tenía otra opción.

El sargento se negaría a llevarse a los heridos, pero no le negaría un último transporte. Decidió llamar a Hawkins y exponerle el problema.

—Hola, jefe. —saludó.

—¿Qué coños...? ¿No me digas que esos perros sarnosos ya han conseguido superar vuestra barricada?

—No, señor.

—Menos mal, porque los helicópteros tardarán otra hora y media en llegar. ¿Algún problema?

—Me temo que he metido la pata y le contado la verdad a la doctora. Ahora ella dice que no cree que los terroristas superen la barricada y se niega a  abandonar a sus pacientes.

—¡Maldita sea! —gritó el sargento fuera de sí— ¡Si estuviese ahí molería ese culo de paleto de Montana a patadas! ¿Cómo se te ocurre...?

—Yo, señor. Lo siento, señor...

—¿Y ahora qué hacemos?

—Tengo un plan. Estoy casi seguro de que lo de ella es un farol. Si ve que los dos helicópteros se van con todo el personal y yo me quedo con ella estoy seguro de que la haré sentirse lo suficientemente culpable. Si envías un segundo helicóptero para recogernos estoy seguro de que podré llevármela por las buenas.

—¿Y si no?

—Lo haré por las malas.

—Sabes que tenemos órdenes. —le advirtió el sargento.

—Me da igual, si los capitostes me forman un consejo de guerra me la sopla. No pienso dejarla allí.

—Está bien. Lo arreglaré todo para enviarte otro helicóptero aunque me llevará tiempo convencer a esos cabrones. Ten cuidado. Seguimos en contacto.

—Sí, señor. ¡Hoyaah!

Cortó la comunicación y tiró el teléfono sobre el catre mientras se mesaba el pelo. Ahora deseaba que aquellos hijos de puta se diesen prisa, si lograban abrirse paso antes de que llegasen los helicópteros sus problemas se acabarían.

Incapaz de dejar de darle vueltas al asunto se sentó en una silla y se puso a leer con la esperanza de que las aventuras de Albert le distrajeran un poco. Fuera, el aire seguía enviando polvo contra la tienda.

Capítulo 54. El asalto a Samar

Arquimal

Las noticias llegadas del sitio de Komor no eran buenas. Tal y como esperaban el asalto había fracasado y ahora el ejército se limitaba a esperar. Para forzar su salida, los trabuquetes seguían bombardeando la ciudad sin descanso. El general Minalud seguía pensando que tarde o temprano los komorianos se verían obligados a salir y presentar batalla, pero él no estaba convencido.

Lo normal era que en un asedio los que pasasen penurias fuesen los sitiados, pero los malditos komorianos habían sido previsores y con las medidas que habían tomado habían impedido que el ejercito de Manlock se aprovisionase mientras ellos contaban con provisiones para aguantar varios meses sin siquiera necesitar racionar los alimento.

Ellos en cambio tendrían que subsistir con menguadas raciones a las que podrían añadir lo que pudiesen cazar en los lindes del Bosque Azul, a todas luces no lo suficiente para abastecer un ejército tan grande.

Por lo tanto si él fuese el gobernante de Komor se limitaría a esperar que el ejército de Samar se fuese desintegrando el solo, víctima del hambre y las enfermedades. Reconocía que no era un líder militar, pero había cosas que caían de cajón.

Por si fuera poco, estaba aquel maldito extranjero. Durante una semana había permanecido oculto. Nadie le había visto y aquello le ponía especialmente nervioso, sabía que estaba tramando algo, pero por mucho que se devanaba los sesos no podía imaginarse cuál era la siguiente sorpresa que les tenía preparados.

Por lo menos Samar estaba tranquila. La noticia del fracaso del asalto no había llegado aun a oídos de la gente, pero por si acaso había reforzado la vigilancia en las calles. Incluso por las noches grupos de media docena de soldados recorrían los barrios más humildes vigilando los lugares más conflictivos y deteniendo a los alborotadores.

Rascándose la barbilla se acercó a la ventana y observó la puesta de sol preguntándose qué le depararía el día siguiente.

Albert

Tras un día de descanso, estaban preparados. No podían esperar más. Habían recibido un cuervo avisándoles de que  los samarios habían atacado y habían fracasado.

Como esperaba el ejército komoriano pudo mantener la integridad de las murallas, pero desconfiaba de Aloouf. Si la victoria que habían obtenido había sido demasiado sencilla, quizás le general se confiara y no esperara a recibir su aviso. Solo la presencia de Aselas le había dado la tranquilidad suficiente para no lanzarse inmediatamente al ataque.

Apresuradamente reunió a los hombres y les hizo formar ante él. Estaba orgulloso de todos ellos y habían cumplido todas sus expectativas. El sol estaba poniéndose arrancando destellos ígneos a sus espadas y sus jabalinas.

El regimiento se había dividido en los tres batallones, cada uno a las órdenes de su jefe de sección. Acompañado de Gazsi, recorrió las tropas un instante antes de empezar un corto discurso.

—¡Y aquí estamos, perros! Una pandilla de apestados dispuestos a llevar a cabo la acción más audaz que jamás se ha visto en este continente. Y no lo haremos por la gloria o por el botín... Bueno está bien, no solo por eso. —dijo provocando una sonrisa entre los hombres— Lo haremos sobre todo por nuestra ciudad y por nuestros seres queridos. No lo olvidéis cuando os encontréis en problemas o vuestra vida esté en peligro.

—Porque no os voy a mentir. Algunos de vosotros no volveréis. Pero a lo que sí lo hagan os garantizo es que si cumplís mis órdenes y os comportáis como un equipo la ciudad de Samar será nuestra. Ahora, ya sabéis vuestras órdenes, dejad de mirar y moveos, ¡Pasmados!

El sol se había puesto totalmente y los hombres deshicieron las filas y montaron preparados para cumplir con su parte de la misión. Albert montó a su vez y se acercó Hlassomvik y a Sardik para ver como Amara y sus hombres desaparecían a pie en la creciente oscuridad.

—Son muy pocos, debería acompañarla con algunos de mis hombres. —dijo Sardik.

—Sardik, sabes que Amara es perfectamente capaz de cumplir con los planes y si te dejase ir ella misma te enviaría de vuelta de una patada en el culo. Sé lo que sientes por ella, pero es una soldado, su vida consiste en correr riesgos y el que tú estés ahí distrayéndola de su deber no es la mejor idea. Confía en ella igual que ella confía en ti.

Sardik asintió aunque no estuviese convencido y miró a las estrellas impaciente. Lo que pasase durante las siguientes horas dependía casi por completo de ella.

Amara

Se acercaron a pie, en la oscuridad con retales negros cubriendo sus petos y las caras tiznadas. Cada vez que un hombre hacia el más mínimo ruido mandaba al resto parar y atravesaba al desafortunado con la mirada antes de volver a ponerse en marcha.

Llegaron al pie de la muralla y la siguieron pegados a las piedras hasta encontrar el tramo que habían identificado los días anteriores. Al igual que esos días ningún movimiento se percibía en lo alto de la muralla.

Esperaron y se tomaron un descanso mientras Landif y ella, los mejores escaladores, se secaban las manos sudorosas por los nervios y preparaban las cuerdas. Miro al cielo, sabía que no podían demorarse mucho más así que con una breve palmada en el hombro indicó a Landif que comenzase la ascensión.

Mientras el resto de los hombres preparaba los arcos dispuesto a rechazar a todo el que se acercase a las almenas comenzaron a subir, lentamente tanteando en la oscuridad. Siguiendo sus instrucciones su compañero se tomaba su tiempo en elegir cada apoyo.

Lo que con una luz adecuada les hubiese llevado poco más de dos minutos, en la densa oscuridad de aquella noche sin luna le llevó casi un cuarto de hora con un par de sustos incluidos.

Finalmente ella fue la primera en llegar. Ayudó a auparse a su soldado y en silencio ataron las cuerdas a sendas almenas.

Los nudos que había cada pocos centímetros en las cuerdas facilitaron la ascensión del resto de sus sesenta hombres y en menos de diez minutos estaban todos arriba. Mientras tanto Amara se había adelantado y se desplazó agazapada unos metros hasta que consiguió ver una de las calles que llegaba perpendicular a la muralla.

La ciudad estaba tranquila, apenas había luces encendidas y no se veía un alma. En un determinado momento apareció un pequeño grupo de soldados con antorchas haciendo una ronda, pero en vez de mirar hacia el perímetro vigilaban las propias casas, como si esperasen problemas dentro, no fuera.

Tras asegurarse de que no había problemas, se retrasó y empezó a impartir órdenes.

Albert

Había llegado la hora. Con Cuchilla a su lado empezaron a moverse con lentitud intentando producir el menor ruido posible. Manteniéndose alejados unos cientos de metros de las murallas avanzaron a oscuras hacia la puerta este de la ciudad.

La noche cálida y oscura les ayudaba a pasar desapercibidos, aun así todos estaban tensos y alerta ante cualquier problema que pudiese surgir. Miró un instante a Sardik. Parecía a punto de salir al galope.

—Tranquilo, no le pasara nada. Ahora concéntrate en tu misión. —le dijo— Si tengo razón esto no durará mucho.

Amara

En la oscuridad y en total silencio se desplegaron. Veinte hombres avanzaban con ella por el adarve de la muralla mientras que el resto había bajado y avanzaba por la calle en dirección a las puertas, cubriendo su avance desde abajo.

Avanzaron treinta metros más sin encontrarse a nadie. Las murallas parecían estar totalmente tranquilas. En ese momento un silbido imitando a una lechuza hizo que Amara y sus hombres se tumbasen y se pegasen al suelo sin hacer un solo movimiento.

Levantando levemente la cabeza Amara se asomó y vio como una patrulla de seis hombres se acercaba por una calle que daba a la muralla. Los hombres de abajo estaban agazapados detras de los edificios que la bordeaban con las armas listas.

Los soldados enemigos ignorando el peligro en el que se encontraban caminaban relajadamente haciendo bromas y mirando a su alrededor sin demasiado interés, sin saber que a la vuelta de la esquina la muerte les esperaba en forma de hojas de acero que brillaban siniestramente aun en aquella intensa  oscuridad.

Con los nervios a flor de piel esperó. Sabía que si uno solo de aquellos hombres huía y daba la alarma su misión se complicaría considerablemente.

Todo ocurrió en apenas unos segundos y sus hombres cumplieron con su trabajo a la perfección. En cuanto sobrepasaron la esquina una docena de sus hombres se lanzaron sobre los desprevenidos guardias y tal y como les había enseñado seis de ellos se plantaron ante los guardias con las ballestas apuntándoles. Los soldados samarios se quedaron paralizados y confusos y eso era lo único que necesitaban los hombres que se acercaron por detrás con las dagas preparadas. En un par de segundos cinco de los seis agonizaban con el cuello seccionado mientras que el sexto logró dar tres pasos antes de que seis virotes atravesaran su cuello y su espalda.

Esperaron un par de minutos más mientras sus compañeros retiraban los cadáveres y tras cerciorarse de que todo seguía en calma siguieron avanzando en dirección al baluarte que protegía la puerta y el sistema de apertura del rastrillo.

Cuando estaban a veinte metros desenvainaron las armas y tensaron sus músculos preparados para saltar. Calculó el tiempo que había pasado hasta llegar allí y no dudó de que Albert y el resto del regimiento ya estarían agazapados en la oscuridad esperando la señal.

Señaló a tres hombres y entre susurros les dijo que la acompañaran. La oscuridad les protegía, pero también les impedía ver lo que tenían delante hasta que estaban prácticamente encima. Cuando llegaron a la puerta del baluarte un par de hombres hacían guardia con aire aburrido. No tuvieron ninguna oportunidad con las lanzas apoyadas contra las almenas a un par de metros y las espadas envainadas un par de virotes se habían clavado en sus cuellos impidiéndoles dar la alarma.

En cuanto hubieron acabado con ellos hizo la señal al resto de los hombres para que se acercaran y tanteó la puerta. Estaba cerrada. Bilam y Argull se prepararon para embestirla, pero Amara los interrumpió. Aferrando la daga utilizó el pomo para llamar a la puerta.

—¿Qué demonios quieres, Yukur? Sabes que aun te quedan dos horas.... —se oyó desde dentró a la vez que un cerrojo descorriéndose.

Amara interrumpió la frase del soldado clavándole la daga en el cuello en cuanto se asomó por la puerta. Con un grito de guerra y empuñando la espada subió por las escaleras que llevaban a la sala de guardia seguida por sus hombres.

Los soldados enemigos, totalmente sorprendidos, apenas tuvieron tiempo de levantarse de sus catres, pero reaccionaron rápido. Para cuando sus hombres se desplegaron por la habitación ya habían echado mano de sus espadas. La pelea se convirtió en una escaramuza sucia y sangrienta donde todo valía y en eso sus hombres eran expertos. Además las espadas que portaban los defensores eran buenas para una batalla en campo abierto, pero en aquel espacio eran demasiado largas y tropezaban con todo mientras que las dagas de sus hombres rechazaban los golpes con facilidad y se clavaban sin misericordia en las zonas desprotegidas de los  cuerpos de los vigilantes.

Sin esperar a ver el resultado subió las escaleras en dirección al mecanismo del rastrillo. Cuando llegó dos hombres intentaban cortar las gruesas maromas que unidas a una rueda ayudaban a levantar el rastrillo, pero eran demasiado gruesas para hacerlo con rapidez.

Descargando la ballesta de mano sobre el primero de los hombres se abalanzó sobre el otro  impidiéndole que continuara con su tarea. El soldado era un viejo veterano, pero lo que le faltaba en resistencia lo compensaba con experiencia y habilidad. Rechazó con facilidad dos rápidos mandobles y fintando superó su defensa y le lanzó un rápido espadazo.

Ella dio un providencial pasó atrás que hizo que la espada pasase de largo y solo le hiciese un corte largo pero superficial en el brazo derecho.

Sudando retrocedió otro paso y se preparó para un nuevo ataque. Todos sus sentidos estaban magnificados. Sentía como la sangre corría por su brazo haciendo resbaladiza la empuñadura de la daga, oía el ruido de la refriega, abajo, en la sala de guardia y sentía la suave brisa que se colaba por las aspilleras refrescando su cara.

El hombre escupió en el suelo y le sonrió despectivamente cuando descubrió que era una mujer. Ella no se enfadó ni se inmutó. Simplemente afirmó los pies y esperó un nuevo ataque que no tardó en llegar.

Esta vez ya estaba esperándolo y se limitó a ignorar la finta del soldado rechazando el filo con facilidad. Las hojas entrechocaron y saltaron chispas. El hombre, intentando aprovecharse de su mayor envergadura la empujó contra la pared intentando arrinconarla.

Por puro instinto Amara levantó la rodilla con todas sus fuerzas e impactó de lleno en los testículos del hombre que se retiró boqueando. No lo dejó recomponerse. Inmediatamente se lanzó sobre él. El hombre encogido logró rechazar tres ataques, pero finalmente la hoja de su daga se hundió profundamente en el costado derecho del defensor, a la altura de su hígado.

La sangre brotaba profusamente de la herida mientras el hombre intentaba incorporarse y ponerse de nuevo en guardia con las piernas temblorosas. Aquel soldado era valiente, incluso herido de muerte seguía intentando defender su puesto. Amara no se ensañó con él. Simplemente rechazó su espada y le clavó la daga en el corazón.

En ese momento otros tres hombres entraban en la estancia. Sin dedicar una mirada a los hombres muertos se pusieron a las ruedas y comenzaron a subir el rastrillo. En ese momento se escucharon gritos abajo, en la puerta.

El ruido de los engranajes había alertado a una pequeña patrulla que dio la alarma antes de que pudiese ser neutralizada.

Corriendo bajó a la sala de guardia y se asomó hacia el interior de la muralla. Los soldados encargados de abrir la puerta ya estaban quitando la tranca que la aseguraba mientras que el resto ocupaba un anillo defensivo en torno a ellos. Los refuerzos enemigos no tardaron mucho en llegar.

Albert

Los segundos le parecían minutos y los minutos horas. Nada parecía romper la tranquilidad en la ciudad enemiga.

—Algo va mal. —dijo Sardik nervioso.

—Tranquilo, idiota, si algo fuese mal la muralla entera estaría iluminada. Deja de pensar en ella y concéntrate en tu tarea si no quieres morir estúpidamente.

Instantes después la luz de una antorcha moviéndose justo bajo la puerta brilló al fin dándoles la  señal de avanzar. No hizo falta que dijese nada para que todos se lanzaran al galope.

En menos de treinta segundos atravesaron las puertas al galope. Dentro los hombres de Amara resistían el ataque de medio centenar de hombres. Con un  grito de guerra irrumpieron entre sus hombres y embistieron a la formación enemiga mientras lanzaban una primera oleada de flechas.

La refriega degeneró en una pelea sangrienta y desordenada en la que hombres gritaban, mataban y morían. Bajando de nuevo el rastrillo y abandonando la sala de guardia el resto de los hombres de Amara se unieron a la escaramuza.

En menos de dos minutos los pocos defensores que habían sobrevivido huían en dirección al centro de la ciudad, al palacio del gobernador.

Arquimal

Las primeras noticias eran confusas, parecía ser que había disturbios cerca de la puerta del este. Finalmente lo que más había temido se estaba produciendo, una revuelta en la ciudad. Sin dilación dio órdenes para poner a todos sus hombres en alerta y los mandó  a los distintos barrios de la ciudad dejando un centenar para la defensa de los alrededores del palacio.

Cuando llegó el Elton para informar de que era un ataque exterior y no una revuelta, ya era demasiado tarde, tenía a todos sus hombres desperdigados por la ciudad.

Precisamente por eso nunca había deseado el poder. No estaba preparado para responder a aquel tipo de situaciones. No sabía cuántos eran los atacantes, ni cómo se las habían arreglado para atravesar las murallas, pero al precipitarse había perdido su mejor posibilidad de rechazarles. Dos tercios de sus fuerzas estaban desperdigabas por la ciudad cuando tenían que estar allí, defendiendo la sede del gobierno y defendiéndole a él.

Juró y soltó tacos hasta quedarse ronco y cuando terminó llamó de nuevo al capitán Elton a su presencia.

—¿Se sabe algo más? —le preguntó.

—No, señor, pero no pueden ser muchos, si hubiese sido un ejército completo los habríamos visto llegar. Será un destacamento, un batallón como mucho, pero parecen estar bien adiestrados y son peligrosos. Dos supervivientes dicen que se colaron como fantasmas con las caras tiznadas y cuando se dieron cuenta se las habían arreglado para abrir la puerta del este, la menos vigilada y estaban cargando contra ellos.

Las palabras del soldado despejaron su mente confusa y la verdad asomó provocando un escalofrío que recorrió su columna vertebral. Solo podía ser aquel demonio que había sido capaz de retrasar el avance de su ejército. Instintivamente supo que estaban condenados, pero se tragó el miedo, salió hacia el patio del palacio  y ayudado por el capitán comenzó a disponer la defensa mientras enviaba a un par de hombres a la ciudad para  traer de vuelta todos los soldados que pudiesen.

Albert

Tras la carga solo un par de enemigos lograron escapar aprovechando el conocimiento que tenían de las callejuelas que se internaban en la ciudad. Ahora eso no importaba. Dejando una guardia en la puerta. Montaron en la grupa a los hombres de Amara y se dirigieron al centro de la ciudad al galope tendido. La gente había salido a la puerta de las casas alertada por el estruendo y los gritos, pero inmediatamente volvían a cerrarlas con timidez sin ningún ánimo de oponerse a los invasores.

Sabía que estaba a punto de tomar la ciudad, solo quedaba tomar el palacio del barón. Corrieron por las calles derribando con los caballos a todo el que se intentaba interponer en su camino. Cuando llegaron al barrio de los ricos las situación no cambio demasiado. Aquella ciudad era una ciudad de ancianos, mujeres y niños, a parte de aquellos pocos cientos de soldados no encontrarían oposición.

Tras un par de minutos de cabalgada sus hombres desembocaron en la plaza del palacio. Los samarios habían fiado todo a sus gruesas murallas y aquel edificio no estaba dispuesto para la defensa así que los samarios habían formado a las puertas un cuadro defensivo, con arqueros asomando en las ventanas.

Levantando una mano paró a los hombres justo en el límite del alcance de los soldados enemigos y distribuyó a sus fuerzas.

Sardik con sus arqueros comenzó a realizar rápidas incursiones lanzando una lluvia de flechas sobre el cuadro obligando a los defensores a subir los escudos para defenderse, lo que les impedía ver las evoluciones del enemigo.

Los arqueros enemigos intentaban responder desde las ventanas pero Sardik y sus hombres eran demasiados rápidos y apenas conseguían hacer blanco en ellos. En ese momento los hombres de Hlassomvik con Albert y Gazsi a la cabeza lanzaron un ataque frontal.

Los caballeros rompieron las primeras líneas  y se estableció una reñida pelea mientras los hombres de Sardik se echaban los arcos al hombro y atacaban por el flanco intentando eludir a los defensores e irrumpir en palacio. Los soldados de Amara mientras tanto habían corrido en dirección a una de las alas del edificio y aprovechando que los arqueros estaban intentando rechazar a los hombres del Sardik se deslizaron hasta una de las alas del edificio y comenzaron a trepar por los muros profusamente ornamentados en dirección a uno de los balcones de la primera planta.

Los defensores bastante tenían con rechazarles a ellos y no pudieron evitar que los hombres de Sardik forzasen las puertas y entrasen en tromba en el patio interior del palacio.

Sardik

Sin descabalgar atravesaron el patio interior del palacio. Guio a sus hombres en dirección a unas grandes puertas que debían de conducir al palacio utilizando a los caballos como arietes.

Las bonitas puertas no estaba hechas para resistir y dejando los caballos fuera irrumpieron en un enorme recibidor rodeado de una enorme balaustrada donde los samarios habían formado su última línea de defensa.

Una lluvia de flechas y virotes cayó sobre ellos y esta vez no había espacio suficiente para eludirlos, dos hombres cayeron a su lado en los primeros segundos y sin pensarlo guio a sus hombres intentando subir las escaleras.

Las flechas caían sin descanso. Estaba en un lío. En ese momento una flecha le atravesó el hombro derecho. Sabía que no tenía otra opción y estaba a punto de ordenar la retirada, pero más hombres salieron de una puerta disimulada en el fondo del recibidor rodeándoles.

La carga se convirtió en una confusa melé en la que arqueros e infantes peleaban por su vidas, aunque los defensores tenían la ventaja al tener a los arqueros haciendo puntería desde escasa distancia.

Cuando la situación era más desesperada Amara y su compañía aparecieron por el corredor a espaldas de los arqueros, que al verse sorprendidos no tuvieron ninguna oportunidad. Con alivio vio como los pocos defensores que quedaban huían hacia el patio para caer en manos de los hombres de Hlassomvik que ya habían acabado con los defensores de la puerta.

Aliviado vio como todo quedaba bajo control. Solo entonces sintió el dolor y se apoyó contra la pared deslizándose hacia el suelo mientras se aferraba al astil de la flecha que tenía en el hombro.

Amara

Esta vez la subida había sido más sencilla, los adornos y estatuas de la fachada y los grandes estandartes que colgaban de ventanas y balcones les permitieron subir y hacerse fuertes inmediatamente en la primera planta.

Sin pararse siquiera a tomar aire se dirigieron hacia la parte delantera donde se oía el estruendo de una escaramuza. Encabezando la columna avanzó por un largo pasillo y tras abrir una puerta se encontró en la parte superior de un amplio recibidor. Inmediatamente vio que sus compañeros estaban en un apuro y con un grito se lanzó sobre los arqueros que concentrados en disparar hacia abajo no les vieron llegar. En menos de dos minutos todos los arqueros estaban muertos.

Sus hombres arrebataron los arcos a los cadáveres y comenzaron a disparar hacia abajo. Amara sin embargo, al darse cuenta de que los hombres que estaban abajo eran los de Sardik se olvidó de todo y le buscó entre aquel barullo al que se unieron los hombres de Hlassomvik que irrumpieron acabando rápidamente con la refriega.

Finalmente lo localizó apoyado contra la pared y agarrándose el hombro derecho del que asomaba el astil de una flecha.

Con el corazón encogido se lanzó escaleras abajo y apartando a los hombres se dirigió hacia él.

—¡Idiota! Te has dejado atravesar. —le dijo cuando estuvo a su lado— Déjame ver.

El hecho de no entender demasiado de heridas le puso a un más nerviosa, solo vio la sangre que manaba del hombro de su amante. Con un gesto llamó a uno de los veteranos que Aselas había adiestrado y este acudió rápidamente a su lado.

El improvisado médico se acercó a él y examinó a Sardik. Tras cortar el astil de la flecha le quitaron el peto para poder ver la herida. Amara tuvo que retirar la vista  para no ver como el hombre arrancaba  la flecha del pecho de Sardik.

—Ya está. —dijo el hombre mientras Sardik aullaba de dolor— No parece que haya ningún órgano importante afectado y la sangre no sale con fuerza, eso es bueno. Se recuperará.

Amara cogió la cara de Sardik y le dio un beso rápido antes de que el hombre la apartase y inyectase con un tubo un líquido pegajoso que contribuyó a taponar la herida.

Intentó volverse para dar a aquel hombre del que no recordaba su nombre las gracias, pero ya había desaparecido para ayudar al resto de heridos.

Sardik se había desmayado, pero su respiración era tranquila y acompasada. Con delicadeza, se sentó a su lado y recostó su cabeza en el regazo pugnando por contener las lágrimas. A su alrededor la mayoría de los soldados habían desaparecido en el interior del palacio.

Albert

Vio como Amara bajaba las escaleras corriendo ignorando los últimos conatos de la batalla y se dirigía a una esquina donde Sardik estaba sentado con el peto cubierto de sangre. El sentimiento de culpa le atenazó por un instante, pero tenía cosas que hacer así que se obligó a seguir adelante.

Se adentró en palacio con sus hombres desparramándose por las habitaciones tras él. En cuestión de un par de minutos se internó en un pasillo amplio y recubierto de mármol que daba en unas puertas forradas de bronce justo al fondo. Solo podía ser la sala del trono.

No hizo falta derribarlas estaban entreabiertas.

El interior era una gran sala con enormes columnas que desaparecían en un techo ricamente artesonado cinco metros por encima de ellos.

Al fondo, un hombre ya mayor, calvo y con una considerable barriga le esperaba sentado con el gesto grave, consciente de que la ciudad había caído y la guerra había terminado aunque el barón Manlock aun no lo supiese.

—Se supone que todo ha terminado. —dijo el hombre apesadumbrado.

—Eso creo.

—Tú eres Albert, ¿Verdad? —preguntó Arquimal.

—Vaya, veo que estabais muy bien informados. Aquella mujer hizo un gran trabajo. —comentó  él.

—No lo suficiente, por lo que se ve —dijo el anciano visir levantándose— ¿Que le pasó a Enarek?

Los hombres que escoltaban a Albert levantaron sus arcos, pero él con un gesto les detuvo. El anciano no era una amenaza.

—Murió cerca del paso del Brock. Estuvo a punto de lograrlo.

—¿Y ahora? ¿Qué toca? ¿Nos mataréis a todos?

—No, solo a los que importa. —dijo intentando que no se notase la repugnancia que sentía por lo que quedaba por hacer— Ya sabes cómo va esto.

—En fin, lo entiendo. Solo tengo una petición. No me gustaría caer como un niño indefenso...

Albert le pidió el arma a uno de sus hombres y se la lanzó al anciano. Este la cogió y la sospesó. Estaba claro que jamás había empuñado una. Deseaba ordenar a uno de sus hombres que acabase con él, pero el visir merecía una muerte mejor.

Adelantándose le dejó hacer al anciano el primer movimiento. Con un rugido Arquimal le lanzó un desmayado mandoble que Albert  rechazó con facilidad. La espada vibró en la mano del anciano que no pudo mantener el control del arma y cayó con estrépito contra el suelo.

Sin darle tiempo a pensar, alzó la espada y la clavó en el costado izquierdo del anciano atravesando su corazón y acabando con la batalla.

A Arquimal solo le dio tiempo a emitir una desmayada sonrisa de agradecimiento.

Hlassomvik

Tras pasar toda la noche cazando a los últimos soldados samarios, finalmente, al filo del amanecer, llegó la parte divertida. Dejando un par de patrullas vigilando que todo permaneciese tranquilo, se dirigió al barrio rico y distribuyó a sus hombres con instrucciones de obtener botín y reunirlo en el patio del palacio. A parte de eso  todo estaba permitido salvo herir y matar. Todas las personas que había dentro de aquellas casas eran mercancía valiosa.

Para él se guardó una de las casas más impresionantes. Hecha totalmente de madera, era casi tan grande como el palacio del barón, pero de solo dos plantas. Entró como un huracán derribando muebles y rompiendo todo aquello que le pareció que no era de valor.

Entró en las cocinas donde estaban los esclavos que pertenecían al servicio y siguiendo las instrucciones de Albert les echó de la casa diciéndoles que eran libres. Los esclavos se miraron sin saber muy bien que hacer hasta que él sacó su espada y con un par de molinetes  les ayudó a decidirse.

Sin esperar a que desalojasen las cocinas se abalanzó sobre la carne que había en unas fuentes evidentemente preparadas para servir el desayuno de los amos. Estaba fría pero, jamás había comido algo tan delicioso y suculento. Con sus labios aun chorreando grasa olfateó a su alrededor buscando el origen de un olor dulce y ligeramente especiado.

Abriendo la puerta de uno de los hornos descubrió una bandeja entera de pastelitos de miel y canela. Estaban dulces y el sabor de la canela le recordó a su infancia. Los días de su cumpleaños su abuela siempre le preparaba unos buñuelos de miel y recordaba perfectamente como en el momento que el aroma de la masa y la miel empezaba a extenderse por la casa no podía evitar entrar en la cocina y observar la puerta del horno dando pequeños saltitos. Solo la mirada firme y divertida de su abuela evitaba que abriese aquella puerta y se atiborrase con aquellas delicias aunque aun estuviesen a medio hacer.

Con la barriga llena salió de la cocina y revisó las habitaciones cogiendo todo lo que podía ser de valor  amontonándolo en el centro de las habitaciones.

Cuando terminó se dirigió escaleras arriba. Sabía que alguien vivía allí, pero no se oía ni un jadeo. Desenfundando la daga avanzó por un largo pasillo hasta una gran puerta hecha de dos hojas ricamente talladas que pensó acertadamente que era el dormitorio principal.

De una patada hizo que las dos puertas se abriesen y golpeasen la pared con violencia. Un hombre de mediana edad le esperaba con una enorme espada temblando en su mano.

El hombre con una barriga grande y redonda que asomaba bajo un peto de cuero que había visto tiempo mejores parecía más un comediante que un guerrero. Detrás de él una mujer joven, también de abundantes carnes, pero mucho mejor distribuidas le miraba con unos ojos azules que  abiertos por el espanto le parecían los más grandes que había visto jamás en una mujer.

—¿Me vas a matar, abuelo?

—No dejaré que le hagas nada a mi esposa. Acabaré contigo, ladilla asquerosa. Hace veinte años maté a cientos de Komorianos con esta espada y ahora...

Sin dejarle acabar el discurso se abalanzó sobre el viejo y antes de que supiese lo que pasaba estaba en el suelo desarmado y con la marca del pomo de la daga de Hlassomvik marcada en el centro de su frente.

Mientras la mujer chillaba y se subía a la cama como si acabase de ver una rata cogió los cordones de las cortinas y levantando al dueño de la casa, lo sentó en una silla y le ató a ella firmemente antes de empezar el interrogatorio.

—¿Dónde tienes el oro, viejo usurero?

—No hay oro. Lo hemos gastado todo comprando comida.

—Por un momento, al ver tu barriga he estado a punto de creerte, pero no cuela. Se como sois los nobles. Estoy seguro de que guardas una buena cantidad en alguna parte. —dijo él acercando la daga a su ojo.

El viejo se removió inquieto, pero veía su determinación en los ojos. No iba has soltar su oro fácilmente.

—¿Y tú qué, preciosa? —preguntó él antes de volverse hacia la mujer— ¿Es cierto que eres su esposa?

—Desde los dieciséis años. —respondió ella temblando como una hoja.

—Curioso, ¿Quieres decir que no has conocido a ningún otro hombre salvo ese viejo gordo? Llevó casi cinco años sin echar un polvo decente, pero por lo que veo las hay que están peor.

—Mi Glabich es muy hombre. —dijo ella intentando fingir una seguridad que Hlassomvik sabía que no sentía.

—No lo suficiente para entregarme su oro a cambio de tu vida. —replicó Hlassomvik mirando al marido que seguía sin decir ni pío.

—Ven aquí, —dijo cogiéndola por un tobillo, y derribándola sobre el colchón. La mujer gritó y su marido le insultó. Pero él no les hizo caso y le quitó el vestido a la mujer a tirones, descubriendo un cuerpo moreno y opulento con unos pechos enormes y ligeramente caidos de pezones gruesos y oscuros y una areola del tamaño de una galleta.

La joven gritó y se debatió pataleando con las piernas y haciendo vibrar las carnes de aquellos muslos titánicos. ¡Dioses como necesitaba aquel polvo!

—¡Talila! ¡No! ¡No te atrevas, sucio chacal o...

Harto de los gritos de aquel payaso, cogió las bragas de la mujer y las metió en el fondo de la garganta del marido silenciándole.

—Mucho mejor así. Los gritos no me permiten concentrarme. —le dijo a la mujer.

—Por favor, no me mates... —dijo ella.

—No te preocupes, pequeña. No tengo ningún interés. Como esclavos no es que valgáis mucho pero tengo entendido que los propietarios de las minas de sal no son muy exigentes. Sean fuertes o débiles, los esclavos allí no duran mucho.

El matrimonio se quedo pálido. Sabían perfectamente lo que les esperaba. La mujer tembló unos instantes y aquellos ojos grandes y hermosos se anegaron de lágrimas.

—También puedes demostrarme que vales para algo más. —dijo Hlassomvik acariciando el interior de los muslos de la joven que pareció entenderlo y separó las piernas tímidamente mientras su hombre con la cara roja como la grana intentaba gritar algo.

Hlassomvik no hico caso y cogió una de aquellas piernas morenas y torneadas a pesar de su tamaño y la acarició con suavidad mientras se deshacía de su uniforme. Deseaba coger a aquella mujer y follarla con dureza, demostrarla lo que era un hombre de verdad.

Talila

Al principio creyó que era una revuelta y que el ejército se encargaría rápidamente de ella, pero cuando se asomó a la ventana y vio hombres de uniforme y con armas de reluciente acero en vez de porras o herramientas de trabajo, supo que algo muy malo estaba pasando.

Su marido, al darse cuenta, mandó a uno de sus esclavos de confianza a ver si todavía había alguna forma de huir, pero este volvió diciendo que la ciudad estaba tomada. Entonces lo único que se le ocurrió fue esconder el oro y las joyas y encerrase en su dormitorio a esperar.

Aquel hombre alto, de pelo rubio y ojos azules entró como una bestia furiosa derribando la puerta de una patada y desarmando a su marido. Cuando se dio cuenta estaba de pie en la cama gritando aterrada. Pensó que había llegado su final, pero no se le pasó la mirada ansiosa que había derramado por su cuerpo y pensó que quizás tuviese una esperanza de salir viva de aquella situación.

Jamás había estado con otro hombre que con Glabich y cuando el hombre separó sus piernas y se desnudó dejando a la vista su enorme herramienta estuvo a punto de desmayarse de miedo. De un torso musculoso colgaba semierecto un miembro el doble de grande y grueso que el de su marido.

El agresor sonrió al ver su cara de sorpresa y le golpeó el sexo con él, haciendo que se encogiese de miedo.

Pensó que iba a metérsela de un golpe y empujar dentro de ella hasta derramarse, pero el soldado tenía otros planes. Arrodillándose acarició sus muslos y se los besó y mordisqueó con suavidad produciendo en todo su cuerpo un suave cosquilleo.

Poco a poco fue avanzando hasta que sus labios rozaron con suavidad su pubis.

—Durante todo  este tiempo, lo que más he echado de menos a sido el sabor de un buen chocho. Dulce, cálido y acogedor. De esos que cuando introduces tu polla en él te sientes como en casa. —dijo dándole un lametón a su vulva.

Todo su cuerpo se estremeció. Glabich jamás había hecho algo así. Normalmente solo se limitaba a tumbarse sobre ella y a hacerle eso con la vana esperanza de dejarla embarazada. Pero aquel hombre con solo dos caricias de su lengua había encendido todo su cuerpo y le había hecho olvidar la apurada situación que estaba viviendo.

Un nuevo lametón en su clítoris y no consiguió reprimir un jadeo de placer. El soldado la miró con una sonrisa y entonces se abalanzó sobre ella chupando, lamiendo y mordisqueando su pubis y sus muslos mientras la penetraba con los dedos buscando algo en el interior de su coño.

Cuando lo encontró todo su cuerpo se estremeció y un gritó ahogado salió de su garganta. Su marido se revolvió en la silla intentando gritar algo que se oyese a través de su mordaza, pero ella ya no escuchaba nada que no fuese los apresurados latidos de su corazón.

Combando la espalda agarró la melena rubia del hombre y le aplastó la cabeza contra su entrepierna mientras agitaba las caderas con fuerza, deseando que el contacto fuese más  intenso.

No supo cuanto duró aquello, solo sabía que el placer era cada vez más intenso. Entonces el desconocido se separó y se incorporó. Esta vez, aunque su polla estaba totalmente erecta no se sintió intimidada, solo deseaba tenerla enterrada en su coño.

Cogiéndosela con la mano, comenzó a acariciarle el sexo con la punta del glande, golpeando su clítoris con suavidad, haciendo que gritase ansiosa hasta que finalmente la dirigió a su interior y se dejó caer sobre ella.

El miembro del soldado resbaló con facilidad en su sexo encharcado distendiéndolo y provocándole el placer más intenso que hubiera sentido jamás. El desconocido se inclinó y le dio un beso profundo. Sus lenguas contactaron y se acariciaron y por primera vez en su vida supo a que sabía su coño.

Cuando finalmente se separaron para coger aire el soldado comenzó a penetrarla, dejándose caer con todas sus fuerzas. Traspasada por el intenso placer que experimentaba, apretó sus muslos contra las caderas del hombre y cerró los ojos solo pensando en disfrutar.

Pero entonces el hombre se separó. Estaba segura de que no le había sentido correrse en su interior así que abrió los ojos extrañada.

El tipo estaba allí de pie con su herramienta estremeciéndose hambrienta, pero sin hacer ningún gesto de acercarse.

—Vamos, ven a mí. —dijo ella abriendo las piernas y acariciándose el coño que ardía de deseo.

—¿Te gusta, eh? —le preguntó él mientras su marido intentaba gritar algo de nuevo.

Ella gimió por toda respuesta, pero el soldado no se movió. Dispuesta a que aquello no acabara así. Se levantó y se agarró a una de las columnas que sustentaban el impresionante dosel poniéndose de puntillas y separando los muslos.

El hombre se acercó y sintió el calor de su cuerpo a escasos milímetros de su piel, pero cuando retraso su culo para contactar con él, se retiró un par de pasos.

—Vamos... Lo necesito. —gimió ella agitando su culo.

—¿Cuánto?

Ella no respondió pero se giró y le lanzó una mirada asesina a la que él respondió con una sonrisa torcida.

Finalmente se acercó y reposó su polla entre sus cachetes frotándose contra ella y dándole un par de fuertes palmadas en el culo que le hicieron dar un respingo.

—Dime dónde habéis escondido el oro y no solo te prometo que acabaré con esto de una vez, sino que te convertiré en mi esclava y repetiré esto contigo todas las noches.

Talila se quedó rígida pensando. Ahora no era más que una esclava. Su alternativa era morir cavando en la oscuridad de una mina de sal. Ese era su futuro, pero cuando se paró a pensarlo se preguntó que había sido hasta ahora. Su padre la había vendido apenas en la adolescencia a un viejo gordinflón que la había exhibido como si fuese un lingote de oro más y la había encerrado en casa quejándose de que no le daba un hijo.

Sabía que aquel oro no le serviría de nada allí enterrado, así que si eso servía para tener una vida lo más cómoda posible no se lo pensó.

—Está bien, —dijo frotando su culo contra aquella deliciosa estaca— la mayor parte está en el jardín, debajo de la estatua de la diosa Neiss, el resto está en ese armario de la esquina. Detrás de una tabla suelta hay una caja con más oro y la mayor parte de mis joyas, ahora fóllame de una vez.

Su marido gritó y se agitó como un loco presa de un furor incontenible hasta el punto de que cayó de lado atado a su silla sin dejar de gritar.

El soldado con una carcajada la cogió del culo y lo giró para que su marido tuviese una buena vista y a continuación le metió la polla hasta el fondo del culo sin avisar. Un escozor recorrió sus entrañas y soltando un quejido se agarró al poste para no caer.

—Tranquila, dale un poco de tiempo. Terminara gustándote.

Talila respiró hondo y dejó que el hombre comenzase a moverse en su interior. Al principio el dolor de tener semejante polla en sus entrañas era tan fuerte que solo podía quedarse quieta quejándose suavemente y acariciándose el sexo. Poco a poco el dolor fue pasando y el placer, cada vez se hizo más intenso hasta que cuando se dio cuenta era ella la que estaba saltando de puntillas para poder clavarse aquel miembro duro y caliente.

—Se ve que la chica está necesitada. —le dijo el desconocido mientras sus manos se deslizaban por su cuerpo acariciando sus costados, sus pechos y hundiéndose finalmente en su sexo donde volvieron a buscar aquella zona hipersensible y la acariciaron con rudeza.

El placer se hizo tan intenso que olvidándose de todo se puso a gritar como una loca pidiendo más y más hasta que un orgasmo salvaje la hizo retorcerse hasta caer desmadejada de rodillas. Nunca había sentido nada ni remotamente parecido. Todo su cuerpo vibraba descontrolado y su piel estaba roja y caliente como si tuviese fiebre.

El soldado rio al verla y cogiéndola por el cabello la obligó a acercar a boca a su polla. Aun estremecida por las últimas ráfagas de orgasmo abrió la boca y se metió la punta de aquel enorme miembro. El hombre empujó con fuerza profundizando hasta que creyó que iba a desencajarle las mandíbulas. Ahogada trató de chupar y lamer, mientras se metía y sacaba aquel miembro de la boca.

El soldado comenzó a gemir broncamente cada vez con más fuerza hasta que separándose se corrió sobre su cara. Talila recibió aquella lluvia cálida y pegajosa con un último chispazo de excitación y se tumbó en el suelo desnuda y jadeante, pensando que todo había terminado, pero aquel hombre tenía otros planes.

—Eh, de eso nada —dijo cogiéndola en brazos como si fuese una pluma y volviendo a tirarla en la cama— El día es joven y llevaba mucho tiempo esperando, además no podemos decepcionar a nuestro insigne espectador...

Dejó el libro y miró el reloj. Apenas quedaban cuarenta y cinco minutos para que llegasen los helicópteros. Llamó a Monique para avisarle de que todo el personal debería estar preparado para la evacuación y le rogó de nuevo inútilmente que subiese al helicóptero.

Después de mirar al reloj de nuevo llamó a Oliva.

—Hola, que tal todo por aquí. —le preguntó.

—De momento todo está en calma aunque este viento me está matando.

—No te preocupes el transporte está a punto de llegar. Dentro de quince minutos iré a sustituirte para que puedas irte con los evacuados.

—¿Y tú?

—Me voy a quedar un poco más, me iré en el siguiente transporte con la doctora Tenard.

—Se niega irse. ¿Verdad? Esa maldita imbécil va a hacer que te maten.

—Dice que solo se irá si sus pacientes la acompañan. No puedo obligarla hasta que no vea a esos burros asomar la nariz por la boca de la caverna. Pero espero que cuando vea que todo el mundo se va, cambie de opinión. Un último helicóptero llegará un par de horas después y esta vez o se sube ella sola o me la llevo a la fuerza. Me importa un carajo lo que opine.

—Eso es, demuéstrala quien lleva los pantalones. —dijo ella con una carcajada.

—Estaré ahí en quince minutos. —dijo Ray ignorando el comentario de Oliva.

—No es necesario. Iré con vosotros en el último transporte. —respondió ella tras una pausa.

—¿También tú me vas a causar problemas? —inquirió Ray preguntándose por qué demonios ninguna mujer le hacía caso.

—Si tú puedes esperar, yo también. Además  quizás necesites ayuda para meter a esa pantera en el helicóptero. —respondió ella— No me perdería el final de este culebrón por nada del mundo.

—¿Nos darán problemas los terroristas?

—No creo. Tardarán al menos medio día en apartar todos esos pedruscos si no se rinden y se largan.

—No cuentes con ello. —dijo él saliendo de la tienda.

Fuera, el viento había arreciado un poco más y andaría por los diez nudos más o menos, pero lo que realmente le preocupaba eran los nubarrones que se estaban acumulando arriba en el Hindu Kush y ya ocupaban un cuarto del horizonte.

Rezando para que el tiempo aguantase, intentó convencer de nuevo a Oliva de que se fuese en el primer transporte, pero no lo consiguió. Renegando bajó al campamento de MSF y empezó a organizar la evacuación. Tenía el tiempo justo.

Esta nueva serie consta de 41 capítulos. Publicaré uno más o menos cada 5 días. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:

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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.

Guía de personajes principales

AFGANISTÁN

Cabo Ray Kramer. Soldado de los NAVY SEAL

Oliva. NAVY SEAL compañera de Ray.

Sargento Hawkins. Superior directo de Ray.

Monique Tenard. Directora del campamento de MSF en Qala.

COSTA OESTE DEL MAR DEL CETRO

Albert. Soldado de Juntz y pirata a las órdenes de Baracca.

Baracca. Una de las piratas más temidas del Mar del Cetro.

Antaris. Comerciante y tratante de esclavos del puerto de Kalash

Dairiné. Elfa esclava de Antaris y curandera del campamento de esclavos.

Fech. guardia de Antaris que se ocupa de la vigilancia de los esclavos.

Skull. Esclavo de Antaris, antes de serlo era pescador.

Sermatar de Amul. Anciano propietario de una de las mejores haciendas de Komor.

Neelam. Su joven esposa.

Bulmak y Nerva. Criados de la hacienda de Amul.

Orkast. Comerciante más rico e influyente de Komor.

Gazsi. Hijo de Orkast.

Barón Heraat. La máxima autoridad de Komor.

Argios. Único hijo del barón.

Aselas. Anciano herrero y algo más que tiene su forja a las afueras de Komor

General Aloouf. El jefe de los ejércitos de Komor.

Dankar, Samaek, Karím. Miembros del consejo de nobles de Komor.

Nafud. Uno de los capitanes del ejército de Komor.

Dolunay. Madame que regenta la Casa de los Altos Placeres de Komor.

Amara Terak, Sardik, Hlassomvik, Ankurmin. Delincuentes que cumplen sentencia en la prisión de Komor.

Manlock. Barón de Samar.

Enarek. Amante del barón.

Arquimal. Visir de Samar.

General Minalud. Caudillo del ejército de Samar.

Karmesh y Elton. Oficiales del ejército de Samar